Historia antigua

EN TIEMPOS DE LAS PRIMERAS LEYENDAS

Aparición del Neolítico y la Edad de los Metales en Oriente Próximo: ca. 10.000 años.

Aparición de la neolitización en el resto del mundo: ca. 9.0002.000 años.

Difusión de la vida urbana en la baja Mesopotamia. Invención de la rueda: ca. 3.700 años.

Inicio de la ocupación de algunas islas del Pacífico por grupos melanesios: ca. 3.500 años.

Invención de la escritura en Sumer: ca. 3.300 años.

Pirámide escalonada del faraón Zoser, la primera del mundo: ca. 2680-2660 a.C..

Primera gran civilización en América: Carral-Supe: ca. 2627 y 2100 a.C.

Asentamiento de los indo-europeos en Asia Menor e Irán: ca. 2000-1990 a.C.

Hipotética partida de Abraham hacia Canaán, ca. 2100 a.C.

Código de Hammurabi en Babilonia: ca. 1775 a.C.

Dinastía de los Shang en China: ca. 1766-1112 a.C.

Nacimiento de la civilización micénica: ca. 1570-1500 a.C.

Cultura Olmeca en el golfo de México: ca. 1500-400 a.C.

Apogeo y caída del Imperio micénico: ca. 1400-1200 a.C.

Primer Imperio asirio: ca. 1366-1077 a.C.

Reinado de Tutankamón: ca. 1336-1327 a.C.

Llegada de los arios a orillas del Indo: ca. 1300 a.C.

Reinado de Ramsés II: ca. 1279-1213 a.C.

Posible contexto de la guerra de Troya: ca. 1200 a.C.

Colonización del valle de Ganges por los arios: ca. 1000-800 a.C.

Muchos años más tarde

Champollion descifra los jeroglíficos egipcios: 1822.

Schliemann excava Troya (1870-1890) y Micenas: 1876.

Lord Evans encuentra el palacio de Cnossos en Creta: 1900.

Howard Carter descubre la tumba «casi intacta» de Tutankamón, 1922.

Descubrimiento del carbono 14: 1940.

Hallazgo de Carral-Supe: 1949.

Michael Ventris y John Chadwick descifran el Lineal B minoico: 1952.

El Arca perdida, pero no «la original»

De creer en la tradición, Los Diez Mandamientos fueron escritos por Dios con su propio dedo en dos tablillas que le fueron entregadas a Moisés. Algo más tarde, el propio Moisés redactaría el resto de El Antiguo Testamento (o La Torá de los judíos), por inspiración divina, en una fecha que según exegetas va desde 1420 a 1208 a.C. Estamos, por lo tanto, ante el Libro de los libros, y se entiende que la primera aventura de Indiana Jones fuera encontrar el Arca de la Alianza, el recipiente en que se depositaron Los Diez Mandamientos, o mejor dicho, su copia…

De acuerdo con La Torá, o El Antiguo Testamento, el primer libro destruido fue el libro de Dios, y Moisés fue su «biblicida». Cuando Moisés descendió de la montaña con las Tablas de la Ley en sus manos para entregárselas a su gente, este pueblo elegido estaba adorando a un becerro de oro, es decir, había cometido pecado de idolatría. Pues bien, las palabras literales en la Biblia son: «[Moisés] encendido en cólera, tiró las tablas y las rompió al pie de la montaña» (Éxodo, 32: 19). Además, el antiguo príncipe de Egipto organizó una sangrienta purga de tres mil judíos incluyendo hermano, amigo y familiares. Sólo entonces Moisés se calmó, subió de nuevo a la montaña, y gracias a su justa reacción, Dios perdonó al pueblo elegido y le entregó una segunda copia de las Tablas de la Ley (Éxodo, 34, 1). Por lo tanto, el Arca buscada por Indiana Jones contenía esta segunda redacción. ¿Los Mandamientos eran los mismos que en la primera? Desgraciadamente, nunca podremos saber si en la versión original también estaba escrito «No matarás»…

Dime, cuéntame…

Hasta la década de 1940, los arqueólogos no comenzaron a datar sus hallazgos con el método del carbono 14 y otras técnicas similares. Antes de ese momento, tan reciente, era muy difícil poner fechas. Una de las primeras formas de ordenar la multitud de objetos que la incipiente arqueología iba descubriendo fue mediante tres grandes cajones de sastre: prehistoria, protohistoria e historia. En «prehistoria» cabían los hallazgos carentes de documentos escritos. En «protohistoria», los restos de las tradiciones orales que sobrevivieron gracias a alguna recopilación escrita posterior, como La Ilíada o El Antiguo Testamento. Y, finalmente, en «historia», cualquier cosa contemporánea de alguna forma de escritura. En realidad, esta clasificación era –y es– bastante confusa, ya que la historia no se desplaza de manera uniforme. En un mismo lapso de tiempo, pueden convivir culturas pertenecientes a una de las tres categorías mencionadas. Pueblos con una forma de escritura tan espectacular como los egipcios son contemporáneos de otros sin ninguna forma de literatura escrita. Por otra parte, sabiduría no es siempre sinónimo de lenguaje escrito. Los celtas, Buda, Jesús y filósofos como Sócrates se negaron a escribir. En consecuencia, es siempre con mucha prudencia como se han de manejar las etiquetas mencionadas más arriba.

Ahora bien, la historia, de acuerdo con este planteamiento, comienza cada vez que alguien en diferentes partes del mundo inventa, o adopta, alguna forma de escritura y se dedica a recopilar por escrito antiguas leyendas y registrar lo que dicha persona considera más importante de su propia sociedad u otras. Poco a poco, sin embargo, aquellas primeras tradiciones escritas se fueron transformando, adulterando, perdiendo, y/o destruyendo. Hoy sólo conocemos una mínima parte, aunque es la parte con la que están fabricados todos los cuentos, poemas, novelas, obras de teatro y películas que conocemos. Como en una intrincada arboleda, cada nueva hoja ha brotado de un tallo ya existente en un remoto pasado. No en vano, el principio de muchos cuentos sigue siendo… «Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo»…

Cenicienta y Babilonia

En el Londres victoriano de 1893, Marian Emily Roalfe Cox (1860-1916) publicó un libro con el esclarecedor título de Cenicienta, 345 variantes, donde analizaba todos los cuentos conocidos hasta entonces sobre este tema. Antes de ella, en el siglo IX, Taun Cheng-Shing, uno de los primeros folcloristas del mundo, ya hacía referencia a este cuento sin poder precisar su origen. Más antiguo aún es el relato de La Bella y la Bestia, que se puede rastrear hasta el siglo II d.C. Nos lo transmite Lucio Apuleyo (ca. 123/5-180), autor de El Asno de Oro. Es la historia de Cupido y Psique, ambientada en la mitología grecorromana. En ambas historias, el tema principal es el amor y su siempre difícil relación con la posición social de los amantes. Y más remoto, y más antiguo aún, es el cuento del final siempre triste

Arrasé la ciudad y sus casas desde los cimientos hasta los techos, las destruí y las hice consumir por el fuego. Tiré dos con ladrillos y arrojé los escombros al canal de Arahtu. Y luego destruí Babilonia, aplasté sus dioses y masacré a su gente, arranqué su suelo de raíz y lo arrojé al Éufrates para que el río se lo llevará hasta el mar.

Así se jactaba el rey asirio Senaquerib, muerto en 681 a.C., ante sus dioses, de haber destruido Babilonia un año antes. Sus palabras son muy similares a otras que podemos leer en La Torá de los judíos, o El Antiguo Testamento de los cristianos, cuando Josué (de cronología polémica) se acerca a Jericó, tal vez la ciudad más antigua de la historia, y…

Apenas escuchaba el sonido de las trompetas, la gente emitió un gran grito, y la muralla [de Jericó] cayó por completo; entonces la gente cargó contra la ciudad y la tomó. Luego se entregaron a la destrucción de la ciudad con el filo de la espada, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ovejas y burros.

El cuento del final siempre triste sólo puede acabar así… Ahora bien, ¿cómo empieza? Decía el premio Nobel francés Albert Camus (1913-1960), a través del protagonista de su obra de teatro Calígula:

He descubierto que sólo existe una manera de parecerse a los dioses: basta con ser tan cruel como ellos…

¿Nos aplicamos el cuento?

Hoy en día damos por sentado la transición a la agricultura y la vida en grandes ciudades como requisito previo para la civilización. Ahora bien, la revolución del Neolítico sigue planteando diferentes temas de debate entre los especialistas. En primer lugar, la agricultura, en sus inicios, debió de dar más problemas que soluciones. En segundo lugar, no todos los grupos sociales la adoptaron; algunos prefirieron seguir siendo nómadas, incluso cuando la apuesta de la agricultura comenzó a ser «ventajosa». En tercer lugar, ¿los nómadas se convirtieron en personas menos «civilizadas» por no haber dado el paso hacia la sedentarización?

Fuera como fuese, sorprende la relativa simultaneidad del proceso en regiones que, de acuerdo con la evidencia arqueológica, no tenían ningún contacto entre sí: Próximo OrienteEgipto, China, el Valle del Indo y América. A este respecto, si el lector quiere estar al día, debe omitir cualquier teoría difusionista. No hubo, por ejemplo, «misioneros» egipcios llevando la luz de su civilización a remotos rincones del planeta. Hoy se tiende a pensar que el ser humano es capaz de crear logros culturales de manera autómata y, más sorprendente aún, de desaprovecharlos y precipitarse en el abismo de manera igualmente independiente…

En efecto, la polémica del Neolítico y la aparición de formas complejas de vida urbana no se limita sólo al cómo empezó, sino también, y sobre todo, al por qué terminó en regiones en apariencia prósperas y desarrolladas. En el ambiente militarista de principios del siglo XX, la decadencia de las grandes civilizaciones se solía interpretar en clave de conquistas e invasiones. Hoy en día, sin descartar esta posibilidad, se insiste en factores más próximos a la actual sensibilidad ecológica. De esta manera, recientes descubrimientos arqueológicos han revelado dinámicas similares de destrucción de los recursos medioambientales de los que dependían sociedades muy diversas, en regiones y épocas tan distantes entre sí como los Maya en Yucatán, los Anasazi en el suroeste norteamericano, los constructores de túmulos de la sociedad Cahokia cerca de Saint Louis, en Estados Unidos, los vikingos que se instalaron en Groenlandia, los constructores de estatuas de la Isla de Pascua, las diferentes culturas del Creciente Fértil, en la antigua Mesopotamia, el Gran Zimbabue en África, Mohenjó Daro y Harappa, en el valle del Indo, y Angkor Vat en Camboya. En todos estos lugares, civilizaciones diferentes, colapsaron sus respectivos recursos medioambientales. ¿Realmente los antiguos estaban más en armonía con la Naturaleza que nosotros?…

Ah l’humanité!

José Ortega y Gasset (1883-1955), en su libro más conocido, La rebelión de las masas, escribía sobre algo que le habían contado, es decir, el filósofo español repetía el mismo gesto con que comenzó la historia, y por eso, su primera palabra es «cuentan»:

Cuentan, sin insistir demasiado sobre la realidad del hecho, que cuando se celebró el jubileo de Víctor Hugo fue organizada una gran fiesta en el palacio del Elíseo, adonde concurrieron, aportando su homenaje, representaciones de todas las naciones. El gran poeta se hallaba en la gran sala de recepción, en solemne actitud de estatua, con el codo apoyado en el reborde de una chimenea. Los representantes de las naciones se iban adelantando ante el público, y presentaban su homenaje al vate de Francia. Un ujier, con voz de Esténtor, los iba anunciando:

«Monsieur le Représentant de l’Angleterre!» Y Víctor Hugo, con voz de dramático trémolo, poniendo los ojos en blanco, decía: «L’Angleterre! Ah, Shakespeare!». El ujier prosiguió: «Monsieur le Représentant de l’Espagne!». Y Víctor Hugo: «L’Espagne! Ah, Cervantes!». El ujier: «Monsieur le Représentant de l’Allemagne!» Y Víctor Hugo: «L’Allemagne! Ah, Goethe!».

Pero entonces llegó el turno a un pequeño señor, achaparrado, gordinflón y torpe de andares. El ujier exclamó: «Monsieur le Représentant de la Mésopotamie!». Víctor Hugo, que hasta entonces había permanecido impertérrito y seguro de sí mismo, pareció vacilar. Sus pupilas, ansiosas, hicieron un gran giro circular como buscando en todo el cosmos algo que no encontraba. Pero pronto se advirtió que lo había hallado y que volvía a sentirse dueño de la situación. En efecto, con el mismo tono patético, con no menor convicción, contestó al homenaje del rotundo representante diciendo: «La Mésopotamie! Ah, l’humanité!».

Real o no, la frase final es bastante cierta. Mesopotamia es el reflejo de la humanidad por muchos motivos. Ante todo, es el primer lugar –aunque no el único– donde el ser humano dio el trascendental paso de la tradición oral a la escritura, y del nomadismo hacia el modelo de vida urbano. También es muy humano que, en la actualidad, para ver Mesopotamia, sólo es necesario ir al Louvre, en París, o al Museo Británico, en Londres, es decir, a los museos de las potencias europeas que colonizaron Mesopotamia en los dos últimos siglos.

Poco, muy poco se quedó en Iraq, pero en abril de 2003, las autoridades estadounidenses establecieron una base en las ruinas de Babilonia. ¿Se imaginan un campamento militar en medio de Stonehenge, Pompeya o la Mezquita de Córdoba? Poco después, se saqueaba el Museo Nacional de Iraq, sin que esas mismas tropas hicieran nada para evitarlo. A pocos metros del Museo Nacional de Iraq estaba el Museo de Hamurabi, el legislador más importante de la antigua Mesopotamia (17921750 a.C.) y el autor del primer código de leyes escritas conocido hasta la fecha. Durante la rapiña, este museo ofrecía una imagen apocalíptica: cristales rotos, folletos tirados y estanterías desvencijadas. En la sala principal todavía se podía leer un fragmento de aquel famoso código:

Yo, Hamurabi, establecí la Justicia en el mundo para destruir la maldad y evitar que los poderosos opriman a los débiles.

Sí, todo eso fue, es –y sigue siendo– «La Mésopotamie! Ah, l’humanité!».

El descubrimiento pendiente

Los fenicios, pueblo originario de Próximo Oriente, unieron los dos extremos del Mediterráneo y se aventuraron más allá del Estrecho de Gibraltar. Según autores modernos, algunos de aquellos marineros desembarcaron en el Nuevo Continente. Aunque lo hicieran, sin embargo, su hazaña no cambió el curso de la historia: o bien fueron y no regresaron, o bien regresaron pero no convencieron.

El descubrimiento que sí ha cambiado los esquemas que hasta ahora se tenían sobre el «Nuevo Mundo» es el hallazgo de la Ciudad Sagrada de Carral, en el Valle de Supe, a 200 km. al norte de Lima, Perú. Por la antigüedad de la cultura que se desarrolló en este emplazamiento –entre 2627 y 2100 a.C.–, se trata de una de las zonas geográficas que pueden considerarse como la cuna de la civilización. Las 32 estructuras piramidales encontradas en ella –una de ellas de 18 m de altura–, coinciden con la fecha en que la civilización egipcia construyó las suyas, o se levantó el círculo de piedras de Stonehenge. Actualmente el Proyecto Especial Arqueológico Carral-Supe nos sumerge a un mundo totalmente nuevo, 4.400 años antes de que gobernaran los incas. ¿Cuál será la primera mención a Carral-Supe en un bestseller o una película de Indiana Jones?

El anterior párrafo fue escrito a principios del año 2008. En septiembre del mismo año se produjo el hallazgo de un recinto monumental en Sechín, en el valle de Casma, en el norte de Perú. Todavía se ignora su función exacta, aunque destaca una construcción piramidal y elementos adoptados luego por los incas. Tendría más de 5.500 años de antigüedad, lo que convertiría a sus ruinas en unas de las más antiguas de América. ¿Qué nuevos descubrimientos nos esperan en América?

La profecía de Heine

Los egipcios escribieron en papiros, un material no perdurable. Los habitantes de Mesopotamia, en cambio, lo hicieron en arcilla. Aunque tosca y pesada, el fuego la endurece haciéndola aún más duradera. Así pues, cuando un conquistador prendía fuego a un templo o a un palacio mesopotámico lo destruía todo excepto las tablillas que hubiera en éste. Tal vez por esa razón, las primeras muestras de escritura se han encontrado en Mesopotamia, y su antigüedad se sitúa entre 4.100 o 3.300 a.C. Este descubrimiento se puede interpretar de dos maneras:

– La primera: como las tablillas estaban en un palacio sumerio (para ser exactos, en el estrato IV del templo de Eanna en Uruk), alguien podría decir: «La literatura nació en Sumer». Correcto.

– La segunda: como esas tablillas se conservaron gracias al incendio del palacio, presumiblemente a causa de un enfrentamiento armado, alguien podría decir «la destrucción de libros comienza en Sumer». Correcto.

Christian Johann Heinrich Heine (1797-1856), poeta alemán del siglo XIX cuyos libros, por su origen judío, fueron quemados por los nazis, escribió:

Allí donde queman libros, acaban quemando hombres…

La primera poesía dadá

En uno u otro soporte, la invención de la escritura nació de la necesidad práctica de llevar un inventario y registrar transacciones económicas, es decir, el equivalente formal al «mío, mío» de los niños cuando comienzan a hablar. De manera gradual, sin embargo, el ser humano encontró maneras de expresar ideas más adultas y abstractas como «mi dios», «mi espíritu», «la historia de los que son como yo», «la belleza del que me quiere a mí», o «mi muerte». En un momento dado fue necesario escribir catálogos de los libros consignados en las primeras bibliotecas. Para hacerlo, los primeros escribas del mundo, oriundos de Mesopotamia, en el actual Iraq, se limitaron a registrar el inicio de cada «libro». Uno de aquellos catálogos comienza así:

Guerrero noble y honorable

Donde están las ovejas

Donde están los bueyes salvajes

Y contigo yo no

En nuestra ciudad

En tiempos antiguos

Señor de la observancia de las leyes celestes

Residencia de mi dios

Gibil, Gibil (dios del fuego)

Entre los primeros eruditos que comenzaron a estudiar la literatura mesopotámica algunos creyeron que estos catálogos eran poemas. De haber sido así, estos poemas se habrían adelantado 4.000 años a la poesía absurda preconizada por los dadá. Tristan Tzara (1896-1963), el fundador del movimiento dadá, consideraba que un poema se podía obtener recortando frases de un periódico, colocando las tiras en una bolsa, y escribiéndolas en un papel a medida que se sacaban al azar.

Platero y el Faraón

«Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea», escribió Juan Ramón Jiménez. La azotea descrita por el poeta se parece a la cima de una pirámide. Desde ella se observan todas las maravillas del mundo, pero Platero, el burrito, no puede subir las escaleras, así que el poeta se las describe. Denostado por su cabezonería e ignorancia, el burro (Equus asinus) muy pocas veces ha sido objeto del cariño y la sensibilidad que le prodigara Juan Ramón Jiménez (1881-1958). Hace cinco milenios, sin embargo, se produjo otra excepción…

Se desconoce el nombre del faraón, aunque sabemos que vivió 3.000 años a.C., durante la I Dinastía. Aquel rey quiso tener unos burros a su lado, en su tumba en Abydos, al sur de El Cairo. Así, en uno de los complejos funerarios más antiguos del antiguo Egipto –y, probablemente, el más prestigioso–, descansaban hasta hace poco diez esqueletos de estos animales. El hallazgo, hecho público a principios de 2008, demuestra que ya se usaban burros como medio de transporte antes de que las pirámides fueran construidas, pero el hecho de que fueran enterrados cerca del faraón da idea del gran valor que debían de tener, al menos en aquella época. No en vano, aquel sufrido animal de carga ayudó a los primeros pastores africanos a moverse más lejos y con más frecuencia cuando aumentó la aridez en el desierto. Es triste constatar también la antigüedad de la ingratitud humana…; pocas generaciones después de este entierro, el animal fue relacionado con el dios del mal Seth. En la época de mayor esplendor del antiguo Egipto es raro encontrarlos en una necrópolis. Entonces ya eran sólo burros.

Arre caballito…

Un animal que no aparece en el exótico zoológico que es el panteón egipcio, curiosamente, es el caballo. Se conocen representaciones de faraones dirigiendo un carro triunfalmente sobre sus enemigos, o durante una cacería, pero no un dioscaballo. Los equinos llegaron al valle que riega el Nilo de mano de los primeros extranjeros que se sentaron en el trono de Egipto: los hicsos (ca. 1650-1550 a.C.), un pueblo que las crónicas egipcias siempre tildan de «odiosos» y otras lindezas por el estilo. Cuando los primeros faraones del Imperio Medio –los antepasados de Tutankamón (ca. 1336-1327 a.C.)– lograron expulsar a los hicsos, fueron lo suficientemente prácticos para quedarse con los caballos y otros avances en materia militar introducidos por los hicsos, pero el mundo del Más Allá era diferente. Allí sólo entraban hombres y animales «egipcios».

La verdadera maldición

Respecto a la tumba de Tutankamón (ca. 1336-1327 a.C.) circulan multitud de malentendidos. Uno de ellos es la idea de que fue enterrado solo. En realidad, además de la momia del joven rey, se encontraron dos fetos en el rincón noroeste de la llamada Sala del Tesoro, cada uno dentro de sus respectivos ataúdes. Aún había más: varios insectos ocultos entre las provisiones de comida y bebida, y el hongo Aspergillus, sospechoso número uno, cómo no, de la famosísima maldición que rodea esta tumba, pero las estadísticas no mienten. La inmensa mayoría de los que entraron en la tumba el día de su descubrimiento, en 1922, llegaron a edades muy avanzadas y tuvieron una muerte normal. Howard Carter (1874-1939), la primera persona que contempló el interior de la tumba y entró en ella, murió a la edad de 66 años. El sargento Richard Adamson (1899-1980), responsable de dormir en la tumba con el fin de vigilarla, llegó hasta los 81 años, y el médico que practicó la primera autopsia de la momia, Douglas Derry (1882-1969), vivió hasta los 87. En consecuencia, el verdadero misterio de Tutankamón parece ser otro…

Dibujo de la tumba que muestra los agujeros hechos por los antiguos ladrones para acceder a las diferentes salas (Reeves, N.: Todo Tutankamón. El rey. La tumba. El tesoro real. Destino, 1990, pág. 69).

¿Por qué tanta gente piensa que la tumba de Tutankamón estaba intacta cuando el propio Howard Carter comentó en repetidas ocasiones que había sido profanada, al menos, dos veces? ¿Quiénes fueron los ladrones? ¿Qué se llevaron exactamente? ¿Cómo fue posible detenerles? ¿Qué les pasó una vez detenidos? Los detalles exactos sobre aquellos dos robos siguen sin haberse desvelado. Lo que sí se ha documentado con absoluta precisión es el éxito de la egiptología en vaciar la tumba y privar a su morador de su último deseo: no ser descubierto, y mucho menos, ser separado de su ajuar fúnebre.

Por otro lado, la tumba de Tutankamón (KV62, en el argot egiptológico) no fue la única sepultura profanada en aras de la ciencia. El hipogeo de Seti II (KV 15) fue el primer laboratorio provisional que Carter dispuso para limpiar, medir, fotografiar y embalar las piezas procedentes de la KV62. Fue en esta tumba precisamente donde Douglas Derry, el más longevo profanador de Tutankamón, realizó su histórica autopsia. Más tumbas reales fueron «degradadas»: la de Ramsés XI (KV 4) como almacén e incluso restaurante, ya que en ella se reunieron, para celebrar el feliz acontecimiento, los principales encargados del hallazgo y su posterior investigación. Finalmente, en la KV 55 (tumba polémica, aún hoy difícil de identificar) se utilizó como cámara oscura para el trabajo fotográfico de Henry Burton (1879-1940), a quien debemos las primeras imágenes de la tumba y el tesoro, así como otro ejemplo de persona presente el supuesto día de la maldición que llegó confortablemente hasta la edad de 61 años. Después de ellos, llegaron los turistas, cientos, miles, millones… ¿y cuántos de ellos han sido víctimas de nada que no sea una insolación?

Zahi Hawass (1947-), el principal egiptólogo en la actualidad, confesó recientemente: «La verdadera maldición de los faraones somos nosotros».

El 90 % perdido

Una de las partes más debatidas del enigma de Troya es la figura de Homero (siglo VIII a.C.), supuesto autor de La Ilíada y La Odisea, los dos poemas más valorados de la Antigüedad (más de la mitad de los papiros conservados de la famosa Biblioteca de Alejandría eran copias de estos poemas). ¿Existió Homero? Aquellos que lo dudan, entre otras razones, argumentan que es imposible que un solo hombre pudiera crear dos poemas tan extensos sin apoyo de la escritura, y, además, recordarlos para luego recitarlos. La Ilíada consta de 15.691 versos y La Odisea casi de 12.000, y a Homero se le atribuyen, además, la Batracomiomaquia («La guerra de las ranas y los ratones», una comedia épica), los Himnos Homéricos y otras obras perdidas.

En 1934, a petición del profesor Milman Parry (19021935), un bardo serbio de sesenta años completamente analfabeto le recitó un poema de las dimensiones de La Odisea. Como los antiguos bardos, no se limitó a citar de memoria sino que lo improvisó a medida que recitaba. La ejecución de esta hazaña duró varias semanas, y además de aportar una prueba a favor de la existencia de Homero, sirvió para demostrar qué se puede hacer con el 90 % restante de nuestra mente…

Los finisterre del Verbo

En la India, en un período polémico de establecer, se agruparon por escrito varias tradiciones orales bajo el nombre de Mahabharata y Ramayana. Aunque la tradición atribuye el primer poema a Krishna-Dwaipayana, también llamado Vyasa, parece difícil creer que esta epopeya sea la obra de un solo autor: la extensión del Mahabharata supera los 100.000 versos, lo que equivale a casi ocho veces La Ilíada (15.691 versos). No obstante, la religión hindú es consciente de esta dificultad y proporciona una explicación.

Vyasa, uno de los ochos «chiran-jivin» (o «personas de larga vida»), nacido al final de la Tercera Era (o Dwápara), habría puesto por escrito el conocimiento védico completo –que hasta entonces se transmitía por vía oral, de maestro a discípulo– en previsión de la llegada de la Cuarta Era (o Kali, iniciada el 18 de febrero de 3102 a.C.), en la que los seres humanos habrían perdido la memoria necesaria para recordar dicho conocimiento. En comparación, el Ramayana –atribuido a un poeta llamado Valmiki– resulta un «libro de bolsillo»: ¡sólo tiene 24.000 estrofas! Dataciones occidentales ubican el inicio de la literatura en lengua sánscrita en la India hacia el año 2500 a.C., y la estructura y el aspecto en que perduran hasta hoy el Mahabharata y el Ramayana, en el siglo II de nuestra era, después de varias centurias de refundiciones y adiciones.

Un momento clave del Mahabharata es el discurso que Bhisma pronuncia antes de morir, después de haber vivido 126 años. Su extensión es de 19.000 estrofas (cerca de la sexta parte del poema). Tal vez no es presunción el verso en el que leemos:

Lo que se encuentra aquí se puede encontrar en otros lugares. Lo que no se encuentra aquí no se encuentra en ningún otro lugar.

Con todo, la tradición oral más larga que se ha transmitido proviene del llamado «techo del mundo». Estamos hablando de la epopeya del Cantar del rey Gesar, que aún se cuenta de juglar a juglar por el Tíbet, Mongolia y ciertas regiones de China. El primer manuscrito conservado data del siglo XI y se compone de más de un millón de versos y más de 20 millones de caracteres.

El renacimiento olvidado

Alrededor del siglo VI a.C. (la barrera exacta se extiende entre 800 y 200 a.C.), el mundo pareció rivalizar en logros espirituales e intelectuales. El historiador Karl Jaspers (1883-1969) denominó a esta era «el eje axial». No se trata de una reacción unificada, sino de fuegos encendidos de forma autónoma, en regiones muy alejadas entre sí, y a un ritmo desigual. Vistos con perspectiva, sin embargo, configuran un mismo río donde confluyen, a modo de diferentes afluentes, una serie de personajes cuya vida se mezcla con tintes de leyenda y cronologías siempre polémicas: Buda, Lao Tsé, Confucio, los Upshanidas, Zoroastro, los compiladores de lo que luego será El Antiguo Testamento, y los sabios que anticiparon todas las posibles tendencias filosóficas, desde el escepticismo al materialismo, la sofística y el nihilismo, además de la doctrina del «amor universal» del pensador chino Mozi, o la doctrina no violenta de Mahavira, fundador del jainismo. La mayor parte de estos «pre-renacentistas» no escribieron, y lo que sabemos de su vida y pensamiento se debe a lo que otros escribieron sobre ellos. ¿Hasta qué punto la copia es fiel al original?

Demócrito, el personaje más interesante del «eje axial», vivió aproximadamente entre los años 460 y 370 a.C. Sí, no hay un error en las fechas. Varios autores posteriores coinciden en afirmar que vivió casi cien años, o incluso más. Lo hizo en Abdera, una ciudad a medio camino entre Grecia y Turquía, en una región que los griegos consideraban «bárbara»: la antigua Tracia. Ello no fue óbice, sin embargo, para que su legado superase las 70 obras y abarcase temas tan variados como la ética, la física –es el padre de la teoría atómica y la idea de que el alma también está formada por átomos–, las matemáticas e incluso la música. Hoy hablaríamos de él como un autor enciclopédico, pero tanta sabiduría no sorprendió a sus contemporáneos. Lo hizo, sin embargo, otro rasgo de su carácter: siempre estaba de buen humor y se reía de todos y de todo. Realmente preocupados, los habitantes de Abdera llamaron a Hipócrates (ca. 460-370 a.C.), célebre médico griego, que también rayó los cien años, para curarle. Cuál sería su sorpresa cuando el doctor les dijo que su paciente, Demócrito, lejos de estar loco daba muestras de la mayor sensatez.

«Njsut bjtj nb tui»

En el siglo XVII, Athanasius Kircher (1602-1680), famoso erudito aficionado a eso que hoy en día llamamos hermetismo, interpretó una escritura egipcia de la siguiente manera:

(1) el genio polimórfico de la Naturaleza,

(2) el uno de las cosas sujetas al Mediodía,

(3) fundamentalmente necesario para las regiones inferiores,

(4) de los tres mundos, por la fuerza y el influjo del Numen Triforme.

Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), el autor de la historia del arte que sentó a Grecia en la cima de la perfección cultural y estética, reprochaba a los egipcios no haber sido dotados por la naturaleza tan generosamente como a los griegos. «En consecuencia no pudo haber en Egipto diversas escuelas de arte, como sucede en Grecia.» ¿Qué sentido tenía, pues, interesarse por los egipcios? Johann Wolfang von Goethe (1749-1832), devoto admirador de Winckelmann, a principios del siglo XIX, añadió: «La explicación de los jeroglíficos en nuestra época es un intento vano, y un modo de ponerse en ridículo». Pocos años después de esta afirmación, en 1822, JeanFrançois Champollion (1790-1832) «simplemente» leyó:

(1) njsut, el rey del Alto Egipto,

(2) bjtj rey del Bajo Egipto,

(3) nb, Señor,

(4) tui, de los Dos Reinos.

¿Qué había cambiado? Para Champollion, tan importante como descifrar el egipcio antiguo fue afirmar vigorosa y repetidamente que el arte egipcio había de ser considerado de manera autónoma y no inferior a las obras griegas. En otras palabras, Champollion fue uno de los primeros eruditos que se esforzó en entender la cultura egipcia «desde dentro» y «por sí misma». A diferencia de otros eruditos que lo habían intentado antes de él, Champollion se dedicó exclusivamente a la cultura egipcia, sin alternar esta pasión con otros campos de estudio. Y sin desmerecer a Champollion, también ayudó el interés de los soldados que hallaron la Piedra Rosseta, en 1799, durante la expedición de Napoleón Bonaparte (1769-1821) a Egipto. Aquellos soldados tenían ordenes de fortalecer unas defensas y se limitaban a apilar losas; muy bien podían haber tratado a esta piedra como otra más. Pero el creciente interés por las antigüedades de su época hizo que aquella piedra con extraños signos grabados en ella les llamara la atención y la salvaran de la destrucción.

Tenían razón, la Piedra Rosseta era la clave que faltaba para que alguien como Champollion pudiera unir las piedras del rompecabezas. La primera sección de esta piedra contiene jeroglíficos, la sección central está escrita en egipcio demótico y la última sección contiene el mismo texto traducido al griego. Lo curioso del caso es que en tiempos de los primeros emperadores de Roma, se podía haber escrito un simple diccionario de antiguo egipcio y latín, o mucho antes, en griego, acompañado de una sucinta gramática. Pero nadie sintió el interés de hacerlo… Quizá, el interés, y no la experiencia, es la madre de la ciencia.

Civilizaciones, ¿antiguas o modernas?

El mismo hombre que descubrió la ciudad de Troya, en la costa de la actual Turquía, desenterró Micenas, sede de la civilización micénica en la Grecia continental y el mito del rey Agamenón, padre de Electra. Este arqueólogo, poco antes de morir, señaló, además, la dirección donde había que comenzar a excavar para descubrir el palacio de Cnosos, sede del mito del rey Minos y el Minotauro, en la isla de Creta. Al principio todo el mundo pensaba que estaba loco. Él, sin embargo, creía en los antiguos mitos griegos a pies juntillas. Su principal mérito fue interesarse en las fuentes documentales por sí mismas, sin guiarse por los prejuicios acumulados durante siglos de ignorancia. Sin duda, algunas de sus primeras interpretaciones, una vez desenterradas Troya y Micenas, fueron inexactas, pero sin su fe ciega en estas ruinas, probablemente seguiríamos ignorando su existencia. Este visionario se llamaba Heinrich Schliemann (1822-1890) y el arqueólogo que recogió el relevo en Creta, sir Arthur Evans (1851-1941). Entre los dos, resucitaron el contexto histórico de los mitos griegos. Sus descubrimientos, ¿forman parte de la historia antigua o contemporánea? Sir Moses I. Finley (1912-1986), uno de los helenistas más eminentes del pasado siglo, escribió a este respecto:

La arqueología contemporánea constituye una técnica sumamente refinada y profesionalizada. El fechado a base del carbono 14 y similares procedimientos producirán un día evidencias de una firmeza inimaginada en el mundo de Tucídides. Sin embargo, cometeríamos un gran error si explicásemos nuestro superior conocimiento de Micenas en razón sólo de los avances científicos. Desde el punto de vista técnico, poco es lo que Schliemann o sir Arthur Evans tenían a su disposición que no poseyese ya un ateniense del siglo V. Los antiguos helenos ya tenían la mano de obra y dominaban las técnicas que les hubieran permitido desenterrar las Tumbas de la Flecha en Micenas y el Palacio de Cnosos, y eran lo suficientemente sagaces para relacionar aquellas piedras enterradas con los mitos de Agamenón y de Minos respectivamente. Lo que faltaba era el interés: tal es el enorme abismo que se abre entre su civilización y la nuestra, entre su visión del pasado y de la contemporaneidad. […] Otra vez vemos, pues, que ni la técnica ni la inteligencia son criterios útiles; sólo el cambio de interés explica la diferencia.

El fantasma de Troya

Troya es uno de los mayores enigmas de la historia universal, pero no fue hasta finales del siglo XIX cuando Heinrich Schliemann (1822-1890) desenterró sus ruinas. Más asombroso que el descubrimiento fue el motivo que permitió a Schliemann realizarlo: no dudar de que los mitos griegos se basaban en una realidad histórica.

A pesar del hallazgo, sin embargo, la resolución pormenorizada del enigma sigue planteando grandes sombras. Entre ellas, las distintas versiones de lo ocurrido, ya que, además de Homero (siglo VIII a.C.), otros autores escribieron sobre el mismo mito. Antes de responder a la pregunta «¿existió realmente la guerra de Troya?» es preciso aclarar «¿a qué versión de la guerra de Troya nos referimos?»… Para ser exactos, los poemas de Homero se centran sólo en una parte de la historia. El resto se halla repartido en distintos escritos, y, como suele suceder en estos casos, las diferentes versiones raramente coinciden. Eurípides (480-406 a.C.), uno de los padres de la tragedia griega, en su Helena nos dice que Paris se fue a Troya sólo con el fantasma de Helena. La verdadera princesa se quedó en Egipto. Durante todo el tiempo que duró el conflicto, Helena residió cómodamente en la corte del rey Proteo, quien, por artes mágicas, había creado su doble. Proteo también era un dios capaz de metamorfosearse en cualquier forma que desease, incluidos el agua o el fuego. Menealo, el esposo de Helena, cuando no la encontró en Troya, tuvo que viajar hasta Egipto y luchar contra Proteo. Únicamente después de muchas transformaciones, le venció y pudo recuperar a su esposa, pero… ¿lo hizo? ¿Cómo podía estar seguro de que no se llevaba consigo otro fantasma?

Un mito con truco

Como Proteo, la tierra de los faraones ha adoptado toda clase de formas irreales, o cuando menos «controvertidas». Cada generación de descubridores de Egipto se ha llevado a su casa su propio fantasma. Ya en la primera literatura griega, los egipcios habían sido los primeros en inventar prácticamente todo: el calendario, los ritos, las procesiones, los festivales, las ofrendas, la adivinación, la escritura, la medicina, la alimentación sana, el arte. La tradición mandaba que todo filósofo digno de llamarse así hubiera viajado a Egipto y estado en contacto con sus sacerdotes. No es extraño, pues, que Platón (ca. 427-347 a.C.) pusiera el mito de la Atlántida en boca de un viejo sacerdote egipcio. El verdadero propósito, sin embargo, no era ensalzar la superioridad de los egipcios sino la de Atenas, la ciudad donde había nacido el famoso filósofo griego. De hecho, mediante una sutileza genial, lo que se propone Platón es atribuir a los griegos todos los méritos que éstos habían reconocido en los egipcios. La delicadeza de la maniobra merece la cita completa:

La raza mejor y más bella de entre los hombres nació en vuestra región (recordemos, estas palabras las dice un sacerdote egipcio y las escucha Platón), de la que tú y toda la ciudad vuestra descendéis ahora, al quedar una vez un poco de simiente. Lo habéis olvidado porque los que sobrevivieron ignoraron la escritura durante muchas generaciones. En efecto, antes de la gran destrucción por el agua, la que es ahora la ciudad de los atenienses era la mejor en la guerra y la más absolutamente obediente de las leyes. Cuentan que tuvieron lugar las hazañas más hermosas y que dio la mejor organización social política de todas cuantas hemos recibido noticias bajo el cielo (Timeo, 23 c).

Más misterioso que la Atlántida, y real

Platón (ca. 427-347 a.C.) habló de una región maravillosa que, en su época, había desaparecido y, sin embargo, el filósofo creía firmemente que no era una mera fábula sino un lugar real. Existen bastantes probabilidades de que tuviera razón…

Las llanuras que hoy en día se llaman campos de Feleo [lugar del Ática donde nació Platón] tenían un suelo muy fértil, sobre todo en las montañas había extensos bosques de los que aún quedan actualmente huellas visibles. Pues bien, entre estas montañas que ya no pueden alimentar más que a las abejas hay algunas en la que no hace aún mucho tiempo se talaron árboles para techar grandes edificios cuyas vigas aún están de pie. Había también multitud de altos árboles cultivados, y la tierra brindaba a los rebaños unos pastos inagotables. El agua fecundante de Zeus que caía cada año sobre ella no discurría en vano, como actualmente, para perderse en el mar desde la tierra estéril: la tierra tenía agua en sus entrañas, recibía del cielo una cantidad suficiente para empaparla y además conducía y desviaba por sus anfractuosidades el agua que caía en los lugares elevados, de suerte que por doquier fluían los generosos caudales de las fuentes y los ríos. Respecto de todos estos hechos, los santuarios que subsisten en nuestros días en honor de las antiguas fuentes son un testimonio fehaciente de que esto que acabamos de contar es verídico. […] Nuestra tierra ha venido a ser, en comparación con lo que era entonces, como el esqueleto de un cuerpo descarnado por enfermedad. Las partes grasas y blandas de la tierra han desaparecido y no queda más que el espinazo desnudo de la región.

¿Qué diría hoy en día Platón?

La moral práctica

Reflexionando sobre la Antigüedad, Nicolas Chamfort (1741-1794), lúcido moralista francés, escribió:

Lo que me admira de los filósofos antiguos es el deseo de conformar sus costumbres a sus escritos: es lo que se observa en Platón, Teofrasto y varios otros. Hasta tal extremo la moral práctica constituía la parte esencial de su filosofía, que muchos fueron situados a la cabeza de escuelas, sin haber escrito nada: tal fue el caso de Jenócrates, Polemón, Heusipo, etc. Sócrates, sin haber producido una sola obra ni haber estudiado otra ciencia que la moral, no por ello dejó de ser el primer filósofo de su siglo [la cursiva es nuestra].

El fin de la memoria

Platón (ca. 427-347 a.C.) fue discípulo de uno de los últimos pensadores que no necesitó escribir ni leer para ser «culto»: Sócrates (ca. 470-399). Para explicar la razón de su decisión, como en el caso de la Atlántida, el filósofo griego recurrió una vez más a Egipto. En su obra Fedro, Sócrates nos cuenta una leyenda en torno a Tot, el dios egipcio que inventó la escritura, y cómo se había equivocado al juzgar las consecuencias de su invento:

Este descubrimiento tuyo creará una tendencia al olvido en el alma del que aprende, pues no usará la memoria; confiará en los caracteres escritos externos y no recordará por sí mismo. Lo que has descubierto no es una ayuda para la memoria, sino para el recuerdo, y no le das a tus discípulos la verdad, sino una representación de la verdad; oirán muchas cosas y no aprenderán nada; parecerán omniscientes y no sabrán nada; serán una compañía aburrida que aparenta sabiduría sin que ésta sea real (Fedro 274a-275b).

Por esta razón, Platón instaba a todos sus discípulos a escribir lo dicho en el alma y no en los libros. De hecho, el maestro distinguía entre su doctrina escrita, la exotérica, y la oral, o esotérica, reservada sólo a unos pocos. Al final de su vida, en la llamada Segunda Carta, escribió a un amigo: «[…] yo, jamás he escrito nada sobre esto; ni hay ni habrá escritos de Platón. Lo que ahora se llama así, lo es de Sócrates, de sus tiempos de belleza y juventud. Vale, y obedece: una vez que leas esta carta, quémala».

Además de Sócrates, tampoco escribieron Buda (ca. 560480 a.C.), Jesús (ca. 4 antes de él mismo y 30 años más tarde), ni tan siquiera Mahoma (570-632). Tampoco lo hicieron los druidas, a pesar de la presión romana por «latinizarlos». Con ellos, tal vez se debería poner fin a la protohistoria, la época de las grandes tradiciones orales de la Humanidad. Pueden parecer cuentos, pero no olvidemos que las principales religiones y escuelas filosóficas se cocieron precisamente al calor de esos cuentos.