4. FUNDIDO EN NEGRO

Había en casa un dibujo, acoplado a un viejo marco de madera estofada, que siempre me había suscitado una curiosidad apremiante. Ese marco debía de haber tenido otra utilidad, pues las dimensiones del dibujo eran algo más reducidas que las del rectángulo donde lo habían fijado. Se trataba del árbol genealógico de la «familia Caballero de Bárcena Mayor», que así aparecía escrito con letra de pendolista y entre grecas polícromas al pie del papel. El dibujo era muy primoroso, con los detalles vegetales cuidadosamente miniados. Todavía lo conservo, pero ya muy desteñido y enmarcado no sé por qué en una moldura estucada de mala calidad. De la horcadura del tronco arrancaban hasta siete ramas, bifurcadas en otros profusos vástagos por los que se repartían, dentro de unos círculos a manera de brotes, los nombres de nueve generaciones de la familia Caballero, hasta llegar a mi padre y sus hermanos, que fueron seis. En el tronco aparecían enumerados, de abajo arriba, una serie de personajes que me fascinaban. Al pie del árbol figuraba en primer lugar el príncipe Prisco Lavinio. Por más que busqué —y he seguido buscando— nunca conseguí la menor aclaración sobre el origen o la existencia de ese enigmático príncipe. Encima de él se leían otros dos nombres de muy distinta veracidad: Nuño Rasura y Laín Calvo, legendarios jueces de Castilla en tiempos de los godos, que ya es hilar delgado. Luego, en ese mismo tronco, se escalonaban hasta siete personajes de apellidos difícilmente adosables a los de mi familia paterna.

Por supuesto que mi padre no sabía nada del tal Prisco Lavinio, pero sí me aclaró que ese árbol genealógico le llegó a través de su hermana Genoveva, quien a su vez lo había recibido de un tío abuelo montañés aficionado a la heráldica. También me informó que de los seis apellidos suyos que recordaba —Caballero, Ramentol, Viana, Fabelo, Gómez de los Tojos y Aguilar—, sólo le había seguido el rastro y con no excesiva precisión a los paternos, pues los de su madre —la abuela Obdulia— andaban perdidos por no sabía qué entronques criollos anteriores a su nacimiento en Camagüey. Con todo eso llegué a la conclusión de que aquella genealogía, sobre todo en sus orígenes, no sería más que una conjetura fantasiosa o un simple delirio especulativo de su autor, probablemente un hidalgo venido a menos y extraviado por los ringorrangos de la imaginación nobiliaria. Pero tampoco descarté la idea de que ese linaje principesco muy bien podía ayudarme en la inventiva de mis propias jactancias, al menos como antídoto contra aquellos apocamientos de mi preadolescencia que, a veces, hasta me mantenían en un incorregible estado de mudez. Mis frecuentes barrabasadas eran las propias del vergonzoso.

Aún dispongo de menos noticias sobre el sistema de trasiegos familiares que llevó al padre de mi abuelo materno a abandonar sus lares franceses y fundar una tribu jerezana. Ni siquiera sabía mucho de esa rama de los Bonald el tío Rafael, que era el único de la familia que se preocupó de semejantes cuestiones, antes desde luego de que decidiera acostarse, como ya contaré. Había encargado incluso un dibujo a todo color en gran formato del blasón cardenalicio del hijo del primer vizconde, afirmando de paso que Bonald no era sino una forma afrancesada del holandés Van Hald. Me pregunto que de dónde sacaría semejantes sutilezas. Ese bisabuelo inmigrante se llamaba Maurice de Bonald y residió primero en Málaga —donde casó con una Aurelia Palomo de Acuña— y luego en Jerez dedicado a su profesión de químico especializado en enología. Debió de aparecer por aquí en la época en que los grandes bodegueros de la zona —Osborne, Garvey, Domecq, Terry, Williams, Gordon, Sandeman, O’Neale—, oriundos de Inglaterra, de Irlanda o de Francia, ya habían conseguido racionalizar la crianza del vino y canalizar su exportación.

En una sala de casa había un lienzo algo estragado y de no buena factura donde aparecía ese Maurice de Bonald, con una encendida tez de bebedor asiduo y una mano en la cintura, mostrando adecuadamente la leontina que le atravesaba el combado chaleco. Lucía en la solapa una escarapela que creo que tenía algún significado masónico. Ignoro adónde fue a parar finalmente ese retrato, pero me habría gustado mostrárselo al remoto primo Jean de Bonald, el actual vizconde, que fue consejero de Estado en el gobierno Mitterrand. Con este Bonald francés me ocurrió algo bastante curioso. No había conseguido encontrarme con él durante algunos de mis viajes de hace años a París, pues residía casi siempre en sus propiedades de Millau, pero hace algún tiempo, durante una cena en la embajada de Francia, me lo presentaron inopinadamente. Nos agradó sobremanera ese encuentro fortuito y estuvimos conversando toda la noche sobre las más reconocibles conexiones familiares. Cuando nos despedimos, Pepa, mi mujer, que estaba con nosotros, me ratificó algo que yo ya había descubierto: el extremado parecido físico que me unía con ese lejano pariente francés.

Si bien no he tenido ocasión de cotejar las fechas, hay un episodio doméstico que enlazo de manera quizá arbitraria con el árbol genealógico de los Caballero y que me activó ciertas amodorradas presunciones sobre el misterio de la procreación. Yo había pretendido sin conseguirlo añadir unas últimas ramitas, con el nombre de mi madre y de sus tres hijos, al círculo donde figuraba mi padre —Plácido—, con lo que se habría actualizado muy propiamente el término del linaje que nos tocaba más de cerca. Un antojo que coincidió con un hecho luctuoso del que sólo puedo recordar unos pocos segmentos desunidos. Mi madre estaba embarazada del que iba a ser su cuarto hijo y, como bien se sabe, la información sobre esas materias de que se disponía a mi edad estaba reducida a las historietas infantiles sobre transportes aéreos del recién nacido, encargos a ultramar y otras zarandajas por el estilo. Yo, sin embargo, sospechaba vagamente que el natural crecimiento del vientre de mi madre obedecía a que iba a tener un niño. En el colegio, en la alameda adonde nos llevaban a jugar, había oído prolijas confidencias sobre el ayuntamiento del hombre y la mujer en tanto que práctica indispensable para la fecundación. Pero yo me resistía a creérmelo. No es que negara esa posibilidad, es que estaba seguro de que, aparte del acoplamiento, tenía que existir otro factor todavía inalcanzable para mí que hiciera factible que una mujer se quedase preñada. Me reservé durante mucho tiempo esa atrabiliaria suposición y creo que, en el fondo, no deseaba que nadie me la aclarase, confiando en poder descubrirla por mí mismo algún día.

Mi madre tuvo una niña que murió a poco de nacer. Cuando llegó el momento del parto, nos llevaron a mis hermanos y a mí a casa de tío Rafael y todos anduvimos haciéndonos preguntas interminables sobre el concreto episodio del nacimiento y sobre lo que realmente le ocurría a una hembra en ese trance. La prima Leonor, que era del tipo de las pudibundas lunares, se enfadó muchísimo con nosotros y no quiso obviamente ni oír hablar de tan escandalosas cuestiones, vinculando la prohibición de hacerlo al más imperdonable de los pecados mortales. Pero los demás sí estábamos muy dispuestos a hacer nuestras pesquisas y sacar nuestras conclusiones. Consultamos enciclopedias y algún libro de anatomía sin conseguir más que indicios precarios y, finalmente, decidimos preguntarle a Ramón, el achacoso criado del abuelo Rafael, que ya sólo cumplía la función de llevarnos al colegio y recogernos y de pasarse todo el santo día sentado en una silla baja, junto a una ventana de la cocina, dormitando o canturreando. Ramón era un viejecito pulcro y afable y nos quería mucho. Lo veo como en un encuadre desvaído, apenas un rastro de la expresión de sus ojos y el brillo amarillento de su cráneo.

Ramón nos explicó a medias en qué consistía un parto. Es raro que un anciano como él, presumiblemente incapaz de ningún desacato a las convenciones, y más tratándose de una cuestión incluida en los tabúes pedagógicos, nos proporcionara unas pistas no por consabidas menos veraces y discretas. Se refirió a que cuando él vivía en el campo vio más de una vez parir a una yegua y que todo lo que ocurrió era muy impresionante, pero también muy hermoso. El potrillo iba saliendo de los adentros de la yegua, ayudado por un mozo, y al final la madre parecía como embelesada viendo a su cría trastabillando entre el pajuz. Eso fue todo. Pues igual ocurría con las mujeres y con cualesquiera de las criaturas que andaban por el universo mundo. A mí aquello me resultó creíble, si bien no me convenció del todo. Un animal bien podía parir como decía Ramón, pero en el caso de una mujer tenía que existir algo más, no para que tuviera un niño sino para que en el momento de engendrarlo se cumpliera algún secreto ritual, aparte del referido a la unión de los sexos. Viví mucho tiempo con esa incoherente sospecha y no recuerdo en qué momento empecé a desecharla. Tal vez me pareciera demasiado impuro el simple acto de la cópula.

Cuando volvimos a casa, mi madre nos confió, con todos los eufemismos propios del caso, que la hermanita se había muerto. Y fue justo entonces, del modo más apremiante, cuando noté la presencia despiadada de la muerte flotando por toda la casa, como agazapada en la oscuridad, como si todavía no hubiese tenido tiempo de volverse a la ultratumba. Fue una sensación vivísima y pavorosa. Nunca me había encontrado con la muerte tan de cerca. Y por supuesto que aún no había visto ningún cadáver humano. Cuando murió la abuela Julia, yo era todavía muy niño y no tengo ningún recuerdo de ese trance. Sólo conservo una imagen suya: la veo sentada en el comedor de diario, con el pelo muy blanco recogido en un moño y llevándose a la boca con mano temblorosa una taza de café. Luego hay una muy difuminada percepción de una anciana menuda y dulce acercándose pausadamente a la cama donde llevaba años acostado el abuelo Rafael. Eso es todo.

Los primos se mudaron por entonces a otra casa que tenía la familia en la calle San Pablo, una transversal de Caballeros. Tal vez fuese una casa más amplia, con un patio de fondo encristalado y una palma enana en el centro, pero carecía de los recodos misteriosos de aquella en la que habíamos compartido tantas hazañas infantiles. Algo parecido ocurrió con la casa de la calle Caballeros donde nací y donde también se nos quedó bloqueado, con la mudanza de que luego hablaré, un tramo decisivo de nuestra vida en común. Cierto día me encontré con algo en esta nueva casa de los primos que no recordaba haber visto antes y que, ignoro por qué enmarañados trasiegos de la evocación, me emplazaba de nuevo ante esa constancia difusa de la muerte tan unida a la de mi casi nonata hermana. Era un lienzo de casi dos metros de alto, provisto de un marco barroco de muy buena labra, que representaba a un crucificado. El cuadro estaba fechado en Sevilla, en 1674, y parece ser que procedía del taller de Murillo. Ya lo he contado en algún sitio. Un resplandor sesgado amarilleaba el torso de la imagen, que parecía emerger de una marea tenebrosa, la expresión del rostro detenida en una angustia que la propia pátina del tiempo atemperaba. Por detrás, diluido en la penumbra general del lienzo, se extendía un paisaje de colinas fuliginosas, apenas perfiladas entre los nubarrones. La contemplación obcecada de ese Cristo supuso para mí no sólo un reclamo devoto sino algo así como un emplazamiento judicial: vigilaba mi conducta, me pedía cuentas y, a la vez, me enfrentaba ante una prenoción fúnebre de mis arrebatados afanes religiosos. Creo que tardé años en librarme de tan opresiva fijación. La última vez que vi ese cuadro estaba en el mismo sitio, pero la humedad lo había atacado por algunas zonas, cuarteando en parte las capas del óleo. Incluso parecía que el rictus del crucificado estaba ahora como embutido en un tenebrismo más descompuesto. Nadie había hecho nada por detener semejante deterioro. Tampoco aquella rama de los Bonald había querido percatarse de que esa imagen del abandono se correspondía muy aproximadamente con su propia y metódica decadencia.

Aquel verano nos quedamos en Jerez. Esa privación de las ineludibles vacaciones estivales, programadas en nuestros hábitos domésticos hasta donde yo soy capaz de acordarme, me dejó como estancado en una ciudad de perfiles casi desconocidos, azotada por las calores y las indigencias. Tal vez esa excepción modificó hasta cierto punto mi hasta entonces muy vigilada libertad de movimientos. Podía salir solo de casa con cierta regularidad, no sin prometerle antes a mi madre que no me alejaría más allá de la Alameda Vieja y que en cualquier caso tendría que volver a casa antes de que se hiciera de noche. Supongo que me atuve en teoría a esa observancia, salvo en una señalada ocasión que ahora contaré. En vista de que había aprobado el curso —sin pena ni gloria, como siempre—, tampoco tenía que someterme a ningún adicional régimen de estudios, así que disponía justamente de todo el tiempo para mi formación acelerada de adolescente en condiciones de dejar de serlo. Dormía hasta media mañana y me quedaba en casa fisgoneando o inventándome pasatiempos de variable imprudencia, hasta que prefería imaginarme con manifiesto error de cálculo que el calor empezaba a amainar.

Jerez, en verano, era —es— una ciudad castigada por un clima de infierno. Todas las horas del día resultaban igualmente invivibles y no había antídotos contra esa emanación de fuego que fluía de todos los resquicios del aire. Nadie hacía otra cosa que buscar el pasajero refugio de la siesta, de la que se salía lívido y ensopado, pero que simulaba al menos una defensa contra el desierto tórrido de las calles. Era entonces, con un sol todavía homérico, cuando salía a veces de casa medio a hurtadillas, presumiendo que podía encontrar alguna contrapartida impredecible a la despiadada deflagración de la ciudad. Ninguno de mis amigos habituales estaba entonces en Jerez, de modo que en un arrebato casual recurrí a un conocido que, a su vez, me relacionó con otros muchachos a los que mi familia habría tildado sin mayores reservas de muy poco recomendables. Formamos finalmente una banda que se parecía mucho a un reclutamiento de inquilinos residuales del verano. Uno de esos chicos, Bernabé de nombre, que era el mayor y el más curtido en lides callejeras, se constituyó unilateralmente en guía indiscutible de las expediciones.

Lo que había empezado siendo como una interminable y sofocante tarde de domingo, lastrada por el aburrimiento y la desorientación, empezó a virar hacia unas cotidianas expectativas prestigiadas por lo prohibitivo. Casi sin preverlo, me encontré ejercitándome en toda clase de merodeos y un día de calima violácea nos condujo Bernabé hasta unos billares. Era un salón enorme situado en un primer piso y regido por un gitano llamado Parrilla, un hombre orondo y afable perteneciente a un conocido clan de flamencos jerezanos. Ignoro por qué interpuesto destino trabajaba entonces como encargado de esos billares, una ocupación que no se correspondía para nada con las viejas herencias de su cultura racial. Conservo un buen recuerdo de ese Parrilla que, en contra de todas las suposiciones propias del caso, me trató siempre como si yo no fuera un barbilampiño incrustado de rondón en la viciada atmósfera del billar. Parrilla usaba efectivamente una impensable especie de proteccionismo, distante pero manifiesto, con todos nosotros. A veces incluso llegaba a fiarnos con insolvente temeridad el alquiler de las mesas o el importe de las consumiciones. Creo que fue allí, durante una de aquellas tardes asfixiantes, cuando fumé mi primer arduo cigarrillo y bebí mi primer repelente coñac con sifón, en tanto que me iniciaba sin ninguna pericia en el juego difusamente encanallado del billar. El simple hecho de andar por allí, entre clientes de tan abigarrada catadura, me emplazaba a la vez ante un acto de hombría heroica y ante un ambiguo sentimiento delictivo. Un emplazamiento que ya había empezado a concretarse cuando elegí la compañía de aquel grupo provisorio de amigos, hallados extramuros de la familia o el colegio y portadores, por tanto, de toda clase de virus perniciosos.

Mi frecuentación del billar duró lo que el verano y no creo que aquel brusco viraje de mis anteriores normas de conducta, tramitadas en un ambiente de casi pueril disipación, me reportaran algo más que un aprendizaje referido a un cierto conato de desdoblamiento de la personalidad. Yo no me consideraba de hecho integrado en ese mundo, sino que más bien debía de sentirme como un espectador cuya apariencia de intruso nunca dejaría de provocar algún recelo en la banda. Pero los rudimentos de mi experiencia social, normalmente precintada por las convenciones, acusaron entonces cierta confusa dispersión. De un espacio cerrado pasé a otro espacio cerrado de muy distinta escenografía que me convirtió, digamos que en razón de un defectuoso sistema de ósmosis, en un discípulo muy apresuradamente disponible. Aprendí a superar cualquier insinuante rechazo educativo, alentado tal vez por mi propia extrañeza ante unos comportamientos ritualmente asociados al común de los «niños de la calle». Incluso el lenguaje que oía emplear de continuo, mediatizado por las maneras jergales de la época, me causaba un despego que yo procuraba ir neutralizando por el procedimiento de usarlo yo también, cosa que probablemente debía de practicar con evidente incompetencia.

Aparte de esas incursiones por los presuntos arrabales de la sociedad jerezana, hubo otras aventuras más llamativas. Un día, de improviso, Bernabé nos invitó a tres de la banda a ir a El Puerto de Santa María. A mí, aquella invitación me dejó anonadado, no ya por lo que suponía de inaudita potencia económica sino porque ese viaje me hacía traspasar la frontera de una infracción a todas luces excesiva, incluso contando con la irregularidad de aquellas últimas y privadas andanzas. No pude, sin embargo, sustraerme al peligro, o no supe interponer una excusa que no habría dejado de minusvalorarme a los ojos de tan aguerridos compinches. De manera que nos fuimos a la estación y nos embarcamos en el primer tren corto que cubría la línea entre Jerez y Cádiz. Yo me pasé la media hora escasa del trayecto oscilando entre la zozobra y la excitación. En algún momento, Bernabé sacó una cartera y nos mostró unos cuantos billetes de cincuenta y veinticinco pesetas que dijo haber ganado aquella misma mañana en un negocio del que nos hablaría a su debido tiempo. Y eso me acobardó todavía más, seguramente porque semejante fortuna no se acomodaba en absoluto a ninguna lógica suposición.

La estancia en El Puerto supuso para mí como el remate de una inocente acumulación de pasos en falso. Fuimos primero a la playa, donde dos de los excursionistas se bañaron en calzoncillos y oficiaron en toda clase de algazaras obscenas, y luego anduvimos callejeando a la deriva entre una densa sociedad de veraneantes. Bernabé nos llevó a un par de bares, donde consumimos a su costa unos grandes vasos de fino y, finalmente, nos guió hasta una zona prostibularia de callejas de terrizo y casitas encaladas de una sola planta. Creo que intentamos sin conseguirlo entrar en un burdel, si bien en cuestiones de sexo ningún miembro de aquella banda de meritorios de la «infame academia» había pasado de algunos equívocos subterfugios. Y fue en uno de aquellos portales rumorosos, mientras me sumergía en el vaho agrio de un sudor de animales y en la espesura de una clientela entre castrense y proletaria, donde perdí un poco el norte y el equilibrio. Sólo me vine a dar cuenta exacta de lo que ocurría cuando comprobé que ya era de noche y que había vomitado junto a un muro constelado de desconchones. Debí de explicar como pude que me sentía muy mal y que tenía que volver enseguida a Jerez y, cosa rara, Bernabé dispuso de inmediato el regreso. Tuvimos que esperar no sé cuánto tiempo la llegada del último tren y, cuando me dejaron en la puerta de casa, ya era cerca de la una. No me han quedado más que muy incongruentes vestigios de evidencias de todo eso. Veo a mi padre ayudándome a subir la escalera, a mi madre acostándome, a la tía Isabela poniéndome un pañuelo frío en la frente, y quizá me oiga en algún resquicio espasmódico de la voluntad hablando de cosas peregrinas y desatinadas. Supongo que al fin me dormí con la tormentosa obstinación del convicto que no cesa de repetir una y otra vez las deplorables evidencias de su culpa.

Al día siguiente me quedé en la cama, sumido en un duermevela malsano y acongojado por los reflujos insidiosos del alcohol. Ya a media tarde, cuando pude tolerar un poco de caldo, mi madre se sentó a mi lado y anduvo queriendo indagar, con esos dulces estorbos que le impedían ser severa, dónde y en compañía de quién había estado. Yo se lo conté a medias, me parece que procurando paliar con alguna apelación a la candidez los muchos inconfesables ribetes del episodio. Sólo me contestó que siempre andaba con el alma en un hilo por lo que pudiera ocurrir en aquellos días aciagos, pero que mi tardanza había sido el peor suplicio de todos. Estuvo esperándome asomada a un cierro y ofreciéndole a la Virgen del Perpetuo Socorro toda clase de sacrificios si yo volvía pronto y con bien. Unos sacrificios, por cierto, en los que también me incluía a mí, pues ya tenía previsto que fuésemos juntos durante dos semanas a misa de nueve. El resto de las reprimendas corrieron a cuenta de mi padre, quien sin ninguna especial acritud y algún fugaz circunloquio sobre mi inexperiencia, me impuso la pena supletoria de no salir solo de casa durante el resto del verano. Yo, en el fondo, no me sentí ni demasiado apenado ni estrictamente arrepentido, pero acepté con cierta taimada sumisión lo que se me imponía. La vida se reintegró así a sus rutinarios fueros y tengo la impresión de que, aunque nunca volví a ver a Bernabé y a sus secuaces, esa anómala relación con ellos tampoco fue en rigor infructuosa.