5. COMPOSICIÓN DE LUGAR

El término de la guerra civil no es una efeméride consignada de ninguna expresa manera en los inciertos almanaques de mi memoria. Casi estoy por creer que esa noticia de la victoria final del general Franco me fue sustraída por alguna razón que ignoro del módico suministro de informaciones a que yo tenía acceso en aquellos años. Es curioso, no obstante, que tampoco conserve el menor recuerdo de las alharacas receptivas de Jerez ante el triunfo franquista, y eso que tuvieron que ser sonadas. No me veo incorporado en absoluto a ninguna celebración municipal o militar, a pesar de la mucha pompa y regocijo de que harían gala los más adictos sectores sociales jerezanos. De modo que ese primero de abril de 1939 carece en mi recuerdo de todo significado, no es más que una fecha sepultada entre las polvaredas de aquel tiempo ya casi inverosímil. Seguro que en los marianistas se promulgó cuando menos alguna vacación especial, seguro también que en mi casa se producirían algunas enfrentadas reacciones, nunca irrespetuosas entre sí, pero ni siquiera de eso me han quedado rastros memorables.

Recién terminada la guerra, o algo después —justo quizá en los años peores del hambre—, conocí a un muchacho más o menos de mi edad que, en cierto modo, iba a ser el causante indirecto de algún brusco recambio en mis particulares indefiniciones volitivas. Se llamaba Pepín Hernández-Franch y era hijo del director de una famosa yeguada donde se criaban los que a mí me parecieron —y a lo mejor no andaba descaminado— los más hermosos caballos del mundo. Este Pepín disponía de un compinche —un domador muy joven— que siempre encontraba el modo de facilitarnos unos paseos ecuestres realmente suntuosos. Casi todas las tardes de los jueves y muchas otras de aquella primavera, al salir del colegio, ya nos tenía preparadas el joven domador unas jacas de mediana alzada con las que nos íbamos a corretear por el campo. Siempre venía él con nosotros, no ya a vigilarnos o a iniciarnos en las artes de la equitación sino porque también gustaba de esas expansiones conjuntas, que él sabía luego conducir en su propia conveniencia. Mi afición por los caballos —sólo cultivada a intervalos muy irregulares— arranca de aquellos días a la vez borrascosos y felices. Vi partos de yeguas, olí las parias humeantes sobre el pajonal, cepillé potros, les seguí la pista desde el primer al segundo bocado, espié los cambios de color de la capa, y creí finalmente que había entrado en un ámbito de privilegiados conocimientos de la vida.

Uno de los parajes a los que acudíamos con mayor asiduidad era el de los alrededores de la Cartuja. Este bello monasterio, abandonado desde la exclaustración de 1835 y al que volvieron los monjes hace ya algunos años, era entonces un conjunto de ruinas absolutamente ejemplares. Siempre he preferido la conservación de las ruinas a ese artificio deformante de las restauraciones, que vienen a ser como un despropósito parecido al de corregir con parches el pasado. Yo ya había estado por allí alguna que otra vez, en compañía de mis padres, y era un gozo recorrer aquel recinto monástico fundado en el siglo XV y traspasado a la esfera de la imaginación romántica, que estaba siendo poco a poco desmantelado por los saqueadores de turno. Su planta ocupaba una vasta superficie a orillas del Guadalete, incluyendo el patio de acceso, las dependencias porticadas anexas, la iglesia y la sala capitular, los claustros y el refectorio, las celdas y las caballerizas. Todo eso no era ya más que un mustio collado y apenas quedaban vestigios de recuerdos: la salmodia silente de la clausura, el esplendor de los Zurbaranes que decoraban el retablo mayor y que todavía siguen depositados en el museo de Cádiz, la casta de caballos cartujanos fundada por los monjes y cuya sangre aún se perpetúa en algunas espléndidas yeguadas jerezanas.

Nosotros vulnerábamos esas ruinas majestuosas entrando a caballo hasta el llamado claustro de los Arrayanes, una muestra magnífica del gótico, hollando las losas desencajadas bajo las que tal vez había tumbas de cartujos. Casi siempre descabalgábamos y nos íbamos a explorar todos aquellos rincones ya convertidos en guaridas de alimañas y menoscabados por la maleza. Luego, las más de la veces, nos llevaba el joven domador a una casucha de por allí cerca donde siempre parecía estar esperándolo una muchacha de edad indefinida. Según él, era su novia, aunque en realidad era una prostituta que solía dedicarse a sus comercios en el inmediato caserío de Los Albarizones y ventas aledañas. Recuerdo sólo una cara bruna, una mirada triste y unos pechos grandes. Vivía con una supuesta tía suya, que hacía un poco las veces de celadora de aquel humilde sucedáneo de burdel. El joven domador se movía allí como Pedro por su casa y, no más llegar, procedía a ejercer de anfitrión del modo más extraño: se cambiaba la pelliza por una blusa, comprobaba el buen orden doméstico, que no era sino el de unos pocos enseres de pobre, y nos sacaba algo de beber, generalmente mosto. No sé qué relación había entre él y aquellas dos mujeres que apenas si hablaban en nuestra presencia. Era una tribu tan alejada de mi dotación imaginativa que incluso me resultaba seductora.

Durante una de esas visitas, el joven domador se llevó a Pepín y a la muchacha al dormitorio que había en la otra habitación de la casucha y, después de algunos cuchicheos, los dejó allí solos. No hizo ningún comentario, simplemente me dedicó una mueca obscena. La tía de la muchacha tampoco dijo nada, permanecía absorta en la contemplación de su vaso de mosto vacío. Creo que yo sólo bebí unos buches de aquel aguachirle repulsivo, mientras oía los rumores para mí bochornosos que venían de la alcoba. Pasó un buen rato antes de que volviese a aparecer Pepín, quien después de quedarse mirándome como si calculara mi grado de identificación con la lujuria, me dijo que había llegado mi turno, o sea, que ya podía entendérmelas con la muchacha. Y yo entonces, no por ninguna contención de índole moral ni por ninguna otra causa referida a ciertas variantes de la repugnancia, sino por una simple poquedad, por un retraimiento medroso, me disculpé como pude y pospuse así de manera azarosa aquella directa iniciación en las prácticas sexuales.

Una de aquellas tardes, cuando galopábamos por el carril de un barbecho, tuve mi primer percance como aprendiz de jinete. Yo montaba una jaca muy dura de boca que no parecía ir a gusto conmigo, o que yo no sabía tratar como se merecía, porque de repente hizo un extraño y me tiró contra un talud. Menos mal que me desestribé a tiempo, ya que la jaca siguió galopando sola y costó lo suyo perseguirla y apaciguarla. Quien no se recuperó fui yo, pues por más que lo intenté no pude apoyar el pie derecho en el suelo y empecé a sentir como un taladro punzante que me atravesaba el tobillo. Intentaron encaramarme a la grupa del caballo del joven domador, pero con la pierna colgando se me recrudecían de manera intolerable los dolores. Así que tuvieron que optar por llevarme en brazos hasta la carretera y allí conseguimos finalmente parar a un autocar que hacía el servicio entre el puente de la Cartuja y Jerez. Llegué a casa muy estropeado y con una más que alarmante hinchazón del tobillo.

Me había fracturado la base del peroné y astillado un hueso llamado cuboide, con lo que tuve que pasarme casi tres meses con la pierna escayolada. Después de dos semanas de reposo, durante las que padecí de mala manera una especie de abstinencia ecuestre, volví al colegio y allí fue la jactancia mayúscula del héroe accidentado en las refriegas de la vida. Me resultaban tan dignas de envanecimiento mis marcas de impedido, que casi llegué a creerme que había protagonizado una intrépida incursión por ese arriesgado territorio donde ya uno no podía ser otra cosa que un hombre. Fue una indemnización muy halagüeña, sobre todo después de que Pepín Hernández-Franch me llevara a su casa para que el padre pudiese comprobar que no me había ocurrido nada grave, y éste me dijo que a un valiente se le conoce mejor después de haberse caído de un caballo. Una arbitrariedad verdaderamente delicada. Me regaló una fusta que me hubiese gustado conservar.

En vista de que la equitación me estaba vedada, procedí a buscar aceleradamente otra actividad supletoria. Lo que no entraba en mis cálculos era privarme, al margen de las tareas del colegio, de una ocupación que me exigiese una entrega apasionada, y mejor si incluía alguna suculenta dosis de peligros. Y elegí entonces la investigación científica. En la rebotica de la farmacia de abuelo —ya entonces de tío Rafael— había dos habitaciones misteriosas donde se guardaba una cumplida colección de envases de hipofosfitos y de instrumentos químicos altamente tentadores y ya más bien en desuso. Yo anduve por allí husmeando y pedí que me cedieran algunas muestras de ese tesoro: matraces, infiernillos, redomas, probetas, tubos de ensayo y otros utensilios por el estilo, cosa que logré sin mucho esfuerzo. Lo que no obtuve, sin embargo, fue un primer lote de productos —ácidos, nitratos, sulfatos, cloruros, a más de otras sustancias de nombres exóticos— que me parecían imprescindibles para iniciar mis experimentos. De modo que los fui hurtando en cantidades discretas, clasificándolos luego en frascos de vidrio azulenco convenientemente etiquetados.

El laboratorio lo monté en una habitación del fondo de la casa que se había ido convirtiendo en leonera y que yo ordené y adecenté con delectación minuciosa. Reuní varios prontuarios de química que encontré arrumbados en una vieja estantería y me dispuse a internarme por los más osados vericuetos de la ciencia. Mi objetivo primordial no consistía en las mezclas de sustancias para conseguir cuerpos compuestos ya conocidos, sino en ensayar nuevas combinaciones con las que poder descubrir propiedades aún ignoradas. No sé si esa ambición me había llegado por vía genética de las sabidurías químicas de abuelo, o bien se me había transmitido espontáneamente a través de las inducciones quiméricas de la voluntad. En cualquier caso, yo era ya el investigador anónimo que un día asombraría al mundo con sus descubrimientos. Como por diversión ocasional, fabriqué pólvora y procedí a algunas manipulaciones de carácter recreativo, pero a lo que yo aspiraba era al gran momento de la obtención de ese producto que ni siquiera habían sospechado los más célebres alquimistas. A lo mejor hasta inventé cosas ya inventadas, pero daba lo mismo, porque había llegado a ellas por los atajos vertiginosos de una intuición con trazas de clarividente.

Solía pasarme casi todas las tardes en el laboratorio, sin atender a ningún requerimiento que pudiera sustraerme del trabajo y ante la creciente alarma de mi madre, que no se mostraba muy conforme con aquella dedicación mía tan malsana y absorbente. En algún momento admití a mi hermana María Julia como ayudante y la adiestré en el calentamiento de sustancias que yo ya había mezclado previamente a ojo, no sin revisar en cada caso las severas leyes de las transformaciones químicas. Y en ésas estaba cuando se produjeron, amén de algunos otros percances de menor cuantía, dos accidentes bastante aparatosos: una explosión seguida de un conato de incendio y una fuga de gases mefíticos que a poco intoxica a media casa. Mi hermana, por lo pronto, se quemó un brazo y los dos estuvimos tosiendo un día entero, mientras el abuelo, desde su cama de enfermo imaginario, prorrumpió en enérgicas protestas por aquel intempestivo y pestilente sahumerio. «¿Es que han decidido por fin prenderle fuego a la botica?», fue lo que vino a decir. Mis experimentos sufrieron entonces un serio revés. Fui llamado a capítulo por mis padres y me anunciaron que, una vez sopesados los pros y los contras de tan peligroso pasatiempo, y en vista de que yo no parecía muy dotado para manejar inofensivamente productos químicos, iban a dar por clausurado el laboratorio en evitación de males mayores. Yo debí de oírlos como oiría Galileo la condena inquisitorial por haber defendido el sistema cósmico copernicano. Acepté con aparente sumisión el veredicto, aunque en mi fuero interno me prometí hacer todo lo posible para continuar investigando de alguna clandestina manera. Todo, menos claudicar, que era flaqueza propia de espíritus serviles o de principiantes de cortos vuelos. En los ciclos de melancolía severa me juraba que lo único realmente digno que podía ocurrirme era morir por la ciencia. Pero pasó el tiempo y no se me presentó tan honrosa oportunidad.

La predilección por las ciencias químicas fue bien pronto sustituida por la de las artes de la biblioteconomía. En casa se había ido reuniendo desde muchos años atrás un regular acopio de libros de muy diversas materias y utilidades. Aparte de los tratados científicos de abuelo, había bastantes novelas decimonónicas aportadas por tía Isabela, ediciones varias de lecturas pedagógicas y literatura clásica pertenecientes —supongo— a la abuela Julia y textos franceses de mi padre, mayormente de asuntos económicos. Todo ello, unido a distintas colecciones de historia universal, diccionarios enciclopédicos y revistas ilustradas, constituía una pequeña y heterogénea biblioteca, distribuida en dos estantes de proporciones abaciales, que mi hermano Rafael y yo procedimos a ordenar y catalogar. Rafael ya era un adicto precoz a los pensadores católicos, que leía con fruición y usaba después como base argumental para sus alocuciones en el colegio, donde además de ser un estudiante ejemplar, gozaba de fama de orador de fina labia y verbo florido. Aunque todos esos fervores prematuros se le fueron atenuando con el tiempo, yo creo que logró transmitirme entonces si no una adhesión doctrinaria, sí una cierta tendencia a no desdeñar lo que no coincidía con mis gustos.

Una vez provistos de los correspondientes cuadernos de registro y de las indispensables etiquetas, nos dedicamos con tenacidad infructuosa a clasificar lo que no estaba necesitado de ninguna operativa clasificación. Las etiquetas eran muy llamativas, orladas de una greca azul, y procedían de la farmacia. Aunque habíamos decidido ordenar los libros por materias, nos encontramos con serias dificultades al llegar a una colección miscelánea —todavía conservo algunos de esos volúmenes, encuadernados en piel ahuesada con tejuelos granates— publicada por Montaner y Simón entre la última década del XIX y la primera del XX. Yo era partidario de no quebrar el vistoso conjunto de esa colección, pero se impuso la acérrima tesis de mi hermano, quien no estaba dispuesto a dejarse convencer por razones tan aleatorias, lo cual aminoró bastante mi capacidad de entusiasmo. No sé cuánto tiempo se nos fue en aquella operación organizativa, pero todo quedó muy aparente y fui recompensado con el descubrimiento de varios ejemplares de una Biblioteca Ilustrada de Gaspar y Roig de mediados del XIX. También guardo algunas de esas ediciones —La Araucana, El Bernardo, El diablo mundo—, cuyas láminas me instaron entonces a adentrarme por un fárrago poético que me dejó estrictamente anonadado. El registro de los sicarios de la Falange a que ya me he referido debió de producirse poco antes, y esa visión de los libros pisoteados y esparcidos por el suelo se convirtió en una de las más persecutorias escenificaciones dentro de mi particular repertorio de alarmas sobre la guerra civil.

No puedo calcular muy bien cuánto tiempo pasó entre esas actividades y el día en que nos mudamos de casa. Pero sí me consta que ese cambio de domicilio incluyó otro cambio sustancial en el orden doméstico y hasta un notable trastorno en nuestros más acendrados hábitos de convivencia. Ignoro los motivos exactos de una mudanza tan imprevista, pero la casa de la calle Caballeros —esa calle que yo me imaginaba de niño asociada a alguna prerrogativa familiar— fue abandonada de una forma para mí desconcertante. Aunque no presencié su derribo ni su posterior reconversión en un banco, la imagen de ese inaudito abandono me acompañó durante bastante tiempo. Sobre todo en los primeros meses, cuando aún no habían comenzado las obras y yo me quedaba mirando, desde la puerta de la farmacia o al pasar por allí cerca, la casa vacía y cerrada de un modo tan irremediable. Pero junto a esa enojosa constancia de la pérdida del lugar donde había vivido hasta entonces, también comparecía en mi ánimo una suerte de incitante aceptación de la novedad.

Así que un otoño, casi sin previo aviso, nos mudamos a un pequeño chalé del ensanche urbano promovido en los inicios peores de la especulación y que empezaba a ocupar una amplia zona de huertas y desmontes entre la estación del ferrocarril y el viejo paseo de Capuchinos. No pocos objetos adosados a mi particular fetichismo doméstico se extraviaron en la mudanza, junto con algunos otros que han seguido tercamente alojados en mi memoria. Muchos muebles que ya no cabían en la nueva casa fueron a parar a no sé qué almacén de las teresianas y allí acabaron por pudrirse o por integrarse en el conjunto de los otros enseres conventuales. Al cabo de tantos años, tengo la sensación de que también se modificó con ese brusco cambio de domicilio el tramo de mi adolescencia que mayores fijaciones emotivas me ha proporcionado.

A quien más afectó la mudanza fue desde luego a mi madre. Se le notaba en todo lo que hacía como el remanente de una decepción, y eso me contagiaba a mí también de cierta inexpresable ansiedad. Nunca pude soportar sin menoscabo de mi propio sosiego esas raras fases depresivas, esos episódicos decaimientos de mi madre, cuyas reservas de optimismo parecían inextinguibles, incluso en los momentos en que más de cerca sufrió las enconadas acechanzas de la guerra. Vivir tan lejos del centro de Jerez debía de antojársele una especie de destierro inmerecido. Creo, además, que le resultaba sumamente difícil adaptarse a lo ajustado de esa nueva casa en relación con la amplitud de la de la calle Caballeros. También es verdad que los miembros de la familia que aún vivíamos juntos habían quedado reducidos —como ya explicaré— a mis padres, tía Victoria y mi hermana María Julia. Pero aquella vivienda recién ocupada no disponía efectivamente de demasiados desahogos, y lo primero que hizo mi madre fue dedicarse con afanosa pericia a ajardinar la estrecha franja de tierra que bordeaba el chalé, como si quisiera ensanchar por ahí el espacio habitable. Labró ella sola y por propia decisión aquellos menguados arriates y sembró un amplio muestrario de bulbos y esquejes que no tardaron en medrar. Mi madre tenía muy buena mano, como suele decirse, para la floricultura. Les hablaba mucho a las plantas, confiándoles quizá algunas de sus tribulaciones, y yo creo que se entendían muy bien. A mí me agradaba mucho ayudarla y dos limoneros que llegaron a rebasar la altura de la azotea fueron sembrados por mí en aquellos primeros meses de estancia en el chalé. Supongo que me viene de entonces ese gusto por la jardinería, que llega a ser muy persistente durante las largas temporadas que paso ahora en mi casa de Montijo, entre Sanlúcar y Chipiona.

Mi madre se agenció no sé cómo una especie de mendigo que empezó por suministrarle alguna que otra carretada de tierra vegetal y acabó aportando diversos plantones de flores. Aunque él decía que trabajaba a veces en un vivero de las afueras, la cosa no estaba muy clara y motivó ciertas suspicacias por parte de tía Victoria, que era muy dada al fisgoneo social. Pero la propia actitud de aquel hombre harapiento que sólo pedía algo de comer a cambio de sus servicios disipó finalmente cualquier escrúpulo. Lo recuerdo con absoluta precisión. El hombre barría por propia iniciativa el jardincillo, removía la tierra y esperaba sin prisa ninguna a que alguien le sacara su ración de comida. Él cogía el plato en silencio y se sentaba en los escalones de la puerta falsa del chalé. Esa discreta manera de esconderse para calmar su hambre parecía responder a alguna dignidad antigua que la vida se había encargado de ir devastando. Ni pidió nunca otra recompensa ni nunca dio las gracias, bien que mi madre lo instaba normalmente a que aceptase algún estipendio. Se conoce que yo fui anotando todo eso en algún subalterno resquicio de la memoria, pues al cabo del tiempo emergió de improviso la imagen de ese hombre parco y menesteroso y la traspasé a uno de los primeros poemas que escribí intuyendo que no iba a menospreciarlo con el paso de los años.

El chalé quedaba un poco a trasmano de la Alameda Vieja y del Tempul, de modo que esos paseos que tanto había frecuentado de niño quedaron como borrados del mapa de mis últimas correrías de adolescente. Además, justo por esas fechas, la alameda había sido restaurada con un mal gusto ejemplar, perdiendo no pocos de sus alicientes más tentadores. Cuando alguna vez volví a aquel ameno paraje urbano comprobé que, efectivamente, ya apenas perseveraba el excitante regusto de antaño y que incluso habían talado buena parte de la arboleda que se extendía junto a los muros del Alcázar. El Alcázar era entonces una asolada fortaleza —donde estuvieron jugando al toma y daca el ejército árabe de Aben Yussef y las huestes cristianas de Alfonso X el Sabio—, que la incuria municipal había delictivamente abandonado en manos de gente soez. Andando el tiempo, hasta empezaron a construir en su interior un hotel de lujo, pero la tentativa fue tan escandalosa, incluso en aquellos años de impunes desmanes urbanísticos, que quedó suspendida cuando ya asomaba por detrás de las almenas la execrable estructura del edificio. Sería difícil encontrar una más idónea tipificación de los estigmas de incultura latentes en el seno de ciertos exquisitos sectores de la sociedad jerezana.

El Tempul sí había conservado en parte su condición de enclave propicio para la práctica de las primeras aventuras en libertad. Era todo lo contrario a un jardín afrancesado, con sus sendas laberínticas internándose por la fronda y sus bucólicos puentecillos de madera sobre un riachuelo artificial. Estaba trazado siguiendo los accidentes propios del terreno y había parajes de sotobosque muy seductores. Desde lo alto de una colina que llamaban el Gurugú —supongo que a cuenta de algún edil que volvió enardecido de la guerra de Marruecos— se divisaba una extensa sucesión de viñedos y se sentía la humedad salobre que llegaba, con los vientos de poniente, desde las desembocaduras del Guadalete y del Guadalquivir. Allí cerca estaba el depósito de agua que daba nombre a los jardines y por una de cuyas ventanas me asomé un día al infierno. La cosa tuvo su particular suministro de emociones. Lo cuento.

Antonia, una muchacha de muchas carnes y pocas luces, que ejerció de niñera durante un buen trecho de nuestra infancia, me llevó una tarde con mis dos hermanos y la prima Leonor a pasear por allí. No solía ella ejercer de guardiana más que a regañadientes y sólo parecía estar a gusto cuando se burlaba con clamorosa inquina de lo que ella tildaba de remilgos de mimados o cuando nos manoseaba de la manera más atosigante para corregir los desarreglos de nuestras ropas. Al pie de las ventanas del depósito había unas gradas semicirculares adosadas al muro, ignoro si para facilitar la curiosidad de algún paseante o porque cumplían cierta función arquitectónica a manera de contrafuertes. No era fácil, de todas formas, encaramarse hasta esas ventanas, a no ser que lo permitiera la estatura o que se pudiesen alcanzar los barrotes para poder trepar. Yo lo conseguí ese día y entreví una oscura cavidad ululante, con el agua negra reflejando las manchas caliginosas de la bóveda y unos bultos fantasmales hacinados en la tiniebla. Sentí un espasmo frío en el vientre y enseguida escuché una voz tétrica que parecía retumbar por todas aquellas profundidades. Me quedé como levitando en medio de un vacío que yo miraba pero que también me miraba a mí, hasta que me pareció que esa voz, diseminada en ondas concéntricas por el eco, me llamaba por mi nombre, amenazándome con no sé qué castigos por mis reiteradas desobediencias. Enseguida comprendí que ése era el infierno. Me solté despavorido de los barrotes y me fui de cabeza contra las gradas. Ni siquiera me acordé entonces que la herida que me había hecho en la frente al caer —aún tengo la señal— era la tercera por su orden cronológico y que, según Antonia, el cuerpo humano no aguanta más de tres heridas, con lo que mis posibilidades de supervivencia habían quedado automáticamente neutralizadas. La prima Leonor, a quien es muy posible que amara entonces con esa subrepticia redundancia sensitiva propia de la consanguinidad, fue quien me aplicó en la frente un pañolito del color de la sangre y quien me llevó hasta donde se suponía que estaba Antonia. Pero Antonia no estaba allí, aunque apareció a poco como conteniendo la risa y prorrumpiendo a renglón seguido, no más percatarse de mi herida, en las más groseras lamentaciones. Juntó las manos como si rezara, miró a uno y otro lado buscando a nadie y al fin me cogió del brazo y me obligó a seguirla sin aplicarme ya demasiados zarandeos.

Yo estaba convencido, mientras salíamos a toda prisa del Tempul, que acababa de escaparme de las garras de Satanás. Contra todos los pronósticos, Antonia se movilizó con rara ecuanimidad y me llevó a una clínica de urgencias antes de volver a casa. En la clínica me cerraron la brecha con tres grapas de tamaño angustioso y fue entonces cuando recordé que había superado el plazo mortal de la tercera herida. Pero no dije nada en aquel momento, sólo le apreté una mano a la prima Leonor y otra a mi hermana María Julia, como para estar seguro de que no iban a dejarme solo en tan fatídico trance. Llegué a casa en un lastimoso sinvivir y con la cabeza gloriosamente vendada pero, una vez consumido el turno de los sobresaltos, supe por mi madre que toda esa historia sobre el número de heridas que uno puede tolerar no era sino otra estupidez más de las muchas que se inventaba Antonia. Ella había sido también la causante del terror en que me había sumido aquella voz salida del infierno, pues tuvo la peregrina ocurrencia de asomarse a otra de las ventanas del depósito de agua y proferir desde allí sus malditas intimidaciones. No se lo perdoné nunca.

Pero todo eso se había ido quedando ya un poco desplazado de mis más recurrentes recordatorios. La vida disponía ahora de una nueva variedad de interferencias emocionantes. Había otro paseo —el de Capuchinos— que estaba muy cerca de la nueva casa y que pasó a convertirse en uno de los escenarios iniciáticos de mi pubertad. Más que de un paseo, se trataba de una zona de huertos y quintas que llegaba hasta el parque donde se celebraba la feria y que conectaba, un poco más largo, con la carretera de Sevilla. Ése era también un buen sitio para ejercer otras ya más estables indagaciones sensoriales. Había por allí un bosque de pinos y plátanos de Indias, atravesado por una espléndida rosaleda, del que se podía disponer en solitario para las primeras anticipaciones adultas de la temeridad. En la otra parte del paseo, hacia el llamado recreo de las Cadenas —un palacete construido por Garnier, el mismo arquitecto de la antigua ópera de París—, se levantaba el convento de las oblatas. Alguien me había hablado de que ese convento era una especie de presidio para muchachas descarriadas. Semejante noticia me excitó tanto que empecé a menudear mis paseos —solo o en compañía de algún compinche— por aquellos alrededores, no estimulado por una simple curiosidad sino con la apremiante idea de establecer contacto con alguna de las encerradas y liberarla de su forzosa reclusión.

Un día vi a una de esas muchachas abriendo el portón del convento para dejar paso a un carro. Quizá me hiciera alguna seña o yo supuse que me la había hecho, porque me aproximé con los pulsos desbocados dispuesto a proponerle sin más la oportunidad de una fuga. La muchacha se cubría la cabeza con un pañuelo negro y tenía una cara muy blanca. Se me quedó mirando con esa mirada húmeda y perpleja que tienen a veces los animales domésticos y cuando quizá esperaba que yo le dijese algo, no lo hice: o no me atreví a última hora o ella se había visto obligada a cerrar la puerta a toda prisa. Me dolió esa indecisión, esa cobardía mortificante, mucho más que si la muchacha se hubiese burlado de mi heroica propuesta. Fue como una frustración, una desconfianza conmigo mismo que también me sirvió un poco de atajo para llegar, mucho antes de lo debido, a ese primer inventario de dudas que coincide con las marcas iniciales de la juventud.

Yo debía de andar entonces por el cuarto o quinto curso del bachillerato y llevaba meses reiterándoles a mis padres que ya iba siendo hora de cambiar los pantalones cortos —o bombachos, en invierno— por los largos. El estreno de un traje de hombre constituía en aquella época una especie de prueba testifical del ingreso en el escalafón de los adultos. A los catorce, a los quince años, esa prerrogativa suponía algo más que un signo externo: era una credencial psicológica. De modo que un domingo de un invierno benigno me levanté mucho antes de lo habitual, me puse un maravilloso terno de mezclilla gris y me eché a la calle para un primer turno de exhibiciones. Provisto de una rutilante cajita de cigarrillos ingleses que había conseguido no sé dónde y de un viejo reloj de muñeca cedido en préstamo por mi padre, era un auténtico aprendiz de lechuguino muy acorde con los usos locales en materia de vestuario. Callejeé lo suficiente como para agotar todas mis reservas de cigarrillos y todas mis energías de peatón. Entré en un bar con fama de elegante a tomarme una copa de ese oloroso jerezano que siempre ha sido uno de mis vinos predilectos, y volví finalmente a casa con la impresión de que mis flamantes ejecutorias de hombre no habían sido valoradas con la unanimidad que yo suponía.