1.
Las fotografías que Annelise me había enseñado de Siebenhoch no le hacían justicia a ese pueblo encaramado a mil cuatrocientos metros de altitud. Es verdad, las ventanas con geranios eran aquellas, las calles estrechas para mantener el calor, también. ¿Las montañas nevadas y el bosque alrededor? De postal. Pero en vivo era… diferente.
Un magnífico lugar.
Me gustaba la pequeña iglesia rodeada por un cementerio que no hacía pensar en la muerte, sino en el eterno descanso de las oraciones. Me gustaban los tejados puntiagudos de las casas, los cuidados setos de flores, las carreteras libres de socavones, me gustaba el dialecto a ratos incomprensible que deformaba la lengua de mi madre (y, a todos los efectos, de mi infancia) en un dialokt disonante y mal hablado.
Me gustaba incluso el supermercado DeSpar adormilado en un claro arrebatado por la fuerza a la vegetación, el entrelazamiento de las carreteras provinciales y nacionales, así como los caminos de herradura semienterrados por la maraña de las hayas, de los helechos y de los abetos rojos.
Me gustaba la expresión de mi esposa cada vez que me enseñaba algo nuevo. Una sonrisa que la hacía parecerse siempre a la niña que, me imaginaba, había corrido por esos bosques, jugado con bolas de nieve, caminado por aquellas calles, y que luego, cuando fue mayor, cruzó el océano para llegar hasta mis brazos.
¿Qué más?
Me gustaba el speck, sobre todo el curado que mi suegro traía a casa sin revelar nunca el origen de esa delicia —ciertamente ninguna de las que él llamaba «tiendas para turistas»—, y las bolas de masa, cocinadas de cuarenta maneras distintas por lo menos. Devoraba tartas, strudel y lo que fuera. Me eché encima cuatro descarados kilos y no me sentí culpable en lo más mínimo.
La casa en la que estábamos era propiedad de Werner, el padre de Annelise. Se encontraba en la frontera oeste de Siebenhoch (suponiendo que un pueblo de setecientas almas pueda tener fronteras reales), en el punto en que la montaña ascendía hasta tocar el cielo. En el piso de arriba había dos dormitorios, un pequeño estudio y un baño. En la planta baja, una cocina, una despensa y lo que Annelise llamaba salón, aunque «salón» resultaba un término simplista para esa habitación. Era enorme, con una mesa en el centro y muebles de madera de haya y de pino que Werner había construido con sus propias manos. La luz llegaba a través de dos ventanales que daban a un césped y desde el primer día coloqué una butaca allí delante por el placer de dejar que el espacio —las montañas y el verde (que cuando llegamos se encontraba cargado con una capa compacta de nieve)— se adentrara en mí.
Estaba sentado en esa butaca cuando el 25 de febrero vi el helicóptero surcando el cielo por encima de Siebenhoch. Era de un bonito color rojo flamante. Pensé en ello toda la noche. El 26 de febrero, el helicóptero se había convertido en una idea.
Una idea obsesiva.
El 27 me di cuenta de que necesitaba hablar con alguien.
Con alguien que supiera. Alguien que lo entendiese.
El 28, lo hice.
2.
Werner Mair vivía a unos kilómetros en línea recta de nosotros, en una localidad con poquísimas comodidades que la gente del lugar llamaba Welshboden.
Era un hombre severo que apenas sonreía (una magia que tan solo le resultaba sencilla a Clara), pocas canas en las sienes, ojos penetrantes de un azul cielo que tendía al gris, nariz afilada y arrugas como cicatrices.
Se acercaba a los ochenta en una forma física deslumbrante y lo encontré ocupado en cortar leña en mangas de camisa, a pesar de que la temperatura estuviera un poco por debajo de cero.
En cuanto me vio llegar apoyó el hacha sobre un soporte y me saludó. Apagué el motor y me bajé. El aire era punzante, puro. Respiré a pleno pulmón.
—¿Más madera, Werner?
Me tendió la mano.
—Nunca se tiene suficiente. Y el frío hace que uno se mantenga joven. ¿Te apetece un café?
Entramos.
Me quité la chaqueta y el gorro y me senté al lado de la chimenea. Bajo el olor del humo se filtraba un agradable aroma de resina.
Werner preparó la cafetera (hacía el café a la italiana, en la variante alpinista: un escupitajo negro como el alquitrán que te mantenía despierto durante semanas) y se sentó. Sacó de un mueble un cenicero y me guiñó un ojo.
Werner contaba que había dejado de fumar el día en que Herta había dado a luz a Annelise. Sin embargo, después de la muerte de su esposa, tal vez por aburrimiento o tal vez (sospechaba yo) por nostalgia, había empezado a darle otra vez. A escondidas, porque si Annelise lo hubiera visto con un cigarrillo entre los dedos lo habría desollado vivo. Aunque me sentía culpable por animarle con mi compañía (y mi discreción), en ese momento, mientras Werner encendía una cerilla con la uña del pulgar, el tabaquismo de mi suegro me venía bien. No hay nada mejor que compartir un poco de tabaco para una charla entre hombres, ¿sabéis?
Me lo tomé con calma. Intercambiamos algunas trivialidades. El tiempo, Clara, Annelise, Nueva York. Fumamos. Nos bebimos el café y un vaso de agua de Welshboden, para eliminar el sabor amargo.
Al final, se lo solté.
—He visto un helicóptero —empecé—. Rojo.
La mirada de Werner me traspasó de parte a parte.
—Y te has preguntado qué tal quedaría en televisión, ¿verdad?
Verdad.
Ese helicóptero no habría agujereado la pantalla. La habría hecho pedazos.
Werner sacudió la ceniza del cigarrillo en el suelo.
—¿Has tenido alguna vez una de esas ideas que te cambian la vida?
Pensé en Mike.
Pensé en Annelise. Y en Clara.
—De lo contrario, no estaría aquí —fue mi respuesta.
—Yo era más joven cuando tuve la mía. No surgió por azar, surgió de un duelo. Nunca es bueno que las ideas procedan de los duelos, Jeremiah. Pero es algo que sucede y no puedes hacer nada. Las ideas llegan y punto. A veces, se marchan, y otras, echan raíces. Como las plantas. Y, como las plantas, crecen y crecen. Tienen vida propia —Werner se detuvo para observar la brasa del cigarrillo, antes de arrojarlo a la chimenea—. ¿Cuánto tiempo tienes, Jeremiah?
—Todo el que se necesita —le contesté.
—Nix. Error. Tienes el tiempo que tu esposa y tu hija te han concedido. Para un hombre, la familia debe ser el primer pensamiento. Siempre.
—Cierto… —dije, y creo que me sonrojé un poco.
—De todos modos, si quieres oír esta historia, no nos llevará demasiado. ¿Ves esa fotografía?
Señaló una instantánea enmarcada, que colgaba bajo el crucifijo. Werner se acercó, y la rozó con las yemas de los dedos. Como a muchos montañeros, también a él le faltaban algunas falanges: en su caso, la primera del meñique y del anular de la mano derecha.
La imagen en blanco y negro representaba a cinco jovenzuelos. El de la izquierda, un mechón de pelo rebelde en la frente y la mochila al hombro, era Werner.
—La tomamos en 1950. No recuerdo bien el mes. Pero a ellos los recuerdo. Y también recuerdo las risas. Son lo que menos se desvanece a medida que vamos envejeciendo. Olvidas aniversarios, cumpleaños. Olvidas caras. Por suerte, también olvidas los dolores, los sufrimientos. Pero las risas de esa época, de cuando aún no eres un hombre, pero tampoco eres ya un niño…, esas permanecen dentro de ti.
A pesar de que tenía unas cuantas primaveras menos, entendía lo que Werner trataba de decirme. Dudaba, no obstante, de que su memoria pudiera fallar. Werner pertenecía a una clase de montañeros forjada en acero. A pesar de sus canas y de las arrugas en la cara, me resultaba imposible considerarlo viejo.
—La vida era dura, aquí en Siebenhoch. Por la mañana, a la escuela, en el valle; por la tarde y hasta la noche a partirse el lomo en los campos, en los pastos, en el bosque o en los establos. Yo era afortunado porque mi padre, el abuelo de Annelise, se salvó del derrumbe en la mina, mientras que muchos de los chicos de los cursos superiores eran huérfanos, y crecer sin un padre en el Tirol del Sur, en aquellos años, era cualquier cosa menos un paseo.
—Puedo imaginármelo.
—Imaginártelo sí, quizá —respondió Werner sin apartar los ojos de la fotografía—. Pero dudo que puedas comprenderlo de verdad. ¿Has tenido hambre alguna vez?
En cierta ocasión me asaltó un drogadicto que me amenazó con una jeringuilla en la garganta, y a un buen amigo mío lo apuñalaron cuando regresaba de un concierto en el Madison Square Garden. Pero no, nunca había pasado hambre.
Así que no respondí.
—Éramos jóvenes, inconscientes, y por tanto felices, no sé si sabes a qué me refiero. Lo que más nos gustaba era escalar montañas —una expresión entre la melancolía y la ironía, que desapareció rápidamente—. En esa época, aquí entre nosotros, el montañismo era para gente rara y para soñadores. No se trataba de un deporte respetable como hoy en día. De alguna manera fuimos pioneros, ¿sabes? Con el tiempo el montañismo se ha convertido en turismo, y hoy el turismo es la primera fuente de ingresos de todo el Alto Adigio.
Era cierto. Había hoteles por todas partes, restaurantes y teleféricos para facilitar el ascenso a las cimas de las montañas. En invierno los turistas se concentraban en las zonas de esquí, y en verano se dedicaban a las excursiones por el bosque. No podía culparlos: tan pronto como el clima cambiara, con el deshielo, tenía pensado comprarme unas botas robustas y, con la excusa de llevar a Clara a tomar un poco de aire puro, ver si este muchacho de Brooklyn podía competir con los habitantes de las montañas del lugar.
—Sin turismo —prosiguió Werner—, el Alto Adigio sería una provincia pobre, habitada únicamente por campesinos cada vez más viejos, y Siebenhoch ya no existiría, tenlo por seguro.
—Sería triste.
—Muy, muy triste. Pero no ha sucedido eso —parpadeó—. En cualquier caso… Para la gente de esa época, sobre todo para la gente de estos pagos, ir a las montañas significaba ir a trabajar a las montañas. Llevar las vacas a pastar, cortar leña para el fuego. Cultivar. Eso era la montaña. Para nosotros, sin embargo, era diversión. Pero éramos imprudentes. Demasiado. Competíamos por ver quién podía escalar la pared más empinada, nos cronometrábamos, desafiábamos la intemperie. ¿Y el equipo? —Werner se dio un golpe en el muslo—. Cuerdas de cáñamo. ¿Sabes lo que significa caer cuando estás asegurado con una cuerda de cáñamo?
—No tengo ni la más remota idea.
—El cáñamo no es elástico. Si te caes con las cuerdas modernas, esas de nailon y de quién sabe qué más, resulta casi divertido. Se estiran y absorben tu peso. El cáñamo es otra historia. Corres el riesgo de quedarte lisiado de por vida. O peor. Y además… Los clavos de escalada, los martillos y todo lo demás estaban hechos a mano, los hacía el herrero del pueblo. El hierro es frágil, fragilísimo, y era caro. Pero nosotros no teníamos cine, ni teníamos coches. Nos habían educado para ahorrar hasta el último céntimo. Y nos sentíamos muy felices utilizando el dinero para nuestras escaladas —Werner se aclaró la garganta—: Nos sentíamos inmortales.
—No lo erais, ¿verdad?
—Nadie lo es. Pocos meses después de tomar esa fotografía, hubo un accidente. Habíamos subido cuatro. Croda dei Toni, ¿has estado alguna vez? En el dialecto de Belluno significa «Corona de los truenos», porque cuando llueve y caen los rayos es un espectáculo que le pone a uno la piel de gallina. Es un hermoso lugar. Pero eso no significa que la muerte sea menos amarga. La muerte es la muerte, y todo lo demás no importa.
Lo leí en su rostro. Estaba pensando en Herta, que murió con un monstruo devorándole el cerebro. Respeté su silencio hasta que se sintió de nuevo dispuesto a proseguir con su relato.
—Tres de ellos no lo consiguieron. Yo me salvé solo porque tuve suerte. Josef murió entre mis brazos mientras yo gritaba y gritaba y pedía ayuda. Pero aunque alguien me hubiera oído, ¿sabes cuántos kilómetros había entre el punto en el que la cuerda se rompió y el hospital más cercano? Veinte. Imposible salvarlo. Imposible. Esperé a que la muerte se lo llevara, recé una oración y regresé. Y tuve la idea. O mejor dicho, la idea vino a mí. Después del funeral nos reunimos, junto con algunos otros, para beber en memoria de los muertos. Aquí entre nosotros, ya te habrás dado cuenta, beber es algo común. Y esa noche bebimos como esponjas. Cantamos, reímos, lloramos, blasfemamos. Más tarde, mientras llegaba el amanecer, expuse mi idea. Aunque nadie lo decía, aunque haya algunas cosas que de nada sirve escuchar con tus propios oídos, para el resto del mundo éramos unos locos que se la estaban buscando. Así que nadie podría o querría ayudarnos si nos metíamos en problemas allí arriba.
—Para salvaros tan solo podíais confiar en vuestras fuerzas.
—Así es, Jeremiah. Fue así como fundamos el Socorro Alpino de los Dolomitas. No teníamos dinero, no teníamos ningún apoyo político, debíamos pagar de nuestro bolsillo todo el equipo, pero funcionó —Werner me ofreció una de esas sonrisas que solo Clara lograba arrebatarle—. Uno de nosotros, Stefan, compró un manual de primeros auxilios. Lo estudió y nos enseñó las principales técnicas de reanimación. Respiración boca a boca, masaje cardíaco. Aprendimos a entablillar una fractura, a reconocer un traumatismo craneal. Cosas de ese tipo. Pero todavía no era suficiente. Comenzaban a llegar los primeros turistas, como los llamábamos en esa época, y con ellos, gente inexperta y mal equipada, aumentaban las intervenciones. Íbamos siempre a pie hasta que compramos la primera camioneta, en el 65, un cajón destartalado que de todas formas tan solo podía llegar hasta cierto punto. Luego había que apañárselas a la antigua usanza. Transportando al herido a hombros. A menudo y con naturalidad llevando a los muertos a hombros.
Intenté imaginarme la escena. Sentí escalofríos. Me duele admitirlo, pero no fueron solo escalofríos de terror, porque yo también, como Werner, tenía una idea en la cabeza.
—Llegábamos, encontrábamos el cadáver, rezábamos una oración; luego, el más viejo del grupo ofrecía una ronda con una botella de coñac o de grappa, un trago por persona, y al más joven le tocaba la misión de transportar el cadáver. Regresábamos a la base. Que por aquel entonces no era más que el bar de Siebenhoch, el único lugar donde había un teléfono.
—Joder —murmuré.
—En fin, resumiendo. Aquí, en Siebenhoch, el auténtico turismo llegó a principios de los años noventa, cuando Manfred Kagol tuvo la idea del Centro de Visitantes, pero ya en los años ochenta otros valles trabajaban duro para atender día a día las peticiones de los turistas. Los turistas traen dinero. Cuando el dinero empieza a moverse, tú también lo sabes, llegan los políticos, y si tienes un poco de cabeza, a los políticos los puedes manejar como mejor te parezca.
No me habría gustado estar en el pellejo del politicastro de turno que intentara tomarle la medida a Werner Mair.
—De manera que llegaron los fondos. Establecimos convenios con Protección Civil y con la Cruz Roja. A finales de los años setenta, participamos en un proyecto especial con los helicópteros del ejército. Los resultados fueron sorprendentes. Si antes los que sobrevivían a un accidente eran tres heridos de cada siete, con el helicóptero se llegaba a seis de cada diez. No está mal, ¿verdad?
—Diría que no.
—Pero queríamos más. En primer lugar —contó Werner mostrándome el pulgar—, queríamos un helicóptero que estuviera a nuestra disposición todo el tiempo, sin tener que enfrentarnos en cada ocasión a los caprichos de algún coronel —al pulgar se le añadió el índice—. Queríamos mejorar esa estadística. Ya no queríamos más muertos. Así que…
—Queríais un médico a bordo.
—Exactamente. El helicóptero reduce el tiempo, el médico estabiliza al paciente. Conseguimos tener el primer helicóptero en el 83. Un Alouette que, en la práctica, consistía en dos tubos soldados el uno al otro y un motor de cortacésped. Trasladamos la base desde aquí a Pontives, cerca de Ortisei, porque allí teníamos la oportunidad de construir un hangar y un helipuerto. Solo entonces llegó el médico de a bordo, después de que Herta y yo abandonáramos Siebenhoch.
—¿Por qué?
Una mueca en la cara de Werner.
—El pueblo se estaba muriendo. Aún no había turismo suficiente. El Centro de Visitantes era solo una idea en la cabeza de Manfred… ¿Te das cuenta de que siempre volvemos a hablar de las ideas? Y yo tenía una niña a la que debía alimentar.
—Podrías haberte quedado como parte del equipo de rescate.
—¿Recuerdas lo que te dije antes de explicarte todo esto?
—Yo no… —balbucí, confuso.
—Un hombre ha de tener una única prioridad. Su familia. Cuando nació Annelise yo no era viejo, pero en fin, ya no era un jovencito. Es cierto, Herta era veinte años más joven que yo y estaba acostumbrada a pasar las noches sabiendo que iba a subir a alguna cima para rescatar a algún escalador en apuros, pero la llegada de la niña lo cambió todo. Me convertí en padre, ¿comprendes?
Sí, lo comprendía.
—Un amigo me había encontrado un trabajo en una imprenta de Cles, cerca de Trento, y nos mudamos allí cuando Annelise tenía unos meses. Solo cuando hubo terminado la escuela primaria decidimos volver aquí. Mejor dicho, fue ella la que insistió. Le gustaba este lugar. Para Annelise era únicamente el pueblo de las vacaciones, pero de alguna manera se sentía unida a él. Lo demás, como se dice en estos casos…
—Es historia.
Werner me observó largo rato.
Werner no miraba. Werner escrutaba. ¿Habéis visto alguna vez un ave de presa? Werner tenía esa misma mirada. Lo llaman carisma.
—Si estás convencido de que quieres hacer lo que tienes en la cabeza, puedo dar un telefonazo a un par de personas. Luego corre de tu cuenta ganarte su respeto.
La idea.
Ya lo tenía todo en la cabeza. Montaje. Voz en off. Todo. Un factual como Road Crew pero ambientado allí, entre aquellas montañas, con los hombres del Socorro Alpino de los Dolomitas. Sabía que Mike estaría entusiasmado con aquello. También tenía el título. Se llamaría Mountain Angels y sería un éxito. Lo sabía.
Lo sentía.
—Pero tengo que avisarte. No va a ser como te lo esperas, Jeremiah.