No recuerdo exactamente cómo llegué a casa, y probablemente sea mejor así. Hice al trayecto envuelta en una especie de neblina. Cuando entré en casa, me parecía irreal haber visto a Rider. Como si lo hubiera soñado.
Respiré hondo para calmarme.
Cuatro años. Cuatro años retirando capas y más capas dañadas y deshilachadas. Cuatro años deshaciendo una década de miserias, haciendo todo lo posible por olvidar. Por olvidarlo todo excepto a Rider, porque él no se merecía que le olvidara. Rider era, sin embargo, el pasado: lo mejor de mi pasado, pero el pasado a fin de cuentas. Un pasado que no quería recordar.
Crucé la casa a toda prisa y entré derrapando en la cocina. Rosa estaba allí, vestida con su uniforme de doctora azul pálido adornado con pisadas de gatito y el pelo recogido en una coleta. Había procurado llegar pronto a casa. Levantó las cejas al volverse hacia mí.
—Vaya, ¿adónde vas con tanta prisa? —preguntó dejando sobre la encimera el cuenco que tenía en las manos.
Noté desde donde estaba un olor a aliño italiano.
Me bullían dentro las palabras y me moría de ganas de contarle lo de Rider porque necesitaba que volviera a parecerme real, pero me refrené. Estaba segura casi al cien por cien de que, si se lo contaba, pondría el grito en el cielo.
Porque Rosa estaba presente cuando, poco a poco, me fueron quitando de encima todas aquellas capas dañadas y deshilachadas. A pesar de que el doctor Taft tenía por lema «acepta tu pasado» y de que ellos solían estar de acuerdo con todo lo que decía, Carl y Rosa eran más partidarios de que el pasado, pasado está. Creían firmemente que todas las facetas del pasado debían permanecer donde estaban. Y Rider pertenecía indudablemente a un tiempo pretérito.
Así que me encogí de hombros al acercarme a la nevera para sacar una Coca-Cola.
—¿Qué tal ha ido tu primer día? —preguntó, aunque frunció un poco el ceño al ver el refresco.
Me volví hacia ella y sonreí a pesar de que sentía como si tuviera minúsculas serpientes retorciéndose dentro de mi estómago. Estaban allí desde que había montado en el coche.
Rosa ladeó la cabeza y esperó.
Suspiré mientras hacía girar la lata entre las manos.
—Ha ido bien —respondí.
Sonrió y alrededor de sus ojos aparecieron pequeñas arrugas.
—Qué maravilla. Es fantástico, de hecho. Entonces, ¿no ha habido ningún problema?
Negué con la cabeza.
—¿Has conocido a alguien?
Estaba a punto de volver a decir que no, pero me contuve.
—Pues… Había una chica en mi clase de lengua y literatura.
Puso cara de sorpresa.
—¿Has hablado con ella?
Me encogí de hombros.
—Más o menos.
Me miró como si me hubiera salido un tercer brazo y la estuviera saludando con él.
—¿Qué quiere decir «más o menos», Mallory?
Abrí mi Coca-Cola.
—Está en mi clase y se presentó. Le dije unas… siete palabras, quizá.
La mirada de sorpresa dio paso a una ancha sonrisa, y yo me erguí un poco más. Por un momento me olvidé de la inesperada aparición de Rider y disfruté del calor de su sonrisa llena de orgullo.
Demuéstranoslo. Era lo que había dicho Carl esa mañana, y aquella sonrisa me convenció de que, en efecto, se lo estaba demostrando. Rosa sabía de primera mano cuánto había progresado y el gran paso que era para mí sentirme lo bastante a gusto como para hablar con una persona desconocida, aunque sólo hubiera dicho siete palabras.
—Qué bien. —Acercándose a mí, me abrazó y me estrechó con fuerza.
Respiré hondo, disfrutando del extraño olor a jabón bactericida y del leve aroma a manzanas de su crema corporal. Me rozó la frente con los labios y luego se apartó, agarrándome de los brazos.
—¿Qué te decía yo?
—Que… que no sería tan difícil —contesté.
—¿Y por qué?
Toqueteé la pestaña de mi lata de refresco.
—Porque ya había hecho… el trabajo más difícil.
Guiñó un ojo.
—Ésa es mi chica. —Me dio otro abrazo—. Siento no haber estado aquí esta mañana. Me apetecía muchísimo.
—Lo… lo entiendo.
Una sonrisa se extendió por mi cara, tensándola tanto que casi me dolió. Rosa quizá no fuera mi madre biológica, pero era todo cuanto debía ser una madre, y yo tenía muchísima suerte.
Abrió la boca para decir algo, pero en ese momento sonó su teléfono. Levantó la mano, lo cogió de la encimera y contestó rápidamente. Se puso rígida al volverse de lado.
—Maldita sea —dijo—. ¿Puedes esperar un segundo? —Pulsó la tecla que silenciaba el micrófono—. Tengo que volver al hospital. Ha habido complicaciones con la operación de esta mañana.
—Oh, vaya —susurré, confiando en que no perdiera a su paciente.
No me cabía duda de que, si buscabas en Google la palabra «fuerte», aparecía una foto de Rosa Rivas, pero cada vez que moría uno de sus pacientes lo sentía como si fuera un miembro de la familia. Sólo en esas ocasiones la veía beber. Cogía una botella de vino y desaparecía en el despacho, con la puerta cerrada, hasta que Carl la convencía para que saliese.
Yo siempre me preguntaba si era por Marquette o si todos los médicos eran así. Marquette llevaba cinco años muerta la noche en que yo entré en sus vidas. Había transcurrido casi una década desde su muerte, pero yo sabía que eso no mitigaba el dolor de su pérdida.
—Son cosas que pasan —dijo con un suspiro—. Carl va a llegar tarde. Hay sobras en la nevera.
Asentí con la cabeza. Trabajaban los dos en el Johns Hopkins, donde se había inventado la cirugía cardiovascular (eso lo había aprendido de ellos). El Hopkins era uno de los mejores hospitales del mundo y, cuando no estaban operando, estaban dando clase.
Titubeó, mirando la llamada silenciada.
—Hablaremos por la mañana, ¿de acuerdo?
Sus ojos oscuros se clavaron en los míos un instante. Luego me lanzó una sonrisa fugaz y comenzó a girarse.
—Espera —le dije de pronto, sorprendiéndome a mí misma. Se volvió con los ojos como platos y noté que me ardían las mejillas—. ¿Qué… qué significa «no la mires»*? —dije, pronunciando tan mal como una típica anglosajona que no tenía ni idea de español.
Levantó las cejas otra vez.
—¿Por qué me lo preguntas?
Levanté los hombros.
—¿Te lo ha dicho alguien? —Como no contesté porque ya no estaba segura de querer saberlo, suspiró—. Significa «no la mires».
Ah.
Vaya.
Me miró entornando los ojos y tuve el presentimiento de que seguiríamos aquella conversación a la mañana siguiente. La saludé con la mano, salí a toda prisa de la cocina y subí los peldaños de las escaleras de dos en dos.
Mi habitación daba a la calle y estaba al fondo del pasillo, junto a la puerta del cuarto de baño del pasillo, que era el que usaba yo. Rosa la había descrito una vez como «un espacio de tamaño decente». Para mí era un palacio. Tenía una cama grande, una cómoda ancha y un escritorio, pero lo que más me gustaba era el asiento del ventanal. Era fantástico para observar a la gente.
Lo mejor de aquella habitación (aunque me sintiera fatal cada vez que lo pensaba) era que no había pertenecido a Marquette. Bastante duro era ya conducir su coche y pensar en ir a la universidad con la que ella había soñado antaño. Dormir en su antigua cama habría sido demasiado.
Dejé el bolso sobre la cama, cogí el ordenador portátil de encima de la mesa y me senté en el rincón del asiento de la ventana, colocando el refresco en el alféizar. En cuanto el ordenador salió del modo de hibernación oí el tintineo de un mensaje instantáneo.
Ainsley.
La foto de su perfil era de ese verano: tenía el pelo rubio aclarado por el sol y unas enormes gafas oscuras le cubrían la mitad de la cara. Posaba ante la cámara poniendo boca de pato. El mensaje decía:
¿Has salido viva?
Sonreí al contestar: sí.
¿Qué tal ha ido?
Mordiéndome el labio, cerré los ojos un momento y luego escribí lo que me moría por gritar a pleno pulmón.
Rider va a mi instituto.
Mi ordenador se llenó al instante de una larga hilera de exclamaciones en diversas variantes, rematada por una fila casi infinita de emoticones. Ainsley sabía lo de Rider. Sabía cómo me había criado. No todo, porque había cosas sobre las que me era tan difícil hablar como escribir, y además ella entendía que a veces no era una persona muy comunicativa. Pero sabía lo importante que era aquello para mí.
Hace cuatro años que no le ves. ¡¡¡Estoy a punto de mearme en los pantalones, Mal!!! Es alucinante. ¡Cuéntamelo todo!
Mordiéndome todavía el labio, le hice un resumen interrumpido de vez en cuando por más exclamaciones y emoticones. Cuando acabé, me escribió:
Dime que le has pedido su número.
Pues… No se lo pedí, contesté. Pero le di el mío.
Aquello le pareció aceptable y seguimos charlando hasta que tuvo que irse. Tenía limitado el uso de Internet por las tardes desde que en julio anterior su madre descubrió las fotos que le mandaba a su novio, Todd. No eran para tanto, sólo salía en bikini, pero su madre se había puesto histérica con H mayúscula y, para mi diversión y espanto, le había hecho ver vídeos de partos como forma de educación sexual.
Ni que decir tiene que Ainsley estaba absolutamente convencida de que jamás tendría hijos, pero eso no la había disuadido y seguía tan interesada por el sexo como antes.
Se desconectó no sin antes hacerme prometer que nos veríamos ese fin de semana. Pasé el resto de la tarde trasteando por la casa sin ton ni son, demasiado nerviosa para comerme las sobras de pollo de Rosa, a pesar de que estaba asado con rodajas de naranja y lima. Procuré no pensar en el instituto ni en Rider, y no mirar continuamente mi móvil, que llevaba callado toda la tarde y la noche. Pero me resultaba casi imposible olvidarme de esas cosas porque el día no había salido en absoluto como yo esperaba.
No había acabado llorando acurrucada en un rincón y, aunque había fallado a la hora de la comida, había conseguido hablar con Keira. Siete palabras eran mejor que ninguna. Había superado mi primer día sin sufrir una crisis grave. Era como para sentirse orgullosa, y me sentía orgullosa, pero…
No sabía qué pensar respecto a Rider.
Mientras me paseaba delante de la cama, pasé distraídamente la mano por la piel algo levantada de la cara interna de mi brazo. Aquella mezcla abrumadora de ilusión y desesperanza se agitó dentro de mí. Estaba deseando verle, volver a hablar con él, pero… Dios, me costaba incluso pensarlo porque, cuando pensaba en Rider, otra emoción se agitaba dentro de mí.
Un sentimiento de culpa.
Me paré delante del asiento de la ventana y cerré los ojos con fuerza. Rider había… había recibido palizas por mi culpa. Se había interpuesto una y otra vez entre aquellos puños carnosos y yo, y la única vez que no pudo impedirlo el resultado fue que acabé escapando de aquella vida. Tuve una segunda oportunidad, una pareja de médicos me acogió en su hogar, por Dios santo, y desde entonces tenía a mi alcance prácticamente todo lo que quería. ¿Y él? No tenía ni idea, pero me daba la impresión de que su vida no se parecía en nada a la mía. ¿Y acaso era justo?
El ardor que notaba en la boca del estómago se intensificó. ¿Cómo podía mirarme como me había mirado esa mañana y no pensar en todo lo que había sacrificado por mí?
Uf.
Me puse a pasear de nuevo por la habitación, sacudiendo las manos. De acuerdo, tenía que calmarme y ver el lado positivo de todo aquello. Rider estaba vivo. Iba al instituto, puede incluso que tuviera una relación con aquella chica tan guapa de la clase de expresión oral y, aunque yo sabía que las peores heridas podían estar ocultas, no le había visto ningún moratón reciente. No parecía odiarme. Todo eran ventajas, y en definitiva lo más importante era que había superado con éxito mi primer día de instituto.
Eso era lo fundamental.
Hablando de ese tema, aún tenía que leer el capítulo que nos habían mandado en historia. Acabé leyendo más de la cuenta, hasta que oí abrirse la puerta del garaje. Cerré el libro de texto, me di la vuelta en la cama y apagué la luz, sabedora de que Carl o Rosa no entrarían si creían que estaba dormida. Había pasado tantos meses sin dormir que nunca se arriesgaban a despertarme.
Justo cuando empezaba a adormilarme oí el tintineo de mi móvil en la mesilla de noche. Estiré el brazo a la velocidad del rayo y lo cogí, con el corazón en la garganta.
Tenía un mensaje de tres palabras de un número desconocido.
Buenas noches, Ratón.