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UNA NIÑA EN LA CAPITAL
VIRREINAL

1786-1800

El 1º de noviembre de 1786, fiesta de Todos los Santos, comenzó con una tensa vigilia en el hogar de los Sánchez de Velazco. A los 41 años, la dueña de casa, Magdalena Trillo, estaba próxima a dar a luz. Como había tenido una serie de malos partos y de hijos muertos prematuramente, eran pocas las esperanzas de un desenlace feliz. Pero la vigilia dio paso a un franco regocijo con el nacimiento de una niña; diminuta y vigorosa, contradecía la creencia común en la fragilidad de los vástagos de mujeres mayores, como era el caso de doña Magdalena.

La pequeña fue bautizada al día siguiente con los nombres de María Josepha Petrona de Todos los Santos.[2] Para celebrar a quien sería su única hija, el padre plantó un naranjo en el ancho patio de la casa solariega a fin de que le diera sombra toda la vida.

Sánchez de Velazco tenía, por fin, una heredera. La legislación hispánica y los usos establecidos en el Río de la Plata permitirían a la niña heredar el patrimonio familiar, convirtiéndola así en partido apetecible. Su porvenir parecía asegurado: como las demás mujeres, esposas de los prósperos comerciantes de Buenos Aires, su vida trascurriría entre partos, devociones religiosas, cuidado de los hijos, educación de las hijas y una atenta colaboración en los intereses del marido.

Difícil resultaba entonces imaginar que esta niña no se conformaría con un destino común y que su larga existencia, iniciada durante el gobierno del marqués de Loreto, tercer virrey del Río de la Plata, culminaría casi 82 años más tarde, en la capital de la República Argentina, reconocida como una auténtica gran dama de la patria; que su vitalidad, perspicacia, inteligencia y espíritu de lucha inagotables le permitirían ser protagonista y testigo de los cambios ocurridos en su país y en el mundo en épocas de transformaciones revolucionarias.

El mundo vivía una etapa de cambios vertiginosos. Cuando Mariquita tenía un año se promulgó en América del Norte la Constitución federal; al cumplir dos, se reunieron los Estados Generales convocados por Luis XVI de Francia; al llegar a los siete años, ese monarca absoluto y casi divino había sido guillotinado y una coalición de reyes y emperadores se preparaba para aniquilar la Revolución; a los diez, un desconocido militar de origen corso, Napoleón Bonaparte, obtenía merced a la influencia de su bella amante criolla, Josefina de Beauharnais, la jefatura del ejército de Italia, revertía el curso de la Revolución y daba comienzo a la historia del siglo XIX. En el campo del arte y del pensamiento, los rasgos de una nueva sensibilidad despuntaban en la música de Mozart, el realismo de Goya, la introspección de Rousseau y de Goethe. Sólo el imperio español parecía inconmovible: de Carlos III a Carlos IV, del virrey Loreto al virrey Arredondo, del obispo Azamor al obispo Lué.

Mariquita se formó intelectual y afectivamente en el marco de rígida apariencia de la sociedad porteña virreinal. Pero su historia personal merece compararse con la de los personajes de ficción de una admirable novela, El siglo de las Luces (1962), en la que Alejo Carpentier recrea el impacto producido por las ideas de la Ilustración en una familia de acaudalados comerciantes de La Habana cuyos hijos más jóvenes son seducidos, atrapados, deslumbrados y enajenados por ese tiempo prodigioso. Por eso conviene prestar atención a los mínimos indicios de rebeldía y novedad cultural en el Río de la Plata en la época en que ella era una niña rica, mimada y festejada por padres, criados, esclavos y agregados, el abigarrado conjunto que poblaba un hogar colonial de alto copete.

En noviembre de 1786, la sociedad porteña estaba conmocionada por los versos que el sabio presbítero Juan Baltasar Maciel había compuesto con motivo de un acto generoso del virrey: darle su coche al portador del Santísimo Sacramento. Como el virrey consideró que ensalzar ese hecho trivial resultaba más una burla que un signo de respeto, su cólera estalló contra Maciel pocos meses más tarde. Esto significó el destierro del ilustrado clérigo a Montevideo. Allí falleció quien fuera anfitrión de la más cultivada tertulia de su tiempo, sin saber que en Buenos Aires una beba recién nacida heredaría en cierto modo su liderazgo cultural, dándole el sello intelectual del nuevo siglo.

En 1789, un autor criollo, Manuel J. de Lavardén, conocido de los Sánchez de Velazco, estrenaba un drama de tema local, Siripo, basado en la leyenda de Lucía Miranda, cuya belleza desencadenó la tragedia del fuerte Sancti Spiritu fundado por Caboto. Lavardén, que tuvo mesa en el café de Marcos, donde se reunía con sus amigos, sería censurado por ideas sospechosas del “espíritu de Rusó” (Rousseau), y el modesto teatro donde se representó la obra se quemó poco después casualmente. Pero a pesar de todo se trataba de un punto de partida.

En 1794, un joven inteligente y promisorio heredero de una importante familia ítalo-criolla de comerciantes, Manuel Belgrano, obtuvo el cargo de secretario del Real Consulado de Buenos Aires. Vino de España, donde se había hartado de leer a los filósofos, decidido a proponer medidas renovadoras en lo económico y en lo cultural, como la escuela de dibujo con orientación técnica abierta en 1799; en ese mismo año empezaron a dictarse cátedras de anatomía y cirugía en el Colegio de San Carlos, mientras el grupo de intelectuales renovadores intentaba, infructuosamente, crear una Sociedad patriótico-literaria similar a las que habían surgido en España al calor de las ideas ilustradas. Porque mientras Mariquita vivía los años lentos de la infancia, en Buenos Aires se consolidaba este pequeño sector que disponía de tiempo para el ocio fecundo, la tertulia culta, el intercambio de ideas, la crítica y las propuestas modernizadoras.

La niña de los Sánchez de Velazco sería deudora del complejo mundo de ideas y de intereses en que se había educado: de un lado, la tradición colonial española, esquema sólido, impenetrable, inaccesible al cambio. Del otro, el atractivo y la seducción del ideario de la Ilustración, asentado en la fuerza del vapor, la revolución industrial que se gestaba en Inglaterra.

Desde su adolescencia ella dio pruebas de su intención de diferenciarse del medio en que había nacido, adhirió a las novedades que se discutían en esos medios cultos de la capital virreinal y tomó la decisión de hacer su voluntad sin dejarse doblegar por los hábitos y servidumbres de su época y tampoco por sus ricos y autoritarios padres.

Tarea difícil la de ser diferente en una sociedad casi aldeana por sus dimensiones físicas y por su estilo de convivencia social. En 1786, Buenos Aires tenía algo más de 25.000 habitantes, entre españoles (criollos y peninsulares), negros, mulatos, mestizos e indios, las castas en el lenguaje discriminatorio de la época.[3]

Gracias al reglamento que autorizó el comercio de Buenos Aires con otros puertos de España e Indias, se produjeron cambios positivos en la sociedad local cuyos intercambios comerciales habían sido entorpecidos por decisión real en beneficio del Virreinato del Perú. De todos modos Buenos Aires, el camino más directo para ingresar al mercado del Potosí, centro de la extracción de plata, siempre había tenido mercaderes más o menos prósperos, más o menos transgresores y con mucho de contrabandistas. Pero las reformas carlotinas abrieron un panorama especialmente atractivo gracias al cual se multiplicó la inmigración peninsular. Vascos, catalanes y gallegos en su mayoría, pero también castellanos y andaluces, llegaron en el último tercio del siglo XVIII a Buenos Aires para incorporarse a las firmas comerciales ya existentes en la ciudad o para fundar otras nuevas.

Las viviendas de la gente acomodada no superaban en ningún caso la media manzana de superficie; se extendían en habitaciones sucesivas que servían tanto para albergar a nuevos miembros de la familia como para subalquilar cuartos a artesanos o comerciantes. No había obras públicas ni intención de construirlas; cualquier posible erogación extraordinaria que ellas demandasen provocaba el disgusto de los ediles, prudentes a la hora de autorizar gastos. El conjunto urbano, casas bajas, azoteas y tejados, se asemejaba a Cádiz.

Los vecinos, cuyo ajuar había mejorado notablemente merced a las recientes franquicias comerciales (1778), se vestían a la moda de España y singularmente al estilo de Andalucía, “a cuyos hijos se parecen en muchas cosas los de este puerto”, sentenció Francisco de Aguirre, uno de quienes mejor describieron la ciudad.[4]

Precisamente andaluz, nativo de Granada, era Cecilio Sánchez de Velazco, el padre de Mariquita. Regidor del Cabildo y alcalde de primer voto, integraba el gremio de los comerciantes, estamento de prestigio, pues junto a los altos funcionarios y eclesiásticos constituía, a falta de nobleza local, el grupo social dominante.

Sin embargo, Sánchez de Velazco había sido un hidalgo sin recursos cuando llegó a Buenos Aires en calidad de maestre de la fragata La Sacra Familia en 1771. Como no regresó, se lo consideró desertor. Su negativa a volver se explica porque en el mismo año de su arribo se había casado con Magdalena Trillo, viuda de Manuel del Arco, poderoso comerciante de la plaza porteña.[5] Aunque Cecilio careciera de bienes, su condición de español y su disposición para el trabajo eran cualidades suficientes para aspirar a la mano de tan rica señora; en Buenos Aires se valoraba a estos peninsulares activos y trabajadores, quizás porque los varones criollos resultaban bastante más indolentes para encabezar una familia. Y la renovación dentro del grupo de los mercaderes quedaba así asegurada.

La pareja se instaló en la casona que había sido del difunto del Arco en la calle San José (hoy Florida al 200), vivienda amplia, de varios patios y huertas, enteramente digna de la sólida fortuna de sus dueños. Había en ella un aljibe que proveía de agua de buena calidad al vecindario.[6]

Las casas ocupaban media hectárea de la manzana delimitada entonces por San José (Florida), Santa Lucía (Sarmiento), Santísima Trinidad (San Martín) y Merced (Cangallo), con frente sobre las tres primeras calles. Las habitaciones principales daban sobre San José; la ranchería, la noria y las letrinas a Santísima Trinidad y las caballerizas a Santa Lucía. Un corredor llamado “de la gente decente” conducía a los salones y otro para criados recorría el muro lindero.[7]

Vecinos de los Sánchez de Velazco eran el deán Andújar, Cabrera, el contador mayor del Virreinato, y el escribano Pedro Núñez. Comerciantes y abogados como Juan B. Azcuénaga, Juan Manuel de Lavardén, Domingo de Basavilbaso y Miguel Sáenz vivían en esa misma calle, que gozó de alumbrado a base de velas de sebo y de empedrado antes que la mayoría de las calles porteñas.[8]

En 1778, cuando Vértiz ordenó hacer un censo de la ciudad, Sánchez de Velazco, encargado de una parte de éste, se registró a sí mismo en la casa de la calle de La Trinidad, “cara que mira al este”. Allí vivían el jefe de familia, de 37 años, Magdalena, su esposa, de 33, el hijo del primer matrimonio de ésta, Fernando del Arco, de 13 años; un joven y una joven agregados; una niña huérfana; una pareja de servidores que eran mulatos libres, otra negra libre con su hija y cuatro esclavos con hijos pequeños.[9]

El nombre de Sánchez de Velazco figura en numerosos documentos coloniales, sea por cobro de deudas, por negocios de importación entre Cádiz y Buenos Aires o por propuestas al Cabildo, como por ejemplo, la de hacerse cargo del abasto de carne de la ciudad en 1775.[10] La buena marcha de sus negocios le permitió comprar una importante fracción de campo en el pago de San Isidro, incluidos sus esclavos, que había pertenecido a don Pedro de Olivares, y hasta dejar su impronta en la toponimia regional: Puerto Sánchez se denominó durante largo tiempo al puerto sanisidrense en recuerdo del activo comerciante de la plaza porteña, el cual, según una tradición, buscó refugio en esa chacra sobre la barranca del río cuando tuvo problemas políticos.[11]

En efecto, el padre de Mariquita integra la nómina de los mercaderes que en 1778 solicitaron a la Corona que prolongara el mandato del virrey Cevallos, quien tanto había favorecido a los comerciantes. Tal petición suscitó la ira de Vértiz, sucesor de Cevallos, quien resolvió castigar a los firmantes con un año de confinamiento en las islas Malvinas,[12] medida que muy probablemente pudo trocarse por la reclusión de los rebeldes en sus fincas rurales, en este caso, la de San Isidro.

Sánchez de Velazco participó en distintas oportunidades del gobierno municipal; en 1773 formó parte, junto a otros fuertes comerciantes, del primer grupo de comisionados designados por el Cabildo para mantener el orden, asegurar la equidad de los precios de los productos alimenticios y verificar que pulperías y lugares de juego cumplieran con las disposiciones en vigor.[13] Más tarde fue regidor y alcalde de primer voto, el cargo capitular de mayor responsabilidad y prestigio; pero cuando su posición social estaba francamente consolidada, pidió al rey que se lo eximiese de ejercer como alcalde de barrio, tarea que demandaba tiempo y esfuerzos y para la cual había sido propuesto en 1794. Se sentía llamado a responsabilidades más altas, como la de segundo cónsul del Consulado de Buenos Aires, para la que fue designado en ese mismo año.

Por entonces se ocupaba de reedificar varias casas de su propiedad y de la venta y compra de terrenos y campos. Al parecer había dejado de lado las inversiones de riesgo, como las que hacían por esos mismos años algunos grandes mercaderes porteños, como Tomás Antonio Romero o Martín de Álzaga. En 1799 procuró, junto a otros miembros del Consulado, que el rey volviese a autorizar el comercio con las naciones neutrales. Esto interesaba a los comerciantes especializados en la extracción de cueros o frutos del país, pero no a los defensores del tradicional sistema mercantil monopolista que encabezaba Álzaga.[14]

En 1801, poco antes de su fallecimiento, don Cecilio administraba la casa de Niños Expósitos, creada por Vértiz, otrora su enconado adversario, para evitar que los infantes, abandonados en los rincones oscuros de la ciudad, murieran comidos por los perros.

Siempre había sido hombre de iglesia. Su generosidad con el templo de San Pedro Telmo le valió ser nombrado síndico perpetuo y admitido, con su esposa e hija, en la Hermandad de dicho templo (1797). La distinción implicaba participar de los sacrificios, oraciones y buenas obras realizados por los religiosos de la provincia franciscana y el derecho a ser sepultados en el recinto del templo.[15]

Este caballero activo y enérgico gozó de la amistad de monseñor Manuel de Azamor y Ramírez, obispo ilustrado y tolerante que gobernó la diócesis de Buenos Aires entre 1788 y 1796 y donó los libros de su importante biblioteca privada para que la capital virreinal tuviera su primera biblioteca pública (disposición que naturalmente demoraría décadas en cumplirse). En oportunidad de una de aquellas sempiternas cuestiones de etiqueta que alborotaban la ciudad colonial y mostraban hasta qué punto lo formal expresa las relaciones del poder, el obispo recurrió a sus buenos y generosos amigos, los Sánchez de Velazco.[16]

Precisamente uno de los más antiguos recuerdos de Mariquita se vincula con dicho episodio. Ella lo relató así: el obispo, “hombre de mucho talento y gran educación”, se hallaba enfrentado con el virrey Pedro Melo de Portugal; “previendo que podía haber un gran desagrado, trató de tomar un medio con que no chocar y determinó ausentarse de la ciudad para no pontificar al día siguiente, y esta resolución la tomó a las diez y media de la noche y ordenó a su familia, en consecuencia, tomare las medidas precisas para ir a San Isidro, a la casa de una familia con quien tenía mucha amistad. Era don Cecilio Sánchez de Velazco y su señora doña Magdalena Trillo, pero nombrada siempre del Arco, nombre de su primer marido. Esta señora era una notabilidad en aquella época; ocupada sin cesar en el alto culto divino, en las funciones de la Iglesia; tenía las más originales ideas”.

Azamor se encontró en horas de la madrugada con un recibimiento de excepción: “en el salón un gran dosel damasco punzó, con galones de oro y su mesa con cojín. En el cuarto siguiente un altar lindísimo, con todo pronto para decir misa. Todo el piso de esas dos viviendas cubierto de flores; cuarto para el señor Obispo, en consecuencia. Y preparado, para su tiempo, un buen almuerzo”. Invitado el prelado por la dueña de casa a quedarse unos días en San Isidro para confirmar a los feligreses, las ceremonias “hicieron época por lo grandiosas que fueron”.[17]

Al relatar este episodio que tuvo lugar en la chacra de las barrancas del río, en el paraje Tres Ombúes, la mujer ya anciana evoca a la niña deslumbrada por la importancia del huésped, la suntuosa recepción y lo sabroso del almuerzo. Por otra parte ésta es una de las contadas veces en que Mariquita menciona a su madre, la piadosa y autoritaria Magdalena Trillo.

La dama en cuestión era nativa de Buenos Aires. Hija de Domingo Trillo, comerciante oriundo de Galicia, y de Micaela de Cárdenas, de antigua prosapia porteña, en 1757 se había casado en primeras nupcias con Manuel del Arco y Soldevilla, natural de la Villa de Viguera en La Rioja.[18] Aunque su padre tenía bienes, Magdalena no llevó otra dote que “la moderada decencia de su persona”. Porque en Buenos Aires era posible casar bien a las hijas de familia aun sin dote, cosa inimaginable en las sociedades europeas de la época.

Del Arco tenía importantes negocios, algunos por sí solo y otros en sociedad con dos hermanos suyos que vivían en la Península. Sus operaciones eran legales, aunque en alguna ocasión los navíos que traían mercaderías consignadas a su casa de comercio fueron confiscados por no tener licencia. De un modo y de otro acrecentó su fortuna. En su testamento, redactado en 1768, el año de su muerte, del Arco afirma que llevó al matrimonio un capital de 150.000 pesos. Dejaba una docena de casas, las principales de ellas en la calle Florida, una quinta y un bien surtido depósito de mercancías.[19] Dos de sus hijos fallecieron niños. El único sobreviviente, Fernando Joseph, heredó la fortuna paterna cuya administración correspondió en principio al abuelo Trillo.

Al casarse con Magdalena en 1771, Cecilio Sánchez puso pleito a su suegro para obtener el manejo de esos importantes bienes. Como el niño murió en la infancia, de una mala caída, su media hermana, Mariquita, resultó finalmente la heredera de todo. A la muerte de Trillo, Magdalena y sus hermanos recibieron algunos dineros y una capellanía, pero el grueso del patrimonio familiar provenía de la fortuna de del Arco.[20]

Doña Magdalena era una mujer fuerte, dispuesta a emprender cuantas actividades estuviesen disponibles para una gran dama de su condición, es decir, todo lo relacionado con la Iglesia y las obras pías. Por entonces, la mujer más prestigiosa del Virreinato era una beata, Sor María Antonia de Paz y Figueroa, promotora de los Ejercicios Espirituales sobre el modelo jesuítico y árbitro en las disputas entre obispos, virreyes y cabildantes. Fiel a esta concepción de la vida femenina, Magdalena ingresó como terciaria en la orden de la Virgen de la Merced, parroquia a la que pertenecía; con su esposo fundó algunas capellanías, una de las inversiones preferidas por los comerciantes porteños pues favorecían a los clérigos de la familia o a ciertas comunidades religiosas, pero el control del capital quedaba en poder del donante. Sobrevivió diez años a su segundo esposo. Murió el 11 de julio de 1812.

Pero la memoria de su única hija sería reacia a recordarla. ¿Cómo era el vínculo entre madre e hija? Los Recuerdos del Buenos Aires virreinal, que Mariquita escribió siendo anciana, abundan en críticas a la severidad de las relaciones entre padres e hijos y al hábito de encubrir el cariño que prevalecía en las familias. Menciona a su madre, sin nombrarla expresamente, como la “señora de gran imaginación que tenía las ideas más originales y graciosas” para organizar funciones sacras: en cierta oportunidad había hecho preparar un armazón de algodón teñido de celeste para formar una nube dentro de la cual cantaba el Gloria un niño vestido de ángel, aunque muerto de miedo por su arriesgada posición. Pero en toda su correspondencia publicada, sólo menciona a Magdalena cuando le pide a una de sus hijas el cuaderno de tapas de pergamino en que su madre registraba el pago de alquileres, para llevarlo tan puntillosamente como ella lo hacía.

Pocos recuerdos, aunque reveladores: la madre representaba para Mariquita el orden antiguo, fundado en la piedad, la sumisión al rey y a la Iglesia, la severidad y el ahorro. Fue grande la distancia entre la generación que era adulta cuando se fundó el Virreinato, la de sus padres, y la que alcanzó la madurez cuando la Revolución de Mayo. Y en el caso personal de Mariquita, moderna avant la lettre, la brecha generacional era muy pronunciada.

Mariquita pasó su infancia entre la casona del barrio de La Merced, la chacra de San Isidro y la quinta de Los Olivos en la Recoleta. Mimada y consentida por la servidumbre de la casa, debió establecer un vínculo afectivo más hondo con el padre —del cual era la única hija— que con la madre. Ésta había perdido al hijo varón, habido con su primer esposo, y era solemne, envarada y dramática, a diferencia de su hija, más bromista, ligera y afectuosa.

Compartía Mariquita con sus padres el gusto por la sociabilidad y apreciaba, lo mismo que ellos, las comodidades de la vida material. En lo social, en lo intelectual y en lo espiritual, pronto buscaría su propio camino ayudada por las lecturas a su alcance.

Según la tradición familiar fue don Cecilio quien le habría enseñado a leer y a escribir. Porque esa dinámica clase de los altos comerciantes avecindados en Buenos Aires quería que sus hijas estuvieran en condiciones de colaborar en los negocios de familia, aun a riesgo de que las niñas utilizasen esos conocimientos para comunicarse con sus enamorados. Mariquita usaría la escritura en primer lugar para comunicarse con sus enamorados, luego para mantener relación epistolar con parientes y amigos de Europa y América, también para escribir un breve Diario, los Recuerdos, y para redactar centenares de notas como secretaria de la Sociedad de Beneficencia. Lo que menos hizo a lo largo de su vida fue ocuparse de la administración de su fortuna.

En unos versos dedicados a una íntima amiga, describió Mariquita, en la vejez, la vida de las niñas de su tiempo:

“Nosotras solo sabíamos

ir a oir misa y rezar

componer nuestros vestidos

y zurcir y remendar”.

Sin embargo, es muy probable que haya concurrido a la escuela de doña Francisca López que describe con prolijidad en la primera parte de Recuerdos del Buenos Aires virreinal. La imaginamos insistiendo ante su padre para obtener el permiso y a éste concediéndolo a desgano. Una vez instruida en las primeras letras, Mariquita se volvió dueña de sí misma; pudo leer los libros que según tradición familiar había en la biblioteca de los Sánchez de Velazco, y quizás las gacetas que circulaban por la ciudad y promovían la renovación del pensamiento y las costumbres.

Por eso cuando al cumplir 14 años sus padres decidieron casarla contra su voluntad, ella no cedió. Transgredió con esta decisión las normas de su clase en materia de casamiento y el destino para el que había sido educada. Este hecho, desencadenante de su historia personal, la proyectó a un lugar público en la historia del país cuando éste no existía aún como entidad independiente.