5
Hannah

Por suerte, tras tres semanas en las que había empezado a sufrir manía persecutoria y un fuerte instinto homicida, dejé el campus para volver a casa. Podría haber aceptado que mi madre, Abby o Tris me llevaran, pero la idea de sentirme observada por si perdía los papeles no me hacía la menor gracia. Aunque no los culpaba. La última vez que había subido a un coche con mi mejor amiga, tuvo que detenerse en la cuneta. En cuanto lo hizo abrí la puerta, caí de rodillas al suelo temblando y llorando y vomité a causa del pánico.

Desde entonces había practicado aún más a conciencia cada una de las técnicas que la doctora Allen me había enseñado para entender y controlar el problema. Era la hora de probarlas sobre el terreno y quería enfrentarme a ello sola. De manera que me armé de valor y llamé a un taxi.

Pese a que leer me ayudó a mantener a raya los recuerdos, no evitó que el corazón se me desbocara y que necesitara respirar hondo cada poco para conservar la calma. Cuando finalizó el trayecto estaba empapada en sudor y al borde de un fuerte ataque de ansiedad. Bajé del vehículo como si este estuviera a punto de estallar, tan desesperada por salir de su entorno opresivo que casi acabé de bruces en la acera.

El amable conductor obvió mi extraño comportamiento y me ayudó a llevar las dos enormes maletas y las cajas hasta el porche. Abrí la mosquitera y la puerta y lo metí todo en el recibidor.

—¿Mamá?

Tan pronto estuve dentro, el calor y el olor familiar a desinfectante y animales me envolvieron como un abrazo. Mi madre era veterinaria en el zoológico de Detroit y su amor por todo bicho viviente había hecho que casi creara en casa una minirréplica de su lugar de trabajo.

—¡En la cocina, cariño!

Antes de que pudiera dar un paso, Gandalf, nuestro gran danés de pelo gris, bajó las escaleras como su tocayo al descender la ladera del abismo de Helm para abalanzarse sobre mí y casi hacerme caer al suelo. A él le siguieron Frodo, Sam, Pippin y Merry, nuestros cuatro chihuahuas.

—¡Hola, chicos! Yo también me alegro de veros.

Los acaricié y palmeé con una sonrisa tonta en los labios. Cuando por fin se calmaron lo suficiente como para dejarme andar, crucé el salón. Al pasar, vi dos bolas de pelo blanco en el sofá que debían ser Artax y Fuyur, Atreyu estaba en el butacón de enfrente. Al notar mi presencia, entreabrió los ojos, se desperezó, bajó de un salto al suelo de parquet y vino trotando a darme el encuentro. Tan pronto lo cogí en brazos comenzó a ronronear. No me importaba llenarme la camiseta rosa de pelo negro, adoraba a todos nuestros animales, pero Atreyu era mi favorito y nada en este mundo lograría que no le diera mimos. De alguna manera, él lo sabía.

—¡Mi cielo! ¡Por fin estás en casa!

—¡Casa! —repitió Zazú, nuestro viejo papagayo desde su percha junto a la puerta trasera.

Mi madre se secó las manos, dejó el paño sobre la isleta y vino a abrazarme, gato incluido.

—Mi niña… ¿Estás bien? —Me observó y me acarició la mejilla—. Sí que lo estás. —Sonrió—. Lo has conseguido. Estoy orgullosa de ti —murmuró y me dio un beso en la frente—. ¿Lo has traído todo?

—Sí, jamás habría pensado que fuera posible acumular tantas cosas en ese cuarto.

—Pues imagínate si tuviéramos que mudarnos —comentó divertida.

Para sus cuarenta y cinco años tenía un cutis precioso y un lustroso pelo negro que contrastaba con sus ojos azules. Pero lo que me encantaba de ella eran sus sonrisas genuinas, las que le iluminaban el rostro y me confirmaban que era feliz y que hacía mucho que había dejado atrás el dolor del divorcio.

—¿Y nana? —pregunté mirando alrededor.

—Arriba, enseñándole la casa a tu amigo. ¿Cómo no me contaste que lo habías conocido? Casi se me salieron los ojos de las órbitas cuando lo vi plantado en nuestra puerta, por un momento creí que se había escapado del póster de tu habitación.

—Espera, ¿qué? ¿Me estás diciendo que Misha está aquí? —¡Anda! ¡El chillido-gruñido otra vez! Podía empezar a llamarlo chiñido.

—Sí. —Arrugó el entrecejo, desconcertada—. Creí que lo sabías. ¿Hice mal en invitarlo a pasar?

—No, está bien, no te preocupes. —Dejé a Atreyu en el suelo—. Voy a subir a ver qué tal les va.

En realidad, lo que haría sería acabar de una vez con lo que desde un principio fue un sinsentido. Una cosa era perseguirme por el campus y otra aparecer en mi casa.

Subí los escalones de dos en dos.

—¿Nana?

Mi abuela salió de la habitación del fondo, tan menuda como siempre. Lo cierto era que con su cabello corto teñido de castaño y su costumbre de vestir con vaqueros y camisetas (que a veces cogía prestadas de mi armario), pocos dirían que tenía setenta y dos años.

—¡Ratoncito! ¿Qué haces ahí parada? Ven a darme un beso.

Lo habría hecho aunque no me lo hubiera pedido. Le estampé uno bien fuerte y acaricié la cabecita de Babe, el pequeño cerdo vietnamita blanco y negro que llevaba en brazos.

—Estaba enseñándole a tu amigo todos los premios de patinaje y las fotos que tienes en tu dormitorio. —Había tanto orgullo y un tinte de pena en su voz que se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Te importaría dejarnos solos?

—Claro que no, mi niña. —Me dio unas palmaditas en la mejilla—. Todo tuyo. Me cae bien y tiene un buen trasero.

—¡Nana!

—¿Qué? Estoy vieja pero no ciega. Y un buen mozo es un buen mozo. Si tuviera cuarenta años menos, dejaría que me tirara los tejos. —Me guiñó un ojo con picardía y se marchó a paso lento.

Esperé a que bajara y entré en la habitación. Misha estaba de pie frente a mi escritorio examinando la pared. Esta estaba repleta de recortes de revistas con las primeras entrevistas que nos publicaron, de fotos mías con Nick, de ambos con Vladimir y con todo el equipo, algunas con mi madre y mi abuela, muchas de mis animales y varias tiras de fotomatón con nuestros amigos. También había postales de los lugares que habíamos visitado en cada competición, entradas de cine y de conciertos.

—No hay fotografías de tu padre. —Se volvió de inmediato para mirarme—. Perdona, era más un pensamiento que algo que quisiera comentar en voz alta.

Era reacia a hablar de mi vida privada, pero lo era aún más a mentir sobre lo ocurrido. No después de ver cómo a mi madre se le partía el corazón ante mis ojos. Esa expresión era algo que nunca olvidaría.

—Las quité todas cuando mi madre y yo llegamos más temprano que de costumbre de mi entrenamiento y nos lo encontramos tirándose a otra en el sofá del salón.

Parpadeó sorprendido.

—Lo siento.

—Hace muchos años de eso. —Le quité importancia encogiéndome de hombros.

—No lo digo solo por lo de tu padre, sino también por haber aparecido aquí.

—Ya. —Respiré hondo, no esperaba que fuera él quien sacara el tema y mucho menos que se disculpara—. Esto tiene que acabar, Misha. Estoy segura de que tienes cosas mejores que hacer que seguirme a todas partes. Y pese a sentirme halagada, sigo sin entender por qué tanta insistencia en que sea yo.

Se dejó caer en el filo de la mesa, con las manos a cada lado del cuerpo, las piernas estiradas y los tobillos cruzados. Gracias a todos los dioses había vuelto a dejar las camisetas con mi cara y llevaba una camisa negra remangada hasta los codos, unos vaqueros claros y unas Converse rojas. Me observó en silencio durante unos instantes, como si sopesara qué contarme.

—Ya sabía quiénes erais cuando me enteré de la noticia de vuestro accidente. —Por algún motivo tuve la impresión de que había más detrás de aquellas palabras. Sin embargo, él continuó sin dar mayor explicación—. Me llamasteis la atención desde la primera vez que os vi, sobre todo tú, porque aunque cualquiera puede aprender a patinar, hay una cierta forma de moverse, de sentir el hielo, que solo poseen los que han nacido para ello.

Eso mismo era lo que había pensado siempre de él, que tenía un talento natural y extraordinario para lo que hacía. Por eso, al verlo deslizarse por la pista daba la impresión de que era fácil, de que bastaba con levantarse una mañana y ponerse unos patines; tal era la fluidez, la ligereza y la perfección con la que realizaba los ejercicios.

Se incorporó y caminó hasta mí, tan cerca que tuve que alzar la cabeza para mirarlo.

—Nick y tú erais buenos, muy buenos. ¿Tú y yo, Hannah? Tú y yo podríamos ser increíbles. —Sus ojos eran de un azul tan claro que parecían brillar con luz propia y estaban fijos en mí, como si buscaran algo que no sabía si iba a encontrar. Alargó la mano hacia la mía sin apartar en ningún momento la mirada. Primero me rozó los dedos para luego envolverlos con los suyos, despacio, como dándome la opción de apartarlos si era eso lo que quería—. Dime que sí —pidió con un apretón— para que juntos podamos tener una segunda oportunidad de hacer lo que tanto amamos.

Deseaba aferrarme a su proposición con tantas ganas que dolía. Deseaba poder decirle que sí sin sentirme culpable. Anhelaba volver al hielo y competir. Pero las imágenes de aquella noche acudieron a mi mente junto a los olores, los sonidos y el horror que vino con ellos.

Oh, Dios, Nick…

Se me escapó un gemido sin ser consciente de ello.

—Lo siento. —Me solté y di un paso atrás—. Mi respuesta sigue siendo no.

Misha dejó escapar un suspiro derrotado.

—De acuerdo. —Asintió despacio y me observó unos instantes con una expresión indescifrable—. Y no lo sientas —dijo al fin—, fue divertido perseguirte. —Esbozó una sonrisa cálida y un poco traviesa. Me enmarcó la cara con las manos y se inclinó hacia mí. Mi pulso se disparó y unas mariposas gigantes alzaron el vuelo en mi estómago—. Ha sido un placer conocerte, Hannah. —Venció la distancia que nos separaba, me dio un beso en la frente y me acarició los pómulos con los pulgares.

Fue entonces cuando me di cuenta.

No me gustaba la idea de perder a Mikhail.

Tras casi un mes se había convertido en parte de mi día a día y de una manera extraña había logrado que empezara a nacer una amistad entre nosotros. Lo que hacía aún más difícil dejarle ir.

Sin añadir nada más, se dio la vuelta para irse. Al llegar a la puerta se detuvo como si acabara de acordarse de algo.

—Oh, te lo he dejado firmado. —Señaló por encima de su hombro y me guiñó un ojo.

Desvié la vista en esa dirección y sentí cómo se me subían los colores al darme cuenta de que se refería al póster tamaño natural que todavía estaba junto a mi cama. Cuando me atreví a mirar de nuevo a Misha, ya se había ido.

Respiré hondo, me acerqué a su yo de papel y pasé los dedos por la dedicatoria. Tenía una letra muy bonita.

«Lucha. Lucha por lo que quieres, en cada cosa que haces y hasta el límite de tus fuerzas, para que cuando todo se desvanezca solo queden sonrisas de satisfacción y no remordimientos.

Misha».

—¿Hannah? —La voz de mi madre me sobresaltó—. Cariño, estás llorando. ¿Va todo bien?

—Yo… —Parpadeé y noté cómo se derramaban más lágrimas por mis mejillas.

Hacer lo correcto no debería doler tanto, ¿verdad?

—¿Es por la propuesta de ese chico? —Sonrió al ver mi sorpresa—. Cuando llegó nos explicó a nana y a mí el porqué de su visita, nos dijo que había estado persiguiéndote para que aceptaras ser su pareja de patinaje. —Me apartó el pelo de la cara y me lo sujetó tras la oreja—. ¿Le has dicho que no?

Asentí y una nueva oleada de lágrimas me empañó los ojos.

—Cielo, escúchame. No puedes sentirte culpable por querer seguir adelante. Lo que ocurrió fue una tragedia y tú una de las víctimas, no la causante, por eso no deberías castigarte como lo haces. Sé el amor que sientes por Nick, os he visto crecer juntos. —Me acarició los brazos en pasadas lentas y tiernas—. Ya eres adulta y madura para tomar tus propias decisiones y cometer tus propios errores, aunque me gustaría que pensaras en algo: dentro de diez años, ¿podrás mirar atrás y no arrepentirte de la decisión que has tomado? Si la respuesta es sí, seca esas lágrimas y ven abajo a ayudarnos a tu abuela y a mí a preparar el almuerzo. Si es que no, ya puedes salir corriendo a buscar a ese muchacho. Solo te pido que seas sincera contigo misma, que te olvides de todo y de todos y te limites a escuchar a tu corazón, por difícil que sea. —Me dedicó una sonrisa triste—. Sé lo que es mirar atrás y desear haber tomado otras decisiones, no quiero que tú tengas que ansiar lo mismo.

Me abracé a mi madre.

Sabía lo que clamaba hasta la última fibra de mi ser: volver al hielo. Sin embargo, a una parte de mí le pesaba lo injusto que era que yo tuviera esa oportunidad y Nick no. Aun así, mi madre tenía razón, por mucho que aceptar la oferta de Misha me hiciera sentir que traicionaba a mi mejor amigo, estaba segura de que con el paso de los años sería incapaz de mirar atrás y no preguntarme qué podría haber sido. Y eso acabaría en resentimiento hacia Nick y hacia mí misma, lo que me dejaba una sola opción: ser egoísta.

Ya lidiaría con las consecuencias.

—Creo que voy a tener que salir corriendo.

Mi madre me soltó para mirarme con una sonrisa satisfecha que suavizó el peso que sentía en el pecho.

—No hace falta. —Me detuvo agarrándome de la muñeca—. Está en el jardín de atrás, le pedí que se quedara un rato.

Cómo no, Grace Owens estaba en todo.

—Eres la mejor, mamá.

—Yo no diría tanto. —Rio.

Salí corriendo de mi habitación, bajé los peldaños de dos en dos, crucé el salón, la cocina y salí por la puerta trasera.

Estaba sentado en los escalones de madera que daban al jardín, con una cerveza en una mano y los dedos de la otra entre las orejas de Sam, que estaba acostado a su lado. Gandalf ocupaba todo el espacio bajo sus pies. Los tres miraron en mi dirección tan pronto di un par de pasos hacia ellos. Misha dejó la lata en una esquina y se levantó despacio.

—Tu madre me pidió que me quedara —dijo metiéndose las manos en los bolsillos traseros del pantalón vaquero.

—Lo sé.

Estuve a punto de echarme a reír por lo absurdo que resultaba que, de repente, alucinara con la idea de que Mikhail Egorov estuviera en mi casa y yo fuera a aceptar convertirme en su pareja de danza sobre hielo.

—Repítelas una última vez.

No hizo falta que dijera a qué me refería.

—Dime que sí.

Inspiré y respondí a la vez que asentía:

—Sí. —Me miró exultante y luego soltó una carcajada—. ¿Qué?

Ladeó la cabeza y sonrió hasta que se le marcaron los hoyuelos.

—Que nunca he practicado bailes de salón.