Noviembre de 2011
Detroit, Michigan.
Había cosas que nunca cambiaban por mucho tiempo que pasara. Para mí, una de ellas era la sonrisa cautivadora de Nick. La vi por primera vez cuando tenía ocho años, los mismos que él. Estábamos en el hielo, cara a cara, en silencio. Pese al frío, sentía las mejillas ardiendo, por los nervios y por la timidez que me provocaba el intenso escrutinio de sus ojos azul cobalto. No entendía por qué mi entrenadora había insistido en que saliera a la pista con un niño al que ni siquiera conocía, no cuando lo único que había conseguido con eso era que tuviera ganas de marcharme o de gritarle que hablara o se moviera.
De repente, como si me hubiera leído la mente, lo hizo. Dio un tentativo paso hacia mí y yo alcé la vista.
—¿Patinamos? Juntos será más divertido. —Me tendió la mano.
Entonces la vi. Una sonrisa preciosa y cálida a la que solo podías responder de la misma forma. Casi sin ser consciente de ello, mis propios labios se curvaron y, dubitativa, enlacé mis dedos con los suyos.
De eso hacía una década. Ambos habíamos madurado y recorrido un largo camino, pero ese gesto que lo caracterizaba seguía intacto. De hecho, era su mejor arma y había aprendido demasiado bien cómo sacarle partido.
Y desde que habíamos llegado a la fiesta estaba haciendo uso de ella, aderezada con un toque travieso y seductor que muy raras veces le fallaba a la hora de ligar.
—La tiene a punto de caramelo. Mírala, estoy por llevarle un babero. —Se burló Rose, la anfitriona y antigua compañera de patinaje. Era seis años mayor que nosotros y estábamos en su casa para celebrar su retirada y futuras nupcias, de ahí que el lugar estuviera lleno tanto de caras familiares como de gente a la que no conocía de nada.
Di un sorbo a mi refresco mientras observaba la escena. Si me lo proponía, podía adelantarme a cada frase, a cada gesto. Sí, hasta yo misma me daba miedo, pero Nick tampoco era muy creativo, todo había que decirlo, llevaba usando la misma técnica desde que empezamos el instituto. Eso y que, como mejores amigos y pareja de danza sobre hielo, pasaba más tiempo con él que con cualquier otra persona. Lo conocía mejor que su propia madre y sabía que no pararía hasta que se llevara a la chica.
Miré el reloj y casi me atraganté al ver la hora que era. Vladimir nos arrancaría la cabeza si llegábamos tarde y hechos polvo al entrenamiento. Terminé mi bebida de un trago, dejé el vaso en la encimera de la cocina, me despedí de Rose y las demás y me abrí paso por el salón, convertido en pista de baile. Ignorar el ritmo de la música y la invitación de los chicos que me salían al paso no fue fácil, me encantaba bailar y al menos uno de ellos estaba muy bueno. Pero era una joven con una misión: conseguir que Nick soltase a su presa y aceptara irse. Un objetivo tan sencillo como intentar quitarle su pelotita de goma a un pitbull.
—¡Hola! —saludé al llegar junto a ambos, acomodados en el asiento del ventanal que había a la derecha de la entrada.
Nick sonrió al verme, mientras que la despampanante morena que lo acompañaba me dedicó una mirada evaluativa.
—¿Una amiga tuya? —preguntó al tiempo que se inclinaba hacia delante, un movimiento sin duda estudiado con el que proporcionó una estupenda panorámica de sus generosos pechos.
La táctica funcionó. Hasta yo le miré el canalillo. Dios, iba a ser imposible despegarlo de la pechugona sin recurrir a la artillería pesada.
Di gracias por la relativa oscuridad que envolvía la casa, porque solo de pensar en lo que estaba a punto de decir se me encendían las mejillas.
—Algo así —respondí antes de que él tuviera la oportunidad de hacerlo. Alargué una mano hacia su pelo y me enrollé uno de sus amplios rizos rubios en el dedo índice en lo que esperaba que fuera un gesto provocativo. Me miró desconcertado, si bien no dijo nada—. Nicky, cielo, me prometiste que cuando solucionaras tu problemilla sería la primera a la que llamarías —le recriminé con coquetería, o al menos lo intenté.
Él parpadeó y frunció el ceño.
—¿De qué coño estás hablando?
—Ya sabes… —gesticulé hacia su entrepierna— tu problemilla.
Eso llamó la atención de la morena, que me miró inquisitiva. Me incliné hacia ella con aire conspiratorio y añadí en un tono más bajo:
—Ladillas. A veces no elige demasiado bien sus compañías y somos el resto las que lo pagamos, ¿comprendes? —Le guiñé un ojo y recé por que no notara que la cara estaba a punto de estallarme en llamas.
Me entendió. En menos de un minuto se había levantado casi de un salto y murmurado una excusa para irse.
Nick se puso en pie despacio. Su atractivo rostro era una máscara pétrea, mientras que su carnosa boca se había convertido en una fina línea. Durante unos instantes nos mantuvimos la mirada.
—Lo siento —musité—. Sabes que si te hubiera pedido que nos fuéramos, no habrías cedido. Ya es tarde y mañana tenemos que estar en la pista a las cinco y media. No se me ocurrió otra forma.
Sus facciones se relajaron un poco, lo suficiente para esbozar una sonrisa ladeada. Se agachó hasta que sus labios rozaron mi oreja.
—Me debes una bien gorda —dijo marcando cada palabra.
—¿Qué? Oh, no. En todo caso me la debes tú a mí, rubito.
—¿Eso crees?
—Y tanto que sí. A veces me pregunto qué harías sin mí.
Sus ojos brillaron con una chispa diabólica.
—¿Mojar?
Quince minutos después estábamos en el interior de mi viejo Chevrolet Chevelle del 64 de regreso a nuestros dormitorios en la residencia de estudiantes de la Universidad de Michigan, en Ann Arbor. La decisión de llevar una vida universitaria había sido una auténtica locura por nuestra parte. No obstante, no nos arrepentíamos, ya que habíamos querido vivir esa experiencia al menos el primer curso.
—El fin de semana que viene vendremos otra vez a Detroit a ver a tu madre y a tu abuela —comentó Nick—. Y también a mis padres y a mi hermana.
Sonreí y ladeé un poco la cabeza cuando me acarició la mejilla.
—¿Ya has olvidado que estaremos en Moscú?
—Hostia, es verdad, la Rostelecom. —Sus dedos largos me masajearon la nuca en lentas pasadas—. Todavía no me acostumbro a la idea de que vayamos a enfrentarnos a los grandes.
En realidad, ya habíamos participado en un campeonato como séniores de danza sobre hielo. La temporada anterior dimos el salto con el Four Continents, un certamen creado unos años atrás para que África, América, Asia y Oceanía tuvieran su equivalente al European Championship. Fue nuestro debut en esa categoría y podíamos estar orgullosos de habernos hecho con la medalla de bronce.
Sin embargo, esta temporada entrábamos de lleno en la alta competición. En todos los grandes eventos tendríamos que hacer frente a parejas de la talla de Meryl Davis y Charlie White, los actuales campeones del mundo, o Tessa Virtue y Scott Moir, también campeones del mundo y oro en las olimpiadas de invierno de 2010. Era sobrecogedor y a la vez excitante saber que tendríamos que vernos las caras con ellos y con muchos otros como los hermanos Shibutani, o Francine Boyd y Camden Bennett, sobre todo porque los diez entrenábamos en el Arctic Edge Ice Arena de Canton. Si bien, los seis primeros trabajaban con Marina Zueva, mientras que Francine, Camden y nosotros estábamos con Vladimir Datsik. Quizás él fuera menos afamado que la rusa, pero gracias a su apoyo constante, sus consejos y su disciplina férrea Nick y yo habíamos sido tres veces campeones nacionales y dos veces campeones del mundo en categoría júnior. Y este año, a pesar de lo difícil que se presentaba, ya habíamos ganado nuestra primera medalla de plata.
—Lo vamos a petar, ya verás. —Ahí estaba, esa enorme y preciosa sonrisa marca de la casa.
—Me conformo con hacerlo como hasta ahora —rebatí devolviéndole la sonrisa.
—Nunca hay que conformarse —dijo mientras enlazaba sus dedos con los míos—. Siempre hay que buscar la forma de avanzar, de crecer, de hacerte grande en todo lo que haces. Y nosotros vamos a serlo.
Despedía tanta seguridad en sí mismo, en nosotros, que era fácil imaginarse que de verdad sería así.
—A ver si mañana, cuando entres en la pista con solo cuatro horas de sueño, sigues pensando lo mismo.
—¿Que soy grande? —preguntó con un deje que pretendía ser inocente, pero que destilaba travesura.
—Sí, enorme —respondí con sorna.
—¿Cómo lo sabes?
Se miró primero la entrepierna y luego a mí con los ojos muy abiertos en fingida sorpresa.
Pese a que ya debería estar inmunizada, me sonrojé. Nick empezó a reírse con ganas. Intenté resistirme, pero era un sonido contagioso. Nuestras carcajadas llenaron el interior del coche durante un largo rato en el que temí salirme de la carretera. Una vez calmados, me apretó la mano y me miró con cariño.
—Te quiero, Lin.
Lin era el apodo por el que me llamaba desde que, de niño, aprendió el significado de la palabra palíndromo y se dio cuenta de que mi nombre, Hannah, era uno. Solo él me llamaba así y, aunque jamás lo admitiría en voz alta, me encantaba.
—Y yo a ti —respondí devolviéndole el apretón. Claro que lo quería, era mi compañero, mi mejor amigo, casi el hermano que nunca tuve.
Continuamos nuestro trayecto en un silencio cómodo que solo se veía interrumpido por el zumbido de la calefacción y por la voz de Pink, que sonaba a un volumen bajo en el reproductor MP3, lo único moderno en mi chatarra destartalada.
—¿Sabes lo que me apetece? —me preguntó mientras se desperezaba.
—¿Dormir?
—No, un chocolate caliente con tortitas en el Fleetwood Diner.
—¿Ahora?
Se encogió de hombros.
—Está abierto veinticuatro horas. Además, tengo más hambre que sueño y sé que si me acuesto no seré capaz de levantarme temprano. —Se apartó el pelo de la cara a la vez que se movía en el asiento para quedar con la espalda apoyada en la puerta del pasajero—. ¿Qué me dices? ¿Tengo posibilidades de tentarte a pecar conmigo?
Allí, medio tumbado, con su cabello rubio y rizos desordenados, sus ojos azules y su media sonrisilla parecía un guapísimo arcángel que hubiera perdido sus alas, y al que resultaba muy difícil decirle que no, por mala que fuera la idea. Abrí la boca para contestar…
Y entonces sucedió.
Vi con horror a través de su ventanilla cómo otro vehículo se nos venía encima a gran velocidad. No tuve oportunidad de reaccionar. El enorme camión nos embistió. El impacto fue brutal, ensordecedor. Aterrador. Nuestro coche derrapó y comenzó a dar vueltas sobre sí mismo una y otra vez en una cacofonía de metal y cristales rotos.
Cuando paró ya no había arriba ni abajo. No había nada excepto miedo y dolor. Luego, ni siquiera eso.
En tan solo un segundo, el mundo se tiñó de negro y ya nada volvió a ser lo mismo.