5

SENSACIONES

 

 

 

Jon Morel miró a Elsa de arriba abajo cuando entramos en la librería unos días después. Yo le había hablado a ella de la librería, de su encanto y de… Mario. Sí. Le conté que el chico del barco había visitado mi, ejem, imaginación alguna que otra vez, así que se empeñó en bajar a la librería para hacerle un examen amiguil que a mí me daba potera.

—Elsa… —dije con los ojos en blanco—. Estás viendo cosas donde no las hay. Es un tío agradable de ver, sin más.

—Ya —contestó con tonito—. No seas ceniza. Quiero comprarme algunas cosas y que me acompañes, así me presentas a los libreros, al menos. No conocemos a nadie aquí y tu cara empieza a resultarme repetitiva. —Sonrió maliciosa.

—¡Pues ve tú sola! Además, te piras en nada, qué más te da conocer gente.

—¿Y perderme cómo te vuelves gilipollas? Ni de coña. —Rio.

Así que ahí estábamos las dos, en la librería Morel. Íbamos resueltas a comprar algún libro de música para mí y alguno de autoayuda para ella. Yo no soy gran fan de la autoayuda, la verdad; mejor dicho, y para ser claros, me dan pampurria los libros que te dicen qué tienes que hacer, cómo tienes que pensar o cuándo tienes que llorar. Chico, menos rigidez, que si fuera tan fácil no habría terapeutas. Pero para Elsa esos libros eran la panacea y la solución a todos sus problemas y tampoco era yo nadie para echar por tierra sus esperanzas diciéndole que creía que esas cosas solo servían para que alguien ganara dinero a costa de las miserias ajenas. En fin. El caso es que nos plantamos ahí pero, para desolación de Elsa, Mario no estaba; solo Jon.

Al principio Elsa no le hizo mucho caso. Creo que no lo encontró muy atractivo en un primer momento. Y no sé, era guapete, aunque no quitara el hipo. Un chico normal, supongo. Lo que sí tenía era una de las miradas más tristes que había visto en la vida y eso me acongojaba hasta casi hacerme estremecer: que Jon no era feliz se leía en sus ojos a doscientos kilómetros. El caso es que cuando fuimos a pagar, se puso algo nervioso. No lo había estado conmigo cuando le conocí así que supuse que Elsa, cuanto menos, le llamaba la atención. Y cuando ella se dio cuenta de lo que pasaba, lo miró con otros ojos.

—¿Necesitáis alguna cosa más? —preguntó Jon solícito cuando nos estaba cobrando.

—Un guía turístico por la ciudad. —Sonrió Elsa—. Como somos nuevas aquí, apenas conocemos sitios para tomar algo en condiciones.

—¿Ah, no? Pero tú —me miró— llevas ya un tiempo, ¿no?

—Bueno —carraspeé—. No. Solo un mes y medio o así.

—Y como no conocemos a nadie, no sabemos bien dónde ir —se apresuró a decir Elsa.

—Pues, bueno, yo soy de fuera y no salgo apenas, así que no es que conozca muchos sitios. Quizá mi hermano os podrá decir, que él lleva más tiempo y sale bastante.

—Oh. —Elsa frunció el cejo—. Pues podríamos quedar los cuatro para ir a tomar algo.

Y yo quise matarla.

Jon se debatió unos segundos. Por alguna razón no quería unirse al plan de Elsa pero por otra parte sí quería. Lo veía en sus ojos y yo era bastante buena en eso de calar a la gente y leer entre líneas.

—Bueno…, hay un sitio bastante chulo que podría enseñaros. —Sonrió un poquito.

—¡Genial! —dijo Elsa—. Quedamos, no sé, ¿a las nueve?

—Sí, vale. —Jon me miró a mí.

—Sí, no hay problema —respondí, no muy segura de querer ir.

Nos despedimos y salimos con nuestras compras. Elsa sonrió satisfecha al cruzar la puerta.

—¿Haciendo amiguitos? —le pregunté con sorna entrando al portal.

—No seas rancia. No conocemos a nadie aquí y por algo hay que empezar. Además, Jon parece majo y es guapete. Quién sabe, igual me quita a Roberto de la cabeza. —Me guiñó un ojo.

—Dios… La que se me viene encima.

Salí de la escuela hecha una auténtica furia. Los alumnos ese día estaban especialmente pesados y me habían dado la tardecita. A saber qué hormona les habría afectado. Quería matar, quería rociarlos a todos con gasolina y prenderles fuego mientras les decía un «jodeos, hijos de Satán» y me reía como una loca. Vaya, que había tenido un mal día. Y en este estado ansioso llegué a mi casa justo antes de la quedada con Jon y a mí… solo me apeteció tocar el violín. Me sorprendí hasta yo, porque hacía un tiempo que tocar por tocar había dejado de llamarme y ya solo cogía el violín para preparar clases o ensayar piezas de cara a las clases y demás, pero cuando fui a dejarlo en su sitio y miré la caja, la abrí sin pensar. Acaricié mi instrumento como si fuera la primera vez que lo veía, como si fuera una persona a la que estuviera reconociendo mediante el tacto. Cerré los ojos y pasé los dedos por todas sus partes con suavidad, sonriendo al rozar las «f» de los lados como la que llevo tatuada en mi antebrazo izquierdo y que me hice cuando terminé la carrera, a modo de homenaje al instrumento, a mí misma por acabarla y a la música. Sentí la madera, la vibración. Sentí las lágrimas que había derramado a lo largo de los años al tocarlo, bien porque me descargaba en los días malos, bien por lo que me costaba que saliera la pieza de turno. Sentí el dolor en los dedos, las noches infinitas ensayando, la satisfacción cuando conseguía tocar como debía y la euforia cuando me dejaba llevar y disfrutaba. Sonreí porque entendí que, en ese momento en el que debía estar duchándome y arreglándome para salir, me estaba reconciliando con la pasión de mi vida. Así que, porque quería tocar por el simple hecho de disfrutar, lo cogí, me lo coloqué en posición, tomé el arco y empecé. Lo que me salió, sin pensar, fue el Adagio en sol menor, de Albinoni. Triste. Desolador. Desgarrador. Quizá como colofón a mi historia con Samuel, a mi cambio de ciudad, de trabajo y a mi nueva vida, el adagio me salió de las entrañas sin pensar.

Me duché con el ánimo raruno, claro. Entre la tarde de nervios en la escuela, la preocupación por Elsa porque la veía muy descentrada y Albinoni que se me había metido en el alma, estaba tristona y alicaída. Todos tenemos nuestros días, ¿no? Pues yo tenía ese en concreto. Y poco antes de irme de cañas con dos desconocidos y mi amiga loca. Joder. Salí de la ducha y comencé mi conversión a persona. No podía ir con esa tristeza a una especie de cita bastante extraña de por sí como para encima echarle más leña. Miré el armario sin saber bien qué ponerme. Mi estilo era bastante ecléctico y un día podía ir con los taconazos más altos del mundo y lentejuelas, y al día siguiente en leggins y deportivas. ¿Igual es que no tenía un estilo propio? Así que como estaba un poco off, me puse unos leggins recios negros, botas Dr. Martens y un jersey gris de punto gordo. Muy normal, vaya.

Cerré la puerta de casa y subí las escasas escaleras para llamar a la de Elsa y bajar juntas. Me recibió un pibonazo enfundado en un mono étnico bajo una americana negra que, junto con su corto pelo rubio y sus ojos claros, resucitarían a un muerto y le pondrían la cola tiesa, todo sea dicho.

—Estás impresionante —le dije sonriendo.

—Y tú… no tanto. —Rio ante lo sencillo de mi atuendo.

—Bueno, ¿estás lista?

—Sí.

Habíamos quedado con Jon en un bar del centro que no conocíamos. A mí me encantó nada más verlo, porque tenía un porche cubierto con mesas y sillas de distintos tipos y estilos y que hacían un efecto hipster que quedaba genial. Muy chic, cierto. Se llamaba El Catatico, no sabía muy bien por qué. Y en una de las mesas del porche nos esperaba Jon con un chico y una chica más, Carlos y Mónica, que eran pareja. Estaban los tres en completo silencio y no parecían muy amigos, la verdad. Fenomenal para nosotras… Pero Elsa, la sociable, sacó su mejor sonrisa, se puso su disfraz de Barbie Simpatía y empezó a romper el hielo hablando de todo y de nada. Yo estaba un poco más al margen porque no tenía mi mejor día y porque había llegado a un punto en el que estar conmigo misma, ver mis películas, leer mis libros, escuchar música, tocar el violín o pasear me resultaban más placenteros que estar con gente a la que ni conocía ni tenía el mínimo interés por conocerme a mí. Y tampoco era eso, claro, así que ahí estaba yo: sentada en la mesa sonriendo cortés a todos, con mi cervecita y mi mejor amiga parloteando sin parar mientras me preguntaba dónde estaría Mario. A él sí me apetecía verlo, ya veis.

—Por cierto, Jon, ¿dónde está tu hermano? —preguntó Carlos—. Creí que vendría también.

Y no sé por qué me pareció que Carlos no estaría cómodo sin el hermano allí. Vamos, que nosotras y Jon muy bien pero el nexo de unión allí era Mario.

—Sí, sí. Llegará ahora. Tenía algo que hacer antes y se iba a retrasar.

Tras unos minutos de conversación insustancial y algún silencio incómodo, algo en el aire se movió. No sé si fue un perfume masculino que me llegó o el sutil cambio de posición que hizo Elsa en su propio asiento pero noté que detrás de mi espalda algo se estaba acercando. Algo no; alguien, para ser más concretos.

—Hola —saludó a todos y se sentó al lado de Jon.

Me dedicó una mirada fugaz que no dio a nadie más, pero enseguida volvió a centrarse en el grupo. Eso sí, la que me miraba fijamente disimulando una sonrisa era Elsa, pero yo le giré la cara, que pasaba mil de ponerme a hacer gestitos y miraditas como niñas.

Hablamos de nimiedades, nos reímos de tonterías y hubo algún ratito de silencio incómodo que Carlos mató haciéndole alguna pregunta insustancial a Mario o similar. Se notaba que ellos cuatro no eran amigos. Que eran más bien colegas o conocidos sin demasiada relación, porque se palpaba que no había confianza. Luego me enteré de que en realidad solo se conocían porque Carlos escribía poesía en sus ratos libres y había dado algún que otro recital en la librería de Mario; de ahí habían entablado algo de relación y como ninguno era de la ciudad ni tenía amigos allí, se juntaban de vez en cuando para pasar el rato, pero sin más. Además, Mario parecía un espíritu libre que pasaba de todo, así que su amistad era más bien un colegueo sin importancia.

De todas formas el tiempo pasó rápido y cada vez más fluido. Es lo que tienen las cervezas, claro. Casi sin darme cuenta, estábamos en un sitio cenando una mariscada con vino blanco va, vino blanco viene. Vamos, que yo al menos terminaría por los suelos, que el vino blanco otra cosa no, pero cabezón y bombazo es un rato.

—¿Cómo vas con el tema del viaje? —le preguntó Carlos a Mario.

—Va bien. Esta semana voy a la aseguradora para mirar un seguro especial para este tipo de travesías.

—Ah, con seguro y todo… Sí que lo tienes atado.

—Bueno, que me vaya a la aventura no significa que me vaya como pollo sin cabeza —replicó él, no muy contento con el tono de Carlos. Yo no me enteraba de la movida, claro—. Me quiero ir asegurado y con todo muy bien atado.

—¿Y no pierde la magia entonces? —siguió Carlos.

—No —respondió Mario tan tajante que Carlos bajó la cabeza.

Mario bebió un trago bastante largo de su copa de vino y Carlos se dispersó hablando con Mónica. Casualmente (sí, casualmente) yo estaba sentada al lado de Mario así que cuando él cogió su copa tras la conversación le oí refunfuñar, algo cabreado. Eso me hizo gracia y apreté los labios con fuerza para contener la risa. Él me pilló y sonrió con los labios cerrados mientras tragaba el vino y me miraba.

Sus ojos.

Los ojos de Mario se me clavaron en ese mismo instante. No me había fijado antes en ellos, pero en ese momento me llegaron al alma. Eran ojos oscuros, casi negros y pequeños, almendrados y con las pestañas largas y espesas. Y me miró…, ¿cómo definirlo? No es que me mirara traspasándome con sus ojos o con una mirada penetrante, no; eso sería una descripción demasiado fácil y no alcanzaría a explicar por qué se me erizó toda la piel. Y eso que apenas fueron milésimas de segundo, pero lo sentí; sentí que me miraba como si yo importara algo, como si tratara de ubicarme en su vida, de hacerme un hueco. Me miró como se mira a las cosas que importan y tienen significado.

Pero apartó pronto la vista y volvió a centrarse en la mesa. Yo hice lo mismo, porque no había entendido nada y preferí obviar el momento miradita, que no era muy mi estilo, la verdad. Mario no volvió a dirigirse a mí y yo no volví a mirarlo pero a pesar de eso la cena siguió yendo bien, sobre todo gracias a Elsa y a sus salidas. Poco antes de servir el postre, yo anuncié que me salía a fumarme un cigarro y ella se levantó enseguida para acompañarme.

—¿Qué tal te lo pasas? —me preguntó.

—Bien, sin más. ¿Y tú?

—Voy un poco borracha —dijo con una sonrisa—. Así que bien.

—¿Y Jon, qué?

—Bueno, me gusta un poco, creo. No sé; ya sé que es pronto con lo de Roberto y todo eso, pero no me importaría…

—Pasa de Roberto y de lutos, Elsa. Pero si te lo vas a jincar en tu casa, procura que no te oiga. —La amenacé con el dedo índice pero también con una sonrisa.

—Lo tuyo es amor. —Rio—. Por cierto, Mario bien, ¿no? —Cambió de tema con sorna.

—Sí. Es majo, y tal.

—Ya. Majo y tal. —Sonrió.

—Oye, ¿qué es el rollo ese del viaje? No me he enterado mucho —pregunté para cambiar de tema.

—El rollo ese del viaje es que en primavera me voy solo a recorrer el Mediterráneo en el barco —dijo la voz de Mario a mi espalda, sobresaltándome.

Se acercó a nosotras y se encendió un cigarrillo. Me morí un poco de vergüenza por la pillada, pero enseguida me recompuse.

—Ah, ¿sí? Qué interesante —dije—. ¿Te vas mucho tiempo?

—No se puede calcular con exactitud —dijo dando una calada—. Pero en principio son unos seis meses.

—¿Lo has hecho alguna vez antes? —preguntó Elsa.

—No tanto tiempo. —Dio otra calada—. He salido mucho a navegar desde niño con mi padre y luego yo solo, cuando me saqué los permisos necesarios y pude comprarme el barco, así que tengo bastante experiencia; pero lo más que he estado fuera han sido tres meses seguidos.

—¿Y vas solo? —preguntó Elsa.

—Sí —dijo serio.

—Y tu novia ¿qué opina? —preguntó de nuevo la perra de ella.

—No tengo novia. Ni a nadie con derecho a opinar.

—Joder —dijo Elsa—. ¿Y no preferirías ir con alguien, no sé, para compañía y tal?

—No —respondió tajante.

—Qué gozada y qué envidia —dije sin pensar y él me miró.

—Eres la primera persona que no me tacha de loco. —Sonrió.

—Bueno, es una aventura personal muy atractiva. Y si tienes experiencia en navegación, vas con un seguro especial y con las cosas bien atadas, no lo veo como una locura.

Mario sonrió sin decir nada más. Dio una calada de su cigarrillo y anunció que volvía. Yo hice amago de lo mismo, pero cuando él se giró, Elsa me susurró:

—Este no, eh, Vega. Este se pira a lo Hacia rutas salvajes y ya no le ves más.

Y me hizo reír. Hacia rutas salvajes era mi película favorita.