I
La concesión en su día del premio Nobel de Literatura al poeta griego Odysseos Elytis volvió a sorprendernos a los lectores de poesía de todo el mundo y, como ya sucediera en 1963 con la concesión del mismo galardón a su paisano Giorgos Seferis, las traducciones de ambos entre nosotros eran, en aquel momento, más bien escasas, ciñéndose, en líneas generales, a versiones en revistas o a otras, más o menos parciales, en algunos libros. Y es que la literatura griega –como le suele suceder a la española– seguramente sufre el peso y el tópico de una riquísima tradición que ahoga toda contemporaneidad, el interés por los autores de última hora.
Precisamente la mayoría de los poetas griegos contemporáneos recuperan jugosamente, actualizándola con gran sabiduría, la tradición de sus antepasados, refunden los temas de entonces con gran dignidad o se ocupan de otros nuevos sin salirse de la órbita enriquecedora, estimulante siempre, de las esencias griegas. Los editores suelen buscar la obra comercial o el texto claramente consagrado y dejan de cumplir con ello la que debiera ser una de sus primordiales misiones: la publicación de textos que a pesar de estar aún poco decantados por el tiempo, enlazan con un pasado valioso y lo hacen con una autenticidad indudable.
El caso griego
El caso griego –la importancia de esa determinada tradición, de esos fecundos frutos del pasado–, resulta algo incomparable en el panorama de la literatura universal y particularmente vivificante para la europea. Y no vamos a insistir aquí en lo que es sobradamente conocido por todos: que en Grecia –entre muchas otras cosas– nacieron los géneros literarios –la epopeya y la lírica, la tragedia y la comedia–, que en Grecia tienen que ir a buscar sus raíces la ciencia, así como el pensamiento político y el filosófico, la medicina y la geografía.
Es por ello lógico que ese reconocimiento que ha tenido en los últimos años la Academia Sueca hacia la lírica griega actual no se haga sin tener en cuenta esa riquísima tradición, esa luminosidad del conocimiento que, para nuestro ejemplo, aún gozamos. Grecia es en realidad la única receptora de tales honores.
Y así lo han sabido ver con suma clarividencia los autores premiados. Creo que Elytis ha dicho algo de ello en recientes declaraciones, y Seferis, cuando el embajador de Suecia en Atenas le visitó para darle la noticia del premio en su casa del barrio de Pigrati, afirmó: «Muchas gracias, pero la felicitación es para Grecia. Grecia pudo haber obtenido anteriormente este premio con otros poetas griegos. Creo que la Academia Sueca quiere demostrar con ello que la humanidad de hoy necesita, más que nunca, de la poesía y del espíritu griego, cualquiera que sea la nación de donde provenga, y con su decisión quiere expresar su solidaridad con este espíritu de la Hélade. Muchas generaciones han luchado para preservar lo que hay de vivo en la larga tradición de Grecia».
Preservar lo que hay de vivo... He aquí una justa y hermosa misión para los creadores contemporáneos que desean vivificar la tradición. ¡Y cuánto contenido y cuánta verdad en ese adjetivo, vivo! No imitar la tradición, sino mantenerla avivándola, rescatándola, evidenciando lo soterrado de la misma, sintiendo la savia de unos valores tanto formales como de contenido que podemos considerar irrepetibles. Esa equilibradísima fusión entre razón y corazón, esa transparencia que, sin saber de excesos, no ignora la carne y la sangre de los avatares históricos, difícilmente la volvemos a encontrar después de los griegos.
De ese mundo enriquecedor, y especialmente de su vertiente histórica, volveré a ocuparme con detenimiento más adelante, pero quede por el momento constancia de que es imposible darle la espalda a unos frutos y a un pasado artístico y humanamente copioso. El mundo griego no sólo bajo sus aspectos literarios, históricos y monumentales –los más notables–, sino también bajo una óptica vital, humanista, lo más general posible, sigue siendo algo impar.
De aquí la importancia –que algunos no consideran muy justificada de honrar a estos poetas y la necesidad de que nuestros lectores puedan tenerlos al alcance de la mano. Recuperación también de una zona de la lírica contemporánea, género al que no se le acaba de prestar la atención precisa, si nos atenemos a la carga vaticinadora y fundamental del mismo.
Pesa, pues, mucho la tradición en Seferis –éste nos dice que las capas más profundas de los orígenes de su poesía hay que irlas a buscar en Homero, en Heródoto, en Platón– y en Elytis, que enseguida se ha declarado deudor de la misma. Más, mucho más, creo yo, a juzgar por los poemas suyos que he tenido ocasión de conocer, que ese surrealismo de raíz francesa del que hablan machaconamente los teletipos y con el que rápidamente le han etiquetado las crónicas.
Elytis parece ser que descubre a Eluard «por casualidad», pero la fuerza de la sangre y lo que da raíz a su canto hay que irlo a buscar en unas obras y en una historia que suponen una profunda lección. Y es que, digámoslo de una vez, es el fondo de una obra, su gran contenido, el que acaba conformando la expresión, un estilo.
Del fondo brota la forma como de la semilla el fruto. De aquí la necesidad de diferenciar, de una vez por todas, las alteraciones fundamentalmente formales de las vanguardias de cuanto nos ofrece la tradición de permanente. Lo observaremos también, más adelante, en el ensayo que dedicamos a Octavio Paz.
Contemporáneos y epigramatorios
En la misma línea se halla la obra de Yannis Ritsos, un autor que es igualmente merecedor del Nobel, al que hace ya tiempo conocíamos en las ediciones francesas y del que ahora se nos ofrecen en nuestro país dos volúmenes de sus versos, Antología 1936-1971 y Grecidad y otros poemas. Ritsos asume, de forma casi radical, esa tradición de la que se embebe el conjunto de su obra, sin renunciar al testimonio social, a los hechos graves que le han tocado vivir en su tiempo.
El «nos retiramos para que pases, poeta», pronunciado por su poderoso e inmediato antecesor, Palamás, responde a una evidencia innegable: la de una poesía llena de fuerza que extrae sus raíces de un pasado remoto, pero que a través de los temas de siempre –el amor, la belleza, la naturaleza originaria, la libertad– es como un grito clamoroso en nuestros días.
De estos grandes temas eternos, son la naturaleza y la libertad los que mejor caracterizan los libros de este poeta. Una naturaleza de desnudeces –piedras, astros, aguas, sangres– y una libertad como medio único y superior para debatirse y salvarse en esa naturaleza fuerte en desolaciones, desgarrada y negadora. Pero de esa carga de negación surgen también los dones, que el poeta –vidente poderoso– sabe extraer y verter, metamorfoseados, en el poema.
Estas notas tan generales sobre lo griego o sobre el espíritu griego, y la actualidad de ciertos poetas entre nosotros, no supondrían una visión completa si no recordáramos aquí otro extraordinario testimonio escrito muy relacionado con ello. Me refiero a la también reciente edición entre nosotros de algunos volúmenes de la poesía griega de los orígenes.
De un lado está la enjundiosa edición de la Antología Palatina, traducida y anotada por Manuel Fernández-Galiano, y del otro, la que es una parte extraída de la anterior, un florilegio de epigramas eróticos y amorosos, La Guirnalda de Afrodita. No entramos en comparaciones, en juicios globales sobre ambas ediciones, pues el lector tendrá una idea diferenciadora de ambas con sólo tenerlas en sus manos.
Cuando hablo de «diferenciadora» no doy a este término ningún matiz crítico. Sí destacamos enseguida de ambas la aportación enriquecida a la cultura y a las cuestiones que hemos venido tratando. Con propósitos y calidades bien distintas, ambas obras propagan lo griego con todo lo que de esencial tiene este término. Poesía sumamente decantada por el paso del tiempo, ampliada y pulida en sucesivas versiones, que nos ofrece un testimonio lírico, una emocionada pureza, de primera mano.
La Antología Palatina nos parece un fruto de excepción al margen de las generalizaciones que hasta aquí hemos venido haciendo. Fruto de excepción por su rigor, por la justeza de los comentarios que acompañan a cada epigrama y por las precisiones críticas en general. Y ello al margen del contenido de la obra en sí, que, como se afirma en la introducción, «constituye y ha constituido siempre un inagotable repertorio de temas y modos literarios para los propios autores griegos, para los romanos después y, tras su redescubrimiento, para la literatura moderna».
Es por tanto esta Antología, de acuerdo con cuanto aquí hemos dicho, un testimonio literario de primera mano a la hora de valorar esa tradición viva que dignifica y ha hecho progresar el espíritu de los humanos de todos los tiempos, y que constituye una fuente inagotable de inspiración y de ejemplo, en el más amplio sentido de este término.
La Antología Palatina, fruto de la compilación de un anónimo bizantino hacia el año 980, recoge en esta primera entrega unos ochenta autores, con notables aportaciones de carácter cronológico y crítico en general respecto a las ediciones anteriores. Vasta empresa la del traductor y actual mensaje el de los autores que, a estas alturas, nos sorprenden con la frescura de sus textos. A pesar del carácter primordialmente votivo o funeral de los mismos, estos poemas de dos a ocho versos tocan sobre todo los grandes temas del amor, los placeres, los trabajos o la muerte.
El noble y vitalista sentido de los griegos resalta en estas inscripciones en piedra que el paso del tiempo nos ha dejado de forma conmovedora. Anite, Menandro, Leónidas, Heráclito, Euforión, Glauco, Alceo, Meleagro, son algunos de los ochenta nombres recogidos por el antólogo, de los que posiblemente el lector habrá tenido alguna noticia previa. Por cierto, no alcanzamos a comprender por qué a Leónidas se le considera, con su emoción tan natural, con su pánica sencillez, un poeta «discreto, pero nada genial». ¿Está reñida la claridad con el genio? ¿Será acaso porque una mayor representación de sus poemas quita a éstos interés crítico?
Con una emocionada sencillez, no exenta de sutileza en la imagen, muy parecida a la de Leónidas –con un texto de Meleagro–, cierro estas notas sobre algunos textos de actualidad. Emocionada sencillez, gravedad de los temas eternos, modernidad, sobre todo modernidad, que ya quisieran para sí muchos de los autores que en nuestros días, acaso con excesiva precipitación, consideramos como modernos o avanzados.
El tiempo pasa y es mucho lo que cambian las formas, pero, en lo fundamental, los contenidos, los temas que afectan a los humanos, son hoy los mismos de siempre, como podemos apreciar en estos dos versos extremadamente sencillos:
La amorosa Aclepiade y sus ojos azules en calma
a todos nos persuaden a navegar con ella.
Centremos un poco más la cuestión en torno a un tema y a un país que nos desbordan acercándonos a la tierra, que es la que otorga todo bien y toda destrucción. A la tierra, casi siempre fundida con la mar, en la que se forjó algo esencial, en la que algunos de los sueños homéricos habían fructificado. Porque para atender a la madurez griega que culmina en las obras de Corintia y Argólida tenemos que dejar provisionalmente a un lado la Edad de Bronce, de tan luminoso sentido, con sus ídolos cicládicos, y la Era Arcaica, con el sustancioso problema homérico, y los sueños y los ensueños de Jonia, que Hölderlin recreara tantos años después en su espléndido poema de poemas «El Archipiélago».
También el mundo de Creta como avanzada de todo el Oriente, lo que para aquella época era lo mismo que decir de todo el conocimiento. Para centrarnos en el triángulo que forman Corinto, Argos y Epidauro, tenemos incluso que olvidarnos del sueño marmóreo, bajo el azul, de la propia Acrópolis de Atenas. Porque, volviendo a la tierra, Corintia y Argólida resumen inequívocamente la fertilidad. Ya en tiempos debió de ser así.
El Oriente conducía a la leyenda y al mito. Occidente, por el contrario, llevaba a enclaves de muy concretos significados: así Olimpia o Delfos. La avanzada de Cabo Sunion, con su templo, es el terreno sagrado que marca los límites entre ambas. Así como frente a la laguna de Venecia uno se sorprende al ver cómo Italia y Europa en general pierden bruscamente su occidentalidad, en Cabo Sunion esa pérdida es ya total.
El barco que veía esfumarse por su popa, contra el atardecer, las columnas del templo de Poseidón, se ponía en manos de lo Oscuro y de los Dioses. Por el contrario, al regreso, la vista primero del templo y luego de la Acrópolis, le ponían en brazos de la Razón, esa diosa que ha conformado nuestros comportamientos y que ha llevado al Occidente de nuestros días al sacrificio de todo lo natural, a un callejón sin salida.
Pero, al revés de como debiera pensarse, a esa concreción de la plenitud física y espiritual se llegaba por oscuros y mistéricos caminos. La vía sacra que saliendo de Atenas conducía a Eleusis era el medio primero para adentrarse en esa plenitud de conocimientos, de plenitudes, que suponen Corintia y Argólida. Y precisamente las prácticas iniciáticas, más que mistéricas, estaban dedicadas a Deméter, la Madre Tierra, que ya en esta costa derecha del golfo Saronnico ofrece una infinidad de dones: el laurel, la planta consagrada a Apolo, que da el nombre a Dafne, los solemnes cipreses, el pino y los eucaliptos.
A este lado del golfo de Corinto, Jerjes mira fiero hacia Salamina, desde su trono en el monte Galeo y, en la propia Corinto, Alejandro es coronado jefe supremo. Vía iniciática y míticos orígenes los de los fundadores de la ciudad. En cualquier caso fue, con sus dos puertos, un poderoso enclave en unos tiempos en los que Atenas no era aún lo que luego llegaría a ser. Acaso esta circunstancia explique la presencia de la palabra nueva y de fuego de San Pablo, que allí habló, y el castigo ejemplar, la destrucción llevada a cabo por los romanos, que hicieron de la ciudad, durante siglos, una ruina.
Corinto era lo práctico, lo estratégico, la opulencia, según nos cuenta Homero en el canto II de la Ilíada y, al mismo tiempo, era una imposibilidad: la que suponía unir el agua de los dos golfos, abrir el vientre de Deméter para que los barcos surcaran por el canal de sólo seis kilómetros de longitud.
Como siempre, los sacerdotes velaron con celo el sacro cuerpo de la diosa, y Nerón inaugurando, siglos más tarde, con su pala de oro, las obras del canal, supuso acaso una provocación para la Divinidad. Y una imposibilidad. La madre tierra ofrecía sus dones y exigía su sangre, pero no sabía de mancillaciones y de aventuras que iban contra la razón, contra la razón de la Divinidad.
De la misma imposibilidad hablan las doctrinas del propio Diógenes, «el Cínico», que aquí gozó, como nadie, del sol al amparo de la casi celestial, por su elevación, Acrocorinto. Acaso viera el filósofo, desde su mirador, este mismo paradisíaco panorama que nosotros vemos hoy: los melocotoneros, los olivos y los viñedos creciendo con fuerza entre los dos golfos.
Y, encima, el sol dulce, perezoso, constante, que perfecciona los zumos. Lejos, pues, de la mente del filósofo los tesoros que ofrecía la guerra o que concedía el vivir como esclavo; lejos la pasión del poder que, en esa conocida anécdota de la que Alejandro y el filósofo son protagonistas, resulta ridiculizada. Pasividad frente a acción, renuncia frente a las ambiciones provocadas por la planicie fértil.
Sin embargo, hay ya sobre el esmerado verdor como el anuncio de Micenas o un prólogo de tragedia, la amenaza del nido de águilas de Acrocorinto, de la vieja Acrópolis que atemorizaba, desde su altura rocosa, a la refundada ciudad romana. Abajo el urbanismo de la fuente Pirene, que nos ha llegado como uno de los testimonios mejor conservados de la salubridad pública romana.
Arriba, la cerrazón de la guerra y los muros eternos del temor y la furia oxidados por la humedad y el herbazal que, siglo tras siglo, más allá de terremotos y de devastaciones, renueva y afianza el espíritu guerrero. (Esto, si nos referimos a la ciudad triplemente murada por los italianos que ha llegado hasta nuestros días. En los esplendores del siglo IV a. de C., Acrocorinto, con el templo de Afrodita y sus mil sacerdotisas practicando la prostitución sacra, estaba muy lejos de ofrecer un aspecto de belicosidad.)
Los venecianos serán los últimos y más celosos y más perfectos constructores de recintos amurallados. Lejos de los mastodónticos, soberbios y endiosados muros de Micenas, las murallas venecianas nos hablan en la Argólida de la ciencia y de la astucia de la modernidad. Los dioses, por entonces, hacía ya mucho tiempo que no tenían trato con los humanos, que habían abandonado el solar griego.
Ciencia, y no el muro como altar, como rotundo telón de fondo en la tragedia. Tres siglos de dominación turca habían borrado el recuerdo de la Grecia de antes de Grecia, por decirlo con palabras de Quasimodo. Salvatore Quasimodo, un señalado griego más en exilio –si pensamos en la frase de Borges–, griego de la Magna Grecia, reencuentra en sus sicilianas playas nativas el espíritu de sus antepasados:
Sobre la arena de Gela, del color de la paja,
me tendía de niño a la orilla del mar
antiguo de Grecia, con muchos sueños en los puños
cerrados y en el pecho. Allí Esquilo, desterrado,
midió versos y pasajes desconsolados.
En aquel golfo abrasado el águila vio,
y fue el último día.
Lejos ya del fragor de Salamina, que contemplaran sus ojos, Esquilo ve cómo la vida se le escapa en el verdadero exilio, y acaso pensara como su compatriota Seferis pensó, en verso, tantos siglos después:
Dondequiera que viaje,
Grecia me hiere.
¡La Grecia de antes de Grecia...! El peligro parecía ser la única realidad, y los golfos, y las islas, y las ruinas de Grecia, estaban sin amparo. Sobre las ruinas de todas las ciudades mediterráneas pastaban los rebaños. Había llegado el tiempo de las ruinas fértiles, de las ciudades-esqueleto sobre las que avanzaba el desierto.
De tal tensión es expresión suprema la voladura del Partenón bajo el ojo experto de un artillero veneciano de Morosini. Pero, por entonces, el anciano templo de Atenea ya era sólo un polvorín y la sangre corría sobre el mármol y sobre la razón extraviada de los dioses.
El sueño de oro y de sangre
Acrocorinto se abre a la guerra y a la piedra. En los desfiladeros de Devernaquia se prolonga el clamor de la guerra hasta el siglo XIX y de sus entrañas se extrajo la piedra que cimentó Micenas. Los dieciocho kilómetros de la fértil Argólida están cercados por la fiebre de la tierra, contienen un sueño de oro y de sangre. Está cercada, como recluida, la planicie a la que en la Antigüedad llegaban los griegos más directamente por mar, a través de Epidauro, bordeando las islas de Egina y de Poros.
La misma Epidauro, a la que hoy accedemos por tierra como a un punto apartado, final, debió de tener entonces la proximidad de los sueños terrestres que se entrevén en el horizonte tras la navegación. La Argólida –la morada de Hera, según Píndaro, que acaso la soñó desde sus tierras más resecas de Tebas, criadora de caballos en Argos–, la dominamos hoy, aplastada bajo la luz del estío, desde el cerro que ocupan las ruinas de Micenas.
Micenas, donde junto al oro creció la maldición y la tragedia de la sangre de los atridas, tiene desde el aire la forma de una brutal, térrea, enorme águila que tiende su ojo socavado y su pico hacia las cimas de Devernaquia.
El animal-ciudad olfatea el peligro en aquella parte y asoma su cabeza a las barranqueras cruzadas por calcinados caminos de cabras. Y el águila enorme cubre con su pesado cuerpo los misterios del tiempo, una infinidad de sangres y de sueños.
Sueños de los hombres que guerrearon y escribieron. Así Homero y, más tarde los trágicos del siglo V, sueñan los hechos de los siglos XII, XIII y XIV, perdiendo el hilo de la verdadera historia, de la realidad. Los dorios, al ocuparla, sueñan la ciudad por la vía del olvido, ignorándola. Se adueñan sólo de Argos y dejan y ven crecer a su alrededor, en ese olvido, un sinfín de ruinas. Schliemann reencuentra el extraviado hilo de la realidad y del sueño, de la historia y de las sangres, en su excavación del primer círculo de las tumbas reales.
Tras la experiencia de Troya, este desenterrador de sueños sabe que hay una relación profunda y oscura entre lo entrevisto por el poeta y la historia de los hombres. Schliemann levanta sueños sepultados en Troya, en Micenas y lo hará finalmente en Tirinto, la bien murada.
De Schliemann hay que subrayar una y cien veces el apasionado carácter de adivinación que tuvo su labor; intuición que va por encima incluso de sus esfuerzos ciclópeos. Pobres métodos los del conocimiento arqueológico si sólo valoran esa voluntad férrea, si se insiste una y cien veces en el tópico de que Schliemann no era un especialista y de que sólo a partir de la excavación de Tirinto sus trabajos y sus publicaciones comenzaron a poseer alguna coherencia científica.
Nada quieren saber los especialistas de esa intuición primera, subterránea y poderosa que hace, sí, de la arqueología una ciencia, pero una ciencia total que nos lleva a plantearnos la desnudez existencial, la problemática existencial.
Nada más allá de la anécdota desean saber de aquel Schliemann niño que tras leer la Odisea y la Ilíada recomponía por el camino de la poesía un mundo de realidades sepultadas, de realidades que ya hombre, muchos años después, sacaría a la luz. Arqueología como método ideal y superior para escrutar el espíritu del hombre en el principio de los principios. Lejos de la monotonía de la rutina cientificista, el espíritu de Schliemann deslumbra en este sentido por su generosa intuición.
Sigue, pues, la confusión entre sueño y realidad, entre la palabra en el viento de la transmisión oral, la sangre y las obras luminosas que han caracterizado al solar griego. El tiempo es el señor de todo. El tiempo, en Micenas –que fue precisamente llamada «la bien construida»–, hace desaparecer los muros ciclópeos y el tiempo los vuelve a sacar a la luz.
El tiempo arranca las estatuas de los pedestales y el tiempo las acaba sacando a la luz gracias a la casualidad de los que las encuentran en los barcos hundidos en las costas. ¿De qué santuarios fueron arrancadas las gigantescas estatuas de bronce de Apolo y Atenea? Brotadas ahora casi milagrosamente de la mar, nos cortan la respiración y nos devuelven de golpe, eternizándola, aquella Grecia que sólo creíamos un sueño.
Mensaje de la piedra
Pero otras veces el tiempo no nos devuelve la verdad, la dimensión exacta de lo que incluso tenemos delante de los ojos. Así, la llamada Tumba de Atreo, padre de Agamenón, que repite, en buena parte, la forma oval y mistérica del ombligo del mundo, del ónfalo de Delfos.
La piedra tiene en esta tumba no sólo la capacidad de maravillarnos, sino también de llenarnos de estupor y de dudas. Una vez más la obra de los hombres tiene una dimensión superior, la tumba es ara y sepulcro; la muerte encerrada en la tierra, sepultada en la tierra, es un clamor negro y fuerte que asciende hasta los mismos dioses.
El dintel de la puerta, el bloque de ocho metros de longitud y ciento veinte toneladas de peso, habla de la tenacidad de los humanos, pero también nos lleva a la duda a que antes hicimos referencia. Con ese bloque el hombre-héroe creía dar forma, seguridad, a su vida fugaz, es decir, a su muerte.
Con ese bloque el hombre-héroe espantaba a su propia muerte, gritaba su rabia a los dioses, ponía un poco de su orgullo en el corazón del universo, que ya entonces, mejor que ahora, él sabía que era ilimitado.
Al lado de esta piedra todo es leyenda, palabra que deshace el viento, bronce que se traga la historia, máscaras de oro cegadas por las cenizas. Palabras, nombres, los de Atreo y su erizada descendencia: Menelao y Agamenón, Orestes y Tisamenos.
Leyenda el tiempo anterior a ellos y leyenda, aunque con fechas, el tiempo posterior, que los dorios sólo entrevieron. Leyenda Troya y leyenda Helena, como nos la recordara Seferis en intensísimos versos, el cual también creía que Helena nunca fue a Troya, sino que acabó sus días en Egipto:
...Tanto trabajo y tanta vida
despeñáronse al abismo
por una túnica deshabitada, por una Helena.
La piedra enorme a la que el hombre da forma. Y el tiempo. El tiempo y la muerte.
III
La historia de piedra y tiempo y muerte se prolonga aún en Argos, y en Helléniko, y en Kazarma, y en Asine, y, sobre todo, en las galerías y en los muros de seis a quince metros de espesor de Tirinto.
La piedra y el tiempo, la muerte bajo la luz que lo aplasta todo en la figura pesada y enorme de ese Agamenón muerto, pero no enterrado, que conforma hacia el sur una de las cadenas montañosas. Pero pensemos que los antiguos griegos, desde su agitada vida, no contemplaban el mapa de destrucción y de ruina que nosotros ahora, para nuestra lección, nos ha tocado recorrer.
Recordemos la dulce travesía de entonces de El Pireo al golfo de Epidauro, dejando a un lado y a otro el perfil azul de las islas. Recordemos a la misma Nauplia, también un poco corazón de la Argólida y, en consecuencia, de toda la Grecia (no en vano la ciudad fue capital del país en el siglo XIV). Los antiguos griegos, como los humanos de hoy, engañaban día tras día su vida ignorando la muerte.
Como hoy, el hombre de entonces engañaba el drama y el vacío de su existencia con las prácticas ocultas y con las continuas llamadas a la Divinidad. Surgen así de nuevo los nombres de Epidauro y de Delfos; otra vez la salud y la enfermedad, el diálogo de los cuerpos y el de los espíritus. Ambas ciudades ayudaban a ahuyentar, ayer como hoy, a la muerte. Epidauro y Delfos son como caras opuestas, en la moneda griega, de esa otra cara compleja, llena de dificultades y drama que fue Micenas.
Pero un mundo no puede subsistir sin el otro. Micenas y Epidauro, a pesar de las cimas del monte Arachnaion, que las separa, son dos mundos complementarios. Lo mismo podría decirse de los hombres que las habitaban o de aquellos otros que las visitaban. La furia y la inestabilidad de los atridas precisan de otros hombres, de otras vidas que apacigüen esa furia, ese morbo. De ahí el que tenga razón de ser aquel personaje legendario, entre médico, héroe y dios, llamado Esculapio, que nació, según dicen, en lo que hoy sólo es un corral de cabras, en el camino que unía las dos ciudades.
Lo fundamental en Epidauro –por encima incluso del sobrecogedor espectáculo que supone ver en pie el mayor teatro de la Antigüedad– es el lugar en el que el conjunto monumental se halla situado: un hondo y bien protegido valle que lo aparta del mundo y que, de entrada, produce una sensación de equilibrio y de olvido en quien lo habita.
Olvido incluso de la mar, que en realidad no puede estar más cerca, pero que la altitud de las cimas lo ocultan y hacen que lo ignoremos de una manera absoluta. El valle y sus pinos. El valle y su aire. El valle y sus aguas, y sus zumos, y sus vibraciones... Epidauro abundante en vides, como nos la recordara Homero.
Todas estas condiciones naturales tuvieron que ser muy valoradas a la hora de levantar y de que prosperase esta especie de gran sanatorio para las almas y para los cuerpos que fue la ciudad. Condiciones tan perseguidas y escogidas por los arquitectos como las acústicas que, cuidadosamente, buscó Polícleto el Joven para situar el teatro, todavía hoy tan hermoso. Espacio ideal para los cinco sentidos, que recobraban en los aromas, en las fuentes y en las galerías, la sensibilidad perdida. Espacio que le da la espalda al espíritu guerrero y que conduce a la vida a una nueva y equilibrada dimensión.
Salud frente a todo mal
El mal estaba abolido o era utilizado en aras del bien. El sueño largo y profundo de la primera noche, entre los pórticos, en la terraza que daba a los patios interiores del albergue, arrojaba del cuerpo de los enfermos la mitad de sus males. La sierpe sagrada, las hierbas medicinales y las aguas cristalinas hacían el resto.
Todos y cada uno de los edificios del Asképieion de Epidauro –el santuario, el estadio, el teatro, el albergue, los baños, el gimnasio, la palestra, los templos– estaban destinados a dotar al cuerpo y al alma enfermos de ese equilibrio al que los humanos no cesan de ignorar o despreciar desde el inicio de los tiempos.
Sin ser lo que había sido en el pasado y salvándose del castigo total que, por ejemplo, le aplicaron a Corinto, los romanos lucharon por propagar y gozar de los dones poderosísimos del lugar. Pero ello exigió, como es habitual en los humanos, una hecatombe de ritos y de dioses ajenos. Se ampliaron las termas, pero no quedó piedra sobre piedra de lo que había sido el santuario.
Ayer, como en los siglos sucesivos, el hombre ignoraba que la Divinidad no es algo que pasa, algo que puede ser enterrado para siempre. Resulta inútil enterrar a los dioses, o a sus estatuas, o a sus templos, para levantar, con soberbia, otros nuevos. Hoy, en Epidauro, alienta algo parecido a la esencia de la vida en la naturaleza espléndida del lugar, en el ardor de su pinar y, consecuente con ella, la Divinidad se intuye aún, o subsiste. Como en Micenas, también en Epidauro las ruinas del templo flotan sobre las insidias y las pasiones de los hombres. Como en Micenas, su lección ha costado destrucción y sangre.
El territorio de la muerte (Micenas); el espacio vital por excelencia para los vivos, el espacio en donde se conjuntaban las fuerzas ocultas y las físicas, el lugar en donde el santuario atendía por igual las necesidades del cuerpo y las del espíritu (Epidauro) y el territorio de la Divinidad (Delfos).
Si en Epidauro lo que fundamentalmente contaba eran los sentidos y, en función de ellos, había que escoger y cimentar los edificios, en Delfos la Divinidad era lo primero. De ahí la necesidad de altura, de vacío, de pureza. Por eso, el lugar elegido fue el nido de águilas alzado a espaldas del monte Parnaso, en el corazón de la región Fócida. A los territorios de la Divinidad hay que llegar tras agotarse la palabra e incluso más que la palabra: el diálogo de las espadas.
La respuesta del dios
Cerca de Tebas nace Dionisios y el culto al vino pone una nota de intensidad vital en los humanos que habitan este laberinto de parameras y de desoladas montañas, pero no se olvide que éstas son también las tierras por donde vagó Edipo. Vino y vagabundaje anuncian ya los límites de lo humano y aquellos otros –los divinos– que les están reservados a los hombres. Vino y vagabundaje dejan entrever la locura y la ebriedad de la Nada. Dionisios y Edipo son el último gesto, el último salto en el vacío ante las puertas de lo astral y de lo terrestre.
Y lo astral comienza en la región Fócida, en esa sucesión de montañas abrasadas en las que los dioses conservan aún su aspecto bárbaro, animal. Espacio este de ahora que ignora lo humano, que ignora la vida sin lograr desprenderse del todo de ella, que mira hacia lo que empieza en ese límite en el que acaba la nieve, por donde brota el sol o se derrumba la luna. Las Fedríadas, el monte Helicón, el monte Parnaso... Espacios de desnudeces, reverberaciones y alturas. Las preguntas hay que hacerlas lo más cerca posible de lo que se nos escapa: los astros, los dioses.
Los valles de pedregales y matojos, corrales y rebaños, adquieren vida con las tonalidades de la luz. Apolo busca su armonía y su música en la desnudez planetaria. Territorio de dioses y territorio también de aquellos humanos que tienen, o quieren tener, relación con los dioses, los que sienten en su pecho la garra del propio destino: los dementes, los poetas.
El dios Pan brota de la soledad y de la perezosa contemplación de los pastores. Las ninfas, de los rudos sueños de éste. Las rocas, el cielo, y los ojos del hombre puestos sobre los magnéticos, diabólicos, ojos de la cabra. ¿Qué otro dios que no fuera Pan, qué otro mito que no fuera el de las ninfas, podría haber surgido dentro de las cercas de piedra mal dispuestas, de los rediles, de la miseria del valle ardido? Los broncistas anónimos del siglo IV a. de C. nos dejaron espléndidas representaciones, entre nobles y bárbaras, de estas figuras silvestres, de estos rudos dioses-pastores.
En el monte Helicón, Pan y las ninfas, y en el monte Parnaso, Apolo y las nueve musas. Las musas otorgaban o no sus dones. El dios concedía sus respuestas a medias, sólo como una velada amenaza. Espacio, en cualquier caso, el de Delfos, antes de los límites, de la locura. Acaso esta tensión que emana de la montaña y de sus rocas, y que enloquece a los hombres, explique el hecho de que Edipo mate a su padre en un desolado cruce de caminos de esta región que aún podemos ver abajo desde la altura en la que ahora nos encontramos.
¿Volver atrás o seguir hacia lo desconocido? Ir hacia Atenas, o hacia el norte, o hacia Delfos? En Delfos estaba la llamada y la perdición. En Delfos –más allá del sueño y de la muerte– podía pronunciarse la pregunta máxima, la pregunta última. En Delfos le estaba reservado al hombre griego el gesto primero y el último, el que da la medida de su grandeza y el que evidencia su impotencia: tender los brazos, en las alturas al cielo y preguntar, o resumir en una sola pregunta todas las preguntas. ¿Es que puede haber mayor don para un humano que el de recibir respuesta de la Divinidad, el de recibirla sobre lo que era más esencial y, generalmente, más trágico para él?
Y para el que había soñado, o vivido, o matado, aún existía una posibilidad intermedia a las puertas del santuario nacional, antes de tener conocimiento de las graves verdades: la de olvidar –olvidar bebiendo del agua purísima que brota de la pétrea entraña de la fuente Castalia–, la de purificarse de todas las lacras antes de que la sacerdotisa tocase con su mano el omphalos, el «ombligo del mundo».
Purificarse, olvidar antes de traspasar las puertas del templo y de tener acceso al conocimiento. ¿Pero no es acaso el conocimiento otra de las formas bajo las que se oculta la Muerte?
No otro mensaje parece extraerse de los versos de un poeta que también sabe de la luz y de la sangre de su país, de un poeta de hoy al que ya hemos recordado, Yannis Ritsos, el cual, como el peregrino de un tiempo, se sigue haciendo preguntas ante los muros de Delfos:
Piedras,
tranquilas piedras del amor... ¿Para recordar?
¿Para distraernos, quizás? ¿Para olvidar?
Para sentarnos en la piedra, y esperar;
esperar de nuevo, aspirando con placer
el humo del fuego de los muertos.