PRÓLOGO

Prologar el libro de una persona que cuando me escribe comienza siempre sus cartas con «Querido Maestro», con «m» mayúscula, no es fácil. Lo es menos todavía si se es consciente de que esta «alumna» sabe mucho más que el maestro. Y la cosa se complica si uno admite que no se le da bien escribir prólogos. Pero cuando María del Mar me lo propuso, rápidamente le contesté que sí. ¿Por qué lo hice? Para entenderlo he tenido que leer el libro que ella me mandó en PDF: lo hice porque respondí con el corazón, porque quiero mucho a Mar, por lo menos tanto como ella me quiere a mí.

Pero ahora debo escribir el prólogo y para esto no basta el corazón, debo utilizar también la razón. Y la razón me sugiere que introduzca las observaciones de Mar y que subraye algunas de sus ideas gracias al consejo de mis maestros.

¿DE QUIÉN SON LOS HIJOS?

El 21 de septiembre de 1976, en Almá-Atá, en la Unión Soviética, antes de la caída del Muro de Berlín, el pedagogo italiano Mario Lodi empezó una conferencia con estas palabras: «El niño no es propiedad ni de la familia, ni de la escuela, ni del Estado. Cuando nace tiene derecho a la felicidad». Me parece un buen programa educativo para padres, maestros y administradores públicos. Los niños no son de nuestra propiedad, sino que son soberanos, y tienen derecho a ser felices.

Cada una de estas afirmaciones acarrea consecuencias. Si mi hija, o mi hijo, no son de mi propiedad, significa que yo, como padre, no tengo la autoridad de decidir por ella o por él. Pero, ya que tengo que tomar muchas decisiones en su nombre, deberé tratar de conocer y de tener en cuenta sus aspiraciones, sus deseos y sus capacidades, y de no olvidar nunca que el objetivo de las decisiones que yo tome es su felicidad. Esto, repito, vale para padres, para maestros, para alcaldes y también para los políticos que gobiernan nuestro país.

CUANDO LOS HIJOS SUPERAN A LOS PADRES

Recuerdo con emoción y ternura el día en que le pedí a mi hijo mayor, que debía de tener unos catorce o quince años, que me ayudara a mover un objeto pesado, y me di cuenta de que era más fuerte que yo. Recuerdo que aquel día me sentí orgulloso. Desde entonces, mis hijos me han ayudado a resolver problemas prácticos, a responder preguntas sobre varias cuestiones difíciles para mí y que ellos conocían bien (y no sólo sobre nuevas tecnologías) o a contrastar mis ideas políticas con sus opiniones casi siempre distintas. Creo que observar a los hijos crecer y superarnos en los diversos ámbitos es una de las satisfacciones más bonitas que nos conceden la paternidad y la maternidad.

La descripción más bella de esta profunda y emocionante sensación la leí en una carta de don Lorenzo Milani. En estas pocas líneas de prólogo, citaré a este pedagogo dos veces, y no es por casualidad. Milani era un cura que fue exiliado por el obispo de Florencia a una pequeña parroquia de montaña, en Barbiana, donde no había ni corriente eléctrica ni calles. Allí, dedicó toda su breve vida a dar clase ocho horas al día 365 días al año a los hijos de los montañeses de su parroquia, a los que la escuela pública había rechazado. De aquella rara y extraordinaria experiencia nació la Carta a una maestra, que se publicó en 1967, hace cincuenta años, pocas semanas antes de la muerte de don Lorenzo. Aquel libro produjo en mí una conversión verdadera y total, y cambió radicalmente mi modo de entender la escuela y la educación.

Volviendo a la cita de este apartado, don Milani recibe de Michele, un alumno que se encontraba en el extranjero, una carta con duras críticas a su labor como maestro. Don Lorenzo le responde: «Me ha parecido maravilloso, siendo ya viejo, encajar el golpe de un hijo, porque es una señal de que el hijo ya es un hombre y no necesita niñera, y éste es el objetivo final de todas las escuelas: criar hijos más grandes que ella, tan grandes que puedan burlarse de ella. Sólo entonces la vida de esta escuela o de este maestro ha llegado a su plenitud y el mundo ha progresado. Finalmente me he dado cuenta de que la escuela debe esforzarse siempre, a la espera del glorioso día en que su mejor alumno le diga: “Pobre vieja, ya no entiendes nada”. Y la escuela responderá renunciando a conocer los secretos de su hijo, feliz por el simple hecho de que él esté vivo y sea rebelde».

DEBEMOS DEJARLES VIVIR

Otro gran maestro, a quien en realidad conocí hace poco, es el pediatra polaco Janusz Korczak. Fue el director del orfanato hebreo de Varsovia, que administró como una verdadera república de niños y niñas, con una asamblea que tomaba decisiones, un periódico interno y un tribunal de niños que juzgaban tanto a sus iguales como a los adultos. En los años treinta del siglo pasado escribió una Carta Magna de los derechos de la infancia que hoy se considera la madre de la Convención de las Naciones Unidas de 1989. Korczak murió en 1942, acompañado de sus huérfanos, en la cámara de gas del campo de exterminio de Treblinka.

Pero la frase que quiero presentar para subrayar los temas que María del Mar dedica al derecho de autonomía de los niños y niñas es un fuerte reproche que el pediatra les hizo a las madres de clase acomodada de Varsovia. Escribió: «Por miedo a que mueran, no los dejáis vivir». Esta frase me impresionó mucho porque en los años treinta los niños morían muy a menudo, pero el gran pediatra denunció esta protección materna que no permitía a los niños y a las niñas de entonces vivir su vida, tener experiencias o correr riesgos cuando era necesario.

Hoy, afortunadamente, los niños no acostumbran a morir, es raro que haya accidentes, pero les prohibimos, más que en los años treinta, salir de casa, estar con sus amigos y vivir la experiencia de la aventura, del descubrimiento, del juego a partir del cual construyen su conocimiento, de la socialización, de la habilidad de descubrir su vocación, aquello en lo que valdrá la pena invertir su vida y lo único que les permitirá ser felices. Vale la pena recordar que los problemas a los que se puede enfrentar un niño de hoy en día —sufrir violencia o un accidente, por ejemplo— suelen ocurrir en casa o en el coche de sus progenitores.

¿QUIÉN LES ROBA A LOS NIÑOS?

La autora ha dedicado mucha atención a la necesidad de los niños y las niñas de poder llevar a cabo su vocación, de poder permitirse no ser aquello que sus padres quieren para realizar sus deseos o apaciguar sus frustraciones, sino aquello que representa las aspiraciones del niño o niña, aquello para lo cual ha recibido su mejor talento. Esto no sólo vale para los padres, sino también para los maestros y maestras.

Loris Malaguzzi dedica a esta cuestión una bella poesía que empieza así:

El niño tiene

cien lenguas

cien manos

cien pensamientos

cien maneras de pensar

de jugar y de hablar

cien, siempre cien

maneras de escuchar

de sorprenderse, de amar

cien alegrías

para cantar y entender

cien mundos

que descubrir

cien mundos

que inventar

cien mundos

que soñar.

El niño tiene

cien lenguas

(y además cien, cien, y cien)

pero se le roban noventa y nueve.

¡Se le roban noventa y nueve! ¿Quién roba tanto a los niños? Ciertamente hoy son muchos los ladrones de los sueños, de las sorpresas, de las alegrías de los niños. La televisión, la familia, la ciudad. Pero una parte importante de este gran robo también lo lleva a cabo la escuela. Y ¿cómo puede la escuela robar tanto a los niños? Simplemente proponiéndoles pocas posibilidades, pocos lenguajes y pocos mundos. El éxito escolar consiste en sacar buenas notas en lengua, matemáticas y ciencias. ¡Y basta! Quien haya nacido pintor, músico, actor, artesano, o también naturalista, explorador, investigador... no encontrará su lenguaje, no reconocerá la escuela como su escuela, y sentirá que, de sus cien lenguas, noventa y nueve le han sido robadas. Dejará la escuela, se quedará sin aprender o aprenderá con mucho esfuerzo y poco beneficio, y la odiará toda su vida.

Necesitamos una escuela que sepa ofrecer a todos la posibilidad de exprimir del modo más adecuado la propia vocación, la propia inteligencia y los propios sentimientos.

¿CÓMO LLEGAR A SER BUENOS MAESTROS?

La autora nos recuerda a menudo que no importa aquello que los padres y los maestros dicen, sino aquello que los padres y los maestros son. Estoy completamente de acuerdo, y para confirmar este argumento le paso una vez más la palabra a don Milani, que escribe en su libro Experiencias Pastorales: «Con frecuencia me preguntan los amigos cómo hago para llevar la escuela y cómo hago para tenerla llena. Insisten para que les escriba un método, que les precise los programas, las materias, la técnica didáctica. Equivocan la pregunta. No deberían preocuparse de cómo hay que hacer para dar escuela, sino sólo de cómo hay que ser para poder darla. […] Hay que tener las ideas claras respecto a los problemas sociales y políticos. No hay que ser interclasista, sino que es preciso tomar partido. Hay que arder del ansia de elevar al pobre a un nivel superior. No digo ya a un nivel igual al de la actual clase dirigente. Sino superior: más de hombre, más espiritual, más cristiano, más todo.».

Mar ha logrado hacer en este libro aquello que ha hecho otras veces (con la colaboración de su marido Javier) en su casa cuando me invitan a cenar: ha preparado un plato complejo, mezclando con sabiduría sabores distintos. Ha unido las palabras de sus maestros a su experiencia como madre, esposa y maestra, y a estos ingredientes les ha añadido anécdotas, historias, leyendas de varias culturas. Y lo ha mezclado todo con su extensa formación pedagógica sobre una cuestión delicada y fundamental, la educación emocional, un tema del cual creo que es una de las mayores expertas. Por eso espero que este libro pueda llegar a manos de muchos padres, maestros y también de hijos e hijas, para que puedan ayudarnos a interpretar este tiempo nuestro, confuso y lleno de contradicciones, al cual con tanto esfuerzo se enfrentan las nuevas generaciones, y con más esfuerzo aún tratamos de comprenderlas, y ayudarlas, los padres, las madres, los abuelos y las abuelas.

FRANCESCO TONUCCI