En casa apenas se solía hablar, a no ser a intervalos muy benévolos, de los acostados. No es que fuera un asunto más o menos tenido por inconfesable, es que no parecía merecer ninguna atención especial. No al menos como tema de conversación en aquellas larguísimas sobremesas nocturnas, que es cuando salían a relucir las cuestiones acalladas durante el día. Si mal no recuerdo, y por lo que yo he podido ir constatando, ha habido hasta cinco acostados en la familia, todos ellos Bonald de primer apellido: abuelo y tía Isabela, que vivían en casa, y luego, cada uno por su lado, tía Carola, tío Rafael y el primo Rafael. Por supuesto que no todos ellos se instalaron en la cama ininterrumpidamente, pero tampoco ocultaban una manifiesta preferencia por esa posibilidad. A lo que sí tendían sin mayores reservas era a pasarse acostados la mayor parte del tiempo que, en algunos casos, también podía coincidir con todo el tiempo que les quedaba.
Más de una vez llegué a sospechar que esa reclusión tan perseverante obedecía a alguna dolencia secreta, y hubieron de pasar varios años antes de que llegase a descubrir que no se trataba más que de un imperativo hereditario, sin que mediara más enfermedad que la de una especie de atracción endémica por la cama. Hasta donde yo alcanzo a acordarme muy rara vez se produjo algún tipo de discordia o de reprobación ante semejante anomalía doméstica. A mi padre, cuyo laconismo sólo se atenuaba en reuniones caseras muy concurridas, nunca le oí aportar la menor objeción sobre los acostados. Y mucho menos a mi madre, que si bien era muy locuaz y muy adicta a las tertulias de salón, era también tan de veras tolerante que siempre respondía con una sonrisa no ya a esa concreta cuestión, sino a los más encrespados asuntos que pudieran plantearse.
Decía que no todos los acostados gozaban del privilegio de residir permanentemente en la cama. De pronto, cuando menos oportuno o previsible podía resultar, alguno de ellos decidía vestirse con esmero minucioso, no importaba que a altas horas de la noche, y movilizaba a media casa con la pretensión de charlar con los demás, comer algo o incluso salir a la calle. Eso sí ocasionaba algún trastorno adicional, pues la propuesta en modo alguno era secundada por ningún otro miembro de la familia, incluida tía Victoria, que tenía fama de muy ventanera. Pero lo más frecuente era que ese abandono periódico de la cama obedeciera a razones bastante plausibles. Abuelo, por ejemplo, se levantaba casi todos los jueves, hacia las cinco, para llevarnos a mi hermano y a mí a dar un paseo de lo más llamativo. Era como una regocijante interrupción de la rutina, y en ese regocijo también cabía la sublevación espontánea del domesticado. Es uno de los episodios callejeros de mi infancia que recuerdo con mayor nitidez. Abuelo era un personaje sumamente curioso y, aunque sólo fuera por la pinta, parecía bastante apegado a la rama francesa de los Bonald. Aún lo veo como un anciano muy pulcro y arrogante, vestido siempre con el mismo terno negro y tocado de un jipijapa al que no renunciaba ni siquiera en días de lluvia. Exhibía una barba muy blanca, algo teñida de tabaco por las periferias de la boca, y unos ojos medio azules y como de recién despertado. Creo que nunca nos manifestó abiertamente su afecto, que debía de ser considerable, sino a través de indicios muy someros que él no parecía dispuesto a que se contradijeran con su severidad.
Así que abuelo nos tenía asignado cada jueves por la tarde —coincidiendo con el asueto en el colegio— un idéntico programa recreativo. Nos inculcaba, en primer lugar, una suerte de negligencia a propósito de las prohibiciones habituales, o sea, que nos autorizaba sin más a hacer todo aquello que mi madre, aun dentro de su manifiesta permisividad, nos habría razonablemente vetado. No sólo hacía la vista gorda, sino que incluso solía incitarnos por omisión a encaramarnos a los árboles, beber en las bocas de riego, caminar por alguna baranda de suficiente peligrosidad, usar los charcos como más idóneo sistema de emporcamiento. Luego, una vez cumplido ese ritual gozoso, nos llevaba a una confitería —bautizada adecuadamente con el nombre de El Buen Gusto— cuyo dueño era un viejecito menudo y malhumorado que salía a recibirlo con toda clase de aduladores aspavientos. Y allí era el festín semanal. Había unos dulces de tamaño más que imprudente —«reverendos» y «pocitos»—, a los que mi hermano y yo éramos muy aficionados. De esos primores de confitería podíamos consumir cuanto quisiéramos, o sea, una cantidad que rebasaba con mucho la exigua capacidad digestiva de nuestra condición de flacos.
Ricamente instalados en una mesa que el pastelero nos preparaba al fondo del local, la vida disponía ya de los mismos aromáticos vicios que el banquete de Pantagruel. El arrobo ante semejante desenfreno no me impedía, sin embargo, perderme por las perturbadoras interioridades de un anuncio que había colgado por allí y que luego se convirtió en una especie de alegoría recurrente de mi imaginación. En ese anuncio había un niño que mostraba una lata de leche condensada en cuya etiqueta había un niño que mostraba una lata de leche condensada en cuya etiqueta había un niño que mostraba una lata de leche condensada, y así hasta el más allá. Yo hacía cálculos escalofriantes mientras devoraba los pasteles, unos cálculos más bien abstrusos y con ciertas derivaciones infinitesimales que quedaban generalmente interrumpidos cuando abuelo, después de beberse su última copa de oloroso y de advertir nuestro marcado aspecto de ahítos, nos preguntaba si no queríamos más dulces. Mi hermano y yo nos mirábamos con el abatimiento del glotón desganado: no queríamos más. A abuelo incluso debía de parecerle bastante desconsiderada esa abdicación, porque se levantaba con gesto adusto, el bastón a manera de puntero, y se dirigía sin más hacia la puerta, seguido del confitero. Simpre dejaba un puro a medio consumir dentro de un vaso y nunca lo vi pagar, supongo que deberían de irle anotando los gastos de los jueves en alguna cuenta.
No sé durante cuánto tiempo se prolongaron esas salidas. Pero creo recordar que llegó un momento en que mi madre le sugirió tímidamente a abuelo la conveniencia de suprimirlas. El motivo era inobjetable: mi hermano y yo volvíamos a casa en un estado más bien lastimoso. Aparte de la suciedad acumulada en las trapisondas callejeras, los síntomas del hartazgo hacían prever que al día siguiente íbamos a tener que guardar cama por indigestión. Y así solía ocurrir, en efecto, hasta tal punto que ya se daba por seguro que los viernes tendrían que suministrarnos alguno de esos purgantes asesinos al uso y no podríamos ir al colegio. A mí me produjo un grave desconsuelo la brusca supresión de aquellas cuchipandas semanales, decretada a mi entender con palmaria injusticia.
El primer jueves en que nos quedamos sin salir con abuelo, me acerqué hasta su cuarto con una sigilosa extrañeza y lo vi recostado en la cama, revisando como solía uno de esos libracos cosidos a pasaperro donde había ido coleccionando no sé qué anotaciones manuscritas de química. En contra de su costumbre, me dijo que me acercara y, sin dejar de observar el libro, optó por explicarme que estaba muy cansado y que mejor nos íbamos solos mi hermano y yo a la pastelería, aprovechando alguna salida del colegio. Abrió entonces el cajón de la mesita de noche y me hizo solemne entrega de dos duros. Dos duros, asociados a aquellas monedas de plata de tan generoso diámetro, daban entonces para mucho. Pero a mí no acabó de gustarme esa solución, más que nada porque me parecía que en aquel momento habíamos conculcado el único pacto que no por frágil había dejado de mantenernos semanalmente juntos. No se trataba, desde luego, de ningún atisbo premonitorio, pero fue entonces cuando olí por primera vez esa mezcla de mentol, tabaco y zarzaparrilla que ha tenido para mí desde entonces un testarudo componente funeral. Aquel mismo verano, cuando estábamos en el campo de vacaciones, murió abuelo y lo único que recuerdo de ese trance es la persistencia conmovedora del olor de su cuarto.
Me parece reconocer a lo lejos otras ramificaciones sensitivas a propósito de ese olor. Un hermano de abuelo —el otro abuelo Juan, que así se le nombraba— vivía por entonces en Madrid y también era químico farmacéutico. Había montado unos laboratorios donde, entre otros específicos, fabricaban unas pastillas que adquirieron cierto renombre, sobre todo en los años treinta. Esas pastillas, de muy recomendable uso para dolencias bronquiales, se denominaban expresamente «Bonald», cosa que había provocado alguna que otra desavenencia por parte de los miembros de la familia más peripuestos. No les parecía ni medianamente decoroso que la noble raigambre francesa del apellido fuera abaratada con fines comerciales. Que el nombre del vizconde de Bonald, ese antepasado de mi madre al que ya me referí, integrista a machamartillo por más señas, anduviera enredado en esos gatuperios era un baldón que ninguno de sus descendientes podía consentir. Ignoro, sin embargo, en qué quedó aquella especie de controversia nobiliaria. El caso es que el olor —y el gusto— de esas pastillas, debido con toda probabilidad a algún componente mentolado, remitía indefectiblemente al olor del cuarto de abuelo y, sobre todo, al que yo asociaba a su muerte, lo cual me producía una extraña sensación de orfandad. Luego oí decir que existían fundadas sospechas de que la eficacia de esos comprimidos se debía a que en su composición entraba una cierta dosis de cocaína, cosa perfectamente legal en aquellos años. Nunca llegué a aclararlo, tampoco sé si se dejaron de fabricar por eso. Abuelo también se había inventado por aquel entonces una variante de hipofosfito que era más bien un vino quinado de regular graduación alcohólica, al que tía Victoria se había hecho muy adicta, bebiéndolo con fruición en unas copas de tamaño más que mediano, no sin añadirle antes un chorrito de agua de azahar.
Otro de los Bonald que estuvo acostado con más meritoria persistencia fue tío Rafael. Tío Rafael, el hermano mayor de mi madre, había heredado de abuelo, junto con la farmacia y el laboratorio, una desmedida afición por la cama. Del negocio farmacéutico se fue desentendiendo hasta que prácticamente lo abandonó, como había hecho su padre, en manos de unos mancebos desaprensivos. Antes de elegir la ocupación de acostado estable, solía dedicarse a gestiones de muy diversa inutilidad. La farmacia estaba situada justo enfrente de la casa de la calle Caballeros en la que aún vivíamos. Desde uno de los balcones veía a veces a tío Rafael practicando las tareas más estrafalarias. Fui testigo de algunas que no constituían por lo visto excepción. Un día sacó a la calle una caja llena de clavos retorcidos para irlos enderezando con una mano de almirez sobre el bordillo de la acera; otros días cargaba con una palangana repleta de bazofia para darles de comer a los numerosos gatos que deambulaban por aquellos alrededores y que acudían diligentemente al reclamo de una campanilla. También solía pasear con enigmática frecuencia por delante de la farmacia, como si esperase a alguien que no llegaba nunca. Solía ir vestido a la usanza de un caballero de la City, con cuello de celuloide, botines de charol y paraguas plegado, o bien provisto de chaquetilla de menestral y zapatones de labriego, no se sabía en función de qué desajustadas interposiciones de la personalidad. Cuando llegaban a oídos de mi madre esas conductas tan indebidas, su sonrisa habitual cobraba una virtuosa propensión a la benevolencia.
Poco antes de la guerra civil, tío Rafael había adquirido un automóvil —creo que era un Austin— que, en cierta accesoria medida, estuvo relacionado con mis registros iniciáticos en la sexualidad. Tío Rafael, incapaz de conducir no ya un vehículo sino su propia vida, había contratado a un chófer llamado Federico, un tipo ya no tan joven, algo insolente y palabrero, cuya más llamativa peculiaridad consistía en ir mucho mejor trajeado y disponer de más ostensibles derechos de propiedad sobre el automóvil que su dueño. Tal vez por eso lo llamábamos Federico el Grande. Durante la inmediata posguerra, cuando se cortó el suministro regular de gasolina, tío Rafael no quiso en modo alguno equipar al automóvil con un gasógeno. Por supuesto que no se trataba de ningún rechazo estético, sino de una decisión precautoria, ya que había logrado descubrir —o eso aseguraba— que el peligro de envenenamiento implícito en la emisión de gases del artefacto era un error de carburación criminalmente silenciado por los fabricantes. Así que el automóvil se quedó clandestinamente arrumbado en la bodega que tenía tío Rafael no lejos de la calle Caballeros, en la llamada plaza de los Silos, con lo que también evitó probablemente que se lo requisaran.
Esta bodega fue, como digo, el escenario ritual de algunas de mis más remotas y malévolas andanzas de adolescente. Ahora explicaré por qué. La bodega era un noble edificio de planta rectangular, con una techumbre a cuatro aguas sostenida por otros tantos órdenes de pilares. Entre el portón de entrada y la puerta de la bodega propiamente dicha se extendía un amplio rellano, uno de los muros laterales tapizado de pasionarias y el otro adosado a una galería porticada de piedra ostionera, donde quedó alojado el automóvil con juiciosas sospechas de que sería a perpetuidad. En la bodega se conservaban, junto a otros vinos más jóvenes, un centenar de botas de solera que tenían fama de excelentes. Lo que no he conseguido averiguar por más que lo he intentado es si esa bodega de tío Rafael, dedicada mayormente al almacenaje y crianza, tuvo alguna vinculación con la empresa vinícola —Plácido Caballero & Cía.— que fundó mi padre durante la República y que se fue definitivamente al garete en los primeros años del franquismo.
Justo entonces, en ese primer tramo de la posguerra, la bodega de tío Rafael supuso no sólo para el primo y para mí sino para algunos de nuestros más cercanos amigos, un núcleo de atracciones poderosamente asociado a las primeras fábulas de la adolescencia. Aunque en ningún caso nos permitían ir por allí cuando no había nadie, Rafael se las agenciaba para burlar ese veto por el alevoso sistema de hurtar la llave, que era enorme y que, a saber por qué cautelosos designios, escondía el padre en una especie de funda que colgaba de la cabecera de su cama. Así que la prohibición del disfrute en solitario de la bodega sólo se mantuvo en apariencia. Comoquiera que tío Rafael permanecía ya todo el día acostado y sólo se levantaba muy de vez en cuando por la noche, la obtención punitiva de la llave y el retorno a su lugar de procedencia eran operaciones ciertamente arduas. Pero una tarde de domingo, con un arrojo a todas luces temerario, consiguió Rafael por primera vez la sustracción de esa llave que, a juzgar por lo que abría, tenía que ser la del jardín de las delicias. Ocurrió —según me contaría después— que el padre, aparentemente dormido, pareció despabilarse un punto para dedicarle una mirada perpleja y volver a ingresar de inmediato en un sopor que no se parecía al de ningún sueño. A lo mejor es que le había sobrevenido uno de esos estados con apariencias de catatónico que a veces padecía. Pero Rafael tuvo la suficiente entereza como para no renunciar al escamoteo de la llave.
Ya habíamos preparado para aquella ocasión el festejo que habría de reportarme la prematura celebración de una pubertad que, aun sin salir de la incertidumbre o del apocamiento, compulsaba entonces sus primeras osadías. Había en casa una criada, Milagros de nombre, que siempre estaba en vísperas de casarse con el clarinetista de la banda municipal, y cuyos insinuantes síntomas de disponible parecían retenidos por una natural prevención contra los riesgos que podían interceptar los buenos augurios de su boda. Ya la había yo acosado alguna vez de manera desmañada y ya ella se había resistido a medias, apelando al honor del clarinetista, aunque mis pretensiones nunca pasaran de esos toqueteos incluidos en la lista de impurezas confesables. Pero no sé cómo logré convencerla —quizá ya estaba convencida de antemano— para que aquel domingo se fuera con una amiga a la bodega, donde serían convenientemente agasajadas con licores, músicas bailables y viandas finas. Las citamos en algún lugar de por allí cerca, un poco al resguardo de encuentros comprometedores, y ya estaban allí las dos cuando llegamos algo más tarde de lo convenido.
La culpa del retraso la tuvo una última contingencia organizativa. Pues se dio el caso que no habíamos previsto sino tarde que el suministro eléctrico sólo estaba conectado en el patio de la bodega, pero no en la nave de entrada, lo cual suponía una notoria contrariedad si se pensaba en lo pronto que oscurecía por aquellas fechas y en nuestros cálculos para prolongar la velada bajo techo el mayor tiempo posible. No disponíamos de ninguna linterna o cosa parecida y, para colmo de males, debido al cierre dominical de los comercios, tampoco podíamos comprar unas velas. Sin luz no acertaríamos a sacar vino de una bota ni a transitar por las andanas en funciones de amantes furtivos. Como tampoco resultaba ya aconsejable volver a casa, se me ocurrió entonces lo más impredecible, que fue presentarnos en una funeraria con el gesto adecuadamente compungido y rogar que nos vendieran unas velas para las urgencias piadosas de un velorio. Y así lo hicimos.
Después de conseguir la dirección por medio de algún transeúnte, nos acercamos a una vieja funeraria que había en la Corredera, donde entramos los dos con cara de deudos afligidos y en humilde solicitud de las velas. Al principio no nos hicieron el menor caso. Un hombre ya mayor, provisto de pasamontaña y guantes sin dedos, desapareció por una puertecilla lateral, y el siniestro cojo que hay en todas las funerarias se nos quedó mirando con unos ojillos hostiles y aguanosos. Al cabo de mucho rato, y tras reiterarle nuestra petición, escupió en un pañuelo inmundo y farfulló que de dónde coño salíamos con semejante encargo, que aquello no era ninguna casa de putas. Eso dijo. Y ya nos íbamos, más coléricos que humillados, cuando el cojo emitió como un chisporroteo gutural y nos hizo señas para que esperásemos. Se dirigió a una vitrina, sacó dos cabos de vela bastante aparentes y los colocó de un manotazo sobre la mesa. Ignoro cuánto nos cobró, pero sí sé que el precio se aproximaba alarmantemente a lo que Rafael y yo disponíamos por junto. No he olvidado todavía a aquel cojo repulsivo, cuya mendacidad tal vez fuese el origen iconográfico de mi incurable animadversión por todo lo que tenga algo que ver con una funeraria. Nunca más he vuelto a ninguna y tampoco deseo que nadie lo haga en mi nombre.
En contraste con esa sombría peripecia, la reunión clandestina en la bodega resultó deslumbrante. Colocamos una mesa bajo las altas ventanas del fondo de la nave, bebimos a la taciturna luz de las velas, que se agotaron casi al mismo tiempo que la paciencia, y sólo nos privamos, por imponderables de última hora, del acompañamiento musical. La amiga de Milagros, que era de pechos opulentos y piernas entecas, se mostró desde un principio muy susceptible y amedrentada. Pero las prevenciones se fueron amortiguando después de las dos primeras copas. Yo me veía allí como si estuviese observando a otro personaje desde algún rincón tenebroso de la bodega. No pensaba tanto en la inminencia excitante de lo que iba a ocurrir, cuanto en la delectación de una experiencia que me aproximaba de hecho a la circunscripción jactanciosa de mis propias infracciones. En algún momento llevé a Milagros hasta el automóvil, que parecía haberse resignado con polvorienta mudez a su definitivo letargo bajo los porches. Y allí dentro, recostados en un frío asiento que olía a gutapercha rancia, sin consentir ella que la penetrase mal que bien, me practicó una especie de hábil masturbación con los muslos que me condujo velozmente al primer orgasmo cierto de que tengo constancia, esa convicción clamorosa de haber sobrevivido a un placer sólo barruntado hasta entonces en confidencias de amigos o en muy deficientes suplencias eróticas. Por alguna parte debió de retumbar la disonancia delatora del clarinete del novio de Milagros.
A tía Carola Bonald Erice, hija del otro abuelo Juan, no la conocí sino cuando vine por primera vez a Madrid, en 1951. Había oído decir en Jerez que estaba acostada desde que acabó la guerra, o sea, que ya había cumplido sus buenos once o doce años en la cama. Pero no era exactamente así y, además, las causas de semejante actitud no tenían demasiado que ver con las de los otros Bonald acostados. Tía Carola era viuda de guerra. Su marido, un coronel jurídico, había desaparecido en la turbamulta bélica y, por lo visto, ella tardó mucho en superar ese infortunio. El hecho de acostarse tuvo el mismo significado, creo yo, que si se hubiese recluido en un convento. Por los años en que yo la traté, su permanencia en la cama no era ya tan inquebrantable. Se empezó a levantar para ir a todos los estrenos de teatro de que tenía noticias a través de ABC y luego, poco a poco, se habituó a salir por las noches para cenar en alguno de los restaurantes de la zona de la calle Almirante, que es donde vivía y donde murió, en la misma casa en cuyos pisos bajos estuvieron hasta su extinción los Laboratorios Bonald. Era una mujer muy delicada y agradable, una de esas señoras mayores que resultan particularmente atractivas por algo que no se acierta a discernir a primera vista y que acaba asociándose al hecho de que han sabido envejecer con una elegante displicencia. Detestaba por igual las joyas, los cosméticos y las verbenas, cada cosa a su tiempo. Tenía noventa y cuatro años cuando murió y había conservado hasta entonces una lucidez, una tolerancia y una tan benevolente noción de la vida que nunca dejaron de conmoverme, tal vez porque reproducían con palmaria exactitud las de mi madre y, posiblemente, las de todas las mujeres de la familia Bonald que he conocido.
Tía Carola no había tenido hijos, pero sí disponía de varios sobrinos y sobrinas más o menos de mi misma edad. Una de esas sobrinas, Natalia, solía pasar algunas temporadas con nosotros en Jerez y se casó con un bodeguero, Eduardo Delage, hijo de un alcalde franquista, que terminó arruinándose por no sé qué enrevesados pleitos de herencias. Otro sobrino, César, era muy divertido y fue al que yo más traté durante mis primeros años en Madrid. Después de abandonar los estudios de arquitectura, se había ocupado de tareas muy diversas, todas ellas disparatadas. De acuerdo con sus propias informaciones, generalmente dudosas, había hecho de todo. Si se introducía en la conversación un comentario en torno a cualquier oficio, por muy excéntrico que fuese, enseguida intervenía él para pontificar sobre la materia y extenderse en los pormenores de su actividad en ese terreno. Cuando yo lo conocí, no hacía mucho que había vuelto de Túnez en avanzado estado de postración. La familia se temió enseguida que algo iba mal y que no parecía improbable que eligiera la cama como más idónea fórmula curativa. Pero como César no era Bonald más que de segundo apellido, la sospecha no pasó a mayores. Sólo estuvo unos pocos meses encamado y, en apariencia, acabó recuperándose sin otra medicación que su emprendedora terquedad imaginativa.
Según él, había logrado amasar una pequeña fortuna en Túnez, gracias a una contrata de cemento para las nuevas construcciones turísticas del golfo de Hammamet —por donde precisamente pasé yo, no hace mucho, camino de la ciudad santa de Kairuán—, pero ocurrió que un grupo mafioso italiano que operaba en la zona empezó a hacerle la vida imposible. Así que prefirió abandonar tan lucrativo negocio antes que exponerse a abandonar este mundo. Siempre según él, decidió entonces desplazarse a los campos petrolíferos de El Borma, ya en la frontera meridional con Argelia, más por la tentación de la aventura que por intereses estrictamente económicos. Aunque no consiguiera encontrar allí ninguna clase de acomodo, sí tuvo la suerte de conocer a una especie de jeque beréber que lo contrató como edecán —así lo definió él— y a quien sirvió en el Gran Erg por espacio de cinco meses. El desenlace de la historia nunca llegué a saberlo, por más que me azuzara la curiosidad, pues el interesado no solía responder sino con subterfugios. Andando el tiempo, supe que César había sido, sucesiva o simultáneamente, regidor de un teatro, inventor de una fórmula de embalsamamiento destinada a momias exquisitas, representante artístico, propulsor tardío del aprovechamiento del semen en la elaboración de productos de belleza, negro de un comerciante aficionado al género dramático, y no sé qué más. Poco antes de su muerte, que acaeció de manera repentina, se pasaba las tardes en el café Gijón perorando sobre las ventajas del socialismo utópico para contrarrestar la proliferación de desfiles militares.
Aparte de abuelo, sólo otro miembro de la familia que vivía con nosotros en Jerez puede incluirse —aunque con reservas— en la nómina de acostados. Me refiero a tía Isabela, la hermana menor de mi madre. En realidad, tía Isabela sólo se quedaba en la cama por temporadas y, después de casarse, no se volvió a acostar, quiero decir sin motivo. La recuerdo como a una amiga casi de mi edad o, mejor, como a la mujer con quien —después de mi madre— más confidencias compartí en los intrincados años de la adolescencia. Estaba dotada de una disposición artística que sólo las adversidades educativas o la injusticia del tiempo hubieron de ir neutralizando. Tuvo un solo hijo, Humberto —hoy arquitecto en Sevilla—, al que educó con solicitud magnánima, y murió en Sanlúcar después de una larga y abominable enfermedad. Escribía con bastante primor y ella fue la que vino a iniciarme pacientemente en los trances aventureros de la lectura. Me parece que lo que pretendía era sustraerme así de otros gustos posibles que pudieran malear mi personalidad. Supongo que era así de crédula.
En esto coincidía tía Isabela con un excelente profesor de literatura que tuve en los marianistas, en los últimos años del bachillerato. Se llamaba don Javier de Orbiso y era todo un caballero, muy pulcro y cortés. Aunque yo me hacía un poco el desentendido, sé que me tenía entre sus alumnos predilectos. A él le debo mis primeras discretas aficiones de lector, alentadas por un inesperado préstamo suyo: una bien planeada selección de aventuras del Quijote. Yo pensaba, en buena ley, que a quien don Javier tenía que haber apadrinado era a un compañero de clase, un interno oriundo de la serranía gaditana, por mal nombre «Tempranillo», que producía una media de veinte composiciones líricas —preferentemente sonetos— por día lectivo. Pero se conoce que tamaña fecundidad no suscitaba ningún beneplácito por parte de don Javier, que era hombre de gustos más ponderados. Una vez me dijo, como por juego, que por qué no escribía cualquier cosa que se me ocurriera, sólo para corroborar lo que ya él daba por cierto, esto es, que las deficiencias de mi conducta no se correspondían con mis aptitudes literarias. No escribí nada, y bien que lo sentí luego, pues no tardé en comprobar que había decepcionado de la manera más ingrata al bueno de don Javier.
De modo que, a partir de aquel primer gustoso descubrimiento de ciertas aventuras del Quijote, también me aficioné a leer a Stevenson, a Melville, a Conrad, a London, a Verne (que es el que menos me agradaba), sólo porque tía Isabela aprovechaba cualquier ocasión para regalarme todos los libros de esos autores que encontraba por ahí. Sin ser sus preferidos —ella se inclinaba sobre todo por la novela naturalista—, pensaba que muy bien podían servirme como más fructuosa vía de acceso al cultivo de la sensibilidad. Nunca se lo agradeceré bastante. Tengo la impresión de que fue por entonces cuando alimenté la empecinada idea de que si yo me inventaba alguna historia y me ponía a escribirla, le devolvería muy satisfactoriamente a tía Isabela los muchos desvelos y atenciones que me dedicaba. Pero no, creo que esa ocurrencia sólo llegó a verificarse algún tiempo después, cuando cayó en mis manos una especie de semblanza biográfica de Espronceda que había por casa. La semblanza se debía a don Narciso Alonso Cortés y el libro estaba dedicado a la abuela Julia. A poco me enteré de que este don Narciso, académico y estudioso de la literatura del XIX, se había carteado con abuela a propósito de no sé qué cuestiones pedagógicas. Nunca, al cabo de los años, conseguí encontrar esas cartas.
A lo que iba. Esa biografía de Alonso Cortés —cuya obra ya nadie recuerda— era un texto más bien mediocre pero que a mí me mostró a un Espronceda fascinante. No me refiero a su poesía, que había leído a trechos y casi a escondidas, sino al personaje propiamente dicho, al hombre de acción que venía a compendiar la más vistosa imagen del paladín romántico en versión española. Me dejó estupefacto —sin paliativos— que una persona que murió con treinta y tres años hubiese alcanzado un destino literario y humano tan rigurosamente espectacular. La enumeración de sus andanzas me resultó por lo menos asombrosa. Si insisto en recordarlas es porque nunca, ay de mí, he dejado de hacerlo. Fundó con el iluso Patricio de la Escosura —el del «bulto vestido de negro capuz»— una sociedad secreta cuando tenía dieciséis años (¿los míos de entonces?); padeció cárceles y persecuciones, anduvo por Lisboa, Londres, París; luchó en las barricadas durante la revolución de 1830; estuvo desterrado por su exacerbado republicanismo; fue diputado, guardia de Corps, secretario de la legación española en La Haya. Por si todo eso fuera poco, se las ingenió para raptar a una muchacha —casada con otro— que acabó abandonándolo y dejándole una niña. Y algo más prodigioso: una noche, cuando bajaba por la madrileña calle Santa Isabel, pasó ante una ventana iluminada y descubrió a un grupo de personas velando el cadáver de quien había sido su amante. Imposible concebir una escena de más exacerbado romanticismo.
Semejante acumulación de hazañas me inculcó una aspiración apremiante: la de intentar ser como Espronceda. En vista, sin embargo, de que resultaba más bien descomedida la imitación de tantas y tan meritorias peripecias, opté por elegir las dos más asequibles: escribir poesía y arrojarme de bruces en una vida licenciosa, con lo que mis incoercibles deseos de emulación quedaban bastante bien encaminados. La desesperación lírico-dramática de Espronceda, como trasunto fiel de mi fingida desesperación, constituyó el primer imperioso vínculo operativo. Me llevó mi trabajo encontrar el método más idóneo para que esas disipaciones me proporcionaran un buen motivo de inspiración poética. Probé muchas nocturnidades y alguna que otra alevosía, todo ello con la debida premeditación y de acuerdo con mis muy precarias disponibilidades económicas. Fue una temporada inolvidable y ya me veía admitido en la intimidad del Parnaso en razón de los muchos méritos contraídos. Rehuía a los amigos de siempre y me ausentaba de los sitios habituales de paseo para que esa ausencia me hiciera aparecer ante los demás como un personaje extravagante, cuyo más presumible secreto era el de llevar una vida altamente pecaminosa. La asiduidad a tabernas, prostíbulos y antros de similar calaña me deparó una ufanía, una especie de delectación morbosa, que no por difusa dejaba de intercalar sus dosis de arrepentimiento, cosa que tampoco me venía mal a efectos temáticos. Mientras practiqué ese voluble aprendizaje, escribí un buen número de poesías, todas ellas del género melodramático, que el tiempo ha tenido la deferencia de extraviar.
Tía Isabela era una mujer tierna y obsequiosa, de muy buena planta, un poco lánguida quizá, con una animadversión casi enfermiza por las cosas rastreras de la vida. Un día de invierno decidió acostarse con la excusa de que hacía mucho frío en la casa. Frío hacía, desde luego, pero ella dedujo que sólo podría combatirlo por el procedimiento de no levantarse. Hay remedios peores. En Jerez, como en otras muchas ciudades andaluzas, no se solían acondicionar las casas contra el frío porque, tradicionalmente, se daba por hecho que la benignidad del clima eximía de cualquier precaución en este sentido. Nada más falso. Los mayores fríos caseros de que yo tengo memoria —no los angustiosos de la guerra y años subsiguientes, sino los normales de cada día— los he padecido en Jerez o en Sanlúcar. Los medios usuales para contrarrestarlo, aparte de bufandas, gorros, ruanas, guantes y demás, se reducían al brasero y ocasionalmente a la chimenea. El brasero, de cisco o de orujo de aceituna, se colocaba a media mañana en la camilla, y no sé si por influjos del diminutivo, retenía allí a todos los miembros de la familia que no estaban en la cama o no tenían mejor cosa que hacer. Mi madre solía esparcir sobre las brasas, con metódica frecuencia, un buen puñado de alhucema, con lo que toda la casa se impregnaba de un efluvio aromático de monte que todavía hoy forma parte, con la emanación de las sábanas húmedas y del cuero recién curtido, de las emociones sensitivas que aún me siguen acompañando.
El miembro más joven de la familia que se acostó en funciones de enfermo imaginario fue el primo Rafael. Este primo era tres semanas mayor que yo y, en principio, se pasaba las noches leyendo y fumando una especie de tagarninas apestosas. Cuando optó por quedarse en la cama ya había muerto su padre —algún mentecato dijo que por fin se había levantado, aunque no por su propio pie— y no parecía que él llevase distinto camino. Pero su etapa de acostado duró un año a lo sumo. Un día abandonó la cama sin previo aviso y, como si fuese la cosa más natural del mundo, le dijo a su madre que iba a salir y que a lo mejor llegaba un poco tarde a comer. La madre, que era una bondadosísima señora, no hizo sino despedirlo con lágrimas en los ojos. La bodega ya la habían tenido que vender de mala manera, debido a la dejadez mayúscula de tío Rafael, y el hijo se propuso desde entonces administrar los bienes que aún les quedaban, unas casas de renta antigua y unas pocas tierras en la montaña santanderina.
Rafael fue realmente un constante mentor de mis primeros ejercicios literarios más o menos razonables. Con él y con otros dos jóvenes letraheridos de la localidad formábamos como un frente iconoclasta cuya principal estrategia consistía en escandalizar al personal con toda clase de descaros y excentricidades. Una actitud que se manifestaba incluso en la manera de hablar ante personas que no pertenecían a nuestro círculo de confabulados y a quienes dedicábamos entonces frases sutilmente descabelladas. Aún recuerdo algunas del tipo de «acabo de enterarme que la monja alférez tenía tres tetas», «si un pájaro vuela hacia atrás es que ha mamado de pájara», «ayer vi en Sanlúcar a un ahogado que no hacía más que comer higos chumbos», «dicen que los mejores buñuelos son los que se fabrican con las pelotillas de los pies de los obispos», y otras mamarrachadas de este tenor. Tal vez de un modo instintivo, necesitábamos neutralizar, no importa que dando palos de ciego, la ramplonería, el mezquino estatismo social y cultural de aquel Jerez de los años cuarenta. Éramos en puridad los primeros adolescentes de la posguerra y todavía no nos habíamos enterado de nada, ni siquiera de que estábamos usando una especie de variante con minúsculas de la libertad frente a la general privación de libertades. Cumplimos pues a rajatabla con nuestro cupo juvenil de intemperancias y desobediencias, si bien ninguna de ellas tenía el más remoto parecido con algún airado inconformismo de carácter ideológico.
Una noche borrascosa ideamos una fechoría que, de no intervenir algún influyente preboste, nos habría llevado sin más ante la justicia ordinaria. Resulta que en una bella placita de Jerez, justo detrás de la casa donde nació don Miguel Primo de Rivera, había una pequeña estatua dedicada al también jerezano padre Coloma. Era un busto de escaso relieve, montado sobre un pequeño pedestal. En ese pedestal lucía una primorosa inscripción donde se proclamaba lo honrado que se sentía el pueblo de Jerez por contar entre sus hijos a aquella lumbrera de las letras patrias, por no decir de las universales. Y se nos antojó de pronto que semejante despilfarro de alabanzas tenía un acusado tinte provocativo. Así que nos personamos en la plaza muy de madrugada, provistos de las herramientas pertinentes, y desmontamos el busto de nuestro ilustre paisano. Alguno de los implicados pensaría con toda probabilidad que el autor de Pequeñeces no se merecía un ultraje tan burdo, siquiera fuese por la amenidad satírica con que intentaba suplir a veces su paupérrimo estilo, malbaratado entre rifirrafes de salón y moralejas jesuíticas. Una vez el busto en nuestro poder, se nos planteó un dilema difícil: el de no saber qué hacer con él, aparte de que su peso dificultaba un largo traslado. Juan Valencia, un digno y malogrado poeta que fue mi mejor amigo de entonces, se ofreció con temeraria diligencia a llevárselo a su casa para celebrar allí al día siguiente un nuevo acto de agravio. Pero lo que terminamos haciendo no fue otra cosa que cargarlo a duras penas hasta la casa natal de Primo de Rivera, en cuya puerta lo depositamos. Nunca supimos quién pudo vernos o quién se malició que el estropicio había sido perpetrado por nosotros, pues fuimos llamados a declarar ante la policía y el periódico local arremetió contra tan indignos pisoteadores de la gran ejecutoria cultural jerezana. La sangre, en todo caso, no llegó al río.
En ese mismo periódico local —el Ayer— había aparecido poco antes el que fue mi primer texto publicado, si bien escrito en colaboración con el primo Rafael y firmado de manera que parecía sólo mío: Caballero-Bonald. Era un artículo sobre las trastiendas humanas del circo y, después de esmerarnos en su redacción por espacio de dos largos días, pensamos que su calidad era incluso muy superior a la de las colaboraciones habituales del Ayer, mayormente referidas a temas marianos o de exaltación de los valores de la patria en general y de la chica en particular. Este periódico adolecía de unas deficiencias tipográficas tan palmarias que resultaba prácticamente ilegible, aparte de que también lo fuera a efectos informativos. Una vez, en la página dedicada a las noticias de última hora, apareció una nota magistral; decía: «Más noticias de última hora en la edición de mañana.» Pues bien, el primo Rafael y yo nos armamos un día de valor y fuimos a ofrecerle aquella primicia literaria sobre el circo al director del Ayer, un señor de aspecto abacial que nos reconoció enseguida por el apellido y que nos prometió leer el artículo y, si lo encontraba aceptable, publicarlo. Sólo estuvimos pendientes de esa eventualidad unos pocos días y, cuando al fin vi mi firma impresa, pensé que de ahí a la fama no había mucho trecho. Y que incluso me iba a resultar fácil dar el salto.
El artículo en cuestión tuvo una historia previa de cierto gracejo. En una explanada al final de la calle Porvenir estaban instalando un circo y a mí se me ocurrió presentarme por allí, en funciones de periodista, para ofrecer la realización de un artículo. Le confié mi idea al primo Rafael y él se mostró muy dispuesto a acompañarme. Así que nos personamos en el circo cuando aún no habían terminado de montar la carpa y preguntamos por el director. El director nos recibió en una roulotte medio desvencijada y nos obsequió, como primera medida, con dos entradas para asistir a la función inaugural del día siguiente, con lo que obtendríamos información sobrada acerca de las excelencias del espectáculo. Y así lo hicimos. Los números circenses eran bastante modestos, pero descubrimos a unas chicas saltimbanquis sumamente atractivas, o eso pensamos mientras hacían sus piruetas. La idea de escribir el artículo se vio entonces muy reforzada por la posibilidad de entablar relaciones con esas acróbatas. Eran cuatro, pero Rafael y yo ya habíamos elegido a las dos más agraciadas. Al terminar la función, proseguimos con nuestra tarea periodística y, de paso, invitamos a esas dos chicas a venirse con nosotros a tomar una copa. De cerca y ya vestidas de calle, las saltimbanquis parecían mucho más famélicas que cuando actuaban en la pista. Exhibían, además, un aire de muñecas baratas un poco decepcionante. Dijeron que estaban muy cansadas y que a esas horas ellas no iban a ningún sitio, pero que al día siguiente, a las doce de la mañana, podíamos ir a recogerlas. Y en eso quedamos.
La cita tenía, en principio, un componente de descaro que la hacía más tentadora. Salir al mediodía con aquellas dos muchachas tan lerdas y llamativas podía resultar de lo más improcedente. En una sociedad como la jerezana, dividida en clanes a manera de círculos herméticos y atascada en sus necios prontuarios educativos, esos exhibicionismos podían ser considerados como formalmente recusables. Una cosa eran los deslices a escondidas y otra muy diferente las demostraciones públicas. Ya comenté más arriba que el primo Rafael y yo —junto con Juan Valencia— nos inclinábamos siempre por ese tipo de módicas infracciones con las que poder demostrar nuestra novelera independencia. Paseamos pues con las dos saltimbanquis por la zona urbana más concurrida a aquellas horas. No recuerdo qué fue lo que hicimos exactamente, pero a lo mejor ni siquiera suscitamos la atención de alguno de los árbitros de las buenas maneras o, como suele decirse, de los respetos humanos, cosa que, de ser cierta, nos habría defraudado bastante. En cualquier caso, esas dos muchachitas eran tan pudibundas y parecían tan desvalidas que las devolvimos a su lugar de origen antes de lo previsto. Si yo había alimentado en mi fuero interno la aventurera posibilidad de unirme al circo en calidad de cronista, para compartir así la vida errática de sus gentes, nada de eso prevaleció a la postre en mis cálculos. A Rafael y a mí, sin embargo, nos quedó como un sedimento remunerativo de algunas metafóricas interioridades de la vida circense. Por eso escribimos el artículo, donde arremetíamos de pasada, y en calidad de estetas inflexibles, contra el hábito obsceno de amaestrar animales, una transgresión antinatural que siempre he detestado.
Rafael había ido reuniendo una biblioteca más bien insólita no ya para su edad sino para los tiempos que corrían. Con diecisiete años había leído hasta a Giovanni Papini, que ya son ganas de leer. Publicó por entonces, en una revistilla que hacía la asociación de antiguos alumnos de los marianistas, unos sesudos comentarios sobre Aldous Huxley. Estaba además al tanto, a través de las revistas de la época, de todo lo que ocurría en el tinglado cultural madrileño, que era bien poco, pero que a él, y a mí de rechazo, nos resultaba de lo más sugestivo. Se entiende que todo eso hiciera de Rafael un jovencito bastante pagado de sí mismo y, si se lo proponía, de veras impertinente. Hablaba muy despacio, como cuidando de no decir ninguna tontería, y tenía fama de pretencioso y esquinado. Esgrimía un manifiesto desdén por toda clase de atrofias sentimentales, aunque era muy enamoradizo. Si terminaba con una novia, al punto empezaba con otra. Yo creo que lo que pasaba era que las novias, después de una etapa de tanteo más o menos prolongada, acababan aburriéndose de las agobiantes pruebas a que las sometía Rafael, más que nada por esas larguísimas peroratas sobre asuntos culturales que a ellas no les debían interesar ni poco ni mucho. Pero lo que a mí me tenía verdaderamente encandilado era su notoria competencia en materia literaria y no cesaba de pedirle libros y orientaciones, que mi hermano Rafael se encargaba luego de aquilatar a su manera.
A partir de ahí empecé a frecuentar muy discretamente a algunos clásicos españoles, a ciertos novelistas rusos y franceses, a los poetas parnasianos. No me sometí en este sentido a ninguna observancia al uso, quiero decir que no leí a esos consabidos figurones canónicamente aupados por las tribunas falangistas o el catolicismo militante —los García Serrano y los Ricardo León—, cuyos escarceos literarios en aquellos años triunfales me sonaban, aun sin conocerlos más que de poco trato, a chisporroteos de ínfima pirotecnia idealista. Tampoco congenié, sin otro veredicto que el surgido de una espontánea arbitrariedad, y salvo alguna frágil excepción —¿La historia de San Michele, del sueco Axel Munthe?—, con todos esos adocenados autores extranjeros entonces tan en boga: los Lajos Zilahy, Somerset Maugham, Bromfield, etcétera. Creo que por entonces mis hábitos de lector aún seguían tercamente mediatizados por las nebulosas románticas, los atajos suntuosos de la novela de acción y —acaso también— los vibrantes augurios poéticos de un Gabriel Miró o un Ramón Gómez de la Serna. De modo que toda esa gimnasia especulativa recomendada por el primo Rafael, no sé si para desentumecerme el gusto o para poner a prueba mi capacidad receptiva, me resultó muy poco llevadera. Y con muy escasas compensaciones, ésa es la verdad. Aunque tampoco creo que fuera exactamente eso, sino más bien una cierta inopia por mi parte para seguirle la pista o hurgar en los aparejos psicológicos del malvado Dimitri Karamazov o de la hermosa Madame Michu, que quedaban muy a trasmano de mis fijaciones recreativas en materia literaria.
Tengo aún algo que contar a propósito de novias. Un día me dijo Rafael que acababa de entablar relaciones con la bella hija del director de una alcoholera, una chica a la que yo no debía de conocer —recién venida como estaba de Tarragona— y cuya simple contemplación bastaba para provocar toda clase de éxtasis, que es lo que a él le había acontecido. En vista de que Rafael tenía que estar con ella por las tardes, según exigían los más acreditados protocolos amorosos de la época, no pudimos vernos entonces con la misma asiduidad que antes. Era la primera vez que ocurría algo así, y yo me quedé de veras defraudado, alimentando incluso la suposición de que semejante actitud se parecía mucho a una deslealtad. Con esa murria andaba cuando una tarde, mientras paseaba con Juan Valencia, me señaló éste a una guapa muchacha que se cruzó con nosotros, aclarándome que se trataba de la novia de Rafael. Ese hecho tan simple me ocasionó un serio trastorno sensitivo, pues a partir de ahí quedé absolutamente prendado de la apetecible novia del primo, que luego resultó no serlo. Pero como yo creí que lo era, inmediatamente se activó en mi imaginación un complicado mecanismo de interferencias amorosas. La cosa duró más de lo razonable y por primera vez sentí que una pasión de la clase de las avasalladoras me instaba a buscar un lenitivo que únicamente podría encontrar en los refugios ilusorios de la poesía lírica. Sólo volví a ver otro día a aquella musa sostenida con los artificios de mi propia redundancia sentimental, y ya al cabo de unas dos semanas, cuando Rafael me presentó a su verídica novia, supe que me había enamorado de lejos y por error. Tan enrevesado asunto me reportó una estimable confusión emotiva que tardé meses en resolver.
Rafael disponía de amigos raros y curiosos, como algunos de sus libros. Uno de esos amigos tuvo una memorable relevancia en mis vaivenes primerizos como aprendiz de poeta. Se trataba de un señor ya sesentón, con muy extendida fama de homosexual y, por ende, sistemáticamente desplazado de la más gazmoña sociedad jerezana. Este señor —don Teodoro Casares— era un culto bibliófilo, rico por su casa, que había pertenecido al partido republicano reformista (el mismo en el que militó mi padre) y que había conseguido finalmente sortear los asaltos de quienes pedían la muerte de la inteligencia. No sé cómo se las arregló para salvar asimismo de la quema los buenos catorce o quince mil volúmenes de su biblioteca. Tampoco sé por qué lo conocía Rafael, a lo mejor era un viejo amigo de la familia. Un día nos llevó a su casa a Juan Valencia y a mí. La casa era un despropósito. Grande y destartalada, tenía el piso bajo condenado y en el de arriba había libros por todas partes, amontonados con un aparente desorden que resultó obedecer a un peculiar método de clasificación por épocas y materias. También había por allí un buen número de pájaros disecados con aspecto de podridos, diversos maniquíes vestidos con antiguos uniformes de alabarderos y no pocos trastos de encuadernador que más parecían instrumentos de tortura.
Don Teodoro nos recibió con mucha amabilidad. Era un hombre más bien bajito, de pelo ceniciento, tristón y desaliñado. Llevaba siempre escurridas hacia la punta de la nariz unos lentes de montura plateada, y miraba por encima de ellos con unos ojillos interrogantes y como desvalidos. Nos invitó a una copa de oloroso y se mostró de lo más complacido cuando Rafael lo ilustró en términos magistrales sobre nuestras aficiones literarias. En contra de las más arraigadas codicias y prevenciones propias de los bibliófilos, y sin que mediara la menor insinuación por nuestra parte, don Teodoro se ofreció a prestarnos algunos libros que, según él, estaban proscritos en todas las covachas nacionales de la instrucción pública. Así lo puntualizó. La magnanimidad de don Teodoro no paró ahí, sino que nos propuso, si ése era nuestro deseo, reunirnos un día a la semana para devolverle los libros prestados y recoger otros, todo ello sin perjuicio de tomar una copa en paz y armonía mientras le contábamos nuestros empeños literarios. Al cabo de tanto tiempo, continúo oyéndolo hablar así, con un lenguaje de viejo republicano educado en el respeto al prójimo y obstinado en que nadie, y menos aún los emisarios de la sinrazón, pudiese violentar la beata solidez de sus ideas. Desde luego que ninguno de nosotros sabía entonces nada de la militancia política de don Teodoro ni de su azarosa filiación de desafecto, según la terminología policial al uso. De lo que sí estábamos enterados era de su condición de homosexual, cosa que nos mantenía a veces un poco en vilo, pues el pobre don Teodoro no podía sustraerse a la tentación de algún que otro disimulado tocamiento o de unas miradas anhelantes y como sugeridas por esa especie de ternura maltrecha que agobia a los reprimidos. Pero su generosidad, sus palmarias atenciones de hombre solitario y habituado a la desdicha, iban a modificar sustancialmente las relaciones entre mi experiencia y el pensamiento literario en que se alojaba. Una manera, como cualquier otra igualmente casual, de ir llenando de contenido los espacios en blanco de la imaginación.
El primer libro que me prestó don Teo —que así lo llamábamos— fue la Segunda antolojía poética, de Juan Ramón Jiménez, en la edición de 1922 de la Colección Universal. De eso sí que me acuerdo como si acabara de ocurrir. Llegué a casa con aquel desconocido tesoro y me acosté enseguida para leerlo. Por la mañana, la correlación de fuerzas de mis ideas literarias había adquirido una nueva movilidad. Fue como si se desmantelaran bruscamente en la memoria todas mis anteriores pertenencias poéticas y descubriera de pronto la maleable utillería de un lenguaje que no era con el que yo me había familiarizado hasta entonces. Lo cual vino a acrecentarse cuando permuté con Juan Valencia el libro que le había prestado a él don Teo: la antología de Poesía española, de Gerardo Diego, en la edición de la Editorial Signo de 1932. Casi sin saberlo, aquel bibliófilo triste y arrinconado había puesto a mi alcance el instrumental idóneo para una operación reflexiva de urgencia, inviable hasta entonces dentro de las condiciones de incertidumbre y aislamiento en que me desenvolvía. Y más tratándose de un joven extraviado por ciertos volubles arrabales de la literatura, acotados todos ellos por un lirismo de falsete. Eran a no dudarlo unas arpas muy cubiertas de polvo. En aquel Jerez de mediados de los cuarenta, inmerso en una tenaz indigencia cultural y replegado en sus propias fanfarrias localistas, la ayuda intachable de don Teo fue desde luego providencial. Es posible que todavía anduviera yo queriendo vagar por los anillos exteriores de la imaginación romántica, es decir, por un suministro poético mezclado de venenos tormentosos muy rápidos de digerir. Pero ya nada iba a ser lo mismo. Digamos que Juan Valencia y yo pasamos por junto, y sin estaciones intermedias, del previo invento poético de la experiencia a una experiencia directamente coaligada con el lenguaje. De lo que no estoy seguro es de que eso ocurriera tan de inmediato. O de que no se interpusiese bona fide algún otro desvío más o menos transitorio.
Coincidiendo con esas incipientes recapitulaciones también tratamos Juan Valencia y yo con alguna regularidad a Mercedes Zurita, marquesa de Camporreal, una viuda muy bien plantada y de efusivo trato que gustaba de las bellas artes y, en especial, de las buenas letras. Eso del marquesado, que venía a representar otro de los adornos más favorables para figurar en el censo de genuinos señoritos jerezanos, no parecía ser en este caso un requisito sino un accidente. Por cierto, creo que fue Agustín de Foxá —autor de un soneto feroz contra la aristocracia local— quien puntualizó que, en Jerez, sólo había dos garantías de prestigio: o ser Domecq o ser caballo. Pues bien, esta marquesa, que vivía en un magnífico palacio neoclásico cerca de la vieja iglesia mudéjar de San Lucas —habitado hoy por un inteligente sobrino suyo: Manolo Domecq Zurita—, era desde luego una mujer de mucho fuste, nada amiga de las convenciones, muy disponible y liberal. No debía de andar demasiado sobrada de fondos, pues le había alquilado unas habitaciones de la planta baja del palacio a un poeta recién llegado de Sevilla y doblado de interventor municipal. Esas habitaciones tenían una entrada independiente por la calle, aunque también comunicaban con el que siempre me pareció el más bello y elegante patio de Jerez. El tal poeta, de nombre Antonio Milla, era un personaje zumbón y jaranero, de alarmante complexión sanguínea, que se había aficionado a los vinos locales con un entusiasmo por lo menos electoralista. Autor de muy variadas composiciones de carácter básicamente ditirámbico, coincidió un par de veces con Juan Valencia y conmigo en algunas de nuestras visitas a Mercedes Camporreal. Antonio Milla no sólo aportaba a la reunión un recital breve de sus poesías, sino unas botellas de solera bastante más sustanciosas. Todo parecía incorporado a un paisaje anacrónico y algo decadente, con un excesivo acopio de formas impresionistas, pero también había en aquel salón como el germen de un antídoto contra las zafiedades cotidianas. Además, la marquesa tenía una hija lindísima, Mariana, que aparecía a veces por allí y le otorgaba una atrayente lozanía a aquellos aposentos un poco caducos.
Todas esas andanzas en común se fueron normalmente descabalando. Cada cual eligió su propia carrera y apenas nos veíamos más que a ratos perdidos. El primero que desertó fue Juan Valencia. Un día, no mucho tiempo después de su marcha, me lo volví a encontrar en Sevilla y me dijo que iba a casarse. Era tan joven y estaba tan desposeído de asideros económicos (acababa de abandonar a su familia en un repente de absoluta sublimación de la autosuficiencia), que me sorprendió de veras esa decisión tan precoz e impredecible. Quedamos citados para el día siguiente en los jardines del Alcázar, donde iban a estar él y su futura mujer con Joaquín Romero Murube, entonces conservador o alcaide o usufructuario vitalicio de aquel hermoso recinto árabe. Romero Murube, que era una persona muy fina y muy bien dotada para lo que podrían llamarse las intrigas palaciegas de la vida cultural, había sido por lo visto el causante de que Juan conociera a la que iba a ser su mujer. Se llamaba Margarita Fórmica y resultó que yo ya la conocía de oídas, a través de amigos comunes y aun de parientes. Había estado casada con un arquitecto sevillano, Juan Talavera, del que luego se divorció y que era algo así como concuñado de tía Isabela Bonald.
El encuentro fue muy grato y paseamos en son peripatético por los jardines del Alcázar, convertidos por obra y gracia de Romero Murube en los de Academos para uso poco menos que privado. Margarita ya no era ninguna niña y tenía ese aire elegante y un poco desdeñoso de las personas que sólo desean compartir las porciones más delicadas de la realidad. Era cuñada de un hombre encantador y algo disipado, Eduardo Llosent, a quien yo había conocido en Sanlúcar y a quien volví a ver en Madrid cuando todavía era —ignoro por qué desvaríos administrativos— director del Museo de Arte Contemporáneo. Llosent estaba casado con otra Fórmica, Mercedes, aunque el matrimonio no andaba muy allá, pues él había tenido la peregrina ocurrencia de juntarse con una dama que era el vivo retrato de su mujer. No es infrecuente que eso ocurra, sobre todo si se alcanzan a descubrir los hechizos de lo que podría llamarse una clonación espontánea. Llosent y Romero Murube pertenecían a esa exigua casta de andaluces cuya más meritoria cualidad consiste en aparentar que lo son a contracorriente, un prurito que a lo mejor define una manera incluso más exacerbada de ser andaluz, si bien no siempre referida a las farfollas regionalistas de curso legal. Hedonistas y refinados, su actitud también podía tener en este sentido algo de ambigua, inadvertidamente vertebrada a la noción cernudiana de Andalucía: ese sueño que cada andaluz reinventa a su manera.
Volví a ver en Sevilla alguna que otra vez a Margarita y a Juan, casi siempre en compañía de otros amigos —Felipe de Pablo-Romero, José María Moreno Galván, a más del primo Rafael—, pero había como una tácita obstinación en barruntar que nos estaban distanciando las sucesivas bifurcaciones de nuestra propia manera de ser. Después de esos pasajeros encuentros, sólo coincidí con Juan una sola —y última— vez, ya en Madrid, adonde había ido a solventar no sé qué papeleos de su licenciatura en filología hispánica. Leí en su cara como el amago prematuro de una desconexión, como si ya hubiésemos aceptado el preaviso de que no íbamos a volver a vernos. Sabía que su salud era precaria y que menudeaban sus depresiones. Se había ido a vivir a Málaga con Margarita y yo no quise —mal que me pese ahora— volver a verificar lo que ya se había ido convirtiendo en una especie de altanería mutua. Eso sí, me mandaba sus libros —los dos que publicó en Málaga— y yo a él los míos, pero aquel viejo apego que nos hizo crecer juntos y vivir las mismas venturas y adversidades literarias, las mismas nocturnas algarabías, ya se había consumido, no sé por qué incoherentes desidias. Me enteré de su muerte cuando ya hacía más de un mes que lo habían enterrado, con lo que se me recrudeció penosamente una ya aletargada sensación de contrito.
Al primo Rafael continué viéndolo cuando coincidíamos en Jerez durante las vacaciones. No había vuelto a quedarse en la cama más tiempo del habitual, aunque solía leer hasta que amanecía y no se levantaba hasta pasadas las dos de la tarde. Había abandonado del todo su afición a escribir, que tampoco fue muy persistente, y me advirtió de que la dedicación activa a la literatura era una contingencia que carecía realmente de relevancia. «Es más provechoso mantenerse en los aguantaderos del observador —decía—, aunque tampoco estoy muy seguro de que el hecho de escribir sea más desesperante que la decisión de no hacerlo.» En cualquier caso, a él le resultaba más práctico comprobar la solvencia o la futilidad de los cultivadores de la literatura por el procedimiento de andar escudriñando en sus obras. Y ciertamente seguía leyéndolo todo, incluidas las últimas novedades de librería no especialmente recomendables.
Andando el tiempo —no hace todavía mucho— me telefoneó un periodista de Interviú proponiéndome escribir un reportaje sobre los Bonald acostados. No sé cómo se enteró, al cabo de los años, de esa predilección familiar. Tal vez yo deslicé algún comentario desafortunado ante un conocido común, que le fue con la historia. Naturalmente que ni yo acepté bajo ningún concepto airear semejantes intimidades, ni entendía a quién le podía interesar todo eso, y más tratándose de una revista tan chocarrera como Interviú. Así que me negué a colaborar, si bien consentí, no sin alguna malevolencia, que el periodista se pusiese en contacto con Rafael, por si lo sorprendía en una de sus fases extravagantes y encontraba divertido el chismorreo. Juzgué indispensable, sin embargo, anticiparle al primo lo que se tramaba y él montó en justa cólera y me advirtió que ni siquiera se pondría al teléfono. Y así fue, en teoría. El periodista me llamó después para informarme de su extrañeza ante lo que había ocurrido. La conversación que mantuvo con Rafael fue más o menos como sigue:
—¿Puedo hablar con el señor Bonald?
—¿De parte de quién?
—Soy de la revista Interviú.
—Ya. Disculpe que hable tan enrevesado, es que me estoy comiendo una fruta escarchada.
—No se preocupe.
—Soy su secretario, ¿qué desea?
—Es un asunto personal, querría hablar con él.
—Pues lo siento mucho, pero el señor Bonald está hibernado desde hace dos meses en la estación biológica de Doñana.