Cinco meses después.
Ann Arbor, Michigan.
—¿Pero tú te has mirado a un espejo?
—Si me miro en el espejo me enamoro, pipiolo —respondió Abby, y yo tuve que morderme el labio para no soltar una carcajada que humillaría aún más al pobre chaval—. Venga, aire. —Hizo un gesto exasperado con la mano—. Recoge ya la caña porque estos dos peces son demasiado para tu anzuelo.
Dicho eso, le dedicó una última mirada fulminante que lo retaba a tener lo que había que tener para volver a abrir la boca. Acto seguido, dejó de prestarle atención y se llevó su taza de caffè latte a los labios.
—¿No crees que has sido demasiado dura? —pregunté una vez que el rubiales se marchó con un gruñido entre irritado y mortificado.
—Sabes que tengo muy poca mecha para los que van de sobrados. Me minan la moral —dijo dándose un golpecito en la sien con el dedo índice—. ¿Una cara bonita y ya tengo que caer rendida a sus pies? ¡Venga, hombre, por favor! Para quitarme el picor con algo sin cerebro ya tengo mi vibrador. Y él sí que sabe cómo me gusta —añadió con un guiño.
Esa vez sí que me reí. Y lo cierto era que lo necesitaba. En los últimos meses no había tenido demasiado espacio, ni ánimo, para risas. Envolví mi taza de moca blanco con ambas manos y dejé vagar la vista por nuestro alrededor con los labios todavía curvados. Estábamos sentadas en el Starbucks de Main con Liberty y a través del ventanal que tenía a mi derecha podía ver la frenética actividad de la calle. Transeúntes y coches iban y venían por la amplia avenida flanqueada por árboles y edificios bajos de ladrillo cocido, que poco o nada habían cambiado desde la fundación de la ciudad en el siglo xix. Ese era, en gran parte, el encanto del centro de Ann Arbor, la sensación de estar en otra época.
—Aún falta un poco, pero ¿has pensado qué vas a hacer este verano? —La pregunta de Abby me sacó de mi sopor.
—Sí, ya me he apuntado a unos cuantos cursos. —Claro que antes de llegar a eso tenía que superar la última ronda de exámenes finales, que empezaría en tres días.
—¿Te quedarás por el campus?
—No, me vuelvo a Detroit con mamá y nana. Iré y vendré todos los días. Necesito pasar tiempo con ellas.
Una pausa incómoda siguió a mis palabras. No era propio de Abby callarse lo que pensaba y la conocía demasiado bien como para esperar lo contrario.
—Resulta extraño, durante el periodo estival solíais estar hasta el cuello con el entrenamiento, apenas se os veía el pelo.
Sí, para los júniores la temporada empezaba a finales de agosto, por lo que había que comenzar a trabajar duro en los nuevos programas con la suficiente antelación. Eso nos quitaba un tiempo de recreo que quedaba recompensado cuando teníamos que trasladarnos a Alemania, Francia, Turquía o Croacia para competir. Junto a nuestras madres, planeábamos cada viaje de manera que nos quedara hueco para hacer un poco de turismo. Esas eran nuestras verdaderas vacaciones.
—Ya… pero todo ha cambiado. —Casi como un acto reflejo, me llevé la mano a la mejilla izquierda y con la yema de los dedos tracé la longitud de la cicatriz que la cruzaba.
—Uh… para el carro. No te musties, porque te suelto rápido una hostia para quitarte la tontería.
Me señaló amenazante con el dedo índice. El movimiento dejó al descubierto el tatuaje que tenía en la cara interior de la muñeca izquierda: «La vida es condenadamente corta…» En la derecha tenía otro que lo complementaba: «¡Haz solo lo que te haga feliz!» En este mundo no había mejor forma de describir a Abigail Simmons. Esas frases eran su filosofía, su manera de comportarse.
Solté una carcajada y puse los ojos en blanco.
—Y ahí fueron mis ganas de hundirme en mi miseria —bromeé. Sin embargo, era cierto que no quería tomar ese camino.
—Tú lo has dicho.
Me guiñó un ojo y se recostó en la silla. Por un momento me recordó al diablillo que era cuando se mudó a la casa de al lado hacía ocho años, una preciosidad rubia de ojos color miel que, pese a sus travesuras y fuerte carácter, era adorable. Y seguía siendo así, solo que, en algún punto de nuestra adolescencia, la había poseído el espíritu de un camionero.
—¿Y tú qué? ¿El mismo plan de siempre?
—No. Este verano no hay viaje familiar. Wyatt está metido en no sé qué proyecto importante de construcción y Gabriel se ha escaqueado con excusas baratas que no engañan a nadie. Es evidente que ha conocido a alguien y que le emociona más estar con su chica que pasarse dos semanas con sus padres y sus tres hermanos pequeños donde Cristo perdió el mechero. —Abrió el bolso que tenía sobre la falda y comenzó a rebuscar dentro—. Y oye, lo entiendo, de estar en su pellejo habría hecho lo mismo. —Aun con la cabeza gacha intuí la sonrisilla en sus labios—. Así que Tris y yo estamos pensando en coger el coche y salir a la carretera sin rumbo fijo.
Tristan era el hermano mellizo de Abby, así como su mejor amigo. Desde que Nick y yo los conocimos nos habíamos convertido en un cuarteto inseparable.
—Suena bien.
—Deberías apuntarte. —Triunfante, sacó lo que había estado buscando: una gomilla para el pelo con la que se recogió la larga melena en un moño descuidado.
Negué con la cabeza a la vez que daba el último sorbo a mi café.
—Clases de verano, ¿recuerdas?
—Piénsatelo. Todavía estamos en nuestro primer año, tendrás más oportunidades de hacer cursos, pero desconectar, cambiar de aires durante unos días, es algo que necesitas ahora. Además, ¿y lo divertido que sería joderle los ligues a Tris?
—Creo que de eso te ocupas muy bien tú sola. —Reí, divertida y aliviada porque esa última pregunta me daba la oportunidad de esquivar el tema.
—Cierto, aunque me vuelvo más creativa cuando estoy contigo.
—Tienes una mente retorcida, lo sabes, ¿verdad?
Nos levantamos, nos pusimos las chaquetas y comprobamos que no nos olvidábamos nada en la mesa.
—Oh, lo sé y me encanta. —Enlazó su brazo con el mío al tiempo que cruzábamos la puerta. El día estaba soleado y había caldeado el ambiente hasta lo que seguramente sería la temperatura más alta que se podía esperar a finales de abril—. ¡Pero oye!, así tendrás a alguien con quien practicar cuando termines la carrera.
—Pretendo ser psicóloga deportiva, no psiquiatra, que es lo que a ti te haría falta.
—¿Y cuál es la diferencia? Todos hurgan en la cabeza de la gente.
—En cierto modo, sí. —Comprobé la hora cuando llegamos al paso de peatones—. Y yo tengo que ir ahora a que hurguen en la mía.
—¿Tienes cita con la doctora Allen?
—Dentro de cincuenta minutos.
—¿Quieres que te lleve?
—No hace falta, cogeré el bus.
El semáforo se puso en verde y comenzamos a cruzar en silencio, todavía agarradas del brazo. Al llegar a la esquina donde se separaban nuestros caminos me cogió por sorpresa al abrazarme.
—Tienes que superar de una vez el miedo a subir a un coche, Han. —Su voz desprendía una mezcla de preocupación y dolor que me provocó un nudo en la garganta.
—Estoy trabajando en ello —murmuré devolviéndole el abrazo.
Me senté en el sillón de la consulta de la doctora Allen como hacía cada tercer viernes del mes desde el accidente. Todo en la estancia me resultaba familiar y agradable, desde el tono rosa pastel y blanco de las paredes al mobiliario minimalista, pasando por el curioso techo, que imitaba un cielo al amanecer con desconcertante realismo.
Todavía recordaba la primera vez que entré en aquel despacho. No iba sola, Nick estaba conmigo. Junto a Vladimir y nuestras madres habíamos decidido que sería positivo para nosotros contar con el apoyo y el consejo de un psicólogo deportivo; un experto que, a nuestros catorce años, nos ayudara a entrenar habilidades mentales como la concentración, el manejo del estrés, el control de la ansiedad, el miedo al fracaso o la falta de confianza. Estábamos de acuerdo en que sería un valioso complemento para nuestro crecimiento profesional y personal.
Cuando acudimos a la consulta esperábamos encontrarnos con un espacio sobrio y no con algo que recordaba más a una pastelería de los años cincuenta. De hecho, Nick llegó a comentar que menos mal que el título de psicología colgaba de la pared sobre la mesa, si no habría pensado que en realidad Vladimir nos había apuntado a clases de repostería. La buena doctora se había limitado a sonreírnos.
En nuestra siguiente sesión nos encontramos con una bandeja a rebosar de pastelillos encima de la mesita de café situada frente al sofá. Ahí fue cuando se ganó nuestro cariño, o más bien lo compró. Con el paso del tiempo se mereció también nuestra confianza y por eso, en el momento en el que mi madre insistió en que hablara con un profesional, dije que sería con la doctora Allen o con nadie. Puede que una psicóloga deportiva no fuera lo que necesitaba, pero ya puesta a contarle mis problemas a alguien al menos que fuera a una persona que me conocía y a la que le importaba.
—Hola, Hannah. Perdón por el retraso. —Me saludó con una expresión de disculpa a la que siguió una sonrisa cálida.
Cerró la puerta tras ella, abrió una de las carpetillas que había sobre su escritorio, sacó unos folios unidos por una pinza roja y se sentó en el butacón que había frente a mí bolígrafo en mano.
—Cuéntame, ¿cómo va tu tarro?
Sonreí. Pese a cómo pudiera sonar, no se trataba de un intento de utilizar la jerga juvenil, sino que se refería de verdad a un recipiente de cristal. El «tarro de las cosas buenas», como ella lo llamaba, fue algo que me propuso comenzar tras nuestra primera sesión. El ejercicio consistía en escribir en papelitos todo aquello que me pasara y me hiciera feliz, aunque fuera por un instante, para después doblarlos y meterlos en el frasco.
—Medio vacío —confesé. Quizás habría sido más acertado decir que daba pena verlo.
—¿Y está así porque de verdad no ha sucedido nada destacable o porque te resistes a reconocer todo lo que te hace sentir bien?
Mis labios se curvaron todavía más conforme me cruzaba de brazos y piernas. Como siempre, preguntaba sin rodeos, iba directa al grano de una forma tan certera que daba la impresión de que podía ver dentro de ti.
—A veces me intriga saber por qué se molesta en preguntar si ya sabe la respuesta.
Su expresión sosegada se volvió afable.
—Porque hay ocasiones en las que la contestación no es para mí, sino para ti, Hannah. Puede que ya la conozcas, pero verbalizarla, admitirla, es lo que la hará del todo real.
Medité sus palabras mientras la observaba. Para haber pasado el ecuador de los cuarenta tenía buen cuerpo, y su ascendencia hawaiana la dotaba de una belleza exótica. En el último mes había añadido unos reflejos caoba a su cabello negro, una elección acertada, ya que daban luz a sus penetrantes ojos oscuros, que en esos instantes me instaban a responder a su pregunta.
Con un suspiro dejé caer la cabeza sobre el respaldo de mi asiento y clavé la vista en el techo cuajado de nubes. La doctora tenía razón, podías conocer la verdad dentro de ti y aun así escoger ignorarla. Sin embargo, compartirla con alguien, en cierto modo, la hacía irrevocable, sólida.
Contemplé la posibilidad de evadir el asunto, tal y como hacía con tantos otros temas pese a que nunca había sido algo propio de mi carácter. Pero el accidente había cambiado ya demasiado de mi vida como para seguir permitiendo que afectara a esa parte de mí, al menos entre estas cuatro paredes.
—Sí, paso por alto algunas de las cosas que me hacen sentir bien. Otras que sé de antemano que lo harán directamente las evito.
—¿Como el patinaje?
Cada músculo de mi cuerpo se tensó. Si había un tema que no me gustaba tocar con nadie era ese. Todos los que me conocían creían saber lo importante que era para mí. No se hacían ni una ligera idea de hasta qué punto. El hielo era el lugar donde más había reído y llorado, donde había conocido mis mayores éxitos y fracasos. Era donde pertenecía una parte de mí; me circulaba por las venas, me llenaba los pulmones. Era mi elemento, mi lugar. Al ponerme los patines, cada fibra de mi ser cobraba vida, vibraba. Sentía un amor tan grande por lo que hacía que sabía que había nacido para ello.
Y me lo habían arrebatado. Me habían arrancado una parte esencial de lo que era.
Ni yo misma llegué a pensar nunca cuánto dolería.
—Sí —reconocí, y no me gustó el tono amargo que percibí en mi voz.
La doctora Allen se inclinó hacia delante en su silla.
—Hannah, te castigas sin motivo y lo sabes. Puedes volver a patinar. Ya tendrías que haberlo hecho.
—No. —La interrumpí—. No sin Nick.
—Lo entiendo. —Asintió despacio—. Nadie te pide que vuelvas a competir. Pero quiero que vayas allí, te pongas los patines y sientas el hielo, solo eso. —Hizo una pequeña pausa antes de añadir—: Y quiero que lo hagas hoy.
—No.
—Aunque pueda parecerlo, no es una petición. Te lo encomiendo como parte de tu tratamiento. Vas a salir por esa puerta —dijo señalando en dicha dirección—, vas a cruzar la avenida Michigan hasta el Arctic Edge Ice Arena, vas a entrar, ponerte unos patines y permitirte disfrutar, porque no hay nada malo en ello.
Podría haberla ignorado y haber vuelto directamente al campus, meterme en la habitación que compartía con Abby y estudiar para el examen que tenía dentro de tres días. Sin embargo, la obedecí, no porque me impresionara su despliegue autoritario, sino porque en el fondo era lo que había deseado hacer desde hacía casi cinco meses.
Caminar en dirección al enorme edificio blanco y crema era como dirigirse a casa, por eso prefería no pensar en lo patético y triste que resultaba que hubiera necesitado de una orden de mi psicóloga para llegar a hacerlo.
Por suerte, el recibidor estaba vacío. Crucé por delante de las vitrinas llenas de trofeos y las dos puertas de doble hoja que daban a la pista, sobre las que colgaba una medalla de plata gigante y una banderola conmemorativa de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2010, en los que dos de las parejas que entrenaban aquí —Tessa Virtue junto a Scott Moir y Meryl Davis junto a Charlie White— habían ganado el oro y la plata respectivamente. Me interné en el pasillo que llevaba a los vestuarios y me detuve en seco al cruzar el umbral. Vladimir estaba sentado en una de las sillas situadas al lado de las taquillas, junto a él había un chico que se volvió hacia mí cuando me oyó entrar.
Tuve que parpadear varias veces para asegurarme de que lo que estaba viendo era real, para poder creerme que tenía delante a Mikhail Egorov, uno de los mejores patinadores del mundo. Muy pocos podían presumir de haber logrado ser campeón mundial en categoría sénior con solo diecisiete años y a los veinte haber sido ya cuatro veces campeón del mundo, tres veces campeón europeo, cinco veces campeón de Rusia, tres veces campeón del Grand Prix Final y bronce en los Juegos Olímpicos de 2010. Esa fue la última vez que compitió, ya que tras los juegos fue víctima de un intento de robo durante el que sufrió una lesión de rodilla que le obligó a retirarse. De eso hacía dos años.
Mikhail se puso en pie y caminó hacia mí.
—Tú debes de ser Hannah Daniels. —Me tendió la mano—. Soy Mikhail Egorov, pero puedes llamarme Misha. Encantado de conocerte.
Sonrió y los hoyuelos que se le marcaron en cada mejilla le dieron un aire de niño travieso. Sus increíbles ojos celestes estaban clavados en los míos con una mezcla de curiosidad y diversión.
Suponía que, puestos a elegir, era mejor babearle los pies y mirarlo con cara de cervatillo deslumbrado que lanzarme a su cuello y tumbarlo allí mismo. Mi yo de catorce años que pegó un póster suyo a tamaño natural junto a la cama habría estado más que encantada con eso último. Claro que lo habría hecho con intenciones mucho más inocentes que mi yo de diecinueve.
—Lo mismo digo.
Alcé la mano y él la envolvió de inmediato con la suya en un apretón suave pero firme. Un escalofrío me recorrió la columna y, sin pensarlo, avancé hacia él. Casi podía sentir el calor que desprendía su cuerpo y tenía que resistir la tentación de apartar los mechones de pelo castaño oscuro que le caían sobre la frente.
—Me alegro mucho de verte, Hannah.
Di un respingo y me aparté al oír la voz profunda de Vladimir. Su acento, pese a los años que llevaba en Estados Unidos, era mucho más marcado que el de Misha. No obstante, el tiempo había hecho que fuera capaz de entenderlo a la perfección.
—Hemos echado de menos el tenerte por aquí —me dijo al oído al abrazarme.
—Y yo venir —murmuré y tragué para deshacer el nudo que se me había formado en la garganta.
Durante los últimos meses había mantenido el contacto con los integrantes de nuestro equipo, todas esas personas que habían estado ahí en cada paso, en cada caída, en cada logro. Algunos de ellos, como Vladimir, me habían visitado en varias ocasiones. Incluso Francine y Camden, con los que nunca habíamos compartido más que una relación cordial debido a su extremo espíritu competitivo, vinieron a verme al hospital. Aun así había añorado muchísimo estar con cada uno de ellos en este entorno, en especial con aquel que desde hacía mucho era como una figura paterna para mí.
Me dio un beso en la mejilla y yo se lo devolví antes de que me soltara.
—Me alegra que la doctora Allen lograra hacerte venir al fin.
—¿A qué te refieres?
Vladimir se pasó la mano por el espeso cabello entrecano antes de cruzarse de brazos.
—En vista de que mis peticiones caían siempre en saco roto, maldita jovencita cabezota —masculló con los ojos grises entrecerrados tras sus gafas cuadradas—, la llamé para que me ayudara. Ambos estábamos de acuerdo en que necesitabas volver por tu propio bien y, por otro lado, Misha quería hablar contigo. Ha venido desde Rusia expresamente para hacerte una propuesta que yo ya he aceptado por la parte que me toca.
Los miré dividida entre las ganas de enseñarle a Vladimir de forma muy gráfica lo bien que me parecía que jugaran conmigo, y la curiosidad por saber el motivo de la visita de Mikhail Egorov.
—Quiero volver a competir.
Esas cuatro palabras bastaron para que se ganara todo mi interés.
—¿Y tu lesión? Creía que te impedía realizar saltos a nivel competitivo, que la articulación ya no podía soportar los constantes impactos y el esfuerzo que supondrían tanto los entrenamientos como los campeonatos.
—Estás bien informada —dijo sonriendo, aunque no se le marcaron los hoyuelos y su mirada se oscureció por un instante—. Retomar el patinaje artístico me destrozaría la rodilla, pero sí podría dedicarme a la danza sobre hielo. —Se metió las manos en los bolsillos traseros de los pantalones vaqueros que llevaba—. Y quiero que tú seas mi compañera.
Alcé la vista de golpe y solo entonces fui consciente de que la había desviado a su torso, donde la camiseta se le había ceñido al pecho.
En otras circunstancias, aquella propuesta habría sido como un sueño hecho realidad, porque el poder trabajar codo con codo con un patinador de su talla no podía ser descrito de otra forma.
No era tan raro que las parejas se hicieran y deshicieran. Cada año, al principio de la temporada, se anunciaban ese tipo de cambios, debidos en su mayoría a desavenencias entre la pareja por haber sido tan idiotas como para enrollarse, y una vez roto el romance no ser capaces de seguir trabajando juntos. No obstante, también había ocasiones en las que sucedía porque una de las partes se retiraba (por iniciativa propia o por lesión), o bien por cualquier otra razón.
Yo tenía uno de esos otros motivos, uno de peso que no me permitiría aceptar jamás.
—Me halaga que hayas pensado en mí. Aun así lo siento, no puedo.
—Hannah, piénsatelo —dijo Vladimir con un suspiro exasperado—. Tienes un futuro por delante. No lo tires por la borda.
—No, no hay futuro en esto para mí, no sin Nick. Y no voy a cambiar de idea. —Volví a mirar a Misha, que me observaba con reposado detenimiento. Nada en su expresión delataba lo que estaba pensando—. Lamento que hayas venido para nada, pero estoy segura de que podrás encontrar a alguien mucho mejor que yo.
Me di la vuelta para salir de allí antes de olvidar que estaba haciendo lo correcto. Cruzaba ya el umbral cuando oí la voz de Mikhail:
—No se preocupe, yo me encargaré de convencerla.
«Sí, seguro, suerte con eso», respondí para mis adentros.