
Una campanilla sonó con fuerza. ¡Tilín, tilín, tilín!
–¡Bajadme enseguida de aquí! –gritó Ravi–. ¡Ya sabéis que no me gusta estar tan alto!
El chico pendía del pie de una cuerda que estaba atada a la rama de un árbol, y se balanceaba cabeza abajo a un metro del suelo.
–¡Hurra! ¡Funciona! –exclamó Minerva.
Ravi hizo un mohín: no compartía en absoluto la alegría de su mejor amiga. Es más, estaba bastante molesto. Se cruzó de brazos y bufó:
–Bueno, ¿me bajáis o no?
–Ya te dije que funcionaría –se regocijó Thomasina ignorándole. Sujetaba un libro abierto y observaba una página–. Es igualito al dibujo, ¿no te parece, Minerva?

–Eh, os advierto que me estoy empezando a marear... –volvió a intentar Ravi.
Minerva escudriñó la página.
–Mmmm... La postura es idéntica –coincidió Minerva–. Pero en el dibujo la víctima está colgada sobre un foso lleno de serpientes venenosas...
–Qué pena que en Cornualles no haya serpientes venenosas –suspiró Thomasina.
«¡Esto ya es el colmo!», pensó Ravi.
–¡Ya me he hartado de estar así! –estalló–. ¡La trampa funciona, soltadme ya!
Las dos chicas se miraron.
–¿Qué dices? ¿Lo soltamos? –preguntó Thomasina.
–Bueno. Si no lo hacemos nosotras, se quedará aquí para siempre –contestó Minerva mirando alrededor.
Efectivamente, la zona estaba más bien desierta. Se encontraban en el páramo de Bodmin, el lugar más agreste y solitario de Cornualles. Hasta donde alcanzaba la vista, solo se veían colinas cubiertas de brezo violeta, salpicadas por motas de genistas amarillas, y algún arbolito raquítico. Soplaba un viento tan fuerte que parecía querer llevarse todo por delante para dejar solo las piedras grises que afloraban aquí y allá formando extrañas esculturas moldeadas por la lluvia. En aquel lugar había muy pocos caminos y ningún pueblo, solo había ruinas y alguna mina abandonada. Sus únicos habitantes eran las ovejas y los potros salvajes, además de los patos, los pájaros migratorios y las ranas.
–¡Eh, vosotras, dejaos de cháchara y bajadme! –gritó Ravi sacudiéndose como una anguila.
–No si usas ese tono tan maleducado –replicó Thomasina.
Ravi la fulminó con la mirada. No paraba de discutir con ella. Hacía unos días se le había ocurrido la loca idea de fabricar todas las trampas que había en sus libros de aventuras preferidos. «Tenemos que proteger nuestro escondite», había sentenciado. Al principio, a Ravi le pareció buena idea, pero aún no sabía que siempre le tocaría a él probar la trampa. A decir verdad, lo echaban a suertes: Thomasina arrancaba tres briznas de hierba y las sujetaba dentro de su puño. Pero a Ravi siempre le tocaba la más corta, como aquella tarde.
–¡Estoy harto de tus trampas! –protestó el muchacho.
Las habían probado de todas las clases: con trampilla, con cuerdas en tensión, con hoyos excavados en el suelo y cubiertos de ramitas y hojas...
Minerva se sintió en el deber de intervenir para poner paz entre aquellos dos:
–Tú sabes tan bien como nosotras que nos tenemos que defender de la banda de Gilbert –recordó a Ravi–. Ahora está fuera, pero volverá pronto y nosotros estaremos preparados.
–Y no es solo por él –intervino Thomasina–. El escondite del Club de las Lechuzas tiene que ser inexpugnable.
–Vale, ¡pues la próxima trampa la pruebas tú! –sentenció Ravi–. Yo no quiero saber más del asunto.
Thomasina volvió a meter el libro en el bolso que siempre llevaba consigo, sacó unas tijeras y cortó la cuerda que aprisionaba el pie de Ravi.
–¡No! Esper... –empezó a decir Ravi. Pero no pudo decir nada más porque se precipitó al suelo como un saco de patatas. Afortunadamente, un buen matorral de brezo amortiguó la caída.
–¡Lo has hecho aposta! –gritó furioso mientras se ponía de pie.
Thomasina se encogió de hombros.
–Pensaba que querías que te soltara –replicó.
–¿Os apetece merendar? –propuso Minerva antes de que aquellos dos empezaran a pelearse.
La propuesta fue mano de santo: el aire del campo y el movimiento daban un hambre terrible.
Colocaron de nuevo la cuerda tensionada, con la campanilla colgando, y la sujetaron al suelo con un mecanismo listo para accionarse si alguien lo pisaba. Así atraparían a un eventual intruso. Luego se dirigieron hacia su escondite, la torre ovalada que se entreveía levemente detrás de la primera loma. Se llamaba Torre Lechuza, tal vez por la pequeña lechuza de grandes ojos redondos esculpida encima de la puerta.
–¿Echamos una carrera a ver quién llega primero? –propuso Minerva. La vasta extensión del páramo siempre le daba ganas de correr.
–¡Vale! –gritó Thomasina echando a correr con todas sus fuerzas.
–Eh, no vale, aún no había dicho «listos» –protestó Minerva lanzándose tras ella y adelantándola.
Ravi, en cambio, siguió andando y de vez en cuando se masajeaba el trasero, que se había golpeado al caer. Mientras, observaba a esas dos amigas suyas tan locas.
Minerva iba a la cabeza y corría a toda velocidad gritando y moviendo las piernas y los brazos como un animal. Era muy deportista: corría, subía a los árboles como una ardilla, nadaba como un pez y remaba sin cansarse nunca. Había aprendido a hacerlo todo sola y a apañárselas en todo tipo de situaciones. No tenía miedo de nada, ni siquiera de no tener a sus padres, pensó Ravi observando su maraña de rizos pelirrojos que subían y bajaban mientras corría.
Pero Thomasina no se quedaba muy atrás. Ravi no entendía cómo podía correr con ese bonito vestido tan emperifollado que le dificultaba los movimientos y los zapatitos de charol con cierre en el tobillo. Sin embargo, corría como el viento sin dejar de estar impecable y muy elegante, sin la menor mancha o arruga en su ropa.
–¡Gané! –gritó Minerva mientras se tiraba al suelo delante de la puerta de la torre.
Los tres amigos habían provisto su nuevo escondite de todo lo necesario y estaban muy orgullosos. La planta baja aún estaba vacía, pero después de subir los empinados escalones de piedra se encontraron en una estancia bastante más acogedora. Con las bicicletas habían traído todo lo que necesitaban: sacos de dormir, linternas, una lámpara de petróleo y unos prismáticos; chubasqueros y botas de agua de repuesto; un botiquín de primeros auxilios. También había tres tirachinas que Minerva había fabricado, listos para su uso. Ni siquiera faltaban los útiles necesarios para barrer y mantener limpio el escondrijo.
–¡Aaah! –suspiró Ravi mientras se dejaba caer sobre uno de los coloridos cojines de terciopelo y seda que cubrían el suelo. Thomasina los había traído uno a uno de su lujosísima casa.
–¿Pan y queso para todos? –preguntó Ravi abriendo la cesta de picnic en la que guardaban las provisiones.
Sus amigas se sentaron a su lado y untaron sobre gruesas rebanadas de pan un delicioso queso de la tierra, tierno y cremoso, envuelto en hojas de ortiga. Comieron con avidez, bebiendo zumo de arándanos rojos.
A su alrededor se amontonaban los libros de aventuras de Thomasina y ejemplares antiguos del periódico local, el Cornish Guardian. También habían rescatado una vieja radio a pilas, toda una antigüedad que solo sintonizaba las emisoras locales, como la independiente Pirate FM, que era su preferida y retransmitía noticias curiosas.
En ese momento estaba encendida y emitía una alegre musiquilla entre las viejas paredes de la torre. De repente, las notas se interrumpieron y una voz grave anunció:
–El célebre delincuente Cain North escapó ayer de la cárcel de máxima seguridad de Darkmoor. Atención: es muy peligroso. Se aconseja a los ciudadanos que se mantengan alejados de él... Y ahora, la información del tiempo.
Minerva apagó la radio y miró a sus amigos. Tenía toda la cara manchada de queso.
–¡Eh, ese nombre me suena! –exclamó–. Estaba en el periódico que la señora Flopps leía esta mañana en el desayuno.
Thomasina sacó de su bolso el Cornish Guardian del día. En la portada destacaba el nombre de Cain North en letras grandes, y también estaba su foto.
–¡Tienes razón, es él!
–Madre mía, qué mala pinta tiene –dijo Ravi con un escalofrío.
Minerva observaba la foto, pensativa.
–Darkmoor no está lejos de aquí –masculló–. Me pregunto si...
Thomasina se entusiasmó inmediatamente.
–¿Quieres decir que podría ser un nuevo caso para el Club de las Lechuzas? –exclamó dando palmadas–. ¡Podríamos capturarlo y entregarlo a la justicia!
Su bonita cara, enmarcada por tirabuzones rubios, ardía de impaciencia. Se aburría tanto últimamente... Ahora ya tenían listo el escondite, pero no habían conseguido avanzar en la resolución del misterio de los orígenes de Minerva. Es más: se habían estancado. Habían examinado cientos de veces, sin resultado, todas las pistas que estaban en la bolsa de viaje, esa en la que encontraron a Minerva en la estación Victoria de Londres.
Ravi se puso blanco como una pared.
–¿No estaréis pensando ahora en poneros a capturar peligrosos criminales fugitivos?
Minerva parecía bastante tentada.
–Tal vez podríamos...
–¡Ni hablar! –exclamó Ravi, tajante–. Ya habéis oído lo que han dicho por la radio: se trata de un delincuente peligroso...
–Pero siempre es mejor que no hacer nada, ¿no? –objetó Thomasina. Ella no podía estar ni un día sin vivir alguna aventura. Miró por la ventana, como si esperase avistar al peligroso fugitivo que había llegado para acabar con la monotonía.
Las vistas desde las ventanas de la torre eran magníficas: al oeste se divisaban la costa atlántica y Tintagel, el castillo del mítico rey Arturo; al este, las oscuras colinas de High Moore, y al fondo, Brown Willy, el punto más alto de Cornualles. Para llegar hasta allí hacían falta cinco horas de camino, reservas de agua, un chubasquero y unas buenas botas.
–Cómo me gustaría que pasara algo interesante –susurró Thomasina ante esas maravillosas vistas.
Y, efectivamente, pasó algo. ¡Tilín, tilín, tilín!, sonó la campanilla con fuerza.
Thomasina se dio la vuelta de golpe para mirar a Minerva.
–¡Nuestra trampa se ha disparado!