Más de ciento cincuenta años han transcurrido desde la muerte de Henry David Thoreau, considerado como uno de los pioneros de la llamada «desobediencia civil» y de una visión de la vida nutrida de un respeto profundo por la naturaleza, y su pensamiento y las experiencias vitales que lo acompañaron parecen más ejemplares, más necesarios que nunca. En el fondo, toda su obra —tanto los libros preparados para publicarse como el diario que empezó desde que se graduara en Harvard College—, todo su comportamiento social y cívico, individual e íntimo, señalan los caminos para concebir cada una de las facetas de la vida de modo aplastantemente sincero, coherente y útil. La educación, la política, el arte de la escritura, el ganarse la vida mediante un trabajo digno, la religión, la amistad, la economía, la espiritualidad, en fin, todos los elementos que configuran la vida de un modo u otro de la mayoría de los mortales se asoman a las páginas de Thoreau en comentarios que no dejan de ser iluminadores consejos, guías actitudinales para sortear con mejores ánimos las inclemencias de la cotidianidad, incluso consuelos llenos de sencilla sabiduría.
Él nos conmina a ser valientes, no de modo ampuloso en situaciones especialmente épicas, sino en el día a día; nos enseña a ser buenos, puramente buenos, sin hipocresías sensibleras ni jactancias, sino con la firme intención de practicar la bondad con fines determinados, casi de forma pragmática; nos enseña a mirar con respeto la naturaleza y ser humildes ante ella, sin dejarnos cegar por los impactantes adelantos tecnológicos; nos enseña, en definitiva, a no resignarnos al estilo de vida al que la sociedad estandarizada nos arrastra y a tener un criterio propio firme y sosegado, a no olvidar la vieja y tan popular locución latina carpe diem, diciéndonos a nosotros, lectores del siglo XXI, muchas veces no directamente sino como hablando consigo mismo, que no sólo hay que aprovechar el momento, sino «vivir en el presente» de forma que sea posible «encontrar nuestra eternidad en cada momento», como escribe en su diario el 24 de abril de 1959.1
A Thoreau, que tanto se distinguió por luchar contra las leyes del Gobierno de Estados Unidos que maltrataban a la población negra, no le dio tiempo a ver la abolición de la esclavitud, declarada en 1865. Sufrió la temprana desaparición de su hermano John —repentinamente, por una infección de tétanos—, con el que le unía una estrecha relación que generó iniciativas tan diversas como fundar una escuela o hacer un viaje en una barca construida con sus propias manos. Una mujer a la que propuso matrimonio lo rechazó tras el veto impuesto por el padre de ella. Él mismo arrastraría problemas de salud, al parecer provocados por la toxicidad de ciertos productos en la fábrica de lápices en la que trabajó de modo intermitente, y una bronquitis convertida en tuberculosis acabaría con su vida a los cuarenta y cuatro años.
Una vida, pues, de no pocos episodios tristes, a lo que hay que añadir el escaso aprecio que obtuvo por sus escritos iniciales e incluso, en ocasiones, por sus conferencias y colaboraciones en una revista que, como dice en el diario —sin quejarse de ello, todo lo contrario, sacando una moraleja de tal cosa—, ni siquiera le solía publicar sus textos; una vida de extremas limitaciones económicas pero que no representaría contratiempo alguno para él, y de muy diversos empleos, casi todos al aire libre; una vida, todo parece indicarlo, en la que no disfrutó del amor o la sensualidad femenina, si bien no faltan los que afirman que su tendencia era claramente homosexual, aunque no hay pruebas tajantes al respecto. Y sin embargo, Thoreau celebra cada estación observando la evolución de los árboles y las flores, de la lluvia y la nieve, entregándose a su actividad más importante más allá de la escritura con el humor más sano y optimista: caminar; según sus propias palabras, unas cuatro horas cada día.
En esa mirada de la vida, de fuerte acento individual y a la vez muy solidaria con las gentes concretas de su entorno y la masa en general a efectos de reclamar derechos sociales, tiene mucho que ver la localidad donde nació el 12 de julio de 1817, Concord, en el estado de Massachusetts, un pueblo de aspecto apacible a unos veinticuatro kilómetros al oeste de Boston. En los alrededores de la villa, en los bosques colindantes donde acabaría construyéndose una casa para llevar a cabo su gran experimento de vivir frente a la laguna de Walden, Thoreau entrenó los «sentidos», la forma intuitiva de captar lo que la naturaleza podía enseñarle, para después trasladarlo al lenguaje.

De aquella casita hay una réplica exacta (cama, chimenea, escritorio, tres sillas, todo lo cual le costó 28 dólares, como apunta en el primer capítulo de Walden), a la entrada del área de Walden Pond, donde asimismo se erige una estatua en su honor y se encuentra el «Site of Thoreau’s Cabin», como reza una inscripción, junto al cordón hecho de cadenas y piedras con el que se indica la ubicación en la que estuvo la casa original. Ciertamente, tras los veintiséis meses que pasó allí en busca de llegar a captar la esencia de la vida, resurgirá un Thoreau aún si cabe más seguro de los principios morales que había ido atesorando desde muy joven, asentados en la simplicidad y la autoconfianza, en la bondad como la mejor inversión, en el hecho de eliminar las necesidades autoimpuestas y vivir libre, cual «hijo de la niebla».2
Walden se publica en 1854, después de siete años de escritura y revisiones, y en la década anterior habían visto la luz las dos series de los Ensayos de Ralph Waldo Emerson, en los que precisamente el que será considerado líder del movimiento del trascendentalismo aboga por la confianza en uno mismo, por ser amigo de nuestra propia alma, por así decirlo. Emerson y Thoreau —el primero nacido en Boston en 1803— coinciden en Concord, que se convierte en uno de los epicentros de la literatura y el pensamiento artístico, filosófico y sociopolítico de Estados Unidos. Tanto es así que el pueblo constituye un lugar obligado para intelectuales, estudiantes y aspirantes a escritores.
Uno de los más insignes, Walt Whitman, que lanzará al mundo la primera edición de Hojas de hierba en 1855, dedicaría breves pero enjundiosos escritos a la visita que hizo a Concord para ver sólo a Emerson, pues Thoreau ya estaba muerto. Tras viajar desde Boston —unos cuarenta minutos en vapor, detalla—, se recreaba en el paisaje de la localidad: en sus viejos nogales y olmos, en el río, en los prados, en las laderas de las colinas, todo lo cual estaba presidido por «el cielo y la paz, que se expanden en todas direcciones, [que] me llenan de calma».3
En aquella ocasión, se leerían algunas cartas de Thoreau en casa de Emerson (reconvertida en la actualidad en el Concord Museum) y se conversaría sobre él extensamente, con Amos Bronson Alcott, también representante del trascendentalismo, y su hija Louisa May, la autora de Mujercitas, cuya casa también es un aliciente turístico en Concord. En esos días donde fue recibido con gran hospitalidad, Whitman visitaría las tumbas de Thoreau y del otro gran escritor residente en Concord, Nathaniel Hawthorne —que vivió en la llamada The Old Manse, hoy también recorrido turístico y visitada por Whitman—, «el uno muy cerca del otro en un agradable rincón arbolado situado en lo alto de la colina del cementerio, Sleepy Hollow», y acabará diciendo que no le «será fácil olvidar los viajes hechos por Concord».
Y ciertamente, para el paseante que hoy desee visitar los hogares de estos gigantes de la literatura norteamericana, en ese pueblo que es la versión más agradable del american way of life, con sus bellas casas adornadas con jardines, canastas de baloncesto y la bandera estrellada del país, conservando un ambiente de placidez y belleza, no es difícil captar el elemento trascendente del lugar; sobre todo, cuando se acude a sus alrededores boscosos y se aprecia, desde la visión de Thoreau, cómo la soledad en la naturaleza es la mayor inspiración intelectual, artística, humana.
Walden es el testimonio de esa filosofía de vida, y el sitio real se hace símbolo universal de una forma de entender la existencia, de tal modo que, como cuenta Whitman: «El lugar boscoso en que Thoreau tuvo su casa solitaria está cubierto de piedras. También yo busqué una y fui a depositarla encima».4 Aún hoy se mantiene ese ritual, iniciado por Bronson Alcott cuando, en 1872, acompañó a un visitante a Walden Pond y marcaron el lugar original donde se levantó la casa; hoy, también se podrá encontrar una montaña de pedruscos, donde la gente coloca pequeños papeles con mensajes para el ermitaño de Concord que, sin duda, son un íntimo homenaje de admiración o gratitud a aquel que quiso averiguar los hechos esenciales de la vida, o aprender lo que la vida tenía que enseñar, para no morir y decirse que no había vivido.
Edward Carpenter, un escritor y activista social británico que acudió en dos ocasiones a Filadelfia para ver al gran poeta, cuenta, en sus Días con Walt Whitman, que lanzó una piedra al lago Walden recordando a Thoreau, enfrente de la laguna y la arboleda, esas «ciudades naturales», como este llama a los bosques en «Un paseo invernal»:5 «Nos detenemos entre los pinos —bajo una luz parpadeante y desigual que se abre paso con dificultad en este dédalo— y nos preguntamos si las ciudades habrán oído alguna vez su sencilla historia», dice un poco atrás en ese delicado texto,6 que hace equivaler el mundo natural al placer más inigualable, haciendo que resplandezcan al caminar, sobre la nieve por ejemplo, el pensamiento y los sentidos. Según Carpenter, Whitman transmitía «la fe de que hay que disfrutar del presente, que confiere color y vida a los mil y un detalles secos de la existencia».7 La frase perfectamente podría haberla firmado Henry David Thoreau. Y ahora, cuando han transcurrido más de ciento cincuenta años de su inmortalidad, es el tiempo nuestro de rubricarla.