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A l estallar la guerra, Rascafría había caído en el lado de la República y la pensión de Carmen y Lorenzo había sido ocupada por los mandos republicanos. A la Carmen no le gustaba nada meterse en líos. Durante su infancia y juventud, había aprendido de sus padres, Justa y Leandro, que su familia, mesoneros de una pensión en El Paular desde finales del siglo XIX, miraba, escuchaba y callaba en cuanto a política se refería. Mientras todos pagaran, el negocio primaba sobre las ideas.

La señora Justa había educado a sus hijas en el arte de aprender sin opinar desde que comenzaran las disputas en el comedor del antiguo monasterio entre los partidarios del rey y de Primo de Rivera o los defensores del cambio de régimen. Todo empezaba cuando la infanta Isabel, la Chata, paraba allí de camino hacia sus veraneos en el Palacio de La Granja y luego en San Sebastián; o poco después, en junio, cuando, acabado el curso escolar, las familias de la Institución Libre de Enseñanza y algunos noruegos y alemanes con negocios en Madrid se trasladaban allí para pasar una buena parte del estío en el viejo monasterio de los cartujos.

En aquellos largos atardeceres serranos en el patio de Santa María, con el sonido de la gran fuente y bajo la torre desmochada de El Paular, aquellos viejos amigos, tras regresar de la excursión del día, ya aseados y con una copa de vino, se enfrascaban en largas discusiones o en lecturas de novelas y poesías. Cuando tocaba política, se enfrentaban conservadores y liberales: primero, los de Cánovas contra los de Sagasta, y años después, los de Maura contra los de Canalejas. Hasta que acabaron los monárquicos frente a los republicanos.

Durante treinta años, la Justa y el Leandro aprendieron a escuchar a políticos, profesores, pintores, escritores, poetas, todos «leídos e intelectuales». Pero ellos callaban, echándose para el coleto cada palabra y muchas de las ideas que allí se desgranaban con esa sabiduría que da la tierra a quienes han crecido en familias de campesinos humildes. Con una media sonrisa ante aquellas disputas, oían y cabeceaban, sin asentir ni negar.

A veces, después de la cena, sencilla pero abundante, la bronca subía de tono. Los rostros enrojecidos parecía que se iban a desencajar por culpa de las botellas de rioja que llegaban con los carreteros que transportaban desde Madrid las vituallas necesarias para la parada de la Chata.

La sangre nunca llegaba al río, porque siempre una o dos señoras se acercaban y ponían orden. Con cajas templadas mandaban a la cama a sus maridos, unos señores que eran la crème de la crème de la intelectualidad de España y en esos momentos parecían sólo unos méndigos. Se levantaban cada mañana al amanecer para subir hasta la laguna de Peñalara. Eran jornadas duras y debían reponer fuerzas.

Por todo lo aprendido entre las faldas de su madre, a Carmen no le gustaba significarse políticamente. Pero el pueblo había caído del lado del bando legal, el de los republicanos, y necesitaban su modesta pensión, montada a la sombra de los viajeros que le enviaba su madre, porque el sueldo que Lorenzo cobraba como obrero de la Sociedad Belga de los Pinares de El Paular apenas daba para sacar adelante a sus cuatro hijas.

Bien diferente fue la reacción de Lorenzo cuando un par de sargentos y un teniente republicano con cuatro soldados se instalaron en su casa. Él era socialista. Socialista y de la UGT, que para eso tenía su carné del sindicato. Formaba parte del comité de los obreros de la fábrica. La mejor madera de pino de toda España, decía el padre de Jimena a los camaradas soldados sobre los árboles de Valsaín. Estaba encantado de alojar a los compañeros en su casa, pese al gesto adusto y silencioso de su mujer, convencida de que aquello no traería nada bueno.

Mientras la nieve bajaba del cielo lechoso y caía con la suavidad de la pluma, cubriendo el suelo, los árboles y las zarzas, Jimena repasaba el barullo de sus pensamientos. Lorenzo seguía tejiendo el mimbre de la cesta y contaba a sus hijas cómo la loba parda y sus secuaces habían salido espantados al oír los tiros del encargado de la fábrica de los belgas.

—Padre, ¿sabe qué le digo? ¡Que me voy a acercar al pueblo! Ustedes me han mentido esta mañana y Luis no viene porque está malherido.

Lorenzo tiró la cesta a un lado y no quiso oír las protestas de sus tres hijas pequeñas. Más rápido que su mujer, se acercó a la puerta, metiéndose en el camino de Carmen, que ya se secaba las manos en el delantal y se dirigía hacia su hija. El padre se plantó a la espalda de la hija mayor, su debilidad, y con una mano le hizo señas a su mujer para que retrocediera y le dejara a él.

Apartó un poco las mantas que cubrían la entrada y se sentó en el saliente de la roca. Pasó un brazo por los hombros de Jimena, que se estremeció. Su padre era un hombre callado que se había plegado al carácter de su madre desde la muerte de su hijo Joaquín, víctima de una gangrena producida por una rozadura al caerse del caballo. Había fallecido unos meses antes de que estallara la guerra. Desde ese momento, el carácter de Carmen, vestida de negro ya para toda una vida, cambió y nunca volvió a ser el mismo. Jimena se lamentaba de que sus tres hermanas pequeñas ya sólo recibieran los mimos de la madre cuando estaban enfermas.

Para Jimena y su padre, Carmen sólo guardaba reproches. Para el padre, en voz alta. Todo lo hacía mal. Para Jimena, en voz baja y exigente. Parecía que hubiera preferido que uno de ellos dos hubiera muerto en vez de su único hijo, que la desidia del médico le arrancó en menos de quince días. En aquellos momentos, Jimena estaba muy lejos de imaginar que un día entendería la amargura de su madre.

—Escúchame, Jimena, no te hemos mentido. Luis sólo tiene unos rasguños y el brazo roto, entablillado. No ha subido porque no está bien que suba hasta aquí. Ya sabes cómo es tu madre, no le gustan las confianzas. No está segura de vosotros, no se le olvida que es el hijo de don Martín Luis Masa y de doña Elvira. Es un veraneante de El Paular, Jimena.

—Pero, padre, Luis es mi novio. Se lo dijo a usted y a madre. Usted es su amigo. Recuerdo lo contento que se puso cuando apareció por casa, vestido con el uniforme del batallón, el invierno pasado. Usted quiso darle patatas para su madre. Y un par de chorizos cuando le contó el hambre que había en Madrid. Los dos me han enseñado que no hay clases, que esas cosas no importan...

—Y es verdad, hija, y menos en estos tiempos, pero a tu madre no hay quien la cambie. Lo que te juro es que Luis no está...

Lorenzo no acabó la frase. Como un resorte, estiró la mano hacia atrás y cogió la escopeta de caza que estaba escondida a su espalda. El silencio de la nieve no lo rasgaba sólo el Garcisancho. Alguien se acercaba por el camino. Jimena se puso en pie despacio e hizo una seña a su madre llevándose el dedo a los labios.

Carmen paró de recitar la cuarta estrofa de «El conde Sol», su alternativa a la loba parda de Lorenzo para que la chiquillería se estuviera quieta y entretenida.

Grandes guerras se publican en la tierra y en el mar y al conde Sol lo nombraron...

Lorenzo cargó la escopeta de postas y se llevó el cañón a la cara, apuntando al otro lado del arroyo. Los ruidos, pese a que la nieve amortiguaba las pisadas, estaban ya muy cercanos.

—¡Eh, Lorenzo! ¡No tire, que soy yo!

Jimena lanzó un grito, dio un codazo a su padre y se lanzó a cruzar el arroyo. A ciegas, sin mirar si era el paso de piedras grandes que había preparado su padre, resbaló en el tablón que hacía de puente para las niñas, se cayó y notó cómo el agua helada le cubría todo el cuerpo. Sin embargo, no sintió frío. Se le salía el corazón por la boca.

—Luis, Luis... ¿estás ahí? —susurró.

Empapada, con la ropa chorreando en plena noche y los copos sobre el pelo y la toquilla negra, ahora pesada y con el olor de la lana mojada, salió a rastras del arroyo y se arrojó a los pies del hombre que adivinó que estaba a lomos de una burra, cubierto con una manta y doblado hacia delante, como si se tratara de una de las ramas de pino que agachaba la nieve.

El hombre se incorporó. Con dificultad, cruzó la pierna y se dejó resbalar por el lomo del animal. Le había hecho parar cuando vio salir del arroyo a aquel fantasma jadeante, cuya figura negra se recortaba entre la blanca nieve que cubría las orillas.

—Jimena, mi vida, mi amor... Chisss, calla. Soy yo.

Luis aguantó el dolor del brazo al meter a Jimena bajo su manta. La muchacha escondió su cara de agua y nieve en el hueco de su cuello. El joven sintió cómo resbalaban por la camisa las gotas heladas del Garcisancho mezcladas con las lágrimas calientes de ella. La cobijó bajo su brazo izquierdo y, con la mano vendada y en cabestrillo, levantó su rostro para recorrerlo con los labios, bebiéndole el agua, los copos de nieve y las lágrimas, una mezcla que en su vida olvidaría. Apartado, Lorenzo esperaba en la oscuridad, al otro lado del río, con el farol de petróleo encendido.

Jimena temblaba. Las piernas volvían a fallarle como unas horas antes, pero le daba igual. Cuando Luis terminó de besarle los párpados, levantó la cabeza para pasar sus manos por la cara del joven, buscando las heridas, los arañazos, la muestra de la cruel guerra en aquel cuerpo por el que ella hubiera dado la vida. Mientras sus dedos resbalaban en busca de cicatrices, vio a su padre, recortado al contraluz de la cueva, con el farolillo en una mano y con la otra apartando algo de sus ojos. La muchacha tuvo la sensación de que su padre también se quitaba algo más que los copos de nieve.

El fuego crepitaba dentro de la cueva y el humo se escapaba por el agujero que hacía de chimenea. Era un refugio contra los caprichos del Pico Peñalara. Cuando Peñalara se moja, Rascafría se enoja, decía el refrán. O se acongoja, decía Lorenzo cada vez que los nubarrones se cernían sobre la cumbre.

Jimena seguía tiritando, aunque su madre y su hermana Irene le habían quitado la ropa mojada. Luis, metido bajo una manta, la miraba. Su hermoso pelo negro, rizado, empapado y humeante, como el vaho que salía de la ropa tendida ante la chimenea, le daba un aire de misterio. De pronto, tuvo miedo de que se fuera a evaporar. La lumbre iluminaba su perfil, su nariz pequeña, perfecta, que aún aleteaba porque seguía respirando entrecortadamente, como si se ahogara.

A cada minuto, la joven giraba la cabeza y sus enormes ojos se detenían en el rostro de Luis, asombrados, sonrientes, reflejando la luz anaranjada del fuego, como si no se creyera que él estaba allí, sentado a su lado. Mientras, Lorenzo, testigo ahora mudo del reencuentro que había presenciado bajo la nieve, escondía su sorna y se llevaba a la boca un vaso de vino caliente con higos secos.