Es un hermoso día de sol y Gaturro sale a caminar por el barrio. “Esto es justo lo que necesito. Un paseo tranquilo, relajado, sin apuro ni problemas”, piensa. Está contento. Y cuando al llegar a la esquina la ve a Ágatha que está a punto de cruzar la calle, confirma que la vida le sonríe. Ella también parece estar de especial buen humor.
—¡Hola, Gatu! ¡Qué suerte que te encuentro! Sos justo la persona que estoy necesitando.
Gaturro apenas contiene un salto de emoción. “Definitivamente, este es mi día”, se dice.
—Mirá, en esa librería de ahí tengo que comprar algo. Un regalo para un... amigo, digamos. Me vendría bien que te quedaras en la puerta y me avisaras si se acerca. Lo acabo de ver rondando por acá. Es nuevo en el barrio, así que cualquier desconocido que veas, me decís. ¡Mi regalo tiene que ser sorpresa! —le dice Ágatha, pura sonrisa—. Es súper inteligente, se le nota en la cara. Así que nada mejor que un libro para impresionarlo.
Gaturro respira hondo. No va a dejar que su día se arruine tan rápido.
—Ágatha, ¿no es hora de que te fijes en alguien más... cómo decirlo... parecido a vos? ¡Si no leés ni las tiras cómicas del diario! ¿Qué libro le vas a regalar?
—¿Me estás tratando de tonta? —le pregunta, pero enseguida se le pasa el primer asomo de enojo—. Ya sé, estás celoso. No importa, el mundo es de los que no se rinden, así que seguí intentándolo. Mientras tanto, sé buenito y ayudame a cuidar la puerta, ¿dale? —le pide, mirándolo con esos ojazos que derretirían hasta el corazón del monstruo de las nieves.
A regañadientes, Gaturro la acompaña a la librería y la espera afuera. Como tarda en salir, se entusiasma imaginando a Ágatha derrotada frente al estante de libros. “Seguro que ni siquiera sabe qué regalarle”, piensa.
Pero los minutos pasan y Ágatha sigue sin cruzar la puerta. Aburrido de esperar, Gaturro decide entrar.
El local parece bastante tenebroso y oscuro. Hay telarañas en el techo y polvo sobre los libros. “Acá no va a conseguir nada que valga la pena”, piensa. Y justo cuando la estaba por llamar a Ágatha, la encuentra tirada en el piso, completamente inconsciente, junto a la biblioteca del fondo.
—¡¿Ágatha?! —la llama desconfiado, creyendo que le estaba haciendo una broma como venganza por haberla tratado de tonta. Pero no responde.
—¡Ágatha, dale, ya está bien, terminá con el chiste!
Parece desmayada. O más bien profundamente dormida, porque un leve ronquido es toda la respuesta que da. Pero no puede ser… ¿por qué se acostaría a dormir en el piso de una librería? Tiene que ser una broma.
—Ágatha, vamos, mirá que mientras yo estoy acá nadie vigila la puerta, eh. Ese “amigo” tuyo puede entrar en cualquier momento… Me voy y te dejo sola, eh. —Otro ronquido por respuesta.
Entonces intenta zamarrearla. Al principio la mueve un poquito. Después, un poco más. Finalmente la sacude con fuerza, pero Ágatha sigue sin reaccionar. Ahí sí que Gaturro se preocupa. Y mucho.
—¡¿Hay alguien ahí?! ¡Necesito ayuda! —grita inútilmente. Está claro que ese negocio es una tumba. Gaturro se siente solo y desesperado. Zamarrea a Ágatha otra vez, la llama de mil formas, se asoma a la puerta y vuelve a pedir ayuda. Nada funciona: parece que hoy el barrio está desierto.
Regresa al lado de Ágatha y nota que hay un enorme libro tirado en el piso. ¿Se le habrá caído en la cabeza y por eso quedó inconsciente? Está a punto de agarrarlo para comprobar qué tan pesado es, cuando se da cuenta de que el interior parece resplandecer. “¿Será alguna tinta especial? ¿O quizás algún tipo de veneno?”, se pregunta.
¿Qué puede hacer para ayudar a Ágatha? Podría usar el teléfono de la librería para comunicarse con un médico. Sin embargo, esa luminosidad parece llamarlo. Es cada vez más intensa... Ahora bien, si lo toca y termina también inconsciente, ¿quién los va ayudar?
Gaturro sabe que debería llamar a un médico, pero el libro no deja de atraerlo con ese extraño resplandor. ¿Y si entre esas páginas está la respuesta? ¿Y si al tocarlas, él también se desmaya? No puede decidirse… ¿Qué debería hacer?
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