Bautizada por monjas canadienses perdidas
Una de las primeras ordenanzas del tránsito de la Ilustre Municipalidad de Providencia establecía que «al disminuir la marcha, los cocheros deben levantar la fusta para prevenir a los que vengan detrás…». Otra decía: «Se prohíbe transitar con piños sueltos por la calle». Y cuando a principios del siglo veinte comenzaron a circular los automóviles, se consideró necesario reglamentar: «Queda prohibido circular a velocidades mayores que el trote de un caballo». Y como los «pacos azules» tenían dudas acerca de cuál era ese límite, otra ordenanza señaló: «Los automóviles no podrán ir a más de veinte kilómetros por hora».
Que me perdonen los vecinos de antiguas comunas del Gran Santiago que condimente las peculiaridades del pasado urbano con Providencia, y no con ellas. Varias de éstas, como Las Condes, Vitacura, Lo Barnechea, La Reina, Peñalolén, La Cisterna, eran sólo hermosos campos, a los que se llegaba por entierrados caminos.
De la actual plaza Baquedano (o Italia, para dirimir el pleito de su nombre) y hacia la cordillera, un siglo atrás (porque Providencia nació como comuna en 1887) se extendían chacras y fundos, con casas de campo a las que se iba a veranear. Y alrededor de su camino principal se levantaban aisladas viviendas, que le daban el colorido pueblerino.
En La pérgola de las flores, comedia musical ambientada en la década del veinte creada por Isidora Aguirre y Francisco Flores del Campo, los personajes hablan de ir en auto «a mirar la puesta de sol en Apoquindo» (Las Condes pertenecía a Providencia). «Una manera de decir que iban a pololear», comenta risueñamente su actual alcalde, Cristián Labbé Galilea. Si bien es cierto que la historia de la comuna, o su prehistoria, se inicia el 25 de febrero de 1897, cuando el Presidente Federico Errázuriz Echaurren firma el decreto que la independiza de Ñuñoa, y se inicia con la llegada de los españoles.
Para Labbé –que se ha leído todos los libros y documentos acerca de su comuna–, la primera fecha rescatable es la del año 1546, cuando Pedro de Valdivia premia con mercedes de tierra a siete de sus conquistadores y que ya eran propietarios de solares en Santiago: Juan Valiente, Pedro González de Utrera, Santiago de Uriona, Diego de Oro, Gonzalo de los Ríos (abuelo de doña Catalina, la Quintrala), Juan Fernández de Alderete y su primo Jerónimo de Alderete (a quien Valdivia nombra por testamento como gobernador de Chile). Estos siete afortunados reciben entre ciento cincuenta a doscientas cuadras cada uno. Sus nombres podrían figurar como eméritos. Y tienen la suerte de que las tierras son ricas para la agricultura, y que los indígenas habían construido todo un sistema de canales de riego.
Si su abuelo recibió tierras, era lógico que su nieta Catalina de los Ríos y Lisperguer, la Quintrala, se convirtiera en conspicua vecina. La propiedad se extendió porque a su abuelo materno, el alemán Pedro Lisperguer –que fuese regidor y alcalde–, la viuda de Alderete le vendió en seiscientos pesos sus tierras en Tobalaba. Ella las unió con las que ya le pertenecían por herencia, y en las mismas doña Catalina murió en 1679, ya aquietada su sádica sensualidad y «cuando ya tenía hondas arrugas y su ánimo manchado a patacones de sangre», al decir de Vicuña Mackenna.
También en esa prehistoria se enmarca la construcción del canal San Carlos, gigantesca obra de regadío concebida en la Colonia para unir los ríos Maipú y Mapocho, y regar los cultivos que encierran. Debía llevar el nombre del rey Carlos III de España y sus aguas empezaron a correr en 1807. Labbé rastrea papeles y saca una optimista conclusión. Recuerda que se empleó casi un siglo en concebir el canal; ochenta años en estudios y quince de construcción. Y deben haber apresurado su terminación, porque se venía la Independencia encima. En beneficio de aquellos años, hoy esas obras habrían concluido con una investigación de la Contraloría, la designación de una comisión en la Cámara de Diputados y la acusación de cuantiosos honorarios y comisiones fraudulentas.
El siguiente hito histórico de Providencia es la llegada de las monjas de la congregación Hermanas de la Divina Providencia, en 1853, y que le dará nombre a la comuna. De ellas, Labbé (absorbido por la sabrosa historia de su comuna) ha recopilado toda suerte de documentos, dice que eran «monjas de armas tomar», lo que no quita que hicieran el bien entre huérfanos y enfermos. «Para empezar –cuenta–, Chile no estaba para nada entre sus planes originales. Ellas eran tres monjas canadienses, más su confesor, que llegaron por error, porque en realidad iban a Oregón, Estados Unidos». Sin embargo, está visto que la monja propone, pero Dios es el que dispone. Y tratándose de Hermanas de la Providencia, hay que pensar que los designios de la Providencia son inescrutables.
En 1853 partieron de Montreal en un azaroso viaje. Cuando llegaron a Portland, Oregón, estaba inundado y se toparon con un capitán de un barco chileno que podía ayudarlas. Navegarían hasta Valparaíso, donde era el destino de la embarcación, y después darían la vuelta por el estrecho de Magallanes para retornar al Atlántico, hasta alcanzar su puerto de destino. Pero al llegar a Valparaíso, las fatigadas religiosas, después de dos meses de travesía, resolvieron hacer un «aro» y luego reanudar el camino. O hacer un nuevo intento para llegar a Oregón, pero el Presidente Manuel Montt y su ministro Antonio Varas les brindaron protección y las invitaron a quedarse. Llegaron en primavera y el país les empezó a encantar. Escribieron a la casa central de la orden, la que («aprovechándose del pánico», dirán los no creyentes) decidió enviar una docena más de religiosas con su confesor.
Para todas estas monjas, la beneficencia adquirió la extensa chacra de Pedro Chacón Morales, abuelo materno de Arturo Prat, construyéndose allí un casto edificio que se destinó a asilo de huérfanos, el que permaneció en pie hasta la década del sesenta del siglo pasado. Junto al asilo se levantó la hermosa iglesia de la Divina Providencia. Los vecinos se acostumbraron a denominar al terroso camino como el «de la Providencia», nombre que dio origen a la avenida y luego a la comuna.
Sin embargo, el cuento no ha terminado: falta explicar por qué Labbé las recuerda como monjas «de armas tomar». «Allá por 1860 –relata–, procediendo en votación democrática, eligieron superiora a la madre sor Amable, que provenía de lo más selecto de la sociedad franco-canadiense. Pero al poco tiempo de ser electa, ella fue requerida desde su Canadá natal, frente a lo cual el arzobispo, que era monseñor Rafael Valdivieso (otro connotado vecino que residía en Bellavista, y quien atravesaba un destartalado puente que se llamó del Arzobispo), nombró como reemplazante a sor Bernarda Morin Rouleau, una de las tres religiosas llegadas desde Montreal, y que a la fecha tenía apenas veintiún años. La superiora, que aún estaba en el país esperando el zarpe de un barco, motivada sepa Dios por qué razones (se supone que por la poca edad de sor Bernarda), instó a las demás monjas a desobedecer su nombramiento y acatar, en cambio, a su propia designada, la madre sor María del Sagrado Corazón.
«El arzobispo logró convencer a la superiora de que aceptara el nombramiento hecho por él, pero a cambio tuvo que dejar a las monjas en libertad de decidir si aceptaban su mandato o regresaban a su país de origen. Así se hizo: las religiosas aceptaron a Bernarda Morin como superiora, pero quince de ellas volvieron a Montreal, y una vez allá presentaron una acusación formal contra el arzobispo Valdivieso. Comenzó una larga polémica entre las jerarquías de Canadá y Chile, la cual, como era insoluble, fue a parar a Roma. El Papa Pío IX estudió el caso y resolvió que Bernarda Morin era la legítima superiora de todas las casas de las Hermanas de la Divina Providencia en Chile. Ella ostentó el disputado cargo hasta su muerte, ocurrida en 1929, a la avanzada edad de noventa y siete años». Y se le recuerda con una calle en la comuna de Providencia.
También, aunque en forma más indirecta, la avenida Pedro de Valdivia tiene un origen religioso. En sus tierras estaba la Viña Pedro de Valdivia, propiedad del Arzobispado de Santiago, y a la que se llegaba por el entonces conocido callejón Pedro de Valdivia. A fines del siglo diecinueve, la Iglesia vendió los terrenos a un grupo de corredores de la bolsa, los que la parcelaron ofreciendo quintas de agrado. Entre los primeros compradores estuvieron Alfredo Barros Errázuriz (parlamentario conservador, ministro de Hacienda de Barros Luco y profesor de Derecho en la Universidad Católica) y el doctor Marcial Guzmán. Ellos hermosearon la naciente avenida con los mismos plátanos orientales que hasta hoy le dan agradable sombra.
En 1906 la revista Zig-Zag ofrecía entre sus lectores la rifa de dos chalets «estilo Tudor», creación del arquitecto Ricardo Larraín, en los alrededores de la plaza Pedro de Valdivia. El vecino Alfredo Barros hizo algo más importante por Providencia: en 1897 él era subsecretario del Ministerio del Interior, cuyo titular era Carlos Antúnez. Desde su cargo promovió la creación de la comuna, que estaba dentro de los dominios de Ñuñoa, creada seis años antes, aduciendo que abarcaba un territorio demasiado extenso (desde la entonces Estación Pirque, en plaza Italia, hasta la cordillera de los Andes). Los orígenes del municipio son modestos. El 2 de mayo de ese mismo año, los ediles electos habían favorecido, por voto acumulativo, como alcalde al vecino Ernesto Lafontaine. Éste, haciendo una «vaca» mientras le llegaban recursos, arrendó una casa por sesenta pesos mensuales a la vecina Ana de Valdivia, en la avenida Providencia. En sus escasas habitaciones funcionaban alcaldía, tesorería y policía local. Había una enorme cantidad de obras a realizar. Por Providencia –tierra o barrial según la estación–, desde 1900 corrían carros de sangre (tirados por caballos), que partían desde la Alameda con San Diego y alcanzaban hasta Pedro de Valdivia. Más allá, potreros. Otros carros de sangre corrían por Manuel Montt y Salvador y más tarde por Bilbao.
Al comenzar el siglo, en Santiago desaparecen los carros de sangre y corren los tranvías eléctricos de dos pisos, llamados imperiales. Éstos llegan hasta Providencia con Manuel Montt. En 1912 se extienden hasta Los Leones, y en 1920 hasta el canal San Carlos, en Tobalaba. Mientras, se siguen loteando terrenos campesinos y van surgiendo nuevos chalets, y aparecen las góndolas, madres de las micros y abuelas del Transantiago.
Para que esta nota tenga algo de picardía, la actual elegante calle Las Urbinas debe su nombre a una chingana que allí tenían las pecadoras hermanas Urbina a principios de siglo. No había comida o despedida de soltero que no terminara en esa casa de remolienda. «¡Vamos donde las Urbinas!», decían. En cambio, a las «niñas bien» les tenían prohibido hasta asomarse de día a esa calle. Una modista que por allí vivía tuvo que cambiarse porque se le arrancaba la clientela. Otra calle de mala fama fue Pérez de Valenzuela, cuyo nombre recuerda a un honrado vecino que tuviera una chacra entre la avenida Providencia y el río Mapocho. Él era un hombre muy piadoso y benefactor, y levantó la capilla a San Ramón, en homenaje al santo cuyo nombre llevaba. Sin embargo, a su muerte la calle se llenó de cantinas y casas «con niñas que tutean y cantoras». Pero hoy don Ramón puede descansar en paz, porque su calle cobija clínicas y edificios de departamentos.
También en Providencia, cerca del canal San Carlos, existía una cancha de peleas de gallos, la que funcionaba «entre gallos y medianoche» porque ese juego estaba prohibido. Los ricachones acudían, aun a riesgo de pagar una multa o ser detenidos cuando reñían los gallos de los hermanos Labbé, que eran criadores. Con humor, el alcalde Labbé dice «No sé si me conviene o no emparentarme con aquellos señores».