La Prehistoria

Homínidos más antiguos: ca. 7 y 3 millones de años.1

La Australopithecus «Lucy» ya podía caminar a dos pies por África ca. 3,2 millones de años.

Posible primer uso del fuego: ca. 1.700.000 años.

El Homo antecesor, el «primer europeo», merodea por Atapuerca, Burgos: ca. 1,2 millones.

Homo sapiens abandona África y comienza a poblar la Tierra: ca. 100.000.

Vive Eva mitocondrial: ca. 150.000 años.

Última glaciación: ca. 80.000-12.000 años.

Vive el Adán cromosomal-Y: ca. 70.000 años.

Homo sapiens llega a Europa: entre 46.000 y 41.000 años.

Primera «obra de arte» conocida: un mamut de marfil: ca. 35.000 años.

Dibujos más antiguos en la cueva de Chauvet: ca. 31.000 años.

Extinción Homo neanderthalensis: ca. 30.000 años.

Famosa Venus de Willendorf: ca. 25.000 años.

Se pintan los bisontes de la cueva de Altamira: ca. 15.000 años.

Comienza el poblamiento de América (última datación): ca. 14.000 años.

Grandes extinciones de animales y progresivo crecimiento de la población humana: ca. 10.000 años.

Primer resto de «chicle», en Finlandia: ca. 5.000 años.

Comienza la conquista de las islas del Pacífico: ca. 4.000 años.

Primer resto de esquí en Finlandia: ca. 3.000 años.

Charles Darwin publica El origen de las especies: 1859.

Hallazgo del Homo neanderthalensis en el valle de Neander (Alemania): 1856.

Leyes genéticas de Gregor Mendel (no se reconocen hasta principios del siglo XX): 1866.

Charles Darwin predice que África puede ser la cuna de la Humanidad: 1871.

Descubrimiento de las pinturas de Altamira (al principio, se consideran falsas): 1875.

Hallazgo del Homo erectus llamado «Hombre de Java»: 1891.

Reconocimiento de la antigüedad e importancia de la cueva de Altamira: 1902.

Hallazgo del «niño de Taung», el primer homínido en África: 1924.

Descubrimiento del Homo erectus llamado Hombre de Pekín: 1921-1940.

Hallazgo de la Australopithecus «Lucy»: 1974.

Tesis de la «Eva mitocondrial»: 1989.

Proyecto Atapuerca (hallazgo de la cueva a mediados del siglo XIX): 1991.

Descubrimiento del Homo floresiensis en la isla de Flores (Indonesia): 2003.

Stephen Oppenheimer aplica los análiss de ADN a la prehistoria: 2006.

Última datación del poblamiento de América: 2008.

Lejos de África

La Prehistoria comienza en algún momento del siglo XIX, tal vez en 1830, o en 1848, años en que fueron descubiertos los primeros fósiles humanos prehistóricos. Sin embargo, en ninguno de los hallazgos realizados entonces se reconoció a dichos fósiles como restos humanos pertenecientes a una especie distinta a la nuestra y ya extinta. Este acontecimiento no se produjo hasta 1864, cuando William King (1809-1886), profesor del Queen’s College de Galway, Irlanda, propuso incluir una nueva especie humana, que denominó Homo neanderthalensis, a partir de los hallazgos realizados, en 1856, en una cueva del valle de Neander, en Alemania.

Las dos obras revolucionarias que cambiaron la concepción del ser humano, en relación con la naturaleza y la historia, aparecieron en 1859, El origen de las especies, y en 1871, El origen del hombre, ambas de Charles Darwin (1809-1882). En aquella época, muchos prehistoriadores buscaron el origen de la civilización en el único lugar donde parecía «lógico» buscarla… Europa. Era, además, un prejuicio fácil de mantener porque los primeros restos de homínidos habían aparecido justamente allí, como el ya mencionado hallazgo del Homo neanderthalensis, y los del famoso Hombre de Cro-Magnon, en 1868. Por el contrario, Charles Darwin se atrevió a insinuar no sólo que el hombre estaba emparentado con el mono sino que el origen del ser humano probablemente estaba en África, la nación pisoteada por todas las potencias europeas. Para apoyar esta aberrante hipótesis, el reaccionario biólogo sólo contaba con una débil prueba: los chimpancés y los gorilas –simios oriundos de Áfricase parecen más a los humanos modernos que a los orangutanes asiáticos. ¿Qué era más humillante? ¿Estar emparentados con los monos o con «los negros»? ¿Aceptar la teoría de la Evolución, o que esta Evolución tuviera su origen en África?

De regreso al hogar

Después de Europa, los siguientes grandes hallazgos de la Prehistoria llevaron la atención a Asia: el «Hombre de Java» se descubrió en 1891 y el «Hombre de Pekín» entre 1921 y 1940. La primera nota discordante a este panorama no surgió hasta 1924, cuando Raymond Dart (1893-1988), un profesor de anatomía sudafricano, identificó al «niño de Taung», el primer espécimen de Australopithecus africanus. Dart llegó a la conclusión de que se trataba del «eslabón perdido» entre el hombre y los simios, y escribió un artículo para la revista Nature anunciando que, como había predicho Charles Darwin (1809-1882) en 1871, la cuna de la Humanidad era África y no Asia. En un principio sus conclusiones fueron muy criticadas, pero más tarde, nuevos descubrimientos de australopitecos y otras especies como el Homo habilis y el Homo erectus en África, dieron la razón a Dart.

Sin embargo, a principios del siglo XX, el prejuicio africano era tan fuerte que el paleontólogo y filósofo francés Teilhard de Chardin (1881-1955) todavía necesitaba escribir: «Allí hay que buscar, sin duda; somos unos idiotas por no haberlo visto antes». Y, en efecto, la búsqueda comenzó, pero en 1962 Carleton S. Coon (1904-1981), un antropólogo estadounidense famoso por sus teorías raciales, aún sostenía: «Si África fue la cuna de la humanidad, fue un jardín de infancia un tanto indiferente. Nuestras principales escuelas fueron Europa y Asia». Consciente de este debate, todavía en el año 2006, el genetista Stephen Oppenheimer (1947-) se expresó en los siguientes términos:

¿Hasta dónde espero que crea lo que le digo? Nunca se subrayará suficientemente la importancia del hecho sencillo y singular de que todos los no africanos procedan de una sola línea africana.

Humanos, sí, pero por muy poco…

Un chiste de paleontólogos: ya hemos encontrado el eslabón perdido entre el simio y el Homo sapiens… ¡Es el hombre!

Bromas aparte, la expresión «eslabón perdido» no es exacta, o, cuando menos, clara, «porque supone que hay un intermediario entre el hombre de hoy y el mono de ayer. Lo que buscamos es el antepasado común de los hombres y también de los grandes simios africanos, la bifurcación que separa las dos ramas que conducen, una hacia los chimpancés y los gorilas, y la otra hacia los australopitecos y después al hombre» (Yves Coppens, La historia más bella del mundo). La fecha de esta sutil divergencia se sitúa, según autores, entre los 7 y 3 millones de años.

A quienes les desazonaba la idea de estar emparentados con los chimpancés siempre les quedaba la esperanza de que la diferencia genética entre ambas especies fuera un número grande. Sin embargo, las últimas investigaciones al respecto indican que la diferencia entre nuestro ADN y el de los chimpancés actuales es sólo del 1,6 % aproximadamente. Dicho de otro modo, el 98,4 % de nuestro ADN es idéntico al de los chimpancés actuales. Ergo, la obsesión por conocer a la más fabulosa de las criaturas, el eslabón perdido, no es la búsqueda de un monstruo 50 % «nosotros» 50 % «ellos», sino de una criatura sorprendentemente igual a nosotros.

De gusanos y hombres

Recomendaba José Ortega y Gasset (1883-1955): «Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas». Este consejo es especialmente cierto en biología y todas las ciencias que estudian el origen y la definición del ser humano. Antes decíamos que la diferencia biológica entre los chimpancés y el ser humano es sólo del 1,6 %; ¿significa este dato que realmente somos un 98,4 % «iguales»? ¿La diferencia genética es equivalente a la diferencia «biológica» y/o «histórica»? ¿Qué criterios se deben tener en cuenta a la hora de hablar de «igualdad» o «diferencia», y sus respectivos campos semánticos?

Más inesperado que el tradicional parecido entre hombres y monos, es el descubrimiento también reciente (1998) de que la estructura de los cromosomas del Caenorhabditis elegans –el gusano más estudiado por la ciencia– se parece mucho más a la de los seres humanos que a la de las bacterias o la levadura, hecho que lo ha convertido en referente para secuenciar el genoma del ser humano. Además, hoy en día, se están contemplando diferentes variables de análisis como la influencia de las proteínas en dicho genoma. ¿Qué nuevas sorpresas depararán estas investigaciones? Tal vez nada que William Shakespeare (1564-1616) no dijera ya en boca de Hamlet, príncipe de Dinamarca:

El gusano es el único emperador de la dieta: engordamos todos los animales para engordarnos a nosotros, y nos engordamos nosotros para engordar a los gusanos: el rey gordo y el mendigo flaco no son sino dos platos distintos de una misma mesa […] El hombre puede pescar con el gusano que ha comido de un rey, y comer del pez que se alimentó con aquel gusano.

El filo de navaja de las etiquetas

Entramos en un terreno movedizo. Muy movedizo. Arqueólogos e historiadores actuales han acuñado un término nuevo que todavía no es del dominio público: el «pensamiento simbólico». Con esta expresión, a modo de eufemismo, se intenta evitar las connotaciones negativas, o controvertidas, de conceptos anteriores como «religión», «magia», «inteligencia», «alma», «cultura» o «arte». ¿En qué momento se comenzaron a manifestar estas capacidades? ¿Cuándo se puede hablar de «humanidad»? Antes de las famosas Venus paleolíticas, o las pinturas rupestres, ¿no hubo ningún tipo de manifestación estética, o «espiritual», en material perecedero?

Si ya es una sorpresa encontrar un yacimiento prehistórico, en Atapuerca (Burgos) esta sorpresa es doble. El sitio no sólo es asombroso por la antigüedad, variedad y continuidad de restos humanos y animales ya descubiertos hasta la fecha, sino por la posibilidad de nuevos hallazgos que se espera hacer, ya que gran parte del yacimiento aún no ha sido excavado. Sólo en la llamada Sima de los Huesos se han encontrado más de 5.000 restos humanos, lo que permite estudiar todas las partes de un esqueleto, de ambos sexos, en un amplio abanico de edades. Este tesoro supone más del 90 % de los restos humanos que existen en el registro fósil mundial de Homo heidelbergensis (ca. 650.000-250.000 años), un antepasado directo del Hombre de Neandertal en Europa. De forma discutida, pero defendida por el equipo de investigación de Atapuerca, se considera que la inusual acumulación de ejemplares de esta especie en la Sima de los Huesos se debe a algún tipo de «rito funerario». De ser así, sería el testimonio más antiguo de un comportamiento «simbólico» de la historia de la Humanidad.

Más intrigante aún es el nivel TD-6, de hace 800.000 años. Este nivel corresponde a la boca de la cueva, un lugar donde lo habitual en otros yacimientos es encontrar restos de comidas efectuadas por carnívoros o por los mismos humanos, aprovechando la tranquilidad y la sombra. La sorpresa de Atapuerca es la gran acumulación de cuerpos humanos descuartizados usando las mismas técnicas que las que se aplican a los animales para comer… En efecto, análisis detallados han permitido confirmar la primera hipótesis: no sabemos por qué lo hacían, pero parece lícito afirmar que los primeros «europeos» eran caníbales, ¡y no fue por falta de alimentos! Había animales de sobra y esta práctica gastronómica se mantuvo durante cientos de años. Si la razón no fue sólo hambre, ¿qué otras razones que la Razón ignora pudo llevar a aquellos europeos a preferir la carne humana?

Odio, tal vez amor

La primera vez que Dios (al menos, el bíblico) se dirigió a los seres humanos fue para decirles: «¡Creced y multiplicaos!» (Génesis 1, 27-28). Los Homo sapiens neanderthalensis, más comúnmente llamados neandertales, crecieron a lo largo de toda Europa y partes de Asia Central y Medio Oriente, en un período que va desde hace unos 130.000 años y 25.000 años, pero no se multiplicaron más allá de estos límites. Quien sí lo hizo fue el Homo sapiens sapiens, es decir, nosotros. Antes de extinguirse los últimos neandertales, sin embargo, convivieron en el tiempo con los primeros humanos. Una de las grandes incertidumbres de la prehistoria es saber si hubo algún cruce entre ambos homínidos, o «hibridación». Como en toda hipótesis de la prehistoria, no existe aún un acuerdo unánime.

Mientras se duda de si hubo un «Romeo neandertal» y una «Julieta sapiens», la comunidad científica también está dividida a la hora de hablar de un «Abel neandertal» y un «Caín sapiens». En efecto, para algunos estudiosos, «la familia de Julieta» pudo dar el toque de gracia al «linaje de Romeo», bien mediante el contagio de enfermedades, la competencia por los recursos y/o, incluso, enfrentamientos directos. La otra hipótesis es que los neandertales no soportaron determinados cambios ambientales y se extinguieron «por sí mismos». En cualquier caso, como no hay consenso al respecto, la pregunta sigue siendo: nuestros antepasados, ¿se amaron? ¿Se mataron? ¿O sencillamente se ignoraron?

Y no menos polémico, si la diferencia genética entre un hombre y un chimpancé es de 1,6 %, o un 1 %, ¿qué porcentaje nos diferencia de un neandertal? ¿Eran «inteligentes»? La tendencia actual es la de pensar que sí, pero qué significa exactamente ser «inteligente». Está claro, por ejemplo, que rendían algún tipo de homenaje a sus difuntos cubriendo los cadáveres de ocre. Ahora bien… ¿podían hablar? Esta última posibilidad sigue avivando encendidos debates. ¿Nos pondremos de acuerdo alguna vez? Recordémoslo: somos humanos, es decir, siempre habrá alguien dispuesto a discrepar.

Baby Boom!

Desde las investigaciones realizadas por Gregor Mendel (1822-1884), hacia 1865, y por Luca Cavalli-Sforza (1922-), hacia 1974/1989, los genetistas disponen en la actualidad de una tecnología asombrosa que les permite identificar relaciones familiares y representarlas en cuadros llamados «racimos estelares». Gracias a uno de estos estudios se ha podido constatar una hipótesis sorprendente: un hombre que vivió en la Mongolia del siglo XI había propagado su material genético por media Eurasia, de modo que ahora lo compartía uno de cada 200 hombres vivos en la actualidad. Según uno de los responsables del Departamento de Bioquímica de Oxford, «al principio nos parecía un chiste», pero a medida que revisaron las pruebas disponibles, «acabó siendo la mejor explicación». Ese hombre era Genghis Khan (ca. 1162-1227), el fundador del mayor imperio terrestre.

Es increíble la manera en que aumentan los números exponenciales. Hoy uno de cada doce habitantes de Irlanda –es decir, 3 millones de irlandeses– lleva el mismo característico cromosoma-Y del rey Niall, que vivió en el siglo V, según científicos del Trinity College de Dublín. Ante estos sorprendentes resultados, ¿qué estadística se obtendrá el día que sea estudiado el «racimo estelar» de Ramsés II (1279-1213 a.C.), padre de más de cien hijos? ¿O de Mrs. Honeywood, oriunda de Charing, en el condado de Kent, Inglaterra? Cuando murió el 10 de mayo de 1620, a la edad de 92 años, Mrs. Honeywood dejaba en este mundo… ¡16 hijos, 114 nietos, 228 bisnietos y 9 tataranietos!

En cualquier caso, los verdaderos plusmarquistas en reproducción humana vivieron en la prehistoria. A falta de mejor nombre, al varón se le ha llamado «Adán cromosomalY». Es el africano del cual descienden todos los hijos padres de la población actual. Este fecundo ser vivió hace unos 70.000 años. Su equivalente femenino ha sido bautizado como «Eva mitocondrial», la madre de todas las hijas madres existentes hoy en día. Si este dato resulta asombroso, aún es más chocante constatar que Adán cromosomal-Y no vivió en la misma época que Eva mitocondrial, ya que ésta murió hace 150.000 años o como máximo 200.000 años. Más sorprendente aún, estuvieron separados por la última glaciación, que tuvo lugar entre hace 80.000-12.000 años. En otras palabras, primero fue Eva, luego la glaciación y finalmente Adán. ¿Entonces?…

Aunque Adán y Eva bíblicos estaban solos, nuestros progenitores genéticos convivieron en África con otros machos y hembras que también debieron de tener su descendencia respectiva. Sin embargo, sólo la Eva mitocondrial y el Adán cromosomal-Y iniciaron una línea completa de hijas madres e hijos padres que se ha perpetuado hasta nuestros tiempos. África, por lo tanto, empieza en nuestros genes.

¿La historia contada al revés?

La expresión «hombre cazador» se niega a abandonar nuestro vocabulario popular. ¿Qué mejor modo de reafirmar nuestro éxito evolutivo sobre los animales en general y los primates en particular? Aunque sea políticamente incorrecto reconocerlo, halaga los oídos del varón de la especie: nosotros fuimos «mejores». No obstante, la aparición de nuevos datos y, sobre todo, la revisión de una multitud de prejuicios, ha configurado un radical cambio de enfoque. Por ejemplo, es posible que el carroñeo –y no la caza– ejerciera una influencia sobre el desarrollo de la humanidad mucho más decisiva de lo que hasta la fecha se ha creído.

Los últimos estudios van mucho más lejos: la mujer colaboró también en la caza, o el carroñeo, y en su función de recolectora de vegetales aportó la base fundamental de alimentos, desarrollando, a largo plazo, la agricultura. De hecho, si hemos sobrevivido a lo largo de millones de años ha sido gracias a la capacidad de Eva para adaptar su cuerpo a los cambios evolutivos y, en concreto, sus caderas. De no haberlo hecho, nunca podríamos haber nacido con un cerebro más grande ni el resto de características fisiológicas propias de nuestra especie. El poeta francés André Breton (1896-1966) profetizaba: «El futuro de la humanidad es la mujer»; la ciencia moderna parece apuntar a que también lo fue en el pasado.

¡Sí!, ¡claro que tenemos abuela!

El ser humano no es un animal racional. Hombres y mujeres nacen sólo con la posibilidad de ser racionales… Tan importante como nuestro cerebro es su cuidado. No olvidemos que es durante la infancia cuando se produce el verdadero crecimiento y ramificación de neuronas necesarias para ser «sapiens». Con el fin de garantizar el éxito de esta delicada fase, las primeras hembras humanas, además de modificar su cuerpo para el nacimiento, lo hicieron en relación al cuidado del recién nacido. Así es como tuvo lugar uno de los inventos evolutivos más importantes de la historia pero también de los menos reconocidos: las abuelas.

En opinión de José Enrique Campillo Álvarez (1948-), especialista en evolución humana, «sin la existencia de esta institución única, probablemente nuestro cerebro no habría llegado a completar su evolución». El invento consistió en adelantar la menopausia de las mujeres, prácticamente inexistente en otras especies, y todos los cambios genético-emocionales subsiguientes. Entre otros:

• Asegurar que los niños nacieran de madres lo suficientemente jóvenes para poder criarlos;

• permitir que las últimas energías de las hembras homo se concentrasen en el auxilio de su hijas madres, en lugar de competir con ellas por la reproducción;

• reducir el riesgo de mortalidad durante el parto, así como el riesgo de malformaciones y abortos;

• y, en un mundo de elevada mortalidad, gracias a la experiencia de las supervivientes, reforzar la educación de los recién nacidos.

La menopausia, en resumen, lejos de parecer una «enfermedad», ¿fue un fenómeno natural e histórico destinado a conservar la vida y fortalecer la inteligencia de los seres humanos? Los hombres, cuyo cuerpo apenas se limitó a adoptar el andar erguido, siempre jugaron un papel secundario en el arriesgado juego de la infancia humana. Por eso, la andropausia no existe en la especie humana. En realidad, algunos hombres ni tan siquiera han existido…

«La tercera aparición»

La historia humana comienza con tres misteriosas apariciones: la aparición de la especie humana, la aparición de su capacidad de producir «pensamiento simbólico» (religión, magia, arte, cultura, ciencia) y la aparición de la especie humana a lo largo de todo el planeta, excepto la Antártida (habitada sólo desde principios del siglo XX). Pero el Homo sapiens no fue el primer explorador. La primera salida de África fue protagonizada por el Homo erectus, hace unos 1,7 millones de años. Se extendió por el mundo entero (excepto en América y en Australia). Descubrimientos como el «Hombre de Java» y el «Hombre de Pekín» corresponden, en realidad, a Homo erectus. Lo realmente original del Homo sapiens, parafraseando el inicio de la serie de ciencia-ficción Star Trek, fue ir siempre más allá de la última frontera, aventurándose a lugares donde nadie había estado antes.

Más épico todavía: esta gran expansión, que comenzó hace unos 100.000 años, se realizó durante el inicio de la última glaciación (hace 80.000 o 85.000 años), en un período en que el número de seres humanos era peligrosamente bajo para su supervivencia (quizá de unos 10.000 adultos). No obstante, las poblaciones humanas no sólo se extendieron a lugares tan inhóspitos como Siberia y Australia, sino que su número se multiplicó hasta llegar a unos 6 millones de adultos al final de esa glaciación, hace entre 12.000 o 10.000 años.

Por si no fuera poca hazaña, recientes descubrimientos permiten saber que nuestros antepasados se extendieron por Europa antes y mucho más rápido de lo considerado hasta ahora: hace entre 46.000 y 41.000 años, y en un intervalo de 5.000 años en lugar de los 7.000 tradicionalmente estimados. Estos «veloces» exploradores, además, desarrollaron diferentes industrias líticas cada vez más sofisticadas. A estos héroes del Paleolítico Superior (nombre científico del período) se les ha dado, en ocasiones, la denominación de «Hombre de Cromañón». Después de ver todo lo que fueron capaces de hacer –sobrevivir, expandirse, multiplicarse, crear e innovar culturalmente–, ¿podemos seguir utilizando el término Cromañón para designar a una persona lerda?…

¿El buen salvaje?

Uno de los acontecimientos más sorprendentes de la Prehistoria es la conquista de Australia, hace unos 60.000 años. ¿Cómo cruzaron aquellos primeros Homo sapiens una longitud de mar igual o superior a 70 km? En realidad la pregunta difícil no es ésta… por lógica debieron de realizarlo mediante algún tipo de embarcaciones. Lo extraño es que la habilidad marítima necesaria para lograr esta gran proeza cayera en el olvido, y los descendientes de aquellos atrevidos marinos no volvieran a aventurarse por mar abierto.

En cualquier caso, la prehistoria esconde un misterio aún más enrevesado: los mamuts, los rinocerontes lanudos y el gigantesco alce irlandés desaparecieron de Eurasia septentrional e interior; en América del Norte, se esfumaron los elefantes, los armadillos gigantes, los perezosos y los caballos (no sería hasta la colonización española cuando este animal «regresaría» a las praderas norteamericanas). Y en Australia, se extinguieron muchos géneros de marsupiales grandes, como el Diprotodon. Casualidad o coincidencia, todas estas especies desaparecieron durante la llegada y establecimiento de los primeros humanos, los héroes del Paleolítico Superior.

Por supuesto, hay diversas teorías no cinegéticas para explicar la extinción de los mamuts en concreto y la «megafauna» del Pleistoceno en general, y lo más probable es que la extinción no se deba a una sola causa sino a una combinación de varios factores. Ahora bien, ¿por qué desaparecieron principalmente los animales que constituían los mejores trofeos de caza?… Sea como fuere, la historia –y el debate– de las extinciones del Paleolítico esconde una sospecha aún más triste…; además de especies animales, en aquella época desaparecieron los últimos Homo erectus y Neandertales. ¿Fueron nuestros antepasados –supuestamente más ecológicos e «inocentes»– responsables también de esa extinción?…

El gran pequeño misterio

La revista Science, en el año 2004, llegó a catalogarlo como el descubrimiento más importante. Se trata de una nueva especie humana que debió de extinguirse, como muy tarde, hace unos 12.500 años y, por tanto, coetánea a la nuestra, con poco más de un metro de estatura, un cerebro de tamaño análogo al de los australopitecos de hace entre tres y cuatro millones de años, y escasamente superior al de los chimpancés actuales, es decir, un cerebro muy pequeño. Su nombre científico: Homo floresiensis, pero, debido a su reducido tamaño, también es conocido como el «hobbit», nombre del pueblo ficticio de la popular trilogía de El Señor de los Anillos.

Muchos prejuicios podrían venirse abajo gracias a este reciente hallazgo (2003, en la isla indonesia de Flores). Entre ellos, la idea de que es necesario un cerebro grande para ser inteligente: junto a los restos de Homo floresiensis han aparecido evidencias de tecnología avanzada, lo que ha llevado a pensar en la todavía discutida, pero probable, facultad para el habla de este ser humano. Otro prejuicio en entredicho es la posibilidad de explicar muchas de las leyendas sobre «gente menuda» en diferentes mitologías. Henry Gee (1962-), el editor jefe de la prestigiosa revista Nature, ha llegado a escribir:

El descubrimiento de que el Homo floresiensis sobrevivió hasta tan recientemente, en términos geológicos, hace más probable que las historias de otras criaturas míticas parecidas a humanos, como los yatis, están fundadas en una pizca de verdad… Ahora, la criptozoología, el estudio de tales criaturas fabulosas, puede volver del frío.

Sea como fuere, el verdadero misterio del Homo floresiensis es su coexistencia con los humanos modernos, es decir, con seres como usted y yo. Al igual que pasa con los Homo erectus y los Homo neanderthalensis, se ha planteado la nada extraña perspectiva de que esta criatura marginal fuera exterminada por el Homo sapiens. Si esta afirmación le parece aberrante, deténganse a pensar cuál habría sido el destino de una pequeña tribu de Homo floresiensis descubierta en plena era colonial, o hace sólo un siglo…

Se canta lo que se pierde

En junio de 2007, se hizo público el hallazgo de la obra de arte más antigua conocida hasta esa fecha: la escultura de un mamut de hace… ¡35.000 años! Era, además, una pieza artística completa. Debido a su precocidad, 10.000 años más antigua que la famosa Venus de Willendorf y 20.000 más que los bisontes de Altamira, llamó profundamente la atención. Además, la estatuilla, que es minúscula, apenas 3,7 cm de longitud y 7,5 g. de peso, está tallada con enorme precisión. Justamente, este es el detalle que más interés ha despertado. Nicholas Conrad, director del Instituto de Prehistoria de la Universidad de Tubinga, que hizo el descubrimiento, durante su presentación a los medios afirmó:

La idea de que el arte empieza de manera sencilla para complicarse con el tiempo es errónea. El arte prehistórico que encontramos es perfecto, acabado. Lo es el mamut, que es la primera obra de arte figurativo que conocemos en el mundo.

Al margen de estas nuevas polémicas –arte perfecto desde el principio, mayor antigüedad del arte a la imaginada, etc.–, existe otra mucho más punzante… Antonio Machado (18751939), el poeta de las cosas sencillas, escribió una vez: «Se canta lo que se pierde», y tal vez, éste fue también el sentimiento que guió al escultor paleolítico. En aquella época, los mamuts desaparecían, ¿qué hombre de las cavernas fue el último humano en poder contemplar un mamut vivo? ¿Cómo le explicaría a su hijo cómo eran?…

No me lo creo

El descubrimiento de Altamira, la llamada «Capilla Sixtina del arte prehistórico», lo realizó una niña de 9 años, en 1875. María era la hija de Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888), erudito en paleontología que, advertido por un cazador, exploraba las inmediaciones de la cueva en búsqueda de fósiles de animales. Mientras su padre permanecía en la boca de la gruta, María se adentró hasta llegar a una sala lateral. Allí vio unas pinturas en el techo, y corrió a decírselo a su padre.

Al principio, el descubrimiento fue acogido con manifiesta desconfianza. La espectacular conservación de las pinturas resultaba sospechosa, y no era fácil admitir entonces que un ser «incivilizado» pudiera concebir belleza. Se llegó incluso a sugerir que el propio padre de María había realizado las pinturas para lograr notoriedad. Uno de los líderes de la oposición contra Sautuola fue el francés Émile Cartailhac (1845-1921). Cuando las teorías del español, sin embargo, acabaron por abrirse paso en torno a 1902 en congresos y universidades, Cartailhac reconoció con nobleza haberse equivocado en un texto célebre: Mea Culpa de un SceptiqueMea culpa de un escéptico»). Desgraciadamente, Sautuola ya había muerto. No obstante, el profesor francés visitó varias veces Altamira, y cuentan que, antes de ir a la cueva, siempre pasaba a saludar a María Sautuola, aquella niña que, un día de verano, salió entusiasmada de una cueva para contarle a su padre lo que había visto.

En 1940, el abad Henri Breuil (1877-1961), prehistoriador y arqueólogo francés, descubrió la cueva francesa de Lascaux y estudió con más atención ésta y otras cavernas prehistóricas. Estos estudios merecieron que se diera más crédito a Sautuola. Pero, tal vez, el verdadero descubrimiento del erudito español no fue tanto arqueológico como «humano»: su hallazgo no fue Altamira sino la intuición de que los llamados «primitivos» –cuyo cerebro era esencialmente el mismo que el de Velázquez o Picasso– también fueron capaces de crear obras de arte.

Cuando hacía frío

«La vida feliz es la que es conforme a la virtud, vida de esfuerzo serio, y no de juego. Y declaramos mejores las cosas serias que las que mueven a risa y están relacionadas con el juego», escribió Aristóteles (384-322 a.C.), el filósofo tal vez más influyente de la historia. Su fantasma sigue planeando sobre nosotros, o, al menos, sobre las interpretaciones de algunos historiadores…

Tres mil años antes de Cristo, alguien construyó –y suponemos que utilizó– patines de huesos de animales. Según dos investigadores de la Universidad de Oxford, el origen de esta forma de transporte pudo tener lugar en Finlandia, el país que cuenta con el mayor número de lagos. «Hace 5.000 años, los habitantes de Europa del Norte y Europa Central luchaban para sobrevivir al duro invierno, y parece poco probable que el patinaje sobre hielo surgiera como un simple hobby», explicaba uno de esos investigadores. Para demostrarlo, su equipo realizó una serie de experimentos en los Alpes. Se trataba de medir el consumo de energía ahorrado en los desplazamientos con réplicas de patines prehistóricos hechos con huesos, y cuántos kilómetros por hora se ganaban en dichos desplazamientos. ¿Por qué otra razón iba nadie a inventar unos patines?…

También en Finlandia, una estudiante británica realizó recientemente un hallazgo aún más insólito: los restos de un chicle de unos 5.000 años de antigüedad, «fabricado» a partir de resina de abedul. El descubrimiento es particularmente relevante porque la goma lleva impresa una marca de dientes bien definida. Hostigado por el fantasma de Aristóteles, el supervisor del yacimiento declaró a los medios de comunicación que la sustancia encontrada «era utilizada a menudo como goma de mascar e incluso podría haber tenido utilidad para reparar cabezas de flecha dañadas». Una vez más, el matiz de la utilidad, inequívoca justificación de «la virtud del esfuerzo serio».

¿No es curioso? Todo menos imaginar a un patinador masticando un chicle por el simple placer de hacerlo… La pregunta es: ¿cuándo se atrevió alguien a «jugar» y a tener un simple hobby? o, dicho de otra manera, ¿en qué momento Aristóteles dejó de tener razón?…

Aquí estuvimos

R. Dale Guthrie, paleobiólogo, naturalista y dibujante, es uno de los mayores expertos mundiales en arte rupestre, aunque la mayoría de sus colegas están en contra de la tesis sostenida en su libro The Nature of Paleolithic Art (La Naturaleza del Arte Paleolítico), publicado en 2005. Para ellos, el arte prehistórico tiene que ver con simbología y/o magia, competencia del mundo de los adultos. Por el contrario, Guthrie opina que es un reflejo de la vida cotidiana, y más concretamente, de la adolescencia.

Las pinturas más espectaculares, como los magníficos bisontes de Lascaux o Altamira, fueron obra de adultos «profesionales», pero son muy pocas en comparación con los cientos de pinturas «rudimentarias». ¿Y si éstas fueron realizadas por chavales? «Hoy –nos recuerda Guthrie– para llegar a dibujar bien hay que ensuciar miles de folios. En aquel tiempo, los aprendices tenían que manchar las paredes con los materiales disponibles.» Curiosamente, casi todas las manos que quedaron impresas en las cuevas estudiadas por Guthrie corresponden a jóvenes de entre 9 y 17 años, al igual que las huellas de los pies halladas sobre el suelo de las mismas cuevas. Eso explica cómo le gusta imaginar a este paleobiólogo a nuestros antepasados:

Veo grupos de niños y adolescentes entrando en las cuevas detrás de algún adulto o solos, llenando la oscuridad con sus risas, jugando con antorchas, bromeando y finalmente poniéndose a dibujar y a llenarse las manos de ocre y saliva para dejarlas impresas en las paredes, como diciendo aquí estuvimos.

¿La nueva bomba?

Julius Robert Oppenheimer (1904-1967), en tanto director científico del proyecto Manhattan durante la Segunda Guerra Mundial, fue el padre de la bomba atómica. En la actualidad, un nuevo Oppenheimer, Stephen Oppenheimer (1947-), es la cabeza visible de un proyecto científico no menos «explosivo»…

Hasta hace poco, los irlandeses, escoceses y galeses, por un lado, y los ingleses por el otro, se podían odiar a muerte –o, cuando menos, «distanciar»– gracias a la creencia en un origen genético diferente: los primeros eran descendientes de los celtas y los últimos de los anglosajones. Contrariando a unos y a otros, Stephen Oppenheimer publicó en 2006 el resultado de sus investigaciones genéticas, y de acuerdo con éstas, los antepasados comunes de todos los británicos fueron «íberos», y más concretamente antepasados de los «vascos» (otra cuestión, que no tiene nada que ver con la genética, es decidir si en fechas tan tempranas ya se puede hablar de identidades políticas modernas).

Debieron de llegar a las Islas Británicas hace entre 15.000 y 7.500 años, cuando aún no eran tales, ya que estaban unidas al continente. Entonces, aquellas tierras carecían de pobladores a causa de las glaciaciones de los años precedentes. El propio Oppenheimer es consciente de que sus teorías no van a gustar a todos, pero si el ADN no engaña, parece evidente que la influencia genética predominante en los paisanos del doctor Watson es ibérica, y sólo en menor medida celta, sajona y normanda. My God, ¿se demostrará algún día que las piedras de Stonehenge las trajeron algunos bilbaínos bajo el brazo?…

Noticias de última hora

La Unesco designó a mediados del año 2008 Patrimonio de la Humanidad a 17 cuevas de la cornisa cantábrica, además de Altamira, que ya fue distinguida con esta clasificación en 1985. Para ser exactos, el comunicado señalaba:

El bien, que figurará ahora en la Lista del Patrimonio Mundial con el nombre de Cueva de Altamira y arte rupestre del norte de España, es representativo del apogeo del arte rupestre paleolítico, que se desarrolló en toda Europa, desde los Montes Urales hasta la Península Ibérica, entre los años 35.000 y 11.000 a.C.

Si Altamira era considerada como la «Capilla Sixtina» del arte Paleolítico, estas nuevas grutas que la rodean configuran lo que ha venido a llamarse ya «Vaticano».

Más novedades. En no mucho más de una década, se han descubierto:

• Cuatro nuevos géneros de homínidos con sus respectivas especies: Ardipithecus kadabba (1983), Kenyanthropus platyops (1999), Sahelanthropus tchadensis (2001), Orrorin tugenensis (2001), y Ardipithecus ramidus (2001).

• Tres nuevas especies de Australopithecus: A. Anamensis (1995), A. Bahrelghazali (1995), A. Garhi (1996).

• Cuatro nuevas especies humanas: H. antecessor (1994), H. cepranensis (1994), Homo georgicus (2002) y H. floresiensis (2003).

• Y una subespecie de nuestra especie: Homo sapiens idaltu (1997).

Como todas las novedades en prehistoria, esta lista de novedades se mantiene bajo la espada de Damocles de la polémica. Por ejemplo, para algunos especialistas, el Ardipithecus kadabba no es una nueva especie sino una subespecie del Ardipithecus ramidus. En cualquier caso, de algo no cabe duda: si existe una ciencia parecida a la moda, ésta es la prehistoria: cada nueva generación encuentra algo para estar a la última

Siempre más atrás…, ¿siempre?

El futuro de la prehistoria parece llevarnos a una curiosa paradoja: cuanto más nos adentramos en el futuro, más retrocedemos en el tiempo. En efecto, los últimos descubrimientos siempre ponen el reloj de la evolución más atrás de la línea cronológica comúnmente aceptada: los restos de homínido más antiguo, la evidencia de arte más antigua, los indicios de domesticación más antiguos, etc.

En abril de 2008 apareció la noticia de que América se pobló hace 14.000 años, es decir, mil años antes de lo que los científicos estimaban. La nueva datación ha sido posible después de estudiar el fósil de un excremento llamado coprolita, en una cueva de Oregón, en el noroeste de Estados Unidos. Junto a estas heces, se descubrieron objetos que denotan la ocupación humana en el lugar. El estudio del ADN permitió confirmar que el caganer de Oregón estaba relacionado con grupos étnicos indígenas de Siberia y el Este de Asia.

Un mes después de la anterior noticia, «la última novedad» era el hallazgo del primer asentamiento humano de América, en Monte Verde (un sitio arqueológico en el sur de Chile), y como en la anterior noticia, mil años antes de lo que hasta ese momento se pensaba. La evidencia, en este caso, la proporcionó el análisis con técnicas carbono 14 de unas algas fechadas entre 13.980 y 14.220 años de antigüedad. El estudio desató un acalorado debate, ya que estos resultados contrariaban la teoría ampliamente aceptada sobre los primeros asentamientos humanos en América. La nueva hipótesis sugiere que la colonización humana de América, en lugar de comenzar por el paso de Siberia a Alaska, hace unos 13.000 años, se realizó a través de una ruta de migración por la costa del Pacífico hace más de 14.000 años.

A finales de mayo de 2008, se descubría el fósil de la «madre» más vieja: una placodermo hembra, de 380 millones de años, con su cría todavía unida a ella por un cordón umbilical. Antes de este hallazgo, la primera evidencia de esta forma de sexualidad eran los restos de un reptil del Mesozoico (entre 248 y 65 millones de años). Por lo tanto, el fósil de la madre y su cría placodermo revela que esta forma de reproducción ya existía… ¡200 millones de años antes de lo que se pensaba hasta hace sólo un año!

También en mayo de 2008, se hacía público el descubrimiento, en Atapuerca, de una mandíbula de Homo antecessor 400.000 años más antigua que el fósil más antiguo de un homínido hasta entonces conocido en Europa. El nuevo ejemplar tenía 1,2 millones de antigüedad. Ante la pregunta de si se puede ir más atrás en Atapuerca, José María Bermúdez de Castro (1952-), uno de los co-directores del yacimiento, respondió:

Estamos rozando el límite de tiempo de las cuevas, pero sí, pensamos que podemos llegar hasta 1,5 millones de años; más allá es difícil porque no parece que hubiera homínidos en Europa occidental hace más de 1,6 millones de años.

¿Seguro? ¿Dónde está el límite? ¿Cuándo será imposible ir más atrás?…