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VIAJE A LO DESCONOCIDO

Un lloroso Juanito, de diez años, que a duras penas aguantaba las lágrimas, se despedía de sus hermanos en el apeadero de Entroncamento, al norte de Lisboa, la noche del 8 de noviembre de 1948, antes de subir al Lusitania Express, el tren que lo conduciría a España, cumpliendo el acuerdo de Franco y don Juan en el Azor sobre la educación del Príncipe. «Yo fui a la estación a despedirlo —recuerda doña Pilar de Borbón en su casa madrileña de Puerta de Hierro, sesenta y dos años después—; mi padre y mi madre no fueron, a propósito». Ellos le despidieron en la puerta de Villa Giralda, en Estoril. Cuando se alejaba el coche, don Juan rodeó con la mano derecha el hombro de doña María, que no podía contener las lágrimas, mientras le decía: «María, recuerda lo que te digo: hoy comienzan nuestras verdaderas preocupaciones».

El joven Príncipe iniciaba un viaje hacia lo desconocido, acompañado de dos señores de aspecto severo: el duque de Sotomayor, jefe de la Casa, y Juan Luis Roca de Togores, vizconde de Rocamora, mayordomo mayor. Conducía el tren un grande de España, el duque de Zaragoza, vestido con un mono azul. Juanito pensó en su preceptor de Friburgo, Eugenio Vegas Latapié. ¡Si por lo menos le acompañara él! Pero don Juan lo había despedido unos días antes porque Franco no quería que, a partir de entonces, tuviera la menor influencia en la educación del niño. Este no pudo contenerse y le manifestó en presencia de sus padres en la hora de los preparativos: «Estoy triste porque no vienes a España conmigo». Su padre le cortó bruscamente: «¡No digas tonterías, Juanito!». Su madre guardó silencio, pero comprendió el tremendo desamparo en que dejaban al hijo. En el aeropuerto de Lisboa, Vegas le había dado a Pedro Sáinz Rodríguez una emotiva carta para que se la entregara al Príncipe, quien la guardaba ahora en el bolsillo del abrigo como un tesoro.

Cumpliendo todas las formalidades del protocolo, decía, entre otras cosas:

Mi queridísimo Señor: Perdón por no haberle dicho que me iba. El beso que anoche le di al marcharme era de despedida. Muchas veces le he repetido que los hombres no lloran, y para que no me viera llorar he decidido regresar a Suiza la víspera de su posible viaje a España. Si alguien se atreviera a decir a Vuestra Alteza que le he abandonado, sepa que no es verdad. No ha querido que siguiera a su lado y me tengo que resignar.

El historiador Paul Preston subraya al hilo de esta escena que «aunque había muchas razones políticas por las que Juan Carlos debía ser educado en España, todo este episodio podría haberse llevado con mayor sensibilidad hacia sus necesidades emocionales». Y recoge la perplejidad de José María Gil-Robles, observando la dura actitud de don Juan, que, ante lo que iba a ocurrir, no pasó el día anterior al viaje junto a su hijo. «Se ha marchado de caza —anota en su diario—, como si nada ocurriese».

Esta severidad de don Juan con su hijo, para que endureciera su carácter y se acostumbrara a enfrentarse a las múltiples dificultades que se le iban a presentar, nunca puso en peligro el afecto mutuo, pero puede ayudar a comprender el fondo de tristeza que, desde niño, aparecía en los ojos de don Juan Carlos —algo que no ha conseguido superar de rey— y el drama que iban a protagonizar más adelante el padre y el hijo.

Desde que aquella noche de noviembre, solo y desamparado, subió al tren en Lisboa camino de España, supo que su infancia había terminado y que ya nunca sería libre, e intuyó que él no era más que el peón de una partida que jugaban a distancia Franco y su padre y cuyo desenlace era completamente incierto. No comprendía entonces, aunque con el tiempo lo vería claro, que el restablecimiento de la monarquía y su afianzamiento exigían sacrificar los sentimientos y vivir en soledad. Cuando el tren se puso en marcha le golpeó por dentro la machacona consigna de su padre: «Servir a España es lo único que importa; esa es la función de la monarquía. Si no, no sirves para nada».

En los dos años anteriores, durante su estancia en el internado del colegio de los marianistas de Ville Saint-Jean en Friburgo (Suiza), con apenas ocho años ya había experimentado en toda su dureza el modelo educativo que quería para él su padre. Ni siquiera permitía que la madre le telefoneara. «María —le decía—, tienes que ayudarle a que se endurezca». Así, las dos primeras semanas. Don Juan Carlos esperaba en vano cada día una llamada de su madre. No sabía lo que pasaba. «Al principio —ha confesado muchos años después— fui bastante desgraciado allí, tenía la impresión de que los míos me habían abandonado, de que mi padre y mi madre se habían olvidado de mí». En aquellas circunstancias llegó a pensar que Alfonso, su hermano pequeño, que seguía en casa, era el predilecto de su padre. «En Friburgo —ha reconocido—, lejos de mi padre y de mi madre, aprendí que la soledad es un fardo muy duro de soportar». Esa primera etapa tan dura, de separación de la familia, le marcó para toda la vida. Por eso, su hijo Felipe no abandonaría el palacio de La Zarzuela para realizar un curso en Canadá hasta los dieciséis años. ¿Qué consecuencias tuvo la temprana y durísima separación de sus padres en el posterior comportamiento «político» de don Juan Carlos en relación con su progenitor? ¿Esta ausencia le impulsó a buscar un «segundo padre» en Vegas Latapié, en José Garrido, en el marqués de Mondéjar, en Torcuato Fernández-Miranda, en Franco...? ¿Tuvo aquello alguna influencia en que, en el verano de 1969, aceptara, sin la aprobación de don Juan, el ofrecimiento de Franco de sucederle en la Jefatura del Estado a título de rey? Es difícil desentrañar las urdimbres freudianas que han movido el subconsciente de estos dos personajes. Pero acaso podría alguien pensar en aplicar con cierto fundamento a este caso la hipótesis metafórica de «matar al padre».

Lo confirma su hermana, Pilar de Borbón:

En Friburgo fue profundamente desgraciado porque él era un chico muy familiar y estuvo solo año y medio. Las cartas no llegaban. Mi madre lloraba, pero mi padre se hacía el duro. Creía que era un error llamarle porque tenía que acostumbrarse a ese colegio. Con ocho años, disléxico, en un lugar desconocido... Además, hacía allí un frío espantoso y el pobre... no se lavaba mucho. Un día fuimos a verle, sería la primavera del 48, y entre mi madre y yo ¡le dimos tres aguas!

Por si faltaba algo, chocó con la rígida disciplina del colegio. Sus profesores le recuerdan como un niño guapo, con sentido del humor, de inteligencia normal e indisciplinado; demasiado mimado por institutrices permisivas. El primer día se negó a ir a clase y el padre Hoyos tuvo que llevarle físicamente hasta el aula y darle una bofetada. Su mal comportamiento y sus malos resultados escolares estaban seguramente motivados, aparte de por la mencionada dislexia, por la profunda infelicidad que le causaba la separación familiar y la falta de comunicación con sus padres. En parte, cubrió este vacío su abuela, la reina Victoria Eugenia, con la que pasaba los fines de semana en el hotel Royal de Lausana, donde residía, y que mantuvo una relación cariñosa con él. Hasta le enseñó a pronunciar la erre fuerte que a él, acostumbrado al francés, se le resistía. En las vacaciones de Navidad de 1946 le acompañó a Estoril, y fue entonces cuando le asignaron como preceptor a Eugenio Vegas Latapié, intelectual conservador expulsado de España por Franco, «para que le enseñara a hablar español con fluidez»; también le instruyó en las antiguas glorias imperiales y le hizo aprender hasta el himno de la Legión. A este hombre, a pesar de que de vez en cuando le daba un cachete, le cogió verdadero afecto; lo consideraba «un hombre maravilloso». Creía —ha confesado don Juan Carlos— que el heredero del trono «tenía que ser educado sin ninguna concesión a las debilidades que parecen normales a la gente común. Por eso me educaba de forma que comprendiera que yo era un ser aparte, con muchos más deberes y responsabilidades que los demás». También años después, siendo ya rey, se ha mostrado comprensivo con la actitud de su padre. Así lo manifestó a José Luis de Vilallonga:

No era crueldad por su parte, y menos todavía falta de sensibilidad. Pero mi padre sabía, como yo mismo lo supe más tarde, que los príncipes deben ser educados a las duras si se quiere hacer de ellos hombres responsables capaces de soportar algún día el peso del Estado. Mi padre tenía un profundo sentido de la realeza. Veía en mí no solamente a un hijo, sino al heredero de una dinastía, y como tal debía yo prepararme para hacer frente a mis responsabilidades. No quería ceder a sus impulsos de ternura por miedo a hacer de mí un niño mimado. Era muy severo y muy exigente conmigo. Mi padre era un hombre adusto y tierno a la vez, como muchas veces son los marinos. Más tarde, ya adolescente, encontré en él un amigo muy fiel y un confidente que sabía escucharme con mucha atención.

El pequeño Príncipe estuvo desde muy temprano sometido a los vaivenes políticos, a las conveniencias estratégicas y a los cambiantes estados de ánimo de los inquilinos de El Pardo y de Villa Giralda, de lo que daré cuenta más adelante; yendo y viniendo del colegio Ville Saint-Jean de Friburgo al Amor de Deus de Estoril. Durante los meses que permaneció en este último centro hizo amigos, practicó deporte, recuperó el contacto familiar y fue mucho más feliz. Pero este paréntesis de felicidad le duró poco. Pronto sería devuelto a Suiza. Con ocasión de las bodas de plata de Franco, recordando que su padre, Alfonso XIII, había sido el padrino de la boda, don Juan envió al Caudillo una carta de felicitación, en la que aprovechaba para comunicarle que había decidido devolver a Juan Carlos al internado de Friburgo hasta que estuviera todo dispuesto para su marcha a España. Aducía como razón «el vivo interés que tenía su abuela, la reina Victoria Eugenia, de tenerlo antes de una larga separación». Como apunta Paul Preston, «lo sorprendente es que los padres del niño no parecieran sentir necesidad de pasar algún tiempo con él antes de tan larga separación».

Alejado de su familia —añade Preston—, el peso de la soledad de Juan Carlos no se aligeró con la compañía de Eugenio Vegas Latapié, no obstante su cariñosa atención. En febrero de 1948, el sentimiento de que había sido abandonado a su suerte se intensificó cuando sus padres emprendieron un largo viaje a Cuba, invitados por el rey Leopoldo de Bélgica. Don Juan Carlos empezó a padecer dolores de cabeza y de oídos. «No sería la única vez —apunta el historiador inglés— que su pena por la separación de sus padres se manifestaba en forma de enfermedad». Pero en esta ocasión la dolencia era de cierto cuidado. Eugenio Vegas lo llevó a una clínica donde le diagnosticaron una fuerte otitis del oído interno que requería una operación quirúrgica en el tímpano. Era un asunto de gran responsabilidad y resultaba imposible conectar con sus padres. Después de muchos intentos consiguió hablar con la reina Victoria, que dio permiso para la intervención. Los oídos le supuraban tanto que la primera noche tuvieron que cambiarle la almohada varias veces. El niño permaneció doce días hospitalizado, con la sola compañía de su preceptor, salvo un día en que recibió la visita de su abuela. Es posible que la sordera que ahora padece tenga algo que ver con aquel suceso.

Don Juan, al observar la hostilidad de los sectores más recalcitrantes del régimen de Franco contra la monarquía y su falta personal de sintonía con el Caudillo, de lo que daremos cumplida cuenta, llegó a pedir a los tutores de Juan Carlos en Ville Saint-Jean que destruyeran cualquier regalo destinado al niño —chocolate, bombones, a los que era muy aficionado, caramelos u otras golosinas—, por temor a que estos «supuestos» simpatizantes pudieran envenenarlo. Quizá fue por este temor y por la inquietud de la familia ante las noticias que recibían sobre la triste situación del niño en el internado suizo, por lo que don Juan ordenó que regresara unos meses a Estoril en la primavera de 1946.

Aquella noche de noviembre en el Lusitania Express que le conducía a España, antes de caer rendido por el sueño y la tristeza, fue repasando esta película de su infancia. Solo le confortaba la idea de que por fin iba a conocer el país del que tanto le hablaba su padre, el país de sus sueños, del que habían tenido que exiliarse cuando llegó la República. En su relato ante José Luis de Vilallonga, aseguraba:

Yo siempre he tenido presente a España, ¡siempre! Creo que mis padres comenzaron a hablarme de España desde la cuna. De hecho, España era el único tema de conversación que apasionaba a mi padre. Todo lo relacionaba siempre con España (…) Creo que mi padre pudo soportar el exilio solo porque vivía con la certidumbre de que un día u otro volvería a España, su paraíso perdido. Mi exilio no tenía nada en común con el de mi padre. Yo había nacido exiliado. Nunca había conocido mi país. Yo no tenía añoranza; solamente esperanza. Y mucha curiosidad.

Pronto iba a descubrir con sus propios ojos ese país mítico del que tanto le habían hablado. Apenas clareaba el día, una mañana cárdena de otoño, cuando le despertó de su agitado sueño el duque de Sotomayor: «Alteza, estamos en España». Abrió los ojos y pegó la cara al cristal de la ventanilla. Lo que contempló tenía poco que ver con el paraíso soñado. No se parecía nada a las verdes montañas suizas ni a la amena campiña portuguesa junto al mar. Era la tierra áspera y dura de La Mancha: a los breves retazos de olivares seguían ocres llanuras resecas interrumpidas por serrijones de monte bajo. Conforme se acercaba a los suburbios de Madrid, el paisaje era aún más deprimente.

El comité de recepción, aquella mañana del 9 de noviembre de 1948, en la estación de Villaverde, a las afueras de Madrid —que fue donde el tren se detuvo para evitar enfrentamientos entre falangistas y monárquicos—, tampoco debió de resultarle demasiado estimulante. Le esperaban unos cuantos hombres mayores, con abrigos oscuros y expresión seria. El duque de Sotomayor se los fue presentando: Julio Danvila, el conde de Fontanar, José María Oriol, el conde de Rodezno... monárquicos conservadores, tan adictos a don Juan como a Franco. En la foto de aquel día, que tengo delante, figuran también, además del tal Danvila, José Aguinaga, Juan José Macaya y Juan Caro. El joven Príncipe, con abrigo hasta la rodilla, corbata y un papel en la mano izquierda, está en el centro, un paso por delante, y justo detrás de él aparecen el padre Ventura Gutiérrez, un sacerdote mayor con sotana y dulleta, y de fondo un guardia civil con tricornio acharolado. Todos formando en torno al niño un friso de rostros cerrados, impenetrables... No es extraño que, muchos años después, tras hablar de este episodio con el rey Juan Carlos, José Luis de Vilallonga comente: «La larga soledad de don Juan Carlos de Borbón comienza en aquel mismo instante, en el andén de la estación de Villaverde, batida por el viento cortante de la sierra».

A la salida de la estación esperaba una fila de coches de alta gama, negros y relucientes. Pertenecían a miembros de la aristocracia que habían acudido a saludar al Príncipe y deseaban acompañarle en el primer acto de su estancia en España. Sin preguntarle sobre sus preferencias, el duque de Sotomayor le indicó que subiera al primer coche, y la caravana se puso en marcha hacia el Cerro de los Ángeles, a pocos kilómetros, considerado entonces el centro geográfico y espiritual de España. Julio Danvila, un personaje intrigante y ambicioso, más franquista que juanista, le informó en el camino de que fue allí, en 1929, donde su abuelo, Alfonso XIII, había consagrado España al Sagrado Corazón de Jesús; para conmemorar el acontecimiento, se había construido en el lugar un convento de monjas carmelitas. También le puso al corriente de que la estatua de Cristo que domina el cerro había sido «condenada a muerte» y «fusilada» por milicianos de las «hordas marxistas» en 1936. Así que el Cerro de los Ángeles se había convertido en el símbolo de la victoria de las fuerzas nacionales sobre la barbarie roja. El niño estaba desconcertado. Aún no había desayunado y temblaba de frío cuando entró en el santuario, en el que iba a protagonizar, por sorpresa, lo más parecido a un acto de desagravio y un primer compromiso público con el régimen. La misa se le hizo interminable. Cuando acabó le dieron un papel y le pidieron que leyera el texto de la consagración que había pronunciado su abuelo diecinueve años antes. Lo hizo con voz temblorosa y vacilante y con las mejillas amoratadas.

Después lo trasladaron a Las Jarillas, una finca de Alfonso Urquijo, amigo de don Juan, situada cerca de El Pardo, a menos de veinte kilómetros de Madrid, donde residiría según lo convenido. En principio estaba previsto que desde el Cerro de los Ángeles lo llevaran directamente al palacio de El Pardo a ver a Franco; pero la visita se aplazó porque justo la noche en que el joven Príncipe entraba en España a bordo del Lusitania Express, había muerto de una paliza en la cárcel de Madrid el joven monárquico Carlos Méndez, y el ambiente entre monárquicos y falangistas estaba muy caldeado.

El primer encuentro con el General tuvo lugar el 24 de noviembre. Hacía mucho frío aquella mañana y la sierra de Madrid amaneció cubierta de la primera nieve. La visita se organizó con discreción, casi con sigilo, por temor a incidentes. Llevaron a Juanito —como se le conocía en el círculo familiar— sin escolta, en el coche particular de Danvila, acompañado del duque de Sotomayor. Lo primero que le llamó la atención, como contraste, fue el boato de la Guardia Mora espléndidamente uniformada a la puerta. Observó a mucha gente por los pasillos del palacio, que hablaban en voz baja como si estuvieran en la iglesia. Después de recorrer varios salones de aspecto sombrío, finalmente entró en el que le esperaba Franco. Durante el recorrido su preocupación fue aumentando, al recordar las advertencias de su padre.

Mi padre temía mucho este primer encuentro con Franco. A menudo se hablaba de él en casa y no siempre en términos afectuosos. Franco era ese hombre que causaba tantas preocupaciones a mi padre, que le impedía regresar a España y que permitía que se hablara mal de él en los periódicos. Al principio yo no tenía mucha simpatía por él.

Así que entró en su despacho prevenido. «Cuando te encuentres con Franco —le había recomendado su padre— escucha bien lo que te diga, pero habla lo menos posible. Sé cortés y responde con brevedad a sus preguntas. Que en boca cerrada no entran moscas». A primera vista, aquel hombre no le impresionó demasiado. «Me pareció —recuerda muchos años después— más bajito que en las fotos que había visto de él, tenía barriga y me sonreía de una manera que me pareció poco natural; dicho esto, fue muy amable conmigo». Cuando le pidió noticias de su padre, el Caudillo utilizó la expresión «Su Alteza, el Conde de Barcelona», algo que extrañó al niño, acostumbrado a ver que todos los españoles que acudían a Villa Giralda le llamaban «el Rey». Por eso le contestó: «El Rey está muy bien, gracias», lo que hizo torcer el gesto a Franco, quien le preguntó después por sus estudios y le invitó a una cacería de faisanes en Aranjuez. Después le regaló una escopeta, tras presentarle a doña Carmen y acompañarle en un recorrido por el palacio de El Pardo, en el que le mostró con especial detenimiento la alcoba donde su abuela, la reina Victoria Eugenia, había dormido la víspera de su boda, conservada casi intacta desde entonces.

Don Juan Carlos confesaría más adelante que aquel primer encuentro con Franco no le había dejado la menor impresión. Durante casi toda la conversación estuvo distraído por culpa de un ratón que se paseaba con una gran familiaridad entre las patas del sillón en que estaba sentado el Generalísimo, como si tuviera la costumbre de hacerlo habitualmente. «Un ratón tan valiente —ha comentado el Rey— era mucho más interesante que aquel señor demasiado amable que me preguntaba por la lista de los reyes godos».