Capítulo primero

En Hegroz, a últimos de enero de 1948, el guardabosques de los Corvo se mató sin querer, cuando la batida contra los lobos. Decían que el arma que usó era vieja y mala, y le estalló en la cara, dejándosela como una esponja. Como era hombre sin parientes ni amigos, únicamente fueron a enterrarle el viejo Gerardo Corvo y los chavales de la escuela, porque les obligó el cura. Los chicos se hartaron de tirar piedras a la caja, mezcladas en los puñados de tierra de rigor, porque les encantaba el ruido al chocar contra la madera de la tapa. Claro que a él, el guardabosques, le daba ya igual cualquier cosa, buena o mala que fuese. Sólo Gerardo, la mirada opaca, el cuello torcido, en sus raídas galas de los días solemnes, le envidiaba su suerte, entre las cruces mohosas y la tierra grasa, aglutinada, del cementerio.

Ayer, los Corvo. Durante años y años, señores casi absolutos de Hegroz. Enriquecidos en América, vueltos a la tierra natal, tirando de ellos con sangre antigua. Ayer, los abuelos de Gerardo, desde la ciudad a Hegroz, en el verano, bajo un sol desapacible, jinetes por los altos caminos de Neva. Llegaban todos los años al pueblo, caravana negra y brillante, entre la doble hilera de álamos de plata verde, chirriantes las piedras bajo las pezuñas. Los Corvo. Sus hombres, sus mujeres, sus criados, sus perros y sus equipajes. Contaban más de veinte caballos, y les seguía siempre un rumor de risas y de ladridos que fustigaban el odio, la envidia, el rencor, desde muchos años atrás. Violentos, sensuales, gentes de aluvión. No eran amados. Su plata americana rodaba insolente, siempre hacia ellos, humillando. Hegroz era un pueblo de jornaleros, de pastores a sueldo, de desposeídos.

Antes que a los Corvo, durante siglos, Hegroz, sus tierras, sus bosques, pertenecieron al Duque. El Duque, para Hegroz, significó solamente un nombre, el tributo obligado, un castillo en ruinas, bajo la pedrisca y las lluvias, entre malezas y ortigas, gritos de niños medrosos y errabundos que buscan zarzamoras, desertores del trabajo o de la escuela. Solamente las paredes del castillo, con su nombre dentro, como un pájaro sin raza ni años. Entre llamadas de aves nocturnas y alimañas, madreselvas insólitas, de perfume penetrante, cardos y mariposas negras. El nombre sólo, el Duque, vagó por labios de niños y de viejos, con sombra de piedra, sobre cosechas y árboles. Las parietarias demolían las paredes del castillo, se entrañaban entre las junturas de las piedras, hendían las dovelas, convertían la torre en boca sin dientes. El Duque era sólo un nombre: ninguno lo vio, desde hacía doscientos años. Los bosques de Hegroz le esperaron en vano, invierno tras primavera, renovándose siglo a siglo. No llegó nunca su cacería fantasmal. Los bosques, allí estaban, acotados, inútiles, prohibidos. La única riqueza de Hegroz. Los hombres de Hegroz amaban y deseaban aquellos árboles de su tierra, de sus sombrías vertientes, los bosques húmedos y apretados, como cosa propia, sentida. Bosques de Oz, de Neva, de Cuatro Cruces. Deseados y umbríos, en torno a Hegroz —pequeño valle entre montañas— los hombres allí nacidos apenas podían disfrutar de una pequeña asignación de leña para sus hogares. También amaban aquella tierra vieja, dura, que rebuscaban sus arados, picos y azadas. Pero ni la tierra ni los bosques les pertenecían. La sombra del Duque —siempre el Duque, generación tras generación, plural y único, para ellos—, continuó siglo a siglo diezmando sus cosechas, vendiendo u olvidando la madera de sus bosques, lejos de allí. Los hombres de Hegroz nacieron, vivieron y murieron en la tierra del Duque, durante cerca de tres siglos. Trabajaron la tierra, siempre ajena, y vieron morir o nacer, generación tras generación, a sus árboles, apretados en las vertientes, con muerte lenta e interna. Los hombres de Hegroz desgarraron con la reja de su arado la tierra del Duque, y le rindieron la mitad de su fruto. Aunque sólo pudieron verlo en el retablo del altar de la iglesia, arrodillado y pálido, con aureola de oro, como un santo, y largas manos finas, irreales, unidas en oración. El Duque tuvo siempre para Hegroz aquella faz estrecha, aquella mirada negra y fija. Aquel olor a moho y tiempo viejo que impregnaba todavía las tocas de terciopelo de las viejas, durante la misa de la Santa Cruz, fiesta patronal. Y el dorado, extraño centelleo, con aroma de madera antigua, que culebreaba sobre el sarcófago del Duquesito Muerto. Allí estaba, también, en la vertiente de Oz, La Peña del Duque Loco, asomándose a Neva, junto al barranco del cementerio de los caballos, asustando a los niños rebeldes en el atardecer, con el sol encarnado sobre la afilada cabeza. La roca del Duque se parecía al Duque del retablo, en el altar de los Duques, sobre las tumbas pisadas, disimuladamente orinadas por las viejas de anchas sayas negras, adormecidas en el incienso y los cánticos del Oficio de la Semana Santa. «La tierra ajena...» Los hombres de Hegroz vivían en casas donde nacieron sus abuelos y los abuelos de sus abuelos, y no eran sus casas. Comían, dormían, trabajaban en ajeno. Y al fin, sus huesos se quemaban dentro de la tierra, deseada hasta rozar el odio, como el amor, que fue la tierra del Duque. El Duque, vago, inconcreto, teórico. Pero real y duro, ineludible a la hora de la partición y el tributo. A la hora de las prohibiciones, de las vedas, de la servidumbre. Cierto e irremediable como el sol, como la lluvia, como la sed de cada día. Hegroz vivió al Duque todas las jornadas, de sol a sol, y el Duque no vivió a Hegroz, ni a su hambre, ni a su esperanza. Ni sus noches de agosto enteramente estrelladas sobre el oscuro fango del barranco. Nada supo de las casas en silencio, durante las horas de labor, calurosas y densas, con los hombres y las mujeres, con los niños apenas crecidos, a la tierra. Sólo quedaban las gallinas, picoteando en las ventanas bajas, y el llanto del niño más pequeño, encerrado dentro, demasiado temprano aún para el trabajo. Nada de las callecitas verde oscuro, con humedad de pozo, con el sol estallando, parecía, en los aleros. Callecitas de sombra color arcilla, con charcos y estiércol, con briznas de paja entre las piedras, como un oro olvidado. Calle del Ave María, calle de la Sangre, detrás del cementerio de los niños sin bautizar. Calle de la Reja, calle del Duquesito, camino de la iglesia. Calle de las Santas Ánimas, calle de las Dueñas, calle de los Caminantes, calle de la Santa Cruz. Años de sequía y hambre. Años de epidemia, de heladas, piedras caídas de los muros, escudos devastados en las esquinas, rotos a pedradas, quemados por el sol. Postigos y contraventanas tallados, podridos por las lluvias, guaridas de gatos, de ratas y de golondrinas. Tierra árida, ajena. Y en torno, los bosques, como un grito.

Nacido en la calle de la Sangre, en un año de sequía, un Corvo endeble y rebelde, de ojos negros, voraz y taciturno, alimentado de odio y de pan de centeno, salió para siempre de Hegroz. Fue el primer emigrante, el primer «indiano». Por él supo Hegroz de América, lejana, vaga y atrayente, como un vacío dorado. Aquel Corvo que se fue, no había cumplido aún los dieciséis años, y en mucho tiempo no se supo más de él. Pasaron años y años hasta que sus nietos, vueltos a la patria, adquirieron casi todas las tierras y los bosques de Hegroz al Duque: un nombre en aquellos momentos más real, más humano; disperso, menguada su fuerza por las generaciones, los entronques, las largas jornadas del ocio. El Duque se fue de Hegroz. Sólo quedó su retrato, en el retablo, arrodillado y grave. Su roca, en la vertiente, enrojecida por el atardecer. Su escudo roto, apedreado en las esquinas, calcinado por las heces de golondrinas y palomas. Y aquel cofre menudo, sostenido por ángeles de piedra, conteniendo el polvo y el moho del duquesito Muerto. Hegroz pasó a otras manos, rapaces y tercas. Los Corvo, de ojos negros y vida exuberante, excesiva, que llegaban todos los veranos, entre el verdor de las primeras hojas, por los altos caminos de Neva, desde la ciudad. Los Corvo, que al pie de los bosques, junto al río y los prados, levantaron su casa en la finca de La Encrucijada. Cerrados, egoístas a todo lo que no fuera su sangre, extraña mezcla de refinamiento y grosería, secos con todo lo que no fuera su tierra, sus hijos, su agua, su hambre y su sed aún no aplacadas. Con todo el rencor, quizá, del hambre antiguo.

Pero ni él, ni su primo Elías, últimos herederos, nacieron en la calle de la Sangre, un verano de sequía. Requemada la tierra entre piedras y cardos, el aceite escaso en los candiles. El pan duro, las moscas acrecidas, arracimadas en los bordes de los platos sucios, de los ojos de los caballos, de las bocas indefensas de los niños.

Gerardo Corvo, arruinado, solitario, refugiado en la tristeza y en el vino, paseaba orgullo sin dignidad, amargura sin pena, glotonería grosera y conformada por el paisaje que le vio joven, distinto. En aquella casa suya, bajo los barrancos, lindante a los prados, al pie de los bosques, junto a la misma agua que relucía al sol en las mañanas de su vida perdida. Manchado de nicotina, los ojos como dos grumos de hollín, devuelto a la indiferencia. Ahora, hoy, vivían en su casa de La Encrucijada durante los doce meses del año. Frescas aún las huellas de los cuadros vendidos, los huecos de las arcas. Excepto la finca de La Encrucijada, Gerardo no pudo conservar las tierras de sus padres. Sólo le quedaban los húmedos, resplandecientes bosques de Neva, de negrura luminosa, de perfume verde, turbador. Gerardo amaba los bosques. Era lo único que amaba, hoy.

Ayer, él y Elías. Volvía el recuerdo, a veces. «Los últimos.» Se lo repetía, como una música obsesiva, constante: «los últimos». Cerraron para siempre un mundo, un tiempo que no pudo volver, que no volvería jamás. Cuando todo se hundió, seguía manando la fuente, tras la pared de piedra, al fondo de la huerta. Cuando todo se hundió, sólo ellos estaban de pie sobre la tierra de La Encrucijada, sólo ellos, Elías y él, los últimos, medio hermanos, casi uno solo, con una vida igual. Los únicos, dueños de la casa, de la tierra, de los bosques. Unidas las palabras, la risa, la cólera, el sueño, la sed, el recuerdo, el hambre de cada día. Los dos, Elías y Gerardo, últimos dueños, enterradores de su mundo. Corvo, los dos: «Ahí van los Corvo». «Sus padres eran hermanos.» Había en la casa grandes retratos de mujeres. Siempre elegían, o para el matrimonio o para el amor, mujeres hermosas.

Alguna vez, ahora, Gerardo miraba el retrato de Margarita. Y en esos momentos parecía que su esposa no había muerto. El cuadro, grande, suntuoso, no valía gran cosa. Por eso aún estaba allí, en la pared de la gran sala destartalada —...«Margarita»...—. Con el vaso en la mano, alguna noche, antes de subir la escalera hacia la alcoba, Gerardo levantaba los párpados hinchados, y la miraba. Los colores del cuadro se habían oscurecido bajo un polvo húmedo, pegajoso. Como humo de tumba.

Margarita. Dócil, un poco indiferente, como convenía. Le dio tres hijos: Isabel, César y Verónica. Fue un matrimonio nivelado, perfecto. Él se sabía vital, excesivo, tal vez tiránico. Margarita sumisa, fría, reposada. Fue un tiempo hermoso. «Entonces, aquel tiempo...» Su tiempo, el suyo, el de los suyos, el de su raza. Dentro, un fondo pueril de niño mimado, inconsciente. Y estaba Elías, quince años mayor que él, mesurado, prudente.

Su medio hermano. Entonces. En el otro tiempo. Luego, no. Luego, todo cambió. Pero, entonces... A pesar de su diferencia de edad, a pesar de sus corazones, de sus pensamientos diferentes.

Elías era alto, delgado, de manos largas y finas. Más culto, más refinado, con inquietudes que nunca le rozaron a él. No le comprendió nunca, pero nunca le preocupó no comprenderle. Y se querían. Bien cierto era que se querían. «Ahí van los Corvo...», decían los de Hegroz. La mirada de Hegroz, sombría, pensativa, les seguía el paso. Las pezuñas de sus caballos levantaban el polvo, tamborileando en aquella tierra poseída, cierta, suya.

También Elías se casó. Mucho después, cuando ya había cumplido los cuarenta años. Fue una boda inesperada. La mujer de Elías se llamó Magdalena. Durante un tiempo, él creyó en el mal agüero de aquella mujer, en los absurdos y supersticiones que destiló en su alma la niñera aldeana, que le crió. Magdalena Rocandio era hija de un indiano oriundo de Hegroz, alejado totalmente de su tierra. El indiano Luis María Rocandio emigró a Cuba muy niño. No volvió. Se oyeron historias peregrinas, que nadie creía del todo. Crímenes y grandezas, que el tiempo y la distancia acrecían, como espuma. Elías le conoció en su primer viaje a Europa, después de más de treinta años. Magdalena Rocandio, su única heredera, le acompañaba. «Voy a casarme», le dijo un día Elías, sencillamente. Él se había reído. Elías parecía mayor de lo que realmente era: tenía la cabeza blanca, los ojos tristes. Magdalena acababa de cumplir los dieciocho años. Pero se casaron. Magdalena no conocía a su madre. En la familia, sobre este punto, se guardó un riguroso secreto. En Hegroz solamente se sabía que había nacido en La Habana, que era una muchacha dulce y lenta. Y creció un rumor, bajo como la neblina del río, en el alba: «Tiene sangre negra». Lo decía Lucas Enríquez, que regresó a Hegroz con oro, soledad y avaricia. «Tiene sangre negra, lo conozco en el blanco de sus ojos.» Magdalena tenía la piel clara y los ojos oscuros, brillantes. Su voz cálida, acompañada al piano por Margarita, se ensanchaba, crecía, en la noche de La Encrucijada. Su voz se levantaba, enredándose en el perfume de los árboles de la flor blanca, al otro lado de las ventanas. Canciones de cadencia lánguida, de una somnolencia pesada, espesa como el calor. Los criados se escondían para escucharla. «Dicen que tiene sangre negra.»

Una mañana, marcó el derrotero de los Corvo. Aquella mañana, él sintió dentro de sí el principio mágico, oscuro, de aquella pendiente que seguía, que seguiría, hasta el agujero total de la muerte. No transcurrió un año de la boda, cuando el viejo Rocandio desheredó a Magdalena: «Su madre era una vieja puta que me estuvo engañando durante muchos años». En un extraño documento, la sirviente María Dulce Alejandría juraba que Magdalena era hija suya y de un cuatrero muerto a balazos en el laberinto de la manigua. Al borde de la muerte, la mestiza confesaba su engaño, porque quería ir al cielo entre rosas de papel encarnado y ángeles de azúcar cande. Luis María Rocandio dijo lo que tenía que decir: «No es mi hija». Lucas Enríquez, sonreía: «Del viejo todo se puede esperar». Elías intentó rehabilitar a su mujer. Nada consiguió. Alguien trajo la noticia de que el viejo Rocandio se casaba, a sus sesenta y ocho años, con una joven mulata de la que ya tenía dos niños. «El viejo zorro», reía Hegroz.

Magdalena se doblaba en sí misma, dentro de un silencio nuevo, blanco. Su voz y su mirada se perdían. Se refugió en La Encrucijada, lejos de la ciudad. A veces, durante la noche, quería salir al prado, huir al río. Se le anunciaba un hijo. La mató, para nacer, una madrugada. «El hijo de Elías, el único hijo de Elías...» Se llamó Daniel.

«Daniel.» Tuvo que repetirse muchas veces este nombre, a lo largo de la vida. Se lo repetía aún. Una sangre oscura, en aquella casa. Muy de ellos, demasiado dentro de ellos, tal vez.

Creció delgado, retraído, con ojos hundidos y brillantes. Trepaba como una ardilla al desván, donde se apolillaba y pudría el resto de la biblioteca de su padre. Leía, como Elías, horas y horas, apenas sin luz, hurtando el cuerpo al trabajo, leía, leía, y verlo leer le encendía una ira roja y dolorida, que no acertaba a explicarse. Una ira que venía de lejos, de antes, de Elías. Del cariño que le tuvo a Elías, del cariño que tuvo por todo, allí dentro, en aquella maldita Encrucijada. «Daniel.» Con los movimientos lentos y ágiles, de su madre, y la violenta sangre de los Corvo. («Los Corvo de la rama oscura, obstinada, como una lanza clavada en la tierra profundamente, antiguamente.») Los Corvo de la calle de la Sangre. No, los Corvo no eran amados. Bien lo sabía él.

Gerardo se repetía nombres. Nombres que fueron, o que eran todavía y le dolían como fuego. «Elías, Daniel...» El invierno pasaba y la primavera brotaba estúpidamente, con una indiferencia tozuda, desde la tierra mojada a las ventanas. (Se quisieron, se quisieron. Medio hermanos. Iban juntos de caza, de vino, de mujeres. Pasaron aquellas noches. Pasaron aquellos años de La Encrucijada.)

En aquel tiempo, al llegar el verano, quitaban las maderas que protegían los cristales de las pedradas aldeanas. Se encendían lámparas, luces. Los caballos piafaban en los boxes. Brillaban los cañones de las armas junto a los rojos enrubiados o sangrantes de viejos vinos en copas de baccarat. El piano despertaba para Margarita. En el prado galopaba César, torpe y cachorro, esperanza, sobre su poni Spencer, recién importado de Shetland.

«Ayer, todo ayer. Y ahora, ¿qué fue de todo?» Con sus hombros cargados, con su peso inútil, Gerardo Corvo paseaba en las tardes largas por la pradera, las manos a la espalda, sobre la hierba húmeda, en el mismo espacio que ahora sólo era vacío, un gran vacío por donde las estrellas caen, sin ruta, sin destino. Ayer, la fuente manaba distinta, el río huía de otro modo y los árboles decían otras cosas. Hoy, todo era mudo. Ayer, la casa estaba viva y era su nombre un nombre altivo. Hoy, sólo una casa desmantelada, de habitaciones cerradas, de maderas tristes y quemadas por el abandono. No había modo posible de llenar los huecos. Y el vacío, las otras voces, las antiguas lámparas y la música se encontraban a veces, de golpe, como un fantasma desvaído, al abrir una habitación. Ayer, nada terminado le asaltaba a uno. Todo era presente y crudo, brillante y cierto, cegador. «¡Ah!, en aquel tiempo...» La casa estaba rodeada de árboles de la flor blanca, y por las noches, se respiraba pesadamente, embriagadoramente. Era un olor pastoso, penetrante, que lanzaba su vaho contra los muros, en la primavera, en el verano. Parecía que las estrellas fueran a entrar en las habitaciones.

Hegroz odiaba la casa por sus grandes ventanas, por aquella imprecisa nota de piano, que se clavó un atardecer, volviendo de segar, en alguno que nunca la oyó antes, ni después, ni tal vez después de muerto. Les odiaban por sus flores blancas, como partidas medias lunas colgando de las ramas. Por sus noches, por sus estrellas, por su fuente. Por sus hijos, por sus criados extraños. Por su egoísmo, su holgazanería, su voracidad, su inconsciencia.

La noticia llegó de golpe, un día cualquiera. Un día que parecía como todos los días, y que, sin embargo, lo cambió todo, lo volvió todo del revés. Y ya nada pudo volver a su sitio.

Una tarde apacible para ellos, una tarde caliente y hermosa de julio, en La Encrucijada. Elías y el pequeño Daniel no estaban aún en la casa. Lo prefería: él, su mujer, sus hijos, solos allí. En aquella tarde última. Acababan de comer, estaban en la terraza asomada al prado, al río cercano. Entre las hierbas altas, los lebreles perseguían algo y saltaban, inesperadamente brillantes, como grandes manchas de oro, bajo el sol. Él reposaba, medio echado, entre los cojines de su sillón de mimbres. El café humeaba en las tazas, esparciendo un aroma tórrido. La terraza de La Encrucijada estaba cubierta de césped cuidado, fresco. En el ángulo izquierdo, daba la sombra enrejada, verde sedosa, del cerezo. El sol atravesaba las hojas, caía sobre el mantel, y un tallo minúsculo temblaba cerca de su taza. Él estaba quieto, silencioso, en un sopor dulce y espeso. El habano recién encendido entre los labios, los ojos perdidos más allá de los árboles que estallaban de flor blanca, resplandeciente, dentro del fulgor de la tarde recién abierta. La luz era caliente, dolorosa. La sombra del cerezo se derramaba sobre él. Era su rincón predilecto: oía el manar de la fuente, en el huerto, tras las piedras. Como una riqueza segura, extraña y profunda. Sentía el rumor fresco, la sombra, dentro de sí, con una plenitud, con una seguridad consciente, inamovible. Eran su tierra, su sangre, en pie, en torno a él. Margarita, su mujer, e Isabel, su hija mayor, leían una carta, a su lado. Una carta de estudiante en viaje de fin de carrera: César escribía desde Suiza. Hablaba a su madre y a sus hermanas de sus compañeros de viaje y estudios. Margarita leía en alto, con su voz mansa, tranquila. Y Verónica, la menor, sentada a sus pies, apoyaba la cabeza en sus rodillas. Él cogió entre sus manos la cabeza de la niña. Verónica tenía poco más de doce años. Alta, de cuerpo elástico y vigoroso, con los ojos negros de los Corvo. Gerardo apretó levemente la cabeza entre las palmas. La amaba más porque le enorgullecía. La cabeza de Verónica era de un rubio cegador, bravo. Su orgullo era en aquel momento poderoso y tranquilo, como un toro bebiendo al sol. Su orgullo, mirando a los lebreles, oyendo el manar de la fuente, apretando la cabeza de Verónica entre las manos, se volvía natural y terrible, como el río que esconde la tierra en las entrañas. En aquel momento supo que vivía un momento exacto, cierto como el correr de su sangre, cegador de tan cierto. Miró a su mujer. No la amó profundamente, pero estaba orgulloso de ella. Y pensó: «Ésta es la clave de mi felicidad: elegí siempre lo que más me convenía». Le convino Margarita, dulce, educada, paciente. Siempre, llegaron sin gran dificultad a buen acuerdo. Quizás en aquel momento, él podía decir la palabra felicidad en su más exacto sentido. Allí, en la paz achichorrada de las tres de la tarde, con el sol sobre sus tierras, sentía la paz y el orgullo del árbol, de la fuente. Sabiéndose joven aún, y con suficiente trecho de vida recorrido para el recuerdo leve, placentero, que no duele, que no atormenta, que apenas baña de melancolía el corazón. Cumplía cuarenta y dos años.

Por la vertiente de Oz bajaban dos mujeres con un carro cargado de paja. Eran dos campesinas jóvenes, de brazos redondos, tostados por el sol. Con voz gutural, llamaban a los perros, que las precedían. El carro llameaba como una hoguera entre el cardenillo de las rocas. Entonces, precisamente entonces, oyó el galope del caballo. Algo extraño se posó en su corazón. Como un ave negra y agorera que dejase caer la sombra de su vuelo, torvo, lento, sobre el mantel, sobre el cristal de la copa, sobre la flor blanca y las ramas dulces, amigas, del cerezo.

Levantando nubes de polvo, amarillas, acres, un caballo llegaba por el alto camino de Neva. Elías Corvo se acercaba. Cruzó el prado, llevando el caballo de la brida. Venía mirándole, desde lejos. Gerardo y Elías se miraban a los ojos. Y ya entonces Gerardo supo el frío lento de la noticia. Cuando estuvo a su lado le oyó decir, sin sorpresa: «Ha quebrado el Banco Español del Río de la Plata»... Después, como un milagro, el rumor de la fuente. Cercana. Eterna.

Siempre creyeron que Elías era el más sereno, el de nervios más templados. También era el mayor de los dos, el más consciente. «Vete tú, Elías, vete allá, y lo que tú decidas siempre será lo mejor(Qué extraño. De pronto se había vuelto como un niño, con los ojos fijos, las manos quietas. Con las manos llenas hasta los bordes de una grande, insospechada, ociosidad, que nunca había advertido. Se quedaba como un niño, y miraba a lo lejos, desde la ventana de allí arriba, en el piso alto de La Encrucijada, en el saloncillo contiguo a aquella alcoba que, de la noche a la mañana, era distinta, tenía otra luz, otro color, otros muebles, parecía. Y todos los objetos de la casa, aun siendo los mismos, cobraban una densidad nueva, diferente. Y las paredes de la casa y la tierra. La tierra, sobre todo, allí, debajo de sus ojos, extendida, muda, levantando nubes de polvo rojizo, o aglutinada, viscosa, en los bordes del río. La tierra, alargándose, infinita, absolutamente ajena, despojándole de la antigua sensación de propiedad. La tierra, cruel y grande, cruel y larga, cruel y huidiza, alejándose, delante de sus ojos, debajo de sus manos. Sus manos, conteniendo el desolado, el certísimo vacío de la tierra.)

«Las tierras americanas.» Era todo lo que les quedaba. Porque la tierra y los bosques de Hegroz deseaban aún considerarlo como un bien más sentimental que positivo. Las tierras americanas, ganadas con su sudor, con odio, tal vez hasta con sangre, por el primer Corvo que emigró, eran su última esperanza. «Elías, vete allí tú y liquida las tierras...» Partió Elías y quedó el pequeño Daniel con ellos, en La Encrucijada. Esperaron. Nunca, hasta entonces, supo Gerardo lo que era esperar.

Cuatro meses más tarde, llegó la otra noticia, la definitiva. Se había perdido todo. Engañaron a Elías, o pretendió engañar él. Gerardo ya no podía saberlo. (Elías. Elías.) Cómo se derrumbó, de pronto. Fue casi hermano. («Ahí van los Corvo...») Un caballo desensillado, desnudo, pacía libre y descuidado por el prado. («Elías. Medio hermano.») Hablaron a su alrededor, culparon, desesperaron, lloraron. Él se quedó lejos de todo, royendo el último mendrugo de su mundo perdido.

Se quedó solo, mudo, apretando una contra otra las palmas vacías de sus manos. «La inhabilidad de Elías, la astucia de los administradores, la mala fe de Elías, la rapacidad de los administradores, la estupidez de Elías, la fullería de los administradores.» Las palabras llegaban a sus oídos y volvían, las palabras sólo decían una cosa, dentro de su corazón: «Elías. Elías». Se quedó solo. Todos los días empezaba una nueva soledad, más empinada, más áspera. Todos los días, las cosas nacían delante de sus ojos con un significado que guardaron años y años, y él no supo ver nunca. (Le venía a la memoria su anciana aya aldeana, le venía a la memoria su voz oscura, relatándole historias de príncipes malditos, bajo la luna malévola. Maldiciones y signos, a la sombra alargada de un árbol frutal, debajo de la luna.) «Como nadie se ocupó nunca de nada, como nadie se interesó nunca por aquello, como nadie trabajó nunca, como nadie se tomó en serio la vida nunca, nunca, nunca...» (Pero la vida, la vida, era otra cosa. Otra cosa desesperadamente cierta, otra cosa que él había conocido y no podía recuperar. La vida no se tomaba ni en serio ni en broma, la vida era como era, para cada uno. El sol traía la vida, todas las madrugadas, a los aleros, a las ventanas, a los árboles, a las conciencias, y la vida se ignoraba, la vida no se conocía, la vida era una mentira inmensa, incomprensible.)

Él se quedó solo, mirando hacia la tierra.

Elías Corvo se pegó un tiro el 3 de mayo del año siguiente, en el llano pampero. El 4 de junio, exactamente un mes y un día más tarde, a las tres de la madrugada, el joven Daniel salió de su habitación, descalzo, medio desnudo, guiado por un sonambúlico presentimiento. El fuerte olor de la flor blanca invadía el patio, y allí, bajo la luna, del árbol de plata pendía el cuerpo de Gerardo, una masa negra, en vaivén. Los ojos de Daniel se clavaron en la sombra del suelo, negra y elástica, que daba vueltas lentísimas, como una barca irreal. Daniel gritó, tapándose los ojos. Los criados descolgaron a Gerardo, y el médico llegó de una galopada, con la chaqueta encima del pijama.

Estuvo un mes en cama, y luego, al levantarse, vio como le había quedado el pecho abultado y el cuello torcido hacia el hombro derecho. Como un gesto de duda o de indiferencia.

Algo tenía la tierra de Hegroz, los bosques de Hegroz, para los que nacieron en la calle de la Sangre, del Ave María, detrás del cementerio de los niños sin bautizar. Algo tenía la tierra áspera, ingrata, sufrida, los bosques altos y negros, relumbrando en la lluvia con diminutas estrellas impalpables, para los que padecieron el hambre de la tierra y la sed del bosque. El otro indiano, el rival de los Corvo, Lucas Enríquez, aprovechó el momento. A sus manos de negrero pasó la tierra y los bosques de Oz y Cuatro Cruces. Porque Gerardo Corvo, de pronto, amó el dinero, el dinero tangible, con avaricia de vieja que guarda sus monedas en el fondo del arca. Dinero que lentamente se perdía de nuevo, con el correr sencillo, brutal, de la vida de todos los días. Porque tampoco Gerardo sabía hacer otra cosa con el dinero, excepto lo que hizo siempre: cambiarlo por pedazos de vida. De su vida cara, exigente todavía. Doblada, vencida poco a poco, como la sangre misma, como el deseo. Dentro del tiempo, que también se fue.

La vida continuó, porque la vida continúa siempre. Las uñas de la pobreza rascaron en la casa, buscando en los rincones. Los Corvo se instalaron para siempre en La Encrucijada, a las afueras de Hegroz, entre los barrancales y los bosques. Cerca del río, de la tibieza de las praderas.

Los árboles florecían y se desnudaban, los cuervos cruzaban sobre los bosques de Neva, hacia el cementerio de los caballos. Los box se despoblaron. Crecieron en el jardín la maleza y las jaras. Entraron hombrecillos voraces que hipotecaron y embargaron. Así, año tras año, hasta la presente atonía, en que ya no se podía perder y se iba viviendo. La casa y la tierra sola de La Encrucijada, y únicamente los bosques de Neva. (Los bosques de Neva, sí, allí, estaban. Para acercarse aún a ellos, y mirarlos. Para dejarse morir un día, al pie de una encina, como un caballo viejo.) Algo tenían, ciertamente, los bosques de Hegroz, para los hijos de la calle de la Sangre.

Y llegó el tiempo nuevo, diferente, para Gerardo. El nacimiento del otro mundo, el que vivía aún ahora. La tristeza invadió la casa y la última tierra de los Corvo. La conformidad obligada, el trabajo, el desasosiego.

En diciembre de 1930, murió Margarita. En el lecho alto, con columnas torneadas de madera negra y dosel de damasco amarillo, hijos y criados la vieron por última vez, en la madrugada lívida de la Nochebuena. En aquel mismo lecho donde nacieron todos sus hijos, como fue su deseo. Había un perfume invernal en los quicios de las puertas, en las ventanas que se abrían al prado. Un perfume de troncos helados, de noches ateridas, de escarcha. La hija de Pedro, el aparcero de La Encrucijada, apodada «La Tanaya», vino desde su pabellón de tras la chopera con sus absurdas tortas de azúcar tostado, extraño presente a la muerte ofrecido en tierras de Hegroz. El entierro fue solemne y austero, a un tiempo. Cuando volvían del cementerio caía una granizada breve, brillando tupida entre los rayos del sol.

Un día de primavera. César se despidió de la familia. Gerardo sabía, ahora, lo que en otro tiempo no pudo o no quiso ver. César, su hijo mayor, era un ser anodino, limitado, cobarde. Isabel, en cambio, se parecía a él. (En aquellos días largos de una Encrucijada sin esplendor, sin alegría, Gerardo miraba a Isabel dentro de un silencio hondo, de un silencio que era superior a todas las palabras.) Se le parecía. Isabel tenía la sangre cálida, la pasión y la fuerza suyas. Y algo más, que él no conoció: tesón, voluntad, dominio de sus flaquezas. Y su mismo espíritu dominante, autoritario. Isabel heredó la mesura, la disciplina de Margarita. La ambición, la terquedad, la savia violenta del Corvo de la calle de la Sangre. Isabel fue la que creció, de pronto, en La Encrucijada. Ella fue quien habló antes que nadie a César: «¿Para qué estuviste tantos años estudiando?». La carrera de Derecho, finalizada por César recientemente, estudiada con lentitud y desinterés, creyendo que nunca iba a servirle para nada, le abría, de pronto, nuevas posibilidades. Isabel, apoyadas las dos manos en la mesa, le hablaba. César, como un niño, levantaba la cabeza y la miraba. Tenía el mentón infantil, blando. Con la cabeza levantada hacia su hermana, aparecía empequeñecido, miserable, a los ojos de Gerardo. Una rabia débil le invadía, mirándole, y apartaba los ojos, con un dolor desconocido en el centro del pecho, en el estómago, que no se podía explicar.

Una mañana, César abandonó La Encrucijada. Aún hoy, al recordar aquel día, se abría una herida vieja, honda, en el corazón de Gerardo. Algo confuso, extraño, dentro de su alma, como una estrella caída.

(Un niño corría [un niño que huía, que no volvió nunca], montado en un caballito negro de Shetland.)

César se fue de allí. Era un muchacho pálido, de mirada huidiza. En Madrid, tal como planeó Isabel, abriría un bufete en unión de un compañero suyo, amigo de infancia. Después...: «Piensa que te llevas el poco dinero que nos queda. Piensa que eres nuestra última esperanza. César, ten fe, trabaja. Trabaja. Si trabajas con empeño, tú lo verás, todo se salvará. Mientras tanto, te lo juro, yo levantaré aquí, otra vez, nuestra Encrucijada...». La voz de Isabel era una voz desconocida, una voz extraña en un cuerpo casi adolescente. Gerardo recordaba aún a aquella muchachita milagrosamente crecida, endurecida. De pie, apoyando ambas manos en la mesa, inclinada hacia su hermano, que levantaba hacia ella la cabeza, casi temeroso. «César parece un perro», pensó Gerardo. Y por ello, por todo lo que naufragaba en él en aquellos instantes, sintió casi un monstruoso odio hacia la muchacha. Isabel era muy alta. Aún vestía de negro por la muerte de su madre, color que conservó después, casi continuamente. Tenía el talle largo, apretado y un poco rígido. Las caderas estrechas, como las de un muchacho, y los senos breves, picudos y agresivos, empujando la tela del corpiño. Llevaba el cabello recogido en un moño bajo, y unos rizos menudos, de un negro azulado, se escapaban sobre sus orejas finas, de color de ámbar. Tenía, cuando hablaba, los ojos encendidos y grandes, los ojos duros y abrasados de los Corvo. Sí, se parecía a él. Se parecía a él. Una ternura nueva le despertó dentro. Y la escuchó, la siguió también él, como un perro, como un niño, como un viejo, desde entonces.

Los dos juntos, con los brazos enlazados, vieron partir a César aquella mañana. Asomados a la terraza le vieron cruzar el prado, el río, los campos, llegar a la lejana carretera. Se llevaba su última esperanza. Apenas desapareció de su vista, Isabel se desprendió de su brazo y volvió adentro, a la casa, que la esperaba. Gerardo la vio entrar allí, los hombros erguidos, los ojos brillantes, los brazos desnudos hasta los codos. No temía al trabajo, por duro que fuese. La casa la esperaba. «La casa.» Vio en Isabel algo de ama y jornalera, de tierra. Y pensó: «Ella es la dueña, ella es el ama de La Encrucijada. Ella es de mi tiempo». A su alrededor, extrañamente, dolorosamente, en la ráfaga de viento que bajaba de Neva, le pareció que huía su tiempo, que se revolvía en el aire, que se perdía como ceniza, como polvo carbonizado, como viento devuelto al viento.

A los diecinueve años, Isabel Corvo asumió el mando de La Encrucijada. Su mano fue dura, inflexible, impropia de su edad. Su norma de conducta: «sacrifiquémonos, reduzcamos gastos, unámonos en el trabajo, por duro que sea. Hay que levantar La Encrucijada». Amaba aquella casa, aquellas tierras. Despidió a mozos y criados, y guardó únicamente lo indispensable. Los aparceros de tras la chopera para el cultivo de la finca y, en la casa, solamente dos sirvientes y el viejo cochero Damián, por no enviarlo al asilo. Ella, la primera, trabajó como un hombre. La casa descansaba en su esfuerzo. Isabel se endureció, envejeció extrañamente. Era una vejez espiritual, una vejez de expresión, de gesto, de voz, cuando aún permanecían las mejillas tersas y el cuerpo indómito.

Siempre amó aquella casa. Su pequeña vida de muchacha retraída, un poco olvidada, se repartió hasta entonces entre el internado de monjas y La Encrucijada. Desde muy niña, cuando en los veranos llegaban por los caminos de Neva, al divisar el tejado cobrizo, tras los chopos, doblado el último recodo del camino, su corazón golpeaba fuerte, y la sangre parecía cantar: «Ya estamos en nuestra casa». A Isabel, de niña, le gustaba oír hablar a su padre de los tiempos pasados en aquella casa. Miraba, a veces, los arreos con cascabeles, guardados en las arcas del desván. Imaginaba a los abuelos (a los otros, a los primeros), llegando a La Encrucijada jinetes por los altos caminos de Neva. «Nuestra casa.» Al asumir su mando, Isabel creció, extraña, casi monstruosamente. Una alegría sorda, en medio de la angustia, la empujaba. Una alegría secreta, terrible, en medio de la pena y la desesperación. «Debemos unirmos. Hay que levantar La Encrucijada.»

Pero también allí dentro, en aquella casa amada, estaba Daniel. Daniel Corvo, nieto de criada y de cuatrero, en las palabras maldicientes. Daniel Corvo hijo de Elías, el ahora maldito. El ahora odiado. Daniel, en la voz, levemente temblorosa de ella misma al decir aquel nombre. Ella miraba a veces a Daniel Corvo, lo miraba en un silencio largo, lo envolvía en una mirada apretada, ciega: como si al mismo tiempo no lo viese. Y nadie lo sabía, nadie, ni tal vez ella misma... «Consentido. Consentido, ni más ni menos, en esta casa. Perezoso, arisco, malvado. Malvado, sí. Es de mala casta, es de mala voluntad. Padre, ¿no ves cómo Daniel rehúye el trabajo? Padre, ¿no te das cuenta de que Daniel no ama a La Encrucijada? Padre, todos ayudamos aquí, menos Daniel... Daniel, Daniel, tienes el diablo dentro, eres de una mala sangre. Daniel, dime, ¿qué crees que es la vida? ¿Qué te figuras tú que es la vida?...» Miraba a Daniel, cuando subía a acostarse, cuando escapaba más allá del prado, cuando huía por la puerta del huerto... «Padre, Daniel ha vuelto a escaparse... Daniel anda siempre con los criados, anda siempre con los de la aldea, anda siempre allí detrás, en la chopera, adonde la Tanaya..., con los aparceros, con los jornaleros, con los de Hegroz..., le tira la sangre; es un haragán. Es un inútil, un perezoso... Padre, ¿qué vamos a hacer de este Daniel, qué vamos a hacer? Dios mío, Dios mío, ¿qué voy a hacer yo?...», y casi parecía que una lágrima lenta, dura como un espejo, le cubría los ojos. y Daniel, silencioso, arisco, salvaje como un lobezno criado en la montaña de Neva, huía, huía, siempre. Huía de la mirada, de la sonrisa, de la apretada ternura, encendida, callada, ignorada. «Y lo peor, es que arrastra a Verónica con él...» Desde la puerta del jardín, abandonado, con las malas hierbas y las jaras crecidas, como sus propios pensamientos, ella les vio. Ella, con sus manos doradas por el sol, endurecidas por el trabajo, apretadas las palmas una contra otra, los labios cerrados, los veía alejarse, juntos, como alimañas, como malditas alimañas, hacia el bosque. (El bosque, allí cerca alzándose agresivo, de parte de ellos —contra ella, contra ella, ella lo sabía bien—, el bosque, con sus mil aromas y sus mil llamadas a las que ella debía, tenía que ensordecer, que cerrar los ojos. El bosque, verde y negro, húmedo, profundo, con pozos de sombra y altas estrellas, mágicas, rojas como fuego, entre las lejanas copas del mediodía de agosto, abrasado, hiriente, oscuro y aterrador entre las hierbas y las raíces.) Ah, mil lenguas de fuego le quemaban dentro, dentro, allí donde se matan los deseos y nace la duda, la tristeza, el olvido después...

Hegroz murmuró de los Corvo, con saña. Como siempre. Como si nada hubiera cambiado. Dijeron que martirizaban al joven Daniel, que le negaban todo derecho, para vengar la ruina en que les había sumido la imperdonable estupidez de Elías. Dijeron que no le daban de comer, que le encerraban en una habitación y le pasaban agua y pan, únicamente. Todas las lenguas de vieja, envenenadas de rencor y calumnia, tejieron absurdas historias en torno al huérfano de La Encrucijada. Algún pastor, no obstante, y los chiquillos de la aldea, le vieron, libre, merodear por los bosques de la vertiente de Neva, de la mano de la pequeña Verónica.

Y también ella. También ella les sabía, aunque no les viera. Un día y otro, y siempre, tal vez, dentro de su corazón, ellos dos, siempre ellos dos, junto al pozo, mirándose en el agua con las cabezas juntas, o en la pradera, persiguiéndose entre las altas hierbas, como potros bajados de la montaña. Uno y otro día, los dos adolescentes, poco amantes del trabajo, del sacrificio, encendiendo su dolor, su apretado dolor de criatura retraída, prematuramente responsable, severa. La atmósfera densa de la flor blanca, de las estrellas, de las podridas y húmedas hojas, se empapó de celos callados, ocultos como un pecado. Disfrazados de palabras sensatas, convenientes, cuerdas y certeras, como ella misma, el ama de La Encrucijada.

Lucas Enríquez vio un día y otro día, en la iglesia, a la pequeña Verónica. Una tarde, se presentó en La Encrucijada, con traje de seda cruda, en su anticuada y linda berlina de grandes ruedas rojas. Pidió la mano de Verónica, a la antigua, con toda solemnidad. Los ojos opacos de Gerardo Corvo brillaron fugazmente, como en los viejos tiempos. Verónica sólo tenía catorce años, pero era una criatura bien desarrollada, de una belleza deslumbrante. El cabello, dorado, resplandecía sobre sus hombros y su frente. Tenía la piel cálida, entintada por el sol, y los ojos oscuros y limpios, duros, como cristal negro. «Padre, sería tan conveniente... Tal vez, padre, la misma Providencia...» (La voz de Isabel se aferraba, trepaba, como la retorcida y charolada enredadera, adueñándose de las piedras viejas quemadas por el sol, allí donde la fuente, en el huerto...)

Gerardo la miraba, en silencio. La veía, resentida o tal vez prudente, tal vez la única sensata. «Isabel, indiscutiblemente el único espíritu fuerte, emprendedor, seguro, de esta casa.» Nada positivo se sabía aún de César. Nada, y en el fondo de su corazón adivinaba que nunca, tampoco, se sabría otra cosa mejor de él. Isabel advertía con palabras como plomo, con palabras llenas de cordura, como cuchillos, ciertas y brillantes. Pero Verónica les escuchó en silencio, y sencillamente dijo: «No». Como lo decía ella, sin que otra palabra se pudiera añadir después: «Y es por él, padre, por él, que esta loca tira por la ventana nuestra salvación. ¡Él, aún, ha de traer más desgracia a esta casa!...».

Él. Él, siempre, allí, en su lengua, en su pecho. Su nombre encerrado, como un pájaro que no debe huir. «No tiene derecho a nada, padre, no tiene derecho a nada... ¿Es acaso un niño? No, padre, ya no es un niño...» (Ya no era un niño, no lo era, y aunque lo fuese, allí estaba dentro de ella, diferente a todo, distinto a todo, alto como un hijo, como un amor más profundo que un hijo, como un deseo arraigado y cierto, desde antes de nacer. Oscuro, oscuro y cierto. Ella lo sabía bien. Él se escondía, trepaba por la escalerilla del desván, cuando ella no podía detener una sangre desbocada, allí, en su misma garganta. Y le buscaba con pretextos nimios, con pretextos de madre imposible. Ella lo sabía bien. Oscuro y cierto.) «¿Cómo justifica su presencia en esta casa? Padre, no sé cómo no se le cae la cara de vergüenza... Sabe que el trabajo le espera, y él se esconde ahí arriba, en el desván, a leer... ¡Los malditos libros! Todo lo que nos dejó su desgraciado padre... ¡Y César, en la ciudad, intentando levantar la vida! ¡Y yo, aquí, sola, completamente sola, levantando La Encrucijada! Padre, ¿es justo esto, es justo?...» Se alzaba delante de Gerardo, como una razón larga, ineludible. «Padre, el que no trabaja no tiene derecho a la vida.» ¡Qué insólitas palabras, éstas, allí en La Encrucijada! Al oírlas, Gerardo Corvo inclinaba la cabeza, el labio inferior saliente. El perfume de la flor blanca adormecía, en las horas de la siesta. En la noche, sobre todo, que llegaba sobre ella, con los ojos clavados en el techo, asistiendo al amanecer, sin sueño, con un desvelo oscuro, que no se atrevía a confesar. «Ah, si Daniel fuera mi hijo no sucedería esto. Es por su bien, sólo por su bien, lo que yo hago...» En su voz había un temblor quemado: «Si fuera mi hijo».

En Hegroz vivió una vieja señorita llamada Beatriz, nieta del antiguo administrador del Duque. Beatriz se había quedado sola, en una paz segura. Sus padres compraron al Duque la casa en que vivían, y poseía trescientas cabezas de ganado. Incluso pagaba dos pastores para su hacienda. Cosía en su jardín y regaba flores: geranios encarnados, blancos, y rosas que, tal vez por el frío, amanecían casi siempre deshojadas. Isabel, poco a poco, después de misa, frecuentó la casa de Beatriz. Sentadas a la sombra del moral, departían, en el huertecillo de macetas y rosas demasiado abiertas. Beatriz tenía cuarenta años, tierras de trigo compradas por su abuelo en Los Pinares, arcas llenas de lienzos y ricas sábanas bordadas. Joyas campesinas, de plata labrada, y alguna lámina en el banco. Un día, Gerardo fue a visitarla. Iba acompañado de Isabel. Vestía su viejo traje negro, con cuello de terciopelo, y los zapatos de charol, un tanto rozados y pasados de moda, pero brillantes. Su cabeza encanecida tenía cierta nobleza sobre los hombros pesados. Llevaba en la mano un fino bastón de bambú, y el pañuelo de seda blanca, descolgado al borde de su bolsillo, como una flor antigua y triste, encima del corazón. Seis meses después, una mañana de febrero de 1932, Beatriz y Gerardo se casaron en la capilla de Hegroz. En el pueblo, la casa de Beatriz, con su huertecillo, su moral y sus gorriones chillones, se cerró. Beatriz, alta, morena de ojos azules y anchos pómulos, de pecho liso y caderas huesudas, con sus tres baúles reforzados de hierro, con su conmovedora arca de vieja novia y una rara ilusión en la mirada, entró como esposa de Gerardo Corvo en La Encrucijada. Pero Damián, el criado, dijo a la cocinera: «Una sirviente más para la señorita Isabel».

Apenas transcurrido un mes de la boda, cierta mañana, las criadas de La Encrucijada vieron llegar a la casa a la señorita Isabel, sofocada, sudorosa, con las manos apretadas. Parecía venir del bosque. Subió a su habitación y se encerró en ella. A la tarde, sin haber probado bocado, salió en busca de su padre. Aparecía demudada, con la cara del color de las velas. Juntos, en la sala herméticamente cerrada, Gerardo e Isabel hablaron largo rato. Después, todo se sucedió tan rápida, tan violentamente, que apenas podían recordarlo. Llamaron al joven Daniel. Lo que dijeron, lo que hablaron tras aquellas gruesas puertas de roble, ahumadas y misteriosas, nunca lo supieron ni las criadas de La Encrucijada, ni Damián, ni los aparceros de tras la chopera. Lo único cierto era que aquella misma noche Daniel Corvo, que contaba entonces diecisiete años, hizo su maleta, y al amanecer del día siguiente salió de La Encrucijada. Y nadie le volvió a ver.

La noticia causó gran estupor en Hegroz. «No tienen derecho a echarle así, como a un perro», decían unos. Y otros añadían: «No le han echado. Se ha marchado él por su propia voluntad». Inútil fue que intentaran sonsacar a las criadas, a la Tanaya. «No sabemos nada», decían. Únicamente Damián comentó: «El chico era orgulloso y torcido. No lleva buena sangre. Y rondaba demasiado por ahí con la señorita Verónica». «Era un vago y un desalmado —añadió Marta, mientras cortaba pan—. Otra raza se mezcló a esta familia. Quiera Dios que no vuelva jamás.» Pero la Tanaya, en su casucha, detrás de los chopos, decía en voz baja a su marido: «Era un chico que robaba el corazón. Como ninguno de ellos. Como ninguno».

En noviembre de aquel mismo año, Beatriz, madre tardía y triste, en un parto que duró dos días y dos noches, dio a luz una niña. Beatriz murió al amanecer del tercer día, y su rostro amarillo, huesudo, tenía entre los cirios una paz extraña, casi dulce. Los baúles reforzados, ya vacíos, se vendieron al buhonero, y el cuerpo flaco, cumplidor, sirviente, se escondió en la tierra de Hegroz, en el panteón de los Corvo, junto a Margarita y a las abuelas de Gerardo y Elías. Quince días más tarde, Gerardo e Isabel llevaron a la niña a la iglesia de Hegroz, dentro de un faldón almidonado y lleno de puntillas que sirvió antes para todos los niños de la familia. Le pusieron el nombre de Mónica.

Tres años más pasaron. Tres años vulgares. Incluso, llenos de paz. Mónica crecía, como un animalillo de la montaña, sin demasiados cuidados, bajo la mirada levemente tierna de Isabel. De vez en cuando, con antiguos trajes de la abuela, le hacía vestidillos graciosos, un poco absurdos, que dejaban al descubierto sus pequeñas piernas, ágiles y fuertes. Verónica vivía como vivió siempre, antes y después de la partida de Daniel: dentro de una gran sencillez. Ninguna queja salía de sus labios, ninguna alusión. Por dos veces más se negó a casarse con el indiano Lucas Enríquez. Pero sin violencia. Sin dulzura. Simplemente, tal como ella era para todos: serena y categórica. A veces, Isabel se irritaba y no podía evitar una confusa admiración: «No parece de este mundo». Y, sin saber por qué, este pensamiento le daba miedo.

El viejo cartero del pueblo entregaba cartas a la Tanaya. La Tanaya no podía disimular apenas el gozo, los ojos brillantes, apretados los labios, cuando llamaba suavemente, por la tapia del huerto: «Carta, señorita Verónica...».

Una mañana de abril de 1935, Verónica desapareció de La Encrucijada. Se supo, luego, que salió temprano de la casa —apenas alboreaba—, por el camino de Neva. Dijeron los pastores que Daniel Corvo —un Daniel crecido y extraño, como un lobo— la esperaba entre los árboles, a medio kilómetro escaso de la casa.

(La casa que fue de sus sueños, de sus juegos, de su miedo, de su infancia. Entre los chopos y los prados. Junto al pabellón de la Tanaya. Cerca del río y de las praderas, de las hayas, de las cuevas de murciélagos, de las vertientes y las rocas. La casa que, tal vez nunca, pudieron olvidar.)

Al día siguiente, Gerardo Corvo salió al camino. La última nieve, cristalizada, daba pequeños chasquidos bajo sus pies. Gerardo miró el horizonte, más allá de las montañas: «Otra cosa más hemos perdido...». Y borró su nombre de aquella casa. Sin indignación. Con un gesto de conformidad, tal vez de comodidad. Era un día frío, y se sentó a la mesa, frente a Isabel, la única hija leal, al otro extremo de la mesa.

«Padre, no verás una lágrima, no verás un temblor. Padre, no verás mi pensamiento, no sabrás nunca que deseo su muerte, más de lo que he deseado jamás la vida. Mis manos no temblarán, mis ojos mirarán de frente. Mi boca sonreirá para darte los buenos días y para escanciarte el vino. Padre, yo soy Isabel Corvo, yo soy tu continuidad.»

Ya no se servían delicados y variados platos en La Encrucijada. Se comían sopas humeantes y espesas, nutritivas, alimenticias. Prácticas sopas, de campesino acomodado, que repugnaban el paladar de Gerardo. Isabel le servía, como una auténtica ama de hacienda, tras una nube de vapor, con el —de pronto, absurdo— cucharón de plata: «Hay que reducir gastos, padre. Hemos de levantar de nuevo La Encrucijada». Y Gerardo probaba apenas la sopa, y vaciaba, poco a poco, tozuda y seriamente, el resto de las viejas bodegas, antiguo orgullo de la casa. Los lebreles Ancio y Debiel se echaban a su lado, ya cansinos, uno a cada lado del sillón. Gerardo era un viejo egoísta y abúlico, al que sólo preocupaba su tranquilidad, su ocio y sus vinos.

Cuando en julio de 1936 estalló la guerra, tras unas horas de incertidumbre, los de Hegroz vieron llegar por la carretera algunos coches con falangistas armados. Detuvieron al maestro, al que llamaban «Patinito», y al hijo del herrero, por sus actividades políticas. El hijo del herrero quiso escapar por el camino, tirándose al terraplén, hacia el río. Le dispararon y cayó al agua, con la cabeza atravesada. Trajeron el aviso y el padre fue a buscarlo. Pero cuando entraron el cuerpo en el pueblo los vecinos cerraron las puertas y las ventanas. Al «Patinito» dijeron unos si lo mataron en llegando a Valle Pardo, y otros que salió vivo. Pero no se volvió a saber de él. Por lo demás, la guerra fue en Hegroz una cosa lejana, incomprendida.

Una vez, muy altos, volaron sobre Neva unos aviones enemigos. O así lo dijeron. Tres años de incomunicación, de alistamientos al frente. Tres viudas en el pueblo y una madre sin su hijo menor. Los demás, nada. La vida seguía, exacta. Labraban la tierra, cuidaban los ganados, morían, nacían, en ajeno. Tardíamente, llegaron a La Encrucijada noticias de Daniel y de Verónica. Él, luchaba en el frente enemigo. Estando Daniel en las trincheras, en enero de 1938, murió Verónica durante un bombardeo. Parece ser que esperaba un hijo. En 1939, finalizada la guerra civil, se supo que Daniel había huido a Francia.

Hacía mucho tiempo que César abandonó la idea del bufete, junto al compañero de infancia. Fracasó aquello y fracasaron varias cosas más. Luego, la guerra... Cuando volvió, todo había cambiado.

César hacía algún que otro negocio, no muy claro. A veces ganaba dinero y venía triunfante. Otras, pedía socorro a Isabel. Así, iba viviendo. Estaba descontento y hablaba mal de casi todas las cosas. Últimamente se había comprado un coche viejo, muy viejo y destartalado, pero que «le ayudaba en sus negocios». Nadie le preguntaba en La Encrucijada en qué consistían aquellos negocios. Solamente Isabel y él reñían cuando venía pidiendo dinero, fantaseando: «Te juro, Isabel, que esta vez me hago rico de un golpe... Imagínate que...». Isabel no entendía y fruncía los bordes de la bolsa. Entonces, César se iba con un gran portazo y juraba no volver. Pero volvía. Y Gerardo los miraba, como se mira un retrato viejo y olvidado, como quien piensa: «¿A quién me recuerda este rostro...?».

(«Un niño corría y se marchaba, un niño cruzaba el prado, la tierra ancha, roja, inmensa, montado en un caballito negro...»)

Una tarde de febrero, de 1947, llegó César a La Encrucijada con la noticia. «Le han visto. Anda por ahí muerto de hambre, enfermo..., como un mendigo. A ese criminal.» Y añadió: «Deberían lincharlo, si se atreve a presentarse en el pueblo». Isabel no dijo nada.

A menudo, César despotricó contra Daniel. Pero no dejaba de traer noticias suyas. «Un amigo le ha visto. Fulano ha hablado con él...» César doblaba los labios, con un desprecio tal vez excesivo, tal vez insincero: «Buena racha lleva, por lo visto. No lo pasó muy bien, que digamos... Claro, ¿qué se figuraba? ¿Que le iban a recibir con los brazos abiertos? ¡Los vencidos son como la peste! ¡Como la peste!...». Isabel escuchaba, y callaba.

Daniel. Ajeno, hundido. Daniel. Aparecía vivo a su recuerdo siempre encendido. Un Daniel derrotado, en su imaginación. Un Daniel enfermo, en su imaginación. En la noche cálida de junio, con las ventanas abiertas, con las mariposas doradas en torno a la lámpara, en el amarillo círculo de luz sobre la madera de la mesa, entraba el traidor, el espeso, el maldito perfume de la flor blanca por los poros de la piel, hasta los huesos. Las tijerillas de plata, el hilo, la labor, en sus manos, se volvían rígidas, inmanejables. Los rizos negros escapaban tras la oreja fina, morena. Y brillaba el pendiente, como una lágrima.

Una noche se lo dijo por primera vez:

—Padre, Daniel debe volver a esta casa. A su casa.

Gerardo la miró como a una loca. Isabel sonreía apenas. Ya sabía que vencería. Ella vencía siempre: cuando preparó la boda de su padre y Beatriz, cuando quiso que abandonase Daniel La Encrucijada.

Mónica, la menor, les miraba, curiosa. Con sus dieciséis años recientes, ignorantes, casi salvajes, en aquella casa muerta. Isabel la alejaba:

—Vete un momento, Mónica. Tengo que hablar con papá...

(«Falsas frases de falsa caridad. Ah, Isabel, hija mía, hija mía, eres un cuervo. O tal vez sí, tal vez es cierto lo que dices.») Gerardo Corvo, con el cuello torcido por la soga, la miraba torvamente.

—Padre, ayer escribí a Daniel. Le pedí que volviese..., que volviese a su casa. Ha pasado el tiempo. Todos olvidamos...

Gerardo Corvo tenía una expresión entre brutal e indiferente. No se movió. Sólo dijo:

—¡Olvidamos! Bueno. Tu hermano César no querrá...

Isabel abandonó la labor. Sus labios temblaban levemente, y Gerardo conocía aquella cólera muda, aquel desprecio.

—¡César! A César no le importó nunca aquello... Lo único que no le perdona es que luchara en la trinchera enemiga. Que estuviera frente a él en el único momento importante de su vida. César sólo vive del recuerdo de la guerra. ¡Pero la guerra terminó hace ya ocho años, y todos, todos han perdonado ya, antes que nosotros!... Esta casa es también la casa de Daniel. No podemos negarlo. Asimismo se lo he recordado en la carta: «Es tu casa, no te ofrezco ninguna limosna, porque esta casa es tuya...». Y si él quiere venir, nada podrá impedirlo. Ha regresado, padre, ha purgado sus culpas. Nadie podrá impedirlo. Somos cristianos. Y ésta es también su casa...

—¡Su padre nos arruinó completamente! ¡Todo se le ha dado de caridad aquí!

Gerardo hablaba sin convicción. O, acaso, malignamente, repetía las palabras de ella en otro tiempo. Pero ella no se acordaba, tal vez, y sólo dijo:

—Pues si quiere venir, vendrá.

A últimos de enero, el guardabosques de Neva sufrió el accidente que le costó la vida. Probablemente, algunos periódicos publicaron el hecho, en la sección de sucesos. Tal vez fue de este modo como se enteró de ello Daniel.

Una mañana de primavera, cuando Isabel ya empezaba a perder toda esperanza, llegó la carta. Iba dirigida a Gerardo. Isabel la tuvo entre las manos, con un temblor antiguo y nuevo a un tiempo. Hacía frío en la gran sala destartalada. Entraba la luz del invierno, azul, mojada, por las ventanas anchas, entre las raídas cortinas de brocado. Junto a la chimenea encendida, Gerardo medio dormitaba. Era la última hora de la tarde, la hora del anís y del correo con días de retraso, de los periódicos, a veces mojados por la lluvia, a veces rotos. La hora quieta, solitaria, sin tristeza siquiera. Isabel miró a su padre largamente antes de entregarle la carta. Gerardo la leyó despacio y se la devolvió despacio también. Con un leve encogimiento de hombros, que tal vez significaba: «Eres tú quien manda aquí». Isabel fue hacia la ventana, fingiendo buscar la última luz. «Gerardo: Vuelvo si la cabaña de Neva queda libre, como supongo, por la muerte del guardabosques. No quiero vivir en La Encrucijada. Guardaré los bosques, como el otro, a cambio de lo mismo que él. Me basta con eso.» Y de nuevo el nombre, aquel nombre que sólo parecía suyo: Daniel.

Los de Hegroz no supieron cómo fue. Hablaron, murmuraron, inventaron, acertaron a medias. Lo cierto era que una mañana, apenas iniciada una primavera gris, recién llovida, Daniel Corvo volvió a La Encrucijada.