3

Ratón.

Nadie me llamaba así, sólo él, y hacía tanto tiempo que no oía aquel mote que pensaba que jamás volvería a escucharlo.

Ni en un millón de años me habría atrevido a soñar con volver a verle. Y sin embargo allí estaba, y yo no podía dejar de mirarle. En el chico que tenía delante no quedaba nada del niño de trece años que yo había conocido, pero era él. Eran sus mismos ojos marrones y cálidos con motas doradas y su misma piel tostada por el sol, un rasgo heredado de su padre, que seguramente era medio blanco, medio hispano. No sabía de dónde era su madre ni de dónde procedía su familia materna. Uno de nuestros… asistentes sociales pensaba que su madre podía ser mezcla de blanca y sudamericana, brasileña quizá, pero probablemente nunca lo sabría.

De pronto le vi: vi al que había sido antes, al de nuestra infancia, a ese niño que era para mí lo único estable en un mundo caótico. A los nueve años (mayor que yo, pero aun así muy pequeño), se había interpuesto entre el señor Henry y yo en la cocina como había hecho tantas veces antes, mientras yo me aferraba a Terciopelo, la muñeca pelirroja que él acababa de devolverme. Yo apretaba con fuerza la muñeca, temblando, y él sacó pecho, separó las piernas y gruñó cerrando los puños:

—Déjela en paz. Más le vale no acercarse a ella.

Hice un esfuerzo por sustraerme a aquel recuerdo, pero había salido tantas veces en mi auxilio por una razón o por otra, hasta que ya no pudo más, hasta que su promesa de protegerme siempre, se hizo pedazos y todo, todo se rompió…

Respiró hondo y cuando habló su voz sonó baja y ronca.

—¿Eres tú de verdad, Ratón?

Vagamente consciente de que la chica sentada a su lado nos estaba observando, me fijé en que tenía los ojos tan abiertos como yo. Noté la lengua paralizada, y por una vez se me hizo raro, porque él era la única persona con la que nunca me había costado hablar. Pero eso había sido en otro mundo, hacía siglos.

Una eternidad.

—¿Mallory? —susurró.

Se había vuelto completamente hacia mí y pensé por un instante que iba a levantarse y a saltar por encima de la silla. Y habría sido muy propio de él, porque nunca le había dado miedo hacer nada. Nunca. Estábamos tan cerca que vi la tenue cicatriz que tenía encima de la ceja derecha, uno o dos tonos más clara que su piel. Me acordé de cómo se la había hecho y sentí otra vez aquella opresión en el pecho, porque aquella marca simbolizaba una galleta rancia y un cenicero roto.

Un chico sentado delante de nosotros se había vuelto en su asiento.

—Hey. —Chasqueó los dedos cuando no obtuvo respuesta—. Hey, tío, hola.

No le hizo caso y siguió mirándome como si se le hubiera aparecido un fantasma.

—Pues vale —masculló el chico, y se volvió hacia la chica, pero ella tampoco le hizo caso.

Nos miraba fijamente. Sonó el timbre y me di cuenta de que había entrado el profesor porque empezaron a apagarse las conversaciones en el aula.

—¿Me reconoces? —Su voz era poco más que un susurro.

Sus ojos seguían fijos en los míos cuando pronuncié la palabra más sencilla que había dicho en toda mi vida:

—Sí.

Se echó hacia atrás en la silla, irguiéndose y tensando los hombros. Cerró los ojos.

—Dios —masculló, y se frotó el esternón con la palma de la mano.

Me sobresalté cuando el profesor dio una palmada sobre el montón de libros colocados en la mesa del rincón y, haciendo un esfuerzo, miré hacia delante. Mi corazón seguía comportándose como un martillo hidráulico fuera de control que se me hubiera salido del pecho.

—Bien, todos deberíais saber quién soy dado que estáis en mi clase pero, por si estáis algo despistados, soy el señor Santos. —Se apoyó contra la mesa y cruzó los brazos—. Y ésta es la clase de expresión oral. Si no sabéis por qué estáis aquí, probablemente sería mejor que estuvierais en otra parte.

El señor Santos siguió hablando, pero la sangre que se me agolpaba en los oídos me impedía oírle, y no podía dejar de pensar que él estaba sentado a mi lado. Estaba allí después de tanto tiempo, allí, justo a mi lado, como cuando teníamos tres años. Pero no parecía alegrarse de verme. No sabía qué pensar. Dentro de mí se agitaba una mezcla de esperanza y desesperación entreverada de recuerdos agridulces a los que me aferraba y de los que al mismo tiempo ansiaba olvidarme.

Estaba… Cerré los ojos con fuerza y tragué saliva con un nudo en la garganta.

Repartieron los libros de texto y a continuación el programa de la asignatura. Ambas cosas se quedaron encima de mi mesa, ni los toqué. El señor Santos nos habló de los distintos tipos de trabajos que íbamos a redactar y a exponer durante el curso: desde una disertación a una entrevista a un compañero de clase. Aunque al entrar en clase estaba al borde de una crisis nerviosa, en ese momento la perspectiva de tener que exponer en múltiples ocasiones delante de treinta persona me parecía tan remota que ni siquiera pensé en ella.

Mirando fijamente al frente, me di cuenta de que Keira estaba sentada delante del chico que había chasqueado los dedos al principio. No estaba segura de que me hubiera visto al entrar en clase. Claro que quizá sí me había visto y le daba igual. ¿Por qué tenía que importarle? Había hablado conmigo en una clase, pero eso no significaba que deseara ser mi mejor amiga.

Mi crisis de la hora de la comida parecía haber sucedido hacía años. Cada vez que respiraba, era consciente de ello. Incapaz de refrenarme, me eché el pelo hacia atrás y miré a mi izquierda.

Nuestros ojos se encontraron bruscamente y contuve la respiración. Cuando éramos pequeños, siempre sabía interpretar sus expresiones. Ahora, en cambio… la impasibilidad se reflejaba en su rostro. ¿Estaba contento? ¿Enfadado? ¿Triste? ¿O tan desconcertado como yo? No lo sabía, pero no intentó disimular que me estaba mirando.

Me puse colorada al desviar los ojos, y acabé mirando a la chica sentada a su lado. Miraba de frente, con los labios apretados en una línea fina y firme. Bajé los ojos y vi que tenía los puños cerrados y apoyados sobre la mesa. Aparté otra vez la mirada.

Pasaron unos cinco minutos antes de que me diera por vencida y le mirara de nuevo. No me estaba mirando, pero un músculo temblaba en su mejilla. Sólo pude mirarle como una completa idiota, incapaz de hacer otra cosa.

Ya de pequeño se podía adivinar que al hacerse mayor sería un bellezón. Todo en él apuntaba a ello: los ojos grandes, los labios expresivos y una estructura ósea bien definida. A veces aquello había… jugado en su contra porque le convertía en blanco de todas las miradas. El señor Henry daba la impresión de querer romperle como si fuera de porcelana china. Y luego estaban los hombres que entraban y salían de la casa, algunos de los cuales se… se interesaban demasiado por él.

Con la boca seca, intenté alejar de mí esos recuerdos. No debería impresionarme que fuera tan atractivo pero, como diría Ainsley, estaba bueno de morirse.

Mientras el señor Santos repartía tarjetas por algún motivo desconocido para mí, el chico que teníamos delante se volvió de nuevo y le miró con unos ojos del color del musgo.

—¿Nos vemos después de clase?

No pude evitarlo: volví a mirarle. Con los labios tensos y los brazos cruzados, asintió escuetamente.

El otro levantó las cejas morenas y miró al señor Santos.

—Tenemos que hablar con Jayden.

¿Jayden? Me acordé del chico al que casi había atropellado en el pasillo.

La chica ladeó la cabeza y nos miró a los tres.

—Vale, Hector —contestó él en tono cortante, y me sorprendió lo grave que era su voz.

Pasó un momento. Luego, volvió la barbilla hacia mí.

Aparté la mirada poniéndome colorada, pero no sin antes ver que los ojos verdes de Hector me miraban con curiosidad. Durante el resto de la clase no pude dejar de mirarle de reojo, como si necesitara verle para recordarme que de verdad estaba sentado allí. No se me daba muy bien disimular, porque estoy segura de que la chica del otro lado, la que le había tocado con tanta familiaridad al entrar en clase, me pilló como media docena de veces.

Mientras pasaban lentamente los minutos, empezó a revolvérseme el estómago, hecho un nudo. La ansiedad se retorcía dentro de mí como una víbora aguardando para atacar con su veneno paralizante.

La tensión me cerraba la garganta como un torniquete de acero, que me apretaba hasta dejarme sin aire. Un ardor gélido me subió despacio por la nuca y se extendió después por la base de mi cráneo. No podía respirar y sentí como un fogonazo que estaba a punto de perder el control.

Respira.

Tenía que respirar.

Cerrando los puños, me obligué a subir y bajar rítmicamente el pecho y le ordené a mi corazón que se refrenara. Durante nuestras sesiones de terapia, el doctor Taft me había repetido una y otra vez, machaconamente, que cuando me sucedía aquello no estaba perdiendo el control sobre mi cuerpo. Estaba todo dentro de mi cabeza. A veces el desencadenante era un ruido especialmente alto, o un olor que me devolvía al pasado. A veces ni siquiera estaba segura de cuál era el detonante.

Ese día sí lo sabía.

El detonante estaba sentado justo a mi lado. Aquel pánico era real porque él era real, y el pasado que representaba no era producto de mi imaginación.

¿Qué le diría cuando sonara el timbre y acabara la clase? Habían pasado cuatro años desde aquella noche. ¿Querría hablar conmigo? ¿Y si no quería?

Ay, Dios.

¿Y si nunca había deseado volver a verme, y si ni siquiera había pensado en ello? Lo había… lo había pasado fatal por mí, por mi culpa. Y aunque había habido momentos buenos durante los diez años que pasamos juntos, también había habido muchas cosas malas. Muchísimas.

Y si… sí, sería una mierda que se levantara y saliera de clase sin decirme nada, pero en cierto modo también sería lo mejor. Al menos ahora sabía que estaba vivo y que parecía estar ileso, y que conocía bien a la chica sentada a su lado. Quizá fuera su novia. Eso significaba que era feliz, ¿no? Que era feliz y que estaba perfectamente. Saber que le iba bien podía cerrar oficialmente aquel capítulo de mi vida.

Si no fuera por que yo pensaba que ya lo había cerrado. De pronto se había reabierto y había vuelto otra vez al principio.

Cuando sonó el timbre, escapé como tantas otras veces en el pasado. Ni siquiera fui consciente de lo que hacía. Un viejo instinto asomó la cabeza como un dragón soñoliento, un instinto que llevaba cuatro años intentando someter por la fuerza y al que sin embargo ya había cedido una vez ese día.

Me puse en pie y recogí mi libro y mi bolsa. El corazón me golpeaba contra las costillas cuando rodeé la mesa y, sin mirar atrás, me alejé sin darle ocasión de marcharse primero. Mis sandalias resonaron en el suelo cuando me apresuré por el pasillo, adelantando sin esfuerzo a los alumnos que avanzaban más despacio mientras metía el libro en la bolsa. Seguramente parecía una idiota. O al menos así me sentía.

Salí bruscamente al sol. Con la cabeza agachada, seguí el camino del aparcamiento, abriendo y cerrando las manos temblorosas porque tenía la sensación de que la sangre no circulaba por ellas. Me hormigueaban las yemas de los dedos.

El Honda plateado brillaba delante de mí. Respiré hondo, trémula. Me iría a casa y…

—Mallory.

Se me aceleró el pulso cuando oí mi nombre, y aflojé el paso. Estaba a escasos metros de mi coche, de la posibilidad de escapar, pero aun así me giré lentamente.

Él estaba junto a una camioneta roja que no estaba allí cuando había aparcado esa mañana y en la que ni siquiera me había fijado en mi loca carrera hacia el coche. A la luz del sol, su pelo era más castaño que negro, su piel más oscura y sus rasgos más afilados. Había tantas preguntas que de pronto quería hacerle… ¿Qué había sido de él aquellos cuatro años? ¿Por fin le habían adoptado? ¿O había ido pasando de un hogar de acogida a otro?

Y, sobre todo, ¿estaba ya a salvo?

No todas las residencias de menores estaban mal. No todos los padres de acogida eran odiosos. Carl y Rosa eran maravillosos. A mí me habían adoptado pero, antes de conocerlos, ni yo ni el chico que tenía ante mí habíamos tenido suerte. Nos habían acogido personas horribles que de algún modo se las arreglaban para pasar las inspecciones. Los servicios de asistencia social no tenían medios económicos ni personal suficiente y, aunque muchos asistentes hacían todo lo que podían, el sistema tenía numerosos resquicios, y nosotros habíamos caído por uno de los peores.

La mayoría de los niños acogidos no pasaba más de dos años en régimen de acogimiento o en el mismo hogar de acogida. Casi todos regresaban con sus padres biológicos o eran adoptados. A nosotros no nos había querido nadie excepto el señor Henry y la señorita Becky, y yo aún no entendía por qué nos trataban tan mal si nos habían acogido. Los asistentes sociales iban y venían con la frecuencia de las estaciones. Los maestros del colegio tenían que saber por lo que estábamos pasando en casa, pero ninguno quiso arriesgar su trabajo interviniendo. La amargura de sentirme ignorada y pisoteada durante tanto tiempo en un sistema sobrecargado y disfuncional todavía se me pegaba como una segunda piel de la que quizá nunca podría librarme.

Pero todo tenía su lado bueno y su lado malo. ¿Había encontrado él por fin un respiro?

—¿En serio? —preguntó apretando con fuerza el viejo cuaderno que llevaba—. Después de todo lo que pasó, después de cuatro años sin saber qué demonios te había pasado, ¿te presentas en la puta clase de expresión oral y luego te escapas? ¿Huyes de mí?

Respiré bruscamente, bajando los brazos. El bolso me resbaló por el hombro y cayó al asfalto recalentado. Estaba paralizada por la impresión, pero en el fondo no me sorprendía que hubiera venido en mi busca. Él nunca huía de nada. Nunca se escondía. La que se escondía, la que huía, era siempre yo. Éramos el yin y el yang. Yo la cobardía y él la bravura. Él la fuerza y yo la debilidad.

Pero yo ya no era así.

No era Ratón.

No era una cobarde.

No era débil.

Dio un paso adelante y luego se detuvo y sacudió la cabeza mientras su pecho subía y bajaba.

—Di algo.

Luché por pronunciar aquella palabra.

—¿Qué?

—Mi nombre.

No estaba segura de por qué quería que lo dijera, ni sabía cómo me sentiría al decirlo después de tanto tiempo, pero respiré hondo.

—Rider. —Me estremecí al tomar aire de nuevo—. Rider Stark.

Movió la garganta y por un instante ninguno de los dos se movió. Una brisa cálida agitó mi pelo echándome unos mechones sobre la cara. Luego, él tiró su cuaderno al suelo. Me sorprendió que no se pulverizara. En dos zancadas recorrió el espacio que nos separaba. De pronto estaba delante de mí. Ahora era mucho más alto. Yo apenas le llegaba a los hombros.

Y entonces me abrazó.

Sentí que me estallaba el corazón cuando aquellos brazos fuertes me apretaron contra su pecho. Hubo un momento en que me quedé paralizada. Luego, le rodeé el cuello con los brazos. Me aferré a él, cerrando los ojos con fuerza mientras aspiraba su olor a limpio y el perfume tenue de su loción posafeitado. Era él. Sus abrazos eran muy distintos, más fuertes y tensos. Me levantó en vilo, rodeándome la cintura con un brazo y hundiendo la otra entre mi pelo, y sentí que mis pechos se aplastaban contra su torso extrañamente duro.

Guau.

Sí, sus abrazos eran muy distintos a los que me daba cuando teníamos doce años.

—Dios mío, Ratón, no sabes…

Su voz sonó ronca y pastosa cuando volvió a dejarme en el suelo, pero no me soltó. Siguió sujetándome por la cintura. Con la otra mano agarró por las puntas un puñado de mi pelo. Su mentón me rozó la coronilla cuando deslicé las manos por su pecho.

—Creía que no volvería a verte —dijo.

Apoyé la frente entre las manos, sintiendo el latido atropellado de su corazón. Oí gente a nuestro alrededor y pensé que seguramente algunos estarían mirándonos, pero no me importó. Rider estaba allí: cálido y sólido. Vivo y real.

—Dios, ni siquiera pensaba venir a clase hoy. Si no hubiera venido… —Soltó mi pelo un instante y sentí que cogía un mechón—. Fíjate en tu pelo. Ya no eres una cabeza de zanahoria.

Se me escapó una risa ahogada. De pequeña, mi pelo era una maraña de nudos y rizos rebeldes de un color naranja subido, pero por suerte su tono se había moderado un poco con los años. Una visita a una peluquería había ayudado en parte, pero los nudos y los rizos volvían a hacer acto de aparición en cuanto el tiempo se volvía húmedo.

Rider se apartó un poco y, cuando abrí los ojos, lo descubrí observándome.

—Mírate —murmuró—. Cuánto has crecido. —Apartó la mano de mi pelo y un estremecimiento me recorrió la espalda cuando pasó el pulgar por mi labio inferior. Aquel contacto me sorprendió—. Y sigues tan callada como un ratón.

Tensé la espalda. Ratón.

—No soy…

Pero lo que iba a decir se me murió en los labios cuando pasó el dedo por mi pómulo. Tenía la yema áspera y rugosa, pero su caricia era tierna.

Miré aquellos ojos que creía que no volvería a ver, y allí estaba de verdad. ¡Dios mío, Rider estaba allí! Miles de ideas se me agolpaban de pronto en la cabeza. Sólo pude atrapar unas cuantas, pero los recuerdos afloraban como el sol saliendo por detrás de una montaña.

Una noche me desperté asustada por las voces que llegaban de abajo. Entré sigilosamente en la habitación de al lado, que era la de Rider, y dejó que me metiera en la cama con él. Me leyó un libro que a mí me encantaba, un libro que él llamaba «el cuento del conejito bobo». Siempre me hacía llorar, pero él me lo leía para distraerme, para que dejara de pensar en los gritos que resonaban en la destartalada casita adosada. Yo tenía cinco años, y desde aquel instante él se convirtió en todo mi mundo.

Rider retrocedió de repente y me agarró del brazo derecho. Lo levantó, lo giró y me subió la manga de la fina chaqueta de punto. Arrugó el ceño.

—No entiendo.

Seguí su mirada hasta mi muñeca. La piel de la parte interior de mi codo era de un rosa más oscuro, como la piel de mis palmas y la de la cara interna de mis brazos, pero casi no se notaba.

—Dijeron que tenías quemaduras graves. —Levantó la mirada y escudriñó mi cara—. Les vi sacarte en la camilla, Ratón. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer.

—Yo… Carl… —Sacudí la cabeza y él arrugó aún más el ceño. De pronto me di cuenta de que no tenía ni idea de quién era Carl. Me concentré, dejé pasar unos segundos y lo intenté de nuevo—. Los médicos del Johns Hopkins… Me hicieron injertos de piel.

—¿Injertos de piel?

Asentí.

—Tuve… los mejores médicos. Casi… casi no tengo cicatrices.

Bueno, mis nalgas, de donde procedía la piel que me habían injertado, eran también de un tono de rosa distinto, pero dudaba que alguien fuera a verlas en un futuro próximo.

Acarició lentamente con el pulgar la cara interna de mi muñeca, y un estremecimiento de placer recorrió mi brazo. Estuvo un rato callado mientras me sostenía la mirada. Las motas doradas de sus ojos brillaban más que antes, volviéndolos más pardos que marrones.

—Me dijeron que no podía verte. Lo pregunté. Incluso fui al hospital del condado.

Se me encogió el corazón.

—¿Fuiste al hospital?

Asintió, y la tensión de su boca pareció relajarse.

—No estabas allí. O por lo menos eso me dijeron. Una enfermera llamó a la policía. Acabé… —Meneó la cabeza—. No importa.

—Acabaste… ¿cómo? —pregunté, porque sí importaba.

Todo lo que le había pasado a Rider importaba, incluso cuando parecía que al mundo entero le traía sin cuidado.

Bajó un momento sus espesas pestañas.

—La policía y el Servicio de Protección de Menores pensaron que me había escapado. Menuda idiotez. ¿Por qué iba a escaparme a un hospital?

Seguramente porque el Servicio de Protección de Menores tenía un expediente sobre nosotros del grosor de mi Honda Civic. Y también, seguramente, porque Rider y yo ya nos habíamos escapado. Más de una vez. Yo tenía ocho años y él acababa de cumplir nueve cuando decidimos que nos iría mejor viviendo a nuestro aire.

Habíamos llegado al McDonald’s de dos manzanas más allá cuando nos encontró el señor Henry.

Luego hubo otras ocasiones, tantas que había perdido la cuenta.

Rider se echó a reír, y noté una opresión en el pecho porque, al mirarlo, no vi una sonrisa en su hermoso rostro.

—Esa noche… —Tragó saliva—. Lo siento, Ratón.

Di un respingo, retrocediendo, pero no me soltó el brazo.

—Quería pararle, pero no pude. —Sus ojos se habían oscurecido—. No debí intentar…

—No fue culpa tuya —susurré, horrorizada por lo que estaba diciendo.

Le miré. ¿En serio creía que era culpa suya?

Ladeó la cabeza.

—Sí, te hice una promesa. Y a la hora de la verdad no la cumplí.

—No —dije tajantemente y, cuando se disponía a contestar, retiré el brazo. Pareció sorprendido—. No… no debiste hacerme esa promesa. Ni a mí, ni a nadie.

Había prometido protegerme siempre y había hecho todo lo posible por cumplir su palabra. Pero había cosas que no podían controlarse, y menos aún siendo un niño.

Levantó las cejas y esbozó lentamente una sonrisa.

—Creo que es la primera vez que me dices que no.

Me disponía a decirle que nunca había tenido motivos para hacerlo, pero me interrumpió una música repentina. Fue una extraña llamada de alerta que nos recordó que no estábamos dentro de una burbuja. El mundo seguía discurriendo a nuestro alrededor. Al acercarse la música, cuyos bajos hacían temblar las ventanillas de la camioneta a nuestro lado, Rider miró un momento detrás de mí. Luego se acercó. Se puso tan cerca que sus deportivas desgastadas rozaron mis sandalias.

Bajó la barbilla, alargó el brazo y se sacó el móvil del bolsillo de atrás.

—¿Cuál es tu número, Ratón?

Era evidente que iba a marcharse, y yo no quería que se fuera. Tenía tantas preguntas que hacerle, un millón de ellas… Pero aun así le di mi número mientras me secaba las palmas húmedas en los pantalones.

—Eh, Rider, ¿listo? —preguntó alguien desde el coche del que procedía la música. Reconocí aquella voz. La había oído en clase de expresión oral. Era Hector—. Tenemos que irnos.

Rider miró otra vez detrás de mí y suspiró. Dando un paso atrás, recogió su cuaderno y levantó mi bolso del suelo. Se acercó, me lo colgó del hombro y sacó hábilmente mi pelo de debajo de la tira.

Esbozó una media sonrisa mientras recorría mi cara con la mirada.

—Ratón.

—Te va a caer una buena —dijo Hector alzando la voz.

Me dio un vuelco el corazón, pero me relajé al darme cuenta de que su tono era ligero. Estaba bromeando.

Rider bajó la mano y pasó a mi lado. Yo me volví como si ejerciera sobre mí una especie de fuerza gravitatoria. El coche, un Ford Escort viejo con rayas azules de carreras, estaba parado detrás del mío con el motor al ralentí. Sentado detrás del volante, Hector sonreía ampliamente con un brazo fuera de la ventanilla, dando golpecitos en la puerta con su mano morena.

—Eh, mami —gritó, y se mordió el labio inferior sin dejar de sonreír—. Qué cuerpo tan brutal*.

No entendí lo que decía, pero parecía dirigirse a mí.

—Cállate —le contestó Rider y, poniéndole la manaza en la cara, le empujó hacia el interior del coche—. No la mires*.

Yo seguía sin entender lo que decían, pero había algo en sus palabras que no me sonaba como el español que Rosa y Carl hablaban en casa. Claro que tal vez fuera español y yo no me daba cuenta, porque hacía mucho tiempo que habían dejado de intentar enseñarme el idioma.

Una carcajada ronca salió del interior del coche y Hector volvió a apoyar la cabeza en el asiento. Un segundo después vi un rostro más joven que reconocí enseguida.

Jayden.

Estaba sentado en el asiento del copiloto, al otro lado de Hector, y se había inclinado hacia la ventanilla.

—¡Eh! —exclamó—. Yo a ti creo que te conozco.

—No la conoces —contestó Rider al abrir la puerta de atrás del coche.

Se volvió en el asiento y me miró una última vez. Nuestros ojos se encontraron un instante. Luego la puerta se cerró y Rider desapareció detrás de las ventanillas tintadas.

El Escort arrancó bruscamente.

Me quedé inmóvil, notando vagamente que alguien montaba en la camioneta aparcada junto a mi coche. Aturdida, me senté detrás del volante y dejé el bolso en el asiento de al lado.

—Madre mía —musité mirando por el parabrisas—. Madre mía.