Si el centro de la ciudad era el corazón de Ann Arbor, la Universidad de Michigan era su alma y su cerebro. Con sus más de mil hectáreas constituía una urbe dentro de otra formada por tres campus entre los que se repartían edificios docentes, residencias de estudiantes, centros de investigación, salas de conciertos, museos, bibliotecas, tiendas, hoteles, bancos, restaurantes, espacios al aire libre… Sin olvidar, por supuesto, The Big House, el estadio de fútbol americano que había llegado a tener fama mundial.
Abby y yo vivíamos en el complejo Vera Baits II, una residencia mixta para los estudiantes de primero situada en el Campus Norte. El lugar era precioso, un edificio enorme de ladrillo rodeado de césped y árboles no muy lejos del cauce del río Huron. Era genial vivir allí, y lo habría sido mucho más si no hubiese tenido que usar el mismo baño que ella.
Un escalofrío me recorrió de arriba abajo cuando pisé una toalla todavía húmeda. Aj, era una sensación asquerosa. Encima de la taza del váter había unos calcetines y unas bragas y el lado izquierdo del lavabo doble estaba atestado de potingues. El huracán Abby había arrasado el lugar la noche anterior. Por suerte, era menos desastre con el resto de áreas que compartíamos.
Tras una ducha relajante, me envolví la melena en un turbante y me puse el albornoz.
—¿Qué hora es, Abs? —grité mientras recogía mi pijama y echaba la ropa interior al cesto de la ropa sucia.
—Las nueve y veinte.
—¿¡Qué!? ¡No me jodas!
Mierda, mierda, ¡mierda! El examen era a las diez y todavía tenía que vestirme, adecentarme (lo que para mí significaba ponerme una ligera capa de BB Cream, un toque de colorete, brillo de labios y alisarme el pelo), coger el autobús hasta el Campus Central y correr por la calle Church hasta el East Hall, donde estaba el departamento de psicología. ¿Cómo era posible que se me hubiera hecho tan tarde?
—¡Mierda! —mascullé conforme me quitaba el albornoz, me ponía las bragas, el sujetador, unas medias negras tupidas con la cara de un gato en cada rodilla y salía del baño a toda prisa.
Casi hice un sprint hasta mi lado de la habitación, una suerte de cubículo de madera donde la cama estaba arriba, de manera que en el hueco que quedaba debajo cabían un escritorio a la izquierda y un pequeño armario a la derecha. Doblé el pijama y me puse de puntillas para meterlo bajo la almohada.
Fue entonces cuando me di cuenta de que no estábamos solas. Me giré despacio, justo en el momento en el que Mikhail terminaba de darme un buen repaso con aquellos ojos de un azul hipnotizante. Los apartó tan pronto se encontró con mi mirada y los clavó al frente. Allí sentado, todo de negro, con las mejillas un tanto coloreadas y la boca apretada para contener una sonrisilla, parecía un niño malo que fingía no haber roto un plato después de haber sido pillado en plena travesura.
—¡¿Qué haces tú aquí?! —La pregunta fue una mezcla entre gruñido y chillido. Sentía que se me había puesto roja la cara y la mitad del cuerpo. En la vida me había vestido más rápido.
Misha ladeó la cabeza para mirarme de reojo. La sonrisa brilló en sus ojos antes de llegarle a los labios.
—¿Aparte de empezar muy bien el día?
Abby se rio desde de su cama, donde estaba medio tumbada como una gata al sol, sin duda disfrutando del espectáculo que debía ser que su mejor amiga apareciera semidesnuda delante de un cuasi desconocido y estuviera a punto de estallar en llamas por la vergüenza.
Iba a matarla.
—He venido porque tengo algo de lo que convencerte.
—Pierdes el tiempo, ya te dije que no. —Me abroché los pantalones cortos y me quité la toalla del pelo.
—Me temo que no puedo aceptar esa respuesta.
Se puso de pie y se acercó a mí. De pronto, la habitación pareció muy pequeña.
—Pues no tendrás otra.
Me contempló unos instantes antes de apoyar una mano en la estructura sobre mi cabeza e inclinarse hacia mí, de manera que nuestras caras quedaron a la misma altura. Su olor a colonia y al cuero de su chaqueta me rodeó, al tiempo que sus ojos me atrapaban y me anclaban a él. Era físicamente imposible mirar a otro sitio.
—Haré todo lo posible porque eso cambie. Te quiero conmigo en el hielo, Hannah.
La forma en que pronunció mi nombre, con ese leve acento, hizo que se me encogieran los dedos de los pies.
—¿Por qué? ¿Por qué precisamente yo? Tienes muchas otras opciones mejores o igual de buenas.
No, no estaba siendo modesta ni me estaba infravalorando. Sabía lo que valía, pero en el deporte, como en la vida, tenías que ser consciente de que siempre habría quienes pudieran igualarte o superarte.
Una sonrisa ladeada fue todo lo que obtuve por respuesta. Acto seguido, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta.
—Te espero fuera.
«¿Qué?»
Si hubiera sido un dibujo animado estaba segura de que la boca me habría llegado al suelo. «Tiene que estar de broma», gemí para mis adentros.
—Y ese era el famoso Egorov —canturreó Abby—. Es muy mono, sobre todo en persona.
La fulminé con la mirada y la habría estrangulado de no ser porque tenía demasiada prisa.
—Sí —mascullé—, pero tiene las orejas pequeñas y la derecha un poco de soplillo.
Abby soltó una carcajada.
—Acabo de tener un déjà vu de esos. Soltaste lo mismo cuando teníamos quince años y te compraste aquella revista en la que salía en portada porque incluía un reportaje de él. Me dio por comentar que estaba bueno y saltaste a la defensiva sacándole defectos.
No sabía qué responder, así que me callé. El silencio nos rodeó durante unos instantes.
—¿Estás segura de que no quieres aceptar su propuesta? —Su tono se había vuelto serio, igual que su expresión.
Me detuve a medio camino hacia el baño.
—¿La verdad? —Sabía que con ella podía ser del todo sincera—. Quiero decirle que sí. —Desvié la vista hacia la pared que había junto a mi cubículo. Estaba llena de fotos sin marco, pegadas a la pared con washi tape de diversos estampados y colores. Cada una era un recuerdo de un lugar, de un momento, como aquella en la que estábamos en el podio sujetando nuestra primera plata como séniores. Ver su rostro iluminado por una sonrisa radiante mientras alzaba la medalla con una mano y me sujetaba por la cintura con la otra; cerca, muy cerca, como lo habíamos estado siempre, hizo que una punzada me atravesara el pecho—. Pero no puedo hacerle eso a Nick.
Tenía quince minutos para llegar al examen. Abrí la puerta de la habitación con Abby pisándome los talones y me detuve de forma tan brusca al salir que chocó contra mi espalda. Apoyado en la pared de enfrente estaba Misha; se había quitado la cazadora y dejado a la vista lo que llevaba debajo.
—¡La hostia! —gritó Abby tras de mí y empezó a reírse—. Tío, eres mi ídolo.
Yo era incapaz de verle la gracia. Si acaso sentía algo, era una mezcla de frío y calor por todo el cuerpo.
—¿A dónde crees que vas con eso? —Otra vez me salió el medio gruñido, medio chillido. Si seguía así tendría que inventarme una palabra para definirlo.
No podía ser. La camiseta blanca de manga corta que vestía Mikhail tenía una enorme serigrafía con letras grandes, rojas y muy legibles que decían: Hazme feliz, dime que sí. Debajo de la frase había una foto mía, de mi cara en primer plano, para ser más exactos.
—No quería llegar a esto, pero ya te dije que haría todo lo posible por convencerte. —Ni siquiera se molestó en disimular su diversión.
Abby se dejó caer sobre mi hombro, doblada por la risa.
—Espera que lo adivino —intervino cuando logró recuperar un poco el aliento—. Vas a seguirla así como si fueras un jodido anuncio andante.
—Exacto. —Si hubiera sonreído solo con un poco más de amplitud, nos habría dejado ciegas.
—No vas a ir con eso por ahí. —Habría sonado menos horrorizada y más amenazante si la perspectiva no me hubiera parecido tan horrible.
—Y no lo haré si me dices que sí.
«¡Oh, por Dios! ¡Mira que era insistente!»
—No.
—Pues entonces en marcha, porque creo que ya vamos tarde.
Hizo un gesto con la mano para indicarme que pasara delante. Había apretado tanto los labios para contener la risa que no se le veían. Si eso era un indicativo de cómo tenía que ser en ese momento mi expresión, agradecía no tener un espejo cerca.
Un día cualquiera lo habría mandado a la mierda, habría vuelto a mi habitación y me habría saltado las clases, pero no podía permitirme el lujo de faltar al examen. Y él lo sabía.
—Haz lo que te dé la gana —mascullé y comencé a andar todo lo rápido que me permitían las piernas.
Abby se despidió de nosotros cuando salimos del edificio y tuvo la desfachatez de lanzarme un beso junto a un:
—¡Que lo paséis bien!
Sí, lo estaba pasando de muerte intentando fundirme con el cristal durante el trayecto en bus. Al no haber sitios libres, estábamos de pie y Misha se había colocado a mi lado de tal manera que la camiseta quedaba estirada sobre su pecho, bien visible. En cualquier caso, detrás también llevaba la misma estampación.
Al principio no ocurrió nada, si bien, poco a poco, la gente empezó a mirarnos y a cuchichear. Varios estudiantes se bajaron antes que nosotros y, al pasar, le palmearon el hombro con un:
—Suerte, tío.
—Ánimo.
—Aguanta, acabará por decir que sí.
En tanto que otras…
—Si ella no acepta, yo estaré encantada. Aquí tienes mi número. —Le guiñaban el ojo, se mordían el labio y jugueteaban con el pelo.
«Oh, por favor. ¿Dónde quedó la originalidad?»
Salté del autobús tan pronto se abrieron las puertas. Cómo no, él me siguió.
—Qué agradables son todos en este campus, ¿no te parece? —Era todo hoyuelos e inocencia.
Tenía dos minutos para llegar al aula, así que en vez de gastarlos en una conversación inútil preferí invertirlos en correr.
Llegué tarde, aunque no lo suficiente como para que me dejaran fuera. Me desplomé en uno de los pupitres del final y dejé la mochila junto a mis pies. Me faltaba el aire y estaba sudando. Saqué un par de bolígrafos y levanté la cabeza al sentir movimiento a mi lado. Casi se me salieron los ojos de las órbitas al ver que era Misha. Dejó la chaqueta en el respaldo de la silla y se sentó.
—¿Qué crees que estás haciendo? —Siseé.
—Al parecer, hacer un examen de… —Miró alrededor del aula con auténtica curiosidad— ¿qué asignatura se imparte aquí?
—Psicología de la personalidad. Ahora vete. Fuera. —Señalé la puerta.
—Dime que sí.
—No.
—Entonces creo que estoy a punto de hacer uno de los peores exámenes de mi vida —comentó con una enorme sonrisa.
Cada mañana estaba esperándome en el pasillo. Incluso empezó a traerme vasos de café y donuts, que aceptaba sin darle siquiera las gracias. ¿Qué? Era él quien intentaba engatusarme usando mi debilidad por los dulces y el moca blanco (detalle que Abby se encargó de chivarle), encima no pretendería que fuera amable.
En cada ocasión llevaba una camiseta distinta y, por desgracia, todas seguían el mismo diseño y transmitían el mismo mensaje.
Los días que no estaba en mi puerta y empezaba a creer que por fin se había dado por vencido, mi burbuja de felicidad explotaba al encontrármelo en la cafetería, en el supermercado, en la biblioteca… Tarde o temprano siempre aparecía. Luego, como si seguirme a todas partes fuera poco, comenzaron los carteles en la pared de la sala de estar comunitaria, las notas en distintos lugares del campus y los mensajes al móvil (cuyo número suponía que debía haberle dado Vladimir). Los dos últimos que recibí contenían las tres mismas palabras:
—Dime que sí. —Leí con un suspiro, alcé los ojos al cielo (o más bien al techo) negando con la cabeza, metí de nuevo el teléfono en el bolso y regresé a los apuntes que ocupaban buena parte de la mesa de mi rincón favorito del Starbucks de Michigan Union, uno de los edificios más emblemáticos de la universidad situado en pleno corazón del campus central.
Todavía se me hacía raro llevar una vida estudiantil normal, ya que Nick y yo habíamos tenido que hacer malabares para compaginar la escuela y el entrenamiento desde que éramos unos críos, en especial durante nuestro último año de instituto. La perspectiva de debutar como séniores había despertado la competitividad en nosotros como no nos había ocurrido nunca antes. Durante mucho tiempo habíamos compartido el hielo del Arctic Arena con las dos mejores parejas de danza del mundo, pero esa temporada íbamos a enfrentarnos a ellos por primera vez y queríamos, no, necesitábamos ser unos dignos rivales. Por eso ansiábamos pasar el mayor tiempo posible entrenando.
—¿Sabes que murmuras de una forma muy graciosa cuando repites lo que has memorizado?
Alcé la cabeza de golpe y al verlo casi la bajé de nuevo para darme cabezazos contra la mesa.
—¿Y tú sabes que podría denunciarte por acoso? —Me crucé de brazos y Mikhail rio por lo bajo mientras se sentaba como si tal cosa en la silla frente a la mía—. De verdad, ¿no tienes a alguien más a quien molestar?
—Sí, hay un montón de gente a la que podría honrar con mi presencia, pero te he elegido a ti.
—Fantástico. —Resoplé—. Eso confirma que debí hacer algo horrible en otra vida.
Un lado de sus labios se curvó como si estuviera encantado con mi respuesta.
—Se me ocurre una buena forma de quemar ese mal karma.
—Déjame adivinar, ¿ofrecerte como sacrificio al dios de los cansinos que no aceptan un no por respuesta?
Su carcajada y la manera en la que su pierna rozó la mía, le hizo cosas a mi estómago y a otras partes de mi cuerpo. Me maldije al notar que el calor me subía por el cuello.
—Acabarás accediendo.
—Ya, sigue diciéndote eso.
Cogí mi vaso de café y di un largo sorbo. Misha se recostó en la silla sin perder la sonrisa y paseó la vista por el caos de papeles que rodeaban mi portátil.
—¿Qué tal van los exámenes?
Fruncí el ceño ante el repentino cambio de tema.
—Bien. —Mucho mejor que los que hice el semestre pasado. Claro que al inicio del curso pasé más tiempo fuera del campus que en mi habitación o en la biblioteca estudiando. Y luego… luego fue el accidente. Un nudo me apretó de inmediato la garganta. Tragué saliva e inspiré hondo—. ¿Y qué hay de ti? —Forcé a salir a las palabras—. ¿Cuánto te queda para terminar la carrera?
—Ya la acabé. Tienes delante a un graduado en filología al que algún día le gustaría especializarse en traducción e interpretación.
—Guau, impresionante.
—Voy a creer que lo dices en serio.
—Y así es. Me parece loable que hayas logrado graduarte en los años que se supone que dura una carrera. Sobre todo teniendo en cuenta que buena parte de ese tiempo seguramente tuviste que invertirlo en prepararte para las olimpiadas.
Su sonrisa flaqueó por un instante y su mirada se oscureció.
—Bueno, durante mi convalecencia no tenía mucho que hacer, así que aproveché para ponerme al día. Una vez me recuperé de la lesión, fue cuestión de invertir en pocas horas de sueño, muchas de estudio y otras tantas en mi nuevo trabajo como técnico especialista en saltos.
Cierto, el verse obligado a dejar de competir no lo alejó de aquello que era parte de él. Y nadie mejor que Mikhail Egorov para ayudar a otros patinadores artísticos a realizar, o mejorar, uno de los elementos en los que más había destacado en su trayectoria deportiva.
—¿Dominas otro idioma aparte del inglés?
—Sí, mi irresistible idioma materno —dijo con un exagerado acento ruso—. Además me defiendo con el francés y chapurreo algo de japonés.
Enarqué las cejas y eso hizo que la diversión volviera a iluminar sus ojos.
—¿Qué? Japón me parece un país fascinante y tras participar varios años en las giras de verano que se organizan allí, empecé a familiarizarme con su lengua y sus costumbres. —Bajó la cremallera de su chaqueta de piel—. Todavía conservo buenos contactos de aquella época —comentó mientras se la quitaba.
Sentí una extraña mezcla de alivio y decepción al ver que en la camiseta azul marino que llevaba debajo no aparecía ni la foto ni el mensaje de costumbre, sino el escudo del Capitán América.
Mi bolso, o más bien el móvil que estaba dentro, vibró y emitió el estridente sonido de aviso para los e-mails. Agradecida por la distracción, desvié mi atención al ordenador y antes de darme cuenta estaba enfrascada en mi correo.
—¿Hannah?
—¿Hum? —Levanté la vista y me encontré con su cara a escasos centímetros de la pantalla.
Misha alargó una mano y me sujetó tras la oreja los mechones que se habían escapado de mi moño desenfadado. El roce de sus dedos fue ligero, pero dejó tras de sí un cálido hormigueo en mi piel.
—Sé mi compañera.
—No —susurré.
Y entonces aparecieron los hoyuelos.
—Menos mal que he venido preparado para convencerte de lo contrario.
Tuve un mal presentimiento.
Sin darme tiempo a responder, se levantó, se dio la vuelta y se subió a la silla. Como si eso le pareciera poco, y pese a que las mejillas se le habían empezado a colorear, carraspeó con fuerza para hacerse notar aún más. Yo me hundí en mi asiento debatiéndome entre el deseo de hacerme invisible y el de estrangularlo.
La elección me quedó clara en cuanto abrió la boca y empezó a recitar a pleno pulmón como un bardo en mitad de un banquete medieval:
—Es primavera
»como en tus ojos
»dime ya que sí.
Madre mía… Me puse la mano a un lado de la cara a modo de pantalla como si con eso fuera a conseguir que la gente no me viera. A nuestro alrededor empezaron a oírse algunas risas y cuchicheos.
—Cierra la boca y bájate de ahí —mascullé entre dientes.
—Ya sabes lo que hace falta para que lo haga.
«Sí, que te dé un puñetazo en los huevos.»
—La respuesta sigue y seguirá siendo la misma. ¿Quieres que te lo diga en ruso a ver si así te enteras de una vez? Net. Net, net y… hum… espera, sí, net.
Sus labios esbozaron una sonrisa lenta.
—Supongo que con un haiku no ha sido suficiente.
—¿Un qué?
—Un haiku —repitió—. Es un tipo de poema japonés.
¿Esa cosa espantosa que había berreado había sido una poesía?
Tomó aire y…
—Oh, Hannah, Hannah.
»Acepta mi propuesta.
»No te resistas.
Un grupo de chicos sentados no muy lejos de nosotros prorrumpieron en carcajadas y vítores, que no tardaron en acompañar con fuertes golpes en la mesa a la voz de:
—¡Acepta, acepta, acepta!
Misha rio por lo bajo y clavó su mirada en la mía.
—Sabes que quieres hacerlo.
Era cierto, por eso negué sintiendo un aguijonazo en el pecho. Estaba cansada de luchar contra mí misma.
Sin decir nada, recogí lo más rápido que pude y me fui.