Capítulo tercero

Daniel Corvo alcanzó una primavera tardía. Verdecían ya las empinadas laderas de Oz y Neva, pero aún había nieve en las cimas. Daniel ya lo sabía. Hegroz no era buen pueblo. Abandonado al fondo de un valle, las montañas de la sierra formaban en torno un ancho círculo, como una muralla. Barrancos abajo, le llegaban tres ríos, y había en Hegroz, quizá por eso, algo como un rumor bajo, constante, envenenador. Pero Daniel recordaba con amor los bosques: los robles, las encinas y las hayas. Las grandes choperas, los mimbres del río, las cuevas de murciélagos y los insectos. Aquellos que cuando el sol daba de lado se volvían azules, y de frente, verdes o morados. Al recuerdo de Daniel volvió el olor del trigo, del centeno y la cebada. Los ariscos terrenos de labor, los pagos lejanos y empinados llenos de piedras, cardos y maleza. Era tierra de bosques y de pastos. Un pasto fuerte, verde y oloroso que daba una carne de gusto salvaje, sangrante.

Bien sabía Daniel que Hegroz no era un buen pueblo. Peor, quizá, desde que fue a parar a manos de Lucas Enríquez. Tras dieciséis años de ausencia, Hegroz se le aparecía sumido en una especie de indiferencia fatalista, consciente e impotente ante el fin que se avecinaba. Iban a echarles de allí de un momento a otro. Les expropiaban las tierras y casas, porque Hegroz iba a convertirse en un pantano. A un kilómetro del pueblo, entre las vertientes orientales de Neva y Oz, desde las negruzcas aguas del río Agaro, se alzaba una mole de cemento y hormigón, como una antigua fortaleza, como una muralla fantasmal deteniendo el curso del río. Era la gran presa en construcción. En ella trabajaban obreros de los pueblos cercanos en turnos de día y noche, y los presos del Destacamento Penal. El campo de éstos, rodeado por una ancha empalizada de troncos, su barracón largo y cerrado, eran nuevos en el cercano Valle de las Piedras.

Cuando el Estado tasó las fincas y los bosques, de acuerdo a una ley establecida a fines de siglo, los de Hegroz permanecieron indiferentes. Porque no les pertenecían ni la tierra ni los bosques. El día se acercaba ya, y la mayor parte de ellos no sabían adónde dirigirse. Siempre de jornal, siempre sin tierra, aunque la sintieran lamiendo sus plantas todos los días de su vida. Como un amigo o un hijo, feroz y entrañable, inevitable. Hegroz apareció abandonado, sucio, casi muerto, a los ojos de Daniel. Los muros caídos no volvían a levantarse —«¿para qué si van a ahogarlos?»—, no había ya posada alguna —«¿cómo vamos a meternos en jaleos de huéspedes? ¡Bastante malo anda el vivir!»— y todo tenía un aire ruinoso, hermético. Con la amenaza cierta, cada día más inminente, de su inundación, adquirió Hegroz una honda conciencia de su vida breve, al contado. No se sabía nada de mañana, ni se pensaba. Una soterrada rebeldía se esparció por la aldea. Talaban árboles a mansalva, furtivamente. Aquellos árboles largamente deseados. Las laderas de Neva, con las hayas y los robledales de Gerardo Corvo, especialmente, sufrían el ensañamiento de los de Hegroz, que prendían en sus cocinas grandes troncos despedazados. Se dieron a la caza con pasión, con voracidad, sin su antiguo respeto a la veda, a la propiedad ajena. Solidarizados en el silencio, cuando los forestales y el guardabosques iban en su perseguimiento, con rabia callada, antigua, con apretada rabia de años, sacaban sus viejas y escondidas escopetas, cargadas por la boca del cañón con munición fabricada en casa, y resonaban de montaña a montaña, casi continuamente, sus disparos. La veda, las prohibiciones de tala, la propiedad ajena, se convirtieron de pronto, tras siglos de respeto y temor, en una delgada corteza, estallada bajo una furia extraña y silenciosa. Los forestales de Lucas Enríquez y el guardabosques de Gerardo Corvo andaban siempre al acecho, encargados de las tierras altas y los bosques, adonde el agua jamás llegaría. No en vano, tres dueños casi absolutos tuvo Hegroz, en sus siglos de vida: El Duque, los Corvo y Lucas Enríquez. Y tal vez fue este último el peor amo. Pero nunca halló Daniel, en otro tiempo, aquella silenciosa venganza, aquella rabia sorda.

Los lobos, en sus inviernos largos, implacables, les acechaban cada vez más próximos. El último invierno aparecieron a poco más de un kilómetro del poblado. Grandes manadas hambrientas, empujadas por las nieves, destrozaban los ganados. En una batida contra ellos perdió la vida el guardabosques de Neva, a sueldo de los Corvo.

Tres indianos salieron de Hegroz: Corvo, Lucas Enríquez y Luis María Rocandio. Volvieron con un pasado turbio, cruel. («Almas de negrero, ojos de buitre», decía años atrás —¿cuántos años?...— el antiguo maestro, Pascual Dominico, mirando hacia las grandes fincas.) En Hegroz se despreciaba y odiaba a los indianos. Daniel sabía que los de Hegroz no se querían unos a otros, que nunca tuvieron tiempo para pensar en el amor. Querían los padres a los hijos, y querían el suelo, con un sentir íntimo, oculto y feroz, de desposeídos. Los de Hegroz eran avaros de la tierra que no les pertenecía, del agua que bebían, del pan que comían. Tal vez no comprendían al Corvo que emigró desde la calle de la Sangre, ni a los otros dos que siguieron su ejemplo. Tal vez, ahora, tampoco le comprenderían a él. Los de Hegroz eran altivos para el extraño, para el regresado. Para el ladrón, el injusto y el cruel. Su vida fue siempre más que frugal, aprendieron desde muy antiguo a sofocar, aplacar y reducir las necesidades. Daniel sabía que en Hegroz él era sólo un Corvo. En aquel Hegroz que odiaba silenciosamente, orgullosamente, La Encrucijada. Sabía Daniel que si alguno pasaba cerca de ella camino del trabajo, de los pagos, el olor denso de la flor blanca, el olor terrible y sofocante de la flor blanca, bajo las grandes estrellas del verano, reverdecía el odio. El odio, como una manada de potros, afluía al corazón, violento y amarillo, como la espuma de las pozas.

Allí estaba de nuevo. A pesar de todo, a pesar de creer que nunca volvería. Con las palabras de entonces resonándole aún en los oídos. («No me gustáis, no sé a quién me parezco, pero estoy contra vosotros, contra todo lo vuestro. Me voy para ir contra vosotros, y, mientras viva, estaré contra vosotros.») Pero volvió. Acababa de hablar con Gerardo. No mucho, desde luego. No tenían gran cosa que decirse. Arriba, le esperó el viejo, con su cabeza blanca, los ojos opacos. Daniel abrió la puerta, que halló entornada. En el centro de la habitación estaba Gerardo. Tenía el rifle entre las manos. (En otro tiempo él le habló: «No me gustáis, no me gusta vuestra tierra, no me gusta vuestra vida ni la vida que dais a los otros».) Aquella voz, ahora, estaba lejos. Y, sin embargo, se levantaba allí mismo, como una pared blanca, entre los dos. Gerardo sonrió, medio cínico, medio estúpido. Le tendió el viejo rifle.

—No tengo permiso de armas —dijo Daniel.

Gerardo se encogió de hombros y su sonrisa se alargó.

—Bah, tómalo. Es pura chatarra. Para defender el bosque... Cargamos con todo.

Antes de cogerlo, Daniel advirtió:

—Lo mismo que el otro..., ya te dije.

Tal vez Gerardo deseó decirle: «Sales barato». Pero se lo calló.

La cabaña del antiguo guardabosques de los Corvo se levantaba junto al barranco, entre las hayas, las encinas y los robles. Una cabaña de piedra con tejado de troncos. De una sola planta, con un minúsculo desván, al que se subía por una escalerilla. Daniel colgó sobre la cama el viejo rifle que le dio Gerardo. Limpió la chimenea y prendió fuego. Aún las noches eran húmedas y frías en el bosque. Al barrer el suelo de la cabaña junto al hogar descubrió, medio borrada por la suciedad, una trampa abierta sobre una pequeña cueva, o bodega, excavada en la tierra rocosa. Su vaho le estremeció y dejó caer la portezuela con un golpe seco.

Muy cerca de la cabaña brotaba un manantial que descendía hasta el río del barranco. Allá abajo, el agua, encintada entre las rocas de las dos vertientes, bajaba ruidosa y fría, formando pozas oscuras.

Anochecía ya cuando Daniel bajó. Los pies se hundían en los helechos. En torno, brotaba el bosque, duro, huraño. Algunos troncos, muy negros a aquella hora, aparecían veteados por el musgo, de un verde delicado, transparente. Siempre se sintió atraído por la vida de los árboles, el olor a madera, el silencio apasionado de los bosques. Entonces, en el otro tiempo, conocía cada uno de sus árboles, casi cada una de sus hojas. Enfocó con la linterna las ramas caídas o mutiladas. Los tocones y la leña seca que cubría el suelo, los troncos muertos por el rayo o por los torpes carboneros. Todo, tan antiguo y tan nuevo, otra vez.

Daniel Corvo llegó a lo más hondo del barranco, donde las dos vertientes se convertían en roca viva, como cortada en lastras, gris, cubierta de líquenes. Dejó a un lado la linterna encendida. Se desnudó y entró en el agua, tan helada que parecía quemarle la piel. El olor penetrante del lodo se mezclaba al del musgo verde, a los mil aromas del agua y del frío. Sintió la sangre, dentro, con un suave vigor, con una paz mineral, distinta. Como si todo él hubiera vuelto a la tierra. «Devuelto, convertido de nuevo en un trozo de barro.» Daniel Corvo se tendió en el agua, hizo el muerto. Con rara complacencia de saberse hundido en lo más hondo del barranco, a la deriva, como una rama flotando a la merced de la corriente. El agua le obligaba a girar en círculo, muy despacio. La poza era muy honda, verde oscura, con espuma amarillenta en los bordes de la roca. Entonces tuvo la sensación de que las dos vertientes, negras ya por la noche, le brotaban de los costados, que su sangre alimentaba los troncos del bosque. Sintió deseos de decir algo en voz alta. Hablar alguna cosa, oírse. Pero no podía, no sabía decir nada. Sobre su cabeza, el cielo se alargaba, estrecho, como otro río.

Saltó afuera. La luz de la linterna iba muriendo, y se vistió de prisa, temblando de frío. Luego volvió a casa, comió pan y se durmió.

Pero cuando iba a amanecer se despertó bruscamente. A aquella hora el resplandor del cielo prestaba a todas las cosas un algo lunar, espectral. En la pared, sobre su cabecera, se había quedado pegado un murciélago con las alas abiertas y estaba temblando. Daniel saltó al suelo, con la boca seca. Buscó el orujo para beber un trago. («El viento de los recuerdos todo lo arrastra o lo decapita, se lleva las hojas y los papeles sucios, las cosas que pudieron ser y sólo quedan en eso: recuerdos...») Tal vez había nombres. Sólo nombres, vagando en derredor, como los extraños insectos del bosque. «Y, sin embargo, casi soy capaz de alegrarme. Han vuelto los recuerdos, tengo su compañía.» Aún no había salido el sol, pero sentía su proximidad de un modo desazonado, casi febril. Hubiera querido acostumbrarse a no sentir el transcurso de los días. «Un día más, otro, otro...»

Colgado de un clavo estaba el rifle. Negro, rotundo contra la cal, marcaba una sombra leve, azulada, en la pared. No había ni un chispazo de luz en su cañón. El arma quieta, muda, despertaba la desazón y la angustia de todo lo acabado, lo huido. El silencio del arma pesaba, revolvía lo que se deseaba aquietar. Bruscamente, lo descolgó y lo abrió. Ya sabía que estaba cargado. Al cerrarlo su ruido seco sonó extraño en el silencio.

Desde la única ventana de la cabaña se veían las empinadas laderas del barranco. Daniel estuvo un rato mirándolas, quieto. (Como los muros de una casa quemada, abrazando su gran vacío negro, como si aún ardieran las cenizas.) Fue hacia la chimenea. De la puerta colgaba un pequeño espejo que, a la lívida claridad entrante, relucía. Al andar, el piso de madera vibraba, y el espejo tembló. Parecía una estrella. Encendió fuego, calentó agua y afiló la navaja. Mientras se afeitaba se miró los ojos, como si no fueran suyos. Un pajarillo chillaba al borde de la ventana, y al fin entró. Quedó un instante desconcertado y salió de nuevo, huido hacia el barranco. Daniel se dijo: «Quisiera tener un perro». Notó la boca amarga y bebió otro trago. El aguardiente de Hegroz era una especie de orujo de sabor espantoso, pero al que ya estaba acostumbrado. Había metido una botella, en el saco de la comida, la noche anterior. Echó mano al bolsillo y sacó el dinero. «Extraño.» Isabel le entregó el primer dinero. De ahora en adelante vigilaría la distribución y el aprovechamiento de los árboles. Organizaría en noviembre la corta de la leña para hogar, y denunciaría las escopetas sin licencia, los cazadores furtivos, los pescadores con red, trampa y trasmallo. Haría respetar la veda... Y si se cansaba, si andaba día y noche, si deseaba realmente encontrar muchachos que pescan con redes, o cazadores en terreno de los Corvo, si lograba destrozar sus pies y los brazos, para que sus noches fueran breves, se daría por un hombre feliz. Acababa de despertar, al alba, desazonado, como si mil diablos quisieran arrancarle del lecho o de la misma tierra, sin llevarle a ninguna parte. Y no podía permitirse ni pensamiento, ni corazón. Deseó oír su voz, los ladridos de un perro, junto a él. «No pensar. No pensar.» Era como decirse: «Nunca más desearé, no recordaré». Apretó los dientes. «Tendré un perro.» Bebió otro trago, se colgó el rifle y salió.

La hierba y los helechos casi le llegaban a la rodilla, empapados de agua. Parecían cubiertos por una nieve suave y transparente. Por levante, el cielo empezaba a colorearse. No se oía nada absolutamente. «Son las noches, las ruidosas.» (Las noches llenas de gritos, de abejas blancas, zumbantes, obsesivas.) Sus días podían transcurrir en el silencio. Como años antes —cuando era un muchacho de la mano de Verónica, en aquel mismo bosque, preocupado y vagabundo, oscuro soñador—, miró hacia Sagrado y Cruz Nevada. Las rocas lejanas, como pequeños colmillos, enrojecían poco a poco. «Un día iré allí», se dijo, igual a tantas veces, en el otro tiempo. Y, como entonces, se fue bosque arriba, hacia los viejos troncos, los viejos lugares. Hacia la hierba y los árboles, como un amigo.

Estaba solo. Únicamente fuera de la casa encontraba calor, se encontraba a sí mismo.

Del recuerdo, inevitablemente, llegaba a la memoria un hombre: la Tanaya. Un nombre que arrastraba mil aromas de hierba, de pan recién cocido, de río, de juncos, de perros ladradores, de escapadas hacia allí detrás, al pabelloncito de tras la chopera.

Pies heridos, caídas, sangre, polvo, fruta verde, cieno, cortezas de pan mojadas en aguamiel. Era un muchacho, casi un niño. Apenas cumplidos catorce años. No tenía amigos más que allí, tras la chopera, en el pabellón de la Tanaya. Y Verónica. Verónica. Verónica, siempre, la niña tozuda, que empezaba a seguirle a todas partes. (Al principio, él no quería: Verónica era de ellos, de los otros, de los de la casa. «Tú, ¿adónde vas?» Lo preguntaba ásperamente, parándose en seco. Verónica le miraba entonces, con su mirada terca, limpia, un poco dura, aun cuando sonreía. Y respondía: «Contigo». Él la amenazaba: «Como vengas, te acordarás». Pero Verónica no hacía caso, y le seguía. Al fin, él se acostumbró, y no supo ir sin ella a ningún lado, sin aquella mano pequeña, enérgica y suave, dentro de la suya.) Verónica no lloraba nunca, aunque sangraran sus rodillas, aunque en las furtivas cacerías él rematara a las piezas mal heridas golpeándoles la cabeza contra los troncos. «El que viene conmigo no tiene que andarse con pamplinas», decía él mirándola fijamente. Verónica no hablaba casi nunca, más que para responder. Siempre fue igual. Suave y dura como la superficie de un metal bruñido. Y alguna vez, irritado, le decía: «Vuélvete a casa, a ver cuándo me dejas solo». Pero cuando la veía alejarse, despacio, de espaldas y sin volver la cabeza, sentía un ahogo leve y la llamaba: «¡Verónica! ¡Vuelve!». Todos, al fin, se acostumbraron a verles juntos. Todos, y especialmente la Tanaya. La Tanaya. ¡Cómo les quería, a los dos! A pesar de las palabras ácidas, de los manotazos, de los gritos destemplados. Cómo les quería y les esperaba, a la puerta del horno, los días que amasaba, envuelta en el aroma caliente, en el aroma de azúcar tostado y ciruelas amorosamente acercadas al fuego, para rebozar en miel. Cómo les esperaba, apretando los labios, para que no se notase la sonrisa, los brazos en jarras, con una vasija desbordando la ternura, la humilde lumbre de su vida. A la puerta del horno, la Tanaya. «¿Adónde vais? ¿Qué se os ha perdido por aquí? ¡A casa, que hoy no tuve humor ni me acordé de vosotros, malos pájaros!» Pero ellos no hacían caso, entraban atropelladamente al horno, y allí, detrás de la puerta, en la cestita de mimbre cubierta con servilleta de día de boda, estaban los bollos, con forma de niño, las tortas de azúcar tostado. Y en un tarro, las ciruelas rebozadas de miel. Se sentaban a comer allí mismo, en el poyo de piedra. Venían del río, iban descalzos, con los zapatos colgados del cinturón, a nudos prietos los cordones, que luego costaba deshacer. Los pies entre la hierba, encallecidos ya, conocedores del polvo y del cieno. (Los pequeños pies endurecidos de Verónica, que exasperaban luego a Isabel: «¡Que no te vuelva a ver descalza, como una aldeana!».) La Tanaya miraba pensativamente los pies descalzos, con los brazos cruzados, y no decía nada. A lo mejor, tenía una hierbecilla entre los dientes, que pasaba de una comisura a otra. «¡Está bueno! ¿A que sí?» Verónica decía sin seriedad: «Sí». Nada más. Verónica decía siempre «Sí» o «No», como ordenaba el Catecismo. Y él, a veces, según estuviera de humor, abrazaba a la Tanaya, la tiraba al suelo, jugando. Y ella quería ocultar la risa, y le pegaba, y hasta a veces, a puros manotazos, le hizo sangre en las narices. «¡Quita allá! ¡Grandullón, mala sombra! ¡A ver si te rompo la cara!» Pero se reía. Y se rehacía el moño, con la boca llena de horquillas negras, que iba sacando una a una y pinchándolas en la arrollada trenza, brillante, áspera como la cola de un caballo. Y sus palabras salían ahogadas de entre las horquillas, y la respiración agitada: «Que sea la última vez, so grandullón, que ya no estás en edad de juegos...». Pero la Tanaya les esperaba siempre. Y si pasaban algunos días sin acercarse por el pabellón, les ponía la boca fruncida, les daba la espalda, no les respondía y, al fin, estallaba: «¡Vosotros sólo os acercáis a la Tanaya cuando el horno está encendido!».

La Tanaya. Ahora casi dolía este nombre. ¿Dónde estaría la Tanaya? ¿Seguiría en el pabelloncito de tras la chopera? No, no quería verla. Sería una mujer vieja, quemada, muerta en vida. O tal vez la Tanaya había muerto, realmente. No, no quería saber nada de la Tanaya.

Les parecía una mujer mucho mayor que ellos, pero lo más cierto es que no llegara a los veinticinco años. Era hija de los más antiguos aparceros de los Corvo. El padre de la Tanaya ya había muerto, y la madre era una vieja arrugada, encorvada, que iba arrastrando los pies, apoyada en un grueso garrote. Pegada a la casa, siguiendo, por las tardes, la huida del sol, sobre la piedra del muro. Rumiando siempre semillas, con sus encías desnudas, los ojos enrojecidos, sin pestañas, semiciegos. Cuando el sol desaparecía de la pared, la madre de la Tanaya se internaba al negro agujero de la casa, y buscaba la lumbre encendida para la cena, aun en pleno verano. La vieja tenía frío, un frío encalado de huesos, de lecho de río. Cuando él se acercó alguna vez a la vieja, para ayudarla a entrar, notó aquel frío pegajoso de cueva, emanando de sus ropas mugrientas. (Luego, muchos años más tarde, sintió ese frío golpeándole el rostro, el olfato, el tacto.) La madre de la Tanaya ya no era madre; era vejez, muerte, acaracolada en sí misma, en una espera indiferente. Le daba miedo a él. A Verónica, no. Él, a veces, le preguntaba: «Verónica, ¿no te da miedo la madre de la Tanaya?». Y Verónica decía: «No». Y le miraba, con la misma mirada profunda y sosegada que miraba la hierba, las piedras o el polvo del camino.

La Tanaya fue la última hija de aquel matrimonio de aparceros. Tardía, inesperada casi. Porque de todos los hijos que tuvieron, y fueron catorce, era la única que rebasó la edad de cuatro años. Uno a uno, inexorablemente, se les murieron todos. «Era por la humedad —decía la Tanaya, con su inocencia pasiva—. Yo fui la única que resistí.» Y él preguntaba: «¿Y qué decían en la casa?». En la casa no decían nada. Y ese silencio, a él, ya le dolía entonces, de un modo confuso y vago. Por eso la Tanaya era también como un dolor grande, vivo, siempre presente. Hasta su risa, fuerte como la de un muchacho, tenía algo hiriente. Alta, robusta, con sus redondos brazos morenos, la trenza negra arrollada en la nuca, los pies descalzos, callosos. Pies de pastor, de jornalero, de animal de montaña, triste y agresivo. La Tanaya decía siempre: «la señorita Isabel», con un respeto profundo, antiguo. «Es muy religiosa la señorita Isabel, Dios y la Virgen la harán mucho caso... En cambio, a mí, ¿cómo voy a pedir que a mí me hagan caso, si no tengo tiempo de cumplir?» ¡Qué extraña religión le parecía a él la religión de Isabel! No, no era, con parecer la misma, la religión de Verónica, ni la suya, ni la de la Tanaya. No, no era la misma de Gerardo, ni la de Margarita. Con parecer la misma. No era el Catecismo del sí o el no de Verónica, no era el Catecismo de piedad que escuchó él siendo muy niño, de labios de su aya. Con parecer el mismo. Y Gerardo también iba a misa todos los domingos, y se sentaba en el viejo banco de la familia. Pero no sabía, ni le importaba, dónde dormía la madre de la Tanaya. Ni por qué se le morían todos los niños, año tras año, uno por uno, del mismo mal. Cuando murió el ama doña Margarita, en La Encrucijada, la Tanaya gimió y lloró de rodillas, la cintura doblada, y le llevó tortas de azúcar tostado, como no tuvo su propio padre el día que murió de viejo, quemado por la tierra de los Corvo, detrás de la chopera. La Tanaya, como su padre, como su abuelo, amaba, sin saberlo, sin quererlo tal vez, La Encrucijada. Era, sin duda alguna, algo más suyo, mucho más suyo, que de los Corvo. La Tanaya como su padre, como su abuelo, había nacido allí, detrás de la chopera, a la sombra de los altos muros de la casa grande, a la sombra de los árboles de la flor blanca. (Siendo muy niña, entre los juncos, escuchó las notas del piano que tecleaba la señora americana recién llegada a la casa, con una extraña leyenda de remotos países. La pequeña Tanaya escuchaba en cuclillas, escondida, con la boca entreabierta y el moco colgando de la punta de la nariz. Eran los buenos tiempos de La Encrucijada, los tiempos del verano largo y encendido, de las ventanas abiertas, iluminadas, en las noches de Gerardo, Elías, Margarita, Magdalena... La pequeña Tanaya trepaba al árbol de la flor blanca y miraba dentro de las habitaciones que tenían una luz rojiza, especial, brotando como de lámparas ocultas, en medio de la noche de agosto. Fuera brillaban verdosas, tenues, las luciérnagas. Crujía la tierra en mil grietas vivas, debajo de las estrellas, y la flor blanca se abría densamente en un perfume demasiado próximo. La pequeña Tanaya miraba a la señora americana de cabellos rizados y brazos desnudos, al ama doña Margarita, al amo Gerardo, al amo Elías y a los amigos extraños que traían de la ciudad. Su madre la llamaba una y otra vez, para ir a cenar. Oía el ladrido de Guzmán, el perro, que también la llamaba. Pero la pequeña Tanaya estaba prendida del perfume de la flor blanca, de las lámparas rojas, misteriosas, que escondía el corazón de la casa, y abrazada a la rama se adormecía pesadamente, peligrosamente, hasta que Guzmán la descubría ladrando furiosamente al pie del árbol.) Y todo esto él lo sabía, él lo veía casi con sus propios ojos, cuando la Tanaya, con una sonrisa lejana, la mejilla apoyada en la ancha mano, les contaba: «Cuando yo era niña, una noche...». Alguna vez, la Tanaya, niña, llevó también a escuchar al árbol a su muñeca. Y luego, cuando años después, él y Verónica comían ciruelas asadas sentados en el poyo de la Tanaya, ella les miraba pensativa. Y le pasaba la mano por el pelo a él, y le decía: «Igual cabeza rizada que tu madre, la señora americana... ¡Cuántas veces la tuve vista subiéndome al árbol de la flor blanca, para mirar dentro de las ventanas! ¡Cuántas noches, sin querer ir a cenar por mirar allí dentro y verlos a ellos! Ay, chiquitos, habéis cogido tiempos peores». Y suspirando: «Sí, hasta alguna noche me llevé a la muñeca para que escuchara el piano y viera a las señoras».

La muñeca de la Tanaya. Qué absurdo, a estas alturas, el recuerdo de la muñeca le dolía, a él.

La vio por vez primera, como escondiendo muchas cosas en su corazón de palo. Igual a la muñeca de la madre, igual a la muñeca de la abuela, igual a la muñeca de la primera niña que acampó a la sombra de La Encrucijada. La muñeca consistía en dos ramitas en cruz, atadas y envueltas en un jirón de falda.

Aquella muñeca, a él, le traía el recuerdo de la niña de la Tanaya. Y a la niña de la Tanaya tampoco, de ninguna manera, la quería recordar.

Por ella fue, por la niña de la Tanaya, quizá, que empezó él a odiar de un modo concreto, consciente, inevitable.

Todo empezó cuando necesitaron un hombre para la época de la siembra. La madre de la Tanaya no servía ya para el campo, y la Tanaya, sola, no daba abasto a todo. Llegó un hombre, un hombre de caminos, de los que van por los pueblos en épocas de siembra, de recolección o de siega, y se ajustan a jornal. Mitad vagabundo, mitad campesino. Era un hombre joven —él lo recordabacuando lo vio entrar en la casa, un día de septiembre, después de comer. Llegaba descalzo, con un ancho sombrero de paja como los que usaban los segadores, cinturón con cuchillo y zurrón al hombro. Tenía la piel del color de cuero muy usado, los ojos entrecerrados del que va siempre de camino, cara al polvo, al sol y al viento, rodeados de infinidad de arrugas, como muescas. Parecía que sus párpados, encogidos por el fuego del verano, no pudieran desplegarse. Pero sus pupilas tenían un azul límpido, casi transparente. Entró en el zaguán, precedido por la Tanaya, y Gerardo les mandó recado de que pasaran a la sala.

Gerardo estaba medio hundido en su sillón de cuero, junto a la chimenea encendida, pues el otoño se presentaba frío. Bebía. A su lado, Isabel cosía en silencio, aunque todos sabían que ella, únicamente ella, iba a decidirlo todo. El hombre y la Tanaya entraron casi con sigilo. Pisando con sus plantas desnudas, callosas, el suelo de madera, que crujía bajo su peso. El hombre era muy lento. Se paró delante de Gerardo y, despaciosamente, se quitó el sombrero de paja y lo apoyó contra su pecho, por el que asomaba, entre la abierta camisa, un mechón de pelos rizados. Las manos del hombre, abiertas contra el sombrero de paja, contra el pecho, tenían algo de pala en descanso. «Señor, éste es el hombre», dijo la Tanaya. Y se apartó a un lado, con los brazos cruzados, mirando pensativamente hacia la pared, como dando a entender que la conversación no le interesaba en absoluto.

Gerardo ajustó rápidamente al jornalero. A cada palabra, miraba de reojo a Isabel. Ella seguía cosiendo, impasible, sin pronunciar una sola palabra. Pero Gerardo sabía que no ponía reparo a lo que él decía. Gerardo pidió papel y pluma y le dio al hombre a firmar el contrato. El hombre cogió la pluma entre los dedos, con una delicadeza infinita, como el pájaro que lleva una brizna en el pico. Mojó la pluma en la tinta y trazó una cruz larga, negra. Luego dejó la pluma, se limpió la mano en el muslo y salió, despacio, silencioso, precedido de la Tanaya, igual que entró.

Aquel hombre se llamaba Andrés. Fue un buen trabajador. Hizo cosas que no se le pidieron: cortó leña, podó árboles, dio de comer a las cuatro vacas que aún quedaban en La Encrucijada, trajo agua del río, arregló herramientas y puso en buen funcionamiento el antiguo pozo del huerto. Ajustó las tejas del pabellón de la Tanaya, y levantó la pared de piedras, derribada por crecida del río, en la parte trasera del prado. Isabel estaba muy satisfecha de él. Alguna vez, si le oía llegar con alguna carga de leña a la cocina, bajaba y le servía un vaso de vino. El hombre, ni aun entonces, hablaba. Miraba cómo el vino iba levantándose dentro del vaso, hasta casi rebosar. Luego, con mano lenta y segura, lo cogía, lo alzaba hasta los ojos, mirándolo a contraluz, cara a la ventana. Y, muy despacio también, pero de una sola vez, lo vaciaba.

Terminó la época de la siembra. El hombre entró de nuevo en la sala y las maderas del suelo crujieron esta vez bajo sus botas de cuero. Isabel le pagó. El dinero salía de su cajita de hierro, en billetes que ella hacía crujir entre los dedos antes de entregar, para asegurarse de que no iban pegados. El hombre se metió el dinero en un bolsillo de cuero mugriento cosido al cinturón. Y se fue.

Al principio, todo siguió igual, y nadie notó nada a la Tanaya. Ella continuó trabajando como un hombre, riendo, peleando con las criadas de la casa y con Damián, preparando golosinas a los muchachos, lavando en el río con los brazos amoratados de frío, pues el invierno estaba en puertas. Nadie notó nada a la Tanaya. Pero un día llegó por el camino de La Encrucijada, hacia la casa, hacia la puerta grande, como en las ocasiones solemnes. Y venía despacio, extraña, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, con las manos vacías, sin tarea, sin recado de la casa. Venía ella, sólo ella misma, y él le descubrió de pronto la impávida dignidad de las piedras, de las pellas de barro, cuando se paró en el umbral y miró de frente a la criada Marta, con la que más solía reñir, y dijo:

Avisa al ama.

Y sólo de verla, de ver aquellos ojos que estaban llenos de pronto de una serenidad dura, y aquellas manos quietas, él no quiso marcharse, él quiso verlo todo. Porque allí dentro le nació una alianza, una cuerda que le unía a aquella vida: que no era la Tanaya solamente, sino toda la vida de allá al otro lado de los muros. De allí al otro lado, en el cieno, en el hambre, en los que no tienen tierra y van a ajustarse de jornal. Y sin saber cómo, se le formó aquella alianza, aquella cuerda atada para siempre al otro lado, y las palabras de Gerardo cuando bebía las oyó con un significado nuevo, dentro de sí mismo: «Quita de mi vista, raza de criados». Sí, él era raza de criados, era de los otros. Pues con los otros se quedaba. (Raza que se ajusta de pueblo en pueblo, atada con aquella soga, hombre a hombre, como nudos, a través de la tierra y del agua.)

Ah, la Tanaya, ¿cómo iba a olvidarla, si estaba allí aun ahora alzada, al umbral de la puerta grande, la puerta que sólo se abría en la fiesta o en la muerte, a los criados?

Y la Tanaya dijo con solemne voz: «Avisa al ama». Y entró adentro, hasta el pie de la escalera, no por la escalera, no por la puerta de los criados, no por la puerta de los que van a pedir, porque ella iba a anunciar algo. Andando despacio, con un movimiento pendular —como un reloj inexorable, un reloj animal, un reloj de sangre— de su cintura muelle, fatigada. Isabel la hizo entrar, y él, contra todo lo advertido, la siguió, y pudo oírla decir: «Voy a tener un hijo». Y a Isabel le avergonzó aquel hijo, le asqueó, le subió la sangre a la cara aquel hijo de la otra. Isabel, de pie al lado de la ventana, repitiendo: «Puerca, puerca, la peor de todas, tú, puerca», por el hijo de la otra, porque dentro de la otra nacía el hijo, le reventaba el hijo en la voz y en los ojos, en el andar, en la lengua, al decirlo, como una ofensa hacia su virginidad. Daniel vio arrodillarse a la Tanaya, y le dolieron a él las rodillas, como si le quemasen, y la rabia le ahogó cuando la oyó decir: «No me eche, señorita Isabel; déjeme guardar aquí al hijo». Y la otra dijo: «Puerca, puerca, en qué has acabado». Había acabado en un hijo, parecía monstruoso, no habían bendecido su unión. De pronto, él recordó al hombre que iba de pueblo en pueblo porque no tenía tierra, mientras Gerardo bebía y lo miraba todo con ojos de muerto, la tierra de La Encrucijada, porque estaba arruinado, arruinado, pero había hombres que iban de camino para labrarle la tierra y dejaban un hijo en un vientre y luego allí no se podía admitir al hijo sin bendecir, no estaba bendito. E Isabel se santiguó, se tapó la cara como si fuera a llorar, y dijo: «Que Dios te perdone, desgraciada, pero ese hijo no entrará nunca en La Encrucijada». Y la Tanaya se levantó y salió por la puerta de atrás, la de los criados. Y él la siguió, a pesar de oír la voz de Isabel que le llamaba: «¡Daniel, Daniel, ven aquí!». Pero la soga de la alianza le tiraba a él afuera («raza de criados», bien se lo oía a menudo, hasta a ella misma, Isabel, cuando se desesperaba, y parecía odiarle, aunque decía amarle de un modo que él no podía comprender). La Tanaya se iba hacia el pabellón, y él la siguió y la alcanzó cerca de la casa. La Tanaya se volvió a mirarle: las mejillas le ardían. De pronto se paró y le sonrió. Y en aquella sonrisa había como el correr de un río, como agua brotada de entre las piedras, y él notó un alivio inmenso dentro, y se dijo: «Me alegro de que tenga un hijo la Tanaya». Se volvió corriendo, porque no hacían falta palabras con la Tanaya, ni con los que eran como ellos. Pero cuando regresaba hacia la casa, y la veía, con sus muros anchos, sus árboles de la flor blanca, su tierra rojiza y la hierba húmeda y crecida en el prado, odió La Encrucijada, la odió de un modo consciente, cierto. Y odió a Gerardo por vez primera, a todos los que eran como Gerardo, como Lucas Enríquez, tenían tierra y tierra para vender la cosecha, y bosques anchos, cubriendo la montaña, y dejaban que hombres y mujeres de Hegroz tuvieran hambre e hijos de camino, miseria y muerte pisándoles la tierra. Porque a él bien se lo decía Gerardo: «Quita de ahí, nieto de esclavos; tú no eres de mi casta, sangre de cuatreros y criadas, eres la vergüenza de mi casa», e Isabel misma: «Haragán, tramposo, bien te sale la sangre que llevas...». Sí, era de ellos, de ellos, y a ellos los elegía. Y por eso desde aquel día aún huyó más de la casa, aún fue más a la aldea, a lo más mísero de la aldea, a la gran familia sin tierra, de los de a jornal, de los aperreados, los descalzos, los sirvientes. Y se decía con una ira sorda: «Gerardo se dice arruinado», y le miraba deambular por el prado, oliendo a anís, con la mirada perdida y la lengua torpe. Y cuando veía a los hermanos Migueles, que se les murió la caballería de vieja y tuvieron que ir ellos tirando del arado (en la mañana aquella de septiembre, con un cielo bajo y gris contra la tierra encarnada: aquella pieza de tierra donde saltaban los pedruscos blancos y manchados de barro, como cráneos de un cementerio diminuto, y el hermano y la hermana Migueles, de dieciséis y catorce años, huérfanos de jornaleros de Lucas Enríquez, con el hombro hendido por la soga, arrastrando el arado, sin ira, con la cara sumida de la pobreza indiferente, acostumbrada, descalzos encima de la humedad grasienta del suelo, donde las piedras saltaban como dientes iracundos, rabiosos. Bajaban los pájaros de los bosques de Gerardo hasta el río cercano, para beber agua (eran los pájaros del otoño, los pájaros de la siembra, que van a comerse el grano), y el pequeño de los Migueles, con un palo, los espantaba. El río, allí al lado, fluía lentamente, indiferente, como la pobreza, rodando como la miseria. A él le llamaba el río, él lo sabía. Entonces arrastraba a Verónica tras él, porque la hubiera querido arrancar de La Encrucijada. Y la veía con su vestido sencillo, a menudo roto, y le nacía, mirándola, una escondida ternura: «Tú no puedes ser como ellos». No, no era como Isabel, dirigiéndose a la misa con su mantilla de blonda y la mirada humilde, a la iglesia donde se hablaba de caridad y de amor, según decía. (Ella creía estar dentro de la iglesia. ¿Cómo era posible? ¿Cómo?) Y decía: «Daniel, eres de una mala raza, haragán. ¿No ves cómo yo trabajo?». Pero su trabajo era sólo para ella, para aumentar de nuevo lo de ella, para engrandecer lo de ella. Sólo el trabajo, la compasión y la felicidad estaban allí dentro, bien delimitados por los muros de La Encrucijada, por la cerca de piedras que limitaba La Encrucijada. Sí, la alegría estaba sólo permitida paredes adentro, y el esfuerzo dirigido sólo hacia paredes adentro, porque los de fuera no contaban para ellos (a la derecha del Señor, donde ellos creían tener un lugar preferente por su trabajo, por su fe, por su pureza y su decencia). Ah, él era de los otros, de los tachados, de los impuros. Y los eligió. Ya sabía cuál era su pecado: la pobreza. Ya sabía cuál era su mancha, cuál era su maldad: la pobreza. Iría con los suyos, con los desarrapados, con el odio, con la tristeza, con la muerte, con los piojos, el barro, la amargura. Y no se quedaría en ello, no se hundiría en ello. «Otro mundo, otra tierra...» Era también su tiempo de esperanza, el amanecer de aquel mundo suyo que quiso seguir hasta el fin. «Tengo que hacer algo. Estoy contra ellos, contra los de esos muros. Tengo que hacer algo.» Odió La Encrucijada, sus muros altos, los árboles de la flor blanca, con su perfume espeso, y más de una vez al huir al bosque, burlando la llamada imperiosa de Isabel, se inclinó a la tierra, cogió un puñado de barro y lo estrelló contra las paredes de piedra. Buscó a los muchachos de la aldea. Escapó con ellos por el bosque y las tierras. Fuera de La Encrucijada. Porque Isabel quería convertirle en un peón más de La Encrucijada, para engrandecer únicamente La Encrucijada y alegrar sólo La Encrucijada. Y él no quería trabajar, ni para aquel nombre, ni para aquella tierra. «Renegado, maldito —le decía Gerardo luego, a la noche, cuando volvía del otro lado—. Bien se ve que no eres de los nuestros, porque nada haces para ayudar a los tuyos.» Los de la aldea eran los suyos. Los muchachos que ayudaban en el campo a sus padres, y malamente o nada acudieron a la escuela: un chamizo a las afueras de la aldea, detrás del cementerio de los niños sin bautizar. Crecían las ortigas, las plantas venenosas, las violetas en primavera, y los juncos de gitano por el lado del río. El techo de la escuela calaba todas las lluvias, y en invierno los muchachos chupaban los carámbanos de hielo que caían del tejadillo, como una golosina. El maestro tenía cincuenta años, el rostro congestionado, y hedía, porque bebía siempre, bebía siempre, e iba dando traspiés por las piedras de la calle. Pero no admitía burlas, y las espaldas de los muchachos de Hegroz probaban su vergajo. Se llamaba Pascual Dominico. Y también tenía hambre, siempre tenía hambre y frío. Se le agrietaban las manos, amoratadas, llevaba un chaquetón azul y comía pan. Casi siempre roía un cacho de pan, pero en seguida se iba a remojarlo a la taberna. Aun así todos le temían, porque era autoridad y daba miedo, y una vez mató a un muchacho (a él se lo contaron los chicos una tarde, en el río: sí, había matado a uno, un día que estaba borracho y desesperado lo tiró por las escaleras y lo mató: lo habían oído decir a sus padres). Los muchachos de Hegroz vivían entre el azote de Pascual Dominico y el trabajo del campo, tenían hambre y miedo siempre, y soñaban sólo en ir a buscar la miel de las colmenas silvestres, allí lejos, en las rocas de la cumbre de Oz, o de cacería, o de pesca. Y él se subía a la tapia del cementerio, los domingos por la mañana, junto a Verónica, y veían pasar a los muchachos de Hegroz, en filas, por las calles de la aldea, por entre las pedregosas calles donde había caído la nieve o la lluvia, el frío azuleante del invierno, o el sol de agosto, antes de la misa. Y Pascual Dominico les precedía, tropezando, borracho perdido. Y así, de este modo, iban a la escuela, y Pascual Dominico la abría con su enorme llave y sacaban el gran Cristo. Era un Cristo de madera tosca, y el chico más alto lo cargaba. Y detrás, todos en fila, iban otra vez por las calles. Y entre las piedras y las vertientes de Neva, Oz y Cruz Nevada se oían sus voces que cantaban, precedidos del maestro: «Quien como Dios, nadie contra Dios, San Miguel Arcángel, gran batallador, que lleva las almas al Tribunal de Dios». Luego se abrían las puertas de la iglesia y entraban ellos, y todos detrás. Y ya estaban preparados Gerardo, con su cuello de terciopelo, e Isabel, con los pendientes de perlas y el traje negro. Y les miraban con severidad por llegar tarde. Y allí oían la misa; Gerardo sentado en el banco tallado, el banco de la familia de los Corvo. Y los chicos de la escuela arrodillados en el suelo, sobre las tumbas con calaveras y tiaras de obispo. Y el gran Cristo en el centro, con la sombra en el suelo alargada hacia las rodillas de él. Y él pensaba: «He de hacer algo». Se le quemaban las voces dentro. Fue entonces cuando descubrió en el desván la antigua biblioteca de su padre, todos aquellos libros que poco a poco iban ensanchándole el mundo, corazón adentro, y cuando aprendió a trepar por la escalerilla y a escabullirse para leer, leer, durante horas y horas seguidas. Y más que nunca, entonces, le persiguió Isabel. Más que nunca, entonces, pareció querer convertirlo en un jornalero de La Encrucijada. Lo enviaba a la tierra, pero no a una tierra grande y compartida, sino a la tierra cerrada, vallada, limitada, de los Corvo. A la tierra de ellos, a la de ella, a la de sus abuelos y bisabuelos. Él sentía el vértigo y la atracción de una tierra trabajada por generaciones de hombres. Como la tierra del Duque, de Lucas Enríquez, en el barrio más miserable de Hegroz, en aquellas calles embarradas, entre pedruscos, que llamaban la calle del Duquesito, la calle de la Sangre, la calle del Ave María. Como uno más de aquellos que, en el tiempo de las eras, llamase a las puertas para ajustarse a comida tan sólo, aunque fuera —los Migueles, los Andreas, los Mimianos, descalzos y mal crecidos, musculosos por el esfuerzo y raquíticos a fuerza de patatas hervidas y pimentón, cuando las hubo, o pan frotado de ajo y sal, la mayoría de veces; los Mediavilla y los Torrero, los Irimeos—, llamando a la puerta de los Lucas Enríquez, de los Corvo... Ah, no, no, él no trabajaría la tierra cercada de nadie, la tierra le llamaba a él de otra manera diferente, en la planta de los pies, en el pecho, con una llamada larga y dolorida, la tierra le llamaba a él desde la levadura de su sangre más antigua, oscura, lejana (con el escalofrío de la sangre aún de Caín y de todos aquellos que le anudaron en su cuerda de alianza, a través de la tierra, como un nudo más, en la soga de la vida, una sola vida a través del tiempo, casi sin principio ni fin, la soga que parte en dos el mundo). Se estremecía en su escondite, allá en el desván. Se estremecía de odio y rebeldía, el libro debajo de los ojos, oyendo la voz de Isabel que le llamaba al trabajo de La Encrucijada. «¡Daniel, desvergonzado, haragán! ¿Crees que te ganas el pan que comes?» La voz de Isabel ascendía por los muros de La Encrucijada, pasaba por los resquicios del desván, le buscaba a él, y él se quedaba inmóvil, el pecho contra el suelo, respirando el polvo. «¿No te da vergüenza verme a mí? ¿Acaso no trabajo yo como una mujer del pueblo? ¿Quién te crees que eres tú?» Y un día, cuando al fin trepó ella la escalerilla, y le descubrió, sus ojos se le clavaron, sintió sus ojos como si quisieran tragarle, y oyó temblar su voz: «¿Qué haces aquí? ¿Estás con esa desgraciada...?». Y cuando vio que estaba solo, su voz se suavizó, se agachó ella misma, se acercó y con una mano le intentaba acariciar la cabeza, una mano como temblando de frío; y su respiración era un viento menudo y tibio, y le decía: «Daniel, Daniel» de un modo que él no entendía, y le preguntaba: «¿Qué haces aquí, hermanito, qué haces con estos libros de tu padre?». Pero él apartó su mano y huyó escaleras abajo. Y oyó, de nuevo, su ira. «Padre, otro que querría estudiar, otro que quiere huir del trabajo de nuestra casa, ¡como si no tuviéramos buen ejemplo con César! ¡Éste, éste precisamente, que por vergüenza debía recuperar lo que su padre perdió!» Y aún le cogía del brazo y le sacudía: «¡A la tierra, mendigo, a la tierra, que nos da de comer!». Decía «que nos da», y la madre de la Tanaya buscaba el sol que resbalaba todas las tardes por las paredes del pabellón. Y el padre de la Tanaya murió encima del arado, al atardecer, rodeado de los pájaros que bajaron del bosque y le comieron la simiente, y la Tanaya, descalza, con un hijo dentro del vientre, apoyada en el arado, para ella, para los Corvo, para La Encrucijada. Y los niños medio desnudos, con la azada al hombro, subiendo de las huertas, y el maestro borracho, con las manos agrietadas de frío. No, no, allí, de muros adentro empezaba y acababa su mundo, cerrado, hostil. No, no quería trabajar para La Encrucijada. En el escondite del desván, de pie, echado de bruces en el suelo, el libro medio roído por los ratones, aún devoraba las letras y las ideas, aún elegía y desechaba, aún salvaba y rechazaba, libro a libro, y se decía: «Mi padre pudo ser un hombre mejor». Pero no lo fue, se limitó a leer y pensar, y aun a escribir, en aquellos cuadernos, pero se dejó devorar y perder por el egoísmo de su raza y de su medio, por su indolencia, por su mismo cerrado egoísmo inconfesado, y él con un dolor que le iluminaba como una cascada, se decía: «Tuvo que venir a salvarme la sangre de una criada negra». Sí, sí, allí dentro de él, como estrellas nacidas, ascendían voces en su mente de muchacho aún ignorante. Era su tiempo de esperanza. A él le tocaba alistarse a aquel ejército. Se sentía marcado, predestinado. Su rebeldía, su esperanza, se encendían y crecían. Apretaba aquellos libros que, extrañamente, compró Elías —tal vez como un anuncio frustrado— y que permanecían arrinconados en el desván. «Me iré de aquí, saldré de esto, salvaré a los míos.» Tenía catorce, quince, dieciséis años. Tenía la fuerza de la primera fe. Con los ojos entrecerrados, con el polvo en las pestañas, en las mejillas, escuchaba el viento, allá fuera, doblándose sobre la tierra, y los gritos de los campesinos que azuzaban a las caballerías en las vertientes de Oz, cargados con la leña para el invierno. Leía, pensaba, esperaba. Huía, sobre todas las cosas, sin saberlo.

A últimos de junio, estando cavando en la huerta de tras el prado, la Tanaya sintió el dolor del hijo que llegaba. Dejó la azada a un lado y le dijo: «Danielito, voy para la casa, que el muchacho empuja». Él agarró la azada, con un gusto extraño, por primera vez. La miró irse, despaciosa, las ancas y las piernas macizas, torpes de dolor, vibrando su sangre en un fuego adivinado al través de la ropa, la nuca quemada por el sol bajo la trenza negra y áspera. Brillando. El huerto olía fuertemente a tierra regada, olían los frutales, y entre las hierbecillas, debajo de la pared, donde no daba nunca el sol, descubrió unas fresas silvestres y diminutas. Las arrancó, las mordió; se le llenó el paladar de un perfume intenso. Se inclinó y cavó, siguió cavando la zanja por donde el agua de la fuente, como una voz, debía pasar para ir regando, surco a surco. El agua brillaba y avanzaba; la Tanaya se alejaba por entre los árboles y torció hacia la huerta. La oyó gemir, y no la vio. Quedó esperando, y pasaron las horas. Pero la Tanaya no volvió.

Le gustaba ver sus piernas manchadas por la tierra y el agua, y le gustaba hundir los pies en la tierra, aquella tarde. Era la tierra, sólo la tierra, y la amaba. Al día siguiente, estando él ayudando a acarrear agua, vino corriendo Verónica, se le acercó y le dijo al oído: «Vamos, la Tanaya tuvo una niña». Le tomó de la mano y lo arrastró, corriendo, al pabellón. La madre de la Tanaya, sentada en el poyo de piedra, junto a la puerta, con el grueso bastón apoyado en las piernas, roía semillas, indiferente. Entraron hasta la alcoba, y allí, al pie de la cama, vieron a Marta, la criada con la que más reñía la Tanaya, inundada de lágrimas, apretando entre las manos el borde de su delantal, y llamándolas, a la madre y a la hija, los más dulces nombres que jamás oyeran. La Tanaya estaba acostada en la cama de hierro negra, donde durmieron siempre sus padres. Sólo en aquella ocasión la usaba ella, cubierta por sábanas ásperas, de color amarillento, y una colcha roja. La habitación era pequeña, impregnada de un vaho tibio que recordaba los establos y la hierba recién cortada. La Tanaya aparecía levemente incorporada por la almohada, la trenza sobre el hombro, como en los días de horno. Bajo su brazo arqueado se ovillaba un cuerpo envuelto, apenas visible una cabecita negra y untuosa. Los dientes de la Tanaya brillaban en su cara curtida. Les miró con sus ojos redondos, claros. «¡Ay, no haber venido! ¡Ay, si sabe la señorita Isabel!» Pero la sonrisa se le iba hacia ellos.

No entendió su amor hacia Verónica, quizás, hasta aquel día. Aquel día, después de ver a la Tanaya, sin acertarse aún el por qué, sus sentimientos se volvieron hacia Verónica de un modo claro y simple, certísimo. No sabía si fue aquel mismo día, o el siguiente, o mucho después. Lo cierto es que sucedió en el bosque, al lado del río, donde la hierba era húmeda y oscura. Recordaba a Verónica, metida en el agua hasta los tobillos, con la falda del vestido recogida y sus piernas doradas brillando. Verónica le llamaba. Algo descubría en el fondo del río, y él estaba apoyado contra el tronco del árbol, con una rama de arzadú en la mano, mordiéndola. Quebró el tallo entre los dientes y se llenó el paladar de un gusto amargo.

Luego, aquel gusto le acompañó siempre, años y años más tarde, aún ahora, en su recuerdo.

Miraba a Verónica y oía su voz lejos, con una llamada profunda. Las trenzas pendían hacia el agua, tenía la cabeza inclinada, con todo el reflejo verde del río en la cara, en el pecho. Y levantó la cabeza, sorprendida de que él no respondiese a su llamada, y entonces le vio cómo mordía la rama de arzadú, y saltó del agua, sobre las piedras: los pies descalzos entraron en la hierba, sus pies endurecidos de muchacha salvaje, ásperos y morenos, venían hacia él, sobre la hierba azul oscuro. Sus piernas altas, hermosas, moteadas de oro, de gotas rojas y transparentes, alucinantes, verdes, con una lluvia menuda que salpicaba a su paso. A través del sol que perforaba las copas del bosque, encendido y naranja, entre los troncos y las hojas amarillas, en aquel calor de la tarde, hermosa y conocida, aquel calor lleno de silencio y agua. Y decía su voz: «¡No muerdas eso, Daniel! ¡No muerdas eso!». (La Tanaya decía siempre, cuando niños: «Muchachitos, no mordáis el arzadú, porque tiene en el tronco agua venenosa».) Y él escupió a un lado el tallo de arzadú, y aquel veneno le pareció hermoso y profundo, casi paladeó aquel amargor.

Daniel sentía aquel aroma de arzadú en el paladar, en el corazón, cuando la recordaba a ella.

Y, ciertamente, era un veneno el que le llenó de súbito, un amargo y hermoso veneno, en su sangre, en sus oídos: «Verónica», dijo. Ella se acercó, mirándole, esperando sus palabras. Se sentó a su lado, y él le pasó el brazo por los hombros. Verónica inclinó la cabeza, mirando hacia la hierba, a las piernas mojadas, estiradas al sol. Allí, en su nuca, el cabello se partía en dos sobre el cuello moreno, y él besó aquella nuca caliente, como un pedazo de sol. No podía apartar sus labios de aquella piel, de aquel cuerpo que cedía blandamente. El sol, el bosque, se llenaban de una luz rosada, y todo, hasta el rumor del agua, allí a su lado, huía, como en grande y dulce agonía.

Tendidos en la hierba, entre los helechos y las hojas caídas, vieron el cielo despedazado entre las ramas, el sol alto del agosto, las lejanas luces de la tarde, y el viento culebreando entre los troncos. No podía ser de otra manera. Lejos de la voz de Isabel, del miedo de Isabel, del odio y los celos de Isabel: la recta, la decente, la limpia de pecado. Lejos de la tristeza caída de Gerardo, de su borrachera y su nostalgia por un tiempo perdido definitivamente. (Ah, sí, cuando en las mañanas aquellas del verano Isabel subió alguna vez a despertarle —porque era ya muy tarde y él aún dormía—, sintió las manos de Isabel en su rostro, y su mirada oscura y sus palabras, con el sol entrando como cuchillas por los resquicios, y un escalofrío le recorría y se decía: «Esto no». Porque él amaba otra voz y otras manos que eran como salidas de su mismo deseo. Isabel le llamaba al trabajo mordiendo un gran anhelo que él aún no podía adivinar, pero que rechazaba, que rehuía.) No, no. Allí estaba el bosque, detrás de la casa, lejos de los muros. El bosque donde el agua corría limpia y fría, desde la cumbre al valle. No, no. Las palabras no eran precisas entre Verónica y él, los nombres no existían, ni el pasado ni el futuro. El tiempo era su vida, únicamente. Sus vidas unidas, colmadas, conteniendo tiempo. (Isabel, con sus palabras y sus llamadas, los ojos duros, la boca dura, piedra en la garganta, en la voz, no, no. Lejos, su amor simple, cierto. Lo elegía, con todo lo demás: con la miseria, el hambre y la sed.) La piel de Verónica tenía el tacto y el sabor de lo elegido, de la tierra sin murallas. Las trenzas sueltas de Verónica, sus brazos, su boca. Incluso la ternura, la melancolía, acabaron. Empezaba un tiempo de realidades, en ellos. No había ni duda, ni miedo. Conscientes de su elección, responsables. Él la amó porque era así: un poco dura, tersa, cierta, sin sueños. La necesitaba como era: fiel y obstinada, sin pasado. La encontró como la deseaba, como la hizo, tal vez sin proponérselo. A veces, hasta en su amor había una rabia callada, ciega, empujándole, siempre empujándole a ir rompiendo su propio camino. Cuando se escapaban al bosque, ni se lo decían. Sólo se miraban; y se iban juntos, de la mano, como dos niños aún. Perseguidos por los celos de Isabel, por sus tristes llamadas desde un desamparo total de la vida. Porque la vida, a pesar de todo, contra todo, no estaba en La Encrucijada. La vida estaba con ellos: en el bosque, en el pabellón de la Tanaya, en la calle de la Sangre.

Pocos días después del nacimiento de la niña, la Tanaya volvió a trabajar. No osaba, sin embargo, presentarse a la señorita Isabel, y mucho menos acercar a su niña a la casa. Un día que volvía de la huerta la vio sentada en la zanja seca del manantial, con el cesto del fiemo a un lado y la azada apoyada en la cadera. La Tanaya lloraba en silencio. «Danielito —le dijo—. Mi Gabriela no está buena, ha perdido el color y llora todo el día. Pasé hoy por el cementerio de los niños sin bautizar. He visto la tierra removida, y andaban por allí los malos perros.» Él le dijo: «Eso no tiene que importarte, los niños muertos no son nada. Sólo como pedazos de tierra». «Ah, no, Danielito, no hables así, como los herejes. Yo tengo que bautizar a mi Gabriela.» «Pues ya tiene su nombre.» «Pero no bendito. Dicen que es hija del pecado, lo dijo la señorita Isabel, ¡pues, por lo menos, quiero que la bauticen, como Jesucristo nos enseña! Pero ¿cómo le pido yo que la bautice, a mi señora? ¿Cómo le pido yo, si ni verla quiere, ella que ha sabido guardarse?» Daniel le tomó la cesta y le ayudó a llevarla, porque se le notaba a la Tanaya que estaba como aplastada por un peso extraño. Daniel no sabía cómo decirle que él en nada de todo aquello creía, porque nunca la hubiera convencido. Cuando llegaron al pabellón, la Tanaya ya no lloraba. Se sentó en el poyo, con la azada entre las manos, y pensativamente le dijo: «No sé cómo puede ser pecado, Danielito. No sé cómo puede ser pecado». Arrancó un tallo y, como tenía por costumbre, lo pasaba entre sus dientes, de una comisura a la otra. Sus ojos tenían una luz lejana, casi dulce, cuando dijo: «Ya ves, no soy moza de fiesta ni bailes. Los del pueblo no me hubieran ganado, lo juro, y Dios me perdone. Pero él era un hombre como no los hay: trabajador, honrado... Merecía otra suerte. Siempre así, de camino, sin tierra... Todo lo perdió porque se entramparon con el amo, cuando las malas cosechas. Y así se ve. Y me dije yo: ¿Y así como lo veo, honrado y bueno, debe irse como mendigo, cuando otros peores tienen su mesa y su techo fijos, y mujer que les cuide? ¡Porque él me miró desde el primer momento con buenos ojos! Y hasta me dijo: “Si no fuera así, como un ladrón, de puerta a puerta, me casaría con una como tú”. Y aquella misma noche me dije: “Pues seré como casada contigo”. Ay, Danielito: aquí dentro, en el mismo corazón, sabia que era mi marido. No entiendo cómo puede ser pecado. Luego él se fue, porque Dios así lo quiere. Yo tuve debilidad, tuve piedad, y le quise. Ay, Danielito, no sé si soy una mala mujer. No sé si me he condenado». La Tanaya se levantó, volcó la tierra mezclada de fiemo que llevaba en el cesto tras la valla del corralito, y se adentró en la casa. Al día siguiente, Verónica le dijo: «Daniel, la Tanaya dice si le queremos bautizar a la niña». «¿Nosotros?» «Sí, apadrinarla.» No debía enterarse Isabel. Llevaron a la niña a la iglesia de Hegroz y el párroco la bautizó. Verónica vació su hucha, donde guardaba realines de plata y alguna peseta. Se las dio al párroco. A la vuelta la Tanaya tenía los ojos brillantes y les dijo: «Aguardad, padrinos». Les hizo huevos fritos con tocino y sacó rosquillas del armario, preparadas con amor la víspera. La niña estaba en la cuna de madera, donde se le murieron todos los hermanos a la Tanaya. La cuna parecía una gamella, donde comen los cerdos. La niña movía torpemente sus manitas, no muy limpias. Estaba muy delgada y se la oía respirar ronco. La Tanaya estaba haciéndole, entonces, la muñeca: cruzaba dos ramitas, las ataba con una tirilla de cuero y las envolvía en un retazo de percal de colores. «Mira qué muñeca te hace madre», le decía canturreando.

Fue apenas una semana más tarde cuando Lucas Enríquez pidió la mano de Verónica. Verónica rehusó e Isabel se revolvió contra él: «Padre, éste tiene la culpa de todo, este haragán maldito, este condenado... ¡Es peor de lo que te figuras! Anda enamoriscando a esta tonta, para que ahora rechace a Lucas, cuando sería nuestra salvación...». (Nuestra salvación. La de ellos, la de ella, la de La Encrucijada.) La salvación de fuera, de allá los muros, no existía, no importaba. Gerardo le insultó aquella noche. Y no estaba borracho, cuando le dijo: «Te van a salir mal las cuentas, si crees que te vas a casar con ella. ¡Ni un céntimo será del que no se lo gane!». Subió al desván, se tiró al suelo, ciego de rabia, de odio. Hubiera prendido fuego a la casa, les deseó la muerte. Durante todo aquel día Gerardo le despreció. Le echó en cara la torpeza de Elías. Le insultaba, como hijo de una sangre despreciable. De madrugada, salió de la casa. Sentía en lo profundo de su sangre un latido negro que le empujaba, como al lobo, bosque arriba. Vio a Damián, que se llevaba un caballo viejo. Le siguió. «¿Adónde vas con ése?» «A matarlo —dijo—, está lleno de sarna y mataduras, no vale ya.» El caballo iba torpe, con un tumor junto a la pata, cubiertas sus mataduras de moscas negreantes y movedizas. Sin saber por qué, les siguió. A pesar de que Damián le amenazaba con el palo para que se alejase. Le siguió hasta el barranco de Oz, hasta el cementerio de los caballos. Allí el viejo Damián le dio la puntilla. El caballo cayó al suelo, los remos al aire, con un salto convulso. Su sangre roja negruzca se cubrió de moscas. Él lo miraba desde la ladera y se volvió al bosque. El día entero lo pasó solitario, como un lobo, hambriento, perdido, comido por el odio y el deseo de venganza. «Estoy contra vosotros.»

Y cuando volvió, encontró muerta a la niña de la Tanaya con su muñeca tirada al pie de la cuna. Y la Tanaya sin lágrimas, sentada al lado, el candil encendido, las manos cruzadas: «Era un pecado muy grande». Se quedó allí toda la noche. La enterraron al día siguiente, en una cajita de madera cepillada, y pasaron de largo por el cementerio de los niños sin bautizar. Cuando volvió a La Encrucijada era ya de noche otra vez. Los ojos le brillaban como a los lobos. Estaba hambriento. Entró por la puerta de la cocina, y Marta, que le vio, le sirvió el fondo de la olla, humeante, en un plato, y le cortó un pedazo de pan, mirándole como con miedo. Y al fin él preguntó: «¿Se casará con Lucas Enríquez?», y Marta sonrió: «Dijo la señorita Verónica que no». Salió afuera entonces, y la vio. Estaba allí, en la pared de la huerta. La noche caía hermosa, tibia, con sus estrellas grandes, y el viento cálido de tarde en tarde, trayendo el olor penetrante de la flor blanca. Verónica estaba quieta con el perfil limpio contra la noche, y las manos caídas a los lados del cuerpo. Las manos de Verónica tenían en aquel momento una expresión llena de paz y de ignorancia, una pureza salvaje que le arrancó una extraña súplica. Le cogió con fuerza las manos y le dijo de un golpe: «No quiero que te vuelvas como Isabel». Y desde aquel día apenas se separaron, contra todo y contra todos. Y aunque todo seguía igual, manso y sufrido, en torno, ellos sabían que su camino había comenzado y que ya no pararían allí. Que su rebeldía crecía y les empujaba, y que no iban a parar allí. Su rebeldía en pie, mirando a la Tanaya, que volvía a canturrear, que no se quejaba, que seguía labrando y regando, o pelando patatas a la puerta de la casa.

Y cuando llegó la época de la siembra y volvió aquel hombre, Isabel meditó lo que más le convenía, pues con el mismo jornal podía tener dos brazos más, y a esta condición la perdonó y le preparó la boda. Y la Tanaya casi le besaba por ello el borde del vestido. (Qué asco le daba a él, ver que ellos se avenían sin protestas, ver que ellos no se defendían, no reclamaban lo que les pertenecía. Que con vivir juntos en el pabellón se consideraban pagados. Qué asco y rabia le dio.) Y se acercó tres días después de la boda, a la Tanaya, y le dijo: «Te has dejado aplastar por nada, me das asco. ¡Dueña eras de casarte con él! Y si Isabel no quería pagarte lo que debía, haberte ido de aquí, que ya te hubiera mandado llamar». Ella le acarició el pelo y le dijo: «No seas rencoroso, galán. Los pobres no tenemos orgullo». Esto le dio aún más rabia y la hubiera abofeteado. «Ya se te pasará con los años», le dijo la Tanaya. «No creas que soy ciega y muda: pero a los pobres nos toca perder, es ley. Ya se te pasará el orgullo con los años...» Y agarró el cuenco con la ropa lavada, y se fue, camino arriba, hacia la casa, con los codos todavía cubiertos de espuma blanca. Él no podía comprender aquello, no podía. Le tiró una piedra, aunque mal apuntada, para que no le diera, como él sabía hacer. Y la Tanaya —qué bien lo recordaba— se volvió a insultarle. Pero se reía, y tenía los ojos llenos de lágrimas.

Casi era mediodía cuando Daniel volvió a la cabaña. Se le pegaba la camisa a la espalda, pues se levantó un sol sin piedad, como en pleno verano.

En el suelo, entre los troncos, aparecían manchas amarillas, fingiendo rutas pendiente abajo. Sintió el deseo de bajar a lo hondo del barranco, hacia el agua. El peso del rifle le extrañaba aún.

Siguiendo la dirección de la corriente, llegó al campo de los penados. Los penados llegaron a Hegroz hacía dos primaveras, para la construcción de la gran presa del pantano. Su destacamento se alzaba donde moría el barranco. Al separarse las dos vertientes, formaban un pequeño valle. La antigua carretera de Hegroz, condenada ya, por las nuevas obras, a desaparecer, limitaba aquel mundo.

Años atrás Lucas Enríquez intentó explotar las minas de Neva. Para ello se instalaron en aquel lugar —el Valle de las Piedras— las oficinas de los empleados, y las viviendas de los obreros. También los lavaderos del plomo y otras dependencias de la mina. Fracasó aquel intento, y ahora sólo quedaban ruinas de todo aquel antiguo ajetreo. Esqueletos de casas albergando nidos de pájaros, maleza. El rumor del agua, convertida ya en un río de corriente más suave y uniforme, tenía la voz triste. Lugar abandonado, encerrado en rocas, los ruidos producían allí largos ecos, rebotando de piedra en piedra. El barracón de los presos era largo, estrecho, con ventanas uniformes y enrejadas. Lindaba por un lado con las altas rocas de la vertiente, y por el otro con el río. Los presos que se asomaban a las ventanas, durante la hora de la siesta, podían contemplar allá abajo el agua dorada y verde, entre los mimbres, única nota viva en el paisaje de roca y tierra roja. No existía más vegetación que un haya erguida a la otra orilla del río, con larga sombra tendida en el suelo, a aquella hora. También los barrotes de hierro de las ventanas se reflejaban en el agua. Las piedras del río, redondas y blancas, azules y rosadas, resplandecían bajo el sol del mediodía. Montones de grava, desecho de las minas, daban al paisaje un carácter de excavación fabulosa. Bajando de la húmeda frondosidad del bosque, el Valle de las Piedras sorprendía, como un golpe, bajo el sol. Por la vieja carretera, descarnada y polvorienta, solamente rodaban ya las camionetas que conducían a los presos a la obra.

Al pie de la vertiente de Oz, entre las ruinas de las antiguas construcciones, Daniel descubrió un vago movimiento. En las paredes como devoradas, bajo las vigas desnudas, ayudados con bidones vacíos, sacos y varas de junco, habían construido más de una docena de cabañas, donde habitaban las mujeres de los presos que por la miseria se veían obligadas a seguir a sus maridos. No habían encontrado alojamiento en el pueblo, o no podían pagarlo. De todos modos, Hegroz las alejaba como a la peste. Una columna de humo, flaca y negruzca, se alzaba de aquel montón de desechos, entre las sombras entrecruzadas de las vigas. Daniel se quedó quieto, mirando cómo el humo se deshacía en el cielo caliente y límpido. Tras aquel humo, las rocas temblaban imaginariamente, como un sueño. Un perro empezó a ladrar y un niño salió corriendo de entre las ruinas. Se detuvo y miró hacia él, haciendo pantalla con la mano sobre los ojos. Más allá, al otro lado de la carretera, de nuevo la sierra cerraba horizontes, con su cresta azul y verde, casi ingrávida.

Descendió, lento, con un raro peso en los pies. Todo estaba en silencio, a aquella hora. Aún no habían llegado los camiones del relevo. Todo callaba, pesadamente. De cuando en cuando, el perro volvía a ladrar, o una piedra rodaba bajo sus pies hasta el río. Las moscas, insoportables, zumbaban alrededor de su cara. Ni una sola hoja se movía, y Daniel Corvo presintió la tormenta. Se notaba respirando fuerte, acelerando la marcha para cruzar el valle y dejarlo atrás. Cuando llegó a la carretera y emprendió el camino hacia Hegroz, sintió alivio.

Hegroz apareció al recodo de la carretera, rojo por el sol, con las calles desiertas. En torno a la torre de la iglesia, sobre el cielo puro y liso, de un azul intenso, los grajos volaban pesados, bajos, dando gritos.

Daniel buscó quien le vendiera un trozo de carne. Cruzó la plaza, donde el sol caía de plano. Solamente vio abierta la puerta de la taberna de la calle de la Sangre, detrás de la iglesia. Un fuerte olor oscuro salía de ella. El tabernero le miró de reojo, y sin hablar le sirvió el vino. Tal vez le recordaba, pero ninguno de los dos deseaba hablar de ello. Contra la pared había apoyado un pellejo, los bracitos rígidos, con algo de monstruoso recién nacido. Daniel bebió, de pie, hasta sentir la lengua pesada.

La taberna estaba oscura, no había más hombres que el tabernero y él, no se oía más que el cercano rumor del río. De improviso entró un muchachito de unos catorce años, descalzo, con la piel quemada. Se le quedó mirando, quieto, y notó la súbita zozobra de sus ojos.

—¿Qué quieres? —dijo el tabernero, mirándole.

El chiquillo levantó los hombros y dijo:

—Nada. Luego...

Y se sentó en un rincón, sin dejar de mirarle. El tabernero vendía cartuchos fabricados por él mismo, lazos, trasmallos, redes. El muchachito era seguramente cazador o pescador furtivo. Sólo era preciso mirar sus ojos para darse cuenta; Daniel se notó que había bebido demasiado. No sabía cuánto rato hacía que permanecía así, de pie, ante un vaso de vino, otro, otro, que el tabernero iba llenando. Con las moscas y la humedad dulzona, el olor de la tierra apisonada y el lejano rumor del agua. Los ojos del muchachito tenían una tristeza, una inquietud extraña y conocida.

(«Por las noches soñaba, y prolongaba su sueño, bajo el sol, en la huerta o durante la siega. Iba arrastrando su sueño, allí donde fuera.»)

¡Qué maldita pasión! «Y qué estúpida.» Daniel sintió de pronto un raro placer, pensando: «Le cogeré. Estoy seguro de que le atraparé cazando, en el bosque». Sentía el deseo secreto de coger al chico con el arma en las manos. De acechar sus pasos y caer sobre él, como un águila. Le quitaría el arma. («Jóvenes muchachos estúpidos, sin insomnio, ignorando cosas.») Bebió el vino de un trago. (Todas las cosas que llevan a la muerte, sin remedio.) Se dio cuenta de que sus movimientos se volvían torpes, lentos. La vista se le nubló. Daniel Corvo buscó en el bolsillo, pagó, y sin esperar el cambio, salió de allí.

El único hijo del herrero era un cojito que se llamaba Graciano. Tenía el cuerpo raquítico, casi contrahecho, y los brazos flacos y largos. Graciano tenía ojos extraños, mirada de agua, de agua que huye, como los ríos. Pensando siempre hacia adelante, pensando siempre en otra cosa. Graciano trabajaba mal, porque en seguida se cubría de sudor y fiebre, y permanecía echado, junto al ventanuco alto, respirando el aire tibio del verano, empapado en su sudor, los ojos más allá de los gritos de los pájaros, del gris de las hojas del castaño, envuelto en polvo, junto a la carretera. Graciano sabía leer, porque le enseñó, casi sin esfuerzo, entre vino y vino, Pascual Dominico. Graciano iba los fines de mes, arrastrando su piernecilla seca a la puerta de los criados de Lucas Enríquez, donde Emilio el aparcero le entregaba montones de diarios viejos, atados con una cuerda de cáñamo. El hijo del herrero le pagaba con los ahorros, que escondía en un hueco de la escalera, tapado con una piedra. Luego, con su paquete, se iba de nuevo allá arriba, junto al ventanuco, o allá abajo, al banco largo de la herrería, a leer. A leer, también, como él, en su desván. A leer juntos, después, los dos, a hablar juntos, los dos, en voz baja y amiga. En el banco de la fragua, en el camino del cementerio, tras los muros del huerto de Lucas Enríquez. Hablar, leer. Siempre las palabras. Siempre.

Cuando llegó al bosque eran ya las primeras horas de la tarde, y las sombras caían oblicuamente. Se internó entre los árboles, pisando con suavidad. El corazón le golpeaba, brutal, desproporcionado, en el pecho. De cuando en cuanto levantaba la cabeza, como olfateando el aire. Reinaba una calma completa.

El cielo se volvió súbitamente gris, medio tapado por largas nubes de un tono pardusco, como masas de piedra. El calor era más cercano, se pegaba a la piel, y los insectos parecían partirse, dando chasquidos. De cuando en cuando, Daniel pisaba una rama que crujía y entonces su corazón parecía detenerse.

Perseguía una sombra que ni siquiera había visto. Como una ráfaga que fuera moviendo imperceptiblemente hojas frente a él. Poco a poco, una rabia lenta, calmosa, se le encendía dentro. Notaba la respiración, como fuego. Tras cada árbol, tras cada tronco, imaginaba al chico de la taberna, en una silenciosa cacería. Poco a poco, crecían su desazón y su rabia. Volvía los árboles y apretaba el rifle entre las manos. Notó, al fin, que estaba temblando, tenso, inquieto. Entonces, oyó el rumor del agua, y como un baño, sintió el frío.

Llovía. Gruesas gotas caían, empapaban la hojarasca, sus cabellos, sus hombros. Quedó quieto, sin cuidar siquiera de resguardar el rifle. Dentro de él cedió el fuego. La rabia se convirtió en un infinito desaliento, en una tristeza gris, mezquina.

Se sentó en el suelo, bajo un roble. El agua caía y notó el escalofrío de toda la tierra. Brotaba un olor intenso. Las ramas podridas, las hojas y la tierra empapada, levantaban un incienso recargado. Apretó los dientes. «Nunca creí que le perseguiría.» Ni siquiera había visto al muchacho y se dio cuenta entonces de su cacería febril, imaginaria, con una honda vergüenza.

Se levantó y bajó al río, malhumorado, con la conciencia de su ridículo. Miró el viejo rifle: un arma absurda y sin sentido, entre sus manos. Entonces, se dio de manos a boca con dos pescadores. Eran unas criaturas de doce a trece años, desnudos, metidos en el río hasta la cintura. No le vieron hasta que estuvo junto a ellos, con su zurrón en las manos. Lentamente salieron del agua y se quedaron mirándole, pálidos. El más pequeño de los dos empezó a lloriquear, pero el otro le hundió el codo en las costillas y se calló. Dentro del zurrón, entre helechos, había cinco truchas de buen tamaño.

—¡Andad! —dijo Daniel Corvo. Su voz era como la de un desconocido para él. Los chicos contemplaron sin pestañear cómo el guardabosques de los Corvo sacaba las truchas. Luego les devolvió el zurrón, vacío, que vino a caerles a los pies. Lentamente, se pusieron el pantalón y la camisa. Contempló el temblor de sus hombros delgados, mojados aún. Luego les vio desaparecer, árboles abajo, de espaldas, con la cabeza gacha y callados.

Volvió a la cabaña y armó buen fuego. Una vez asadas las truchas las destripó con la navaja y se las comió. Mientras lo hacía, la lluvia volvió a gotear a su alrededor. Había goteras en el tejado. Echó una mirada al rincón de la cama. Estaba bien resguardada. Pero había una gota en algún lado, rítmica, insistente, sobre algo, como metal. Producía un ruido especial, obsesionante. «Si llueve por las noches, la oiré.» Quiso saber dónde caía, contra qué cosa sonaba. Sólo pudo saber que estaba cerca de la ventana, que de allí llegaba el sonido.

Cesó de llover. Pero aquella gota no callaba. Tardaría en hacerlo. Estaba todo empapado en la gran tristeza del vino. Salió afuera. Las hojas brillaban. Todo chispeaba, verde, negro, en silencio, bajo la luz dorada de la tarde.

Estaba solo.