up

 

 

CAPÍTULO 1

 

 

TODO EL MUNDO TIENE MIEDO DE ALGO:

la heliofobia es el miedo al sol.

 

 

up

 

 

ilustracion

 

 

El sol no es el sol. Y eso no quiere decir que el sol sea la luna, puesto que está clarísimo que no es así. El sol, sencillamente, es mucho más que el centro del sistema solar o que un objeto brillante y resplandeciente del firmamento. Día tras día, el sol nos libra de la oscuridad y saca a la luz la gran cantidad de secretos que les ocultamos a los demás, y a veces incluso a nosotros mismos. Ay, sí: el sol, nos guste o no, es el guardián de la verdad.

Madeleine Masterson, de trece años de edad, llegó a Boston la mar de feliz, completamente encantada de haber conseguido escapar de los grises cielos de Londres. Con una sonrisa resplandeciente, la chica de ojos azules, piel blanca y unos rizos negros como el azabache que le llegaban justo por encima de los hombros, fue la primera en salir del aeropuerto, arrastrando a sus padres hacia el calor abrasador y húmedo del exterior. La familia Masterson al completo se quedó de pie ante el edificio, caldeando sus frioleros huesos británicos bajo ese sol maravilloso. Para los ingleses, el sol es un poco como la reina: saben que existe, pero la verdad es que no la ven muy a menudo.

Hacía un año nada más, Madeleine era apenas una sombra de sí misma. Caminaba por la vida presa de un terror espantoso, convencida de que había enemigos acechando en cada esquina, o más bien en cada rincón. La única hija de Mr. y Mrs. Masterson había padecido durante años una terrible fobia a las arañas y demás insectos. Aparte de llevar un velo de redecilla y un cinturón de sprays insecticidas en todo momento, Madeleine se había negado a entrar en cualquier edificio que no hubiera sido fumigado poco antes por un exterminador. Como cualquiera podrá imaginar, la mayoría de los padres de sus compañeras de clase se negaba a cumplir con los interminables y caros requisitos que Madeleine exigía para entrar en sus residencias, por lo que la niña se había perdido casi todas las fiestas de pijama, los cumpleaños y cualquier actividad que se desarrollara al aire libre.

Por suerte para todos los interesados, Madeleine había pasado el verano anterior en una institución altamente secreta, cuya existencia solo podía conocerse mediante recomendación personal y que llevaba por nombre Escuela de Mrs. Wellington. Para gran deleite de sus padres, Madeleine había vuelto a casa sin su velo y sin sus sprays; era una niña completamente nueva. Bueno, no del todo: la jovencita seguía fascinada por los líderes mundiales y a menudo recitaba de memoria la lista de delegados de Naciones Unidas en orden alfabético solo por pasar el rato; pero, eso sí, le había dicho adiós a su espantosa aracnofobia.

—Mamá, papá, no es por ser impertinente, pero ¿por qué me enviáis a pasar otro verano allí? Ya estoy curada, arreglada o comoquiera que os apetezca expresarlo. ¿Puedo recordaros que ahora soy miembro del Club de Homenaje a las Arañas y también de Criaturas Octópodas por el Cambio Social?

—Ya lo sabemos, cariño. Tu padre y yo estamos muy impresionados con los progresos que has hecho —dijo Mrs. Masterson con una sonrisa.

—¿No eres tú el único miembro de esos clubes? —preguntó Mr. Masterson.

—Eso no viene a cuento, papá —replicó Madeleine de mal humor.

—Por desgracia, como ya te hemos explicado, se trata de una especificación contractual. El abogado de Mrs. Wellington, ese horrendo Munchauser, nos hizo firmar un contrato por dos veranos. Insiste en que este segundo curso es necesario para consolidar los progresos que hiciste el verano anterior. Pero tú no te preocupes, cariño. El año que viene serás libre de hacer todo lo que quieras.

—Bueno, supongo que otro verano allí tampoco puede hacerme mucho daño. Además, de lo que sí tengo muchísimas ganas es de ver a todos los demás y poder explicarnos qué tal nos ha ido el año —admitió Madeleine mientras la limusina torcía por una estrecha carretera de adoquines.

Unos segundos después, el vehículo quedó envuelto en la oscuridad del túnel que formaban los árboles y las enredaderas pegajosas que crecían de un lado a otro de la carretera. Aunque en esa luz tan tenue resultaba algo difícil distinguirlos, había una multitud de carteles escritos a mano que advertían en contra de entrar en el Bosque Perdido. Aquella zona de espesa vegetación tenía fama de masticar a las personas y luego no volver a escupirlas.

El coche aminoró la marcha cuando el túnel de follaje se abrió al pie de una enorme montaña de granito. Mr. y Mrs. Masterson tenían pensado bajar del vehículo para conocer a ese tal Schmidty, todo un personaje del que habían oído hablar largo y tendido. Sin embargo, las abrasadoras temperaturas disuadieron enseguida al matrimonio londinense de abandonar los confines de su coche, refrescados mediante aire acondicionado. Ataviada con un vestido de tela escocesa naranja, una cinta de pelo a juego y una sonrisa de oreja a oreja, Madeleine bajó de un salto de la limusina. Bueno, si nos ponemos técnicos, más que saltar se dejó caer… por culpa de aquel calor tan achicharrante. Madeleine estaba empezando a comprender qué quería decir la gente cuando decía eso de que «hasta lo bueno cansa».

Echados en unas tumbonas dispuestas bajo una gran sombrilla estaban Schmidty, leal cocinero-conserje-arreglapelucas de la Escuela de Mrs. Wellington, y Macarrones, el bulldog inglés.

—¡Schmidty! —gritó con alegría Madeleine antes de pararse en seco. La niña se quedó completamente boquiabierta y fue incapaz de decir una palabra más.

El viejo regordete llevaba una camisa hawaiana, unas bermudas negras de poliéster y unas sandalias abiertas que dejaban ver sus dedos peludos y las irregulares y marrones uñas de sus pies. Sin embargo, lo más repulsivo era la visión de su peinado estilo caracola, que se le había desmoronado hacia un lado: todo lo que quedaba de él era una enredada mata de mechones grises. Madeleine lo contempló unos segundos más antes de recobrar la compostura y sopesar cuál era la mejor forma de enfrentarse a tan delicada situación.

—Schmidty, siento muchísimo informarle de que su pelo…

—Por favor, Miss Madeleine —la interrumpió el hombre—, resulta demasiado doloroso oírle pronunciar la confirmación de la catástrofe. Estoy intentando quedarme en la fase de negación del hecho, pero ya sabe usted que eso es mucho más complicado de lo que Mrs. Wellington lo hace parecer.

La niña asintió antes de darle unas palmaditas a Schmidty en el hombro. Visto el calor que hacía y el estado en que había quedado el pelo del conserje, creyó mejor evitar darle un abrazo.