por JAIME PLAGER
De las múltiples controversias que se suscitaron en el siglo XX pocas han tenido la repercusión que generó la de Sartre y Camus. Es que se enfrentaron dos hombres de reconocimiento mundial y que reunían en sí los requisitos del “intelectual”: autores de teatro; novelistas; libretistas de cine; con experiencia en el periodismo; ensayistas literarios, filosóficos y políticos; voces y plumas altamente involucradas con la política local y planetaria. Ser un intelectual a mitad del siglo era “estar comprometido”, es decir, participar en todas y cada una de las actividades mencionadas, tanto por vocación como por convicción, como un modo de “estar en el mundo”: de transformarlo, de incidir en la historia, de erigirse como ejemplo.
La disputa, como veremos, tiene sus raíces en el territorio de lo ético-político; y por ese arraigo, además de producir dos bandos, mostró “las flores parasitarias” que semejante abono engendra. La pelea exhibe de modo claro la malheur de la gauche, la desgracia de la izquierda. Buena parte de las lacras que impregnaron ese ángulo político (conceptos con valor de catequesis, falacias, argumentaciones de escaso vuelo, citas de Hegel y Marx lanzadas con fervor lapidante, mezquindades, golpes bajos, consignas de barricada, descalificaciones, reproches y tartuferías) se hacen presentes en la tensión Sartre-Camus. De allí que la misma asuma un valor emblemático. Esclarecerla no sólo hará comprensible sus motivos sino también patentizará las debilidades que mostró la izquierda a lo largo de la centuria. Mientras la derecha siempre tuvo en claro qué bienes y privilegios defendía dando lugar a estrategias de unidad, la izquierda, que clamó una y otra vez por la unidad, se desangró en divisiones y divisiones de las divisiones; quizás por la intangible materia de sus sueños: la utopía, motor del deseo de cambio pero, al mismo tiempo, madre de la divergencia. No con poca amargura dijo Foucault: “Las utopías proletarias socialistas gozan de la propiedad de no realizarse nunca (…), las utopías capitalistas (…), desgraciadamente, tienden a realizarse con mucha frecuencia”.[1]
La amistad brota y florece en tiempos aciagos
En el verano europeo de 1942, Camus publica L´Étranger y algunos meses después, en el mismo año, El mito de Sísifo. Poco más tarde, en febrero de 1943, se edita en una revista literaria: “Explicación de L´Étranger” de Sartre.[2] Se trata de un largo y medular análisis donde se compara a Camus con la tradición de la filosofía moralista francesa del siglo XVIII: “Camus se coloca en la gran tradición de moralistas franceses a los que Andler llama con razón precursores de Nietzsche…”[3] Sartre expone, además, las claves estilísticas de Camus (la economía del lenguaje, su despojamiento, las frases cortas y provistas de una tensión significativa, la utilización del pretérito perfecto como tiempo verbal que otorga una cadencia especialmente adecuada a la narración, la inserción de los diálogos sin privilegios tipográficos que se integran al corpus del relato, entre otros recursos expresivos) y que entrañan, comparándolo con Hemingway, un claro elogio: “A través del relato jadeante de Mersault discierno en transparencia una prosa poética más caudalosa que lo sostiene (al texto) y que debe ser el modo de expresión personal del señor Camus”.[4] Pero en lo medular, el trabajo discurre sobre los temas fundamentales de la novela (el hombre absurdo, su finitud, la angustia existencial, la soledad, la gratuidad de ciertos actos, etc.) que se emparentan con lo que el propio Sartre abordó en La náusea.
No es poco para un escritor novel, pese al suceso comercial del texto, proveniente de alguien consagrado como Sartre que, por entonces, no conoce a Camus. Todo el trabajo no apela jamás al halago fácil; por el contrario, en el desmenuzamiento exhaustivo reposa el mejor homenaje a la novela. Sobre el cierre de “Explicación…” Sartre dice lo que debe sonar como la más alta exégesis para un escritor que se está iniciando: “No hay un detalle inútil (en la novela), uno solo que no sea tomado de nuevo más adelante y lanzado a la contienda; y cuando cerramos el libro comprendemos que no podía comenzar de otro modo, que no podía tener otro fin: en este mundo que nos quiere dar como absurdo y del que se ha extirpado cuidadosamente la causalidad, el menor incidente tiene importancia, no hay uno solo que no contribuya a conducir al protagonista hacia el crimen y la pena de muerte. L´Étranger es una obra clásica, una obra de orden, compuesta a propósito de lo absurdo y contra lo absurdo. ¿Es enteramente lo que deseaba el autor? No lo sé; la que doy es la opinión del lector”.[5]
Dos meses más tarde, en abril de 1943, el día que se estrena en París Las moscas, Sartre, como autor, recibe en el foyer del teatro a la prensa, a los amigos, a los admiradores y a toda la fauna diversa que suele concurrir a tales acontecimientos. Un joven con aspecto seductor y que parece cultivar un aire a lo Humphrey Bogart se le acerca y se presenta con la escueta frase: “Yo soy Camus”. Tras el éxito clamoroso de la obra (el público aplaude de pie durante varios minutos, identificando el anhelo de libertad de los personajes en la Grecia clásica con la propia situación de los franceses esclavizados bajo la bota de la Alemania nazi), se organiza una reunión de festejo en el Café Flore. Acompañan a Sartre algunos amigos entrañables: Michel Leiris, Pablo Picasso, Raymond Aron, Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty y también Albert Camus. Dice al respecto Simone de Beauvoir: “Las circunstancias nos llevaron (a Sartre y a ella con Camus) a romper el hielo muy rápido. Camus adoraba el teatro. Sartre habló de su nueva pieza (Huis Clos) y de las condiciones en las que pensaba montarla; le propuso (a Camus) representar el papel del protagonista y ponerla en escena. Camus vaciló un poco y, como Sartre insistiera, aceptó”.[6]
Se inicia entonces una amistad donde los intereses y enemigos comunes conforman una amalgama sólida: “Como nosotros (Sartre y Simone de Beauvoir), Camus había pasado del individualismo a la acción comprometida; sabíamos, sin que él nunca hubiera aludido a ello, que tenía importantes responsabilidades en el movimiento Combat (grupo de resistencia antifascista y lucha contra la ocupación alemana). Recibía con buen apetito el éxito, la notoriedad, y no lo ocultaba: un aire descreído hubiera sido menos natural (…) Su buen humor no desdeñaba las bromas fáciles: llamaba Descartes al camarero del Flore llamado Pascal, pero podía permitírselo; un encanto, debido a una feliz dosificación de displicencia y fervor, lo aseguraba contra la vulgaridad. Lo que sobre todo me gustaba en él era que supiera sonreír con desapego de las cosas y de la gente, dándose al mismo tiempo intensamente a sus empresas, a sus placeres, a sus amistades”.[7]
También los proyectos obran como catalizadores positivos que fraguan la reciente amistad: “Nos prometimos seguir ligados contra los sistemas, las ideas, los hombres que condenábamos; su derrota (el nazi-fascismo) iba a llegar; el porvenir que entonces se abriría, nosotros tendríamos que construirlo; quizá políticamente y, en todo caso, sobre el plano intelectual: debíamos proporcionar a la posguerra una ideología. Teníamos proyectos precisos. Gallimard se preparaba a publicar en su Encyclopédie un volumen consagrado a la filosofía; pensábamos separar la sección ética: Camus, Merleau-Ponty, Sartre y yo misma haríamos un manifiesto de equipo. Sartre estaba decidido a fundar una revista (que sería Les Temps Modernes) que dirigiríamos todos juntos”.[8]
Ser un artista combatiente, cualquiera sea el puesto de lucha, en el seno de la opresión alemana y la complacencia colaboracionista, es un destello en la penumbra: el alma se regocija y la vida tiene en claro sus sentidos. Así, en marzo de 1944, Picasso ha concluido su farsa El deseo agarrado por la cola. M. Leiris propone entonces la lectura pública de la obra que, por fin, el 16 de junio, es dirigida por Camus quien, bastón en mano, marca el cambio y describe los decorados y presenta a los personajes; al tiempo que entre los actores están Sartre y Simone de Beauvoir. Finalizada la representación se festeja entre todos (incluidos algunos asistentes como Éluard, Lacan, Barrault) con una torta de chocolate (un artículo suntuario en plena guerra) donada por millonarios argentinos. Así, “beber y conversar en el corazón de las tinieblas era un placer furtivo que nos parecía ilícito; participaba de la gracia de las dichas clandestinas”.[9]
Comienzan, de este modo, lo que Leiris denominaba las fiestas. Todos se privan y escamotean sus cupones de racionamiento para volcarlos luego en estas reuniones donde las mujeres cocinan y se bebe lo obtenido en el mercado negro hasta más allá del mareo. La primera ocurre en casa de Georges Bataille, que por entonces esconde al músico judío René Leimovitz. “Para mí la fiesta es ante todo una ardiente apoteosis del presente frente a la inquietud del porvenir; un tranquilo desarrollo de los días felices no suscita la fiesta: pero, si en el seno de la desgracia renace la esperanza, si uno vuelve a encontrar un enganche con el mundo y con el tiempo, entonces el instante se pone a arder, uno puede encerrarse y consumirse con él: es fiesta (…), la muerte, durante un rato fulgurante, queda reducida a nada”.[10] Quizás, como señaló el escritor norteamericano W. Styron, hay un punto en la borrachera “en que el mediocre se vuelve más vulgar pero el inteligente brilla como una brasa, está más inspirado”.[11]
Pero los sobresaltos aporrean las puertas. Camus conoce por su participación en Combat, en julio de 1944, que Sartre puede ser arrestado a raíz de la detención de un miembro del movimiento que hizo saber que, bajo tortura, ha dado nombres. Sin vacilar, Camus avisa a su amigo para que pase a la clandestinidad. Con todo, la incomodidad no es mucha, las tropas aliadas están cerca de París y en agosto la ciudad es liberada. Camus le propone entonces a Sartre que escriba un artículo sobre la liberación que será publicado en Combat, el periódico del movimiento, que ahora emerge a la luz.
Es el momento de la euforia: la victoria final se atisba y el porvenir se abre a todos los horizontes y exige ser construido. Y en el diseño participan, codo a codo, los amigos: “Combat expresa nuestras esperanzas al publicar como divisa: De la Resistencia a la Revolución”.[12] Días de unidad: “Que Camus fuera hostil a los comunistas (partido al que perteneció y del que se retiró cuando todavía vivía en Argel) era un rasgo subjetivo de mediocre importancia pues, como luchaba por hacer aplicar la carta del CNR (Consejo Nacional de la Resistencia), su diario defendía las mismas posiciones que ellos; Sartre, que simpatizaba con el Partido Comunista, aprobaba sin embargo la línea de Combat a tal punto que una vez escribió el editorial. Gaullistas, comunistas, católicos, marxistas, fraternizaban”.[13] Días de proyectos. En septiembre de 1944 se funda Les Temps Modernes. Mientras Picasso diseña la cubierta del primer número, Camus, comprometido con Combat, no acepta formar parte del comité de dirección y también A. Malraux rechaza el convite. De esta manera el cuerpo de dirección queda integrado por Raymond Aron, Michel Leiris, Maurice Merleau-Ponty, Albert Ollivier, Paulhaun, Sartre y Simone de Beauvoir. Toda una opulencia intelectual; es que “en esa época estos nombres no eran discordantes”.[14]
Pero el apogeo de la amistad entre Sartre y Camus se alcanza en noviembre de 1944. “Hacia fines de noviembre los Estados Unidos quisieron que en Francia se conociera su esfuerzo de guerra e invitaron a una docena de periodistas. Nunca he visto a Sartre tan contento como el día en que Camus le ofreció que representara a Combat”.[15] Sartre, en su primer viaje fuera de Europa y en su bautismo de aire, pasará tres meses, desde el 11 de enero de 1945, en los Estados Unidos como corresponsal del periódico que dirige Camus y como agente de la editorial Gallimard. Si como observa Susan Sontag, “la agonía deriva de la obligación del filósofo de poner significado a la acción”,[16] es por esta época en que significados y acciones se homologan mientras las agonías quedan disipadas. Camus era, en palabras de Sartre, “la conjunción admirable de un hombre, una acción y una obra”.
El lento camino del distanciamiento
Mientras Sartre ya está en Estados Unidos y Alemania ofrece en Las Ardenas su última gran batalla en el frente occidental, en la Francia liberada comienzan los juicios a los colaboracionistas. Uno de los más clamorosos es el de Brasillach. Este filonazi (cagoulard), mediante su pasquín Je Suis Partout, no vacilaba, durante la ocupación germánica, en reclamar para los resistentes (maquis) la pena capital. “Ninguna piedad para los asesinos de la patria”, escribía, reivindicando también “el derecho de señalar a los que traicionan”. Desde sus páginas se había pedido la muerte de Feldman, de Cavaillès, de Politzer, de Bourla; la deportación para Yvonne Picard, Péron, Koan, Desnes; exigiendo además al gobierno títere de Vichy que en la “zona libre”, también allí, los judíos tuviesen la obligación de usar la estrella amarilla. “En el caso Brasillach no se trataba de un ‘delito de opinión’; por sus denuncias, por sus llamamientos al asesinato y al genocidio, había colaborado directamente con la Gestapo (…). Hay palabras tan mortíferas como una cámara de gas”.[17] Al celebrarse el juicio, la prensa y la intelectualidad se dividen: la derecha católica, liderada por Mauriac, pide benevolencia al Tribunal y la izquierda, con Camus a la cabeza, exige rigor. Por fin, Brasillach es encontrado culpable y condenado a muerte. Los diarios conservadores ahora claman piedad. Antes de la ejecución un grupo de intelectuales eleva un texto en apoyo de un indulto: entre los firmantes aparece Albert Camus. Al respecto dice Simone de Beauvoir: “Algunos días después (de la pena) Camus me confesó algo confundido que, cediendo a algunas presiones y a razones que no me supo explicar, había firmado…”.[18] En realidad la postura de Camus fue coherente con sus tesis de siempre: la muerte como límite de toda justicia, de toda política, de toda moralidad. Para Simone “hasta en un gesto comprometemos nuestra responsabilidad”[19] y el gesto de Camus fue, para ella, una claudicación. Aun cuando Sartre está en Estados Unidos, una primera fisura entre él y Camus se ha instalado.
Con todo, en la embriaguez del triunfo y el fin de la guerra, entre abril y junio de 1945, las afinidades superan con largueza a las diferencias: “No pasaba semana sin que se hablara de nosotros (Simone y Sartre) en los periódicos. Combat comentaba favorablemente todo lo que salía de nuestras plumas y de nuestras bocas”.[20]
Un año después, en julio de 1946, toda la gama de variantes del espectro político ha recobrado su identidad: católicos, gaullistas, liberales, socialistas y comunistas con sus respectivos matices operan en la política francesa como adversarios unos de otros. Es el momento en que Ollivier (devenido gaullista) y Aron se marchan de Les Temps Modernes. El fantasma de una tercera guerra encabezada por la Rusia soviética y los Estados Unidos ha pasado de mera conjetura a posibilidad: “Aron dijo que no le gustaban ni los EE.UU. ni la URSS, pero que en caso de guerra se uniría a Occidente; Sartre respondió que no le agradaba el stalinismo ni los Estados Unidos, pero que si estallaba una guerra se pondría del lado de los comunistas. En suma, concluyó Aron, haremos elecciones diferentes entre dos cosas detestables; pero será a pesar nuestro”.[21] De tal modo “en menos de dos años las palabras derecha e izquierda habían vuelto a tomar plenamente su sentido y la derecha ganaba terreno…”.[22]
Poco después, en noviembre de 1946, se preparan los acontecimientos para una primera fractura entre Sartre y Camus, y como en la definitiva de 1952, intervienen terceros. En efecto, se publica por entonces en Les Temps Modernes un trabajo de M. Merleau-Ponty, titulado “El yogui y el proletario”, donde se ridiculizan el texto de Arthur Koestler (notable escritor húngaro, muy amigo de Camus, ex comunista y combatiente en la guerra civil española por el bando republicano) “El yogui y el comisario” y su anterior novela El cero y el infinito (una crítica despiadada de las “purgas stalinianas”, donde Koestler acuña la célebre frase que singulariza al régimen: “La última verdad ha sido siempre la penúltima falsedad”[23]). Antes que el propio Sartre, Merleau subordinaba en ese texto la moral a la historia con una resolución que ningún existencialista, hasta entonces, había propuesto. El moralismo, se decía, era la última ciudadela del idealismo burgués.
Por esos días, Camus se pelea con Bost por la línea editorial de Combat, que simpatiza con la URSS. Bost se marcha del periódico. Al mismo tiempo Sartre le reprochaba a Camus que “Combat hace demasiada moral y poca política”. Camus lo niega, pero a mediados del mes, publica bajo el título de “Ni víctimas ni verdugos” un trabajo que abunda sobre consideraciones éticas y subordina la política a ellas. Justamente en ese momento, Koestler está pasando unas semanas en París. Una noche invita a su amigo Camus, a Sartre y S. de Beauvoir a un cabaret. Se exceden en la bebida y estando algo “achispados”, Koestler dice: “‘Es imposible ser amigos si no nos entendemos políticamente’. Repitió sus quejas contra (la política) de Stalin y reprochó a Sartre y hasta a Camus de pactar con ella (…) Mientras monologaba Camus nos decía (a Sartre y Simone): ‘Lo que ustedes y yo tenemos en común es que para nosotros cuentan en primer lugar las personas a las doctrinas, ponemos la amistad por encima de la política’. Estuvimos de acuerdo con una emoción exaltada por el alcohol y la hora avanzada”.[24]
Será en casa de Boris Vian, dos semanas después, cuando estallará la primera pelea entre Sartre y Camus. Durante la reunión Camus ataca a Merleau-Ponty por “El yogui y el proletario”, acusándolo de justificar los procesos de Moscú y la política burocrático-represora de Stalin. Merleau replica y Sartre lo apoya. Camus, entre la indignación y el reproche, se marcha dando un portazo. Sartre y Bost corren tras él por la calle pero Camus no quiere volver. Recién en marzo de 1947 y por mediación de una mujer que conoce a ambos (Madame M., según Simone de Beauvoir; Dolorès, según Annie Cohen-Solal), Sartre y Camus se reconcilian.
Con todo la amistad ya no será jamás lo que fue: de la fisura se pasó a la grieta. Así, por esos días de marzo, Camus publica La peste y resulta significativo el comentario de Simone de Beauvoir: “Por momentos se recuperaba el tono de El extranjero y la voz de Camus nos conmovía; pero asimilar la ocupación a un flagelo natural todavía era un medio de huir de la historia y de los verdaderos problemas. Todo el mundo estaba demasiado fácilmente de acuerdo sobre la moral descarnada que surgía de esta apología”.[25] Los argumentos del desacuerdo comienzan a hacerse presentes. Días después, por problemas financieros y desavenencias ideológicas, Camus se marcha de Combat.
En diciembre de 1947, Camus y Breton impulsan un texto publicado por la prensa donde se reclama la abolición de la pena de muerte en materia política. Sartre y Simone de Beauvoir, por el contrario, piensan que es el único caso en que se justifica. Las cartas están jugadas: “Con Camus teníamos otras disensiones; de todos modos, políticamente quedaban entre nosotros puntos en común ya que sentía aversión por el RPF (el gaullismo) y se había peleado —o estaba a punto de hacerlo— con Ollivier, aliado del gaullismo que escribía en Carrefour. Menos íntima, menos libre que en otros tiempos, nuestra amistad subsistía. Por el contrario, ese invierno rompimos con Koestler”.[26] En efecto, una noche Koestler, acompañado de su mujer Mamaine, invita a Sartre, Simone y Camus a una boite rusa. Repitiendo la experiencia anterior reafirma su tesis: “No hay amistad sin acuerdo político”. Mientras se empapan en vodka y champagne y Koestler monologa, Sartre con todo descaro cortejaba a Mamaine. En un momento Koestler lo advierte y le arroja un vaso que se estrella contra la pared. Tumulto y separación; ya en la calle, Koestler quiere reanudar la gresca, Camus intercede en tono amigable y Koestler lo golpea. Camus lo siente como una traición imperdonable. Bochorno de beodos, es cierto, pero también, tras el alboroto, laten las discrepancias políticas. Pocas semanas más tarde, Koestler y Sartre se encuentran delante del Pont-Royal. Koestler preguntó: “¿Cuándo nos vemos?”. Sartre, tras vacilar unos segundos, responde: ”Ya no tenemos nada que decirnos”. Koestler, con una inconsecuencia absoluta, según Simone, contestó: “¡Pero de todos modos no nos vamos a pelear por razones políticas!”. La réplica sartreana fue concluyente: “Cuando se tienen opiniones tan diferentes ni siquiera se puede ver una película juntos”.
La preocupación política de Sartre se profundiza. En febrero crea junto a David Rousset (un ex trotskista) y Altmann un movimiento de izquierda distante del capitalismo y también del PC dominado por el stalinismo que se llamó Reclutamiento Democrático y Revolucionario (RDR). Se pensaba en la tercera vía: un socialismo marxista sin las excrecencias de lo vivido en la URSS. Como órgano de difusión se decide publicar una revista bimensual: La Gauche.
En noviembre de 1948, durante un encuentro internacional de escritores, Camus habla en el Salón Pleyel, y el texto es publicado por La Gauche el 20 de diciembre de 1948 con el título de “El testigo de la libertad”.[27] Se pregunta, en la oportunidad, cuál es la función del intelectual. Fiel a una coherencia que subsistirá hasta su muerte, acaecida en 1960, contesta a favor del diálogo y la persuasión antes que la intimidación y la polémica. Al tiempo que la política procura la homogeneidad totalitaria, el artista —casi un Quijote— es el adalid de la diferencia. “No es la lucha la que hace de nosotros artistas sino que el arte nos obliga a ser militantes. El artista está de parte de la vida, no de la muerte (…). (Los artistas) son testigos de la carne no de la ley”.[28] Para rematar, por fin: “Es mejor equivocarse sin matar a nadie y dejando hablar a los demás que tener razón en medio del silencio y los cadáveres”.[29]
Todavía estos conceptos se publican en un órgano que depende, en alguna instancia, de Sartre. En noviembre de 1949 se derrumba el RDR y Sartre piensa agotada la “tercera vía”. Sin embargo, en enero de 1950, junto a Merleau-Ponty denuncian los campos de trabajos forzados en la URSS. Si en 1949, con la estructuración de las dos Alemanias y el triunfo de Mao en China, se vislumbra una guerra mundial; en 1950, con la iniciación de la guerra de Corea, un enfrentamiento entre los bloques capitalista y comunista es casi una inminencia. Y todos tienen la certeza de que Europa será el campo de batalla. Un día Sartre le pregunta a Camus: “¿Qué hará Ud. cuando los rusos lleguen a Brest (el Atlántico)? Yo, por mi parte, no lucharé contra el proletariado”. Camus contesta con arrogancia: “Haré lo mismo que con los alemanes (es decir, luchar en una nueva Resistencia)”. Con este horizonte, toda reflexión queda condicionada y la toma de partido por uno u otro bando no se puede soslayar. Una nueva línea divisoria se ha instalado y al fracasar otras ubicaciones, Sartre y Camus se encontrarán en campos diversos. Mientras Camus se sostiene en sus viejos argumentos, Sartre se desplazará hasta coquetear con el Partido Comunista. El enfrentamiento es sólo cuestión de tiempo y oportunidad.
El estallido
Corre el año 1952 y en Estados Unidos la histeria macartista sobrevuela como un pájaro siniestro de costa a costa: pronto (en 1953) el matrimonio de los Rosenberg será la víctima emblemática. La Unión Soviética ya es potencia nuclear y en el mayor sigilo trabaja para lanzar, en 1957, el primer satélite artificial. Los norteamericanos preparan la bomba H que harán estallar en 1954. Año en que Francia dejará Indochina tras permanecer empantanada en una larga guerra colonial. La India se ha independizado marcando el punto de inflexión de la decadencia imperial británica. Se ha iniciado la descolonización del Tercer Mundo.
Apenas publicada en marzo de 1951, Sartre estrena en el Teatro Antoine de París, el 7 de junio de 1951, El diablo y el buen Dios, que permanecerá en cartel hasta marzo de 1952 y con la interpretación de Pierre Brasseur y María Casares, ésta, a la sazón, amante de Camus. En la obra se opone la eficacia de la acción por sobre la vanidad de la moral. Bajo esa tesis, la pieza se cierra cuando el personaje Goetz dice: “Les causaré horror (al pueblo que conduce) ya que no tengo otra manera de amarlos, les daré órdenes ya que no tengo otra manera de obedecerlos, permaneceré solo con este cielo vacío por encima de mi cabeza, ya que no tengo manera de estar con todos. Hay que hacer la guerra y la haré. (Sin Dios, el hombre es enteramente responsable de lo que hace y omite; y se trata de hacer la Revolución aun a pesar del propio pueblo —supremacía de la praxis por sobre todo deber ser—.)”[30]
En julio de 1952, Sartre publica en Les Temps Modernes “Los comunistas y la paz I” y en noviembre “Los comunistas y la paz II”, que precipitará, este último, la pelea con Merleau-Ponty y su alejamiento de la revista. Dice su biógrafa Cohen-Solal: “Dos fechas clave: julio de 1952 y noviembre de 1956. Entre estos dos hitos, el único período durante el cual el diálogo entre Sartre y los comunistas reemplazó al insulto. Cuatro años de relativo acuerdo, durante los cuales Sartre descubrió la URSS, multiplicó los congresos, debates y mitines, los mensajes, los discursos, las intervenciones, abandonando prácticamente toda producción puramente literaria y subordinando todos sus escritos —al menos eso parecía— a la lucha junto a la clase obrera”.[31] Sin afiliarse al partido, Sartre ha decidido repolitizar a Les Temps Modernes impulsando “el compañerismo crítico con los comunistas”.
En el otoño europeo de 1951, Camus publica El hombre rebelde. La obra, tras analizar los temas del suicidio y el homicidio, se dedica a desmenuzar la cuestión de la rebeldía: la metafísica y la histórica. De la segunda se obtienen constantes evidencias en la sucesión de acontecimientos políticos; de la primera dice: “La rebelión metafísica es el movimiento por el cual un hombre se yergue contra la propia condición y contra la creación entera…”.[32] Al subordinar la rebeldía histórica a la metafísica ya que se “encuentra en algunos hechos revolucionarios la sucesión lógica, las ejemplificaciones y los temas constantes de la rebelión metafísica”,[33] se gana la oposición de Sartre y toda la redacción de Les Temps Modernes. Sartre prefiere el silencio: no hacer referencia alguna a la obra. Se discute en el comité de redacción de la revista qué hacer y tras largo debate se decide que Francis Jeanson comente el texto. En el número de abril de 1952 aparece el trabajo de Jeanson. Camus reacciona indignado y escribe una carta dirigida al señor director de Les Temps Modernes (obviamente Sartre). Esta carta de Camus y la respuesta de Sartre salen juntas publicadas en el número de agosto.[34] Analizaremos, pues, esos tres textos.
Dice Cohen-Solal: “Francis Jeanson se encargó de escribir un artículo realmente pérfido”.[35] En efecto, ya desde la primera objeción advertimos la intención devaluante. Esa crítica sostiene que la obra de Camus ha sido bien recibida por la prensa de derecha: “(desde) E. Henriot y J. Lacroix de Le Monde hasta C. Bourdet de L´Observateur y H. Petit de Le Parisien Libéré”. La réplica de Camus se desliza por el mismo carril: “…he sido honrado con una ración de insultos en Rivarol (publicación de derecha). Por otra parte de la derecha clásica, La Table Ronde, mediante un artículo el señor Claude Mauriac ha formulado reservas acerca de mi libro y de la elevación de mi carácter”. Como si la valía de una obra se cotizara según quienes alaban o denigran. Lo relevante es que la tesis de Jeanson ha sido utilizada durante décadas como argumento conclusivo en las polémicas de la izquierda: “hacer el juego a la derecha” se ha lanzado como la razón última para zanjar toda discusión. Pero Camus va algo más allá: “con el criterio de Jeanson, Descartes sería stalinista (…) Quien critica al marxismo sería, para Jeanson, un hombre de derechas”. Está impugnando el innegable sectarismo que acompañó al PC casi desde su fundación (una verdad indiscutible y versátil, según variables condiciones tácticas, descendida desde el Comité Central). “Si la verdad me pareciera estar a la derecha allí estaría yo”, añade Camus; pero Jeanson está sosteniendo la naturaleza precaria de toda verdad que no sea funcional al proyecto revolucionario (véase la caracterización de Koestler en la nota 23).
El segundo argumento de Jeanson, en lectura capciosa, declama que “Camus pretende establecer que la doctrina de Marx conduce lógicamente al régimen staliniano y debe al fin contentarse con la conclusión, bajo formas más o menos sutiles, de que Stalin hace stalinismo”. Semejante escolio es cuanto menos exagerado. Pero la maniobra de Jeanson utiliza otro lugar común en la gauche: la apelación a la cita, el criterio de autoridad contra el cual toda crítica, por tal, deviene en herejía. Con no poca acidez irónica contesta Camus: “(el artículo de Jeanson) me asesta tres páginas de Hegel”. Esa misma ironía sirve como contragolpe para la acusación del hombre de Les Temps Modernes de que el libro de Camus sirve a la reacción: “…y como autor y obra (dice Camus) se oponen a ello (servir a la reacción), Jeanson ha rehecho mi libro y mi biografía”. En este sentido los “escritores canónicos (Hegel y Marx) sirven para ‘demostrar’ mi postura reaccionaria pese a mi crítica a los valores morales vacíos de la burguesía. Para mí (afirma Camus), el nihilismo coincide también con los valores descarnados y formalistas”. De este modo, Camus está “demostrando” que no es reaccionario pero, mucho más importante, como aporte conceptual, es que las tesis de Marx no son intocables sino, antes bien, un análisis serio y marxista sería, precisamente, criticarlo, puesto que su pensamiento exige ser contradicho para superarlo (argumento no exegético que más tarde compartirá, entre otros, H. Lefebvre) y este ejercicio es rehuido por Jeanson. Si bien el magister dixit es viejo como la cultura occidental, resulta llamativo que en el marxismo no se haya superado, toda vez que el pensamiento de Marx, en su dinámica medular, lo impone.
La tercera crítica jeansoniana es casi patética: Camus no sería un auténtico ateo (la postura adecuada para todo revolucionario que se precie) sino una especie de antiteísta pasivo. Camus —reafirma Jeanson— “no niega a Dios, sino que lo acusa de injusto; no pretende triunfar sobre él, ‘sería desmedido’: sólo quiere desafiarlo y permanecer frente a él, como esclavo rebelde”. La respuesta de Camus tiene la sagacidad de esquivar “las teologías” y, pugilista avezado, lanza “un directo bajo la línea del pantalón”: “Al decir que los demás se pierden en las nubes, (Jeanson) vuela entre el cielo y la tierra, sin mirar a sus pies donde toda la policía trabaja” (desde Himmler en la Alemania nazi hasta Beria en la URSS staliniana).
Otro punto objetado por Jeanson es el maniqueísmo camusiano, según el cual en la historia residiría todo el Mal mientras el Bien moraría fuera de ella en valores eternos trashistóricos. “La postura de Camus (escribe Jeanson) sería, como dice Hegel, ‘el alma bella’”. La réplica de Camus es: “Mi verdadera tesis es afirmar que servir a la historia por la historia misma conduce a cierto nihilismo”. Nos acercamos, pues, a la entraña de esta polémica: buena parte de lo dirimido ronda entre la historia y la ética. De esta suerte, insiste Jeanson, “Camus reprocha a los stalinistas el ser totalmente prisioneros de la historia; (puesto que) analizan el profetismo de Marx y no su aspecto crítico. Más que el contragolpe sabe el buen boxeador que es preferible, a veces, el paso al costado: “Jeanson discute a fondo (alega Camus) una tesis que no existe en mi libro. ¿Para qué criticar un libro cuando se está decidido a no tener en cuenta lo que en él se dice?”.
Pero Jeanson insiste sobre el flanco camusiano más expuesto: “Sus tesis lo llevan a deslindarse de la historia; a no querer cambiarla sino a no emprender nada”. Acusando el golpe, Camus contesta con furia: “Mi libro se instala en medio de la historia, precisamente. Jeanson —en cambio— está cómodo con la historia no con la verdad”. Así, se abunda, “Jeanson silencia los campos de concentración soviéticos; (…) (omite) un análisis legítimo propio del marxismo crítico y no (las complicidades) del marxismo profético (fetichizado como) (…) filosofía de la eternidad”. Y ya que está —en lo atinente a la elección—, un golpe claro al hígado de Sartre: “(Si es) necesario pronunciarse (…) su contradicción le impide (a Jeanson) pronunciarse claramente en lo que se refiere al stalinismo. De tal manera, el que hace inevitable la elección, nada elige, sino una actitud de pura negatividad”.
Por último, el mazazo final de Jeanson como síntesis de L´Homme Révolté: “(una obra) con hermosas frases (pero) pensamientos inconsistentes”. Camus, fiel a su condición de estilista, rebate: “Escribir bien no es patrimonio de la derecha y tampoco es una virtud revolucionaria escribir en jerga y mal”.
Fin del primer round. Pese a la dureza, hubo reglas: se discute el texto y, mal o bien, se intercambian conceptos, aunque no exentos de sevicia. Es el momento de Sartre que sube a escena y empieza otra cosa: un todo vale donde se hiere sin ceremonia ni trascendencia. Su carta sobreabunda en exclamaciones e interrogaciones, apela al imperfecto del subjuntivo y deviene enfático y doctrinal. Así, en la primera frase descarga un golpe letal sobre cualquier vestigio de amistad: “Mi querido Camus: Nuestra amistad no era cosa fácil, pero he de lamentarla. Si Ud. la rompe hoy, es sin duda porque debía quebrarse”. Y lo que por un instante parece un lamento: “Para nuestros enemigos comunes que forman legión seremos motivo de risa: esto es lo cierto”, resbala de inmediato al agravio: “Ud. (Camus) ya cumplió su Thermidor. ¿Dónde está Mersault, Camus?”. Calificar de reaccionario, lo hemos dicho, es el método preferido para la desvalorización.
Sin sonrojarse, Sartre, que se esfuerza por escalar a una manifiesta superioridad, le critica a Camus su tono catedrático: “La preocupación de su carta es ponerse, lo más rápidamente posible, fuera del debate. Su propósito, Camus, es enseñar. Me parece estar viendo el cuadro de Rembrandt: usted es el médico, Jeanson el muerto; con el dedo usted señala las llagas al público asombrado”. No es necesario interpretar, Sartre dice que nada tiene que aprender de ese magisterio si, como afirma, no está calificado. “¿Por qué no discutir sus obras? ¿Por qué resulta un sacrilegio hacerle objeciones? ¿Y si todo fuera resultado de su incompetencia filosófica?”. Ya en “La explicación de L´Étranger”, entre alabanzas, dejó escapar Sartre una mácula de ese tono al referirse al “mito de Sísifo”: “El señor Camus tiene la coquetería de citar textos de Jaspers, Heidegger y Kierkegaard, que por lo demás, no parece comprender siempre bien”. Como ha dicho Nietzsche, los hombres desde la prehistoria han hecho tasaciones, cálculos, se han comparado entre sí, y Sartre, desde el inicio, se considera un filósofo que alguna vez estudió con Husserl mientras Camus no sería más que un aficionado mal formado al amparo de Jean Grenier, un oscuro profesor de provincia. Para Sartre, la indigencia filosófica camusiana se enmascara con maniobras de seriedad e impostura: “Usted no leyó a Hegel ni a mí (nótese la comparación). ¡Qué manía tiene Ud. de no acudir a las fuentes!”. En una palabra, su desconocimiento lo conduce a profundos errores: “Usted confunde lo político con lo filosófico”.
Se arriba, entonces, al tuétano: es en lo político donde late toda la tensión. El texto de Camus decía: “Empiezo a estar cansado de ver cómo yo, y sobre todo antiguos militantes que nunca eludieron la responsabilidad en los problemas de su tiempo, recibimos clases de eficacia por parte de censores que nunca colocaron más que su sillón en el sentido de la historia”. Es transparente, dirigida contra Jeanson, el verdadero blanco es Sartre: yo luché contra los nazis, mientras usted, señor Sartre, se acomodaba a las circunstancias. La réplica sartreana puntualiza: “Usted ha sido durante algunos años, lo que pudiera llamarse el símbolo y la prueba de la solidaridad de las clases (…) En el ’44, (lo suyo) era el provenir, en el ’52 es el pasado (…). Usted tuvo miedo de cambiar”. En diferentes palabras, la postura de Camus es arcaica y propia de la excepcional circunstancia del enfrentamiento contra la ocupación alemana; pero lo que establece el presente, en la tesis de Sartre, es la lucha de clases. Todavía añade Sartre: “Usted combatió tal como lo escribe: ‘para salvar la idea del hombre’ (en alusión a “Carta a un amigo alemán”). Resumiendo, no pensó usted en ‘hacer historia’ como dice Marx, sino en impedir que se hiciera. La prueba: después de la guerra, usted sólo encara el regreso al statu quo”. Son otros tiempos, piensa Sartre. En su movimiento, la historia impone otros desafíos, demanda la actualización de los compromisos: “La historia presenta muy pocas situaciones más desesperadas que la nuestra (…) (hoy se presenta) el duelo imbécil de dos monstruos igualmente abyectos…” y estamos obligados a elegir; porque no hacerlo es la peor de las elecciones. Y allí está la frontera que separa a Sartre de Camus: el Partido Comunista. Para Camus la ecuación: fascismo=comunismo resulta una tautología; en cambio, el Sartre del acercamiento al PC dice: “Estoy cansado de ver burgueses como usted que se encarnizan contra el Partido que es mi única esperanza, burgueses incapaces de poner nada en orden. No digo que el Partido está a salvo de todas las críticas; digo que hay que merecer el derecho de poder criticar. Nada tengo que ver con su mesura, mediterránea o no, y menos aún con sus Repúblicas escandinavas. Nuestras esperanzas no son las suyas (utilizando una frase del propio Camus en Actuelles al diferenciarse éste de los cristianos). Y quizás sea usted mi hermano —¡la fraternidad cuesta tan poco!— pero ciertamente no es mi camarada”. En la concepción sartreana, los dos bloques han cavado sus trincheras sin ofrecer resquicios para otras ubicuidades (recordemos la clausurada “tercera vía”) y en virtud de esa localización se acierta o se yerra. Camus, en 1952, está del otro lado y por esa perspectiva no tiene más remedio que, para Sartre, apelar a la diatriba: “(debería verse, Camus) está usted condenado a condenar, Sísifo”.
La carta se cierra con un párrafo que, por su crudeza, exime el comentario: “La revista está abierta, si usted quiere contestarme, pero yo ya no he de volver a contestarle. Le dije lo que usted fue para mí y lo que es ahora. Pero cuanto usted pueda decir o hacer en respuesta, rehúso combatirlo. Espero que su silencio hará olvidar esta polémica”.
Robert Gallimard, amigo y editor de ambos desde siempre, caracterizará esta ruptura “como una historia de amor fallida”. Más adecuado aún parece el comentario de Cohen-Solal: “En la historia de la literatura francesa se habían conocido enfrentamientos espectaculares —Voltaire-Rousseau, Breton-Aragon— pero ninguno estuvo tan cargado de odio (como éste)”.[36] A comienzos de 1960, Camus muere, absurdamente, en un accidente automovilístico. En la nota fúnebre que ad hoc se publica, Sartre, ya desencantado de la Unión Soviética, todavía persiste en su óptica crítica; después de instalarlo en “la larga fila de moralistas originales de las letras francesas” (calificación ya presente en “Explicación…”) añade que “su humanismo terco, estrecho y puro, austero y sensual, libraba un combate dudoso contra los acontecimientos masivos y deformes de este tiempo”.
Lo que había nacido como una generosa amistad, grávida de proyectos y pasiones comunes, culmina, una década más tarde, entre silencios y escombros: una miseria que cuenta las monedas del rencor.
¿Qué se dirimía?
Resulta interesante observar las reacciones que tuvo la discusión. Mientras la derecha y buena parte del centro, como si se tratase de una escaramuza de pie de página, la ignoró, el resto siguió parámetros casi fijos: la izquierda más acentuada, con todas sus variantes, se inclinó por Sartre; y a medida que en el espectro político nos alejamos de esa posición se advirtieron apoyos a Camus. Curiosa y paradigmática es la transición que efectuó, por ejemplo, Mario Vargas Llosa que, desde escritos juveniles, se enroló con los sartreanos y años más tarde, con el proceso de derechización de su pensamiento, terminó disculpándose para adherir finalmente a la perspectiva de Camus.[37] Lo llamativo en intelectuales de fuste es que al tomar partido lo hicieron siguiendo, con más o menos disimulo, los argumentos de uno y otro.
Repitámoslo, ¿qué se dirimía? Una primera síntesis puede plasmarse en la fórmula “historia vs. moralidad”. Sartre, es obvio, se aferra al primer término. Se debe constituir la historia, precipitarla, desde la acción política acelerar su curso; en suma: hacer la Revolución (siempre con mayúscula). Para ello es inevitable pensar coincidiendo con Marx: “La historia nada hace (…) es el hombre, el hombre real y vívido quien lo hace todo; la historia sólo es la actividad del hombre persiguiendo sus propios fines”. ¿Pero cuáles son esos fines? Contesta Sartre: “La pregunta no tiene sentido, pues la Historia, fuera del hombre que la hace, sólo es un concepto abstracto e inmóvil (…); el problema no está en conocer su finalidad, sino en darle una”. Lo que Sartre escamotea es que esa finalidad (“la sociedad sin clases”; “el fin de la prehistoria”; “a cada cual según su capacidad y de cada cual según su necesidad” y otras metas de la utopía, por justas y nobles) ya fue prescrita y parece tan a la mano que, necesariamente, deberá cumplirse. Una sorda confianza sobre el destino de los hechos políticos acompaña la argumentación sartreana y, en esa lógica, coincide con “las profecías del marxismo” contemporáneo a su época. Todo escrúpulo moral es visto como una reticencia a involucrarse en la política o, peor aún, como la peor de las políticas. Acudir a premisas éticas, piensa Sartre de Camus, es llevar consigo “un pedestal portátil” que sirve para evitar las salpicaduras de “una fuente llena de barro y sangre”, es la excusa para el inmovilismo; es, medularmente, hacer la política del statu quo. Si, como sostiene Simone de Beauvoir: “nunca me comporté de acuerdo a principios sino a fines”,[38] resulta, de últimas, una enseña que puede singularizar a Sartre; entonces, las consideraciones morales (principios) adquieren de inmediato el carácter de lastre para acceder al valor supremo (el fin).
Para Camus, fiel a un bagaje cultural inalterable, semejante ilación no deja de ser escandalosa. Toda la historia, y el siglo XX en particular, exhibe un salvajismo aterrador. Los cadáveres apestan y los muertos por la infinita gama de violencias hieden en la memoria. Ninguna Justicia (también con mayúscula) ulterior legitima ajusticiamiento alguno. La divisa de Camus, que introduce sus Actuelles-Écrits politiques, es el siguiente aforismo de Nietzsche: “Es preferible morir a odiar y temer; es preferible morir dos veces a hacerse odiar y temer: tal ha de ser, algún día, la suprema máxima de toda sociedad organizada políticamente”. Lo contrario es Calígula y Stalin, Hitler y Savonarola, la Inquisición y sus fuegos, el gas en los campos de exterminio. Porque, es evidente, en nombre de fines canonizados (Dios, la Patria, la Revolución, el Amor y la Piedad, la Justicia, la Razón y tanto más concepto ennoblecido que enmascara el Poder) se recurrió a medios de inagotable crueldad para hacer de los otros una sumaria cucaracha kafkiana; y las cucarachas, se sigue, deben ser exterminadas.
Ahora estamos en el eje de la querella: la violencia, la muerte, el pragmatismo, la eficacia. Escribió Simone de Beauvoir: “Camus y Breton pusieron entonces (diciembre de 1947) sobre el tapete el problema de la pena de muerte: reclamaban su abolición en materia política. Muchos de nosotros (Sartre incluido) pensábamos que, por el contrario, es la única en que se justifica”.[39] En este punto chocan nuestros contendientes y se abren, como bocas hambrientas, los signos de interrogación: ¿Qué son los muertos frente al luminoso futuro: la felicidad de una sociedad justa? ¿Es la justicia posible si en sus cimientos un solo asesinado se retuerce en un clamor?
—Vea Camus, la Revolución no se construye con aforismos. Usted pretende suprimir la violencia y la violencia de los privilegios con recomendaciones éticas. La historia no es el compendio de las buenas maneras: las cortesías y sus fatigas son para los salones.
—No sea cínico, Sartre, no hay mártires en un terreno y enemigos aniquilados en el otro: todos son igualmente víctimas. Ya lo escribí una vez: la honestidad es más difícil que el heroísmo. Cada vez que se intentó hacer una Revolución, digna por sus fines, se empezó por organizar carnicerías de purificación. El muerto por hambre o por un balazo en la nuca es la misma obscenidad. Sus bolsillos están henchidos de beligerancia de escritorio y declamaciones, como si estuvieran alcanzadas por las revelaciones del credo. Usted parece un Lenin con alzacuello desprovisto de la más revolucionaria aptitud: la tolerancia. Si la filosofía se alza para justificar crímenes, entonces debe ser repudiada.
—Eso es retórica, retórica arrugada como una plegaria. Desde hace unos años, usted devino hombre de ventanas antes que de puertas: se hizo contemplativo desdeñando la acción, señor Camus. Todas las formas del sojuzgar se nutren con conceptos como los suyos. ¡No pretenda dictar lecciones de libertad, precisamente a mí!
—Me acusa usted de moralista al tiempo que me arroja imperativos categóricos como anatemas. Sepa que, además de infame, la violencia nunca es original, resulta la más concurrida herramienta que utilizan los energúmenos. Debería abjurar de esos aspectos doctrinales: conviértase en un heresiarca, Jean-Paul.
—Su estrategia, Camus, es la del asno de Buridán: el inmovilismo. El último movimiento que usted hizo fue para transformarse en un fugitivo de la historia. Lo suyo resulta patético, con sus escrúpulos de pusilánime la más abyecta esclavitud todavía sería universal; como dijo su denostado Marx: “La violencia es la partera de la historia”.
—Eso es una superstición, y como bien dijo Voltaire, ella es la hija alocada de la religión. Otra vez estamos en el punto de partida; ¿quién dice cuándo y cómo y contra quién usar esa partera? ¿Es usted el supremo juez, caballero de la arrogancia?
—Los hombres concretos, históricamente situados, señor Sísifo.
—¿Es usted, acaso, el vocero de esos hombres? ¿Quién le otorgó semejante blasón, señor Goetz?
Para que los silencios no acallen la polémica, con modestia preguntamos: ¿Y si la gran Revolución fuera una Justicia final reconciliada con los principios: no sería una Justicia más justa y una ética más eficaz? ¿Es posible un pragmatismo revolucionario y no violento? Si bien el criterio de inexorabilidad de la historia ha colapsado, también es cierto que todo acaecer en ese ámbito es producto del obrar humano; por lo tanto, los hombres y la historia, los hombres en la historia, entre obediencias y rebeliones, la eterna dialéctica, contestarán. Al respecto, vale la pena advertir, en este fin de siglo desolado por el egoísmo, que sin solidaridad nos hundimos en una ceguera que se revuelca en sus propios desperdicios.[40]