PREFACIO

No deja de ser curioso que aun aspirando a esa intemporalidad que en general toda filosofía busca, mi filosofía del arte sea tan deudora de su momento histórico que resulte fácil pensar que su relevancia reside sobre todo en la relación que mantiene con el arte que la propició. Dicho arte era, a su vez, el producto de distintos movimientos de vanguardia de principios de los sesenta, sobre todo los radicados en la ciudad de Nueva York o sus alrededores. Cuesta imaginar, por otra parte, que ese arte pudiera haberse producido con anterioridad a esa fecha. Basta pensar, por ejemplo, en la célebre Caja Brillo de Andy Warhol, que ha ocupado un lugar tan destacado en mi pensamiento y mis escritos. Realizada y expuesta en 1964, constituía una apropiación de un envase comercial de cartón con apenas un año de vida. El diseñador del envase, artista a su vez, se inspiró en paradigmas estilísticos de la pintura abstracta de la época. «Brillo» era, a su vez, el nombre de una esponja jabonosa de reciente invención que prometía una especial efectividad en el abrillantado de las piezas de aluminio. Apenas habían pasado unos años desde que el producto se introdujera en el mercado norteamericano. Difícilmente la Caja Brillo hubiera podido anticiparse a aquello que le dio su significado. Es posible imaginar un objeto aparecido un siglo antes y en todo idéntico al que nos ocupa; dicho objeto, sin embargo, no se podría haber inspirado en los significados asociados que dieron pie a la Caja Brillo como obra de arte. Y no sólo ese mismo objeto no hubiera podido ser la misma obra de arte que sería luego en 1964; cuesta imaginar cómo en 1864 hubiera podido ser una obra de arte en modo alguno. Ya costó en 1964 que muchos la aceptaran como obra de arte y eso que, para entonces, se había abierto al menos una brecha para que determinada franja del mundo artístico pudiera aceptarla sin reservas como arte. Así pues, la pregunta que despertó inicialmente mi interés como filósofo era qué había hecho posible que algo se convirtiera en obra de arte en determinado momento histórico sin que hasta entonces hubiera podido aspirar a ese mismo estatus. Pregunta que, para empezar, planteaba el interrogante filosófico general de qué aporta la situación histórica al estatus artístico de un objeto.

De algún modo, la intemporalidad propia de la filosofía ha tendido a influir en el modo en que contemplamos la intemporalidad de los objetos que interesan a la filosofía. A mí siempre me pareció filosóficamente instructivo, sin embargo, imaginar qué sucedería si objetos muy de su momento histórico como la Caja Brillo fueran devueltos a una época muy anterior, como el célebre yanqui de Connecticut que Mark Twain imaginó trasplantado a la corte del Rey Arturo. Para la portada original de mi libro Más allá de la Caja Brillo, el ingenioso pintor Russell Conner tomó la famosa Lección de anatomía de Rembrandt y reemplazó el cadáver por la Caja Brillo, dando la impresión de que los circunspectos alumnos del doctor Tulp estaban siguiendo, en el siglo XVII, un discurso sobre arte de vanguardia de mediados del siglo XX. En los museos enciclopédicos de hoy a nadie le extraña pasar de una sala dedicada al arte holandés del XVII a una de arte norteamericano del XX. Cuando lo hacemos, sin embargo, arrastramos la yuxtaposición de obras de varios siglos y culturas en un solo espacio en el que éstas pueden «comunicarse» entre sí, como les gusta decir a los comisarios. Pero a aquellos para quienes pintaba Rembrandt les habría resultado del todo imposible acomodar la Caja Brillo en su concepto del arte. En 1917, Marcel Duchamp presentó un «readymade asistido» —a efectos prácticos, un urinario— a una exposición teóricamente sin jurado, pero que tenía un comité de selección de obras que la rechazó argumentando explícitamente que no era arte. En el mundo artístico de 1917 había sectores capaces de aceptar los readymades de Duchamp, pero estaba claro que el comité de la Sociedad de Artistas Independientes, patrocinadora de la exposición, no era uno de ellos. De manera muy parecida, para muchos sectores del mundo artístico de 1964 la Caja Brillo ni siquiera era arte. Pero ni existió ni podría haber existido ningún sector del mundo artístico del París de 1864 —o del Amsterdam de 1664— capaz de acoger a la Caja Brillo. Cierto que en 1864 el concepto de arte se estaba empezando a flexibilizar lo bastante como para que Déjeuner sur l’herbe de Manet fuese aceptada como arte, aunque para la mayoría de sus espectadores en el reciente Salon des refusés constituyera una perversión de la idea misma de arte. Como escribió Heinrich Wollflin, no todo es posible en cualquier momento. En ese sentido de imposibilidad histórica, la Caja Brillo, aun siendo teóricamente posible como objeto, no era posible como arte mucho antes del momento de su realización. (Recordemos que la Caja Brillo estaba hecha de contrachapado industrial, inexistente en 1864 y no digamos ya en 1664, y estaba pintada con tinta de serigrafía, que casi con toda seguridad tampoco existía entonces. Los filósofos pasan por alto estas cuestiones sin pestañear cuando llevan a cabo esta clase de «experimentos mentales». Un objeto como el que conforma la Caja Brillo podría haber causado estupefacción, de modo parecido a los cocos hallados en las playas de la Europa medieval.)

FIGURA 1. Russell Conner, Imagen de portada para Más allá de la Caja Brillo.

El contenido puede perderse en el tránsito temporal.

Estas reflexiones no sólo nos hacen dudar de la intemporalidad del arte, sino que, de manera mucho más inmediata, cuestionan el modo en que debemos abordar las obras de arte desde una óptica crítica y estética. Tendremos que considerar formalista al enfoque crítico que asuma que todo lo pertinente a la hora de afrontar una obra de arte deba estar presente y accesible en cualquier momento de la existencia de dicha obra. Existe una postura en la filosofía del arte que podríamos considerar análoga al internalismo en las filosofías del pensamiento y el significado. Las obras de arte, por supuesto, cambian físicamente con el tiempo, a veces de modo radical: pigmentos que se diluyen, estatuas que pierden apéndices como brazos y piernas. Y a veces la información pertinente para la identificación e interpretación de una obra cae, simplemente, en el olvido: desconocemos la identidad de las personas que aparecen en los retratos antiguos; los individuos que conocían las claves para leer ciertos signos y símbolos murieron sin transmitir ese conocimiento a otros. Ya no podemos leer los grabados de Pieter Bruegel como probablemente lo hicieron sus contemporáneos, o algunos de ellos. Hay palabras cuya única aparición en el idioma inglés corresponde a una de las obras de Shakespeare, con lo que, si se hubiera perdido el manuscrito, ni siquiera los especialistas habrían tenido forma de conocer esos vocablos perdidos. La relación entre obra y manuscrito es metafísicamente delicada y, desde luego, no es una cuestión de identidad estricta. De modo que los cambios sufridos por las obras de arte en cuanto objetos físicos son en realidad puramente contingentes. Si decimos que nada fuera de la obra de arte resulta pertinente a la hora de entenderla crítica y estéticamente, nos estaremos refiriendo a la obra de arte en tanto que ésta se distingue del objeto físico. El internalismo en arte consiste en adoptar una actitud según la cual todo lo pertinente para la apreciación está idealmente al alcance del ojo del crítico en todo momento, y eso es lo único pertinente para experimentar el arte como tal.

Es la obra de arte en ese curioso sentido, como algo distinto al objeto físico, la que yo imagino transportada a un momento histórico anterior: la Caja Brillo como una especie de diseño formal. Pero lo que se perdería en ese tránsito imaginario es eso a lo que yo me he referido aquí como los significados que dan vida a la obra. Porque el significado se basa en la conexión del arte con el mundo, y las relaciones entre el diseño y el mundo son históricas. El sustantivo «Brillo», por ejemplo, nombra un producto de uso doméstico, inventado y patentado en cierto momento. Antes de eso no era más que ruido o unos trazos escritos o, en el mejor de los casos, una especie de latinajo. En la Caja Brillo aparece una marca, consistente en un círculo con una «u» inscrita en el centro. Es un logo empleado para dar a entender que el producto que lo lleva está certificado como kosher por la Unión de Rabinos Ortodoxos de Jerusalén, fundada tras la creación del Estado de Israel. Brillo era kosher en 1964, pero ha dejado de serlo, razón por la cual los envases de Brillo de los supermercados ya no tienen derecho a exhibir el logo. El logo ¿forma parte del diseño o no? Dejaré que los formalistas se ocupen de eso. Mucho más importante es que, como ya se ha dicho, la propia Caja Brillo mantenga una relación de «apropiación» con respecto a los envases empleados para expedir Brillo de las fábricas a los distribuidores y de éstos a los supermercados desde mediados de los sesenta a finales de los noventa, cuando el diseño de los envases cambió. Y aún más importante es que el interés y la importancia de la Caja Brillo mantenga unos lazos tan estrechos con las actitudes artísticas imperantes de principios a mediados de los sesenta, sobre todo en Manhattan. En parte, lo que entonces posibilitó que fuera arte fue el que esa atmósfera histórica y teórica definiera lo históricamente posible. En 1964, cuando publiqué «The Art World» en Journal of Philosophy —texto que sentó las primeras bases de mi filosofía— mi tesis era que, para poder contemplar la Caja Brillo como arte, se necesitaba saber algo de la historia y la teoría que definía el mundo artístico relevante de entonces. En aquella época había muchos mundos artísticos, incluso en Nueva York. No pretendo equiparar arte y mundos artísticos; me permito insistir, sin embargo, en que el estatus de la Caja Brillo como obra de arte dependía de factores externos que sólo se dieron a las puertas de 1964.

Me hubiera gustado decir algo sobre la pertinencia de estas consideraciones históricas a la hora de hablar del concepto de arte, pero creo más conveniente decir antes algo sobre el concepto de arte en sí. A menudo se ha dicho que los griegos, con quienes arrancó la filosofía del arte en Occidente, no tenían en su vocabulario un término para nombrar al arte. Sí tenían, en cambio, un concepto de arte, que abarcaba un gran número de esos mismos objetos que hoy consideraríamos obras de arte. Una definición del arte que excluyera la escultura griega o el teatro griego sería inaceptable ipso facto. Al mismo tiempo, los griegos sabían que ciertas propiedades características de esos objetos no formaban parte del concepto de arte, aun estando presentes por todas partes. Me refiero, en primer lugar, a las propiedades miméticas: se creía que la estatuaria griega se asemejaba a sus modelos, del mismo modo en que se creía que las tragedias griegas se asemejaban a ciertos episodios históricos de las vidas de sus protagonistas. La técnica de la semejanza determinó, es cierto, una historia progresiva en las principales artes miméticas que han llegado hasta nosotros: la escultura y el teatro. Fue un progreso definido en pos de la verosimilitud, desde las arcaicas figuras de Apolo hasta figuras tan parecidas a los seres humanos que existía una genuina posibilidad de ilusión. Esta posibilidad debió de desempeñar un importante papel en las formas de vida griegas, especialmente en el culto religioso, donde las estatuas de dioses y diosas eran tan convincentes que muy posiblemente se pudiera creer en la presencia misma de las deidades, especialmente en la atmósfera de humo y penumbra de los interiores de los templos. Según cuenta Nietzsche al narrar los inicios de la tragedia, llegaba un momento en que los oficiantes creían que el actor principal estaba realmente poseído por un dios: el coro podía sentir, por ejemplo, que Dioniso estaba entre ellos. No resulta inverosímil pensar que las estatuas de los dioses pudieran, en los templos consagrados a su culto, dar pie a situaciones similares. Al fin y al cabo, la «presencia mística del santo en el icono» ha sido una creencia muy extendida en la ortodoxia griega, en la que desempeñó un papel fundamental durante las virulentas controversias iconoclastas de Bizancio en el siglo VIII. Pero la calidad artística no se juzgaba dependiente de los diferentes grados de verosimilitud: es decir, nadie creía que Esquilo fuese inferior a Eurípides. De manera que Sócrates, en su famosa polémica, pudo insinuar que la verosimilitud no formaba parte del concepto de arte, aun teniéndose en muy alta estima en la época. Para el concepto griego de arte, sin embargo, era fundamental que el arte representase cosas. En cambio, los grados de verosimilitud en la representación mimética eran a medias una cuestión de gusto y a medias una cuestión de función, y Platón tenía clarísimo que había otros modos de representación además de la mimesis, por mucha verosimilitud que esta última pudiera arrojar. Para los griegos, la idea de representación era notablemente abstracta y general. Como también lo es, por supuesto, la mía al proponer a la representación como parte de la definición del arte. He puesto el énfasis en la representación al considerar cómo es posible distinguir como arte algo que se asemeja tan profundamente a algo que no es arte en absoluto. El arte de los sesenta fue el desencadenante de mi reflexión, pero ésta aspira a ser universal e intemporal.

Veamos otro ejemplo. Del siglo XVIII hasta principios del XX se dio por sentado que el arte debía poseer belleza. Tanto es así que la belleza habría figurado entre las primeras cosas que cualquiera nombraría en relación con —cómo no— les beaux-arts. Cuando Roger Fry organizó sus grandes exposiciones de arte postimpresionista en la Grafton Gallery de Londres en 1910 y 1912, el público se escandalizó no sólo por el desprecio a la verosimilitud, característico de buena parte del movimiento moderno, sino por la patente ausencia de belleza. Para defender el nuevo arte, Fry argumentó que sería considerado feo hasta que se lo viera como bello. Ver su belleza, insinuó, requería educación estética; con el paso del tiempo su belleza saldría a la luz. Es indudable que a veces llegamos a percibir una belleza que al principio nos era esquiva. Pero supongamos que eso no pasa. ¿Querría eso decir que estamos ciegos para esa belleza o bien que hemos cometido el error de presuponer que el arte debe ser bello? Eso que a lo largo de este libro denominaré como Vanguardia Intratable abjuró de la belleza. Pienso en primer lugar en el dadá, que se negó a crear objetos hermosos para gratificar a quienes consideraba responsables de la Gran Guerra. En sus diálogos con Cabanne, Duchamp muestra su desprecio por lo que llama «vibración retinal», que el arte desde Courbet se supone debía inducir en los espectadores. Él prefería el arte intelectual, sin gratificaciones sensoriales de ninguna clase. En mi opinión, la Vanguardia Intratable dio un inmenso paso adelante filosófico. Contribuyó a mostrar que la belleza no era consustancial al concepto de arte y que una cosa podía seguir siendo arte independientemente de que la belleza estuviera presente en ella. El concepto de arte puede requerir la presencia de algunos rasgos, entre los cuales está el de la belleza, pero también otros muchos, como la sublimidad, por citar otro rasgo muy debatido en el siglo XVIII. De momento a esos rasgos los llamaré pragmáticos, a fin de distinguirlos de los semánticos, ejemplificados por la mimesis, por emplear el vocabulario de la Teoría de los Signos de Charles Morris, que desempeñó un importante papel en el auge del positivismo lógico. Las propiedades pragmáticas tienen por objeto disponer al público a experimentar sentimientos de una clase u otra respecto a lo que la obra de arte representa. En un momento dado Morris comenta que eso que él llama pragmatismo en el pasado se denominaba retórica, y la retórica era una de las disciplinas fundamentales de la época clásica. La función pragmática de la belleza podría ser inspirar amor por lo que muestra una obra de arte, y la función de la sublimidad inspirar terror. Pero hay muchísimos otros casos, como la repugnancia, para inspirar asco o el ridículo, para inspirar desprecio. O la lubricidad, para suscitar sentimientos eróticos. Hasta cierto punto, las propiedades pragmáticas corresponden a eso que Frege llama «color» —Farbung— en su teoría del significado.

La gama de rasgos pragmáticos es mucho más amplia de lo que el canon de textos sobre estética realmente abarca, al igual que la gama de rasgos semánticos incluye mucho más que las representaciones miméticas. Pero lo que a mí me interesa ahora es, sencillamente, tomar unos pocos componentes que figuran, o podrían figurar, en el análisis conceptual del arte y poner de relieve la estrechez con que se ha interpretado el concepto en la bibliografía filosófica y crítica dedicada al arte. Una definición filosófica del arte se debe formular en los términos más generales posibles, para que todo aquello que alguna vez haya sido o pueda llegar a ser una obra de arte entre dentro de sus límites. Debe ser lo bastante general como para inmunizarse ante los contraejemplos. Y aunque semejante formulación quede fuera de mi alcance, ése ha sido el principal vector de mi filosofía del arte, mi compromiso desde el primer día. Y todo gracias, precisamente, a que yo tratara el arte de mediados de los sesenta. Fue una época en la que buena parte de lo que se había considerado parte integrante del concepto del arte sencillamente desapareció del mapa. No sólo la belleza o la mimesis: casi todo lo que había ocupado un lugar de relieve en la vida del arte se eliminó de cuajo. La definición del arte se iba a tener que erigir sobre las ruinas de lo que se había creído que era el concepto del arte en los discursos anteriores. Lo cual me lleva de vuelta a mi paradigma.

Desde el principio lo que despertó mi interés por la Caja Brillo no sólo fue qué la convertía en arte, sino cómo era posible que, siendo una obra de arte, los objetos exactamente iguales (o casi) a ella, esto es, el conjunto de envases diseñados para contener esponjas Brillo, no lo fueran. Sin duda, es algo intrínseco a la interpretación de esta fase en la obra warholiana su uso de los logos del arte comercial con propósitos artísticos. Pero Warhol, reconozcámoslo, podría haber hecho arte con cualquier cosa, siempre y cuando los elementos procedieran del ámbito de los objetos no artísticos. En 1964, por ejemplo, había empleado fotografías policiales de los criminales más buscados, así como fotografías periodísticas de catástrofes aéreas, suicidios y accidentes automovilísticos. Sin duda, existe algo que podemos llamar «estilo» Warhol, que determina cuáles, de entre el inmenso número de cosas que podía haber tomado para hacer arte, utilizó finalmente para hacer arte. En todo caso, a mí lo único que me hacía falta de su arte es que existieran ejemplos de cosas que no eran arte, siempre que se parecieran tanto al arte como la Caja Brillo se parecía a las cajas Brillo corrientes. A partir de ahí me vino la idea de unos duplos indiscernibles, uno de los cuales sería arte y el otro no, que me permitieran interrogarme qué hacía que uno de ellos fuera una obra de arte y el otro, simplemente, una cosa. La idea se reveló como una poderosa herramienta para la investigación conceptual que yo necesitaba hacer. De poco me hubiera servido ese instrumento, sin embargo, antes de que la posibilidad se diera realmente en la práctica artística.

Debo reconocer que en el mundo artístico de los sesenta podría haber encontrado ejemplos de estos duplos por doquier. Fluxus, por ejemplo, usaba la comida como arte. Los minimalistas usaban secciones de edificios prefabricados y otros productos industriales. Artistas pop como Lichtenstein ampliaban las viñetas dibujadas en el interior de los envoltorios de chicle y las presentaban como pintura. El conceptualista Dennis Oppenheim cavó un agujero en una montaña cerca de Oakland, California, y lo presentó como escultura imposible de trasladar a un museo. Ya en 1969 los conceptualistas podían considerar cualquier cosa como arte y estaban dispuestos a considerar a cualquiera como artista, de manera muy similar a lo que poco después propondría Joseph Beuys. Se podrían encontrar ejemplos en la danza, especialmente en el Judson Group, donde un baile podía consistir en alguien sentado en una silla; y en la música de vanguardia, que refutó la distinción entre sonidos musicales y no musicales. La vanguardia de los sesenta quiso franquear la barrera entre vida y arte. Quiso borrar la distinción entre arte elevado y vulgar. Para cuando la década tocaba a su fin, quedaba muy poco en pie de lo que antes se habría considerado como parte del concepto de arte. Fue un período de espectacular demolición filosófica. ¡Afortunado aquel que en aquella mañana siguiera con vida!

Mi propia filosofía, indudablemente, era muy de la época, aunque yo sólo me diera cuenta en parte de lo que estaba sucediendo; y, lo que es aún más indudable, nadie en el mundo del arte —o en el conjunto de mundos del arte que convivían entonces— estaba al tanto de mis actividades filosóficas. Sólo en fecha reciente ha empezado a aparecer «The Art World», de 1964, en las antologías de documentos sobre historia del arte de aquellos años. Las estructuras con las que yo trabajaba, sin embargo, eran en buena parte las de la filosofía analítica. Mi libro Analytical Philosophy of History estaba en la imprenta en 1964 y las ideas de ese libro marcaron el modo en que yo lo pensaría todo. En ese libro, por ejemplo, yo sostenía, a través de una serie de análisis verdad-condición, que los significados de los acontecimientos históricos permanecen invisibles para quienes los están viviendo. Tesis externalista a la que yo mismo daría continuación al analizar el concepto de una obra de arte: la tesis según la cual aquello que convierte a un objeto en obra de arte es algo externo a él.

Pero volvamos a la situación filosófica en el arte de entonces. Tras reflexionar sobre lo que hizo de aquel momento algo tan especial, se impone aclarar dos cosas. La primera es que, una vez se ha proclamado que cualquier cosa puede ser una obra de arte, de poco sirve preguntarse si esto o lo otro pueden serlo, ya que la respuesta será siempre afirmativa. Tal vez no sean obras de arte, pero podrían serlo. De modo que —segundo punto— ahora la pregunta más urgente se referirá a si es ése el caso, si son obras de arte. Es decir, que de golpe se nos ha vuelto imprescindible disponer de una teoría del arte, más imprescindible de lo que nunca pareció ser. Asimismo, es obvio que ninguna teoría previa del arte puede sernos de gran ayuda, ya que ninguna se formuló en una situación como la que dibuja el mundo artístico de los sesenta, un mundo en el que cualquier cosa, por banal que fuese, podía ser una obra de arte. El único medio de alcanzar esa generalidad que toda filosofía exige era afrontar la latitud extrema a la que tan destacado lugar concedieron los sesenta. Fueron, pues, días inmejorables para ser filósofo del arte.

Mi propio trabajo en este maravilloso terreno se vio inspirado por dos pensamientos interrelacionados de Hegel. El primero es aquel según el cual la filosofía adecuada para una forma de vida sólo puede dar verdaderamente comienzo cuando dicha forma de vida ya ha envejecido: «Cuando la filosofía peina canas, es que una forma de vida ha envejecido», escribe, elegíaco, en La filosofía del Derecho. Creo que sólo cuando la historia del arte llegue a su término podrá dar verdadero comienzo la filosofía del arte. Y será así porque hasta entonces la filosofía no estará en posesión de todas las piezas que necesita para construir la teoría. Pero eso lleva a mi segundo pensamiento, basado hasta cierto punto en la gran obra de Hegel, La fenomenología del espíritu. Este libro adopta la estructura, como una vez sugirió el filósofo americano Josiah Royce, del Bildungsroman. El Espíritu, o Geist, como Hegel llama a su objeto, experimenta a lo largo de la obra la educación a través de la cual acaba descubriendo su propia identidad. Ésa es la clase de Bildung que interesaba a Hegel y que nos interesa a todos cuando mediante la experiencia nos encaminamos hacia el aprendizaje de lo que realmente somos. Me gusta pensar en la historia del arte también como Bildungsroman, en el que Kunst, el arte, va descubriendo paso a paso su propia identidad. La filosofía es la conciencia cambiante de esa historia por cuanto en cada etapa sale a la luz una pieza del puzzle y la filosofía asume que se trata de Kunst. Pero, como sucede en la Fenomenología, con frecuencia eso es parcial y erróneo. Al progreso no le faltan obstáculos. Las aventuras y desventuras de Kunst no constituyen la historia del arte, que ha sido competencia de la disciplina del mismo nombre, sino la historia filosófica del arte, que, de hecho, es la historia de la filosofía del arte. Esta historia alcanza una nueva cota en los sesenta, cuando finalmente se pone de manifiesto que todo es posible como arte. Eso es lo que significa, en el sentido con que yo la he empleado, la expresión «fin del arte». Ahora estamos en disposición de dar una respuesta a la cuestión de la identidad de Kunst con la certeza de que no podrá ser abolida por la futura historia del arte. Y eso es lo que debe verificarse en toda definición filosófica.

En este prefacio he mencionado dos condiciones que contribuyen a especificar esa identidad. Una es que, para ser arte, el arte debe representar algo, es decir, debe poseer alguna propiedad semántica. Buena parte de mi libro La transfiguración del lugar común está dedicada a demostrarlo. Me gustaría añadir que una segunda condición es poseer algunos de esos rasgos que yo he llamado aquí pragmáticos, pero no tengo la certeza de que sea cierto. Y no la tengo porque albergo mis dudas respecto al papel que desempeñan, si es que lo hacen, las propiedades pragmáticas en el arte actual. En cambio, éstas gozaron de un enorme protagonismo en el arte del pasado, cuando se utilizaban para dar respuesta a la pregunta, en caso de que alguien la formulara, de para qué sirve el arte.

Mi pertenencia a mi propio momento histórico explicaría por qué nunca he mencionado, y menos aún tratado de contestar, esta pregunta, así como que raramente haya tomado en consideración en el análisis del arte el papel que desempeñan, si es que lo hacen, la belleza y similares. Eso se explica en parte por las circunstancias históricas en las que nació mi filosofía del arte: la vanguardia artística de los sesenta dio la espalda a la estética con casi idéntica firmeza como la vanguardia filosófica dio la espalda a la edificación del espíritu. Ambas pretendían ser «cool». Y, en términos de filosofía del arte, considero que fue un movimiento positivo, que ayudó a separar la filosofía del arte de la estética, siempre tan entremezcladas. Pienso que hemos desarrollado suficientes inmunidades como para replantearnos qué hace, después de todo, que el arte sea algo tan significativo para la vida humana: para mí ése es, ahora, el asunto prioritario. Escudándome en todo lo que he aprendido, puedo volver a manipular, con los largos fórceps de la filosofía analítica, propiedades tan tóxicas como la sublimidad, la belleza y similares. Seguramente hay buenas razones para que la belleza haya sido la propiedad pragmática paradigmática en la historia del arte, y su atrincheramiento en el discurso justifica más que de sobra el énfasis que pienso darle en este libro.

Cuando empecé a considerar con detenimiento el proyecto de elaborar una definición del arte, la filosofía del arte estaba dominada por dos grandes tesis: que una definición semejante no era posible y que una definición semejante no era necesaria. La segunda era, en buena medida, una respuesta wittgensteiniana a la primera. Pero como pasa tan a menudo con Wittgenstein, su postura presuponía una estabilidad en el conjunto de cosas denominado mediante una expresión determinada —en este caso, «obra de arte»— que hiciera esperable que los hablantes de la lengua fueran en general capaces de reconocer ejemplos de obras de arte. La primera tesis, en cambio, se basaba en el inmenso pluralismo que empezaba a reinar en el arte: tantas cosas se habían vuelto posibles como obras de arte que ya no parecía posible definición alguna. El conservador punto de vista wittgensteiniano peligró casi desde el momento en que se enunció. Y hoy sabemos que sólo cuando nuestras conciencias asumieron el pluralismo radical se hizo finalmente posible una definición. Esta definición debe consistir en propiedades que estén siempre presentes, por distintas que puedan llegar a ser las clases de obras artísticas, como por ejemplo sucedió en la Whitney Biennal de 2002. Evidentemente, semejante pluralismo era imposible de prever cuando los seguidores de la filosofía de Wittgenstein empezaron a aplicarla a la filosofía del arte. Sólo cuando se instaura el pluralismo como tal se puede al fin hacer filosofía del arte de un modo transhistórico. Así, plantearse como objetivo una filosofía intemporal del arte sólo es posible en un momento como el actual, que después de todo es único en la historia del arte. Sólo prestando una gran atención al arte de mi momento histórico he podido soñar en una filosofía del arte válida para todos los momentos históricos.

Esto me lleva a un tercer pensamiento de Hegel. Todos somos hijos de nuestra época, escribe, pero es tarea de los filósofos comprender la suya en términos de pensamiento. Desde los años sesenta, y desde los ochenta de un modo compulsivo, he procurado convertir mis experiencias en el mundo artístico en filosofía. Eso sólo es posible hacerlo si uno vive la época en cuestión; este libro será, pues, algo más personal y confesional de lo que suele esperarse de la filosofía y más abstracto de lo que suelen ser las confesiones. Existe una tradición de confesión meditativa en la literatura filosófica, pero quisiera ante todo que nadie piense que este libro aspira a cualquier autoridad académica. Su autoridad, de tenerla, estaría en otra parte. He prescindido de las notas a pie de página, las cuales, salvo en los escritos más académicos sobre arte, constituyen una façade de autoridad impostada. Ojalá el lector lo lea como un relato de aventuras, con algunos argumentos y distinciones filosóficas recogidos como trofeos en mis encuentros con la vida del arte de nuestro tiempo.

ARTHUR C. DANTO
Nueva York, 2002