Capítulo 2

El pecado original

A los siete años del suceso, el suceso ya es otro.

JEAN-PAUL SARTRE

Aunque la mayor parte de los diplomáticos de la época consideraban el país como una creación artificial, Bélgica era celebrada públicamente como una lección para Europa, una isla de felicidad y de progreso, un oasis de estabilidad donde florecía el bienestar económico y social. Sin embargo, las cosas no debían ser fáciles en el nuevo reino cuando era el primer rey de los belgas quien, en enero de 1864, escribía a su hija: «Los partidos aquí son de una extrema violencia y de un odio que no te puedes hacer ni idea».1 En 1859 su jefe de gabinete, Jules Van Praet, recibía estas palabras de puño y letra del monarca: «Bélgica no tiene nacionalidad y, visto el carácter de sus habitantes, nunca podrá tenerla. De hecho, Bélgica no tiene ninguna razón política de existir». Leopoldo I, rey luterano en un país católico, cree que el país desaparecerá a su muerte porque sus súbditos «sólo se quedarán tranquilos cuando hayan destruido su propia existencia política».2 ¿Premonición?

Bélgica independiente (1830)

Por entonces Bélgica era un país rural: tres millones de habitantes vivían en el campo y 750.000 en las ciudades. La esperanza de vida no superaba los cincuenta años y los campesinos sobrevivían a base de potajes, pan negro, patatas y endivias. Pero el país disponía del petróleo de la época —carbón y hierro—, así que las cosas mejoraron muy pronto. Bélgica fue de las primeras naciones en hacer su revolución industrial, y durante algún tiempo llegó a ser —¡sorpréndanse!— la segunda potencia industrial del mundo, tras Inglaterra. El país también se convirtió en el segundo productor mundial de acero y carbón. El centro de poder industrial del país se encontraba en Valonia, donde ya existía una antigua tradición metalúrgica y de extracción y donde el francés se imponía con facilidad debido a su proximidad con los dialectos locales. Por su parte, Flandes tenía una economía agrícola de subsistencia: su prestigiosa industria textil nunca se había mecanizado. Había hambre y abundaba el desempleo. Como consecuencia, muchos flamencos emigraron a Valonia, donde se afrancesaron en sólo una generación. Esto explica el amplio número de apellidos flamencos en la parte francófona de Bélgica.

A Leopoldo I le sucedió su hijo Leopoldo II. Cuando éste subió al trono tenía apenas más años que su reino, pero fue el primer rey nacido belga. Y sería un rey ambicioso para tan pequeño Estado. Mucho más que su pueblo, lo que le llevaría a exclamar aquello de que «No hay pequeños Estados, hay espíritus pequeños».3 Lo primero que hizo fue transformar para siempre Bruselas, la capital. Construyó de su propio bolsillo las arcadas del parque del cincuentenario, amplió el Palacio de Laeken con sus famosos invernaderos, creó parques públicos (Leopold, Josaphat, Forest), levantó un Palacio de Justicia descomunal y la enorme basílica art déco del Sagrado Corazón (La basilique de / de basiliek van Koekelberg), monumentos que aún hoy parecen tener un tamaño desproporcionado. Se trajo el pabellón chino y la torre japonesa de la exposición de París (1900), inventó la primera «autopista» del mundo (la ruta real sobre la costa belga, de 66 km), y sobre todo elevó a Bélgica a rango de potencia colonial con el Congo. Al principio fue una posesión personal exclusiva del rey, como lo habían decidido las grandes potencias en 1885 en la Conferencia de Berlín. En el país africano sólo queda de este período «leopoldiano» el francés4 y el recuerdo de un modelo administrativo autoritario que ha recibido muchas críticas por inhumano (manos cortadas como castigo). También es cierto que gracias al rey belga se puso fin al mercado de esclavos que imperaba al norte del Congo. Cuando en 1908 pasó a ser oficialmente una colonia belga, la coexistencia entre blancos y negros era, como en todas las colonias de la época, una especie de apartheid, apenas suavizado en este caso por la presencia de misiones cristianas.

Como su padre, el concepto que tiene Leopoldo II de sus súbditos belgas es inapelable: «Los peores enemigos de Bélgica son los propios belgas».5 Pero lo cierto es que con una industria fuerte, una colonia que superaba en ochenta veces su tamaño, y rico en materias primas, el país parecía volar. Era el éxito de una Bélgica francófona. Francófona sólo en apariencia.

Política de asimilación

El pecado original de Bélgica fue ser un Estado oficialmente unilingüe en sus comienzos, y por culpa de ello se ha pasado todo el siglo XX haciendo penitencia.

La primera Constitución belga había previsto un Estado unitario, pero no necesariamente con el francés como la única lengua oficial. En el artículo 23 se podía leer: «L’emploi des langues est facultatif en Belgique» [El empleo de las lenguas es opcional en Bélgica]. Pero en la práctica, visto que el francés era la lengua utilizada por las clases dominantes tanto en Flandes como en Valonia, esto se tradujo inmediatamente en su uso exclusivo como lengua oficial. Además, como el mismo artículo 23 ya mencionado de la Constitución proponía a continuación, el uso de la lengua era opcional pero podía ser regulado «por ley en lo referente a los actos oficiales y jurídicos». Efectivamente, una ley del 19 de septiembre de 1831 declaró el francés lengua oficial.

Los que tomaron la decisión consideraron que era una evidencia. Al enorme prestigio acumulado históricamente por esta lengua se añadía su reciente uso como vehículo de las ideas de la Europa de las luces. Enfrente, el neerlandés era el idioma del último invasor, y era percibido asimismo por el clero católico como un vector de expansión del calvinismo. En ese momento el francés representaba para las elites dirigentes un factor de unidad nacional y de independencia frente a los Países Bajos.

Semejante elección no generó problemas automáticamente. Durante apenas unos pocos años, justo al comienzo de la existencia de Bélgica, no se registran apenas querellas comunitarias. Serán los únicos.

Es cierto que la población flamenca sumaba el 55 % de la población y que la lengua de Molière no era minoritaria, pero para poder hacer frente al francés habría hecho falta un neerlandés más organizado, y Flandes presentaba el aspecto confuso de un marasmo de dialectos y lenguas locales: el flamenco occidental (west-vlaams), el flamenco, el brabanzón, el limburgués…

Charles-François Soudain de Niederwerth escribía por entonces: «Nadie nos convencerá de que una lengua que se ha detenido en el siglo XV conviene a la sociedad actual. Puede, si acaso, expresar sentimientos ingenuos, ideas primitivas, pintar imágenes simples y naturales […] puede aportar valores familiares, como el dialecto valón, servir para canciones o baladas […] destinadas a los teatros porque es un género que admite expresiones vulgares y triviales que el gusto y la conveniencia excluye de la literatura seria y de la buena sociedad; pero cuál será la insuficiencia de esta lengua cuando se trate […] de la explicación técnica de doctrinas, ciencias y diferentes artes complicadas repartidas hoy por el mundo».6

Un detalle importante: en el texto se da la misma categoría al flamenco que al valón porque no sólo en el norte, sino también en el sur de Bélgica el pueblo utilizaba lenguas locales como el valón, el francique rhéno-mosan (carolingio), el francique mosellan luxemburgés, el champenois, el lorrain o el gaumais.

Claro que el parecido de estas últimas con el francés otorgaba una ventaja de comprensión y aprendizaje de la lengua oficial que los flamencos no tenían. Por eso, con el tiempo, en el norte se irían dando cuenta de que la revolución belga les había privado de las ventajas lingüísticas que les habría dado la unión con Holanda, cuya lengua era de la misma familia que su moedertaal [lengua materna]. Si la reunión de los Países Bajos hubiera prevalecido se habría impulsado en Flandes la difusión del neerlandés escrito, única forma de hacer frente al francés. La creación de Bélgica retrasó esta evolución, y todavía a principios del siglo XX, en el campo, prácticamente nadie hablaba un neerlandés correcto en Flandes-Oeste o en la provincia de Limburgo. La educación no fue obligatoria hasta 1914, pero aun así el progreso de esta lengua fue lento, y todavía en nuestros días persisten fuertes dialectos locales. La prueba es que cualquiera que vea la televisión flamenca se dará cuenta de que a menudo se subtitula a muchos neerlandófonos para que el resto pueda entender algo… ¡leyendo!

El caso es que al día siguiente de la independencia todas las escuelas, los tribunales, las organizaciones gubernamentales y municipales, etcétera, utilizaban el francés en sus actas oficiales. Si la Constitución belga preveía un Estado central fuerte era para combatir los particularismos y reforzar la unidad del país. Las elites valonas y flamencas concebían la eliminación del neerlandés en Bélgica casi como una misión patriótica civilizadora, y ni el pueblo valón ni el flamenco tenían voz y voto en este asunto. Lo del voto, además, es literal, porque por aquel entonces sólo podían votar los que tenían dinero para pagar un determinado impuesto, lo que quiere decir que durante todo el siglo XIX sólo ejercían este derecho las clases acomodadas, que eran las que hablaban francés.

El primer ministro Charles Rogier escribía en una carta a lord Palmerston: «Los principios de una buena administración se basan en el empleo exclusivo de una lengua, y es evidente que la única lengua de los belgas debe ser el francés. Para llegar a este resultado es necesario que todas las funciones civiles y militares sean confiadas a valones y luxemburgueses; de esta manera, los flamencos, privados temporalmente de las ventajas ligadas a tales empleos, se verán obligados a aprender francés, y se destruirá así poco a poco el elemento germánico de Bélgica». Y el valón Raymond De Weerdt afirmaba en 1915: «Bélgica será latina o no será». Otro notable, el barón de Stockmar, próximo a Leopoldo I, consideraba que «extender el francés es robustecer la nación belga y consolidar la cohesión interna del país». La situación era tal que el gran líder del movimiento valón, Jules Destrée, llegó a reconocer la injusticia cometida hacia los flamencos en 1912 en una carta abierta al rey, titulada «Sobre la separación de Valonia y Flandes».

Así las cosas, la paz comunitaria de los primeros años de Bélgica no podía durar. Empezaron a surgir todo tipo de asociaciones, a veces de tendencia pro holandesa, que atacaban a los funcionarios unilingües francófonos o arrancaban los carteles en francés. La batalla de los flamencos por el reconocimiento de su lengua y su cultura iba tomando forma, lenta pero imparable. En 1840 ya podía hablarse de guerra lingüística en Bélgica. En 1845 las críticas se centraban sobre todo contra los flamencos francófonos, los llamados fransquillons, declarados «los mayores enemigos del pueblo flamenco». El primero que se dio cuenta de que había que uniformizar el empleo de la lengua flamenca fue Jean-François Willems (1793-1846), y en 1850 los flamencos adoptaron en su escritura la ortografía holandesa. Desde ese momento el flamenco escrito se convirtió oficialmente en neerlandés. El primer diccionario neerlandés, el Van Dale Groot woordenboek van de Nederlandse taal, es de 1864. Y el poeta Guido Gezelle proclama con pasión la superioridad del flamenco occidental para uniformizar la lengua.

El escritor flamenco Hippoliet Meert afirmaba en 1912 que «se ha intentando acabar con la nacionalidad flamenca […] para convertirnos en belgas, que no es otra cosa que una caricatura de los valones […] un crimen contra natura».

Hasta 1870, todos los juicios se celebraban en francés. El nacionalismo flamenco cuenta un caso que corre todavía de boca en boca. Dos neerlandófonos acusados de asesinato fueron guillotinados, y después una tercera persona confesó el crimen. La investigación posterior dedujo que los acusados no pudieron defenderse por no saber francés. Hasta el año 1873 no se permitió el uso del neerlandés junto al francés en los juicios en Flandes.

Por etapas sucesivas, los defensores de la lengua de Vondel7 conseguían imponer poco a poco el neerlandés en la vida oficial del país. En la década que siguió se hicieron cambios para permitir el uso de esta lengua en asuntos administrativos (1878) y en la educación secundaria (1883). En 1886, la moneda belga se acuñó con texto bilingüe. En 1898, tras ingentes manifestaciones del pueblo flamenco, la ley Vriendt-Coremans reconoció la validez de ambas lenguas en los documentos oficiales. En 1899 llegaron los sellos de correos bilingües. En 1921 la ley contempló la obligación de conocer el neerlandés —y el francés— para los funcionarios en Flandes.

El monolítico edificio de la Bélgica francófona se agrietó definitivamente cuando la mayoría flamenca pudo imponerse en las urnas. En 1893 se hicieron cambios en la Constitución belga para que todos los hombres pudieran votar, aunque los más ricos todavía podían hacerlo varias veces. Privilegio que conservaron hasta 1920, pero las mujeres no pudieron votar hasta 1948. Fue a partir de ese momento, con el sufragio universal, cuando la mayoría flamenca pudo por fin avanzar a paso firme para recuperar sus derechos.

Aún faltaba recorrer un largo camino para equiparar ambas lenguas. Haber estudiado en neerlandés o tener derecho a hablarlo durante un juicio no significaba, por ejemplo, que algún día se pudiera llegar a ser juez. La instrucción en neerlandés no era muy útil si luego no había universidades en esa lengua en las que obtener un título. Durante la Primera Guerra Mundial los alemanes, tras invadir Bélgica, permitieron que la Universidad de Gante diera clases por primera vez en la lengua de Flandes. El gobierno belga no autorizó hasta 1930 lo mismo que los alemanes ya habían permitido.

Entre 1932 y 1935 se tomó una decisión clave para el futuro de Bélgica: los flamencos se mostraron dispuestos a aceptar el bilingüismo en todo el país, pero los valones lo rechazaron porque vieron en ello una ventaja para los flamencos, que ocuparían más fácilmente puestos oficiales en la misma Valonia. Sin que a cambio los valones pudieran ocupar puestos en Flandes porque desconocían el neerlandés. Además, dada la inmigración flamenca a localidades con minería y siderurgia como Charleroi, se preguntaban si sus ciudades no se acabarían convirtiendo en neerlandófonas gracias al bilingüismo nacional.

El no francófono sentó las bases de lo que sería la frontera lingüística con dos regiones monolingües —Flandes y Valonia— con Bruselas en medio: un país con dos lenguas, pero no bilingüe. Los derechos lingüísticos no quedaban ligados al individuo sino al territorio. Éste es el origen de los graves problemas comunitarios que afronta hoy Bélgica, setenta y cinco años más tarde. Problemas que quizá no hubieran existido en una Bélgica realmente bilingüe.

El movimiento valón

La fuerza del movimiento flamenco provocó una reacción en Valonia. El texto fundador del movimiento valón fue la famosa carta abierta de Jules Destrée en 1912 al rey titulada «Sobre la separación de Valonia y Flandes». Algunas de sus frases se han hecho célebres: «Déjeme decirle la verdad, la grande y horrible verdad: no hay belgas, sino valones y flamencos […]. Majestad, usted reina sobre dos pueblos».

Albert Mockel lanzó en abril de 1897, en un artículo publicado en Le Mercure de France, la fórmula «Valonia para los valones, Flandes para los flamencos y Bruselas para los belgas» (La Wallonie aux Wallons, la Flandre aux Flamands et Bruxelles aux Belges).

El movimiento valón intentó también promover una literatura en valón, no en francés. Pero a pesar de algunos ejemplos, el francés se apropió rápidamente sin mucha resistencia del carácter valón. El valón y el francés se vivían como lenguas compatibles. En 1902 apareció el catecismo valón de Albert du Bois, que afirmaba la identidad francesa de Valonia. Y si alguna vez se llegó a pedir que se reconociera el valón igual que el flamenco, era sólo porque los valones se sentían excluidos de los empleos públicos en Flandes con el bilingüismo, y de esta forma estaban seguros de poder excluir a su vez a los flamencos en Valonia. Pero no habría funcionado, por el sencillo hecho de que el valón ha ido perdiendo día a día más terreno en su propia región.

El parecido entre el valón y el francés, dos lenguas de la misma rama, tiene la culpa. «Hola» se dice bondjoû en valón, bonjour en francés. «Adiós» es arvèy en valón, au revoir en francés. Podemos comparar también ambas lenguas en un poema del escritor valón Willy Bal8 que empieza así:

La Lys! Lès-awènes froncheneut au vint dou Sud,

lès tchans d’lin.

En francés sería:

La Lys! Les avoines ondulent au vent du Sud,

les champs de lin.9

El parecido es aún mayor hablado que escrito.

El componente lingüístico no ha tenido un peso definitivo en el movimiento valón. Sin embargo, en Flandes la connotación cultural tenía más peso, mientras que el componente social, con ser importante, pasaba a un segundo plano. En Valonia no. A pesar de que los neerlandófonos se reivindicaban frente a una burguesía francófona que impedía su ascenso social, la connotación cultural era tan importante en el norte del país que se confundía a todos los francófonos con el «enemigo», incluidos los mismos obreros valones explotados por esa misma burguesía.

Contrariamente al movimiento flamenco, que había conseguido galvanizar amplias capas sociales con el apoyo del bajo clero, el movimiento valón no deja de ser un movimiento minoritario con base sobre todo en las regiones obreras y sin impacto alguno en el campo. Los wallingants nunca igualaron en este sentido a los flamingants. Me explico: el equivalente de un nacionalista flamenco, un flamingant, sería wallingant en Valonia. Pero debido a su escasa importancia, el término se utiliza poco. Por el contrario, entre los francófonos es más común encontrar un belgicain, un nacionalista de Bélgica.

El fin de la neutralidad belga

Las potencias que accedieron a la creación de Bélgica en la Conferencia de Londres habían dado un sentido a la existencia de este pequeño país: ser un Estado neutral; un estado-tampón que dificultara la guerra entre franceses, británicos y, con el tiempo, que contuviera igualmente a los alemanes. Bélgica se había entregado con devoción a su misión, pero las dos guerras mundiales que conoció la primera mitad del siglo XX la dejaron obsoleta.

En 1914, en aplicación del plan Schlieffen, Alemania, convencida de que enseguida podría atacar a Francia desde el norte, invadió el pequeño reino de los belgas. Contrariamente a lo que se esperaban los militares alemanes, los belgas resistieron duramente, y en algunos momentos de los primeros días de la invasión su ejército se vio incluso obligado a retroceder. Se necesitaron quince días y cien mil hombres para reducir las fortificaciones de Lieja. El ejército belga, liderado por el rey Alberto I, finalmente se vio obligado a retirarse, aunque en septiembre contraatacó en Amberes. Tanta resistencia entorpeció los planes de los alemanes, cuyo objetivo era atravesar en apenas unos días el territorio para atacar a Francia. París ganó de esta forma un tiempo valioso para movilizar sus tropas. En su avance entre agosto y septiembre, los alemanes causaron numerosos destrozos y atrocidades, como en la ciudad de Lovaina.

Bélgica terminó ocupada, y el gobierno belga se exilió y refugió en Sainte-Adresse, en El Havre. A instancias de la metrópoli, el ejército colonial del Congo declaró la guerra a Alemania y atacó sus colonias de Camerún y África Oriental. Después de la guerra, Bélgica obtuvo de la Sociedad de Naciones la tutela sobre Ruanda y Burundi. También, como compensación a la invasión alemana, el Tratado de Versalles (1919) hizo belgas las ciudades alemanas de Eupen, Malmedy, Saint-Vith et Moresnet, con una población total de sesenta y tres mil habitantes. Desde entonces, la lengua alemana forma parte del patrimonio lingüístico belga.10

En esta época surge uno de los mitos orales más repetidos por el nacionalismo flamenco según el cual durante la Gran Guerra los oficiales belgas daban órdenes en francés a sus soldados neerlandófonos, que luego se hacían masacrar al no haber entendido una palabra.

Al día siguiente de la victoria sobre Alemania, Bélgica concluyó un acuerdo de asistencia militar con Francia que suponía el fin de su neutralidad, pero Bruselas lo rompió en 1936. Mal momento para recuperar la neutralidad. La Segunda Guerra Mundial estaba a la vuelta de la esquina y en 1940 Bélgica iba a ser nuevamente ocupada por Alemania. Hitler engañaría a los aliados imitando el plan alemán de 1914 para terminar encerrándolos en la bolsa de Dunkerque al atacar principalmente por detrás como un blitzkrieg, o guerra relámpago, atravesando las Ardenas belgas, consideradas hasta entonces intransitables para los carros de combate.

En cuanto a las colonias belgas, como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, el Congo se desligó por completo del gobierno de ocupación y proporcionó materias primas y recursos materiales a los aliados, y en concreto el uranio con el que se construyeron las bombas atómicas que pondrían fin a la Segunda Guerra Mundial.

¿Por qué rompió Bélgica poco antes de la guerra su alianza militar con Francia? Por un lado, entre los valones se había ido imponiendo poco a poco en la democracia cristiana y en el Partido Obrero Belga el pacifismo de entreguerras. Por otro, los flamencos, al grito de «Los van Frankrijk!» [¡Desprendámonos de Francia!], eran sistemáticamente hostiles al vecino galo. Y ahora tenían una influencia directa en el curso de los acontecimientos gracias al sufragio universal. Sorprendentemente, el general Van Overstraeten, consejero militar del rey, no tuvo mejor idea que… ¡desplegar dos tercios del total del ejército belga frente a la frontera francesa en 1939! Como si el enemigo viniera de París.

Fue un último esfuerzo por recuperar una neutralidad caduca, con la diferencia de que esta vez no había sido impuesta, sino libremente elegida. Después de 1945 Bélgica ya no tuvo elección. Con el celo de los convertidos, este país buscó una nueva razón de ser en el compromiso multinacional con el ingreso en la Alianza Atlántica y la construcción europea. Las disputas internas que iba a vivir en la segunda mitad del siglo XX llevarían al pequeño reino de los belgas a mantener una política extranjera y de defensa de perfil bajo pero siempre alineadas dentro del marco de grandes organizaciones internacionales que a partir de ese momento garantizaban su estabilidad y su nueva razón de existir. Pero eso fue mucho después. Antes, la Segunda Guerra Mundial rompió como nunca el alma belga en dos.

El colaboracionismo flamenco

Después de librar combate contra un enemigo muy superior durante dieciocho días en la batalla de Lys, el rey Leopoldo III decidió capitular. Sin embargo, parece que los regimientos flamencos no se batieron con la misma convicción que los valones. Unos y otros eran fáciles de distinguir porque en 1938 el ejército ya había sido escindido lingüísticamente y los neerlandófonos se entregaban más fácilmente al enemigo11 o desertaban. Los historiadores militares miden la combatividad de las tropas en razón del número de muertos y heridos; así, el 51,3 % de los soldados muertos fueron valones, el 39,9 % flamencos y el 8,8 % de Bruselas. Las diferencias son incluso mayores si se tiene en cuenta que la población valona representaba entonces poco más de un tercio de la población total12 y que los flamencos eran mayoritarios. El doctor Gebhardt, general de las SS y médico personal de Hitler, declaró el 4 de junio de 1940 al consejero militar del rey que «si sólo hubiese habido flamencos en el ejército habríamos entrado en Bélgica sin disparar un solo tiro».13

El gobierno belga no estaba de acuerdo con la capitulación y se exilió a Londres, manteniendo de este modo a Bélgica en el mando aliado. Es lo mismo que haría De Gaulle más tarde con Francia. No lo hizo así el rey. En Londres y en París, esta decisión del monarca se consideró como una traición; hubieran preferido que se hubiera marchado a la capital británica para dirigir la resistencia desde el exilio, como ya habían hecho los monarcas de Holanda y Noruega.14 Pero Leopoldo III creía que una rendición sólo le afectaría en su condición de líder supremo del ejército y no como jefe del Estado belga, por lo que decidió permanecer en Bélgica. Estuvo cinco años prácticamente en arresto domiciliario, aunque fuera en palacio, pero sus relaciones con Hitler eran percibidas como ambiguas. El 19 de noviembre de 1941 se entrevistó con el Führer en Berchtesgaden, el famoso Nido del Águila, visita que después fue duramente criticada. 15 Él se defendió asegurando que sólo intercedía a favor de su país, pero el mal estaba hecho. Un apretón de manos fue el mejor símbolo de la colaboración. Además, aunque se negó a ejercer funciones oficiales, el rey Leopoldo III sí estuvo en contacto con los secretarios generales y burócratas del gobierno de ocupación. Así que siempre queda un margen para la duda respecto a su colaboración con el ocupante.

Al inicio de la ocupación, la opinión pública tendía a apoyar al rey frente al gobierno en el exilio, pero a lo largo de la guerra la monarquía perdió popularidad en Valonia y en Bruselas, y la ganaba en Flandes, donde el VNV (Vlaamsch-Nationaal-Verbond, nacionalistas flamencos próximos al fascismo de Joris Van Severen) crecía cada día. El nacionalismo flamenco vio en la colaboración una herramienta para avanzar en sus objetivos políticos, y los alemanes hicieron mucho por beneficiar la causa neerlandófona. Así, la mayoría de los prisioneros belgas valones permanecieron encarcelados hasta el fin de la guerra, mientras que los prisioneros belgas flamencos fueron liberados. Al haberse quedado en Bélgica, el rey parecía participar del colaboracionismo que se extendía en Flandes.

El partido nazi era racista y consideraba inevitablemente a los flamencos como un pueblo hermano germánico apenas inferior a la raza alemana. El Tercer Reich tenía el objetivo adicional de «arianizar» los territorios belgas. El 14 de julio de 1940, el OKH, el Alto Estado Mayor alemán, daba a conocer las instrucciones de Hitler: «El Führer no ha tomado aún una decisión definitiva sobre el futuro del Estado belga. Desea mientras tanto que se favorezca de todos los modos posibles a los flamencos, incluyendo el retorno de los prisioneros de guerra flamencos a sus casas. A los valones no hay que concederles ningún privilegio».16 El 20 de mayo el Völkischer Beobachter, diario oficial del partido nazi, señalaba que «los habitantes de Amberes no manifiestan traza alguna de odio contra Alemania».17 El 23 de mayo, el OKH ordenó que no se bombardearan las ciudades flamencas.

El movimiento flamenco vio una oportunidad de desarrollarse gracias a la Flamenpolitik [política para Flandes] del ocupante, y por eso el colaboracionismo fue principalmente flamenco. En la ciudad de Amberes, fue la misma policía de la ciudad quien llevó a cabo la detención de los judíos para su deportación. Por el contrario, la resistencia fue sobre todo valona, con siete veces más sabotajes en esta región que en Flandes. El resentimiento de los valones se manifestó claramente tras la guerra en los duros castigos aplicados a los colaboradores flamencos, lo que alimentó a su vez aún más el resentimiento de éstos, ya que se consideraron perseguidos.

Es justo recordar que en Valonia también existió el colaboracionismo. Si no las SS no habrían podido formar una división de quince mil voluntarios para luchar en el frente ruso (veinticinco mil voluntarios en Flandes). El fascismo valón también existió encarnado por el «rexismo» de Léon Degrelle.18

Sea como fuere, la ocupación nazi llevó al extremo la división entre valones y flamencos causando un dolor que aún persiste y que en aquellos momentos pasaba por la figura del rey. Tras la guerra, esta situación sería el origen de la llamada «cuestión real», el único momento en el que las diferencias entre valones y flamencos estuvieron a punto de convertirse en un conflicto violento.

La cuestión real

En junio de 1944, tras el inicio del desembarco de Normandía, el rey Leopoldo y su familia fueron trasladados por orden expresa de Hitler a una fortaleza en Alemania, y luego a Austria, donde en abril de 1945 fue liberado por el ejército de Estados Unidos. Tan caldeados estaban los ánimos en Bélgica que los norteamericanos no se atrevieron a permitir su regreso para evitar desórdenes. Para colmo, el pueblo, siempre sensible a los asuntos del corazón, se enteró de que en 1941 Leopoldo III se había casado en secreto con Lilian Baels, en plena ocupación enemiga y cuando aún no se había borrado el recuerdo de la difunta y querida reina Astrid,19 y esto hizo caer aún más su popularidad en el sur del país. En Flandes, sin embargo, sí apreciaban el papel del rey durante la ocupación.

Leopoldo III se instaló en Suiza a esperar, pero sin abdicar. La tensión entre flamencos y valones no bajaba de tono, así que se pensó en zanjar la situación con un referéndum. En 1950 el 57,68 % estuvo de acuerdo con su regreso, pero en vez de calmarse, los ánimos se encresparon más aún al conocerse la diferencia de resultados entre el norte y el sur del país. En Flandes una abrumadora mayoría, hasta del 72 %, era favorable al regreso del monarca, pero en Valonia la oposición superaba el 58 %. También Bruselas se oponía al regreso de Leopoldo III, aunque por un porcentaje muy ajustado. Los francófonos, por tanto, dijeron no, pero no tuvieron más remedio que inclinarse ante la mayoría flamenca. El rey fue llamado para ocupar el trono en junio de 1950. Era el comienzo de la insurrección valona.

Por una vez, hubo violencia grave en el conflicto entre francófonos y flamencos, con muertos incluidos. Desde la misma llegada de Leopoldo III se sucedieron las manifestaciones, las huelgas, las ceremonias frente a monumentos de mártires de la resistencia, y un centenar de atentados con explosivos destrozaron vías de tren y estaciones eléctricas. El 26 de julio de 1950 se convocó una huelga general violenta, y la tensión alcanzó su punto más alto cuando el 30 de julio tres hombres fueron abatidos por la gendarmería en una barriada de Lieja. Un cuarto individuo murió a consecuencia de las heridas recibidas. Socialistas, comunistas y los opositores al rey del movimiento valón convocaron una marcha sobre Bruselas como reacción. En Lieja se empezó a formar un gobierno valón separatista. El colaboracionismo, sumado al problema lingüístico, había demostrado ser un cóctel incontrolable. Hacía falta una salida, y pronto, pues el país podía deslizarse hacia la guerra civil. Al menos eso pensaba Leopoldo III, quien para evitarla optó por abdicar en su hijo Balduino el 16 de julio de 1951, cuando éste alcanzaba la mayoría de edad.

Estos acontecimientos marcaron profundamente la sociedad belga. Neerlandófonos y francófonos tuvieron conciencia clara por primera vez de que sus opiniones públicas eran completamente divergentes. Y aunque los flamencos constataron también que podían imponerse gracias a su mayoría, se dieron cuenta de que los valones no lo permitirían nunca. Para ellos constituía una negación de la democracia, y el movimiento flamenco se radicalizó.

En Valonia fue el movimiento obrero el que se radicalizó, reclamando mecanismos que evitaran la imposición de la mayoría flamenca. Para ellos, el respeto de las minorías era también un principio respetable de un sistema democrático. Así que para conseguirlo pidieron más autonomía, de forma que ésta funcionase como mecanismo de protección. La regionalización y la frontera lingüística se concibieron en Valonia como un blindaje contra la mayoría.

Curiosamente, en la posguerra los monárquicos eran los flamencos, hoy los valones. Y los autonomistas de entonces eran sobre todo los valones, hoy los flamencos.

La fractura entre laicos y religiosos

En 1958 tuvo lugar la exposición mundial de Bruselas, escaparate internacional que camufló con su Atomium y su aire innovador las profundas contradicciones del modelo belga. Porque la sociedad se pasó la década de los cincuenta enfrascada en la segunda gran división del país, la que tradicionalmente ha separado católicos y laicos. Normalmente se suele decir que si la fractura lingüística belga es horizontal, la religiosa es vertical. Es decir, que divide también a flamencos y valones. Pero con los años este asunto se tiñó de un carácter comunitario. En el norte, los flamencos vivían en un mundo más rural, pegado a la iglesia de su pueblo y a las tradiciones católicas de los campesinos. Tras la guerra el Partido Católico, CVP (Christelijke Volkspartij), tenía prácticamente el monopolio del movimiento flamenco.20 En el sur, que había conocido el huracán de la revolución industrial, las masas de obreros sindicados vivían con más pasión el laicismo marxista. El conflicto más representativo entre ambos grupos, la guerra escolar, ya había estallado en el siglo XIX entre 1870 y 1880 y ahora volvería a hacerlo entre 1954 y 1958. El litigio concreto, en los años cincuenta, radicaba en la existencia de dos redes escolares, la católica y la encabezada por el librepensamiento representada por los partidos liberales y socialistas. Los flamencos favorecían más la primera y los valones más la segunda, por lo que fue necesario llegar a un compromiso para evitar una nueva crisis. Esta vez la paz social se pagó con dinero público, algo que a partir de entonces se repitió constantemente en los futuros «compromisos a la belga». Así, la ley de 1959 garantizó la libre elección de enseñanza contando ambas educaciones con subvenciones del Estado, fuera religiosa o no, pública o privada. Y esta situación perdura hasta nuestros días.

Esta división entre religiosos y laicos es típica de Bélgica. En neerlandés hay una palabra especial para referirse a ella: verzuiling. Un zuil es un pilar, una columna. Católicos y no católicos conviven uno al lado del otro como dos columnas sin tocarse nunca. El bloque católico tiene su partido católico, su sindicato católico, su enseñanza católica, sus hospitales, su fondo mutual, su universidad, sus campamentos de vacaciones, sus periódicos… Lo mismo en el bloque socialista o liberal. En teoría un católico podía vivir, estudiar, trabajar… sin encontrar un librepensador. Esta situación se ha diluido algo en nuestros días, pero no ha desaparecido.

La famosa «frontera lingüística»

El Congo consiguió la independencia en 1960. Hasta ese año, los noticieros en las salas de cine de las ciudades flamencas eran en francés.21 A partir de los años sesenta las querellas comunitarias volvieron a envenenar rápidamente la vida política toda vez que el movimiento flamenco incorporó rápidamente el autonomismo valón superando cada vez más los límites de un simple movimiento reivindicativo cultural que tuvo en sus comienzos. Para los flamencos había un problema claro con la frontera lingüística decidida en los años treinta: no era fija, y eran los neerlandófonos quienes perdían terreno cada diez años. Con esa periodicidad se hacían nuevos censos de población, y si la mayoría hablaba otra lengua en una localidad concreta, la frontera se movía. Los hechos demostraban que alrededor de Bruselas el francés era la única lengua que crecía: era la llamada «mancha de aceite francófona». La solución, para los flamencos, era prohibir los censos y fijar de una vez por todas la frontera lingüística. Esta vez para siempre.

Un total de 278 alcaldes flamencos promovieron en 1961 la desobediencia civil al negarse a distribuir los formularios del censo lingüístico. Fue el primero de una larga serie de altercados, incluidas varias «marchas» flamencas sobre Bruselas, que desembocaron en el trazado definitivo de la frontera lingüística con la ley del 8 de noviembre de 1962. Se consagraba así el unilingüismo en Flandes y en Valonia, y el bilingüismo de la región de Bruselas capital. En ese momento, veinticuatro localidades valonas pasaron a Flandes (23.000 habitantes) y veinticinco flamencas a Valonia (87.000 habitantes). Además, se establecieron como excepciones las llamadas «facilidades lingüísticas» para otras veinticinco poblaciones en las que los francófonos en territorio flamenco, o en su caso los neerlandófonos en territorio francófono, pueden hacer uso de su lengua materna en todos los servicios oficiales de la otra comunidad lingüística.22 En la periferia de Bruselas concretamente se acordaron facilidades en seis comunas23 que desde entonces son el corazón del problema comunitario en la vida del país, porque los flamencos conciben estas facilidades como temporales y los francófonos no. De ellas hablaremos más detenidamente en el capítulo 3, dedicado exclusivamente a Bruselas.

Es importante señalar que cada compromiso suponía un fuerte sacrificio por ambas partes, que nunca se sentían del todo satisfechas con el resultado. En el caso de Bruselas, unos se veían obligados a admitir la implantación del francés en una ciudad que consideraban históricamente flamenca, y otros aceptaban que una ciudad francófona fuera oficialmente una región bilingüe aislada en un océano flamenco. Sólo tres kilómetros y medio separan Bruselas de Valonia a través de la comuna de Sint-Genesius-Rode/Rhode-Saint-Genèse. Si los censos lingüísticos hubieran continuado, hoy sería parte de Bruselas como muchas otras, pero el último censo lingüístico se hizo en 1947. Para no resultar perjudicado por las estadísticas, los flamencos prefieren que no se sepa cuántos francófonos viven a las afueras de Bruselas ni cuantos neerlandófonos viven en Bruselas.

En aquel momento la tensión se trasladó fuera de la periferia bruselense al este del país, a los Furones (Voeren en neerlandés, Fourons en francés), una de las comunas que pasaron a Flandes con facilidades para los francófonos. Si se mira en el mapa, los Furones constituyen una isla en Valonia separada del resto de Flandes. Como Bruselas, pero al revés.

La mayor parte de los habitantes de los Furones eran francófonos y se declaraban mayoritariamente a favor de quedarse en la región de lengua francesa; proponían facilidades para los neerlandófonos, y no al revés. En esta pequeña región convertida en ayuntamiento no vivían más de cinco mil personas, pero todo el país sentía el conflicto en carne propia: quince mil valones se manifestaron en Lieja y cincuenta mil flamencos en Bruselas. Finalmente, los flamencos impusieron su mayoría en el Parlamento nacional y los Furones fueron transferidos a la provincia flamenca de Limburgo en 1963. Pero los problemas no terminaron ahí.

En los archivos de los periódicos españoles de la época hay referencias a varios incidentes que hacen pensar que la tensión era incluso superior a la actual, incluso física. Así, Ramón Vilaró firmaba en El País desde Bruselas, el 2 de octubre de 1979: «Militantes del partido nacionalista flamenco de la Volksunie (Pueblo Unido), encabezados por su presidente, Vic Anciaux, se manifestaron en Comines en pro de la creación de una escuela flamenca, en una localidad de mayoría lingüística francófona. La operación de protesta, no autorizada, originó una batalla campal entre manifestantes y fuerzas del orden, con un balance de varios heridos […]. Los comentaristas políticos califican los hechos de graves, sobre todo a pocos días de tensiones en la zona belga de los Furones. El tono crítico entre flamencos y valones se ha radicalizado estos últimos días, con acusaciones directas entre ambas comunidades lingüísticas sobre a quién beneficiará más la nueva política de regionalización y descentralización del Estado belga».

El gobierno de Wilfried Martens cayó el 21 de octubre de 1987 porque no procedió al nombramiento de un alcalde francófono en los Furones que, aunque había ganado las elecciones, no sabía neerlandés.24

Otro problema de similar importancia estalló a propósito de la Universidad Católica de Lovaina (Katholieke Universiteit Leuven), coincidiendo con los aires de revolución que desprendía el mayo del 68. Fundada en 1425, hubo un tiempo en que Erasmo, Jansenio o Vesalio enseñaban en sus aulas, que se cuentan entre las más antiguas del mundo. Cuando a finales de los años veinte el padre jesuita belga Georges Lemaître enunciaba en esta institución su teoría de la expansión del universo, ignoraba que cuarenta años más tarde la universidad en la que hablaba experimentaría en sus propias carnes su famosa teoría del Big Bang.

Entre sus paredes, a pesar de la frontera lingüística, estudiaban francófonos y neerlandófonos en dos secciones paralelas. Los flamencos, que seguían encontrando tremendamente prepotentes a los francófonos, exigieron que éstos abandonaran la ciudad con grandes manifestaciones al grito de «Walen buiten» [valones fuera] y de «Leuven Vlaams» [Lovaina para los flamencos].25 Temían que exigieran servicios en francés en el municipio provocando su afrancesamiento. Finalmente, la Universidad de Lovaina fue dividida en dos. El reparto rayó en ocasiones el ridículo. En muchas colecciones de la biblioteca un tomo pasó al lado flamenco y otro al francófono y todavía hoy para hacer una consulta completa hay que subirse al coche y viajar unos cincuenta kilómetros hasta donde se mudó la sección francófona, a las afueras de Bruselas, en el Brabante valón, donde se fundó la Universidad de Louvain-la-Neuve. La nueva ciudad no tiene desde luego un ayuntamiento tan impresionante como el de la Grote Markt de «Lovaina la Vieja», verdadero retablo histórico de orfebrería en piedra a escala natural, pero es sorprendente comprobar que cuarenta años después de su nacimiento se ha consolidado una localidad completamente nueva y moderna levantada desde la nada en mitad del campo. Al principio todo giraba en torno a la vida estudiantil, pero posteriormente se ha dotado de vida residencial propia. En los siglos venideros se recordará el cisma lingüístico como hecho fundador.

Este episodio es otra herida más de las que ha dejado cicatrices sin cerrar. Como la misma Universidad de Lovaina, a partir de ese momento empezaron a separarse los partidos políticos nacionales hasta terminar desapareciendo por completo.

Una estructura institucional mutante

El Estado unitario ya no era francófono, pero el Estado unitario, incluso con dos lenguas, tampoco servía.

Debido a la presión conjunta de los nacionalistas flamencos y de los regionalistas valones, Bélgica evolucionó progresivamente hacia un Estado cada vez más federalista. En poco más de veinticinco años ningún otro país democrático occidental iba a cambiar tanto.

Las reformas constitucionales de 1970-1971 y de 1980 transformaron Bélgica en un Estado de regiones y comunidades. Hubo que esperar otras dos reformas, en 1989 y la última de 1994, para ver el nacimiento del Estado federal. Según se prometió entonces, era la reforma definitiva. Todavía en los años 2000 y 2001 hubo una quinta reforma del Estado. Y no tiene pinta de ser la última. En el año 2004 los nacionalistas flamencos expresaron su deseo de modificar de nuevo la Constitución para crear un Estado confederal. Y en ello están ahora mismo.

El resultado final es único en el mundo. El Estado central ha ido perdiendo competencias en beneficio de las nuevas comunidades y regiones, proceso que ha sido calificado de «vaciado del centro, por el que se distribuyen competencias y recursos para mantener la paz».26 Al Estado central le quedan básicamente las competencias en justicia, orden público, protección social y política exterior. Y la mayor parte de las competencias que ha perdido han ido a parar a las regiones, que son tres: la región valona, la flamenca y la bilingüe de Bruselas. Sus poderes afectan a las personas pero según el territorio que habiten en asuntos relacionados con la vivienda, la economía, el medio ambiente, obras públicas, transportes, agricultura...

Pero además de regiones hay también tres comunidades lingüísticas: neerlandófona, germanófona27 y… francesa (no recibe curiosamente el nombre de «comunidad francófona»). Sus competencias afectan en este caso a las personas, según el idioma que hablen: la enseñanza, la cultura, la sanidad, la política lingüística, el deporte y la política de familia.

El mapa de las regiones y las comunidades (fig. 8) no coincide exactamente, y hay superposiciones y duplicidades tanto en los ayuntamientos con facilidades como en Bruselas o en la comunidad germanófona.

FIG. 8. Las regiones y comunidades del Estado federal belga.

Además, cada región tiene su Parlamento y su gobierno, con sus ministros y diputados, lo que acaba sumando una más que respetable cantidad de políticos por metro cuadrado. Cada administración cuenta con sus funcionarios, gabinetes, asesores y sus propios servicios. Sin contar con el personal que vive de la administración sin tener estatus de funcionario. En total, en Bélgica hay más de ochocientos mil servidores públicos,28 en un país de sólo diez millones y medio de habitantes. La proporción es aún mayor si se toma en cuenta solamente la población activa: el 18,7 % según un estudio del gobierno federal referido al año 2009.

Todo este proceso institucional coincidió con el declive valón y el despegue económico flamenco, lo que terminó complicando aún más el problema comunitario.

Los papeles se invierten

El engañoso nombre de «Brussels South Charleroi Airport» hace que mucha gente aterrize hoy en la ciudad Valona de Charleroi creyendo que lo hace en Bruselas. Pero no la visitan. Aparte del aeropuerto, especialmente construido para operar con una famosa compañía de vuelos de bajo coste, la ciudad es una de las más deprimidas que hoy se pueden encontrar en uno de los Estados fundadores de la Unión Europea. En Charleroi los efectos de la desindustrialización valona son todavía visibles en carne viva.

Al final de los años setenta, como ocurría en la cuenca del Rur o en Bilbao en esa misma época, la industria del carbón y del acero valona empezó a tener dificultades. Cockerill, Boël, Fabrique de Fer, Forges de Clabecq… las joyas de la industria valona doblaban la rodilla. En toda Europa las viejas regiones industriales recibían dinero público para intentar reconvertir el sector, y Valonia no era una excepción. Pero en Bélgica el plan de reconversión de la siderurgia del 23 de noviembre de 1978 dio lugar a un nuevo pulso comunitario. Flandes no quería poner dinero sin compensaciones. El acuerdo, duramente negociado, consistía en asociar las ayudas a la siderurgia con programas de reconversión destinados a otros sectores industriales que interesaban especialmente a los flamencos, como la industria textil o la construcción naval. Las compensaciones fueron tales que, por ejemplo, en el período 1977-1980 Flandes captó el 77 % de las ayudas y Valonia sólo el 23 %.

En 1981, el gobierno Eyskens cayó arrastrado por la tensión comunitaria provocada por las ayudas a la siderurgia. Philippe Maystadt (PSC), ministro en la época y hoy presidente del Banco Europeo de Inversiones, reconocía en una entrevista en La Libre Belgique29 que «los flamencos nos tenían cogidos del cuello, era la época en la que [el político flamenco] Luc Van Den Brande gritaba en el Parlamento: “¡Ni un franco flamenco más para la siderurgia valona!”. Incluso Willy De Clercq, ministro de Economía, moderado en general, reclamaba un impuesto valón para financiar la siderurgia».

El desempleo empezó a crecer en Valonia, mientras que al otro lado de la frontera lingüística Flandes comenzaba su modernización industrial. La inversión extranjera florecía en la industria del automóvil o en el puerto de Amberes. A mediados de los sesenta, el producto interior bruto (PIB) flamenco por habitante superaba ya el de Valonia. Hoy supera también al de Alemania, Francia y Gran Bretaña. Valonia sin embargo sólo puede compararse con las regiones más pobres de Italia, Francia o España. El desempleo flamenco es hoy la mitad del valón. Flandes produce el 57,3 % del PIB belga, y Valonia sólo el 23,7 % (el resto corresponde a Bruselas). Hace unos años, el Banco Nacional belga calculó que cada flamenco pagaba de media mil euros por año a Valonia en subsidios, ya sea en desempleo, atención sanitaria u otros. Un editorialista flamenco, Hugo Platel, pronunció esta frase que caló en las conciencias flamencas: «No podemos olvidar jamás que, más o menos cada cuatro años, cada hogar flamenco le paga un coche a cada hogar valón».

Sin embargo, las diferencias económicas entre valones y flamencos no son enormes. El ingreso per cápita medio de un valón es aproximadamente tres cuartos del de un flamenco.30 Para los estándares internacionales, ambos viven de forma desahogada.

Mucha o poca, la diferencia económica entre las dos regiones desde los años setenta ha permitido que las elites políticas y los medios de comunicación flamencos repitan, de forma explícita o subliminal, un discurso que estigmatiza: «Valonia es estructuralmente vaga, improductiva y mal gobernada». Este mensaje justifica las reivindicaciones de más autonomía, también las independentistas, y sobre todo sirve para poner en cuestión sistemáticamente la solidaridad nacional en el seno del Estado belga. «Durante ciento treinta años Valonia ha subvencionado a Flandes —escribía el historiador bruselense Hervé Hasquin— y sería injusto y escandaloso que, cuando la situación se ha revertido y Valonia requiere ayuda, los del norte, los más ricos, quieran ahora soltar amarras.»

En el norte se ve justo al revés. «Hace ciento setenta y cinco años que pagamos por Valonia; esto no puede continuar», decía Jean-Marie Dedecker (LDD), político flamenco nacionalista al semanario francés Le Point en diciembre de 2008. Sin duda, siendo Flandes menos próspera durante gran parte de la historia de Bélgica, lo lógico sería pensar que Dedecker se había equivocado, que en cualquier caso Flandes sólo podía subvencionar Valonia desde los últimos cuarenta o cincuenta años. Pero para algunos flamencos la creación de Bélgica es la única explicación para que su región, que desde la Edad Media había sido una de las más ricas de Europa, fuera pobre en el siglo XIX y parte del XX. Els Witte y Harry Van Velthoven en su libro Lengua y política. La situación de Bélgica desde una perspectiva histórica dicen que «hacia 1850, abandonada por las altas finanzas de Bruselas que se concentran sobre la riqueza industrial valona —la bruselización de Valonia—, abandonada por su propia clase superior y rica, Flandes se convierte en la pobre Flandes».31

El economista valón Michel Quévit responde en su ensayo Flandre-Wallonie. Quelle solidarité? Tras analizar las contribuciones fiscales de cada región y las políticas del Estado belga desde 1830, concluye que «hasta los años sesenta, y durante ciento treinta años, Valonia ha contribuido ampliamente a la transición de una Flandes rural hacia una Flandes industrial y próspera.» «De manera general, Flandes ha recibido siempre más dinero, el eje Bruselas-Amberes era la prioridad sin que generara riqueza alguna para Valonia. Sin Valonia, el puerto de Amberes nunca habría podido competir con Rotterdam».32

El 31 de julio de 1993 el rey Balduino I muere de un ataque cardíaco en Playa Granada (Motril). Cuando sus restos llegaron a Bruselas, Balduino fue despedido masivamente por el pueblo, que era consciente de que se acababa una época. La reina Fabiola, española, muy creyente, iba de blanco, color de luto de las reinas católicas. Como Balduino no tuvo descendencia, le sucedió en el trono su hermano menor Alberto II de Bélgica, quien heredó una nueva andanada de tensiones comunitarias con las que lidiar.

En la Bélgica de finales del siglo XX que recibía el nuevo rey se había consolidado el intercambio de papeles: los francófonos ya no dominaban; ahora son ellos quienes buscan afanosamente plaza para sus hijos en los colegios neerlandófonos de la capital para poder prosperar y encontrar un buen trabajo. De hecho, los francófonos no han encontrado empleo de primer ministro en los últimos cuarenta años.33 Institucionalmente, el país es básicamente incomprensible tras décadas de compromisos acumulados. Y la clase media paga con sus exorbitados impuestos —entre los más altos de Europa— una omnipresente maquinaria institucional, ya sea a nivel local, regional o nacional. Entre comunidades, regiones y Estado suman seis gobiernos y sesenta puestos ministeriales, más siete Parlamentos diferentes con sus cargos electos correspondientes para un país del tamaño de Galicia.

La democracia como rompecabezas

La Bélgica resultante de las sucesivas reformas institucionales no es una democracia. Son dos democracias. Y eso se nota.

Las dos comunidades principales de Bélgica votan por separado a sus candidatos. Los ciudadanos no pueden votar al político belga que deseen: tienen que conformarse con los de su comunidad lingüística, con la excepción de Brussel-Halle-Vilvoorde.

De todas formas, nunca se elige directamente al primer ministro, porque según estipula la Constitución éste surge de una coalición compleja negociada a posteriori entre las dos comunidades del país, formada por varios partidos políticos —normalmente seis— que abarcan un amplio espectro que va desde la derecha conservadora a los verdes. Y todos comparten gobierno. Por ese mismo motivo, Bélgica es virtualmente un país sin oposición, ya que la mayoría de las familias políticas terminan por tener algún ministro. El gobierno es multicolor. El elector, vote lo que vote, nunca obtendrá lo que ha pedido, por mucho que el político quiera cumplir sus promesas, porque se diluyen forzosamente en el seno de una coalición heterogénea. El resultado no coincide así con el programa electoral de nadie.

Los partidos nacionales han ido desapareciendo, por lo que tampoco hay políticos belgas. Casi todos los partidos políticos flamencos llevan la «V» de Vlaams [flamenco] en su nombre. La gramática política se vuelve binaria: flamencos y francófonos, nosotros y ellos…

Puesto que no existe una circunscripción electoral bicomunitaria, los políticos no se interesan en hacer campaña para los ciudadanos de la otra región o comunidad, y la ausencia de partidos políticos federales impide que haya un solo partido político capaz de mediar en los conflictos entre regiones, incluso en su familia política. Así, por ejemplo, los liberales, los socialistas o los cristianodemócratas mantienen puntos de vista opuestos sobre asuntos comunitarios según sean francófonos o flamencos. En estos asuntos, la unanimidad termina siendo más fácil entre familias lingüísticas que entre familias políticas.

El voto de un francófono tampoco vale lo mismo que el de un flamenco: los francófonos están sobrerrepresentados ligeramente en el gobierno nacional, pero la sobrerepresentación flamenca en el gobierno de Bruselas es enorme ya que su voto vale aproximadamente cinco veces lo que un voto francófono. A pesar de todo, el voto es obligatorio. Votar no es un derecho, sino una obligación, y no hacerlo tiene multa.

Los medios de comunicación tampoco son nacionales. En esta democracia se van formando dos opiniones públicas diferentes gracias a las radios, televisiones y periódicos francófonos o neerlandófonos. Siempre hay una visión comunitaria en sus análisis, y la barrera lingüística impide que los dos grupos se conozcan y se comprendan. La situación es especialmente complicada cuando esta bipolaridad se superpone sobre el terreno, algo que ocurre en Bruselas y en su periferia.

El sistema federal belga es, por lo menos, original. Concretamente —¡sorpréndanse!—, el Estado federal no puede anular una decisión de una región.34 Todas las competencias regionales y comunitarias son exclusivas y se incluyen en el plano internacional. Por este motivo la federación belga actual actúa en ocasiones casi más como un Estado confederal que federal. Incluso en el caso alemán, cuyos länder son citados a menudo como ejemplo de poder dentro de una federación, la Constitución germana permite que el gobierno nacional prevalezca. Pero el federalismo belga no es el resultado del entusiasmo cooperativo, como suele ser habitual, sino que es centrífugo, surge de un Estado centralizado que pierde competencias.

A pesar de la existencia de tres regiones lingüísticas y de tres comunidades, el federalismo belga es bipolar, reposa sobre la tensión entre dos comunidades políticas: flamencos y francófonos. Las decisiones se toman mediante la síntesis de estas dos comunidades que con puntos de vista y motivaciones cada vez más opuestos, ven cómo se reduce su denominador común. Valonia vota siempre socialista, y Flandes, siempre a la derecha.

Algunos, como el profesor Neal Alan Carter, ven el vaso medio lleno. La complejidad institucional belga funcionaría como un amortiguador del desenlace fatal. Es la teoría del «cubismo social»: «La combinación de los múltiples niveles de las instituciones políticas, el conflicto de grupo, la disparidad económica, el simbolismo político y los factores psicológicos demuestra la utilidad del uso del cubismo social para estudiar este conflicto, que es relativamente pacífico».35

Para otros, el federalismo belga lleva al inmovilismo. Es lo que el profesor Matthias Storme36 califica como «contra-federalismo». Las dos comunidades se toman la una a la otra como rehenes y, ante la falta de consenso en numerosas materias, son incapaces de llevar a cabo una política que responda a su propia visión de las cosas. Una federación con estas características puede temer por su supervivencia como repite el ganador de las últimas elecciones en Flandes, el líder de la N-VA Bart De Wever: «El federalismo no es más que un eufemismo para un país que está a punto de estallar lentamente».37

El Estado evanescente

Los problemas que dividen a francófonos y neerlandófonos no son siempre noticia fuera del país. Pero todo el mundo oyó hablar un día de Marc Dutroux, el pederasta belga condenado por haber secuestrado, torturado y abusado sexualmente de seis niñas y adolescentes de entre ocho y diecinueve años, cuatro de las cuales fueron asesinadas, entre 1995 y 1996. La llamada «marcha blanca» reunió en Bruselas a trescientos mil manifestantes venidos de las cuatro esquinas del país para pedir cambios urgentes en los servicios de policía y justicia, convencidos de que oscuras y muy poderosas personalidades querían evitar que la verdad saliera a la luz.

Todos los belgas parecían unidos por la conciencia de que había una grave disfunción en el funcionamiento del país, algo que no rodaba como es debido. Mezclado con la sangre inocente, este sentimiento tuvo el efecto de provocar la última gran reacción pública espontánea y unitaria del país. Un pueblo eternamente dividido que se unía en defensa de sus niños. Pero no era sólo un lamento por las niñas muertas: era sobre todo un estallido ciudadano. La indignación popular creció en abril de 1998, cuando Dutroux se escapó tras quitarle la pistola a uno de los policías que le trasladaban al tribunal desde la cárcel. Aunque fue capturado horas después, el ministro de Justicia Stefaan De Clerck, el ministro del Interior Johan Vande Lanotte y el jefe de la policía dimitieron como resultado de la fuga, y todo el mundo empezó a hablar de nuevo de este país como de un extraño artefacto explosivo poco de fiar.

Nada en Bélgica invitaba al optimismo. La expulsión del equipo Festina del Tour de Francia de 1998 llenó las páginas de los periódicos internacionales de nombres de belgas flamencos que distribuían productos dopantes a los corredores del Tour de Francia.

Aún no se había apagado el eco de esos escándalos cuando estalló una nueva crisis: la contaminación con dioxina,38 que convirtió en potencial veneno a pollos, huevos, cerdos, terneras, mantequillas y cientos de productos derivados. Cuando se acudía al supermercado para llenar la nevera la mayor parte de los mostradores estaban vacíos. Y si había un producto, la gente miraba las etiquetas desconfiada; nada era seguro. Hubo un momento cercano a la paranoia. El 20 de mayo de 1999, el periódico Gazet van Antwerpen señaló que dos personas padecían intoxicaciones digestivas tras beber Coca-Cola, y el 11 de junio el Ministerio de Sanidad belga iniciaba la retirada del comercio de los productos fabricados por la multinacional norteamericana. ¡Incluso la Comisión Europea pidió a Bélgica —el 21 de junio de 1999— que comprobara si los productos cosméticos elaborados en el país estaban contaminados por dioxinas!

El presunto culpable estaba condenado de antemano en el inconsciente colectivo y la presunción de inocencia no le servía de nada. Hablo del Estado belga, que en la mente de todos era sinónimo de ineficacia. Me refiero a esa jungla de instituciones superpuestas que muchos identificaban con corrupción. Un país en el que el referente de los socialistas francófonos, André Cools, había sido abatido a balazos en 1991, en Lieja, sin que nadie sepa todavía ni por qué ni por quién. Un país cuyo ex ministro de Exteriores, Willy Claes, había dimitido como secretario general de la OTAN, acusado de haber cobrado comisiones de las empresas armamentísticas Agusta y Dassault por la compra de helicópteros en los tiempos en que formaba parte del gobierno belga. Un país en el que una banda de matones había sembrado de cadáveres los supermercados de la periferia de Bruselas en los años ochenta, los tiempos de las matanzas de Brabante.

El caso Dutroux, el caso Cools, el caso de las matanzas de Brabante, el caso de las hormonas, el caso Agusta, el caso de la dioxina. Son asuntos que pueden ocurrir en cualquier otra parte del mundo, pero en Bélgica en ese momento desbordaron el vaso de la resignación. Y aunque todos estos casos no estaban directamente relacionados con la eterna disputa comunitaria entre neerlandófonos y francófonos, inevitablemente el resultado era el mismo y venía a la mente la eterna pregunta: «¿Tiene sentido este país?».

El demócrata cristiano Jean-Luc Dehaene terminaba en aquellos tiempos su segundo mandato al frente de un Estado en el que nadie parecía confiar demasiado, ni dentro ni fuera de sus fronteras. Al margen de los debates estériles entre francófonos y valones, Bélgica se mostraba mal gestionada con el peso de la evidencia. Quizá fue por eso. Quizá no, quizá habría ocurrido de todas formas. Pero al parecer la decisión íntima de reformar el Estado, de cambiar las cosas, se reforzó de manera irrenunciable en ese momento en la mitad norte del país, coincidiendo con todos los acontecimientos citados. Una Flandes mayoritaria, que estigmatizaba al sur, sentía que si se mirase al espejo en solitario descubriría un reflejo más amable. Flandes se imponía en el diseño de alta costura de vanguardia, Flandes exportaba, Flandes y el nuevo dinamismo del puerto de Amberes. Flandes trabajaba y sabía controlar el déficit. La goed bestuur [buena gestión], en definitiva. El norte frente al sur. Flandes quería sentirse orgullosa sin esa dualidad molesta a la que estaba obligada en Bélgica. Para ello, necesitaba soltar lastre.

Con este abono creció la semilla del independentista N-VA (Nieuw-Vlaamse Alliantie, Nueva Alianza Flamenca), partido que arrasó en las pasadas elecciones del 13 de junio de 2010 cuando sólo cinco años antes tenía apenas un diputado.

Los belgas saben echar mano también del humor cuando hace falta, y hay boutades que te hacen sonreír: «En Belgique, la situation est toujours désespérée, mais pas grave». En flamenco, «De situatie is hopeloos, maar niet ernstig» [En Bélgica la situación es siempre desesperada, aunque no grave]. Y ésta refleja bastante bien la situación.