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Estás tumbado en tu litera y el traqueteo del vagón no te deja dormir. Deben de ser las doce pasadas. Todo es gris, noche. En un murmullo, cuentas hasta diez. Sin embargo, sigues despierto; ¿qué esperabas? Y decides encender la luz.

Pero el de abajo no tarda en quejarse:

—Eh, oye, que no estás solo.

—Hasta cien.

—¿Cien?

—Sí, diez no sirve. Comprobado. Cierra los ojos y cuenta hasta cien, anda.

—Y tú apaga la luz.

—Voy a leer un rato.

—No.

—No, ¿qué?

Y, desde la cama inferior del otro lado, se oye la voz del abuelo:

—Bueno, basta ya. Si no os calláis, voy a tener que encender yo también mi luz.

El de abajo os manda al infierno y vuelve de nuevo la calma.

Coges tu bloc, y en la primera página que encuentras en blanco dibujas una bicicleta tricolor y de carreras con ganas de llegar al fin del mundo. También dos manos grandes y árboles, palmeras, varios edificios, campanarios y centrada a lo lejos la torre Eiffel junto a estrellas y un sol de atardecer. Alguien dijo una vez que no somos ni la bici ni el ciclista, porque lo que realmente somos es el viaje.

Abajo, añade tu nombre: Kim. Luego pasas la página, como con tu historia de la universidad.

Todo ha sucedido esta misma tarde: la expulsión de la Escuela de Bellas Artes, la rabia y el tren. Aunque cualquiera diría que lo tuyo parece una huida, tú lo llamas borrón y cuenta nueva. Miras adelante sin hacerte muchas preguntas. En un impulso has hecho la bolsa (sólo las cuatro cosas imprescindibles) y te has dirigido a la estación de Francia. De los destinos para esta noche, te has quedado con París y, sin pensarlo dos veces, has sacado un billete en el Talgo de las 19.55.

Te has tomado una caña en el bar de la estación y has matado el rato ojeando el periódico. La mayoría son noticias ya sabidas, repetidas varias veces por la radio y la tele. A ti no te interesan, tú te fijas en las columnas laterales y la letra pequeña. En la sección de negocios dicen que un chaval de Dublín ha ganado una pasta con una aplicación de rastreo de móviles. «Joder, hay que ver qué cosas más raras triunfan.»

Ahora viajas metido en este compartimento de cuatro y no puedes dormir. Cierras tu libreta, apagas la luz y bajas de la litera: tienes ganas de estirar las piernas. Te vistes en diez segundos y sales al pasillo. Cierras la puerta tras de ti y, sin nadie a la vista, te acercas a la ventana. Fuera hay campos y una carretera de dos carriles que sigue paralela la vía del tren. Un coche cruza en sentido contrario. «¿Dónde debemos de estar?», te preguntas sin tener ni idea.

Estás decidido: no vas a pensar ni en la universidad ni en el decano, el doctor Bech. Pero, de tan claro que lo tienes, no dejas de tenerlo presente. Es como lo del elefante rosa. Si alguien te dice que no pienses en un elefante rosa, no puedes evitar imaginártelo. Miras al cielo, las estrellas. Ahí están la Osa Mayor y la Polar, sí, pero esta noche amable de principios de verano no tiene nada que ver con las de tus anteriores escapadas.

De repente, un rugido: es la puerta del final del vagón. Entra una pareja. Se los ve muy contentos, deben de venir del bar restaurante. Seguro que ha habido cena y luego algunas copas, te dices sin dejar de mirarlos. ¿Se habrán conocido en el tren? ¿Un flechazo irresistible? Ella lleva sus sandalias de tacón en la mano y necesita la ayuda de él para avanzar. No se han dado cuenta de que estás en el pasillo y ahora se besan contra la pared de los compartimentos. Ella ya ha dejado caer los zapatos y le coge la cara mientras él la abraza. Todo como si les faltara tiempo.

Te vuelves y, antes de que la temperatura suba hasta el punto de ebullición, bajas de golpe el cristal de la ventana y entra de nuevo el rugido del tren en la noche. Te han descubierto, estás convencido. Tú te mantienes como si nada, apoyado sobre el antepecho con la mirada perdida al frente, aunque lo cierto es que ya no ves lo que tienes delante, sino a varios metros a tu derecha.

Se ríen. Y pasan por detrás de ti cogidos de la mano. Mientras él busca la llave, miras de reojo a la pareja frente a su compartimento. Ella te sonríe. Entonces un escalofrío te recorre el cuerpo: sus ojos parecen no verte. Cuando él consigue abrir la puerta, ella lo empuja susurrándole algo al oído. Luego se cierra la entrada de su particular refugio. Y vuelves a quedarte solo en el pasillo.

Bueno, no tan solo. También se han quedado fuera las sandalias rojas. Sacas la cabeza por la ventana y de inmediato notas el frío de la velocidad. Casi no puedes respirar, pero ahora más que nunca te sientes libre, libre y vivo.

Al poco, regresas y te haces con el par de tacones. Te acercas decidido y llamas a la puerta de los amantes con dos golpes secos. Abre ella y, sin mirarte, te dice a media voz «Gracias». Coge sus sandalias y, tras un silencio demasiado largo, te invita a pasar:

—Ven.

 

*    *

 

Si accedes y entras en el compartimento, pasa al capítulo 52.

 

Si prefieres pasar la noche a tu aire, ve al capítulo 58.