HISTORIA DE UNA MOZA DE HACIENDA*

I

Hacía tan buen tiempo que la gente de la alquería había comido más deprisa que de costumbre para volver a los campos.

Rose, la moza de servicio, se quedó sola en la espaciosa cocina, donde un rescoldo se estaba apagando en el hogar, bajo el caldero lleno de agua caliente. De vez en cuando sacaba una poca y fregaba sin prisas la vajilla, interrumpiéndose para mirar los dos recuadros luminosos que el sol, a través de la ventana, proyectaba sobre la larga mesa, en los que se veían las imperfecciones de los cristales.

Tres osadísimas gallinas buscaban migas por debajo de las sillas. Olores a corral, un tibio tufo a establo entraban por la puerta entreabierta; y en el silencio del calurosísimo mediodía se oía cantar a los gallos.

Terminadas las tareas domésticas, y tras haber secado la mesa, limpiado la chimenea y guardado los platos en el alto aparador del fondo, próximo al reloj de madera de sonoro tictac, la muchacha respiró, algo aturdida, un poco acongojada sin saber por qué. Miró las paredes renegridas de arcilla, las vigas tiznadas del techo del que colgaban telarañas, arenques ahumados y ristras de cebollas; luego se sentó, molesta por los rancios olores que el calor del día hacía emanar del suelo de tierra batida donde se habían secado tantas cosas derramadas a lo largo de los años. Mezclábase con ello también el olor acre de la leche que formaba nata al fresco en el cuarto de al lado. Quiso ponerse a coser como solía, pero le faltaron las fuerzas y salió a la puerta a que le diera el aire.

Entonces, acariciada por la luz ardiente, sintió el corazón transido de dulzura, los miembros invadidos de una sensación de bienestar.

Delante de la puerta, el estiércol exhalaba de continuo un ligero vaho reverberante. Las gallinas se revolcaban encima, tumbadas de costado, escarbando un poco con una sola pata para encontrar algún gusano. En medio de ellas se erguía el gallo, soberbio. De tanto en tanto elegía una y daba vueltas en torno a ella con un leve cloqueo de reclamo. La gallina se alzaba con desgana y lo recibía tranquila, doblando las patas y sosteniéndolo sobre las alas; luego se sacudía el plumaje del que salía polvo, y volvía a echarse sobre el estiércol, mientras el gallo cantaba, enumerando sus triunfos; y desde todos los corrales los otros gallos le respondían, casi lanzándose desafíos amorosos de una alquería a otra.

La criada los miraba sin pensar; luego alzó los ojos y quedó deslumbrada por el fulgor de los manzanos en flor, blancos como cabezas empolvadas.

De repente un potrillo, loco de alegría, pasó por delante de ella al galope. Dio dos vueltas alrededor de las regueras arboladas, se detuvo a continuación de golpe y volvió la cabeza, como si se asombrara de estar solo.

También ella sentía grandes ganas de correr, una necesidad de moverse y al mismo tiempo de tumbarse, de estirar los miembros, de descansar en el aire inmóvil y caluroso. Dio unos pasos, indecisa, con los ojos cerrados, embargada de un bienestar animal; luego se fue sin prisas a buscar los huevos al gallinero. Había trece, los cogió y se los llevó. Tras guardarlos en el aparador, los olores de la cocina la molestaron de nuevo, así que salió para ir a sentarse en la hierba un rato.

El corral de la alquería, cerrado por los árboles, parecía sumido en el sueño. La alta hierba, donde las flores amarillas de los dientes de león resplandecían como luces, era de un verde intenso, un verde novísimo de primavera. La sombra de los manzanos se concentraba en torno a sus pies; y las techumbres de paja trillada de los edificios, en cuyo alto despuntaban unos lirios de hojas lanceoladas, humeaban un poco, como si la humedad de las cuadras y de los graneros se hubiera filtrado a través de la paja.

La sirvienta se acercó al cobertizo donde se guardaban los carretones y los vehículos. Había allí, delante de la vaguada, un gran hoyo verde lleno de violetas que expandían su olor y, más allá del ribazo, se veían la campiña, un vasto llano donde crecían las mieses, con pequeñas arboledas diseminadas y, de vez en cuando, en lontananza, pequeños grupos de labradores, diminutos como muñequitas, caballos blancos como de juguete, que tiraban de un arado de niño, guiado por un hombrecito de un dedo de alto.

Fue a coger una gavilla de paja al granero y la echó dentro del hoyo para sentarse encima; pero no estaba cómoda, por lo que la desató, esparció la paja y se tumbó boca arriba, con los brazos bajo la cabeza y las piernas extendidas.

Cerró los ojos lentamente, amodorrada en un delicioso abandono. Estaba a punto de dormirse cuando sintió que dos manos le cogían los pechos y se incorporó de golpe. Era Jacques, el mozo de labranza, un picardo alto y bien plantado, que la cortejaba desde hacía un tiempo. Aquel día trabajaba en el aprisco y, habiéndola visto tumbarse a la sombra, llegó a la chita callando, conteniendo la respiración, con los ojos brillantes y alguna que otra brizna de paja en el pelo.

Intentó besarla, pero la muchacha, robusta como él, le dio una bofetada, y él, taimado, suplicó clemencia. Entonces se sentaron uno al lado del otro y se pusieron a charlar amistosamente. Hablaron del tiempo, favorable para la cosecha, de la añada, que se anunciaba buena, del amo, un buen hombre, luego del vecindario, de todo el pueblo, de ellos mismos, de su aldea, de su juventud, de sus recuerdos, de sus padres a los que habían dejado por mucho tiempo, quizá para siempre. Ella se emocionaba ante aquellos pensamientos, y él, con su idea fija en la cabeza, se iba acercando, se rozaba contra ella estremecido, lleno de deseo. Ella decía:

—Hace mucho que no veo a mi madre; es muy duro estar separadas tanto tiempo.

Y su mirada perdida miraba a lo lejos, a través del espacio, hasta el pueblo que había dejado allí, en el Norte.

De improviso, él la cogió por el cuello y la besó de nuevo; pero ella le golpeó tan fuerte con el puño cerrado en pleno rostro que le hizo sangrar la nariz. Él se levantó y fue a apoyar la cabeza en el tronco de un árbol; ella se compadeció y, acercándose, le preguntó:

—¿Te duele?

Él rompió a reír. No, no era nada; sólo que le había dado justo en pleno rostro. Él susurraba: «¡Condenado demonio!» y la miraba con admiración, presa de un respeto, de un sentimiento nuevo, germen del verdadero amor, por aquella gallarda y recia moza.

Cuando la nariz dejó de sangrarle, él le propuso dar una vuelta, temiéndose, si se quedaban el uno al lado del otro, el duro puñetazo de ella. Pero por propia iniciativa ella le tomó del brazo, como hacen los novios cuando van por la tarde de paseo por la alameda, y le dijo:

—No está bien, Jacques, despreciarme así.

Él protestó. No la despreciaba en absoluto: simplemente estaba enamorado, eso era todo.

—Entonces, ¿quieres casarte conmigo? —preguntó ella.

Él dudó, luego se puso a mirarla de soslayo mientras ella mantenía la mirada perdida a lo lejos. Tenía las mejillas coloradas y llenas, un pecho generoso que hinchaba la indiana de su blusa, los labios gruesos y frescos, y el escote, muy pronunciado, estaba perlado de gotitas de sudor. Sintió que volvía a dominarle el deseo y le susurró al oído:

—Sí que quiero.

Entonces ella le echó los brazos al cuello y le besó tan largamente que se quedaron ambos sin aliento.

A partir de aquel momento comenzó entre ellos la eterna historia de amor. Bromeaban en los rincones; se citaban al claro de luna, al abrigo de un almiar, y se hacían por debajo de la mesa morados en las piernas con sus zapatones claveteados.

Luego, poco a poco, Jacques pareció cansarse de ella; la evitaba, no le hablaba ya ni buscaba estar a solas con ella. Entonces a ella le entraron dudas y una gran tristeza; y, al cabo de un tiempo, se dio cuenta de que estaba encinta.

Primero se quedó consternada, luego la dominó una ira que iba en aumento de día en día, porque no conseguía ya verle, tanto cuidado ponía él en evitarla.

Hasta que finalmente, una noche, mientras todos dormían en la alquería, ella salió sin hacer ruido, en enaguas y descalza, atravesó el patio y llegó hasta la puerta del establo donde Jacques estaba tumbado en el pajar, encima de sus caballos. Al oírla llegar, él fingió roncar; pero ella trepó hasta llegar a su lado y lo zarandeó hasta que él se incorporó.

Cuando se hubo sentado, preguntando: «¿Qué quieres?», le dijo ella entre dientes, temblando de furia:

—¿Que qué quiero? Quiero que te cases conmigo, porque me lo prometiste.

Él se echó a reír y contestó:

—¿De veras? Si hubiera que casarse con todas las chicas con las que se hace algo, apañados íbamos a estar.

Pero ella le agarró por la garganta, le derribó sin que él pudiera librarse de su salvaje apretón y, estrangulándolo, le gritó muy cerca de la cara:

—Estoy embarazada, ¿comprendes? ¡Embarazada!

Él jadeaba, sofocado; y se quedaron los dos inmóviles, mudos en la silenciosa oscuridad tan sólo turbada un poco por el ruido de las quijadas de un caballo que tiraba de la paja del pesebre y la masticaba despacito.

Jacques comprendió que ella era la más fuerte y balbució:

—De acuerdo, me casaré contigo si así están las cosas.

Pero ella ya no creía en sus promesas.

—Enseguida —dijo—, que se publiquen las amonestaciones.

Él contestó:

—Enseguida.

—Júralo por Dios.

Él vaciló unos instantes y luego se decidió:

—Lo juro por Dios.

Entonces ella aflojó los dedos y, sin añadir palabra, se marchó.

Durante unos días no consiguió hablar con él y, dado que el establo estaba ahora cerrado todas las noches con llave, ella no se arriesgaba a armar ruido por temor a un escándalo.

Hasta que, una mañana, vio llegar a la mesa a otro mozo. Le preguntó:

—¿Se ha ido Jacques?

—Sí —dijo el otro—, yo le sustituyo.

Le entró un temblor tan fuerte que ya no conseguía desenganchar el caldero; y cuando todos se fueron al trabajo subió a su cuarto y lloró con el rostro contra la almohada para que no la oyeran.

Durante el día trató de recabar información sin despertar sospechas, pero la obsesionaba tanto el pensamiento de su desgracia que creía ver reír maliciosamente a todas las personas a las que preguntaba. Por lo demás, no pudo enterarse de nada, salvo de que había abandonado definitivamente la región.

II

Comenzó entonces para ella una vida de continuo tormento. Trabajaba como una máquina, sin pensar en lo que hacía, con una idea fija en la cabeza: «¡Si llegaran a enterarse!».

Esta obsesión constante no la dejaba ya razonar, hasta el punto de que no buscaba siquiera la manera de evitar ese escándalo que sentía acercarse cada día más, irreparable y seguro como la muerte.

Todas las mañanas se levantaba mucho antes que los demás y, con una tenacidad encarnizada, trataba de mirar su talle en un trocito de espejo roto que le servía para peinarse, muy ansiosa por saber si no sería aquel el día que se le notaría.

Y, durante la jornada, interrumpía constantemente su trabajo para observar de arriba abajo si el volumen de su vientre no le alzaba excesivamente el delantal.

Pasaban los meses. Ya casi no hablaba y, cuando se le preguntaba alguna cosa, no comprendía, asustada, con la mirada alelada y las manos temblorosas, lo cual le hacía decir al amo:

—¡Pobre hija, qué tonta estás desde hace un tiempo!

En la iglesia, se ocultaba tras una pilastra y ya no tenía el valor de confesarse, por temor al párroco, a quien atribuía el poder sobrehumano de leer en las conciencias.

En la mesa se sentía ahora morir si sus compañeros la miraban, y siempre se imaginaba que era descubierta por el vaquero, un mocetón precoz y taimado que no le quitaba sus ojos relucientes de encima.

Una mañana, el cartero le entregó una carta. Nunca había recibido ni una y se quedó tan trastornada que tuvo que sentarse. ¿Acaso era de él? Pero como no sabía leer se quedó ansiosa y temblando delante de aquel papel emborronado de tinta. Se lo guardó en el bolsillo, al no atreverse a confiar su secreto a nadie; y a menudo dejaba de trabajar para mirar largamente aquellas líneas uniformemente espaciadas que terminaban en una firma, imaginándose de forma confusa que de pronto comprendería su sentido. Finalmente, sintiéndose enloquecer de impaciencia e inquietud, fue a ver al maestro de escuela, que la hizo sentarse y leyó:

Mi querida hija: La presente es para anunciarte que estoy muy mala; nuestro vecino, el señor Dentu, ha tomado la pluma para decirte que vengas si te es posible.

En nombre de tu queridísima madre,

Césaire Dentu, vicealcalde

Ella no dijo una palabra y se fue; pero apenas estuvo sola, se dejó caer a la vera del camino, con las piernas rotas; y allí se quedó hasta el anochecer.

Cuando volvió a casa, contó su desgracia a su amo, que la dejó irse por el tiempo que fuera menester, prometiendo que mandaría a una jornalera que hiciera sus tareas y que la volvería a tomar a su vuelta.

Su madre agonizaba; murió el mismo día de llegar ella; y, al siguiente, Rose daba a luz a un niño sietemesino, un pequeño esqueleto espantoso, tan escuálido que daba miedo verlo y parecía sufrir continuamente, porque contraía dolorosamente sus pobres manitas, descarnadas como las patas de un cangrejo.

No obstante, vivió.

Ella contó que se había casado, pero que no podía ocuparse del niño, y se lo dejó a unos vecinos que prometieron cuidarlo bien.

Regresó.

Pero entonces, en su corazón atribulado desde hacía tanto tiempo, despuntó, como una aurora, un amor desconocido por aquella criaturita enclenque que había dejado allí; y también aquel amor era un nuevo padecimiento, un padecimiento de cada hora y de cada minuto, porque estaba separada de él.

Sobre todo la martirizaba una loca necesidad de besarle, de estrecharle entre sus brazos, de sentir pegado a su carne el calor de aquel cuerpecito. Por la noche no pegaba ojo; y pensaba en él todo el santo día; y, por la tarde, al terminar su trabajo, se sentaba al amor del fuego, mirándolo fijamente como quien piensa en cosas muy lejanas.

Comenzaron incluso a murmurar sobre ella, a bromear sobre el enamorado que sin duda tenía, a preguntarle si era guapo, si era alto, si era rico, para cuándo la boda, para cuándo el bautismo… A menudo se escondía para llorar a solas, porque aquellas preguntas le traspasaban la carne como agujas.

También para distraerse de aquellos fastidios comenzó a trabajar con furia y, pensando siempre en su hijo, buscó la manera de amasar para él mucho dinero.

Decidió trabajar tanto que tendrían que subirle el sueldo.

Poco a poco acaparó todos los trabajos, hizo despedir a una moza de servicio que se había vuelto inútil desde que ella trabajaba por dos, empezó a ahorrar en el pan, el aceite, las velas, el pienso que se daba a los pollos con demasiada largueza, el forraje de los animales que se malgastaba un poco. Se mostró avara con el dinero del amo como si hubiera sido suyo, y a fuerza de hacer compras ventajosas, de vender caro los productos de la casa y de desbaratar las astucias de los campesinos que venían a ofrecer sus productos, se encargó ella sola de las compras y las ventas, de dirigir el trabajo de los braceros, de llevar las cuentas de las provisiones; y en poco tiempo se volvió indispensable. Ejercía tal vigilancia en torno a ella que, bajo su dirección, la hacienda prosperó de modo prodigioso. A diez leguas a la redonda se hablaba de la «criada del amo Vallin»; y éste decía por todas partes: «Esa muchacha vale más que el oro».

Sin embargo, pasaba el tiempo y su sueldo seguía siendo el mismo. Su trabajo forzado era aceptado como cosa debida por cualquier sirvienta abnegada, simple signo de buena voluntad; se puso a pensar con cierta amargura que, aunque el hacendado ingresaba, gracias a ella, cincuenta o cien escudos más cada mes, ella seguía cobrando sus doscientos cuarenta francos anuales, ni uno más ni uno menos.

Decidió pedir un aumento. Por tres veces fue a ver a su amo, pero, cuando estaba delante de él, hablaba de otra cosa. Sentía una especie de pudor en pedir dinero, como si hubiera sido una acción un tanto vergonzosa. Por fin, un día que el amo estaba comiendo solo en la cocina, le dijo más bien incómoda que quería hablar con él en privado. Asombrado, él alzó la cabeza, con las manos sobre la mesa, una con el cuchillo apuntando al aire, la otra con un pedazo de pan, y le clavó los ojos en la cara. Ella se sintió turbada por aquella mirada y pidió ocho días de permiso para ir a su pueblo, porque no se sentía muy bien.

Él se los concedió al instante y, un tanto turbado a su vez, agregó:

—También yo he de hablar contigo a tu vuelta.

III

El niño estaba a punto de cumplir ocho meses: ella no lo reconoció. Se había puesto sonrosado, mofletudo, regordete, como un fardillo de grasa viviente. Sus deditos, separados por roscas de carne, se movían lentamente con evidente satisfacción. Ella se le arrojó encima como sobre una presa, con un impulso animal, y lo abrazó tan apasionadamente que él se puso a berrear de miedo. Entonces ella también comenzó a llorar porque él no la reconocía y tendía los brazos hacia la nodriza apenas la veía.

A partir del día siguiente, sin embargo, se acostumbró a su cara, y reía al verla. Ella se lo llevaba al campo, corría como una loca sosteniéndole en el extremo de sus manos, se sentaba a la sombra de los árboles; luego, por primera vez en su vida, abrió su corazón a alguien, por más que no lo comprendiera, contándole sus penas, sus trabajos, sus preocupaciones, sus esperanzas, y fatigándole constantemente con la vehemencia y obstinación de sus caricias.

Sentía una alegría infinita en palparle, en lavarle, en vestirle, era feliz hasta de limpiar sus cacas de niño, como si esos cuidados íntimos representaran una confirmación de su maternidad. Le miraba, siempre asombrada de que fuera suyo, y balaceándolo en sus brazos se repetía en voz baja: «Es mi pequeñín, es mi pequeñín».

Sollozó durante todo el camino de vuelta a la alquería; y apenas acababa de llegar el amo la llamó a su habitación. Ella fue, muy asombrada y turbada sin saber por qué.

—Siéntate aquí —dijo.

Ella así lo hizo y durante unos instantes permanecieron así, el uno al lado del otro, incómodos los dos, con los brazos inertes y entorpecidos, sin mirarse a la cara, como hacen los campesinos.

El hacendado, un hombrón de cuarenta y cinco años, dos veces viudo, jovial y testarudo, sentía una incomodidad evidente, insólita en él. Por fin se decidió y empezó a hablar con tono inseguro, balbuceando un poco y mirando a un punto lejano del campo.

—Rose —dijo—, ¿nunca has pensado en casarte?

Ella palideció como una muerta. Al ver que no respondía, continuó:

—Eres una buena chica, formal, trabajadora y ahorradora. Una mujer como tú haría la fortuna de un hombre.

Ella seguía inmóvil, con la mirada despavorida, sin tratar siquiera de comprender, a tal punto su mente era un hervidero de pensamientos, como ante la proximidad de un gran peligro. Él esperó unos instantes y prosiguió:

—Como puedes ver, una hacienda sin ama no puede tirar adelante, ni siquiera con una sirvienta como tú.

Y se calló, sin saber qué más decir. Rose le miraba con la cara de espanto de quien cree estar delante de un asesino y se prepara para huir a su primer gesto.

Por fin, al cabo de cinco minutos, preguntó:

—¿Qué? ¿Te parece bien?

Ella respondió, como asombrada:

—¿El qué, amo?

Y entonces él, con tono brusco, repuso:

—¡Pues casarte conmigo, diantre!

Ella se puso en pie de golpe, pero volvió a caer en la silla, como rota, quedándose allí sin moverse, como alguien fulminado por una gran desgracia. El amo acabó impacientándose:

—Bueno, ¿qué quieres, entonces?

Ella le miraba, alarmada; de improviso, le asomaron las lágrimas a los ojos y repitió por dos veces con voz entrecortada:

—¡No puedo, no puedo!

—¿Y por qué? —preguntó el hombre—. Vamos, no seas tonta: te doy tiempo hasta mañana para pensártelo.

Y se apresuró a irse, aliviadísimo de haber puesto fin a aquella petición que tanto le incomodaba y convencido de que al día siguiente la criada aceptaría una propuesta tan inesperada para ella como ventajosa para él, porque de ese modo hacía suya para siempre a una mujer que sin duda le reportaría más beneficios que la mejor dote de la región.

No podía existir, por otra parte, entre ellos ningún escrúpulo en cuanto a la diferencia de posición, ya que en el campo son todos más o menos iguales: el amo trabaja igual que lo hace el mozo, el cual, las más de las veces, se convierte a su vez un día u otro en amo, y las sirvientas constantemente en señoras sin que por ello se produzca cambio alguno en sus vidas o hábitos.

Rose no pegó ojo aquella noche. Cayó sentada en la cama, sin fuerzas siquiera para llorar, tal era su anonadamiento. Permanecía inerte, ya no sentía su cuerpo, y con la mente dispersa, como si se la hubieran desmenuzado con uno de esos instrumentos de que se sirven los cardadores para deshilachar la lana de los colchones.

Sólo por momentos conseguía reunir como briznas de reflexiones y se espantaba ante la sola idea de lo que pudiera suceder.

Sus terrores fueron en aumento y cada vez que en el silencio soñoliento de la casa el gran reloj de la cocina daba lentamente las horas, le venían unos sudores fríos de angustia. Perdía la cabeza, las pesadillas se sucedían, la vela se apagó; entonces comenzó el delirio, ese delirio de persecución de la gente de campo que se cree víctima de un sortilegio, con una necesidad loca de irse, de huir, de correr ante la desgracia como un navío ante la tempestad.

Chilló una lechuza; ella se estremeció, se levantó, se pasó las manos por la cara, entre el pelo, se palpó el cuerpo, como loca; luego, andando como una sonámbula, bajó. Ya en el patio, se arrastró a cuatro patas para no ser vista por algún granuja que anduviera merodeando por allí, pues la luna, a punto de ocultarse, difundía una viva claridad sobre los campos. En vez de abrir la cancela, trepó por el ribazo; luego, cuando estuvo frente a la campiña, partió. Caminaba recto, con paso elástico y apresurado, y de vez en cuando, sin querer, lanzaba un grito agudo. Su sombra desproporcionada, proyectada en el suelo a su lado, corría con ella y un ave nocturna venía a veces a revolotear sobre su cabeza. Los perros, al oírla pasar, ladraban en los patios de las alquerías; uno saltó el foso y la persiguió para morderla, pero ella se volvió contra él gritando de tal modo que el animal, asustado, escapó y fue en silencio a acurrucarse en su caseta y se calló.

A veces una joven camada de lebratillos retozaba por un campo; pero al ver acercarse a la furiosa corredora, semejante a una Diana en delirio, las temerosas bestias huían en desbandada; los lebratillos y la madre desaparecían agazapados en un surco, mientras el padre brincaba a toda velocidad y a veces su sombra saltarina, con las grandes orejas tiesas, pasaba por encima de la luna en su declinar, que ahora se hundía en el confín del mundo e iluminaba la llanura con su luz oblicua, como un enorme farol posado en tierra en el horizonte.

Las estrellas se desvanecían en el profundo cielo; los pájaros comenzaban a trinar; estaba naciendo el día. La muchacha, extenuada, jadeaba; y, cuando el sol asomó por entre los arreboles de la aurora, se detuvo.

Sus pies hinchados se negaban a andar; pero divisó una charca, una gran charca donde el agua estancada parecía sangre bajo los rojos reflejos del nuevo día y a pasito, cojeando, con la mano en el corazón, fue a sumergir las piernas en ella.

Se sentó sobre una mata de hierba, se quitó los zapatones polvorientos y las medias, y sumergió las lívidas pantorrillas en el agua inmóvil donde a veces rompían pompas de aire.

Un delicioso frescor le subió desde los talones hasta el pecho; y de repente, mientras miraba fijamente la honda charca, le dominó el vértigo, un deseo furioso de sumergirse toda en ella. Allí dentro dejaría de sufrir, dejaría de sufrir para siempre. Ya no pensaba en su hijo; quería la paz, el reposo absoluto, un sueño sin fin. Entonces se levantó, con los brazos en alto, y dio dos pasos hacia delante. Estaba hundiéndose hasta los muslos y a punto de lanzarse, cuando unos pinchazos que le escocían en los tobillos la hicieron dar un salto hacia atrás lanzando un grito desesperado, porque desde las rodillas hasta las puntas de los pies unas largas sanguijuelas negras le chupaban la vida y se hinchaban, adheridas a su carne. No se atrevía a tocarlas y aullaba de horror. Sus alaridos desesperados hicieron acudir a un campesino que pasaba con su carro a lo lejos. Éste arrancó las sanguijuelas una por una, cerró las heridas con hierbas y llevó de regreso a la muchacha en su carreta hasta la alquería de su amo.

Guardó cama durante quince días y la mañana que se levantó, mientras estaba sentada delante de la puerta, el amo llegó de improviso y se plantó delante de ella.

—¿Qué? —dijo—, ¿asunto concluido?

Ella no contestó primero nada, pero dado que él seguía allí de pie, escrutándola con su mirada obstinada, articuló con esfuerzo:

—No, amo, no puedo.

Entonces él montó de súbito en cólera.

—¿Qué quiere decir que no puedes, eh, muchacha? ¿Qué quiere decir?

Ella rompió de nuevo a llorar y repitió:

—No puedo.

Mirándola fijamente, él le gritó a la cara:

—Entonces, ¿tienes un enamorado?

Temblando de vergüenza, ella balbució:

—Puede que lo tenga.

El hombre, rojo como un tomate, farfullaba de ira:

—¡Ah, así que lo confiesas, pelandusca! ¿Y quién es ese pájaro? ¿Un desarrapado, un pelagatos, un harapiento, un muerto de hambre? ¿Quién es?, ¡di!

Y, como ella no respondía nada, agregó:

—¡Ah!, no quieres… Voy a decírtelo yo: ¿es Jean Bandu?

—¡Oh!, no, él no.

—Entonces, ¿es Pierre Martin?

—¡Oh, no! No, amo.

Le iba nombrando a tontas y a locas a todos los mozos del lugar, mientras ella, agobiada, negaba, secándose continuamente las lágrimas con el pico de su delantal azul. Pero él seguía buscando, con su obstinación de bruto, hurgando en ese corazón para conocer su secreto, como un perro de caza hurga en una madriguera todo un día para atrapar al animal que huele en el fondo. De repente el hombre exclamó:

—¡Ah, claro, es Jacques, el mozo del año pasado; todos decían que si hablabais y que os habíais prometido!

Rose se sofocó; una oleada de sangre encendió su rostro, se le agotaron de golpe las lágrimas, secándose en las mejillas como gotas de agua sobre un hierro candente. Exclamó:

—¡No, no es él! ¡No es él!

—¿Estás segura? —preguntó el astuto campesino, que comenzaba a olerse un principio de verdad.

Ella respondió precipitadamente:

—Se lo juro, se lo juro…

Buscaba algo por lo que jurar, sin atreverse a invocar las cosas sagradas. Él la interrumpió:

—Pues te perseguía por todas partes, y en la mesa se te comía con los ojos. Dime, ¿te prometiste con él?

Esta vez ella miró a la cara a su amo:

—No, nunca, y le juro por Dios que, si viniera ahora a pedirme la mano, le rechazaría.

Parecía tan sincera que el amo dudó. Como hablando para su coleto, añadió:

—Pues, ¿entonces? Si te hubiera pasado alguna desgracia se habría sabido. Y, como no ha habido consecuencias, una criada no puede rechazar a su amo sólo por este motivo. Algo tiene que haber detrás de todo esto.

Ella no respondía ya nada, estrangulada por la angustia.

Él preguntó de nuevo:

—¿No quieres?

Ella dijo con un suspiro:

—No puedo, amo.

Y se fue.

Creyó haber dejado zanjado el asunto y pasó el resto del día casi tranquila, pero tan rendida y extenuada como si la hubieran puesto desde el amanecer en el lugar del viejo caballo blanco para trillar el trigo.

Se fue a dormir lo más pronto que pudo y se durmió de inmediato.

A eso de medianoche, la despertaron dos manos que palpaban su cama. Ella se sobresaltó de terror, pero enseguida reconoció la voz del hacendado que le decía:

—No temas, Rose, soy yo que vengo a hablar contigo.

Primero se quedó asombrada; luego, como él trataba de meterse en la cama, comprendió qué quería y empezaron a sacudirla fuertes temblores, sintiéndose sola en la oscuridad, soñolienta aún, y completamente desnuda, junto a aquel hombre que la deseaba. No es que consintiera, ni mucho menos, pero resistía con flaqueza, luchando ella misma contra el instinto que es siempre más poderoso en las naturalezas simples, y escasamente protegida por la voluntad indecisa de los temperamentos inertes y blandos. Volvía la cabeza ya hacia la pared, ya hacia la habitación para evitar el contacto con la boca del amo que buscaba la suya, y su cuerpo se retorcía ligeramente bajo la manta, extenuado por el esfuerzo de la pugna. Él, ebrio de deseo, se volvía brutal. La destapó con un gesto brusco, y ella comprendió que no podía ya resistir. Obedeciendo a un pudor de avestruz, ocultó su rostro entre las manos y no se defendió ya.

El amo pasó la noche con ella. Volvió a la siguiente, y luego cada noche.

Vivieron juntos.

Una mañana le dijo:

—He mandado publicar las amonestaciones, nos casaremos el mes que viene.

Ella no respondió. ¿Qué podía decir? No se opuso. ¿Acaso podía hacer otra cosa?

IV

Se casó con él. Se sentía hundida en un agujero de bordes inaccesibles, del que no podría salir ya nunca, con toda clase de desgracias cerniéndose sobre su cabeza, como grandes pedruscos que caerían a la primera ocasión. Tenía la impresión de haberle robado a su marido y que un día u otro se daría cuenta. Y luego pensaba en su pequeño, causa de todas sus desgracias, pero también de su felicidad en este mundo.

Iba a verle dos veces por año y volvía más triste cada vez.

Sin embargo, con la costumbre, sus aprehensiones se calmaron, su corazón se aplacó y vivía más tranquila, aunque le había quedado en el alma un vago temor.

Pasaron algunos años; el niño estaba a punto de cumplir los seis años. Ahora ella era casi feliz, cuando de pronto el humor del hacendado se ensombreció.

Hacía ya dos o tres años que parecía incubar una inquietud, llevar dentro una preocupación, una enfermedad mental que aumentaba paulatinamente. Tras la cena se demoraba en la mesa, con la cabeza hundida entre las manos y tristísimo, corroído por la pesadumbre. Sus palabras eran más acerbas, a veces brutales; parecía incluso que guardara un secreto rencor contra su mujer porque le respondía en ocasiones con dureza, casi con ira.

Un día que el chiquillo de una vecina había venido a por huevos, y ella le trató un tanto ásperamente, atareada como estaba, apareció de improviso su marido para decirle de malos modos:

—Si fuera tuyo, no le tratarías así.

Ella se quedó sobrecogida, incapaz de responder, entró en casa y volvieron a dominarla todas sus antiguas penas.

En la mesa él no le dirigió la palabra, ni siquiera la miró, y parecía que la detestase, que la despreciase, que por fin supiese algo.

Fuera de sí, ella no tuvo valor de quedarse a solas con él, tras haber comido; escapó y se fue a todo correr hacia la iglesia.

Anochecía; la estrecha nave estaba a oscuras, pero en el silencio resonaban unos pasos, en el fondo, en la parte del coro, donde el sacristán estaba preparando la luz del sagrario para la noche. Aquella trémula llamita, ahogada en las tinieblas de la bóveda, le pareció a Rose como la última esperanza y, clavando la mirada en ella, se postró de rodillas.

La mariposa de luz subió hacia lo alto con un ruido de cadenas. Al poco resonó en el pavimento el paso regular de unos zuecos, seguido del roce de una cuerda colgante, y la endeble campana difundió el Ángelus del atardecer entre la creciente bruma. Cuando el hombre se disponía a salir, ella le alcanzó.

—¿Está el señor cura? —preguntó.

Él le respondió:

—Creo que sí, cena siempre a la hora del Ángelus.

Entonces, temblando, ella empujó la puerta de la rectoría.

Justo en aquel momento el sacerdote se estaba sentando a la mesa. Inmediatamente la hizo tomar asiento.

—Sé de qué se trata, su marido me ha hablado ya del motivo que la trae aquí.

La pobre mujer se sentía desfallecer. El sacerdote añadió:

—¿Qué quiere hacerle, hija mía?

Engullía rápidamente cucharadas de sopa, algunas de cuyas gotas caían sobre su sotana pringosa y tensa en la panza.

Rose no tenía ya valor de hablar, de implorar, de suplicar; se levantó; el párroco le dijo:

—Ánimo…

Ella salió.

Volvió a la alquería sin saber lo que se hacía. El amo la esperaba, los braceros se habían ido en su ausencia. Entonces se dejó caer pesadamente a los pies de él y gimió llorando a lágrima viva.

—¿Qué tienes contra mí?

Él se puso a gritar, blasfemando:

—¡Lo que tengo es que no tengo hijos, pardiez! La gente no se casa para quedarse solos los dos hasta el final. Eso es lo que tengo. Cuando una vaca no tiene terneros, quiere decir que no vale para nada. Cuando una mujer no tiene hijos, quiere decir que no vale tampoco para nada.

Ella lloraba y balbuceando repetía:

—¡No es culpa mía, no es culpa mía!

Él se dulcificó un poco y agregó:

—No te culpo a ti, pero no deja de ser de todos modos una contrariedad.

V

A partir de aquel día no tuvo más que un pensamiento: tener un hijo, otro; y confió su deseo a todo el mundo.

Una vecina le aconsejó un remedio: hacerle tomarse todas las noches a su marido un vaso de agua con un pellizco de cenizas. El hacendado accedió a ello, pero sin resultado.

Y se dijeron: «Tal vez haya algún secreto». Y empezaron a preguntar. Se enteraron así de la existencia de un pastor que vivía a diez leguas de allí; y el amo Vallin enganchó un buen día su tílburi y fue a consultarle. El pastor le dio una hogaza en la que hizo unos signos, una hogaza amasada con unas hierbas, de la que debían comer cada uno un bocado por la noche, antes y después de sus cohabitaciones.

Se acabaron toda la hogaza sin conseguir resultado alguno.

Un maestro de escuela les desveló ciertos secretos, prácticas amorosas desconocidas en el campo y, según él, infalibles. Nada.

El párroco aconsejó una peregrinación a la Preciosísima Sangre de Fécamp. Rose fue con la muchedumbre a prosternarse en la abadía; y, mezclando su súplica con los deseos groseros que brotaban de los corazones de todos aquellos campesinos, le pidió a Aquel a quien todos imploraban que la hiciera fecunda una vez más. Fue en vano. Entonces creyó que era un castigo por su primera culpa y se sintió embargada de un inmenso dolor.

El pesar la consumía; también su marido envejecía, «se quemaba la sangre», decían, se corroía en inútiles esperanzas.

Estalló la guerra entre ellos. Él la insultaba, le pegaba. No hacía sino discutir todo el santo día con ella y por la noche, en la cama, jadeante y odioso, le lanzaba a la cara ultrajes y obscenidades.

Finalmente, una noche, sin saber ya qué inventar para hacerla sufrir más, le ordenó que se levantara y fuera a esperar el día delante de la puerta, bajo la lluvia. En vista de que no obedecía, la cogió por el cuello y empezó a darle puñetazos en el rostro. Ella no rechistó ni se movió. Él, fuera de sí, le saltó con las rodillas sobre el vientre y, con los dientes apretados, loco de rabia, la empezó a moler a golpes. Entonces ella tuvo un arranque de desesperada rebelión, lo rechazó contra la pared con un gesto furioso e, incorporándose, con voz demudada, silbante, gritó:

—¡Yo tengo un niño, sí, tengo uno! Lo tuve con Jacques; sí, ya sabes, Jacques. Tenía que casarse conmigo, pero se fue.

El hombre, estupefacto, permanecía allí, tan trastornado como ella; balbucía:

—Pero ¿qué dices? ¿Qué dices?

Entonces ella se puso a sollozar y, a través de las lágrimas que brotaban, balbució:

—¡Por eso no quería casarme contigo, por eso! No podía decírtelo porque me hubieras despedido, nos habrías dejado sin pan a mí y a mi pequeño. Tú no tienes hijos, ¡no sabes lo que es, no lo sabes!

En un estupor creciente, él repetía maquinalmente:

—¿Que tú tienes un hijo? ¿Que tienes un hijo?

Entre sollozos, ella dijo:

—Me conseguiste por la fuerza, ¿no te acuerdas? Yo no quería casarme contigo.

Entonces él se levantó, cogió la candela y se puso a pasear por la habitación, con las manos cogidas tras la espalda. Ella seguía llorando, echada en la cama. De repente él se plantó delante de ella:

—¿De modo que sería culpa mía el que no te haya hecho hijos?

Ella no respondió.

Se puso a andar otra vez; luego, deteniéndose de nuevo, preguntó:

—¿Cuántos años tiene tu pequeño?

Ella susurró:

—Cumplirá seis años.

De nuevo preguntó:

—¿Por qué no me lo dijiste?

Ella gimió:

—¿Acaso podía?

Él permanecía de pie, inmóvil.

—Vamos, levántate —dijo.

Ella se levantó con esfuerzo; luego, cuando estuvo en pie, apoyada en la pared, él rompió de repente a reír, con su fuerte risotada de los buenos tiempos; y, como ella seguía trastornada, agregó:

—Iremos a buscar a ese pequeño, dado que no hemos tenido uno los dos.

Ella mostró tal espanto que, si hubiera tenido fuerzas para ello, seguramente habría huido. Pero el hacendado se frotaba las manos y murmuraba:

—Quería adoptar uno, y va y lo encuentro, lo encuentro. Le había pedido un huerfanito al párroco.

Luego, sin dejar de reír, besó en las dos mejillas a su mujer desconsolada y pasmada, y exclamó, como si ella no le oyera:

—Vamos, mamá, vamos a ver si queda algo de sopa; a gusto me tomaría toda una olla.

Rose se puso la falda y bajaron; y mientras ella de rodillas volvía a encender el fuego debajo del caldero, él, radiante, seguía andando de un lado para otro de la cocina, repitiendo:

—Ah, sí, la verdad, me alegra mucho; no lo digo por decir, estoy contento, muy contento.