Podían cambiar muchas cosas en cuatro años.
Costaba creer que hubiera pasado tanto tiempo. Cuatro años sin pisar un colegio público. Cuatro años sin hablar con nadie, excepto con un grupo muy reducido e íntimo de personas. Cuatro años preparándome para este momento, y aun así era muy probable que acabara vomitando sobre la encimera los pocos cereales que, con mucho esfuerzo, había conseguido tragar.
Podían cambiar muchas cosas en cuatro años. La cuestión era ¿había cambiado yo?
El ruido de una cucharilla al entrechocar con una taza me sacó de mis cavilaciones.
Era la tercera cucharadita de azúcar que Carl Rivas intentaba ponerse a hurtadillas en el café. Cuando creyera que nadie miraba, trataría de añadirse dos más. Era un hombre delgado y estaba en forma pese a tener cincuenta y pocos años, pero sufría una fuerte adicción al azúcar. En el despacho de casa, lleno de revistas médicas, tenía un escritorio con un cajón que parecía una tienda de golosinas.
Remoloneando cerca del azucarero, cogió otra vez la cucharilla y miró por encima del hombro. Se paró en seco.
Sonreí un poco desde la enorme isla del centro de la cocina, donde estaba sentada con un cuenco lleno de cereales delante de mí.
Suspiró al verme, se apoyó contra la encimera de granito y me observó por encima del borde de la taza mientras bebía un sorbo de café. Su cabello negro, peinado hacia atrás desde la frente, había empezado a encanecerse por las sienes hacía poco tiempo, y a mí me parecía que, combinado con su piel tan morena, le daba un aire bastante distinguido. Era guapo, igual que su mujer, Rosa. Bueno, en el caso de Rosa no podía decirse que fuera simplemente guapa. Con su tez oscura y su cabello espeso y ondulado sin una sola hebra de gris, era muy bella. Impresionante, de hecho, sobre todo por su porte orgulloso.
A Rosa nunca le había dado miedo dar la cara ni por sí misma ni por los demás.
Metí la cuchara en el cuenco con cuidado para que no hiciera ruido al chocar con la cerámica. No me gustaba hacer ruidos innecesarios. Una vieja costumbre de la que no había conseguido desprenderme y que posiblemente seguiría acompañándome toda la vida.
Al levantar la mirada, sorprendí a Carl mirándome.
—¿Seguro que estás preparada, Mallory?
Mi corazón contestó con un respingo a aquella pregunta aparentemente inofensiva que, sin embargo, equivalía a un fusil de asalto cargado de munición. Estaba todo lo preparada que podía estar. Como una pardilla, había impreso mi horario y el plano del instituto Lands, y Carl había llamado por anticipado para preguntar mi número de taquilla, para que supiera exactamente dónde estaba todo. Me había empollado el plano. En serio. Como si mi vida dependiera de ello. Así no tendría que preguntar a nadie dónde eran las clases, ni deambular desorientada por los pasillos. Rosa me había acompañado el día anterior al instituto para que me familiarizara con el camino y supiera cuánto tardaría en llegar en coche.
Yo esperaba que Rosa estuviera allí esa mañana porque para mí era un día decisivo, un día para el que llevábamos todo el año preparándonos. Los desayunos siempre eran nuestro momento. Pero Carl y Rosa eran médicos. Ella era cirujana cardiovascular, y la habían llamado para una operación de urgencias antes de que me levantara. Así que no me quedó más remedio que excusar su falta.
—¿Mallory?
Asentí con la cabeza enérgicamente al tiempo que apretaba los labios y ponía las manos sobre el regazo.
Carl bajó la taza y la dejó sobre la encimera, a su espalda.
—¿Estás preparada? —preguntó de nuevo.
En mi estómago se formaron varios manojos de nervios y me dieron ganas de vomitar en serio. En parte no estaba preparada. El día iba a ser complicado, pero tenía que seguir adelante. Mirándole a los ojos, le indiqué que sí con la cabeza.
Se le hinchó el pecho cuando respiró hondo.
—¿Sabes cómo ir al instituto?
Asentí otra vez, me bajé de un salto del taburete y agarré mi cuenco. Si me iba ya, llegaría quince minutos antes. Seguramente era lo mejor, pensé mientras tiraba los cereales a la basura y metía el cuenco y la cuchara en el lavavajillas de acero inoxidable.
Carl no era un hombre alto, medía en torno a un metro setenta y dos, pero yo sólo le llegaba a los hombros cuando se puso delante de mí.
—Usa la palabra, Mallory. Sé que estás nerviosa y que tienes mil cosas en la cabeza, pero tienes que usar la palabra, no decir que sí o que no con la cabeza.
Usa la palabra.
Cerré los ojos con fuerza. El doctor Taft, el psicólogo al que veía antes, me había dicho aquello mismo un millón de veces, igual que el logopeda que me había atendido tres veces por semana durante dos años.
Usa la palabra.
Aquel mantra contradecía todo lo que me habían enseñado durante casi trece años, porque la palabra equivalía a ruido, y el ruido se castigaba con miedo y con violencia. Se castigaba antes con esas cosas. Ya no. No había invertido casi cuatro años de mi vida en hacer terapia intensiva para dejar ahora de emplear la palabra, y Rosa y Carl no habían dedicado cada segundo de su tiempo libre a borrar un pasado lleno de pesadillas sólo para ver cómo fracasaban sus esfuerzos en el momento decisivo.
El problema no eran las palabras, que volaban por mi cabeza como una bandada de pájaros migrando hacia el sur para pasar el invierno. Las palabras nunca habían sido el problema. Las tenía dentro de mí, siempre las había tenido. Lo que me costaba era hacerlas salir, darles voz.
Respiré hondo e intenté tragar saliva, pero tenía la garganta seca.
—Sí. Sí. Estoy… preparada.
Una leve sonrisa curvó los labios de Carl cuando me apartó un largo mechón de pelo de la cara. Mi pelo era más castaño que rojo hasta que salía al exterior. Entonces, para mi inmensa vergüenza, se me ponía de un rojo encendido, como el de un camión de bomberos.
—Puedes hacerlo. Estoy totalmente convencido. Y Rosa también. Sólo tienes que convencerte de ello, Mallory.
Se me atascó la respiración en la garganta.
—Gracias.
Una sola palabra.
Una palabra sin fuerza suficiente, porque ¿cómo podía agradecerles que me hubieran salvado la vida? En sentido literal y figurado. En lo que respectaba a ellos, me había encontrado en el lugar y el momento oportunos, por motivos completamente equivocados. Nuestra historia parecía sacada de un especial del programa de Oprah Winfrey o de un telefilme para la familia. Parecía irreal. Decir gracias no bastaría nunca, después de todo lo que habían hecho por mí.
Y precisamente por todo lo que habían hecho por mí, por todas las oportunidades que me habían dado, quería ser tan perfecta para ellos como fuera posible. Se lo debía. Y de eso se trataba hoy.
Me acerqué rápidamente a la isleta de la cocina y cogí mi cartera y mis llaves para no echarme a llorar como una niña que acabara de descubrir que Papá Noel no existe.
Como si me hubiera leído el pensamiento, Carl me detuvo en la puerta.
—No me des las gracias —dijo—. Demuéstranoslo.
Hice amago de asentir con la cabeza, pero me detuve.
—De acuerdo —susurré.
Sonrió y entornó los ojos.
—Buena suerte.
Abrí la puerta de casa y salí a la estrecha escalera y al aire cálido y el sol brillante de la mañana de finales de agosto. Dejé vagar la mirada por el jardín bien cuidado, idéntico al de la casa de enfrente y al de todas las casas del barrio de Pointe.
Todas las casas.
A veces todavía me sorprendía vivir en un lugar así: en una casa grande con jardín y flores plantadas con esmero, con mi propio coche aparcado en el camino de entrada recién asfaltado. Algunos días me parecía irreal, como si fuera a despertarme y a hallarme de nuevo en…
Sacudí la cabeza para alejar de mí ese pensamiento mientras me acercaba al Honda Civic de diez años de antigüedad. El coche había sido de Marquette, la verdadera hija de Rosa y Carl: se lo habían regalado cuando acabó el instituto, antes de que se marchara a la universidad para convertirse en médico, como ellos.
Su verdadera hija.
El doctor Taft siempre me corregía cuando me refería así a Marquette, porque creía que en cierto modo me situaba en una posición de inferioridad respecto a Carl y Rosa. Yo confiaba en que tuviera razón, porque algunos días me sentía igual que una de aquellas casonas de jardín impecable.
Algunos días no me sentía real.
Marquette nunca llegó a ir a la universidad. Un aneurisma. Murió así, de repente, sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Yo imaginaba que para Rosa y Carl aquello era lo más difícil de asumir: que hubieran salvado tantas vidas y que no hubieran podido salvar la que más les importaba.
Resultaba un poco violento que el coche fuera ahora mío, como si fuera en cierto modo la sustituta de su hija. Ellos nunca me hacían sentir así y yo nunca lo decía en voz alta, pero cuando me sentaba detrás del volante no podía evitar pensar en Marquette.
Dejé la bolsa en el asiento del copiloto. Eché un vistazo al interior del coche y me tropecé con el reflejo de mis ojos en el retrovisor. Los tenía demasiado grandes. Parecía un ciervo —un ciervo con ojos azules— a punto de ser atropellado por un camión. Tenía pálida la piel alrededor de los ojos y las cejas fruncidas. Parecía asustada.
Suspiré.
No era ésa la cara que quería tener mi primer día de clase.
Empecé a apartar la mirada, pero me fijé en la medalla de plata que colgaba del retrovisor. No era mucho más grande que una moneda de veinticinco centavos. Grabado dentro del óvalo en relieve había un hombre con barba. Estaba escribiendo en un libro, con una pluma antigua. Encima de él se leía san lucas y debajo reza por nosotros.
San Lucas era el santo patrón de los médicos.
La cadena había pertenecido a Rosa. Su madre se la regaló cuando entró en la facultad de medicina, y Rosa me la regaló a mí cuando le dije que estaba preparada para ir al instituto público el último curso de bachillerato. Supuse que se la había regalado a Marquette en algún momento, pero no se lo pregunté.
Creo que Rosa y Carl esperaban en parte que siguiera sus pasos como pensaba hacer Marquette. Pero para ser cirujana hacía falta aplomo, seguridad en ti misma y una personalidad casi temeraria, tres cosas que a mí nadie podría atribuirme jamás.
Carl y Rosa lo sabían y procuraban orientarme hacia la investigación porque, según decían ellos, durante los años que me había educado en casa había demostrado las mismas aptitudes para la ciencia que mostraba Marquette. Aunque no había querido contradecirles, la verdad era que dedicarme a observar microbios o células me parecía tan interesante como pasarme la vida repintando de blanco las paredes de mi habitación. En realidad no tenía ni idea de a qué quería dedicarme, sólo sabía que quería seguir estudiando, porque hasta que Rosa y Carl llegaron a mi vida ni siquiera se me había pasado por la cabeza que pudiera ir a la universidad.
El trayecto hasta el instituto Lands duró exactamente dieciocho minutos, como esperaba. En cuanto el edificio de tres plantas y ladrillo visto apareció ante mi vista más allá de los campos de béisbol y fútbol, me puse tan tensa como si una pelota de béisbol viniera derecha hacia mi cara a toda velocidad y hubiera olvidado ponerme el guante para atraparla.
Se me hizo un nudo en el estómago y apreté con fuerza el volante. El instituto era enorme y relativamente nuevo. Según informaba la página web su construcción databa de los años noventa, y comparado con otros centros todavía estaba reluciente.
Reluciente y gigantesco.
Adelanté a los autobuses que estaban dando la vuelta a la rotonda para descargar a sus pasajeros y, siguiendo a otro coche, doblé la esquina del enorme edificio y llegué al aparcamiento, que era del tamaño del de un centro comercial. No me costó aparcar y, como había llegado temprano, aproveché aquellos quince minutos para hacer una especie de autoafirmación diaria, o algo igual de hortera y embarazoso.
Puedo hacerlo. Puedo hacerlo.
Me repetí esas palabras una y otra vez mientras me bajaba del coche y me colgaba la bolsa nueva del hombro. El corazón me latía a mil por hora, tan deprisa que pensé que iba a marearme cuando miré a mi alrededor y vi la riada humana que avanzaba por la acera que conducía a la entrada trasera del instituto Lands. Me encontré ante una oleada de rasgos diversos, de distintos tonos de piel, formas y tamaños y por un instante fue como si mi cerebro estuviera a punto de sufrir un cortocircuito. Contuve la respiración. Innumerables ojos me miraban, algunos deteniéndose en mí y otros pasando de largo como si ni siquiera se dieran cuenta de que estaba allí parada, lo cual era una suerte en cierto modo, porque estaba acostumbrada a ser poco más que un fantasma.
Acerqué una mano temblorosa al bolso y, con la boca seca, obligué a mis piernas a moverse. Me sumé a la riada de gente echando a andar a su lado. Fijé la mirada en la coleta rubia de la chica que iba delante de mí. Bajé los ojos. La chica llevaba falda vaquera y sandalias. De color naranja brillante, de tiras, estilo gladiador. Eran bonitas. Podía decírselo, trabar conversación con ella. Su coleta también era alucinante. Le arrancaba justo desde la coronilla. Yo jamás podría hacerme una igual, ni aunque viera una docena de tutoriales en YouTube. Cada vez que lo intentaba, parecía que llevaba un matojo desigual encima de la cabeza.
Pero no le dije nada.
Al levantar la vista, mis ojos se tropezaron con los del chico que iba a mi lado. Tenía cara de sueño. No sonrió ni frunció el ceño, ni hizo nada aparte de volver a mirar el móvil que tenía en la mano. Ni siquiera estoy segura de que me viera.
Hacía una mañana cálida, pero en cuanto entré en el edificio casi helado me alegré de llevar una chaqueta fina que había conjuntado con todo cuidado con unos vaqueros y una camiseta de tirantes.
Desde la entrada todo el mundo se dispersaba en distintas direcciones. Los alumnos más pequeños, que eran más o menos de mi estatura pero mucho más jóvenes, pasaron a toda prisa por encima del vikingo rojo y azul pintado en el suelo, con las mochilas colgándoles de la espalda, sorteando cuerpos más altos y anchos. Otros caminaban como zombis, con paso lento y aparentemente sin rumbo. Yo estaba más o menos en un término medio: parecía avanzar a ritmo normal, pero en realidad había practicado mucho aquel paso.
Había algunos que se acercaban corriendo a otros y les abrazaban riendo. Supuse que eran amigos que no se habían visto en todo el verano, o que quizá eran simplemente muy efusivos. En todo caso, los miré con atención mientras avanzaba. Al verlos me acordé de mi amiga Ainsley. Ella seguía estudiando en casa pero, de no ser así, supuse que nos comportaríamos como aquellos chicos y chicas: que correríamos la una hacia la otra dando saltos y sonriendo, muy animadas. Lo normal.
Seguramente Ainsley todavía estaba en la cama, no porque pudiera pasarse el día holgazaneando, sino porque las vacaciones que nos daba nuestra tutora común eran algo distintas a las escolares. Ainsley seguía estando de vacaciones pero, en cuanto empezara el curso, sus horas de estudio en casa serían tan estrictas y agotadoras como habían sido las mías.
Procurando salir de mi ensimismamiento, tomé la escalera que había al final del amplio pasillo, cerca de la entrada de la cafetería. Con sólo acercarme al comedor se me aceleró el pulso y noté que se me revolvía el estómago.
La hora de la comida…
Ay, Dios, ¿qué iba a hacer cuando llegara la hora de comer? No conocía a nadie, absolutamente a nadie, y no podría…
Me corté en seco: no podía pararme a pensar en eso. Si lo hacía, era muy posible que diera media vuelta y volviera corriendo a mi coche.
Mi taquilla, la número 234, estaba en la primera planta, en medio del pasillo. No tuve problema en encontrarla, y además se abrió al primer intento. Girándome por la cintura, saqué de la bolsa el cuaderno que iba a usar para las clases de la tarde y lo dejé en el estante de arriba, consciente de que ese día tendría que recoger un montón de enormes libros de texto.
La taquilla de al lado se cerró de golpe, y di un respingo, tensa. Levanté la barbilla. Una chica alta, de piel oscura y minúsculas trencitas que le cubrían toda la cabeza, me lanzó una sonrisa rápida.
—Hola.
Se me trabó la lengua y no pude pronunciar aquella ridícula palabreja antes de que la chica de las trencitas diera media vuelta y se alejara.
Qué fallo.
Sintiéndome completamente idiota, puse los ojos en blanco y cerré la puerta de la taquilla. Al darme la vuelta, vi la espalda de un chico que avanzaba en dirección contraria. Se me tensaron de nuevo los músculos al mirarlo.
Ni siquiera sé por qué ni cómo me fijé en él. Quizá fuera porque les sacaba una cabeza a todos los demás que había a su alrededor. Como una auténtica pardilla, no pude apartar los ojos de él. Tenía el pelo ondulado, entre marrón y negro, muy corto por la parte de la nuca morena y más largo por arriba. Me pregunté si le caería sobre la frente, y se me encogió un poco el corazón al acordarme de un chico al que había conocido años antes, un chico al que el pelo le caía siempre sobre la frente por más que se lo apartara. Me dolía el pecho cada vez que pensaba en él.
Sus hombros parecían muy anchos bajo la camiseta negra, y tenía los bíceps tan definidos que pensé que o bien hacía deporte o bien trabajaba mucho con las manos. Llevaba unos vaqueros descoloridos, pero no de los caros: yo conocía la diferencia entre unos vaqueros de marca diseñados para parecer desgastados y unos vaqueros que estaban simplemente viejos y en las últimas. Llevaba en la mano un único cuaderno que, incluso desde aquella distancia, parecía tan viejo como sus pantalones.
Sentí que algo extraño se agitaba dentro de mí, una sensación de familiaridad, y mientras estaba allí parada, delante de mi taquilla, me descubrí pensando en la única cosa radiante en medio de un pasado lleno de sombras y oscuridad.
Pensé en aquel chico que hacía que se me encogiera el corazón, en aquel chico que prometió protegerme siempre.
Hacía cuatro años que no lo veía, que no le oía hablar. Cuatro años intentando borrar de mi memoria todo lo que tuviera que ver con esa parte de mi infancia, y sin embargo de él aún me acordaba. Me preguntaba qué habría sido de él.
¿Y cómo iba a ser de otro modo? Siempre me preguntaría por él.
Si había salido con vida de la casa en la que crecimos, había sido únicamente gracias a él.