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LA FUERZA DEL PRIMER AMOR

1800-1805

“¡Amor! palabra escandalosa en una joven, el amor se perseguía, el amor era mirado como una depravación”[...] “Hablar del corazón a esas gentes era farsa del diablo, el casamiento era un sacramento y cosas mundanas no tenían que ver en esto”, escribe Mariquita en sus Recuerdos.

A los padres les gustaba casar a sus hijas con un español peninsular recién venido al que protegían e incorporaban a sus negocios y al hogar. Si el pretendiente era ahorrativo, tanto mejor. Por lo general el jefe de familia arreglaba todo a su criterio y, una vez decidido, comunicaba la novedad a su mujer y a la novia pocos días antes de la boda.

Semejante forma de casamiento exigía una sumisión filial absoluta: “Las pobres hijas no se habrían atrevido a hacer la menor observación, era preciso obedecer. Los padres creían que ellos sabían mejor lo que convenía a sus hijas y era perder tiempo hacerles variar de opinión”.

Cuestiones como la diferencia de edad y de educación o la falta de atractivo físico no se tenían en cuenta, aunque se tratase de una hermosa niña y de quien ni era lindo, ni elegante, ni fino y hasta podía ser su padre, tanta era la diferencia de edad, “pero era hombre de juicio, era lo preciso”. Los pocos casamientos que se hacían por inclinación se concretaban a disgusto de los padres. En cuanto a las hijas que no se atrevían a contrariarlos, pero tampoco aceptaban al marido propuesto pues les inspiraba “adversión más bien que amor”, optaban por hacerse monjas.[21]

Al trazar esta ajustada semblanza del modo en que formaban pareja los jóvenes de su época, Mariquita pone al matrimonio como determinante del curso de la vida de las mujeres y al amor como el punto clave de la existencia femenina: las hijas de estas familias acomodadas no tenían otro destino que el matrimonio o el convento. Ninguna actividad intelectual, profesional, o artesanal podía siquiera pensarse en esa suerte de minoría de edad perpetua a que estaban destinadas.[22] Permanecer solteras no era sino una forma de marginalidad, aunque dentro del hogar paterno.

Pero Mariquita no se sometió a esa regla de oro de la sociedad de su tiempo. Precisamente su toma de posición contestataria con respecto a su boda le dio una merecida fama y un lugar de importancia en la sociedad. Este primer paso de su larga trayectoria pública sirve asimismo para medir los incipientes cambios en la sociedad virreinal en vísperas de las Invasiones Inglesas, que aceleraron las transformaciones en esta parte de América.

La historia de este romance que Pastor Obligado incluyó en sus Tradiciones, comienza cuando Cecilio Sánchez de Velazco decide que su hija debe contraer matrimonio. Ella, de sólo 14 años, acaba de entrar en la adolescencia; tiene la edad apropiada, supone el padre, para buscarle marido y de este modo evitarle amoríos indeseables que signifiquen algún riesgo sexual. Por otra parte, siendo Mariquita hija única de padres mayores, debía establecerse cuanto antes para asegurar el buen manejo de los intereses familiares. Los mercaderes ricos del Buenos Aires virreinal tendían a formar una suerte de clanes para proteger sus negocios y valoraban especialmente los lazos fundados en el parentesco.[23] Ésta era la intención de los Sánchez de Velazco al seleccionar a su futuro yerno.

El novio elegido, Diego del Arco, pariente del primer marido de doña Magdalena, reunía los requisitos más apreciados por estos clanes: español, mucho mayor que la niña, todo un caballero en condiciones de administrar la cuantiosa herencia de Mariquita. Este matrimonio de razón tenía en cuenta el supuesto interés de la novia, no su gusto u opinión. También sus padres habían hecho bodas razonables: don Cecilio al contraer enlace con una viuda rica que le abrió las puertas de la sociedad y del comercio porteño. En cuanto a doña Magdalena Trillo, no llevó dote alguna a su primer matrimonio, pero, eso sí, eligió al segundo marido a su gusto, gratificación que era consecuencia de su opulenta viudez.

La tradición recogida por Antonio Dellepiane en Dos patricias porteñas dice que Diego del Arco era un militar noble y, como casi todos los militares, destrozador de caudales en vicios de juego y mujeres, tramposo y habituado a pedir prestado. Estos datos, que circulaban en la época acerca de un tal Diego del Arco que habría venido en la expedición de Pedro de Cevallos a fundar el Virreinato, no prueban que éste fuera la misma persona que la seleccionada para Mariquita. Es más probable que se tratase de un respetable sobrino del primer esposo de Magdalena, hijo de Francisco Javier o de Lorenzo, los hermanos de Manuel del Arco que residían en España: imaginamos mejor al novio buscado por Sánchez de Velazco dentro del hábito de trabajo y ahorro de los mercaderes porteños, reacios a aceptar que en sólo dos generaciones se deshicieran fortunas amasadas con esfuerzo.[24]

Fuera quien fuese, Mariquita quería a otro. Se había enamorado con toda la fuerza de la adolescencia y con la voluntad de que daría prueba a lo largo de su vida, de un primo segundo suyo, Martín Jacobo Thompson, de atractiva y romántica figura: el pelo rubio enmarcando un rostro melancólico, ojos azules, sonrisa algo tímida, agradable, estatura mediana y, para mayor encanto, el uniforme de la Real Armada española. Había cursado la carrera de marino de guerra en la Península; sensible y nervioso, gesticulaba mucho con las manos al hablar.

Nacido en 1777, Martín era nueve años mayor que Mariquita. Hijo único del matrimonio formado por Guillermo Thompson y Tiburcia López Escribano, su hogar era más cosmopolita que el de la generalidad de los porteños.

En efecto, su padre, Guillermo Pablo, nativo de Londres (Gran Bretaña), hijo de Guillermo Thompson y de Elizabeth Martin, pertenecía al núcleo de comerciantes británicos afincado en Cádiz. Allí residió unos cinco años antes de pasar a Buenos Aires hacia 1750, con licencia de la Casa de Contratación y provisto de certificados que probaban su conversión al catolicismo. En 1752 se casó con Francisca (Panchita) Aldao Rendón, con la que tuvo dos hijos.[25]

La esposa era porteña de vieja y distinguida cepa. Tres años antes su nombre había estado en boca de todos cuando su padre descubrió que la niña salía de noche para irse a dormir a casa de su novio, Carlos Ortiz de Rozas, joven oficial de la guarnición local. Para evitar la deshonra de su hogar, Rendón le exigió a Carlos cumplir la promesa de casamiento que el seductor juró no haberle dado nunca a Panchita. En el curso del escandaloso proceso judicial murió el padre de la joven —de pena, según los comentarios—, y el novio falleció poco después en la cárcel donde purgaba su culpa.[26] Pero la vida de Panchita no estaba concluida: pudo rehabilitarse gracias a la llegada de Thompson, dispuesto a casarse, ya sea por amor o más probablemente por conseguir la calidad de vecino. Al inglés, que era dueño de un capital de 35.000 pesos, poco lo preocuparía la chismografía de la aldea porteña acerca de su esposa, pues gracias a su boda con una criolla de las primeras familias del país tendría opción para solicitar y obtener la categoría de vecino.

En cambio, alarmaron a Thompson ciertos rumores que ponían en duda la certeza de su conversión al catolicismo. Para contrarrestar esas habladurías, veinte años después de su llegada a Buenos Aires haría autenticar el testimonio del abad Plácido Santiago Hamilton, misionero apostólico en Londres que acreditaba su condición de católico romano. El curioso documento, escrito en latín, mostraba detalladamente que en materia de intolerancia religiosa el Reino Unido no le iba en saga a España.[27]

El comerciante inglés vivía por entonces en la calle de San Pedro —la del Cabildo, popularmente conocida como “de Pablo Thompson”— a media cuadra de la plaza principal, en una casa que había comprado a Teresa Rendón, la madre de su esposa. Viudo de Panchita, casó en segundas nupcias (1773) con Tiburcia López Escribano y Cárdenas, hija y nieta de militares que tuvieron funciones en el presidio de Buenos Aires, parienta de su primera mujer y ahijada de Manuel del Arco, el primer marido de Magdalena Trillo. Lo hizo, explicó al solicitar dispensa, “animado de ejercitar una obra de caridad con doña Tiburcia López y Escribano, mujer que se halla ya en los 25 años de edad, destituida de padre y sin recurso alguno en las necesidades que padece por causa de su pobreza”. Bendijo la boda el vicario del obispado, Juan Baltasar Maciel, el hombre más cultivado de la época.[28]

Martín Jacobo fue el fruto único de esta unión. Cuando falleció su padre, en 1787, el niño, de diez años de edad, quedó solo. Su madre había ingresado en el convento de las capuchinas de Buenos Aires, junto a la iglesia de San Juan. Esto significaba reclusión perpetua. La explicación familiar de este hecho verdaderamente sorprendente, es que habría habido un pacto entre los esposos por el cual quien sobreviviese a su cónyuge entraría en religión. Esta promesa, rara en la sociedad porteña donde escaseaban las vocaciones religiosas tanto como la excesiva piedad, resulta más comprensible si se tienen en cuenta el fervor del converso y los celos ante la idea de que su joven esposa lo sobreviviese.

Tiburcia, ya religiosa capuchina, profesa con el nombre de Sor María Manuela de Jesús; vivió en el monasterio hasta su fallecimiento en 1815. De acuerdo con la tradición narrada por Pastor Obligado, Martín, de regreso del viaje de estudios a España, urdió una estratagema para volver a abrazarla: ofrecerse, como era costumbre de los vecinos, para descargar leña en el convento. Así logró entrar a la clausura y descubrir a su madre en la encapuchada figura de una de las reclusas. Se dio a conocer, pero sor María Manuela lo rechazó con frialdad dejándolo traspasado de pena.[29]

Martín Jacobo, huérfano de hecho por el abandono de su madre, tuvo por tutor a uno de los personajes del Buenos Aires virreinal: Martín José de Altolaguirre, ministro jubilado de Real Hacienda y prestigioso agricultor. En la chacra que poseía cerca del convento de los Recoletos, Altolaguirre supo aplicar los últimos adelantos de la ciencia agronómica que preconizaba en Europa la corriente de pensadores fisiócratas. Era un exponente calificado de dicha corriente en el Río de la Plata, junto a Manuel de Lavardén, Hipólito Vieytes y Manuel Belgrano.

Pero su ahijado, que cursó los estudios secundarios en el Colegio de San Carlos, fundado por Vértiz en 1776 sobre la base del colegio de los jesuitas, no mostró la menor vocación de funcionario o de agricultor. Quería ser oficial de la Marina Real y para ello debió probar que su sangre estaba limpia de recién convertidos, moros, judíos, herejes, mulatos, negros o de “alguna otra raza que cause infamia en los nacimientos”. El largo expediente iniciado por su tutor en 1796, cuando Martín tenía 19 años, contiene varios testimonios y juramentos. También, según observa su biógrafo, González Lonzième, una mentira menor: darlo por nacido en 1779 pues de otro modo se hallaba excedido en edad para ingresar a la Armada. Por otra parte, si bien la limpieza de sangre se prueba ampliamente en la familia materna, los muy conocidos López y Escribano, Rendón y Cárdenas, altos funcionarios y militares de la plaza porteña, se omite toda referencia a la rama paterna inglesa.[30]

Pero estos leves subterfugios, tan corrientes como fastidiosas eran las probanzas que reclamaba la sociedad estamental, fueron suficientes para que Martín ingresara en la Escuela de Guardiamarinas del Ferrol. Allí demostró, según su hoja de calificaciones, “poca aplicación, mediano talento y buena conducta”.[31] Medianía y corrección parecían ser los rasgos fundamentales de Thompson, junto con la persistencia y la constancia una vez adoptada una decisión: su destino pudo haber sido el de un mediocre oficial, pero su suerte cambió radicalmente cuando recién egresado de guardiamarina (1801) volvió a Buenos Aires. Tenía entonces 24 años. Aunque no lo dijo abiertamente, venía urgido por su novia porteña, Mariquita Sánchez de Velazco.

¿Cuándo y cómo se había iniciado el romance? Ellos mismos relataron su historia de amor al solicitar a la autoridad eclesiástica la dispensa que necesitaban, como primos segundos, para casarse (descendían de bisabuelos comunes: el capitán Francisco de Cárdenas y su esposa, Catalina Rendón y Lariz, nieta de aquel gobernador de Buenos Aires apodado “El Loco”).

“Me parece oportuno hacer una reflexión que conducirá a V. S. a formarse y conocer el grado de pasión en que se hallan ambos suplicantes. Dos meses escasos visitó el referido Thompson la casa de la suplicante, y sufrida la repulsa de su declaración no le pareció decoroso continuarla”. Suponían los novios, explica el documento, que precisamente por el hecho de ser primos sus padres verían con agrado el enlace. Pero encontraron una cerrada oposición. Para colmo, Sánchez de Velazco aprovechó su buena relación con el virrey del Pino para que Martín, por entonces ayudante de la división cañoneras en el puerto de Buenos Aires, fuera destinado a Montevideo.

Entre tanto, su enamorada había producido un auténtico escándalo. Cuando sus padres decidieron hacer la ceremonia de esponsales con el novio elegido por ellos, Mariquita se rebeló: ante su reclamo un funcionario se presentó en la casa de la novia para “explorar su voluntad”. La tradición que recoge Jorge Zavalía Lagos dice que ella afirmó que su intención era unirse con Thompson, y mientras el pretendiente despechado debía soportar tamaña humillación, la niña era depositada en un convento. Así se acostumbraba proceder con las mujeres díscolas, las esposas descarriadas y las muchachas rebeldes, como ella, al mandato paterno.

La reclusión en la Casa de Ejercicios duró poco. Estuvo matizada por un abanico de presiones, desde mimos o agasajos hasta la afirmación de que la conducta de esta hija mataría de pena a sus padres. Otras razones hubo que los novios prefirieron omitir en el relato.

Pasó el tiempo. Martín, a instancias de Sánchez de Velazco, fue trasladado más lejos, a Cádiz, y Mariquita, en lugar de ceder, se refugió en la tenaz negativa a casarse. Se mantuvo firme incluso cuando murió don Cecilio en 1802 y no demostró en ningún momento sentir culpa por este inoportuno fallecimiento; por el contrario, se dispuso a desafiar a su madre, la cual, por su parte, estaba firmemente dispuesta a seguir en todo el criterio del esposo difunto.

Los novios, en su presentación, se quejaban de que “esta oposición, este empeño recíproco, y las incidencias del caso llevadas con tesón de una y otra parte, no han podido menos que escandalizar a gran parte del Pueblo, o mejor dicho a todo él, y dar lugar a hablillas que sin poderse remediar habrían puesto en opiniones, cuando no la moralidad, al menos el carácter de la suplicanta”.[32]

Pero en esta lucha de carácter personal los novios no estuvieron solos. En efecto, la cuestión del casamiento con el elegido del corazón que planteaban era uno de los grandes temas de la vida privada que debatía la sociedad finisecular. Si en Francia acababan de abolirse privilegios que venían del Medioevo, si el espíritu del siglo tendía a acabar con las herencias gravosas, si los pensadores, literatos y poetas elogiaban el individualismo y la religión del corazón por encima de las frías normas, ¿podrían escapar los súbditos americanos de la Corona española al influjo de tales cuestiones?

La firmeza de Mariquita al sostener contra viento y marea sus derechos, de los 14 a los 17 años, da cuenta además de una decisión que era fruto de su notable fortaleza, el punto de partida de una nueva sensibilidad social ante el matrimonio: la revalorización del amor de la pareja por encima de los intereses del grupo de familia. En este punto la joven contaba con el respaldo moral de un muerto ilustre que había sido íntimo amigo de los Sánchez de Velazco: el obispo Azamor y Rodríguez, titular de la diócesis de Buenos Aires.

En sus escritos Azamor había defendido la libertad de elección de su pareja por parte de los jóvenes, según ha señalado Daisy Rípodas en Historia del matrimonio en Indias. El prelado es categórico en cuanto a la reivindicación del amor como punto de partida de un matrimonio sólido.

“El matrimonio empieza por amor, por amor continúa y por amor acaba. Todos los bienes vienen por amor, o son frutos del amor. Este placuit es la raíz de la vida conyugal y quien sostiene la mutua sociedad de los consortes y afianza su duración entre tanta variedad de acontecimientos y entre tantas ocasiones de disensión y desvío. Este placuit hace sufrir con alegría la pobreza; con resignación, los desdenes de los parientes ricos; con paz, la guerra de los malos contentos; con aliento y esperanza, el disgusto e indignación de los padres, hermanos y parentela. Este placuit es el mejor principio para criar y educar en amor y unión los hijos; es el único asilo de los extravíos y mala conducta del consorte y, finalmente, la memoria de este placuit hace parar en el corazón las quejas y ahogar en el pecho los sentimientos y pesares que ocasiona al consorte o la pobreza o cualquier adversidad que venga en el matrimonio.”

Esta postura, favorable al amor y a la libre elección de la pareja, era también la del progresista fiscal de la Audiencia de Charcas, Victorián de Villaba (1792), para quien la oposición de los padres respondía al capricho o a deleznables conveniencias económicas o sociales. Tanto el prelado como el fiscal expresaban un clima de ideas contrario a la Pragmática Sanción que en la década de 1780 había tendido a vigorizar la autoridad paterna a fin de evitar que la sociedad estamental se quebrara por matrimonios entre personas de diferente nivel social o de castas distintas. Según dicha Pragmática, los hijos, incluso los mayores de 25 años, debían solicitar el consentimiento paterno. Hasta entonces se daba a los varones libertad a partir de esa edad y a las mujeres a los 28 años. La transgresión a esta norma se castigaba con la pérdida del derecho a la herencia y la prohibición se extendía a los esponsales, la promesa matrimonial no avalada por los padres, que era el caso precisamente de Mariquita y Martín.[33]

Muy posiblemente Mariquita no conoció jamás al fiscal Villaba. Azamor, en cambio, había sido íntimo de su casa. Murió cuando ella tenía unos diez años; es fácil imaginar que esa niña despierta y vivaz, presente en las tertulias de los mayores como se acostumbraba en Buenos Aires, debió escuchar y absorber estos nuevos y atractivos conceptos que tan bien se adecuaban a su íntimo anhelo de libertad. Más sorprendente es que su padre, tan amigo del obispo Azamor, adoptara en oportunidad del enlace de su única hija un comportamiento intransigente. Pero una cosa era el vínculo amistoso, motivo de lucimiento para el acaudalado comerciante, y otra muy diferente aceptar los revolucionarios criterios del prelado en lo que hacía al manejo de sus intereses de familia.

Mientras Martín estuvo destinado en Cádiz, los enamorados continuaron su relación. Lamentablemente, este comienzo del rico epistolario de Mariquita Sánchez se ha perdido junto con casi todos los papeles de la época en que estuvo casada con Thompson.[34] Lo cierto es que a los cinco o seis meses de su arribo a España, Martín fue llamado por su novia, con argumentos elocuentes, para el cumplimiento del contrato que tenían celebrado:

“... a consecuencia de su insinuación de su honor, de la religión, de su amor, se trasladó a ésta a la mayor brevedad en una fragata de comercio. Esta reflexión dará a usted, el provisor eclesiástico, fundado fundamento para mil consideraciones que no podrán menos de hacer a V. S. que han el uno para el otro nacido”, dice el documento en un lenguaje alambicado pero muy claro en cuanto a la expresión de los sentimientos de la pareja.

Martín, impulsado por su novia, había hallado un pretexto creíble para regresar. A ese fin solicitó en 1803 autorización para pasar a Buenos Aires a recibir la herencia paterna. Justificaba esta necesidad en que su madre era monja de clausura. Sus intereses corrían por cuenta de Altolaguirre, su padrino, muy probablemente partidario de que su pupilo se casara con la riquísima heredera de los Sánchez de Velazco y por lo tanto de que la situación se esclareciera cuanto antes.

Concedido el permiso para regresar, Martín se instala en Montevideo durante 1804 y se queda allí incluso con la licencia vencida, algo poco habitual en un joven oficial de la Armada. Aconsejado por amigos y parientes, preparaba la estrategia adecuada para conseguir la mano de Mariquita.[35]

La severa apariencia de la sociedad colonial no impedía que entonces, como en cualquier época, hubiera formas de transgredir lo establecido y de burlar controles. Muchas parejas habían acelerado los esponsales mediante presiones casi infalibles para conseguir la autorización paterna. Esa presión podía consistir en las relaciones carnales de los novios, en la inminente llegada de un hijo, etcétera. Los casos extremos en que se deshonraba una casa por culpa de estos manejos iban a parar a la justicia eclesiástica.

La picaresca amorosa en Buenos Aires, registrada en los archivos —destruidos en 1955— de la Curia metropolitana, describe las variadas estrategias de que se valían los jóvenes de familias decentes para burlar las rígidas normas morales de la época: sirvientes comprados, amantes escondidos entre los cortinados de la cama, visitas nocturnas de la amada saltando tapias para entrar al domicilio del amado, promesas de matrimonio finalmente incumplidas con el supremo argumento de que la prometida no era virgen al comenzar las relaciones... De todo había en tales procesos cuya lectura permite conocer mejor de la sexualidad de la época que un tratado erudito al respecto.

Pero Mariquita y Martín Jacobo no se proponían convertirse en la comidilla de la aldea porteña. Preferían defender sus derechos de frente a su familia y a la sociedad. Una circunstancia fortuita, pero que habla a las claras del cambio de sensibilidad en la legislación hispánica, la Pragmática Sanción de 1803, vino en auxilio de los enamorados. En efecto, por ella se daba al virrey autoridad para permitir o no, en un corto plazo, los casamientos impedidos por los padres de los novios. De ahí que el 7 de julio de 1804, con el patrocinio del escribano Pedro de Velazco, Martín Jacobo Thompson inicie el juicio de disenso contra Magdalena Trillo.

En su demanda, el alférez Thompson solicitaba al escribano que pasara por casa de Magdalena para que ella diera su consentimiento para la boda. El confesor de la niña, fray Cayetano Rodríguez, estaba en conocimiento del asunto. Pero la madre, amparada en la opinión de su difunto esposo, no accedió. A ella le bastaba que el padre, que tanto juicio y conocimientos tenía, y tanto amaba a Mariquita como hija única, se hubiera rehusado en vida, para mantener la negativa, más aún siendo Thompson “pariente bastante inmediato, sin las calidades que se requieren para la dirección y gobierno de mi casa de comercio, por no habérsele dado esta enseñanza y oponerse a su profesión militar”. Suponía la dama que del enlace no resultaría un matrimonio verdaderamente cristiano: peligraba la buena armonía entre padres e hijos y debían evitarse el escándalo y la ruina de las familias.

Martín contraatacó diciendo que su compromiso era un contrato sagrado: los padres no tenían ningún derecho para hacerse árbitros de la voluntad de la niña, sin escuchar siquiera la mediación de personas de respeto. Explicaba que muerto el padre, al que suponía más obstinado, había renovado su pedido inútilmente. Recurría entonces al virrey, aprovechando la Real Pragmática que le concedía facultad para resolver en tales casos.

Al reclamo del novio se agregó un contundente escrito, firmado por María de los Santos Sánchez, el 10 de julio de 1804:

“Ya me ha llegado el caso de haber apurado todos los medios de dulzura que el amor y la moderación me han sugerido por espacio de tres años largos para que mi Madre, cuando no su aprobación, a lo menos su consentimiento me concediese para la realización de mis honestos y justos deseos, pero todos han sido infructuosos pues cada día está más inflexible. Así me es preciso defender mis derechos”.

Pedía la joven que el virrey la llamase, sin la compañía materna, a fin de dar su última resolución:

“Siendo ésta la de casarme con mi primo, porque mi amor, mi salvación y mi reputación así lo desean y exigen, me mandará V. E. depositar por un sujeto de su carácter para que quede más en libertad y mi primo pueda dar todos los pasos competentes para el efecto. Nuestra causa es demasiado justa según comprendo para que V.E. nos dispense justicia, protección y favor”.

Formulaba asimismo una inteligente advertencia: que no se tuviese en cuenta lo que ella misma dijese en el acto del depósito, “pues las lágrimas de madre quizá me hagan decir no sólo que no quiero salir, pero que no quiero casarme; así se me sacará a depósito aun cuando llegue a decir uno y otro. Por último prevengo a V. E. que a ningún papel mío que no vaya por manos de mi primo, dé V.E. asenso o crédito, porque quien sabe lo que me pueden hacer que haga”.

Al día siguiente Mariquita enviaba a Martín una carta para que le sirviese de poder. Tenía entonces 17 años y venía bregando por su amor desde hacía tres. A estos padecimientos se referiría ella en su ancianidad cuando evocaba las lágrimas y disgustos que provocaba el intento de casarse por amor. En cuanto a las artimañas previstas en el escrito, indican que todo era válido en la óptica materna para contradecir el enlace, desde los gestos teatrales hasta los falsos documentos, la reclusión y la violencia.

Magdalena no se amilanó ante el pedido de los novios. Por el contrario, contestó con prepotencia al escribano mayor del Virreinato, Domingo de Basavilbaso, quien actuaba en nombre del virrey, que los Thompson pertenecían a un estrato social más bajo que el suyo. Esto a pesar del parentesco en segundo grado. Calificaba a su hija de “joven incauta e inexperta” que se había dejado envolver en los lazos de un pretendiente “astuto y artificioso, interesado en entrar a manejar su caudal para regalarse y que los nietos perezcan”. Pregunta, sarcástica, si entre todos los hombres del mundo, “sólo Thompson agrada a mi hija y sólo con él puede asegurar su salvación. Es este”, dice, “el engañoso lenguaje de las pasiones y la desobediencia a los padres que la misma religión prohibe bajo pena de pecado mortal”. Y previene, por las dudas: “aunque haya esponsales contraídos y se haya seguido el desfloro de la virgen” deben impedirse las bodas a disgusto de las familias.

El escrito de la Trillo insistía en sospechar de las intenciones de Martín: “como joven colocado en carrera brillante, querrá pasear y gastar”. Ella, en cambio, viuda y desvalida, se veía ante un cúmulo de cuentas abultadísimas que era necesario liquidar, ventilar y discutir: “¿querrá Thompson atarearse?; ¿querrá hacerlo Thompson?; ¿será Thompson para hacerlo?; ¿qué compasión merece la exponente a su hija con respecto al estado de orfandad en que la ve, corriéndole todavía por las mejillas las lágrimas por la muerte de su padre? ¿Es ésta la correspondencia que sacan las madres de las hijas que han traído en su seno por nueve meses?”

Mediante este verdadero chantaje afectivo, Magdalena se presentaba a sí misma como una mujer indefensa, madre amorosa defraudada por su hija rebelde, y amenazaba a ésta con pecar mortalmente contra el cuarto mandamiento. Calificaba a Martín Jacobo de mozo gastador y desaprensivo que haría trizas en pocos años la fortuna familiar. Por último insistía en que no era Martín el único pretendiente de la joven; ésta no quedaría condenada al celibato en caso de deshacerse estos esponsales. Tendría otros pretendientes.

Martín Jacobo se apresura a contestar que la madre de Mariquita se opone con argumentos débiles, por puro capricho, sin pruebas que afecten los principios, la educación, el porte y la conducta con que siempre él se ha manejado. La seriedad de su intención queda probada en cambio porque han pasado tres largos años de los esponsales sin que se haya modificado su actitud. No hay pues artificio ni seducción alguna. En cuanto a la niña, en todo ese tiempo no se la ha separado del confesionario; obligada a cumplir retiro espiritual de nueve días en la Casa de Ejercicios, ha salido más convencida que nunca de la necesidad de concretar el matrimonio. El alférez se atrevía incluso a tomarse a la ligera la administración de los bienes de los Sánchez de Velazco: “los negocios indicados, que de notoriedad se sabe no ser otros que la material administración de unas fincas fructíferas, no tiene motivos para creer yo no sea capaz de sujetarme a ello y a adquirir cuantas luces me sean necesarias a su más cabal desempeño”.

El escrito daba a Magdalena Trillo seguridades afectivas para el futuro: en ambos jóvenes ella encontraría a hijos que “por su respeto, moderación, sumisión y buen porte harían algún día las delicias de su casa”.20

Correspondía ahora al virrey resolver el caso. En esa batalla, Mariquita y Martín tuvieron otro poderoso aliado. En efecto, el nuevo virrey del Río de la Plata, marqués de Sobremonte, simpatizaba con la Pragmática Sanción de 1803 referente a los matrimonios, que lo autorizaba a contrariar la autoridad paterna cuando ésta era injustificada y arbitraria. Y así, mientras su antecesor, el virrey Del Pino, había actuado en contra de los intereses de los novios, Sobremonte demostró hallarse en sintonía con la nueva actitud, que a su vez reflejaba los cambios producidos en la sensibilidad de la época y la voluntad de la Corona de imponerse a las corporaciones y a los clanes familiares.

Algunos sacerdotes del clero ilustrado de Buenos Aires eran asimismo partidarios de esta sensibilidad individualista y romántica. Éste era el caso de fray Cayetano Rodríguez, religioso franciscano de mucho prestigio intelectual que oficiaba de confesor de la Casa de Ejercicios, la institución fundada por María Antonia de Paz y Figueroa con el propósito de intensificar la piedad femenina. El fraile era el confesor de Mariquita y su fiel apoyo en esta difícil etapa de su vida.

En ese ambiente movilizado por nuevas ideas y nuevos protagonistas, los argumentos contrarios al noviazgo resultaron inconsistentes: el 20 de julio de 1804, trece días después de iniciado el juicio, éste se resolvía en favor de los novios.[36]

Aunque no fue el único juicio de disenso de esa década, pues hubo algunos otros de importancia en que los hijos pusieron pleito a sus padres, el de Mariquita y Martín tuvo una repercusión especial. Se dijo incluso, sin mucho fundamento, que la pieza de Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, estrenada en 1805 en Buenos Aires, donde se introducía la idea de la libre decisión de los jóvenes en materia de enlaces, se había inspirado en este caso ocurrido entre familias del alto comercio porteño. Pero sin lugar a duda, que Mariquita impusiera su voluntad por sobre la de su madre era un preanuncio del fin de las antiguas normas que regían en las familias. Ella y su novio se habían convertido, sin buscarlo, en pioneros de esta nueva sensibilidad.

Dicha sensibilidad se reflejaba no sólo en la legislación recién venida de España; podía encontrarse también en los artículos de las gacetas europeas traídas por los buques neutrales que, debido a las incesantes guerras del ciclo revolucionario francés, llegaban al Río de la Plata con bastante frecuencia. En Buenos Aires circulaba El Telégrafo Mercantil (1801), una publicación donde se hacía hincapié en muchos absurdos de la vida social admitidos como válidos hasta entonces: la condición de la mujer, la esclavitud y la falta de estímulo a la producción de bienes locales. Otro medio de difusión de las nuevas ideas eran las cartas venidas de Europa, enviadas a sus familiares por los criollos que en razón de sus estudios o por motivos comerciales asistían a los grandes cambios que tenían por escenario Europa. El viejo orden estaba herido de muerte.

En 1804, el mismo año en que se resolvió favorablemente este juicio de disenso, la espantosa mortandad ocurrida en un navío cargado de esclavos que venían consignados a la casa de comercio de Martín de Álzaga provocó un escándalo mayúsculo. El informe del médico de la Capitanía del puerto, el cirujano Molina, aprovechó este hecho luctuoso para hacer un verdadero proceso del tráfico de esclavatura y denunciar que los negros habían perecido de sed en alta mar. Este mismo hecho pocos años antes hubiera pasado inadvertido.

Jóvenes criollos como Manuel Belgrano bregaban desde la secretaría del Consulado por la autonomía económica del Río de la Plata y porque los cargos públicos recayesen en los hijos del país. Peninsulares progresistas, como Pedro Cerviño, fundaban la Academia de Dibujo con intención de promover las industrias, y un número considerable de alumnos asistía a estos cursos.

Mariquita y Martín se sumaban a estas novedades con su gesto personal: ese triunfo del amor romántico era también una toma de posición ante la vida que les exigía jugarse solos, sin el recurso fácil a la autoridad familiar. Significaba asimismo hacerse responsables de sus aciertos y de sus errores. Pero, para que su amor terminara en matrimonio, debieron afrontar otros trámites que demorarían un año más la boda. Tal era el laberinto de la burocracia española civil y religiosa.

La primera formalidad fue la dispensa eclesiástica que precisaban por ser primos segundos. Para eso ellos relataron con sencillez la historia de su amor, mencionaron el escándalo y las hablillas populares que estaban soportando. “Probablemente no verificándose el matrimonio concertado por nosotros, no hallaría [Mariquita] otro esposo de sus circunstancias”, afirmaron los novios con la convicción de la juventud de que el primer amor será asimismo el único. “No habiéndose producido los escándalos insinuados en fraude de la prohibición, luego de cuatro años debía dárseles dispensa”, concluía el documento. Podían entonces casarse con la frente alta, como decían las matronas de antaño.

Conseguida la dispensa, Martín debía obtener el consentimiento de Sobremonte, la autoridad militar superior del Virreinato. Como se estaba en guerra con Gran Bretaña, la autorización podía demorarse indefinidamente. Pero por fortuna el comandante de Marina Pascual Ruiz Huidobro, amigo del padrino de Martín, era partidario de estos novios.

A mediados de junio de 1805 la licencia llegó a manos del alférez. Y juntamente con ésta se supo también que doña Magdalena se rendía por fin y bendecía la boda. Ruiz Huidobro, al comunicarle a Martín la buena nueva, escribió de su mano algo así como el epílogo feliz para la historia de amor más publicitada del año:

“No resta dificultad que vencer. Yo celebro mucho haber contribuido en algún modo a que usted y esa Señorita a cuyos pies me hará el honor de ofrecerme hayan logrado sus justos deseos y cubierto así la estimación de ambos que ciertamente estaba muy expuesta a padecer. Resta ahora que sean Vuestras Mercedes muy felices tanto como yo les deseo y me persuado lo consigan viviendo en dulce unión pues que según creo no les faltan a ustedes proporciones que suele ser una de las circunstancias precisas para que no haya desavenencias”.[37]

La boda de Martín y Mariquita, bendecida por fray Cayetano Rodríguez el 29 de junio de 1805, tuvo por testigos a Magdalena Trillo y a Felipe Trillo. Se cerraba así el capítulo de la niñez y adolescencia de María de Todos los Santos, y comenzaba, casi con la patria, la juventud de Mariquita.