La emoción es involuntaria; la virtud, voluntaria.
Ética a Nicómaco, ARISTÓTELES
En la Johns Hopkins University, los investigadores Watson y Morgan descubrieron que en los primeros meses de vida el niño manifiesta solo tres emociones: temor, rabia y amor. Bechterev encontró dos más: la satisfacción y la insatisfacción. Un par de años después, Bridges incrementó estas cinco emociones, añadiendo: celos, alegría, afecto, excitación, pena y gusto.
La madurez hace que las emociones —las nuestras y las de nuestros hijos— sean cada vez más variadas y cada vez más complejas. Esto es así porque según se desarrolla el aprendizaje emocional los estímulos, las asociaciones de ideas y las experiencias vividas son más ricas y se distinguen más matices. Se logran cifrar al menos sesenta emociones y sentimientos diferentes (cuarenta y una emociones y diecisiete sentimientos), agrupadas en trece grupos, todas ellos aglutinados en cuatro emociones básicas: el miedo, la tristeza, la ira y la alegría.
Todas las emociones son buenas, porque aportan riqueza, personalidad, sabiduría, posibilidad y capacidad. Pero la intensidad, frecuencia, inhibición y cambios en su forma de ser o actuar es lo que determina que haya en nuestros hijos un equilibrio o desequilibrio emocional y, en consecuencia, que las emociones les beneficien o perjudiquen en un momento dado de su vida, según el aprovechamiento de las mismas. De ahí, la necesidad de una educación emocional acertada como padres.
El componente emocional es la base de la felicidad de los jóvenes. Los sentimientos son los que alimentan lo más humano que tienen: la creatividad, la imaginación, los ideales, la superación, la esperanza, la síntesis, la confianza y el abandono en otro. Lo que una vez asegurada esta parte, permite aprovechar también la más instintiva y animal: la atención, la memoria, la razón y la lógica. Todo es humano.
En nuestros días, la emoción es mucho más necesaria que antes para la atención —esto es lo que significa que nuestro siglo sea emocional—. Hoy necesitamos, por ejemplo, sentir la pasión del profesor para cambiar la tendencia del fracaso escolar. Cultivar la razón sin emoción es intentar arar en el mar. El verdadero aprendizaje exige ambas; si no fuera así, sería solo repetición. Antes se aprendía sin tener que contar con la emoción del maestro porque teníamos la de la satisfacción del deber cumplido, la satisfacción de los padres a su vez satisfechos de un hijo que era buen alumno y que estudiaba cosas útiles para la vida: satisfacción, al fin al cabo; es decir, emoción.
Que ambas —razón y emoción— no son solo hermanas, sino siamesas, lo confirma el hecho de que cuando queremos reducir una emoción que nos paraliza utilizamos eficazmente la razón. Por ejemplo, si sentimos miedo al fracaso, recurriremos a la razón pensando que no será probable que ocurra o que si sucede no tendrá consecuencias graves. Y al contrario, cuando el exceso es de razón conviene acudir a la emoción pensando en la satisfacción que lograremos al hacerlo o lo contento que otros se pondrán.
El componente más humano es emocional y es con el que nuestro hijo cuenta. Cuando le falla la razón, es la emoción la que le levanta. Por el contrario, cuando es la emoción la que fracasa, la razón apenas tiene fuerza para alentarle. La emoción es la que permanece y convierte el éxito en éxito, el fracaso en fracaso e incluso es capaz de transformar el fracaso en éxito. El componente emocional es la clave para entender realmente cómo es nuestro hijo y cómo actúa.
Una persona que quiera ayudar a otra inevitablemente debe, en primer lugar, conectar las sensaciones y las emociones, y después la razón. La emoción pesa más y es más generosa, de ahí su importancia para la solución de problemas racionales.
Desde finales del siglo pasado las emociones han sido objeto de numerosos estudios, quizá más relacionados con la medicina y psicología —neurología— y menos con la filosofía, sociología, educación y antropología. Así se han llegado a identificar los mecanismos neurológicos que intervienen en el comportamiento humano, pero ha faltado explicar cómo afecta en nosotros y en nuestra felicidad la cultura, el aprendizaje, la educación, la experiencia, las convicciones, la moral, las creencias, la inteligencia, la voluntad y la libertad, pese a que incluso estos atañen a la salud y a nuestra psicología y no al revés. Es decir, que la ansiedad daña más veces al estómago que el estómago dañado genera ansiedad.
Compartimentar el cerebro es una visión propia de una parte de él —solo la izquierda—, que clasifica lo que vemos y aprendemos. Pero la realidad no se deja clasificar con tanta facilidad. Ni siquiera somos solo cerebro, aunque a veces nos evalúen e intenten conocer por ello; igual que no solo somos piernas, brazos, ojos, cara o sexo. Somos mucho más. También cuerpo y espíritu muy ricos, gracias —entre otros elementos— a las emociones y sus infinitas combinaciones. Por eso podemos decir, aunque suene a trabalenguas, que el ser humano más humano debe ser todo humano: racional y emocionalmente humano.
Para entender a los hijos —en realidad, a cualquier persona— se ha de comprender primero lo que sienten —sus sensaciones, emociones, sentimientos e impulsos— para descubrir luego lo que piensan. Muchos padres se quejan de que sus hijos parecen herméticos. Pero todas las casas tienen una puerta, grande o pequeña, accesible o inaccesible. Hemos de encontrarla. Buscarla de verdad sabiendo que siempre está en la fachada emocional. Desde el corazón a la cabeza siempre, nunca desde la cabeza al corazón. Queremos querer a alguien primero y entonces le conocemos después, no al revés, aunque a veces lo parezca.
Para los padres de hoy las emociones se han convertido en el gran aliado, a pesar de que en ocasiones parezca que son el enemigo. Los hijos no suelen saber expresar sus ideas exactas, y por eso sus emociones son en realidad las que nos transmiten qué está pasando en su interior, con qué enemigos se enfrenta y con qué dragones cuenta para defenderse. Aprender a interpretarlas y enseñarles a ellos a gestionarlas es vital para el buen entendimiento entre padres e hijos.
—Jaime, ¿ya le has dicho a tu padre que has sacado un tres? —le pregunté.
—No. No puedo.
—¿No le has contado cómo te sientes, pese a haber estudiado?
—No le importará cómo me siento, le importará solo el tres y no creerá que he estudiado: es pura lógica, y a mi padre solo le importa la nota… y su lógica.
Al salir del colegio me hice el encontradizo con su madre que venía a recogerlo, antes de que este saliera de clase.
—Hoy Jaime quiere contaros una cosa que tiene muy fácil remedio, pero es bueno que os diga cómo se siente. Algo más importante que el hecho en sí.
—No me asustes, ¿qué ha pasado?, ¿qué ha hecho? —preguntó su madre.
—Nada malo. Es un chico estupendo.
—¿Una mala nota?
—Cree que os importa más la nota que cómo se siente, porque dice que ha estudiado mucho y solo se ha confundido.
—Lo mato. ¿Cómo va a estudiar si ha sacado una mala nota? Nadie que estudia suspende.
—Pero lo importante es que os lo cuente y no le deis mucha importancia a la nota en sí, porque él y yo vamos a hacer un plan para compensar pronto esa calificación. Escuchadle y consoladle, está muy preocupado.
—Y más que se va a preocupar cuando se entere su padre.
Al día siguiente le pregunté a Jaime sobre la reunión con sus padres.
—¿Qué tal?, ¿hablaste con ellos?
—Sí. Lo que le dije. Mi padre solo se preocupó por mi tres, pero yo al contarlo me sentí mucho mejor.
Jaime tenía catorce años cuando me dio esta gran lección.
Para comenzar a entrenarse en el arte de la gestión emocional, recordemos primero que la inteligencia emocional es una cosa y la salud emocional otra muy distinta y más necesaria. La primera tiene que ver con la eficacia e indirectamente con la felicidad; y la segunda, con el equilibrio y más directamente con la felicidad.
Goleman —psicólogo estadounidense— describía la inteligencia emocional como la habilidad para motivarse, persistir ante la frustración, controlar los impulsos, demorar la gratificación y regular los estados de humor y la empatía. Relacionaba el éxito y la eficacia con la capacidad emocional de cada uno. Para él, la inteligencia emocional estaba formada por el conocimiento de las emociones —propias y de los demás—, su gobierno, la capacidad de expresarlas e interpretarlas y la capacidad de automotivarse.
Sin embargo, la inteligencia emocional tiene menor importancia que la salud emocional. Y esta a su vez es más importante que la inteligencia racional. Muchos eruditos sufren enfermedades mentales que les dificulta llevar una vida feliz, normal y sana. La salud mental es la tierra que acoge bien la siembra de la inteligencia racional. No hemos de perder este orden de prioridad, ahora que se habla tanto de inteligencia emocional y menos de salud emocional.
Según se entiende actualmente, los componentes de la salud emocional que los hijos —realmente todos nosotros— necesitan mantener son principalmente:
La valoración que cada ser humano tiene de sí mismo es la suma del concepto que cree que tienen sus padres, sus hermanos —si los tiene—, los adultos que le rodean en orden de afecto y, por último, sus iguales. De modo que la idea que tenemos de nuestros hijos influye directamente —con más peso que ningún otro elemento— en el concepto que ellos tendrán de sí mismos y, por extensión, en su salud emocional.
Es fundamental que los progenitores tengan una opinión de ellos positiva, que se sepan buenos, listos, capaces, responsables, que sepan también que se puede confiar en ellos pese a sus fallos y que se les admira por cualidades que ni siquiera creen tener.
Es decir, si piensan que son eficaces y valiosos. La forma de comprobar su autoestima es preguntarles cinco puntos fuertes que crean tener en su forma de ser. Si dudan más de diez segundos, su autoestima es más baja de lo que debería.
Una buena manera de mejorar la visión de ellos mismos es anotar en un papel treinta y cinco puntos fuertes suyos, todos positivos, y decirles cuándo vemos cada uno y lo orgullosos que nos sentimos. Este apoyo lo llevarán siempre consigo y les producirá consecuencias positivas, tanto en el ámbito personal, familiar, laboral o social.
Es decir, si nuestro hijo es capaz de enfadarse o alegrarse, tener miedo o estar tranquilo y reflejar esto en su rostro y apenas en sus manos o en sus pies. Si es capaz de esperar a que llegue el día de su cumpleaños para recibir el regalo que ha pedido o si es capaz de contenerse cuando desea algo en un momento preciso.
Se le puede ayudar en el autocontrol no dándole las cosas en cuanto las pide, no acudiendo en cuanto nos llama, exigiéndole que soporte el tiempo de espera y las ganas de satisfacer una necesidad. Por ejemplo, esperar un par de minutos delante de un vaso antes de beber cuando tiene mucha sed le ejercita el autocontrol emocional y vital.
La motivación, incluso la interna, tiene un componente en su origen que la hace externa. Por ejemplo, nuestros hijos estudian más por el agrado que encuentran en la reacción de otros cuando aprueban que por el de ellos mismos. Digamos que necesitan descubrir a solas la fuerza de un primer empujón.
La automotivación que da salud emocional es la capacidad de encontrar un motivo por el que empezar algo. No necesariamente profundo, no necesariamente interior, no necesariamente de uno mismo. Basta cualquier cosa que permita movernos sin que necesitemos a otro a nuestro lado que nos convenza. Nos mueve otro, pero nos convencemos nosotros: esa es la automotivación saludable.
Es necesario que los hijos sean capaces de recibir los hechos positivamente, pese a que no sean como se habían imaginado. Los éxitos reales son siempre mejores que los soñados.
El juego y la convivencia diaria es una gran oportunidad para los padres de enseñar esto. Tolerar el tiempo, la opinión de los demás, la contrariedad. Por ejemplo, es una fantástica oportunidad y un aprendizaje básico enfrentarse a un plan malogrado y pese a ello pasarlo estupendamente, enseñándoles que no son las circunstancias ajenas a nosotros mismos las que hacen que el plan haya salido bien, sino nuestra actitud, nuestra reacción y nuestra positiva implicación.
Síntoma de buena salud emocional también es darse cuenta de que lo que le sucede en gran parte es consecuencia de sus actos y decisiones, en cuanto realmente lo sea. Debe entender que es protagonista de su vida: que la libertad, responsabilidad, obediencia, madurez, astucia, personalidad, prudencia, limitaciones, virtudes, inteligencia y emoción se cocinan en un mismo caldero. Conviene que se dé cuenta de que cuando elige, escoge también las consecuencias de sus elecciones.
Que todos nos equivocamos es un hecho. Lo importante es no perder la orientación cuando confundimos el camino. Errar y rectificar es de sabios; errar y negar el error, de necios. La única oportunidad que tenemos los seres humanos de acertar es admitir que nos hemos equivocado, reconocerlo y saber volver al camino correcto que hemos perdido.
Los hijos deben aprender a distinguir e interpretar, al menos lo suficiente, las señales que ese camino les va proporcionando. Necesitan entender que no pasa nada por reconocer la equivocación, y sentir que estamos orgullosos de que hayan sido capaces de hacerlo.
A los hijos les genera salud emocional sentirse queridos de verdad por sí mismos dentro de la familia, con independencia de sus defectos.
Es síntoma de salud que aprendan a decir «no» en casa e incluso que se hagan unos expertos. Al fin y al cabo los padres esperamos que sean capaces de enfrentarse a los deseos de las malas amistades, de los estafadores y de los falsos líderes. El entrenamiento de esa capacidad empieza siempre en el hogar. Somos los mejores sparrings con los que ellos se ejercitan. Es lógico entender que si se entrenan para el combate real de la vida, cuando luchen con nosotros también nos den algún golpe doloroso, sobre todo donde más daño nos hace, porque ellos nos conocen perfectamente. Cuestión de salud emocional. Además, ningún hijo encontraría fuerzas suficientes para formar su propia familia, para madurar y desarrollarse si no existieran esas pequeñas cosas desagradables que hacen —a pesar del cariño— a los padres insoportables e insoportables a los hijos.
Es muy saludable enseñarles a ponerse en la piel de otros. Pensar, por ejemplo, cómo pasará la noche el señor que duerme resguardado en un portal, y qué sentirá a las cuatro de la mañana. O cómo se sentirá la cajera del supermercado que frecuenta. O el profesor injusto: cómo se imagina su trabajo con alumnos como los que tiene.
Por último, también genera salud emocional educar el mayor número posible de habilidades sociales, saber estar con personas de distintas edades, saber jugar con otros sin sufrir si no se elige su juego deseado, seleccionar por afinidad sus amigos, ser generosos, sensibles, amables, pacientes, positivos, saber escuchar más que hablar, mirar a los ojos y esperar cuando otros hablan.
El ser humano nace con reflejos, emociones e instintos, junto a su capacidad de excitarse, conducirse, reaccionar y relacionarse. Con eso comienza a desenvolverse en la vida, a aprender, a madurar emocional e intelectualmente. Para entender mejor a nuestros hijos hemos de empezar por distinguir conceptos como el reflejo, el instinto, la aptitud, el impulso, las sensaciones, las emociones y los sentimientos.
Es el movimiento que resulta como reacción a un estímulo. Por ejemplo, cuando un martillo de goma nos golpea levemente la rodilla y esta hace que se mueva la pierna —reflejo rotuliano—. Es básico y casi inmodificable de forma voluntaria.
Es una reacción que tenemos previa a lo aprendido, pero que, pese a ello, se puede modificar mediante el aprendizaje, aunque a veces no lo parezca. Por ejemplo, el instinto de conservación y el de reproducción.
Los instintos se moldean y modifican con la práctica y con la madurez. Y es precisamente esto lo que perfecciona cada vez más la respuesta instintiva de los hijos. Su personalidad se enriquece o empobrece por medio de sus hábitos, beneficiosos o perjudiciales.
Es la capacidad o habilidad que tiene el organismo cuando está preparado para hacer algo. Por ejemplo, cuando se dispone a saltar, distraerse o estudiar está en la aptitud adecuada de saltar, distraerse o estudiar.
Son las sensaciones que sobrevienen cuando se tiene ya una aptitud determinada. Por ejemplo, las que experimentan al levantarse de la mesa de estudio si se están aburriendo o distrayendo ante un libro que deben estudiar. Sienten un impulso fuerte que muchos hemos experimentado a menudo: también los que han seguido estudiando hasta sacar buenas notas.
Todos los instintos conllevan impulsos, pero los hay que obedecen a hábitos que no son instintos. Por ejemplo, el de pedir ayuda cuando se han acostumbrado —hábito— a que alguien les solucione el problema antes de intentarlo de nuevo ellos. O golpear una mesa cuando ya estaba nuestro organismo en aptitud preparado para hacerlo. O sentir un impulso sexual cuando se habitúan a ver determinadas imágenes estimulantes pornográficas o sensuales. Sin embargo, un impulso que obedece a un instinto sería, por ejemplo, comenzar a comer con avidez cuando se tiene hambre y el organismo —jugos gástricos, vista, olfato…— está en aptitud de comer y seguir el instinto de conservación.
Las sensaciones se crean y mueren en los sentidos externos. Son, en definitiva, cada impresión que reciben de la realidad por medio de cada uno de los sentidos. Por ejemplo, el frío o el calor son sensaciones que llegan a través del tacto. La emoción que puede provocar es involuntaria, de gusto o insatisfacción, depende de cómo sea y se sienta cada uno.
A menudo pueden confundirse las emociones con los impulsos o con las sensaciones, pero son conceptos muy diferentes. Esto se debe a que la educación emocional no se ha preocupado de distinguir matices a la hora de expresarlos lingüísticamente. Así solemos decir «sensación de bienestar» cuando no suele ser una sensación, sino un cúmulo de ellas y una emoción.
Una emoción es más que una sensación. Es una agitación en el interior —con manifestación externa— involuntaria, pero consciente. Por ejemplo, el miedo, la ira o la euforia. Es una respuesta interna relacionada con los mecanismos viscerales y glandulares —el deseo, el placer anticipado de comer, la satisfacción o placer al hacerlo—.
Los sentimientos están en un lugar superior a las emociones. Es la actitud que se adopta voluntariamente ante varias emociones, por eso se equivocan los que dicen que no pueden evitar un sentimiento y aciertan los que dicen que no pueden evitar emocionarse. Por ejemplo:
— Sentir egoísmo (emoción) es involuntario, pero ser egocéntrico (sentimiento) es voluntario.
— Sentir atracción (emoción) es involuntario, pero amar (sentimiento) es voluntario.
— Disgustar o herir a alguien (emoción) es involuntario, pero odiar o vengarse de alguien (sentimientos) son siempre voluntarios.
— Sentir ternura (emoción) es involuntario; sentir gratitud (sentimiento) es voluntario.
— Sentir asombro (emoción) es involuntario; sentir admiración (sentimiento) es voluntario.
Lo voluntario no deja de ser natural, más humano, porque en él intervienen elementos de todo lo que somos cada uno. En los sentimientos se mueven conceptos tan importantes como la libertad y la responsabilidad, no así en las emociones. La libertad y la responsabilidad entran en juego cuando se decide qué hacer con las emociones.
En el primer año de vida, cada niño aprende la mayor parte de las coordenadas de su Mapa Emocional. El aprendizaje comienza en el seno materno, antes incluso de nacer. Las emociones son, de algún modo, la banda sonora de cada uno de nosotros.
Pese a que las emociones acompañan siempre a nuestros hijos, las aprendidas, sentidas, experimentadas y asociadas durante sus primeros años y hasta los dieciocho tienen un peso mayor, porque tintan sus cimientos intelectuales y afectivos. Un árbol puede mudar las hojas, puede perder una rama, puede podarse indebidamente, pero lo que no puede es sobrevivir a la eliminación total de sus raíces.
Algunos autores creen que las emociones que se tienen desde niño se extienden como círculos concéntricos —como los que provoca una piedra en el agua— a lo largo de toda su vida, aunque quizá no sea exactamente así, porque el ser humano no está sujeto ni al determinismo de sus propias decisiones y actos ni al de sus propias emociones. Por eso, siempre hay un momento en que podemos cambiar de dirección, aunque bueno será tener en cuenta que para quienes no están acostumbrados a ejercer la libertad, sino más bien dejarse llevar por la opción más cómoda, los círculos concéntricos de sus emociones sí actuarán toda la vida en la superficie del agua, donde han aprendido a moverse.
Desde bebés los hijos desarrollan una gran capacidad para entender las emociones. Antes de aprender a hablar, aprenden a distinguir las imágenes, la entonación, la voz y los gestos amistosos y amables. El miedo sentido de pequeños les durará mucho tiempo; la satisfacción, también. De ahí la importancia de los cuidados en los primeros meses de vida. Dejan, además de una huella física, una espiritual y afectiva. Lo mismo que el desarrollo cognitivo se ve influenciado decisivamente por el comportamiento del padre y, sobre todo, de la madre en los primeros seis meses —fundamentalmente con la forma de hablarle, jugar con él, mirarle y cogerle—, el desarrollo emocional también.

Todo niño y adolescente —de forma distinta, pero coincidentemente— se desarrolla apoyándose en elementos voluntarios e involuntarios que se unen en el aprendizaje. Entre los involuntarios cuenta con los reflejos, los instintos, las aptitudes, los impulsos, las sensaciones y las emociones; y entre los voluntarios, con los sentimientos, la conciencia, las convicciones, las actitudes, las decisiones, la voluntad, la inteligencia y la libertad.
Se trata de un material tan valioso que sería ingenuo e imprudente desaprovecharlo como hijo y también como padre.
Como ya hemos dicho, vivimos en una cultura emocional y, sin embargo, la educación recibida en los colegios y en las familias ni ha sido ni es emocional, volcada tan solo hacia el hemisferio izquierdo cerebral —el racional, el lógico, el secuencial, el de la atención, la memoria y el análisis—, como si esto fuera lo fundamental para resolver los problemas principales de la vida.
Tampoco se trata de ser solo emocionales, como reacción a una cultura antigua racional, ni que las emociones rijan solas la vida, pero sí que dan la fortaleza suficiente para lograr una personalidad propia, seguridad y poder encontrar la fuerza de voluntad, la verdad y la libertad. Unas emociones que se relacionan, combinan y anidan teniendo en cuenta diecinueve rasgos:
1. La emoción es una reacción innata e involuntaria a un estímulo externo o interno que conlleva cambios orgánicos —ritmo cardiaco, dilatación de pupilas, respiración, etc.— y que junto a otras partes del cuerpo refleja la cara del ser humano en función de la combinación de los cuarenta y dos músculos faciales.
2. Todas las emociones son necesarias y buenas.
3. El valor de las emociones está en cómo las sopesemos y apliquemos o desechemos.
4. Son como los árboles: crecen con el sol y el agua, pero han de llegar hasta el interior para convertirse en savia. Aunque mucho sol los quema y mucha agua pudre sus raíces. Exigen, pues, equilibrio.
5. Comienzan ya a sentirse en el vientre materno.
6. Si se gobiernan mal generan desequilibrio, bloqueo, ineficacia, pobreza interior, malestar, descontrol, desprestigio, soledad e infelicidad; bien gobernadas, por el contrario, generan sus opuestos.
7. Primero sentimos emociones, luego pensamos ideas y, por último, actuamos. Los actos que repetimos son los que nos hacen mejores o peores.
8. La acción que sigue a las emociones o la búsqueda de las circunstancias para que se repita la emoción —por reincidir en las sensaciones que conlleva— pueden ser voluntarias, porque entra en juego la inteligencia, la voluntad, la libertad o la renuncia de ellas, que es lo mismo.
9. Para todo, primero hay que conectar las emociones, y luego lo demás.
10. Las emociones unen los instintos a la libertad y dan impulso a nuestra acción.
11. Convierten los recuerdos en combustible para vivir.
12. Generan motivación, nos enriquecen, nos hacen flexibles, únicos, imprevisibles y nos hacen llegar más lejos en nuestras metas. Soñar con objetivos más altos evita la rutina y nos da fuerza y resistencia ante los obstáculos, al tiempo que nos otorga variedad de recursos para superarlos.
13. Hay que tender a repetir las emociones para crear en nosotros un hábito.
14. A partir de los ocho o nueve años aumenta la intensidad de todas las emociones. Se van haciendo más complejas, combinándose entre ellas, hasta llegar incluso a originar otras nuevas.
15. Todo lo que perciben los sentidos y todos los hechos y acontecimientos provocan emociones.
16. Las emociones nunca se han de reprimir, sino sopesarlas, descargarlas o ubicarlas.
17. Para vivir mejor hay que aprender a conocer y expresar las emociones.
18. Estamos en un siglo emocional, sin embargo, la comprensión de las emociones, la expresión de las mismas y la educación recibida en torno a ellas es muy pobre.
19. Aprender a gestionarlas nos da salud, eficacia y felicidad.
Hemos dicho que las emociones que los niños y adolescentes sienten tienen siempre una reacción en sus cuerpos. Más o menos notable, pero evidente si sabemos dónde mirar. Saber si nuestro hijo está sintiendo vergüenza es fácil observando su cara o sus movimientos —nerviosismo—. Sin embargo, otras emociones no son tan visibles porque las reacciones que provocan tienen su manifestación en el interior, por ejemplo:
✓ El corazón le late más rápido y con mayor fuerza.
✓ Las venas del tórax se le contraen mandando sangre con más fuerza a su corazón, llegando menos al aparato digestivo y a otras partes de su tronco —disminuyendo su actividad—, porque le llega más sangre a los músculos, pulmones, piel y al cerebro.
✓ Sus glándulas suprarrenales vierten más adrenalina y se estimulan su corazón y pulmones.
✓ Sus músculos se hacen más sensibles y le afecta menos el cansancio.
✓ Se estimula su hígado para verter más glucógeno, que es la gasolina de los músculos.
Cuando nuestro hijo siente vergüenza, pese a la naturaleza incómoda de esta emoción, desea comunicarla y que un receptor seguro y fiable —que no conlleve peores riesgos—, la perciba y le acompañe, le consuele y le ayude a gestionarla en la medida que pueda convenirle o necesitar.
Hay quienes no comprenden a otros o no comprenden lo que les sucede, y no por falta de interés, sino porque no han aprendido a distinguir ni a interpretar las emociones de esos otros ni a gestionar las propias. Y entre ellos están los que tienen más riesgo de violencia, de insolidaridad, de corrupción y de crueldad.
Controlar equilibradamente las emociones influye en una mayor eficacia, capacidad de decisión, motivación, difusión y relación. Ya dije en otro de mis libros que una vida afectiva desordenada y anárquica desordena también la intelectual; absorbe toda energía y así la claridad de ideas, de reflexión y de voluntad queda mermada o eliminada. El control emocional es, por todo ello, una necesidad del ser humano para:
✓ Evitar un exceso de perturbación, un exceso de agitación interna.
✓ Asegurar que la emoción acabe en una acción.
✓ No convertir la emoción en un fin en sí mismo. Por ejemplo, hay gente que le encanta enamorarse, pero no llega nunca al sentimiento del amor, y más que querer a alguien desea simplemente las sensaciones que le provocan.
✓ Dar eficacia.
✓ Permitir un comportamiento recto.
✓ Posibilitar la salud mental.
Antes de proseguir es necesario aclarar que controlar las emociones no es reprimirlas o extinguir los sentimientos que las conforman. Por el contrario, intentar contenerlas puede llevar a que se manifiesten más físicamente —se psicomaticen—, porque el cuerpo exterioriza aquello que en la cabeza bulle sin salida. De hecho, un exceso de control emocional puede acarrear consecuencias negativas: como un pico de estrés, de ansiedad, el bloqueo sentimental e intelectual, o puede mermar la capacidad de relaciones personales si esta represión emocional es continua.
Para aprovechar las emociones positivamente, la solución tampoco es dejarlas crecer sin más, lo que tendría también consecuencias graves. Se trata, por tanto, de aprender a gestionarlas con las indicaciones que requieran y que específicamente propondremos al hablar de cada una.
Por supuesto que sí; de dos formas básicas: no expresándolas o aprendiendo a sentirlas de modo distinto. La segunda parece más conveniente, aunque a veces la primera es la necesaria, dependiendo de algunos aspectos esenciales que apuntamos a continuación:
— Las emociones no deben inhibirse, porque hacerlo lograría el efecto contrario: remarcarlas aún más. Se trata de aprender a sopesarlas adecuadamente y aprovecharlas en función de un objetivo superior a ellas que les conduzca a un bien real. Es decir, que se conviertan en un medio más o menos indirecto de felicidad y realización (plenitud), algo superior a la propia emoción.
— Hay que evitar una trampa en la que a menudo muchos adolescentes caen: convertir la emoción en el fin. Así, por ejemplo, hay quienes les gusta estar enamorados más que amar, porque les parece más «emocionante». Amar de hecho les parece más aburrido y demasiado esforzado y poco natural. Evidentemente, porque es más voluntarioso y valioso precisamente por eso (más adelante veremos que el enamoramiento es una emoción involuntaria y el amor, un sentimiento voluntario).
— Tampoco deben reprimirlas, sino aprender a expresarlas de manera adecuada. Quienes las expresan bien generan en los demás más confianza y una mayor disponibilidad a contar sus propias emociones; se abren más, evitan conflictos y son más amables.
— Buena parte de las emociones se perciben externamente porque tienen manifestaciones en el cuerpo y en el comportamiento. Se perciben más cuanto más expresivo y emotivo se sea; es decir, conforme se va creciendo. Así presenciaremos cómo en el desarrollo madurativo los hijos experimentan cuatro picos de expresividad en sus emociones, cuatro momentos en los que estas se manifiestan más externamente: a los tres años, a los doce, en la adolescencia alta y en su ancianidad, si tenemos la suerte de vivir lo suficiente como para compartirla.
A cualquier edad los hijos precisan controlar sus emociones y sus sentimientos, y aprender a expresarlos o no según el momento y el contexto. La prudencia dictará el modo, el tiempo y las personas a quienes se han de expresar sin riesgo para que nos conozcan y puedan ayudarnos mejor.
Han de saber también que siendo siempre buena la emotividad, un exceso de la misma les podría provocar mayor susceptibilidad, angustia, sufrimiento, ansiedad, frustración, individualismo y soledad. Por eso, controlar el nivel de las emociones se convierte en parte esencial del aprendizaje básico para niños y adolescentes hasta los dieciocho años, antes de que lleguen a adultos y tengan dificultades para madurar felizmente.
Podemos enseñar a los hijos a seguir ciertas pautas para que sepan controlar las emociones que deseen minimizar en un momento dado sin que por ellas deban sentir culpa, porque como ya hemos dicho son todas involuntarias.
— Si quieren reducir la magnitud de una emoción han de dejar de pensar en ella, pero sin esforzarse demasiado ni con insistencia en rechazarla (cualquier idea que pretendan censurar suele grabarse o volver con más fuerza). Más vale que la intenten razonar más que despejarla de su cabeza.
— Cuando tengan un pensamiento negativo, deben pensar en otro positivo. Si sienten que alguien les desprecia, que piensen en que otros les quieren; si temen pasar vergüenza, que piensen que, pese a ello, triunfarán, que se imaginen haciéndolo, que entiendan que todo pasará pronto y estarán descansando sin preocupación.
— Acostumbrarles a escribir sus pensamientos negativos junto a sus correspondientes positivos, y pensar en estos últimos cuando surjan los primeros.
— Si a pesar de lo dicho se instalan en su mente pensamientos negativos, que deberán verbalizar entonces expresiones como: «¡Ya está, se acabó!», «No es para tanto», «Hay gente que vive feliz con ese mismo obstáculo»…
— Deben poner nombre a las emociones y sentimientos que tienen en cada momento. Es fundamental ayudar a concretarlos, parcelarlos, limitarlos y hacerlos más vencibles o sustituibles.
— No tienen que darle importancia, por extraña o extrema que sea la emoción, sino centrarse en actuar como deben.
— Tienen que huir de los excesos de comida, bebida y uso de tecnologías. Reducir cualquier tipo de adicción les ayudará a controlar el resto de su vida, intelectual y emocional.
— Deben acostumbrarse a no huir de los problemas (empezando por los más pequeños), sino afrontarlos y resolverlos antes de que crezcan.
— Que se habitúen a no culpar a nadie, aunque otros tengan la culpa.
— Cuando estén sintiendo la emoción que no desean, han de contaminarla con otra más adecuada para que ambas se mezclen y la primera se solape con la nueva perdiendo su fuerza negativa. Deben persistir, añadiendo el mayor número de detalles a la nueva emoción y sensaciones agradables hasta que esta cubra la anterior y la sustituya.
— Que analicen la causa que les hace sentir la emoción que desean desechar en ese momento sin sentirse culpables. Si ya saben que no les conviene alimentar una en un sentido determinado, no tienen que unirla a la culpa, a la preocupación ni al temor, porque se grabará aún más.
— Que acepten que son como son y tienen, pese a ello, muchas más cosas buenas que malas; a veces no por mérito propio, sino que han sido creados así. Lo peor de este mundo siempre pesa mucho menos que lo mejor.
— Que piensen que mejorar es posible y que desviar esa emoción aún lo es más.
— Que se distraigan. Ver una película de suspense, por ejemplo, o buscar otro entretenimiento que les mantenga activos.
— Que hagan más ejercicio físico, aunque solo sea andar rápido; el objetivo es cansarse haciéndolo.
— Aconsejarles que pongan la cara que pondrían si estuvieran sintiendo la emoción contraria que desean eliminar. Si, por ejemplo, están preocupados, que pongan la cara que pondrían o han visto a otros cuando nada les preocupa.
— Si aún no lo han logrado, recomendarles que aprovechen nuestra experiencia como padres y nos cuenten (si es prudente hacerlo) la emoción que quieren desechar.
En primer lugar, con el lenguaje adaptado a la edad del niño o adolescente y al estilo propio de la familia, porque cada una tiene el suyo propio. Hay que decirles que:
— Las emociones son reacciones del cuerpo a sus pensamientos.
— Son un entramado de sensaciones que tiñen de color, riqueza y singularidad la vida.
— Alimentan la personalidad y les hacen vivir más humanamente, más conectados, más relacionados, y con una vida más intensa.
— Les posibilita prepararse para cualquier esfuerzo y para disfrutar de cualquier logro.
— Todas son imprescindibles: el acierto es aprender a diferenciarlas, a expresarlas y a gestionarlas.
— Todas son útiles. Unas hemos de aprovecharlas de una forma y otras de otra.
— Son reacciones involuntarias formadas por muchas sensaciones que les hacen disfrutar más de todo lo que piensan y sienten.
— Les permiten demostrar lo diferente que somos unos de otros; es decir, que ellos (como todos) son únicos e irrepetibles.
— Siendo todas buenas, hay que saber reconducirlas según el momento, saber qué hacer con ellas para que les hagan mejores en lugar de peores. Para que no les estorben, sino que les sirvan para ser más felices y hacer felices a los que más quieren.
— Les dan fuerza, la gasolina para llegar donde necesiten ir.
— Les preparan para hacer las cosas mejor.
— Les permiten correr más, saltar más, disfrutar más, pasarlo mejor y hacérselo pasar mejor a los demás.
— Les permiten ser más valiosos, más capaces y mejores.
— Les permiten cansarse menos y aguantar más.
— Les permiten disfrutar más de las películas y de los juegos.
— Les permiten ganar más veces y no pasarlo tan mal cuando pierden.
— Les permiten vivir mejor, unirse más a su madre, a su padre, a sus abuelos y hermanos, a sus amigos: a todos los que quieren.
— Les hacen escapar de muchos peligros.
Aunque las emociones son ricas y muy diversas, sutilmente distintas algunas —para ello hemos compuesto el Mapa Emocional que más adelante describiremos—, es bueno que tengan una idea clara de algunas de las que sienten o pueden sentir. Para ello convendrá remitirles a las que mejor conocen para que entiendan algunos ejemplos como:
✓ Sentir vergüenza
✓ Estar solos
✓ Desear tener lo que tienen otros
✓ Enfadarse
✓ Sentir miedo
✓ Estar preocupados por algo
✓ Sentir que puede pasarles algo malo
✓ Aburrirse
✓ Recibir una sorpresa
✓ Estar tristes
✓ Hacerles ilusión algo
✓ Cansarse
✓ Sentir asco
✓ No gustarles algo
✓ Tener la culpa de algo
✓ Sentir cariño
✓ Estar bien
✓ Estar tranquilos
✓ Estar contentos
✓ Estar satisfechos con lo que han hecho o han sabido
✓ Alegrarse de ver a alguien o de ir a un sitio
✓ Ser valorados
✓ Ser queridos
✓ Tener amigos
Y explicarles, además, que todas estas se agrupan en cuatro emociones básicas, como cuatro dragones que tienen en su interior y que pueden convertirse en sus verdaderos amigos y aliados, que les defiendan y preparen para vencer cada día, y que son el miedo, la tristeza, la ira y la alegría.
Como sucede en todo lo referente a la educación, el comportamiento de los padres, sus reacciones, su control, la exteriorización de las emociones influye directamente en el modo y la frecuencia de expresar los hijos las suyas propias y sus sentimientos. La forma de gestionar estas en estado de miedo, tristeza, ira y alegría es el principal aprendizaje emocional y sentimental de los hijos, especialmente si se trata de niños inteligentes y sensibles, es decir, que captan mucha información de cada uno de sus sentidos en gestos, quizás, imperceptibles para otros.
Ha de tenerse en cuenta que la reacción que desencadena una emoción —incluso la reacción fisiológica— tiene su origen en su mayor parte en una reacción aprendida y de imitación: es más educacional que genética o instintiva. La emoción es instintiva, pero la reacción, sobre todo externa, es más adquirida que innata.
Los niños aprenden a expresarse emocionalmente igual que aprenden a hablar, a comportarse, a salirse con la suya, a llamar la atención, a buscar afecto o a responder al cariño: por imitación, experiencia, asociación de ideas e interpretación de modelos.
La teoría más extendida en la actualidad es que hay cuatro emociones básicas, representadas todas ellas en la exitosa película de animación Del revés (Inside out): miedo, tristeza, ira y alegría —a las que el filme añade el asco, aunque en realidad esta es más bien una emoción incluida en la ira—. Estas cuatro han ido evolucionando y formando variaciones hasta dar origen a los trece grupos emocionales que conforman un total de cuarenta y una emociones y diecinueve sentimientos en cada ser humano.
Es importante darse cuenta de que no son emociones independientes sin más, sino que cada una de ellas tiene su papel y lugar respecto a las otras. Todas tienen relación cuando se ordenan adecuadamente, todas forman un valle emocional, un centro por el que se asciende y se coge fuerza en la escalada y una cumbre final.

Todas y cada una de ellas son necesarias para conquistar la cumbre, el Everest de nuestra emoción y en buena parte de nuestra vida. Una escalada según la cual una exige la existencia de la anterior. De forma que, por ejemplo, un hijo no siente «pertenencia» si no se siente reconocido primero y valorado después. O no siente «gratitud» si antes no aprendió a sentir ternura, empatía y piedad. O no siente «admiración» por sus padres —o una idea, una convicción o una creencia— si antes no percibió asombro y sorpresa ante ellos.





Como ya hemos explicado en los dos capítulos anteriores, es imprescindible diferenciar entre emociones y sentimientos. Las primeras son un conjunto de sensaciones involuntarias que tienen como reacción manifestaciones corporales, mientras que los sentimientos requieren para formarse un conjunto de emociones que provoquen una actitud y una disposición voluntaria ante esas emociones que conlleven una acción.
Hay una serie de emociones que están en lo que llamamos valle emocional. Son las que surgen y alimentan a su vez la parte más primitiva de los sentimientos y emociones. Sobre ellas se edifican el resto.
Se asciende desde ellas hacia la cumbre, de forma que en la base está el miedo y arriba del todo la alegría. Y más concretamente dentro del miedo su base emocional es el egoísmo y su opuesto, en la cumbre, el amor.
El valle lo conforman dos dragones: el miedo y la tristeza. Y el primero se divide también en dos grupos emocionales: el individualismo y el temor. Y estos a su vez en emociones —egoísmo, orgullo, susceptibilidad y vergüenza— y sentimientos —complejo, timidez, egocentrismo, narcisismo, perfeccionismo y posesión—.
Este grupo gira en torno al Yo. Es bueno en las emociones y resulta un obstáculo en los sentimientos. Cuando un hijo piensa en sí mismo cree que nadie piensa en él, y si siente narcisismo o perfeccionismo teme que nadie vea lo bello, bueno o perfecto que es.
Junto al individualismo está el temor, compuesto de las emociones inseguridad, preocupación, ansiedad y terror y pánico.
La otra vertiente del valle es la tristeza, que se divide a su vez en tres grupos emocionales: el aislamiento, la pena y el pesar.
— El primero se divide en emociones como la incomprensión, la exclusión y el desamparo y por el sentimiento de soledad.
— El segundo está dividido en emociones (desaliento y desánimo, cansancio y aburrimiento, melancolía, nostalgia y por el sentimiento del hundimiento.
— El tercero está compuesto por la emoción de culpa y el sentimiento del remordimiento.
Al llegar al centro emocional ya se han superado el miedo y la tristeza. Estas sirven de inicio para progresar hacia la cumbre, pero aún queda un arduo trecho, con asentamientos cruciales. En este centro el dragón que se debe entrenar es el de la ira. Con dos grupos emocionales como propiedades: el asco y el enfado.
— El primero lo componen las emociones de rechazo, desprecio y desinterés.
— El enfado a su vez lo conforman las emociones de confusión, disgusto, irritación, rabia, envidia y celos, y los sentimientos voluntarios de odio y venganza.
En ciertos casos los celos —involuntarios— no son malos si no generan odio ni venganza —voluntarios—. Sentir celos de un hermano es natural y bueno si se aprende a asumir primero que no queda más remedio que compartir el afecto de la madre y del padre, hasta el punto de llegar a cuidar mucho del hermano pequeño para ganarse la admiración de los progenitores. Se pasa de asumir la obligación de compartir a descubrir las ventajas de tener con quién compartir y disfrutar de lo compartido.
Por su parte, la venganza empieza con la confusión. Este sentimiento se puede detener a tiempo si se manifiesta solo en la cobarde difamación y la calumnia de aquel a quien se envidia.
Tras superarse el miedo, la tristeza y la ira se está preparado para disfrutar de la alegría. Queda lo más difícil, pero lo mejor: ascender hasta la cumbre. Para ello es preciso que se aprenda a hacer un último y meritorio esfuerzo.
La cumbre emocional la forma la alegría. Y es tan rica que en ella hay más grupos emocionales que en ninguna otra emoción básica.
— El agrado. Recoge las emociones de asombro y sorpresa, atracción, deseo, excitación, ilusión y entusiasmo y, por último, placer. Junto a ellas, el sentimiento voluntario de admiración.
— La serenidad. Formada por las emociones de alivio y tranquilidad.
— El contento. Se encuentran aquí las emociones de satisfacción inmediata y la de la euforia, y el sentimiento de la satisfacción a largo plazo.
— La aceptación. Compuesta por las emociones de sentirse reconocido, valorado y el sentimiento de pertenencia.
— La compasión. Con las emociones de la ternura y la piedad, y los sentimientos de la empatía y la gratitud.
— El afecto. Ubicado en el pico de la cumbre y formado por las emociones de compañerismo, afinidad y complicidad y el enamoramiento. Y por los sentimientos de amistad, compromiso y, el mayor de todos, el punto más alto: el amor. Y entre todos ellos, el Amor con mayúsculas.
Cada hijo debe llegar a ser el verdadero director de la orquesta que toca con su vida. De la música que ofrece con sus emociones y sentimientos. La libertad y la responsabilidad le exige ser el protagonista, no renunciar a su batuta, aunque para ello, como cualquier director que se precie, ha debido escuchar detenida y humildemente a muchos otros: sus padres, sus abuelos, sus buenos consejeros, sus amigos…
La batuta realmente es su libertad. Con ella acompasa, corrige, avisa, prepara y manda. No es solo una cuestión de elecciones, de posibilidades de movimiento, eso es solo superficial; es una cuestión de armonía, de arte, de ética —que en la antigüedad llamaban el arte de vivir—, de liderazgo, de responsabilidad, de riesgo, de acierto, de energía y de equilibrio.
El escalón —la tarima— donde se sube para que todos lo vean son sus reflejos, sus instintos, sus aptitudes, sus impulsos y sus sensaciones. Aquel material involuntario en el que según describimos en la figura 1, se apoyaba nuestro hijo para crecer emocionalmente y por extensión humanamente.
Cada músico es una fracción de su voluntad, una pequeña parte esencial para el resultado final. La posición corporal de cada músico —es decir, sus manos—, la posición de sus dedos, la forma de conducir el aire es la inteligencia emocional de nuestro hijo. El espíritu que parece no verse, pero sin el que el sonido no saldría o, al menos, no se manifestaría.
La partitura y el sonido en sí del instrumento es la inteligencia racional: la secuencia de notas y su disposición ordenada en la partitura, y el proceso de construcción del instrumento que asegura su sonido.
La fuerza con la que se golpea un tambor, un triángulo o unos platillos, el modo de tocar, la intensidad del sonido de cada instrumento es cada uno de los trece grupos emocionales —individualismo, temor, aislamiento, pena…— con sus correspondientes emociones.
Las secciones de la orquesta —cuerda, viento, percusión…— son los diecinueve sentimientos, emociones unidas voluntariamente en una misma sección de la orquesta.
Todo lo que suena en conjunto, es decir, la sinfonía resultante, es la razón de ser de la vida. Y el director, nuestro hijo, el responsable de todo.