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Paraíso de necios

Nuestra vida está conformada por nuestra mente; nos convertimos en lo que pensamos. A un pensamiento impuro le sigue el sufrimiento como la rueda de un carro sigue la pezuña del buey que lo arrastra.

El Dhammapada, verso 1.

 

 

Imagina una frondosa arboleda en una apacible y cálida tarde de finales de primavera. Los únicos sonidos son el canto de las cigarras y el murmullo del río que serpentea a través del boscoso paisaje. En el centro de la arboleda se alza una vieja higuera de tronco ancho y hojas frescas y verdes en forma de corazón con la punta alargada y estrecha. Y, sentado bajo el árbol con las piernas cruzadas, casi oculto en la sombra que arroja el sol crepuscular, vislumbras la escuálida figura de un hombre cubierto con unos sucios harapos. Al mirar más detenidamente, no puedes por menos de fijarte en sus ojos hundidos, las oscuras cavernas de sus mejillas y la forma en que sus harapos cuelgan de sus huesudos hombros sin ceñir su cuerpo, aunque está sentado muy tieso, sólido y firme como el vetusto árbol.

Nuestra historia arranca junto a las arenosas orillas del río Neranjara, cerca de la aldea de Uruvela, en el norte de la India. El nacimiento de Cristo se halla a más de cuatrocientos años en el futuro, y los grandes pensadores de la Grecia antigua han comenzado a colocar los cimientos de la ciencia y la filosofía. El escuálido indio sentado inmóvil a la sombra del árbol es Siddhartha Gautama, un hombre sin hogar de treinta y tantos años. Unos minutos antes de que llegáramos había terminado se comerse su arroz, cocido en leche de coco, rebañando los últimos granos del cuenco. Era su primera comida en mucho tiempo y quizá le había salvado de una muerte prematura y nada gloriosa debida al hambre. Años más tarde, al describir su penosa situación, diría que al cabo de varios años de una brutal abnegación se le había empezado a caer el pelo. Sus extremidades parecían «los segmentos articulados de los tallos de una vid o tallos de bambú. Debido a que comía tan poco, mi trasero parecía la pezuña de un camello». Sus costillas resaltaban en su pecho «como las disparatadas vigas de un viejo establo sin techado», sus ojos estaban tan hundidos en las cuencas «que parecían el destello del agua en el fondo de un pozo».

Su padre, Suddhodana –un hombre rico e influyente, el jefe o «rey» electo de la tribu de los Shakya en su remota república septentrional en las estribaciones del Himalaya– se habría horrorizado al verlo en ese estado. Seis años antes, el príncipe Siddhartha vivía rodeado de todas las comodidades en la suntuosa mansión familiar en Kapilavatthu (Kapilavastu), la capital de la república, a unos 370 kilómetros al noroeste de Uruvela, cerca de la frontera entre lo que hoy constituye el sur de Nepal y el estado indio de Uttar Pradesh. Su familia pertenecía a los kshatriya, la casta guerrera gobernante. Según la leyenda, cuando Siddhartha era un bebé, ocho sacerdotes brahmanes pronosticaron que se convertiría en un gobernante conquistador o renunciaría al mundo para cumplir su destino espiritual. El rey Suddhodana no estaba dispuesto a que nada pusiera en peligro la futura carrera de su hijo. No escatimó esfuerzos ni dinero para asegurarse de que durante su infancia y adolescencia Siddhartha gozara de todos los lujos y no sufriera privación alguna. «En la casa de mi padre construyeron unos estanques con lotos para mi uso exclusivo; en uno, florecían flores de loto azules, en otro, blancas, y en otro rojas. Yo solo utilizaba sándalo de Benarés. Mi turbante, túnica, prendas inferiores y manto estaban confeccionados con paño de Benarés. Día y noche, unos sirvientes sostenían sobre mí una sombrilla blanca para que no me turbara el frío, el calor, el polvo, la tierra o el rocío». Su padre ordenó a los guardias del palacio que impidieran que el joven príncipe se tropezara con el menor indicio de enfermedad, vejez o muerte. El rey creía que si podía proteger a su hijo de todas las vicisitudes de la vida, este no se sentiría atraído por la vida espiritual y seguiría el camino del mundo material para convertirse en un poderoso líder.

Cuando Siddhartha cumplió veintinueve años, todo parecía discurrir según lo previsto. Era un hombre fuerte y apuesto que había conquistado la mano de una bella joven de acuerdo con la tradición, en un torneo de tiro con arco. Su esposa había dado a luz recientemente un robusto varón. Pero no obstante los esfuerzos de su padre, era inevitable que Siddhartha se topara en algún momento con las realidades de la vida. Una mañana, mientras daba un paseo en su carro, acompañado por su auriga, por el parque de recreo, se encontraron con un viejo achacoso. Esto es lo que les sucede a las personas que viven muchos años, explicó el viejo: sus mentes y sus cuerpos se deterioran sistemáticamente. Poco después se toparon con un hombre enfermo y, al cabo de un rato, con un cadáver. En última instancia, era imposible escapar de esas cosas. El hombre más rico y poderoso del mundo no podía eludir la enfermedad, la vejez y la muerte. Siddhartha comprendió que más pronto o más tarde hasta las cosas más hermosas y maravillosas en su vida –los placeres más sensuales– acabarían deteriorándose. Nada era perfecto, nada era permanente. Todo cuanto él amaba estaba sujeto al cambio, la muerte y la descomposición.

El rey probablemente observó un cambio en el estado de ánimo de su hijo. Parecía distraído, deprimido. Para que se animara, esa noche Suddhodana envió a unas bailarinas y unos músicos para que le entretuvieran. Pero como Siddhartha recordaría más tarde, cuando se despertó tumbado en su diván a medianoche, todos los artistas se habían quedado dormidos. A los músicos se les habían caído los instrumentos de las manos, y las bailarinas, agotadas, se habían desplomado en el suelo. Ofrecían un espectáculo lamentable: unos babeaban, otros rechinaban los dientes, unos roncaban, otros tenían la boca abierta y otros las ropas en desorden… La escena repugnó a Siddhartha. Lo que unas horas antes había sido alegre, sensual y hermoso, ahora presentaba un aspecto grotesco e infame. De modo que esto es lo que sucede después de gozar de los placeres mundanos, pensó Siddhartha. Cuando se retiró a su alcoba miró a su esposa, que dormía, pero el deseo se desvaneció en él porque lo único que vio fue a la vieja en la que se convertiría. Al contemplar a su hijo recién nacido acostado en su cuna y reflexionar sobre el futuro del niño, lo único que vio Siddhartha fue una trampa que les mantenía a ambos presos en este fútil círculo de obligaciones, placeres triviales, dolor, desencanto y muerte.

Frente a esta súbita crisis mental, la solución parecía obvia. Siddhartha decidió huir y empezar una nueva vida libre de los grilletes del hogar y la familia. Buscaría un camino fuera de este ciclo de sufrimiento. Horas antes, después de toparse por primera vez con los horrores de la enfermedad, la vejez y la muerte, mientras paseaba en su carro a través de la población, se había fijado en otro extraño ser: un hombre sentado en el suelo con las piernas cruzadas en una esquina, sin que al parecer le afectara el ruido y el caos que le rodeaba, radiante y sereno. Su auriga le explicó que era un asceta errante, un buscador de la verdad que habitaba en los bosques y vivía de la generosidad de los demás. Para Siddhartha fue como un mensajero celestial que le mostró el camino. «Siendo yo aún joven, un hombre joven de pelo negro dotado de los atributos de la juventud, en la primera etapa de su vida –y mientras mis padres, disgustados, lloraban y las lágrimas rodaban por sus rostros–, me afeité el cabello y la barba, me vestí con una túnica de color ocre y abandoné mi vida de hogar para vivir sin hogar.» Así comenzó su búsqueda del «estado de incomparable paz interior» de la iluminación espiritual.

 

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Aunque han transcurrido dos milenios y medio, podemos empatizar con las tribulaciones del joven y mimado Siddhartha. Al igual que él, muchos nos hemos criado en un paraíso de necios. La mayoría de las personas en el mundo desarrollado disponen de comida en abundancia; gozamos de todo tipo de amenos espectáculos y distracciones sin tener que desplazarnos muy lejos o con solo pulsar un botón; disponemos de medicamentos y operaciones quirúrgicas que nos hacen creer que podemos derrotar a la enfermedad y a la vejez (aunque en realidad no hacen sino retrasar y prolongar la vejez). Hasta hace relativamente poco en la historia humana, era frecuente toparse con la muerte, pero actualmente a los jóvenes les resulta casi imposible imaginar que algún día morirán también. Al igual que Siddhartha, muchos crecen sin haber visto nunca un cadáver con sus propios ojos. La muerte pertenece al ámbito de las películas, los dramas televisivos y los informativos, pero nuestra propia muerte es un tema de conversación profundamente tabú. Quizá pensamos en nuestro subconsciente que si no hablamos de ello, podremos eludirla. Por el mismo motivo, nos horroriza hablar de enfermedades discapacitantes o fatales como el cáncer. Estos espejismos no duran, por supuesto, pero pensamos que quizá merezca la pena mantenerlos tanto tiempo como podamos si ello nos permite vivir felices y contentos mientras conservamos la salud. Ojalá fuera tan sencillo. En las economías avanzadas, muchos venimos gozando de un creciente nivel de vida desde la década de los cincuenta, beneficiándonos de los modernos sistemas de prestaciones sociales y asistencia sanitaria; sin embargo, los niveles de satisfacción personal, según todos los indicadores, apenas han variado en más de medio siglo. Somos presa de lo que los epidemiólogos llaman «la paradoja de la felicidad».

¿Qué es lo que hemos hecho mal? Los trabajos de investigación sugieren que, por delante de la salud física, el trabajo y la ausencia de pobreza, la salud mental es el determinante más importante en lo que respecta a la felicidad del individuo en los países desarrollados. Lamentablemente, todo indica que hemos fracasado en este aspecto. La OMS calcula que, globalmente, 450 millones de personas padecen un problema de salud mental o de conducta en algún momento de su vida (350 millones de las cuales son adultos aquejados de una depresión clínica), lo que convierte la enfermedad psiquiátrica en una de las principales causas de mala salud y discapacidad. Cada año se suicidan casi un millón de personas en todo el mundo. Incluso en los países más ricos, los índices de enfermedades psiquiátricas son alarmantes. En el Reino Unido, una de cada cuatro personas padecerá una crisis de salud mental a lo largo de un año, siendo la ansiedad y la depresión crónica los trastornos más frecuentes. Casi un 6 por ciento de británicos de más de dieciséis años intentan suicidarse en algún momento de su vida. Dentro de poco, la enfermedad mental, más que cualquier otra enfermedad, representará el problema más gravoso para los servicios sanitarios de los países ricos; la OMS prevé que en 2030 la depresión constituirá el «problema sanitario más gravoso» en los países ricos. Se calcula que a lo largo de los veinte próximos años el coste global de los trastornos mentales en pérdida de rendimiento económico ascenderá a 16 trillones de dólares.

En 2015 asistí a una conferencia en Londres titulada «La crisis global de la depresión». El ex secretario general de la ONU, Kofi Annan, inauguró el acto con estas palabras: «Seamos sinceros, a veces el título de una conferencia puede exagerar ciertos retos en un comprensible intento de focalizar la atención en un tema que ha quedado relegado. Pero este no es el caso hoy. Decir que el problema de la depresión clínica es una crisis global no es una exageración». En el capítulo 6 de este libro, «Zapatillas doradas», explico el papel de una psicoterapia inspirada en las prácticas budistas contemplativas, denominada terapia cognitiva basada en mindfulness, con el fin de abordar este grave problema.

La prosperidad no nos protege contra la infelicidad, aunque desde luego ayuda. Existe una clara relación entre pobreza y enfermedad mental. La leyenda de la juventud de Siddhartha casi parece un experimento mental llevado a cabo por sus primeros seguidores a medida que embellecían y transmitían la historia a futuras generaciones. Supongamos que un ser humano tuviera todo cuando pudiera desear –salud física, buena comida en abundancia, riqueza, confort, placeres sensuales, estatus, familia, seguridad–, ¿bastaría esto para proporcionarle una felicidad duradera? Los seguidores de Siddhartha llegaron a la conclusión de que no bastaría: la psique humana es por su misma naturaleza defectuosa, e impide que el ser humano goce de una satisfacción duradera incluso cuando las circunstancias parecen ideales.

Esto constituyó un descubrimiento impactante. ¿Cuándo empezó a fallar el mecanismo de la mente humana? Es fácil caer en la trampa de pensar que la evolución avanza como el proceso de diseño de unos automóviles cada vez más complejos –un progreso pulcro y ordenado desde el equivalente de un Ford Modelo T hasta la potencia y sofisticación de un coche de carreras de Fórmula Uno–, cuando lo cierto es que ha sido un proceso complicado e imperfecto. Los humanos seguimos aquí, nuestra especie ha prosperado como ninguna otra, pero no sin que se produjeran numerosos contratiempos. Los avances evolutivos tienen su lado negativo. Para citar algunos ejemplos pertinentes a la salud humana, el sistema inmunitario de los vertebrados ha evolucionado a lo largo de billones de años para proteger el cuerpo de la invasión de patógenos, pero también puede volverse contra sus propios tejidos y causar un gran número de enfermedades autoinmunes, incluyendo la artritis reumatoide, la esclerosis múltiple y la diabetes tipo 1. Las células se reproducen para renovar los tejidos y reparar los daños, pero también pueden dividirse de forma incontrolable y causar cáncer. Las personas que tienen una sola copia de un determinado gen pueden tolerar la infección del parásito Plasmodium que causa malaria, la cual ha proliferado en el África subsahariana desde la aparición de la agricultura hace miles de años. Pero tener dos copias causa la dolorosa y potencialmente fatal enfermedad denominada anemia de células falciformes.

La selección natural, en lugar de aproximarnos cada vez más a un estado de perfección divina, constituye en rigor una serie de desafortunadas soluciones. Por más que las adaptaciones ofrecen un beneficio neto, no dejan de tener sus desventajas. Eso es justamente lo que ha sucedido con la evolución de la mente humana. No cabe duda de que nuestro cerebro, que Isaac Asimov describió como «el montón de materia más magníficamente organizado del universo», es un maravilloso producto de la selección natural, entre cuyas singulares adaptaciones cabe citar el lenguaje y la creatividad, pero las estadísticas respecto a las enfermedades mentales sugieren que no fue diseñado lo suficientemente bien como para procurarnos una estabilidad psicológica y una felicidad duradera. La selección natural elimina en las poblaciones ciertos genes que merman la capacidad del individuo de prosperar y reproducirse, y a primera vista las enfermedades mentales comunes como la adicción, la ansiedad y la depresión no encajan en esta ley universal. Aunque presentan un marcado componente genético y tienden a reducir el número de hijos que tienen los pacientes afectados por ellas en comparación con personas que no las padecen, siguen estando muy extendidas en poblaciones en todo el mundo. Esto indica que los genes que hacen que algunas personas sean más susceptibles a las enfermedades mentales comunes han desempeñado también un papel vital a la hora de asegurar nuestra supervivencia como especie. Confieren desventajas al igual que ventajas.

La naturaleza exacta de estas compensaciones aún no se ha determinado, pero no hay que buscar muy lejos para hallar unos ejemplos de los costes y beneficios que proporciona el sistema nervioso central del ser humano. Tenemos unas necesidades biológicas incorporadas como el hambre, la sed y el deseo sexual que son indispensables para la perpetuación de nuestros genes. Los neurotransmisores del sistema de recompensa cerebral hacen que alimentemos nuestro cuerpo y nos reproduzcamos. Pero este sistema nos induce también a devorar una enorme tarrina de helado de chocolate de una sentada o a esnifar una raya de cocaína para obtener placer. Y el sistema de recompensa no solo hace que nos «enganchemos» a la placentera sustancia o actividad, sino que al cabo del tiempo suele volverse menos receptivo, lo que significa que necesitamos una mayor dosis de la droga, la comida o la actividad para alcanzar el mismo efecto. Es posible que el padre de Siddhartha, al mimarlo y procurarle todos los placeres, pusiera en marcha sin pretenderlo el destino que trataba de evitar para su hijo. En un mundo de abundancia, los deseos compulsivos que nos ayudan a sobrevivir en situaciones difíciles pueden convertirse en la causa de nuestra perdición, atrapándonos en un ciclo de deseo, abuso, desencanto y pesadumbre. Este es el tema del capítulo 7, «Adoradores del fuego», que explora la adicción y unos trabajos de investigación muy prometedores que sugieren que la meditación puede ser utilizada para reducir el deseo de drogarse, ayudando a fumadores a dejar el tabaco y a exdrogadictos a mantenerse limpios y sobrios.

Cabe decir que nuestras múltiples debilidades mentales pueden ser producto de las respuestas condicionadas que permitieron que nuestros ancestros medraran en unas circunstancias muy distintas en nuestro remoto pasado evolutivo. Otro ejemplo es la respuesta de «lucha o huida», una serie de cambios fisiológicos generados por el sistema nervioso central que preparan nuestro cuerpo para luchar o huir a fin de salvar la vida. Este mecanismo habría significado la diferencia entre la vida y la muerte para un humano primitivo al ser atacado por un voraz depredador, pero un estímulo sensorial de alarma como un estruendo repentino o un empujón en un metro abarrotado desencadena exactamente los mismos cambios en el cuerpo. Huelga decir que asestar un puñetazo a la persona que te ha empujado sin querer en un metro abarrotado no hará que tu vida, o la de esa persona, sea más feliz. Lo que es peor, a la larga, la prolongada activación de la respuesta de lucha o huida –conocida también como estrés crónico– resulta física y psicológicamente perjudicial, pues nos exponemos a padecer un problema cardíaco o un trastorno mental. En el próximo capítulo, «Juego de niños», introduzco la respuesta de relajación, que es la contrapartida natural del cuerpo a la respuesta de lucha o huida. Está demostrado que la meditación resulta muy eficaz para inducir esta respuesta fisiológica, pues ayuda a las personas a resolver situaciones estresantes al permitirles restituir a su cuerpo un estado emocional menos intenso. He incluido unas sencillas instrucciones que puedes utilizar para empezar a practicar esta forma de meditación. A lo largo del libro encontrarás otras meditaciones destinadas a ofrecerte una pincelada de otras técnicas habituales de mindfulness.

La adicción y el estrés crónico son algunos de los «fallos de diseño» más evidentes que se han introducido en el esquema de la mente humana durante nuestra evolución, unos fallos que no han sido aparentes hasta hace relativamente poco en la historia de nuestra especie. Por fortuna, el cerebro posee otro mecanismo incorporado que con el tiempo puede contribuir a aliviar las emociones más intensas, como la ira y el temor. Este es el tema del capítulo 8, «Un elefante borracho». Pero los problemas del cerebro no terminan con nuestras emociones y deseos primigenios. Algunas facultades que nos diferencian de otros primates –entre ellos el lenguaje, la creatividad y la capacidad de vivir en grandes grupos cooperativos– tienen también su lado negativo, como explico en el capítulo 9, «La caída». Se trata de unos talentos que han sido añadidos a nuestro kit de herramientas mentales a lo largo de nuestra evolución hasta convertirnos en unos antropoides inteligentes y altamente sociables. Nuestro cerebro ha desarrollado una facultad conocida como «teoría de la mente» que nos permite no solo reconocernos como individuos distintos de nuestros semejantes, sino ponernos metafóricamente en el lugar de los demás, contemplando el mundo desde su perspectiva y atribuyéndoles creencias, pensamientos y deseos. Esta facultad nos permite predecir cómo se comportarán los demás en una determinada situación, o descifrar por qué han dicho o hecho una determinada cosa. Nos procura la habilidad de empatizar con sus sentimientos, pero al mismo tiempo nos ofrece la capacidad de engañarles. Y si la teoría de la mente de un individuo está mal ajustada, este puede interpretar la motivación o las intenciones de otro erróneamente, lo cual puede conducir a delirios y paranoia.

También somos considerablemente mejores que nuestros primos primates más cercanos en lo tocante a viajar mentalmente a través del tiempo. En el teatro de nuestra mente, podemos escenificar experiencias personales como conversaciones, comida que hemos probado y música que hemos oído. Podemos viajar hacia delante, especulando sobre hechos futuros y pensando en lo que haremos y diremos, anticipándonos a cómo reaccionaremos en determinadas circunstancias. Es el mecanismo de pensar, esencial para razonar, planificar y aprender de la experiencia, y la red neuronal por defecto del cerebro cuando no realiza una determinada tarea externa. La mente, cuando no está ocupada, se desplaza en una y otra dirección, persiguiendo pensamientos como un perro juguetón cuando lo sueltas en el parque. Incluso cuando tratamos de concentrarnos en algo importante, como escribir un correo electrónico, hablar con un amigo o un colega por teléfono –o, por qué no, leer un libro– nuestra atención divaga constantemente.

Es obvio que una mente errante no es muy eficaz, ¿pero podría hacernos desdichados? Los pensamientos, por su misma naturaleza, son subjetivos y tan efímeros como una ráfaga de aire, pero los psicólogos han tratado de descifrarlos empleando una técnica llamada «muestreo experiencial», consistente en pedir a las personas que anoten en un diario que llevan consigo, o describan a un investigador que está al otro lado del hilo telefónico, lo que piensan y sienten en unos momentos predeterminados del día. Pero este tipo de estudio resulta costoso de administrar y poco conveniente y antinatural para los participantes, por lo que las muestras son reducidas y los resultados poco fiables. Unos psicólogos en Harvard han hallado una solución típica del siglo xxi a este problema: han creado una aplicación. En los últimos años, más de 15,000 personas se han descargado en su iPhone esta aplicación, llamada Track Your Happiness, la cual les interrumpe en ciertos momentos del día para preguntarles, por ejemplo, «¿cómo te encuentras en esto momento?», «¿qué estás haciendo ahora mismo?» o «¿estás pensando en algo distinto de lo que estás haciendo?».

Basándose en las respuestas de 2,250 adultos, los investigadores concluyeron que, en términos generales, la mente de las personas divaga de lo que están haciendo un sorprendente 47 por ciento del tiempo, y durante un mínimo de 30 por ciento del tiempo que dedican a realizar cualquier actividad…, aparte de hacer el amor (10 por ciento). Como cantaba John Lennon, «la vida es lo que sucede mientras tú estás ocupado haciendo otros planes». En general, el tipo de actividad tenía solo un modesto efecto sobre el hecho de que la mente de los voluntarios divagara o no, y no tenía ningún impacto en si los pensamientos que les distraían eran agradables o desagradables. Un dato importante es que las personas decían sentirse menos felices cuando su mente divagaba que cuando no lo hacía, al margen de lo que estuvieran haciendo. Por tanto, aunque estuvieran haciendo lo que menos les gustara, como las tareas domésticas o desplazarse en coche o transporte público a sus trabajos, una mente errante les hacía sentirse menos felices. El análisis estadístico de los datos sugiere que una mente errante era la causa y no simplemente la consecuencia de su infelicidad. Curiosamente, lo que las personas pensaban constituía un mejor indicador de su felicidad que lo que hacían.

Los psicólogos no fueron los primeros en percatarse de este fenómeno. En el Dhammapada (el sendero de la verdad), una colección de aforismos atribuidos a Siddhartha, los primeros versos gemelos resumen perfectamente esta regla universal.

Nuestra mente configura nuestra vida; nos convertimos en lo que pensamos. A un pensamiento impuro le sigue el sufrimiento como la rueda de un carro sigue la pezuña del buey que lo arrastra.

Nuestra mente configura nuestra vida; nos convertimos en lo que pensamos. A un pensamiento puro le sigue la alegría como la sombra que nunca le abandona.

 

Siddhartha llegó a pensar que había hallado el antídoto contra el sufrimiento. Pensó que podía resolver los fallos de la psique humana. En el siglo v A.E.C., la gente no podía imaginar ni por asomo que la mente es producto de la actividad eléctrica del cerebro, que, a su vez, es producto de billones de años de evolución. Al parecer, Siddhartha no necesitaba saber estas cosas para desarrollar su modelo de la mente humana. Su filosofía, que puso en práctica en su búsqueda de la iluminación, se basaba en que uno debe probar distintas prácticas y comprobar por sí mismo si dan resultado o no. Si las enseñanzas de alguien no funcionan, si no alivian el sufrimiento o lo empeoran, debes abandonarlas. Siddhartha fomentaba el escepticismo. En cierta ocasión dijo: «No te guíes por informes, por leyendas, por tradiciones, por escritos, por conclusiones lógicas, por deducciones, por analogías, por un acuerdo tras sopesar diversas opiniones, por probabilidades o por pensar «este contemplativo es nuestro maestro». Cuando compruebas por ti mismo que, «estas cualidades son ineficaces; estas cualidades son imperfectas; estas cualidades son criticadas por los sabios; estas cualidades, cuando las adoptas y las pones en práctica, causan dolor o sufrimiento», debes abandonarlas».

Dicho de otro modo, nullius in verba, traducible por «no te dejes influir por lo que digan los demás». Este es el lema de la Royal Society fundada en Londres en el siglo xvii para promover una nueva filosofía que rechazaba los conocimientos recibidos y buscaba en cambio el conocimiento a través de la observación y el experimento. En aquella época se llamaba «filosofía natural», ahora lo llamamos ciencia. Por supuesto, la observación que propugnaba Siddhartha era la observación de uno mismo. Esto puede ser un elemento de inestimable valor a la hora de descifrar nuestras emociones, conducta y motivación, pero ¿y las conclusiones que nos han transmitido otros? ¿Es racional fiarnos de las conclusiones a las que han llegado unas cuantas personas, por venerables que sean, respecto a su propia mente y aplicar las lecciones a todo el mundo? Por fortuna, ya no tenemos que creer ciegamente en ellas: la ciencia nos ofrece unas herramientas objetivas como los ensayos clínicos y tecnologías como la cartografía del genoma y la imagen por resonancia magnética que podemos utilizar para poner a prueba ciertas aseveraciones con un rigor sin precedentes. Podemos analizar científicamente no solo si la meditación y otros elementos de la práctica budista ofrecen unos beneficios tangibles, sino cómo pueden operar en el cerebro para incidir en la conducta y el bienestar.

El budismo es quizá la religión más pacífica y realista de todas las religiones del mundo. No es un sistema de creencias, y para practicarla no tenemos que recitar un credo o comunicarnos con dioses, ángeles o las almas de los difuntos, sino investigar cómo funciona nuestra mente. Aunque su historial no está libre de culpa, el budismo ha sabido contemporizar con otras religiones, en especial en su país de origen, la India. Uno de los principales motivos por los que he escrito este libro fue explorar la credibilidad científica de su psicología. Por ejemplo, los budistas afirman que podemos minimizar el sufrimiento y maximizar el bienestar mediante la práctica regular de la meditación y la adherencia a un estricto código de conducta y pensamiento. Están convencidos de que estas prácticas cambian el cerebro para bien. Los neurocientíficos saben desde hace tiempo que el cerebro es «plástico», con nuevas células nerviosas y conexiones que se forman y destruyen a lo largo de nuestra vida en respuesta a lo que experimentamos a través de nuestros sentidos. Aprender implica la creación de nuevas sinapsis –los contactos eléctricos que permiten que las células nerviosas se comuniquen entre sí–, lo cual constituye la base de la memoria, el desarrollo de nuevos hábitos, la disolución de los viejos y el aprendizaje de nuevas habilidades. La experiencia es el motor de estos cambios. Por tanto, cabe decir no solo que nuestra mente configura nuestra vida, sino que nuestra vida configura nuestro cerebro. El objetivo de las prácticas budistas es utilizar este proceso para promover el bienestar psicológico. Como dice el Dhammapada, «el granjero encauza el agua a su tierra, el arquero talla sus flechas y el carpintero tornea su madera. Asimismo, el sabio dirige su mente».

El concepto principal se llama «mindfulness», que requiere que nos esforcemos en vivir en el presente de forma imparcial, sin hacer juicios de valor, reconociendo pensamientos, sentimientos y sensaciones a medida que surjan y aceptándolos tal como son. Este concepto está orientado a ayudarnos a afrontar los problemas psicológicos de forma más objetiva, en lugar de con unas respuestas automáticas basadas puramente en las emociones, los temores y los prejuicios. En los últimos años, debido al gran interés popular que ha despertado la forma laica de esta disciplina mental, se han organizado cursos de entrenamiento en todo el mundo, online y a través de diversas aplicaciones. Las revistas científicas han publicado estudios firmados por psicólogos y terapeutas que sugieren que esta técnica, engañosamente simple, no solo puede contribuir a aliviar el dolor, la ansiedad, la depresión y la drogadicción, sino que mejora también la concentración y el rendimiento cotidiano. Algunos sostienen que podría retrasar el proceso de envejecimiento y prevenir la demencia, una posibilidad que exploro en el capítulo 11, «Espejos mentales».

Sin duda, muchas afirmaciones sobre la eficacia de mindfulness son exageradas: buena parte de los primeros estudios eran reducidos y estaban mal diseñados. Pero han aparecido numerosas y sólidas pruebas que confirman sus beneficios clínicos. Por ejemplo, los análisis de los trabajos de investigación más exhaustivos hasta la fecha sugieren que el entrenamiento de mindfulness es tan efectivo como los antidepresivos para aliviar una depresión leve, y más efectivo que los medicamentos a la hora de evitar recaídas en personas aquejadas por una grave depresión recurrente que experimentaron graves abusos o malos tratos en su infancia. Existen también pruebas que indican que puede combatir la ansiedad y el estrés, y contribuir a reducir el dolor crónico. Cuando el científico americano Jon Kabat-Zinn desarrolló el primer curso laico de mindfulness en el mundo, en 1979, los primeros que lo probaron fueron unos pacientes que llevaban padeciendo intensos dolores desde hacía años sin poder controlarlos adecuadamente con analgésicos o cirugía. Yo me encontré con Kabat-Zinn en 2014, en el ascensor de un hotel durante una conferencia sobre mindfulness en Boston, y él accedió generosamente a que le entrevistara. En el capítulo 4, «El segundo dardo», describo cómo sus experiencias personales cuando empezó a practicar el budismo zen de estudiante le inspiraron a adaptar algunas de estas antiguas prácticas para ayudar a los pacientes a aliviar el dolor crónico, la ansiedad y el estrés.

Las exploraciones mediante imágenes por resonancia magnética funcional (IRMf) indican que tras ocho semanas de practicar la meditación mindfulness se producen unos cambios observables en el cerebro de un principiante. La continuada colaboración entre científicos y el Dalai Lama, el líder espiritual tibetano, ha aportado pruebas de que miles de horas de meditación practicada por monjes y monjas budistas a lo largo de muchos años produce una transformación mucho más dramática en sus cerebros. Esto resulta evidente cuando son comparados con cerebros de personas que no meditan. La cuestión estriba en si las diferencias son el resultado de la meditación o si estaban siempre presentes. ¿Cabe pensar que las personas con este tipo de cerebro son más propensas a elegir una vida de serena contemplación? Para diferenciar entre estas alternativas, tendríamos que explorar el cerebro de las personas antes de que iniciaran su vida monástica y posteriormente de forma reiterada a lo largo de años y décadas para verificar si se habían producido cambios. Lamentablemente, este tipo de estudios longitudinales son muy raros debido al coste y la complejidad que entraña organizarlos y administrarlos.

Basándome en los mejores trabajos de investigación publicados y en entrevistas con científicos, investigo en qué sentido el entrenamiento de mindfulness puede propiciar unos cambios en practicantes habituales de la meditación como Siddhartha, y de qué forma habían incidido en su conducta y bienestar. En el capítulo 5, «El hombre que desapareció», expongo las pruebas científicas respecto de lo que constituye quizá su enseñanza más revolucionaria –que a día de hoy sigue siendo muy controvertida y desconcertante–: que no existe un «Yo» singular e inalterable que habita en nuestra cabeza. Pese a haber perdido nuestra alma, seguimos conservando los misteriosos dones de la conciencia y la capacidad de «pensar sobre pensamientos», que son los temas del capítulo 10, «Extraordinarias y maravillosas».

Al margen de las afirmaciones sobre la inexistencia de un Yo inalterable, en el núcleo central del budismo hallamos la receta para mejorar nuestro bienestar aquí y ahora. A diferencia de otras religiones del mundo, no impone un credo sobre sus seguidores. No exige que crean en lo sobrenatural. Esto no significa que los budistas, en tanto que individuos, no sean supersticiosos. En Asia hay muchos que siguen creyendo en los espíritus, los fantasmas y los dioses. La mayoría confían en que después de la muerte renacerán en otro cuerpo y que ciertos actos, como las ofrendas de comida a los monjes o las donaciones a su templo local, les reportará unos «méritos» que pueden contribuir a propiciar una reencarnación favorable en la próxima vida. En el último capítulo, «El reino inmortal», me refiero a estas creencias y propongo una versión actualizada del kamma (karma) que ofrece una visión optimista del futuro de nuestra especie. (Quizás estés más familiarizado con la ortografía sánscrita de términos budistas como Dharma, karma y nirvana que con la ortografía pali, Dhamma, kamma y nibbana, preferida por los budistas theravada, incluida la tradición tailandesa del bosque.)

Las supersticiones y prácticas rituales tienen unas raíces mucho más profundas que el budismo en la India. Pero en su centro se halla un programa destinado a minimizar el sufrimiento y promover el bienestar ideado hace 2,500 años por un vagabundo llamado Siddhartha Gautama, basándose en poco más que su propia experiencia, su minuciosa observación de la vida humana y la constante exploración de su propia mente. Un dato de crucial importancia es que otros contemplativos y filósofos han llegado a conclusiones similares a través de sus propias investigaciones. En el capítulo 3, «La nube de lo desconocido», ofrezco una pincelada de esta convergencia. Por encima de todo, Siddhartha creía que para alcanzar la iluminación uno tenía que ver el mundo tal como es, con su terrorífica impermanencia, despojado de todo espejismo. Sostenía que uno debe averiguar la verdad por sí mismo, sin dejarse influir por lo que digan los demás. Esta parece ser la actitud ideal de un científico. Estoy convencido de que Siddhartha habría acogido con satisfacción la luz que la ciencia moderna arroja sobre su fórmula de la iluminación. Y sospecho que, como muchos monásticos del siglo xxi, se habría mostrado más que dispuesto a colaborar con nuestros neurocientíficos en sus trabajaos de investigación.

Antes de continuar, sin embargo, conviene prestar cierta perspectiva histórica al relato. En el siglo v A.E.C., cuando Siddhartha abandonó su vida de lujos y se embarcó en una aventura para descubrir el antídoto contra el sufrimiento humano, se unió a muchos miles de personas en el valle del Indo que habían renunciado a la sociedad y habían emprendido el mismo periplo espiritual. Se habían formado numerosas bandas de ascetas errantes que seguían a líderes inspiradores, y otros que vivían solos en el bosque, dedicados a la contemplación. Todos formaban parte de un movimiento popular que se había rebelado contra el conservadurismo religioso de la época. Siete siglos antes, unos invasores arios del norte habían establecido una sociedad en la India basada en la religión que se había osificado en una jerarquía de castas hereditarias. En la parte superior se encontraban los brahmanes, los sacerdotes que indicaban a las personas cómo tenían que vivir y mantenían una estrecha relación simbiótica con los jefes o reyes regionales; luego estaban los kshatriya, la casta guerrera a la que pertenecía Siddhartha, responsables del gobierno y la defensa; después estaban los vaisya, o vaishya, que se ocupaban de la tierra; y por último los shudra, o sudra, artesanos y obreros enterrados en la parte inferior del montón. Los brahmanes, bajo los efectos del brebaje alucinógeno llamado soma, creían ser los cauces de la ley universal que regía las vidas de los dioses y los hombres. Preservaron oralmente este saber popular en los textos conocidos como los Vedas, que los padres brahmanes transmitían a sus hijos en sánscrito, una lengua que nadie más comprendía. Eran los guardianes de los fuegos sagrados, que atendían en los templos y no dejaban que se apagaran nunca. Cantaban los versos rituales de los Vedas y realizaban sacrificios de sangre destinados a conservar la existencia del mundo.

Sin embargo, hacia el siglo vi a.C., la vieja sociedad jerárquica comenzó a fracturarse. Las tecnologías de la nueva Edad del hierro habían aumentado la productividad agrícola y habían permitido que los bosques fueran talados para plantar más cosechas, creando unos excedentes de comida para el comercio y haciendo que más gente abandonara la tierra para mudarse a las pujantes ciudades, que se convirtieron en los centros de fabricación de productos manufacturados textiles. El suntuoso paño que Siddhartha lucía en su juventud provenía de una de esas ciudades, Varanasi (conocida también como Benarés). Para facilitar este comercio, había aparecido una nueva clase de comerciantes, banqueros y hombres de negocios, gentes que ya no estaban sujetas a los vínculos hereditarios de casta, rey y sacerdote. La vida urbana y próspera que crearon a su alrededor ofrecía más tiempo para pensar, conversar, especular sobre el sentido de la vida e incluso cuestionarse la autoridad de los brahmanes en lo referente a los asuntos espirituales. Los mercaderes establecieron unas rutas comerciales que no solo posibilitaban el transporte de larga distancia de los excedentes de alimentos y artículos de lujo, como las especias, las joyas y los tejidos, sino también de ideas. Incluso en el palacio de su padre en la remota Kapilavatthu, Siddhartha debió sentir la atracción de estas ideas radicales.

Para muchos debió de ser como despertarse de un sueño largo y profundo, abriendo los ojos para contemplar lo que les rodeaba y descubrir que se hallaban en un lugar desconocido. Desprenderse de las viejas certidumbres que impartían los brahmanes era liberador, pero al mismo tiempo desconcertante. Nada tenía ya sentido. La vida tenía un sabor amargo, y por doquier cundía el sentimiento de insatisfacción. Para empeorar las cosas, las gentes en la India antigua tenían la sensación de estar atrapadas en un ciclo interminable de nacimiento, muerte y renacimiento, condenadas a padecer los tormentos de la enfermedad, la vejez y la muerte una y otra vez. Imagina la vida en una época anterior a los antibióticos, las vacunas y los analgésicos, y luego imagina la perspectiva de tener que enfrentarte a ese infierno plagado de enfermedades, dolor y muerte repetidamente ad infinitum. Este ciclo de renacimiento se llamaba samsara. Uno albergaba cierta esperanza de poder mejorar su suerte porque según la ley del kamma o karma, si tus actos en esta vida eran justos y cabales, en la próxima vida podías renacer como una persona más rica y mejor situada en la jerarquía social, o incluso en los dominios de los dioses. Pero si tu vida estaba regida por el deseo, la crueldad y la falsedad, renacerías en una casta inferior o, peor aún, como un animal.

Los «renunciantes» eran unos nómadas que, al igual que Siddhartha, se habían convertido voluntariamente en gentes sin hogar y buscaban la forma de escapar de este ciclo y alcanzar una existencia libre de sufrimiento: buscaban la iluminación o nibbana (nirvana). Pensaban que podían alcanzarla a través del esfuerzo extremo, renunciando a todo tipo de comodidades o placeres con la esperanza de progresar hacia su objetivo espiritual. A sus ojos, la forma en que la gente se ganaba la vida en las nuevas ciudades era imperfecta por su misma naturaleza, pues estaba motivada por el deseo y la ambición. Estos eran los atributos que hacían que el mundo del comercio girara, pero también hacían que girara la rueda del sufrimiento. Ante todo, los renunciantes buscaban la verdad y el sentido en una época en que estas cosas parecían haberse perdido en la desenfrenada carrera por alcanzar el estatus material y social. Entre ellos había unos líderes que tenían su propia receta para alcanzar la iluminación, cada uno de los cuales contaba con una banda de seguidores que se afanaban en poner en práctica estas enseñanzas para comprobar adónde conducían.

Así pues, cuando Siddhartha abandonó la casa de su padre, recorrió los reinos y las repúblicas en las llanuras del Ganges en busca de un maestro adecuado. Al cabo de un tiempo se unió a los seguidores de Alara Kalama, un yogui que sostenía que la naturaleza era efímera y que para acabar con el sufrimiento uno debía elevarse por encima del mismo y descubrir a Atman, el Yo eterno e inalterable, indistinguible de la esencia del universo. Este núcleo de la persona no estaba contaminado por el cuerpo, con sus volubles emociones y sus deseos primigenios. El yoga en su forma original tenía poco que ver con la salud y la relajación; se trababa de dominar los sentidos y someter al Yo egoísta y mundano y sus constantes distracciones. Solo cuando uno se despojaba de su grosera naturaleza podía experimentar la dicha que constituía el Yo inmortal. Miles de años antes de que Sigmund Freud escribiera sobre el subconsciente, los yoguis en la India antigua habían identificado a la indómita mente como fuente principal del sufrimiento.

Para liberar sus mentes, los seguidores de Kalama se adherían a un estricto código moral: no mentir, no robar, no perjudicar a ninguna criatura viva, no beber alcohol o practicar sexo. Aprendieron a soportar el hambre, la sed, el calor y el frío sin quejarse. Reprimían de forma implacable todo deseo que los mantuviera presos de su naturaleza animal. Por último, trataron de cortar de una vez por todas el vínculo entre su mente y su cuerpo permaneciendo sentados, inmóviles, durante horas, como si estuvieran muertos, aminorando deliberadamente el ritmo de su respiración o dejando incluso de respirar. Estas disciplinas estaban destinadas a alcanzar un estado de conciencia alterado denominado «el reino de la nada», que Kalama aseguraba que era Atman. Pero aunque Siddhartha llegó a ser un aventajado yogui, tras dedicar varios años a dominar sus sentidos y perfeccionar sus facultades contemplativas, no alcanzó el nirvana. La meditación profunda liberaba su mente, pero cuando ascendía a la superficie de la conciencia ordinaria seguía siendo el mismo hombre, con sus instintos animales y su ira intactos. Seguía sufriendo tanto como antes.

Desencantado, se unió a otro maestro, Uddaka Ramaputta. Pero sucedió lo mismo. Aprendió las técnicas de este yogui y desarrolló la disposición requerida hasta que logró eclipsar a su nuevo mentor, pero no había cambiado. De modo que decidió emanciparse. Al poco tiempo adquirió una modesta reputación de sabio por derecho propio y contaba con cinco seguidores. Juntos practicaban las formas más extremas del ascetismo que un ser humano puede soportar. «Yo comía una vez al día, una vez cada dos días…, una vez cada siete días, y así sucesivamente hasta comer una vez cada quince días –recordaría Siddhartha más tarde–. Comía verduras o mijo o arroz salvaje o trozos de pellejo de animales o musgo o salvado de arroz o escoria del arroz o harina de sésamo o hierba o excrementos de vaca. Comía raíces y frutos del bosque. Me alimentaba de frutas caídas de los árboles. Me vestía con cáñamo, con tejido con mezcla de cáñamo, con sudarios, con harapos, con corteza de árbol, con piel de antílope, con tiras de piel de antílope, con tejido de hierba kusha, con tejido de corteza de árbol, con tejido de virutas de madera, con lana de pelo de la cabeza, con lana de animales, con alas de búho. Me arrancaba el cabello y la barba, de acuerdo con la costumbre de arrancarse el cabello y la barba. Permanecía continuamente de pie, rechazando asientos. Permanecía continuamente en cuclillas, dedicado a mantener la postura acuclillada. Utilizaba un colchón de clavos.»

El objetivo no solo consistía en atormentar y mortificar el cuerpo, sino rechazar a la sociedad y sus normas. Parecía como si Siddhartha ya no deseara ser humano. «Me hacía la cama en un osario utilizando los huesos de los muertos como almohada. Los vaqueros se acercaban y me escupían y orinaban sobre mí, me arrojaban tierra y me metían palos en las orejas.» Pero no se produjo ninguna revelación, ninguna iluminación. «Yo pensé: supongamos que, apretando los dientes y presionando la lengua contra el paladar, yo derribara, redujera y aplastara mi mente con mi conciencia. Así pues, apretando los dientes y presionando la lengua contra el paladar, derribé, inmovilicé y aplasté mi mente con mi conciencia. Del mismo modo que un hombre fornido sujeta a otro más débil por la cabeza o el cuello o los hombros, lo derriba, inmoviliza y aplasta, así hice yo, derribando, inmovilizando y aplastando mi mente con mi conciencia. Al hacerlo, el sudor me chorreaba por las axilas. Y aunque me invadió una perseverancia infinita, y alcancé una atención plena y sosegada, mi cuerpo estaba excitado y agitado debido al doloroso esfuerzo.»

Luego, tal como le habían enseñado a hacer los yoguis, Siddhartha trató de dejar de respirar. «Al hacerlo, unas fuerzas extremas me traspasaron la cabeza, como si un hombre fornido me la partiera con una afilada espada… Sentí unos dolores extremos en la cabeza, como si un hombre fornido me colocara un turbante de ásperas tiras de cuero y me lo apretara… Unas fuerzas extremas me abrieron en canal, como si un carnicero o su aprendiz abrieran en canal a un buey… Una extrema sensación abrasadora hizo presa en mi cuerpo, como si dos hombres fornidos, sujetando a otro más débil por los brazos, lo asaran sobre unas brasas ardientes.» Sin duda, pensó, ningún brahmán o contemplativo había soportado jamás semejante dolor. Pero fue todo en vano.

Siddhartha estaba a punto de morir, en el cadavérico estado en que lo hallamos al inicio de este capítulo. Pese a todo lo que había aprendido y todo lo que había soportado, no estaba más cerca de su objetivo último. Habían transcurrido seis años desde que había abandonado su hogar. Su hogar… Aturdido, recordó su infancia y una tarde en que se sintió verdaderamente en paz.