«Todos estamos mentalmente enfermos», dijo el risueño monje tocado con un sombrero de ala ancha, como si esto lo explicara todo. Mi compañero y yo íbamos a alojarnos un par de noches como invitados en el monasterio budista de Amaravati, cerca de Hemel Hempstead, en las Chiltern Hills del sur de Inglaterra. Yo era un periodista especializado en temas científicos que escribía para The Guardian y había viajado en tren desde Londres el día anterior para entrevistar al abad, un inglés afable y cincuentón llamado Ajahn Amaro, que se había formado en la estricta tradición budista tailandesa del bosque. Los tres caminábamos bajo el radiante sol matutino por un sendero que conducía, entre cuidados parterres, desde las cabañas de madera pintada del centro de retiro del monasterio hasta un prado de tosca hierba, donde hombres y mujeres paseaban de un lado a otro, lenta y deliberadamente, cada uno absorto en su mundo particular. Algunos paseaban entre los árboles, siguiendo los caminos hollados en la hierba por miles de pies. Otros describían reiterados círculos alrededor de un estupa de granito, en forma de campana, situado en el centro del prado.
La tarde anterior había comenzado un retiro de dos semanas para una treintena de personas laicas, y esta mañana el abad –el monje con el sombrero de ala ancha– las había enviado a los jardines del monasterio para que practicaran la meditación mientras caminaban. Su observación sobre nuestra neurosis colectiva me pilló por sorpresa, pues yo acababa de comentar que esa actividad espiritual desarrollada en el prado me recordaba una escena en un filme sobre zombis que había visto. Bien pensado, no era el comentario más oportuno que hacerle a un reverenciado maestro budista o ajahn durante un retiro para practicar la meditación, pero yo estaba cansado y de mal humor porque a las cuatro y media de la mañana la gigantesca campana de latón del monasterio había sonado en la oscuridad, conminándonos a abandonar nuestro dormitorio para reunirnos en la sala de meditación, donde íbamos a participar, durante una hora, en cantos y contemplación.
Más tarde descubrí que, según la filosofía budista, un ser humano no es completo hasta que alcanza la plena iluminación. Los budistas creen que el mecanismo de la mente humana es defectuoso, como un reloj que se atrasa o se adelanta. Al margen de lo racionales o mentalmente sanos que creamos que somos, lo cierto es que pasamos buena parte de nuestra vida obsesionados con nuestro estatus social y profesional, temerosos de enfermar y envejecer, anhelando más de esto y menos de lo otro, quejándonos de nuestros fallos y de los fallos de los demás. Los budistas creen que nuestra mente genera dukkha: el sufrimiento o sentimiento de «insatisfacción» que forma parte integrante de la existencia humana, el incesante afán de conseguir más placer y más posesiones, tratando de aferrarnos a ciertas experiencias mientras nos esforzamos denodadamente en evitar otras. Con su observación de que todos estamos mentalmente enfermos, el monje había resumido este dilema psicológico que compartimos todos.
Hacía un rato, bajo la tenue luz grisácea previa al amanecer, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, junto con los monjes y las monjas ante el dorado Buda en la sala de meditación del monasterio, habíamos cantado:
Nacer es dukkha;
Envejecer es dukkha;
Morir es dukkha;
El pesar, las lamentaciones, el dolor,
la angustia y la desesperación son dukkha;
La compañía de quienes detestamos es dukkha;
La separación de quienes estimamos es dukkha;
No alcanzar nuestros deseos es dukkha.
Esto era muy distinto de los enérgicos y alegres himnos que cantábamos durante la asamblea matutina en la capilla del internado metodista al que fui de niño. En lugar de afirmar el triunfo de los seres celestiales sobre el mal, este era un duro recordatorio de que toda existencia humana es presa del sufrimiento. El mensaje parecía indicar que nadie puede vivir siempre feliz y contento: todo no va a ser favorable. Al margen de las alegrías, amores y logros que jalonan el sendero de la vida, en cada esquina nos aguarda la pérdida, el desencanto, la enfermedad, la vejez y la muerte. Era imposible escapar a estas cosas, por más duro que trabajemos, por más dinero que ganemos, por más que comamos de forma saludable, por más que acudamos al gimnasio con frecuencia. Era una antigua formulación del dicho moderno: «La vida es un asco, y luego te mueres».
Puede que este tipo de reflexión te parezca innecesariamente melancólica, o quizá te parezca un oportuno reconocimiento de la verdad. Personalmente, me pareció un sentimiento liberador. Al pronunciar estas palabras en voz alta, reconocíamos las mentiras que nos decimos continuamente para ayudarnos a sobrellevar la jornada. La profunda sinceridad del canto me conmovió. Producía una sensación de reconciliación con la realidad. No obstante, me chocó la declaración del monje de que todos estábamos «mentalmente enfermos». Una cosa es sufrir debido a nuestras circunstancias personales –pérdida, fracaso, mala salud, vejez– y otra muy distinta padecer una cruel enfermedad como una grave depresión o psicosis, unos trastornos que siempre acechan en la sombra al margen de lo bien o mal que nos vayan las cosas. Yo daba por sentado que esas enfermedades pertenecían a un tipo de dukkha muy distinto, que solo unos cuantos desdichados experimentaban.
Este punto de vista empieza a parecer cada vez más simplista. Nos hemos acostumbrado a la idea de que existen dos tipos de personas: las que padecen una enfermedad psiquiátrica y las que están mentalmente sanas. En realidad, el panorama es mucho más difuso. Los psiquiatras empiezan a comprender que los diagnósticos tradicionales como la depresión, la ansiedad, la esquizofrenia y el trastorno bipolar no están tan claros como creían, y que los síntomas utilizados para etiquetar a pacientes que padecen una u otra enfermedad están muy extendidos y existen de forma persistente entre la población general.
La psicosis, por ejemplo, es un trastorno que se consideraba muy raro. Se caracteriza tradicionalmente por experimentar pensamientos confusos y perturbadores, alucinaciones y delirios como paranoia (el infundado convencimiento de que otros tratan de perjudicarnos). En realidad, las alucinaciones y la paranoia son mucho más frecuentes entre la población general de lo que pensamos. Los trabajos de investigación indican que el 30 por ciento de nosotros padeceremos alucinaciones diurnas en algún momento de nuestra vida, y entre un 20 y un 40 por ciento experimentamos a menudo pensamientos paranoicos. Incluso entre aquellos que han sido diagnosticados de psicosis, existe una gran variedad respecto a su experiencia de delirios y alucinaciones. Al parecer, lo que une a las personas aquejadas de «psicosis» más que cualquier otro síntoma es el hecho de experimentar ansiedad, depresión y neurosis, unos trastornos muy comunes entre personas que nunca han sido etiquetadas como mentalmente enfermas. Para enturbiar aún más las aguas, los pacientes que padecen una depresión grave experimentan a menudo delirios y alucinaciones tradicionalmente asociados a la psicosis.
Otro ejemplo es el trastorno bipolar, caracterizado por brotes alternos de depresión y euforia o hiperactividad. Aunque solo entre el 1 y el 1,5 por ciento de personas en Europa y Estados Unidos están diagnosticadas como bipolares, los cambios bruscos en el estado de ánimo son frecuentes, y hasta el 25 por ciento de nosotros experimentamos periodos de euforia, menor necesidad de dormir y pensamientos agitados. Según la British Psychological Society, esto sugiere que un diagnóstico de «todo o nada» del trastorno bipolar, al igual que en el caso de psicosis, constituye una simplificación, y los síntomas de este trastorno existen de forma persistente entre la población general.
Así pues, todo indica que existe cierto grado de sufrimiento psicológico que afecta tanto a los «mentalmente sanos» como a los «mentalmente enfermos». Los diagnósticos formales no son sino la punta del iceberg, aunque la parte del iceberg que asoma sobre el agua es más que alarmante. Los servicios de salud mental están desbordados, incluso en países como Dinamarca, que durante años ostentó el título de nación más feliz de la Tierra, gracias a su elevada renta per capita, baja desigualdad en materia de ingresos, libertades personales, buena nutrición, excelentes servicios sanitarios públicos, larga esperanza de vida y otros marcadores. Pese a estas numerosas ventajas, un número sorprendentemente alto de daneses requieren en algún momento de su vida tratamiento médico por un trastorno mental grave. Aproximadamente el 38 por ciento de danesas y el 32 por ciento de daneses recibirán, a lo largo de su vida, atención terapéutica en un hospital o clínica psiquiátrica. Está claro que muchas otras personas, tanto en Dinamarca como en cualquier otro país del mundo, experimentan síntomas de una enfermedad mental sin recurrir a este tipo de cuidados profesionales especializados. Constituyen la mayoría que sufre en silencio: los enfermos mentales corrientes y vulgares que tienen que arreglárselas solos.
Los problemas de salud mental empiezan a una edad temprana. Se calcula que en todo el mundo, aproximadamente el 10 por ciento de niños padecen unos trastornos mentales diagnosticables, la mitad de los cuales consisten en trastornos de la alimentación y la mitad en trastornos de la conducta o TDAH (trastorno de déficit de atención con hiperactividad). Muchos de estos niños se sentirán desdichados de adultos. El mejor indicador de si un niño será un adulto satisfecho de la vida no es el logro académico, la sociabilidad o los antecedentes familiares, sino su salud emocional durante la infancia.
El elevado índice de enfermedades psiquiátricas y el hecho de que sus síntomas existen, con variada gravedad, entre la población general, sugiere que no son unas enfermedades discretas como la diabetes o el asma, sino una manifestación extrema de la condición humana ordinaria. La genética, la educación y las experiencias vitales sin duda desempeñan un poderoso papel a la hora de que algunas personas sean más susceptibles que otras, pero nuestra dotación mental compartida –el material cerebral con que nacemos, por decirlo así– es el principal culpable de estos trastornos psicológicos. Los diagnósticos tradicionales de enfermedad mental abarcan solo una fracción de nuestros problemas, y el extendido y elevado nivel de violencia, prejuicios y conflictos en la sociedad humana no son indicadores de una maquinaria mental bien afinada.
¿Qué podemos hacer? No puede decirse que no hayamos tratado de resolver las debilidades innatas de la mente humana desde hace mucho tiempo. Los intentos de reparar nuestro defectuoso cerebro son tan viejos como la civilización. Cabe decir que el único terreno común entre las grandes religiones del mundo es que llevan milenios esforzándose en controlar nuestra veleidosa mente. Por tanto, cuando Ajahn Amaro afirmó que «todos estamos mentalmente enfermos», intuí que había un subtexto aún más chocante: «la cura reside en el budismo». Todas las religiones tratan de alcanzar el mismo objetivo a su manera, con más o menos éxito. Lo que al parecer separa al budismo de otras religiones es que aspira a llevar a cabo esta gigantesca tarea sin un rígido credo, una serie de mandamientos y sin invocar la intercesión divina.
Muchos sostienen que el budismo no es una religión, al menos en el sentido convencional. A los ojos de un ateo y escéptico como yo, esta ausencia de un sistema de creencias sobrenaturales hace que el budismo resulte muy atrayente. Cuando empecé a interesarme en sus prácticas y su filosofía, hace unos cinco años, me intrigó también el hecho de que el «pecado» en el lenguaje de otras religiones –lujuria, gula, pereza, ira, envidia, orgullo y demás– era calificado por los budista de forma más neutra, como un «comportamiento torpe» que tiene consecuencias dolorosas en virtud de la ineludible operación de las leyes de causa y efecto. De lo que se deduce que convertirse en un ser humano cabal y satisfecho es una habilidad que puede aprenderse, como conducir un coche o preparar un pastel. Cuanto más la practiques, antes llegarás a dominarla. Visto así, juzgar a alguien por su codicia o su orgullo empieza a parecer tan errado como condenarlo por no ser capaz de conducir o de preparar un pastel.
No obstante, ¿por qué debemos creer que el budismo es mejor que otras religiones del mundo –o un sistema totalmente laico– a la hora de enseñar estas habilidades? Todas las cosas místicas y religiosas, independientemente de si contienen un dios, un credo o unos mandamientos, son contempladas con recelo por muchos científicos y no creyentes, incluyendo la mayoría de personas con las que he trabajado a lo largo de los años en mi labor como escritor y editor de temas científicos. Y la cura que el budismo afirma que puede ofrecer a la atribulada mente humana se basa principalmente en la meditación, lo cual, para los escépticos profesionales como yo, parece inicialmente otra moda pasajera en materia de salud. La meditación mindfulness, que consiste en cultivar una percepción objetiva del momento presente, se ha hecho global. Hay programas concebidos para ser utilizados en las escuelas del Reino Unido, para jóvenes delincuentes en Nueva York, para marines estadounidenses a punto de ser desplegados, para bomberos en Florida y para taxistas en Irán, por mencionar unos cuantos.
No obstante, en los círculos intelectualmente conservadores, anunciar que practicas la meditación puede provocar un resoplido de desdén. Las reivindicaciones de eficacia de la meditación han estado lastradas por la etiqueta de superchería paranormal propia de la New Age que algunos le han colgado. En muchos países, la gente aún recuerda las elecciones de los noventa, cuando los candidatos del Partido de la Ley Natural propugnaban la meditación trascendental como remedio contra todos los males del mundo. El partido declaró que su programa, sistemática y científicamente testado, consistía en que miles de meditadores crearan una «coherencia en la conciencia nacional» a fin de reducir el estrés y la negatividad de la sociedad mediante el poder de la levitación. Recuerdo haber visto el surrealista vídeo con que este partido se presentaba a las elecciones europeas de 1994 en el Reino Unido, en el que aparecían unos jóvenes sentados con las piernas cruzadas botando sobre sus traseros sobre unos colchones. Nos informaron que durante los siete últimos años, un grupo de estos «yoguis voladores» habían conseguido reducir en un 60 por ciento el índice de delincuencia en Merseyside.
Con este panorama, los científicos que investigan los posibles beneficios clínicos de la meditación mindfulness han tenido que esforzarse durante las últimas décadas para ser tomados en serio. Varios investigadores me han contado que cuando comenzaron sus trabajos de campo, se consideraba un suicidio profesional confesar a tus colegas que investigabas la meditación. Todo esto ha cambiado. Algunos de los psicólogos clínicos y neurocientíficos más afamados del mundo están involucrados en estas investigaciones, y sus ensayos son publicados en revistas tan prestigiosas como Nature, Proceedings of the National Academy of Sciences y The Lancet. La credibilidad de los trabajos de campo ha aumentado de forma espectacular gracias al uso de nuevas tecnologías de exploración del cerebro como IRMf (imagen por resonancia magnética funcional), al tiempo que abundantes estudios confirman que la meditación produce unos cambios evidentes en la actividad cerebral.
Hechos también notables han sido los recientes estudios de los cerebros de budistas contemplativos que han acumulado décadas de experiencia en materia de meditación en varias tradiciones monásticas. Estos trabajos han estado inspirados en gran medida por las conversaciones formales que vienen llevándose a cabo desde la década de los ochenta entre científicos y el Dalai Lama. Uno de los neurocientíficos que ha participado más activamente en este trabajo es Richard Davidson, de la Universidad de Wisconsin, quien dice que aún tenemos mucho que aprender de los contemplativos. «Estos trabajos de investigación han puesto de relieve el valor potencial de estas tradiciones a la hora de cultivar unos hábitos mentales más saludables –me informó–. La práctica mental puede propiciar unos cambios fundamentales en el cerebro para reforzar estos nuevos hábitos». Davidson cree que la «plasticidad» innata del cerebro –su capacidad de renovarse a medida que aprendemos de las experiencias y desarrollamos nuevas habilidades– puede ser aprovechada para promover el bienestar. Según este punto de vista, la felicidad es una habilidad que, como cualquier otra, podemos desarrollar a través de la práctica constante.
Sin embargo, persiste cierto recelo con respecto a la meditación. Un error frecuente, que inspiró mi cínico y jocoso comentario esa mañana en el monasterio, es que transforma a las personas en criaturas desprovistas de deseos, ambiciones y personalidad, en zombis, por decirlo así. Cuando escuché la grabación de mi entrevista con Ajahn Amaro, sentí un gran alivio al comprobar que había sido él quien había sacado el tema. Yo le había comentado que el budismo, con su insistencia en la necesidad de cultivar el altruismo, iba contra lo que propugna la cultura occidental, que insiste en que debemos esforzarnos constantemente en progresar a nivel personal. Es lo que hace que nos levantemos de la cama por las mañanas y paguemos nuestras facturas. Él no estaba de acuerdo. «La gente cree que la práctica budista significa que tienes que estar libre de todo deseo para no ambicionar nada. Lo interpretan como que debemos ser totalmente pasivos, o tratar de convertirnos en una especie de zombi que no hace nada. Es un gran error, porque a) el trabajo no significa sufrir, y b) la paz interior no significa inactividad. Cuando pensamos «quiero estar en paz», pensamos en relajarnos en una playa, pero uno puede estar en paz y trabajar duro al mismo tiempo. No son conceptos antitéticos».
En todo caso, este libro pone de manifiesto que las pruebas recogidas por la neurociencia indican que la meditación puede hacer que las personas se comporten menos como zombis al darles más control sobre sus pensamientos, emociones y conducta. El cerebro de Siddhartha trata sobre la ciencia de la meditación mindfulness y la búsqueda de la iluminación espiritual, o, para expresarlo en términos menos solemnes, la búsqueda del bienestar psicológico óptimo. La palabra iluminación tiene unas connotaciones claramente religiosas, aunque lo que los budistas se refieren con ella no es otra cosa que la plena comprensión de cómo son las cosas en realidad, sin engañarnos. Esto no difiere mucho de lo que los científicos tratan de conseguir cuando investigan la química, la física y la biología de nuestro mundo. Pero ¿y la palabra espiritual, ese otro término un tanto escurridizo? A medida que empecé a analizar más a fondo la meditación mindfulness y el budismo, la línea divisoria entre la orientación espiritual que ofrecen los maestros como Ajahn Amaro y los cursos de mindfulness que ofrecen los profesionales de la salud mental empezó a parecer menos clara. Durante la última década se han publicado miles de estudios que analizan la eficacia de los sistemas laicos de meditación mindfulness para tratar la drogadicción, la depresión, la ansiedad y muchas otras patologías mentales. El que creas que este enfoque trata de mejorar la «salud espiritual» de la gente o su «bienestar mental» es cuestión de perspectiva. Tu elección de palabras dependerá de si la enseñanza de la meditación mindfulness se imparte en un monasterio o una clínica. Ajahn Amaro, al igual que muchos otros maestros budistas, se considera al mismo tiempo un consejero psicológico y un guía espiritual. Todos los días las personas comparten con él sus preocupaciones, sus problemas y sus complejos. Él escucha y ofrece consejo sobre posibles remedios. En última instancia, no hay mucha diferencia entre su papel y el de un experto laico en terapia mindfulness.
Más importante aún, ¿qué grado de fiabilidad tienen los ensayos clínicos respecto de la eficacia de la meditación mindfulness? Los nuevos ámbitos de investigación a menudo se caracterizan por el gran entusiasmo de los practicantes de dicha técnica, pero también por una falta de rigor experimental. ¿Se han exagerado los beneficios de la meditación mindfulness? No sería la primera vez que un nuevo tratamiento para combatir ciertas enfermedades mentales ha sido exagerado por los medios y la gente involucrada en su desarrollo. En 2004, escribí un artículo para la revista New Scientist sobre un tipo de antidepresivos llamados ISRS, entre ellos Prozac (fluoxetina) y Paxil (paroxetina), que durante la última década habían sido comercializados como unos remedios milagrosos. Aseguraban que «te curabas del todo» y con escasos efectos adversos. Según el mito popular, si tomabas esos fármacos te sentirías siempre maravillosamente bien. Cuando escribí el artículo, el panorama empezaba a adquirir un aspecto más que dudoso debido a las investigaciones que sugerían que dichos fármacos no eran tan efectivos como decían y tenían serios efectos secundarios. Posteriormente se llevaron a cabo unos estudios definitivos mostrando que, en el mejor de los casos, los ISRS son razonablemente efectivos para combatir una depresión entre leve y moderada y, en el peor, no sirven para nada.
¿Estarán las aplicaciones clínicas del entrenamiento de mindfulness a la altura de su promesa inicial, o resultará que se han exagerado sus beneficios? ¿Está a punto de estallar la burbuja de entusiasmo que rodea el joven ámbito científico de esta práctica? Al igual que muchos tratamientos nuevos, las investigaciones preliminares sobre mindfulness presentaban ciertos puntos débiles, pero los recientes trabajos de investigación han sido mucho más rigurosos y se han publicado numerosos análisis que recogen los resultados de varios estudios, en los que han participado miles de personas. Las pruebas de que la terapia de mindfulness puede evitar que los pacientes aquejados de una grave depresión sufran una recaída es ahora muy sólida. Las investigaciones clínicas sobre la posible eficacia de los programas de mindfulness para tratar el insomnio, el trastorno de estrés postraumático, el trastorno bipolar, la psicosis y muchas otras patologías están aún en mantillas, pero todo indica que resulta eficaz para combatir los trastornos de ansiedad, dolor crónico y drogadicción. Su capacidad de aumentar el rendimiento cognitivo, como mejorar la memoria y elevar el cociente de inteligencia, es menos cierto porque hasta la fecha no se han llevado a cabo suficientes estudios de alta calidad en estos ámbitos, pero existen pruebas fiables de que puede aumentar la atención y mejorar la regulación emocional.
Lo que es cierto es que a diferencia de tomarse una pastilla, la meditación mindfulness no constituye un remedio rápido y fácil. Obtener unos beneficios duraderos requiere casi con toda certeza una práctica constante que se prolongue más allá de las ocho semanas habituales de un curso de entrenamiento. La meditación mindfulness es una forma de ser en todo momento más que un fin en sí mismo, y los budistas la contemplan como un elemento más –si bien esencial– de un programa mucho más amplio orientado a promover la felicidad y la satisfacción. Por ejemplo, creen que la iluminación espiritual es imposible sin la compasión, tanto con uno mismo como con los demás, y una conducta ética. Uno de mis propósitos al escribir este libro era acercar estas enseñanzas a un público más numeroso e investigar si son capaces de resistir el escrutinio científico.
Si la meditación mindfulness funciona tal como dicen, la pregunta que cabe plantearse es ¿por qué? ¿Qué es lo que se torció durante la evolución del cerebro humano que requiere ser remediado con meditación? Curiosamente, ninguna de las personas con las que hablé durante mis trabajos de documentación para este libro se había parado a pensar en esto. Por tanto, en El cerebro de Siddhartha propongo una posible solución a este enigma basada en las pruebas que ofrecen los ámbitos de la antropología, la neurociencia y la genética. Algunos rechazan cualquier especulación sobre la posibilidad de que la evolución de los rasgos mentales y psicológicos pertenezca al ámbito de las ideas en lugar de al de la ciencia. Pero el cerebro humano, y por extensión la mente, son producto de la evolución al igual que el ojo o el riñón, por lo que, utilizando las herramientas de que disponemos, no parece disparatado intentar explicar los motivos por los que ha desarrollado sus curiosas anomalías. Si logramos averiguar de qué forma corrige la meditación estos fallos evolutivos, suponiendo que lo haga, habremos descubierto la base científica de la iluminación.
El budismo ofrece un kit de herramientas mentales para mejorar el bienestar psicológico que fueron desarrolladas en el siglo v A.E.C.,1 pero los neurocientíficos y los psicólogos no han hecho sino comenzar a investigar su potencial para modificar el cerebro y la conducta. No se ha publicado ningún estudio «longitudinal» que recoja el progreso de personas durante los meses, años y décadas después de que empiecen a meditar de modo regular. Supongamos, por ejemplo, que pudiéramos comprobar los cambios que se producen en el cerebro de un joven adulto que se embarca en este tipo de programa, desde que es un principiante hasta alcanzar, muchos años más tarde, la experiencia e incluso un estado iluminado. ¿Qué nos diría sobre su potencial para ajustar la mente humana al objeto de conseguir una óptima salud mental y la felicidad? Este libro, basándose en pruebas científicas modernas, se remonta en el tiempo para asistir a esta transformación cuando se produce en el cerebro de un hombre, aparentemente corriente, de veintinueve años llamado Siddhartha Gautama (Siddhartha Gotama en pali), que emprendió este viaje espiritual hace aproximadamente 2,500 años. Este hombre revolucionaría la forma en que sus coetáneos se veían a sí mismos y haría más que ninguna otra persona por aportar los beneficios de la meditación a nuestra sufrida especie. El cerebro de Siddhartha presenta las reconstrucciones de algunos momentos clave en la vida de este hombre, basadas en los relatos de las escrituras budistas.
«Todos estamos mentalmente enfermos», dijo el abad del monasterio de Amaravati con una sonrisa. Fue una declaración sorprendente, pero comprendí exactamente a qué se refería. «Por eso estamos aquí», respondí.
1. Antes de la Era Común (N .de la T.)