2. REGIONES DEVASTADAS

Hay como un espacio vacío en la memoria lineal de aquellos dudosos años infantiles o de la prehistoria efectiva de la adolescencia. Si bien el caudal de los recuerdos de entonces se me aparece bastante turbio y con seguras alteraciones cronológicas, puedo evocar todavía sin demasiada precisión dos efemérides: la elección de Azaña como presidente del gobierno y el golpe militar que daría paso a la guerra civil. Aunque mi padre no pertenecía ya al mismo grupo político que Azaña, sí se alegró del resultado de esa votación en las Cortes y yo notaba que quería transmitirnos su alegría por el triunfo global de la causa republicana. Más o menos por esas fechas, cuando empezaron las vacaciones en el colegio, nos fuimos al campo, si bien mi padre solía volver a Jerez casi todos los días. Muchas veces lo acompañábamos o mi hermano o yo, junto con la muchacha encargada de hacer la compra. Y fue en una de esas visitas fugaces cuando me enteré de la manera más imprevisible de la sublevación del general Franco y de la vecindad inexorable de la guerra. Todo ocurrió de una manera un poco anómala. Intentaré reconstruirlo desde el principio.

La Serpiente Amarilla era una sociedad secreta compuesta por seis miembros sin ningún condicionamiento jerárquico, todos compañeros del mismo curso en los marianistas. Tres de esos miembros éramos primos: Rafael, por la rama de los Bonald; Tomás Abad García-Pelayo, por la de los Caballero, y yo. De los otros tres asociados, uno se llamaba Anselmo Gil, otro se apellidaba León y al sexto no consigo recordarlo. Formábamos, eso sí, un bloque indisoluble y nos habíamos juramentado para no descubrir la identidad de los otros ni aun en el caso de que intentaran hacernos confesar por medio de la tortura. Los fines de la sociedad eran varios, pero todos de índole benemérita: hacer justicia, proteger a los desvalidos, destapar las vilezas ajenas y cosas por el estilo. Nunca delatábamos a nadie, sino que dictábamos nuestras propias sentencias, generalmente centradas en la condena del culpable al ostracismo. Cada cual tenía asignado su campo de acción y llevaba a cabo de común acuerdo las investigaciones de su especialidad. Contábamos con nuestro santo y seña para poder intercambiar mensajes en presencia de extraños y nunca nos reuníamos dos veces seguidas en el mismo sitio, si bien solíamos celebrar una especie de asambleas quincenales en casa del llamado León. Era una casa muy espaciosa y disponía de un ático cuya efectividad para detectar espías y visitas importunas estaba más que probada.

Entre las diversas misiones que tuve que cumplir a cuenta de la Serpiente Amarilla, hubo una francamente arriesgada: la vigilancia de un chico algo mayor que nosotros y sobre el que recaían fundadas sospechas de soplón. Este chico tenía fama de pendenciero y era temido por sus maldades inacabables. De modo que tuve que ejercer mi cometido con mucha cautela, amparándome en tapujos y seguimientos sumamente astutos. Pero ocurrió que todo eso quedó interrumpido cuando llegó el verano y me llevaron al campo, donde empezó a martirizarme la idea de que el involuntario abandono de mis pesquisas podía ser tomado como infidelidad a la causa. Así que cada vez que podía acompañar a mi padre hasta Jerez, me las arreglaba para andar solo por ahí husmeando la pista del presunto soplón y dar cuenta de mis gestiones a algún miembro de la banda que pudiese estar localizable. Hasta que un día, mientras creía practicar mejor mi secreta vigilancia, me encontré de sopetón con el vigilado. Ya esperaba de él toda clase de reacciones violentas, pero hizo todo lo contrario: me puso una mano en el hombro y se acercó mucho a mí para susurrarme:

—Ya está el toro en la plaza.

—¿Cómo? —le pregunté.

—Se lo ha dicho Queipo de Llano a López Pinto —prosiguió él—. Ésa era la contraseña.

Algo así me explicó y yo debí de quedarme como quien oye llover.

—¿Es que no lo sabes? —dijo—. Estamos en guerra.

—¿En guerra? —inquirí medrosamente, creyendo que se refería a alguna cuestión personal.

—Los cojones —exclamó él—. Mi padre acaba de venir del cuartel del Tempul y dice que ya lo tienen todo controlado.

—Mi padre no es militar.

—Pero ¿es que no te enteras? —insistió él—. El ejército le ha declarado la guerra a esos mamones.

La verdad es que yo ni entendía de qué me estaba hablando ni las tenía todas conmigo. No sé cómo logré despedirme de aquel majadero y entonces sí me pareció notar en la calle como una impaciencia, un vacío, un apresuramiento sigiloso que contrastaba visiblemente con los habituales ajetreos de cada día. De modo que me fui enseguida a buscar a mi padre y también creí reconocer en su estado de excitación un componente que no era el acostumbrado. Después de preguntarme con nerviosa severidad que dónde diablos me había metido y de insinuarme que todo lo que él se temía iba a suceder, nos volvimos sin más preámbulos al campo. Es curioso que recuerde todo eso con tan detallada veracidad —aun contando con que me equivoque en la coordinación de los hechos—, porque a partir de ahí se abre una laguna que sólo consigo salvar a través de barruntos muy poco fiables.

Algo de eso me pasa cuando oigo hablar de un viaje a Madrid que hicimos toda la familia, en una fecha que ya no puedo precisar. Debió de ser en la inmediata preguerra, porque después ya no hubiese sido posible o yo me acordaría. Dicen que fuimos a ver a tía Genoveva, hermana de mi padre y nacida —como él— en Cuba, en Camagüey. Todo eso se ha trastocado en mi memoria, salvo un cabo suelto: que nos perdimos una criada y yo en la barahúnda de la gran ciudad y que yo me angustiaba pensando que jamás volveríamos a encontrar a mis padres. Esa tía Genoveva era por lo visto el vivo retrato de la abuela Obdulia y murió muy joven y de manera infortunada: se ahogó en una bañera sin que se llegase a conocer exactamente la causa. Yo sigo viéndola como arropada en una veladura de daguerrotipo muy similar a la que rodea a tío Antonio, el menor de los hermanos de mi madre, a quien sorprendió la guerra cuando estaba estudiando en Madrid y del que nunca más se supo. Ni siquiera se supo si había muerto, de modo que toda la familia estuvo años esperando que un día apareciera por casa. También yo lo esperaba a mi manera, suponiendo quizá que él me traería ese otro excitante acopio de experiencias bélicas que yo no había podido ni siquiera imaginar.

La guerra civil, en su correlato jerezano, se me aparece como proyectada sobre un doble fondo de exaltaciones y desdichas. Hay una serie de datos precisos que jalonan todo el itinerario de esa evocación. Al día siguiente del golpe militar, la guarnición de Jerez se unió a los sublevados, de modo que no hubo ni demasiados tiros ni demasiadas conexiones con lo que realmente podía ser referido a un campo de batalla. Sólo la actividad de los pistoleros falangistas y las alarmas provocadas por algún enfrentamiento callejero divulgaban por la ciudad los avisos del terror. Desde casa se oían a veces las descargas de los pelotones de fusilamiento y, en los primeros meses, casi no se veía a nadie por ninguna parte. Era una soledad expresamente amenazadora. Luego se impusieron las rutinas del hambre y del miedo y la vida se adaptó mal que bien a una cierta impostura de normalidad. Volvimos al colegio y la historia de cada día empezó a transitar por una especie de consecutivos estados de excepción, lo cual incidía de forma muy estimulante en las primeras tentativas infantiles en torno a las andanzas por libre. Así iban las cosas hasta que aconteció un episodio inolvidable.

Mi padre se debió de afiliar al partido republicano reformista al mismo tiempo que Azaña —que también iniciaría así su trayectoria política—, pues recuerdo unas cartas de don Melquíades Álvarez, fechadas en 1918 y dirigidas a mi padre, que se referían a no sé qué cuestiones organizativas del partido en la provincia de Cádiz. Las cartas andaban por casa y fueron destruidas, junto con otros papeles comprometedores y ante el temor de un registro, precisamente cuando ya el inestable Melquíades Álvarez había decidido adherirse a la causa de los sublevados. Todo eso me lo contaría tiempo después mi madre, cuyo proverbial catolicismo y cuyos fervorosos arraigos educativos en la tradición no le impidieron nunca ser muy indulgente y comprensiva con los demás, sin que en ningún momento se permitiera recusar las ideas republicanas y agnósticas del marido. Una actitud que no respondía para nada a cualquier presumible indicio hereditario del integrista vizconde de Bonald —antepasado de mi madre—, aunque tal vez sí obedeciera a ciertas derivaciones del liberalismo católico del abuelo.

Pues bien, una tarde, cuando volvíamos mi hermano y yo del colegio, vimos dos coches parados delante de casa, con el asiento del conductor ocupado por un hombre de uniforme, mientras otro permanecía apostado en la puerta. Enseguida percibí como un disturbio tácito en las resonancias habituales del zaguán, pero no pensé ni por asomo en la insólita escena que iba a presenciar cuando entré en casa. Dos falangistas procedían a registrar el escritorio de mi padre, que en aquel momento no estaba allí. Mi hermano y yo, simétricamente despavoridos, los mirábamos hacer desde la habitación de al lado, hasta que mi madre se acercó como conteniéndose y nos llevó al otro extremo de la casa. Su angustia me contagió de otra desconocida angustia y creo que en aquel mismo instante me sobrevino la obstinada decisión de compartir todo lo que yo imaginaba que ella defendía frente a lo que supuestamente propugnaba mi padre, causante directo de aquel desaguisado. A él no lo volvieron a molestar, que yo sepa, pero en el seno de la familia se quedó latente como una inminencia de peligro que emergía a ratos entre la habitual ataraxia de los hábitos domésticos. Algún remanente de ese episodio quedó reconstruido años después en un poema, donde junto al compendio narrativo de los hechos se filtraban paladinamente —y con una obviedad en la elocución que hoy no comparto— las trampas propias de toda recuperación a distancia de la experiencia. El autor del poema no pensaba ya lo mismo que el niño que lo protagonizó y, en consecuencia, podía llegar a ser muy arbitrario en la instrumentación de la historia vivida. La linde entre una historia vivida y una naturaleza muerta es a veces casi imperceptible.

Ese registro fue como el punto de partida de una crisis o de una fijación de contradicciones de la que tardé años en desembarazarme. Me esmeré entonces en las prácticas religiosas programadas en el colegio y los domingos acompañaba a mi madre muy de mañana a oír misa y a comulgar. Íbamos por lo común a la bella iglesia gótica de San Miguel, que es donde me bautizaron y donde habría de participar sin reservas en las preces colectivas por la victoria del Caudillo. Sin yo darme cuenta, o dándome cuenta a mi modo, me estaba amparando en unos subterfugios sentimentales que acabarían por imponerse a cualquier otra disponibilidad reflexiva. Aunque ni en casa ni en el colegio me adoctrinaran abiertamente sobre aquellas terribles coyunturas históricas, había en el clima general de cierta burguesía jerezana una suerte de sectarismo patriótico de muy activas propiedades contaminantes. Y a mí también me llegó el turno de esa esporádica inoculación, con todas las atenuantes que se quieran atribuir a una suma de actos inocentes, pero asimismo con todas las agravantes propias del caso. Ni siquiera algunos lances de manifiesta villanía me hicieron reaccionar de un modo distinto al que podía esperarse de un aprendiz de defensor conjunto de Dios y de la patria. Una actitud, creo, que iría adquiriendo cierta imprecisión a medida que prosperaban otras titubeantes discordancias entre la barbarie y la piedad.

Ignoro quién me llevó un día al cuartel de la Falange, aunque lo más probable es que fuera algún compañero de curso de los marianistas. Ese cuartel ocupaba un viejo caserón, supongo que previo desalojo de alguna familia desafecta, por detrás del magnífico palacio barroco de los Domecq. Allí se alistaban los adolescentes que, atraídos por el ardor guerrero de los mayores o los tentáculos doctrinarios en boga, anhelaban iniciarse en la salvaguardia de la patria frente el acoso de sus incansables enemigos. El cargo de caporal mayor lo ostentaba un personaje cuyas maneras, vistas ya desde tan lejos, podían concordar aproximadamente con las del venático. De lo que no dudo todavía es de que era una especie de palurdo uniformado de gerifalte. Se llamaba Eugenio, o algo parecido, y había sido comisionado para instruir a los hombres del mañana naturales de Jerez. Decían que acababa de volver de Alemania, donde residió algún tiempo dedicado a estudiar el modelo organizativo de los alevines de nazis, y había vuelto con la gozosa convicción de que los jóvenes falangistas disponían de un excedente heroico muy superior al de sus homólogos hitlerianos, lo cual no dejaba de ser extremadamente halagüeño. Imbuido de ese espíritu, propuso a sus jerarcas cambiar el nombre de «flechas» por el de «delfines del imperio». No sé en qué acabaría ese alarde de perspicacia histórica. Por cierto, que también incurrió en una similar sandez —esta vez de orden gentilicio— un gaditano de la vieja guardia, Sancho Dávila, marqués de algo, a quien se atribuía una idea sutil: la de que el apelativo más idóneo para designar a los cachorros de la Falange debía ser el de tiroleses. Muy buen ojo, el del marqués.

Aquel sórdido acuartelamiento juvenil, al que volví a escondidas alguna vez, me causó una impresión muy confusa. A mi corta edad, todo aquello tenía el irreflexivo aliciente de un ejercicio de hombría, pero también el rechazo medroso de un arrebato, una severidad tan grosera que me resultó muy difícil adecuarla a mis hábitos educativos. El recuerdo de aquellas experiencias fugaces ha permanecido como atascado en una inhóspita sensación general de desconcierto. A lo mejor ya estaba tácitamente fijada en mi voluntad la predicción de mi inconstancia. Pero antes acepté, en calidad de meritorio, unirme a una marcha que había organizado el tal Eugenio a El Puerto de Santa María y para cuyo permiso aporté en casa la mentira de que se trataba de una excursión dominical promovida por el colegio. Nos llevaron en unos autocares y, una vez en El Puerto, nos repartieron unos fusiles de palo y unas mochilas cargadas de falsa munición, y así pertrechados nos hicieron andar no sé cuántos kilómetros por la playa de Fuentebravía.

Esa escena nunca ha dejado de revirar en mi memoria hacia una coloración muy plana y desvaída, apenas perfilada por algún matiz evanescente. Fue una caminata absolutamente desaconsejable, amén de ridícula, una especie de simulacro de maniobra militar a cargo de un escuadrón de adolescentes más bien desnutridos y que tal vez mataran el hambre al mismo tiempo que al imaginario contendiente. Supongo que yo me sentiría portador, si no de valores eternos, sí de la atolondrada certeza de estar emulando al más intrépido paladín. Simulamos el ataque a unas supuestas trincheras enemigas situadas en la cumbre de unas dunas y, a medio camino, me sentí tan agotado y tan débil que pensé que me iba a desmayar. Tuve finalmente que quedarme tendido sobre la arena, jadeante y febril, incapaz de dar un solo paso más. Y así hasta que vi acercarse al instructor, el cual no sólo no me atendió sino que, a cuenta de su fanatismo castrense y para curtir mi espíritu, me impuso la inicua sanción de privarme del bocadillo que iban a darnos para almorzar. Pasé un hambre atroz y sufrí una humillación tan rabiosa que habría de promover automáticamente mi deserción. Ya no volvería nunca más por aquel cubil.

A mi regreso a casa, esa misma noche, les confesé a mis padres toda la verdad a propósito de mis solapadas argucias para enrolarme en la banda de los flechas y de los quebrantos padecidos en la marcha por la playa. Mi madre no hizo ningún comentario, se limitó a componer ese gesto de indulgencia cautelosa que usaba tan de continuo, pero mi padre se llevó un disgusto de mucha consideración. Aun sin encolerizarse, me anduvo explicando algunas intrincadas contingencias bélicas y ciertas andanzas de los pistoleros falangistas, un primario repertorio informativo del que yo no tenía la menor idea y que no creo que me aportara ninguna especial conmoción. Tampoco me parece que esas disquisiciones de mi padre generaran una mudanza efectiva en mis crédulas ideas al respecto, pero algo de eso debió de permanecer en estado larvario en mi evocación, pues tiendo a sospechar que algún día afloraron como puntos de referencia moral más o menos inductivos.

Ahora, al cabo de tantos años, tengo la impresión de que todo aquel embrollo patriotero infantil me afectó de un modo muy desigual, un poco al margen de los edictos disciplinarios propios del espeso entramado social de Jerez. Es cosa sabida que el censo local de señoritos cerró filas en torno a José Antonio Primo de Rivera, no ya por tratarse de un indómito parigual de la tribu, sino porque había desenterrado el hacha de guerra contra los desmanes reformistas de la República. Una conducta que se prolongaría con fanático ahínco durante el Alzamiento y que empezó a flaquear inmediatamente después, cuando surgen las primeras desavenencias ideológicas entre la Falange y la férrea directriz política del régimen. Esa tropa de señoritos, a algunos de los cuales recuerdo luciendo, impasible el ademán, la camisa azul, desapareció bien pronto del mapa patriótico jerezano. Ninguno de sus vástagos se alistó a las organizaciones juveniles falangistas sino a las del requeté. Quizá entendieron que los flechas, al lado de los pelayos, eran mucho más toscos. Me imagino que eso debió de durar hasta que el Caudillo promulgó el decreto de unificación de falangistas y tradicionalistas y ya todos se hicieron adictos a Franco de por vida. Qué menos. Fue una alternancia de banderías muy vistosa.

Pero los más perceptibles lances de mi pensamiento moral de aquellos años no se centran en esas experiencias fortuitas, sino en la crisis de misticismo que, por edad y por inducciones educativas, me correspondió vivir entonces. Fue una fase breve, pero muy fogosa. Hacía penitencias incalculables y me imponía áridas disciplinas para doblegar las acechanzas del maligno. Incluso hice formal promesa de guardar un silencio absoluto —a no ser que me preguntaran en clase— por espacio de una semana. Sin duda que también estaba afectándome otro de los influjos sectoriales del lerdo ambiente jerezano y sospecho que todo aquello tenía algo de ficticia gimnasia espiritual para no quedarme rezagado en la carrera de la santificación. Ese mismo año de máximos fervores religiosos salí de penitente en la hermandad de los jesuitas, descalzo y portando una cruz de buenas proporciones. No era el menor de los méritos el anonimato con que había practicado ese sacrificio, que fue mayúsculo. Supongo que también pensé en la oportunidad suprema del martirio, pero no tuve ocasión de comprobar si estaba dispuesto a tanto. Por entonces, y en razón de esas exaltaciones devotas, acaso pude medio intuir el desajuste existente entre el catolicismo militante y lo que ocurría en aquella retaguardia católica. Nada de eso, sin embargo, se me manifestó de repente, y hasta es posible que no se me manifestara de ningún modo, pero algo así debió de ocurrirme, pues en caso contrario no sabría cómo explicar ciertas mudanzas de índole afectiva, aunque en ningún caso —ni mucho menos— de carácter ideológico.

El primer aldabonazo en este sentido me lo proporcionó el fusilamiento de don Ezequiel Dorrego, nuestro médico de cabecera y viejo amigo del abuelo Rafael. Tardé bastante en enterarme de lo que había pasado, pero la muerte de ese hombre sabio y bondadoso sumió a toda la familia en una prolongada consternación. Don Ezequiel había sido compañero de Negrín en la madrileña Facultad de Medicina y luego trabajó con él como fisiólogo. Ya afiliado al PSOE, propició de manera muy activa la alianza de los partidos de izquierda en el Frente Popular. Su nombre incluso había sonado como alcalde de Jerez poco antes del inicio de la guerra civil y eso bastó para que lo condenaran a muerte en consejo sumarísimo. Ignoro cómo reaccionó mi padre ante esa atrocidad, pero sí me acuerdo de las preguntas sin respuestas que yo le hice a mi madre y de la farragosa tramitación de mi desconcierto. Un desconcierto que se acentuaría poco después a raíz de una nueva ejecución para todos inconcebible: la de un enólogo llamado Luciano Torrent, militante al parecer del POUM, que había trabajado con el tío Rafael en asuntos de corrección de vinos y que solía acudir a una especie de tertulias irregulares que se celebraban en la rebotica de la farmacia. Y hubo otras historias estremecedoras, aunque de signos variables.

Una mañana apareció muerto en la calle y en circunstancias casi grotescas el que era jefe local de abastos o de la fiscalía de tasas o algo así. Se trataba de un señor con pinta de petimetre que gustaba de hacer ostentación de su elevado nivel de vida en aquellos tiempos de hambruna. Se supo bien pronto cómo habían encontrado su cadáver: sentado en una acera, con la espalda apoyada en la pared y una cartilla de racionamiento sin datos personales enrollada y metida en la boca. Ante tamaña vejación se incrementaron de inmediato las vigilancias y represiones y creo que ésa fue la época —¿a fines de 1938?— en que más virulentamente vivió Jerez las secuelas de la guerra. A poco de este lance se produjo otro de distinta naturaleza, pero asimismo espantoso que, andando el tiempo, siempre me recordó una escena de El coloquio de los perros. Tengo aquí el texto donde cuenta Cervantes por boca de Berganza cómo un llamado Corondas «puso ley de que ninguno entrase en el ayuntamiento de su ciudad con armas, so pena de la vida; descuidose desto y otro día entró en el cabildo ceñida la espada; advirtiéronselo, y acordándose de la pena por él puesta, al momento desenvainó su espada y se pasó con ella el pecho». No es que el episodio de que ahora trato fuera exactamente un trasunto del cervantino, pero el desenlace tenía ciertas concomitancias, siquiera fuesen de índole psicológica. Ocurrió en una taberna del barrio de la Colegial, frecuentada por jornaleros del campo y arrumbadores de las bodegas. Uno de éstos, después de beberse una botella de vinagrón, sacó del bolsillo una navaja cabritera, la abrió con despacio y se dirigió a los parroquianos que por allí había, proclamando que Franco era un hijo de la gran puta y que quien le llevase la contraria se las tendría que ver con él. Nadie le llevó la contraria y entonces el arrumbador se degolló de su propia mano con la navaja cabritera.

A mí me parece que todos estos desbarajustes emocionales quedaban un poco neutralizados por otros desarreglos de más directa conexión con las demandas de la edad. Para casi todos los muchachos que yo conocía, la guerra no significó mucho más que una especie de incongruentes vacaciones o, mejor, una oportunidad inmejorable para iniciar las primeras escapadas en solitario; esa presunta libertad electiva en torno a las aventuras personales, las complicidades nocturnas y los cultos secretos que las cortapisas familiares nos habían impedido hasta entonces ejercer. Quizá fuera ése el motivo de que superase sin mayores traumas las contraofensivas místicas y de que hasta llegara a descreer de muchas obcecadas disputas entre el bien y el mal. Las perversiones del pasado también pueden llegar a ser inescrutables.

Al margen de esas privadas enseñanzas, tengo fijados en la memoria otros despiadados y más generales rudimentos de aquellos días de la guerra —y de la inmediata posguerra— que han ido emergiendo en buena parte de mi obra literaria con un tenaz apremio persecutorio. No me refiero ya a las variantes infantiles del miedo, sino a las incidencias del hambre y del frío en el paisaje social de Jerez. Todavía era muy pronto para que yo pudiese testificar ni por aproximación el grado de miseria que se expandía, al mismo compás que los despotismos doctrinarios, por todos los atajos populares de la ciudad. Sólo he logrado retener en este sentido unas pocas imágenes fragmentarias. En mi casa no se acusó más que ocasionalmente esa evidencia de la escasez, pero sé que hubo momentos en que una simple comida aceptable era como la prueba efímera de tantas dificultosas supervivencias. En aquel escenario local de jóvenes soldados ausentes, de familias opulentas encerradas en sus mansiones, de gentes escuálidas rebuscando entre los desperdicios y de abominables estraperlistas, la vida debía de estar inoculada por un virus de desolación que sólo soy capaz de rememorar a través de vestigios muy aislados.

Me acuerdo, por ejemplo, de esas gentes desesperadas y famélicas que llamaban a cualquier hora a la puerta de casa. No eran pobres limosneros, eran mujeres dignas que pedían un trozo de pan o una vieja prenda de abrigo. Y a mí eso me producía como la acongojante sensación de estar amenazado por un peligro inminente. Fue cuando la desnutrición fomentó las epidemias de tifus, de tuberculosis, de pelagra, y yo oía decir que todos acabaríamos siendo víctimas de alguna incurable enfermedad. Pero, que yo recuerde, ni en el colegio ni en casa ocurrió nada de eso y la cuota del contagio se redujo a la triste marca de los piojos y los sabañones. Aún me veo en el recreo del colegio, con los nódulos del frío azulándome las orejas, tratando de eludir la odiosa obligación de jugar al fútbol, justo en el momento en que aquel raro marianista partidario de sentar la mano —don Francisco se llamaba— me restregó los sabañones con ese rencor alevoso que poseen los martirizados por la castidad. El dolor casi me hizo perder el sentido y, cuando me repuse, no encontré mejor manera de demostrar mi rabia que escapándome del colegio.

Debí de andar a la deriva por aquella zona de Jerez aledaña a la calle Porvera, entre la Alameda Cristina y el barrio de Santiago. Aunque yo no advirtiera de hecho ningún presunto atisbo de anormalidad, enfrascado como estaba en mi propia ufanía de viandante libre, quiero creer que fue entonces cuando medio percibí que había algo en el aire callejero, una manera de andar, unas miradas, unas actitudes furtivas, que tal vez remitieran solapadamente a un infortunio con trazas de inextinguible. Vi a dos niños harapientos cazando un gato, a una anciana temblorosa masticando un puñado de gramíneas silvestres, a un hombre que no parecía un mendigo envuelto en una andrajosa manta cuartelera. ¿Vi todo eso realmente o me imagino ahora que lo vi? Es igual. Pues de lo que no dudo es de que llegué a casa como si empezase a no estar inmunizado del todo contra ciertas virulencias exteriores. A lo mejor hasta el hecho de que mi escapatoria sólo me reportase una reprimenda leve y un suspenso en conducta, también podía atribuirse a la benevolencia con que, en medio de aquellas adversidades sin fin, se juzgaban en casa o en el colegio las transgresiones de poca monta. Nada de eso, sin embargo, me sirvió para ir abriéndome camino por las zonas más borrosas, los más intrincados preavisos de mi adolescencia. Me inclino a creer que el mapa del tesoro de esa trayectoria vital o había sido trucado o resultaba decididamente inencontrable.