1
No soñaba, nunca soñaba, pero aquello era, sin duda alguna, un sueño. Tenía que serlo. La Fenice había sido declarada un lugar prohibido, y Lucius sabía muy bien que nadie debía desobedecer las órdenes del primarca. En la época anterior a su despertar, cualquier acto de desobediencia hubiera sido una temeridad. Después se había convertido en una sentencia de muerte.
Sí, sin duda, se trataba de un sueño.
O al menos eso esperaba.
Lucius estaba solo, y no le gustaba estar solo. Era un guerrero que ansiaba la adoración de los demás, y aquel lugar carecía de cualquier clase de admirador, aparte de los muertos. Cientos de cuerpos yacían destripados por doquier igual que formas de vida pisciformes abiertas en canal, en las mismas posiciones retorcidas en las que los dejó el modo en que murieron, y la expresión de cada rostro mostraba el horror de las mutilaciones y las vejaciones que habían sufrido.
Habían muerto experimentando una agonía atroz, pero habían recibido con alegría cada corte de espada, cada golpe de garra que les había reventado las órbitas oculares o les había arrancado la lengua. Aquello era un teatro de cadáveres, pero no era un lugar desagradable por el que pasear. Aunque los muertos lo rodeaban, La Fenice parecía abandonada. Daba la impresión de estar a oscuras y vacía, igual que un mausoleo en la hora más negra de la noche. Antaño, la vida había desfilado por delante de aquella audiencia en el proscenio arqueado, con su gloriosa vitalidad celebrada al máximo, donde se alababa a sus héroes y se burlaban de sus absurdidades, pero en ese momento ya no era más que un reflejo sangriento de una época muy lejana.
El maravilloso mural de Serena d’Angelus es prácticamente invisible en el techo. Sus representaciones exóticas de escenas de libertinaje y excesos sacadas de la Antigüedad estaban ocultas bajo una capa de hollín y de manchas de humo. En el lugar se habían producido varios incendios, y en el aire todavía flotaba como un leve aroma el olor a grasa y a cabellos quemados. Lucius apenas se fijó en ello. Era un olor demasiado débil, y ya estaba demasiado disipado como para que le llamara la atención.
Lucius caminaba desarmado, y era muy consciente de esa carencia. Era un espadachín sin espada, y tenía la sensación de que sus extremidades superiores estaban incompletas. Tampoco llevaba puesta la armadura. Las placas de colores llamativos de su caparazón protector se habían repintado con tonos más apagados, más agradables a la vista, pero los elementos decorativos se habían exagerado y recargado del modo que correspondía a un guerrero de su rango y habilidad.
Estaba prácticamente todo lo desnudo que podía a llegar a estar un guerrero.
No debería estar allí, así que buscó una salida para marcharse.
Las puertas estaban cerradas y selladas desde el exterior. Tal y como quedaron desde que el primarca efectuó una última visita a La Fenice tras la matanza de Ferrus Manus y sus aliados. Fulgrim había ordenado que esas puertas quedaran completamente cerradas para siempre, y ninguno de los Hijos del Emperador se había atrevido a contradecirlo en lo más mínimo.
Entonces, ¿por qué se había arriesgado a acudir a aquel lugar, aunque sólo fuera en sueños?
Lucius no lo sabía, pero tenía la sensación de que lo habían convocado para que se dirigiera a ese sitio, como si una voz inaudible pero insistente lo hubiera llamado. También tenía la sensación de que lo llamaba desde hacía semanas, pero que sólo en ese momento había adquirido la fuerza necesaria para que la oyera y la siguiera.
Si lo habían llamado, ¿dónde estaba aquel que lo había hecho?
Lucius siguió adentrándose en el teatro sin dejar de buscar con la mirada una salida de ese lugar, aunque se sentía intrigado por saber qué había sido del resto de La Fenice. Un par de focos se encendieron con una serie de parpadeos dubitativos en el borde del foso de la orquesta, y su brillo titubeante se reflejó en un espejo de marco dorado que se encontraba en el centro del escenario. Lucius no se había fijado hasta ese momento en el espejo, y dejó que sus pasos somnolientos lo llevaran hasta allí.
Bordeó el foso de la orquesta, donde las criaturas entretejidas de carne putrefacta y luz oscura se habían entretenido con las entrañas de los músicos. La piel de los cuales colgaba de los diversos atriles, con las cabezas y las extremidades colocadas de un modo semejante a una orquesta estrambótica de condenados con los miembros apoyados sobre los pocos instrumentos que quedaban.
Lucius se subió al escenario de un salto, en un movimiento a la vez ágil y elegante. Era un espadachín, no un carnicero, y su aspecto físico reflejaba precisamente eso. Tenía los hombros muy anchos, pero las caderas estrechas y los brazos largos. El espejo lo atraía, como si del interior de sus profundidades plateadas surgiera una cuerda invisible cuyo extremo tuviera anclado en lo más hondo de su propio pecho.
«Me encantan los espejos —le había oído comentar una vez a Fulgrim—. Te dejan pasar a través de la superficie de las cosas.» Sin embargo, lo cierto era que Lucius no quería atravesar la superficie de nada. Su perfección había quedado destrozada por el puño traicionero de Loken, y Lucius había rematado esa tarea con una cuchilla afilada y un grito que todavía le resonaba en el interior del cráneo si escuchaba con la atención suficiente.
¿O acaso era otra persona la que gritaba? Era difícil determinarlo en los últimos tiempos.
Lucius no quería mirarse en el espejo, pero sus pasos lo acercaban al objeto a cada segundo que pasaba. ¿Qué sería lo que vería en semejante espejo de sueños?
A sí mismo, o algo mucho peor: la verdad…
Lo que se veía era un solitario punto luminoso que no parecía proceder de ninguna fuente que él pudiera discernir. Le pareció algo un tanto sorprendente, hasta que recordó que se encontraba inmerso en un sueño donde no existía ningún sistema lógico inmutable, y que nada de lo que se viera se podía dar como seguro.
Lucius se colocó delante del espejo, pero en vez de contemplar la cara que con tantas fuerzas intentaba olvidar, lo que vio fue un guerrero hermoso con un rostro enjuto, una nariz fuerte y aguileña y unos pómulos altos que acentuaban el color verde dorado de sus ojos. Tenía el cabello negro peinado hacia atrás y pegado al cráneo, y los labios carnosos mostraban una sonrisa que habría sido arrogante si su habilidad con la espada hubiera sido menor.
Lucius alargó una mano hacia su rostro y notó la suavidad de la piel, y esa perfección sin mácula era semejante a la del acero bruñido de una hoja de espada delicadamente pulida.
—Antaño fui hermoso —dijo, y su reflejo se echó a reír al oír semejante muestra de vanidad.
Lucius cerró un puño dispuesto a destrozar en pedazos su reflejo burlón, pero la imagen no imitó sus movimientos, sino que alzó la mirada hacia un punto situado por encima de su hombro derecho. Lucius vio en las profundidades del espejo el reflejo del fabuloso retrato de Fulgrim, el que colgaba sobre el frontón que se extendía sobre los restos destrozados del proscenio.
Al igual que su propio rostro, no coincidía con el recuerdo que tenía del mismo. Mientras que antes era una obra de arte con una energía y un poder increíbles, con unos colores extravagantes y una textura vibrante que estimulaban todos los sentidos con su increíble atrevimiento, lo que veía en ese momento era un simple retrato. Los colores eran insulsos, con unos trazos carentes de toda inspiración, y el sujeto del retrato era un individuo cualquiera, alguien sin ninguna importancia, una obra que cualquier simple callejero ambulante habría podido lograr con acuarelas u óleos.
Sin embargo, a pesar de la vulgaridad que mostraba como obra de arte, Lucius se dio cuenta de que los ojos los habían pintado con un nivel de detalle exquisito y mostraban una profundidad de dolor, sufrimiento y agonía casi imposibles de soportar. Era raro que ningún estímulo fuese capaz de atraer la atención de Lucius durante más de un momento desde que el apotecario Fabius le había realizado todas aquellas transformaciones siniestras en el cuerpo, pero se sintió atraído de forma irrefrenable por los ojos del retrato. Oyó un grito lastimero cuyo eco procedía de un tiempo y un lugar que se encontraban más allá de su capacidad de comprensión. Era un gemido sin palabras con una carga de locura que sólo podía proceder de una eternidad de encierro. Los ojos eran una súplica muda que pedía la liberación del olvido.
Lucius notó la atracción irresistible hacia los ojos del retrato al mismo tiempo que algo se agitaba en su interior, una presencia primigenia que había despertado hacía muy poco y que compartía un vínculo con la imagen reflejada.
La superficie vidriosa del espejo se onduló igual que las aguas de un estanque, como si ella también notara ese vínculo compartido. Unos temblores comenzaron a elevarse desde unas profundidades imposibles desde el interior del propio espejo. Lucius no sentía deseo alguno de enfrentarse a lo que iba a surgir de allí, por lo que se apresuró a empuñar sus espadas, sin sentirse sorprendido en absoluto de que, de repente, estuvieran en las vainas que llevaba en el cinto de la armadura, que ahora lo cubría por completo.
Las espadas estuvieron en sus manos en posición de guardia en un instante, y al siguiente las blandió en dos arcos contrarios que actuaron como una tijera. Destrozaron el espejo y lo convirtieron en un millar de pedazos afilados que centellearon por el aire. Lucius gritó cuando se clavaron en su rostro perfecto, le desgarraron la carne y le cortaron los huesos hasta convertirlo en una masa sangrante.
Por encima de su propio alarido oyó un grito de frustración que empequeñeció por completo el suyo.
Fue el grito de alguien que sabía que el tormento de ambos no tendría fin jamás.
Lucius se despertó de forma inmediata. Su cuerpo modificado genéticamente pasó del sueño al estado de conciencia completa en menos tiempo del que tardó en parpadear. Alargó la mano hacia las espadas, que siempre dejaba al lado del camastro, y se puso en pie un segundo después. Sus aposentos estaban iluminados con intensidad, como siempre desde hacía tiempo, y giró sobre sí mismo buscando cualquier detalle que estuviera fuera de lugar y que indicara la presencia de algún peligro.
La estancia estaba repleta de cuadros de colores chillones, de sinfonías de sonidos discordantes y de trofeos ensangrentados que había tomado de las arenas negras de Isstvan V. Al lado de una escultura con una cabeza de toro sacada de la Galería de los Trofeos se encontraba el fémur de una de las criaturas alienígenas que había matado en Veintiocho Dos. La larga hoja afilada de una espadachina aulladora eldar compartía uno de los nichos con la extremidad de borde cortante y puntiaguda de una criatura de clado con la que había acabado en Muerte.
Sí, todo estaba como debía estar, y se relajó un poco.
No vio nada fuera de lo normal, e hizo girar las espadas en una demostración inconsciente de su increíble habilidad con ellas antes de guardarlas en las vainas de oro y ónice que colgaban del borde de su camastro. Respiraba agitadamente, los músculos le ardían y el corazón le palpitaba con rapidez y con fuerza contra las costillas, igual que si se hubiese entrenado en las jaulas de prácticas contra el propio primarca.
La sensación era maravillosamente agradable, pero desapareció con la misma rapidez con la que había llegado.
Lucius notó que lo invadía una dolorosa decepción, algo que casi siempre le ocurría cuando las sensaciones que le despertaban un mínimo interés desaparecían. Se llevó una mano a la cara, y se sintió al mismo tiempo aliviado y repugnado por los rebordes endurecidos del tejido cicatrizado que cruzaban y cubrían sus rasgos antaño hermosos y perfectos.
Se había desfigurado a sí mismo por completo su bien parecido rostro con cuchillos, con cristales rotos y con trozos romos de metal, pero fue Loken quien cometió la primera imperfección, el corte que le había abierto de par en par su fuero interno. Lucius había realizado un juramento sobre la espada de hoja plateada del primarca, y había prometido que el rostro del lobo lunar quedaría convertido en un reflejo del suyo propio. Sin embargo, Loken había muerto y se había convertido en un puñado de cenizas que se movían de un lado a otro empujadas por los vientos gemebundos de un mundo muerto.
Esa espada de hoja plateada era suya ahora, un regalo personal del propio primarca Fulgrim, que había observado cómo se elevaba entre las filas de la legión hasta rivalizar incluso con Julius Kaesoron y Marius Vairosean. El primer capitán le había ofrecido un nuevo aposento, unas estancias más cercanas a las que albergaban al lugar donde se tomaban las decisiones que afectaban a la legión, pero Lucius había preferido seguir alojado en las estancias que le habían asignado hacía ya tanto tiempo.
Lo cierto era que, en realidad, despreciaba a Kaesoron, y en el momento de rechazar la oferta notó un escalofrío delicioso al ver el resentimiento recorrer durante un instante todos los rasgos deformados del primer capitán. Lucius disfrutó del breve ataque de ira de Kaesoron, y sintió una breve oleada de placer al recordarlo.
No deseaba en absoluto formar parte de la estructura de mando que había establecida en ese momento, y simplemente ansiaba afinar más todavía sus habilidades, ya de por sí increíbles, para llevarlas a unos niveles inimaginables de perfección. Algunos de los guerreros de la legión habían abandonado esa tarea, ya que era un recordatorio de su vida anterior como siervos del Imperio. ¿Para qué necesitaban seguir demostrando su perfección a un Emperador al que ya no servían?
Lucius sabía cuál era la realidad.
Aunque pocos comprendían la verdad que envolvía a las criaturas de una seducción repugnante que habían aparecido y se habían saciado hasta el hartazgo con el terror y el sonido de la Maraviglia, Lucius sospechaba que se trataba de diversos aspectos de unos poderes elementales que eran más antiguos y más generosos con los dones que ofrecían que cualquier otra cosa que el Imperio fuera capaz de ofrecer.
Su perfección sería la ofrenda que les haría.
Lucius se sentó en el borde del camastro y se esforzó por recordar las partes fundamentales del sueño que había tenido. En la mente se le formó con claridad el interior destrozado de La Fenice y la mirada terrible de la pintura que se extendía sobre el escenario cubierto de sangre. Excepto por los ojos, el retrato mostraba a Fulgrim tal y como era antes de que la legión diera sus primeros pasos por la senda de la sensación. A pesar del tremendo dolor que los embargaba, notó una cierta sensación de familiaridad con ellos, que había estado extrañamente ausente desde la matanza de Isstvan V.
La batalla había cambiado a Fulgrim, pero nadie en la legión parecía haberse dado cuenta de ese cambio a excepción del propio Lucius. Había notado algo «diferente» de un modo que no había sido capaz de determinar en su amado primarca, algo que era imposible de precisar, pero que sin duda estaba allí. Lucius había captado algo que estaba fuera de lugar, del mismo modo que una cuerda de arpa que estuviera desafinada por una simple fracción o una pictografía que no estuviera completamente enfocada del modo correcto.
Si alguno de los demás pensaba lo mismo, se lo callaba, ya que el primarca no aceptaba de buen grado ninguna pregunta o desacuerdo con sus órdenes, y no se mostraba comedido en expresar su disgusto ni en los castigos. El primarca que había regresado de las arenas ensangrentadas del mundo muerto no poseía ni por asomo el ingenio o la sabiduría del Fénix, y cuando hablaba de las batallas que había librado junto a sus guerreros, sus relatos sonaban con el tono hueco de alguien que había oído hablar de la furia de esos combates pero que no había tomado parte en las victorias.
La sensación de que algo lo había invocado a La Fenice, y de que lo había hecho con algún motivo, no dejó de rondarle por la cabeza. Lucius levantó la mirada hacia el rostro del cuadro que colgaba en la pared, enfrente del camastro. Era lo último que veía antes de tomarse los cada vez menos frecuentes descansos, y lo primero que veía al despertarse. Era un rostro que lo acosaba y lo inspiraba en igual medida.
Su propio rostro.
Serena D’Angelus le había pintado ese retrato. Había sido la obra de arte que la había hecho adentrarse más y más en las profundidades de su propia alma, más que a cualquier otro ser mortal, en busca de la perfección artística. Sólo los guerreros de los Hijos del Emperador se atrevían a intentar llegar a semejante cotas de perfección, pero mientras que ellos lograban trascender sus propios límites, Serena había quedado destruida en el proceso.
Sus rasgos destrozados le devolvieron la mirada desde el interior del marco dorado con la misma idea fija que lo carcomía durante las horas de sueño y las de vigilia, igual que una comezón que no desaparecía al rascarse. Aunque era algo que le parecía imposible, esa idea fija no lo abandonaba. Fuera lo que fuese lo que mostrara el rostro de Fulgrim y se moviera en el interior del cuerpo del primarca… no era Fulgrim.
El camino a la Heliópolis había cambiado desde lo ocurrido en Isstvan V. La gran avenida de enormes columnas de ónice había sido un paseo procesional que se extendía a lo largo de la espina dorsal de la nave espacial, pero desde entonces se había convertido en un lugar aullante y enloquecido. Los suplicantes y los peticionarios que imploraban ver aunque sólo fuera un instante la magnificencia del primarca acampaban a la sombra de esas columnas, donde antaño habían montado guardia guerreros dorados armados con largas lanzas.
En tiempos pasados se habría disuelto semejante marabunta repelente, pero ahora era algo bienvenido, y una marea de miserables infelices gemebundos cuya devoción por Fulgrim alimentaba la propia grandiosidad del primarca llenaba todos los pasillos de la nave. El espadachín los despreciaba, pero en los momentos que era sincero consigo mismo sabía que era porque no cantaban su nombre, Lucius, con tanta devoción.
La Puerta del Fénix había desaparecido. La habían arrancado en el frenesí que siguió a la Maraviglia y a la batalla de Isstvan V. El águila que antaño se veía en el pecho del Emperador se había hecho pedazos y fundido en parte tras recibir el disparo del cañón de fusión que la derribó. La locura de los ataques de desfiguración de los símbolos imperiales casi había destruido al Orgullo del Emperador, hasta que Fulgrim puso fin a todos aquellos actos demenciales que sacudieron la nave y restableció cierto orden.
Lucius se echó a reír a carcajadas al recordar de nuevo la burla que suponía el nombre de la nave insignia de la legión. Aquel sonido, semejante al del aullido de un espectro, hizo que los suplicantes desnudos y medio despellejados gimieran de placer. Muchos de los altos mandos de la legión, con Julius Kaesoron a la cabeza, habían reclamado que se cambiaran el nombre de la nave y, por supuesto, el de la legión, tal y como habían hecho los Hijos de Horus. Sin embargo, el primarca se había negado a hacer nada de eso. Todos los símbolos y lazos de lealtad de su pasado debían mantenerse como recordatorios hirientes a sus enemigos de que se enfrentaban a sus propios hermanos. Horus Lupercal había favorecido a los Hijos del Emperador después de la muerte de Ferrus Manus, y durante cierto tiempo la legión se había alzado sobre una ola de euforia y sensaciones similares.
Sin embargo, al igual que todas las olas, la euforia inconstante se había desvanecido y había dejado a los Hijos del Emperador con una tremenda sensación de vacío en sus vidas. Algunos, como el propio Lucius, habían llenado ese vacío entregándose a la búsqueda de la perfección marcial, mientras que otros se habían dedicado a satisfacer deseos y vicios que habían permanecido secretos hasta ese momento. Diversas partes de la nave se habían sumido en la anarquía cuando todos los vínculos de mando y de control desaparecieron, pero no pasó mucho tiempo antes de que se estableciera de nuevo el orden y se instaurara algo parecido a una cierta disciplina.
Sin embargo, se trataba de una disciplina un poco extraña, una que recompensaba tanto como castigaba los comportamientos extravagantes y descabellados. En algunos casos se producía al mismo tiempo una cosa como otra. A pesar de que los legionarios se esforzaban con todas sus fuerzas por encontrar un nuevo significado y propósito a su recién descubierta devoción, seguían siendo una fuerza de guerreros que necesitaban una estructura de mando para poder combatir.
Seguían siendo guerreros, aunque sin una guerra que librar.
Desde Isstvan habían llegado órdenes de despliegue para la legión, pero el primarca no había comunicado ninguna de las órdenes del señor de la guerra a los oficiales de los Hijos del Emperador. Nadie sabía hacia qué zona de combate se dirigían ni a qué enemigo se enfrentarían para clavarles sus espadas, y esa falta de conocimiento era algo mortificante. Ni siquiera los comandantes superiores de la legión sabían nada al respecto. Sin embargo, la llamada del primarca para que todos acudieran a la Heliópolis sin duda pondría fin a esa ignorancia.
Lucius se llevó una mano a la empuñadura de su espada laer cuando vio a Eidolon dirigirse hacia él procedente de un pasillo lateral. El comandante lo odiaba y nunca dejaba pasar la oportunidad de recordarle a Lucius que no era de verdad uno de los Hijos del Emperador. La piel de Eidolon mostraba un aspecto parecido al de la cera, pálida y blanda, aunque estaba tirante a la altura de los globos oculares. Unos tendones tensos como cables le palpitaban en el cuello, y los huesos de la mandíbula inferior se movían con la independencia fluida de una serpiente.
Llevaba decorada la armadura con una serie de franjas estridentes de dos colores en tonos llamativos, el púrpura y el azul eléctrico. Ambos colores se habían pintado de un modo completamente aleatorio y extravagante que no tenía nada que ver con el camuflaje ni cualquier clase de heráldica. Lucius tuvo que forzar un poco los ojos para asimilar lo que estaba viendo. Aquella clase de colores chillones se habían convertido en lo habitual para los guerreros de la legión, y cada uno de ellos se esforzaba por superar a los demás del modo más ostentoso e increíblemente extravagante.
Hacía muy poco tiempo que Lucius había comenzado a decorar su armadura. Las diferentes placas estaban moldeadas de un modo tremendamente llamativo, con rostros aullantes y enloquecidos estirados hasta quedar completamente irreconocibles. El lado interno de cada una de las hombreras tenía engastados una serie de pinchos metálicos que le aguijoneaban y rasgaban la piel con cada movimiento de los brazos. La longitud y el ángulo de cada uno de esos aguijones se había escogido con mucho cuidado para que infligieran el dolor más agudo si decidía blandir sus espadas de un modo que no fuera realizando las maniobras de esgrima más sublimes.
Eidolon inspiró profundamente de una manera que casi pareció sorber el aire, y los huesos de la mandíbula dieron la impresión de retorcerse bajo la piel antes de unirse entre sí. Luego le habló.
—Lucius —dijo, y pronunció la palabra con desprecio, pero con un tono y una cadencia que provocaron una discordancia placentera en el cerebro del espadachín—. Traidor, eres una visión desagradable y nada bienvenida.
—Y sin embargo, aquí estoy —le replicó Lucius sin prestarle mayor atención y sin dejar de caminar.
El comandante se puso a su lado e hizo ademán de agarrarlo del brazo, pero Lucius giró sobre sí mismo para apartarse y le colocó el filo de ambas espadas en la garganta en sendos borrones plateados demasiado veloces como para seguirlos con la vista. La hoja laeran y la terrena acabaron cada una de ellas en un lado del cuello de Eidolon. Lucius podría decapitarlo con un simple giro de las dos muñecas. Vio la expresión de placer de la cara del comandante, el latido palpitante de los tendones semejantes a cables visibles en el cuello y los agujeros negros dilatados de sus pupilas.
—Te arrancaría la cabeza igual que le hice a Charmosian si no pensara que ibas a disfrutar con ello —le advirtió Lucius.
—Recuerdo muy bien ese día —le replicó Eidolon—. Juré que te mataría por eso. Quizá todavía lo haga.
—No creo que llegues a hacerlo —se burló Lucius—. No eres lo bastante bueno. Nadie lo es, ni lo será.
Eidolon se echó a reír. El gesto le abrió la cara igual que si hubiera sufrido un tajo tremendo.
—Eres un arrogante, y algún día el primarca se cansará de ti. Ese día serás mío.
—Quizá se canse algún día, o quizá no, pero no será hoy —le contestó Lucius, apartándose de él con unos pasos tan ágiles y elegantes que casi parecían de baile.
Se alegró de haber desenvainado las espadas de un modo amenazante y real. Era satisfactorio sentir la leve presión de sus filos contra la carne del enemigo. Tenía ganas de matar a Eidolon, porque aquel individuo lo había incordiado como una espina clavada en el costado desde que lo conoció, pero no sería apropiado privar al primarca de su seguidor más devoto.
—¿Y por qué no será hoy? —quiso saber Eidolon.
—Es la víspera de una batalla. Es el día que nunca mato a nadie —le replicó Lucius.
2
Las enormes paredes de piedra de color pálido estaban manchadas con un millar de salpicaduras de pintura y de sangre, y las grandes estatuas de mármol que soportaban el peso del techo artesonado de la cúpula ya no representaban a los primeros héroes de la Unificación y de la legión. Habían sido sustituidos por las representaciones con cabeza de toro de los viejos dioses de la cultura laer, unas criaturas huidizas que mantenían las cabezas inclinadas hacia el suelo o apartadas hacia un lado como si ocultaran un secreto placentero.
Los estandartes desgarrados colgaban entre las pilastras ahusadas de mármol verde. Estaban rotos y quemados por el fuego del renacimiento de la legión. El suelo de la Heliópolis era de terrazo negro con trozos de mármol y de cuarzo engastados para convertirlo en un cuenco celestial que reflejara el brillo del gran chorro luminoso de resplandor estelar que entraba por el centro de la cúpula. Esa luz brillaba con más fuerza y más intensidad que antes, y el suelo pulido la reflejaba con un destello casi cegador. Antaño, el lugar albergaba una serie de bancadas que seguían la forma en circunferencia de la cámara de consejo, y se alzaban hacia las paredes creando unas gradas semejantes a las de un anfiteatro de gladiadores.
Todos aquellos bancos habían sido demolidos, ya que nadie podía estar sentado a mayor altura que el propio primarca de los Hijos del Emperador, y habían apilado una serie de escombros en el centro de la cámara para formar un pedestal, algo desigual y reluciente parecido al ídolo grabado de un dios primitivo. Sobre esa plataforma elevada habían colocado un trono de color negro y aspecto magnífico, sin parangón alguno, con toda su superficie pulida hasta ser capaz de reflejar la luz como si fuera un espejo.
El trono era lo único que quedaba de la estructura anterior de la Heliópolis, ya que se había considerado que su majestuosidad regia tenía un aspecto lo suficientemente noble para el primarca de los Hijos del Emperador. Una melodía completamente discordante surgía de diversos altavoces forjados en hierro. La cadencia la componían los gritos de los leales al Emperador que murieron en las arenas negras, la cacofonía ensordecedora de cien mil armas al disparar al mismo tiempo y la música del dolor y del placer entremezclados. Era el sonido de la muerte violenta de un imperio, el sonido de un momento fundamental de la historia que sonaría una y otra vez sin cesar, una música de la que los guerreros que se veían obligados a escucharla jamás se cansarían.
Habría aproximadamente unos trescientos legionarios en la estancia. Lucius reconoció a muchos de ellos, que habían participado en la gran batalla de Isstvan V: el primer capitán Kaesoron, a Marius Vairosean, al agrio Kalimos del Decimoséptimo, al apotecario Fabius, al enfurruñado Krysander del Noveno, y a un puñado de otros guerreros a los que ya había bautizado con epítetos denigrantes. Algunos eran caras antiguas de la legión. Otros eran aquellos que habían llamado la volátil atención del primarca, y unos cuantos eran simplemente miembros de la Hermandad del Fénix que habían seguido a sus superiores.
Al igual que el nombre de la legión y de las naves, el nombre de esa discreta orden se había mantenido.
Lucius atravesó la masa de cuerpos en dirección a Julius Kaesoron. Disfrutó al contemplar la hermosa devastación del rostro del primer capitán. Un guerrero de los Manos de Hierro llamado Santar le había destrozado la cara a Kaesoron de un modo más completo de lo que podría haberlo logrado el propio Lucius. Aunque Fabius había reconstruido buena parte de aquel cráneo sin pelo, seguía siendo una visión horrible de piel y carne criada en tanques de crecimiento que le habían cosido al hueso fundido, con unos ojos como orbes llorosos y blanquecinos y el rostro convertido en una masa de tejido cicatrizado del mismo color que el cobre desgastado por el tiempo.
A pesar de lo llamativa que era la bendita transformación sufrida por Julius Kaesoron, era algo sutil comparada con la de Marius Vairosean. Mientras que el primer capitán había recibido el cambio de su rostro a manos de un enemigo, a Marius Vairosean le habían otorgado el don del cambio durante la oleada de energía desencadenada por la Maraviglia. Las mandíbulas del capitán se habían quedado rígidas y abiertas para siempre con una serie de cables cubiertos de pinchos, por lo que su aspecto era el de estar gritando en todo momento. Tenía los ojos enrojecidos y en carne viva, y eran bien visibles las suturas de alambre que los mantenían siempre abiertos. A cada lado del cráneo mostraba una tremenda herida abierta con forma de «V» en el lugar donde antes tenía las orejas.
Los dos capitanes llevaban unas armaduras que habían sido decoradas con pinchos de un modo maravilloso y cubiertas con las pieles curtidas de los cuerpos que sembraban el suelo de La Fenice. Sin embargo, a pesar de las evidentes mutilaciones y de los elementos decorativos chillones, Lucius consideraba que tanto Kaesoron como Vairosean eran unas reliquias del pasado, unos oficiales con una lealtad obstinada que carecían de la ambición y del estilo que haría brillar a un guerrero con mayor resplandor que el de una estrella.
—Capitanes —los saludó Lucius con un tono de voz con el equilibrio justo entre el desdén y el respecto en la pronunciación de cada sílaba—. Parece que por fin marchamos a la guerra.
—Lucius —le contestó Vairosean, al mismo tiempo que hacía un gesto de asentimiento a modo de saludo.
Su mandíbula crujió cuando la enorme circunferencia de la boca pronunció aquella palabra. Cada vez le costaba más formar sílabas, y algunas le resultaban imposibles. La insolencia más que evidente de Lucius lo habría hecho merecedor de una feroz reprimenda, pero su carrera estaba en ascenso. Eidolon, un guerrero que siempre era capaz de captar en qué dirección soplaba el viento, se había dado cuenta, y Vairosean, como siempre tan adulador, también lo sabía.
Kaesoron no era tan fácil de intimidar y volvió sus ojos lechosos hacia él. Era imposible determinar qué expresión mostraba su rostro, ya que el destrozado amasijo de su cara convertía en un misterio absoluto el estado de ánimo en el que se encontraba.
—Espadachín —le respondió Kaesoron con voz sibilante a través de la herida abierta en la que se había convertido su boca—. No eres más que un gusano, y además, un gusano ambicioso.
—Me halagáis, mi primer capitán —le contestó Lucius, quien respondió a la mirada hostil de su interlocutor con otra de enorme indiferencia—. Sirvo al primarca lo mejor que puedo.
—Tú sólo te sirves a ti mismo, a nadie más —le replicó Kaesoron—. Me arrepiento de no haberte dejado en la superficie de Isstvan III junto al resto de los imperfectos. Creo que debería matarte y acabar de una vez con tu existencia defectuosa.
Lucius se llevó una mano a la empuñadura de la espada laer e inclinó la cabeza hacia un lado.
—Sería para mí todo un placer que lo intentarais, mi primer capitán —le contestó.
Kaesoron le dio la espalda y Lucius sonrió de oreja a oreja. Sabía que el primer capitán jamás intentaría cumplir su amenaza de un modo directo. Lucius lo destriparía a los pocos momentos de que se iniciara cualquier clase de duelo entre ellos, y la sola idea de matar al primer capitán le provocó un estremecimiento de placer que le recorrió todo el cuerpo.
—¿Se sabe algo de dónde estamos? —preguntó, ya que aunque sabía que ni Kaesoron ni Vairosean tendrían idea alguna al respecto, tenía ganas de hacer evidente la ignorancia de ambos a los que estaban cerca de ellos.
Vairosean meneó la cabeza en un gesto negativo.
—Sólo el Fénix tiene por qué saberlo —le replicó, y el tono abrupto de su voz sonó igual que el bramido del disparo de un cañón sónico.
—¿No os lo han dicho? —inquirió Lucius con una sonrisa al mismo tiempo que aparecía una fila de porteadores encapuchados que llevaban a la espalda grandes barricas de vino. La columna surgió del enorme hueco dejado por la derruida Puerta del Fénix. A Lucius le parecieron hormigas que transportaban comida al hormiguero—. Creí que un guerrero de vuestro rango habría sido de los primeros en conocer nuestro destino. ¿Os habéis hecho merecedor de la ira del primarca?
Vairosean hizo caso omiso del evidente alfilerazo a su orgullo y le hizo un gesto de asentimiento a Eidolon cuando éste se colocó al lado de Kaesoron, un acto propio del individuo ansioso de gloria que era. El primer capitán había sido uno de los compañeros más cercanos al primarca en los viejos tiempos, y aunque al Fénix no parecían importarle mucho los lazos más antiguos en la legión, Kaesoron todavía imponía mucho respeto a la mayoría de los guerreros.
«A la mayoría, pero no a mí», pensó Lucius al mismo tiempo que sonreía al ver el destello de ambición de la mirada del comandante. Era patético ver cómo Eidolon se pegaba a aquellos que el primarca favorecía, y Lucius notó que el desprecio que sentía por ese individuo se acrecentaba hasta alcanzar nuevos límites.
—Por lo que parece, Fulgrim va a abrir lo que queda del vino de la victoria —comentó con una camaradería que no se había ganado—. Eso sólo lo hacemos cuando vamos a entrar en batalla.
—Es una costumbre arcaica de la legión —le replicó Vairosean con una voz como un gorgoteo húmedo y ronco.
—Seguimos bebiendo por la victoria que obtendremos —comentó Lucius a la vez que desenvainaba las espadas con un movimiento elegante y esforzándose al mismo tiempo para que todo el mundo se fijara en la espada plateada que Fulgrim le había regalado—. Da igual que obedezcamos la voluntad de Horus o la del Fénix, a los señores del libertinaje no les importa, así que bebemos.
—No deberíamos honrar a aquellos que éramos antes de nuestra propia ascensión —declaró Eidolon.
—No todo lo que éramos murió en Isstvan —le contestó Lucius, al que le pareció divertido lo evidente de la intención que tenían las obsequiosas palabras del comandante.
Los porteadores depositaron las barricas del vino de la victoria formando una circunferencia alrededor del trono negro situado sobre la columna de luz cegadora. El olor era fuerte, amargo, y recordaba al ácido utilizado por los artesanos grabadores del metal. Los guerreros reunidos en la estancia se acercaron y se inclinaron un poco hacia adelante, casi todos al mismo tiempo, para disfrutar mejor del aroma acre del vino. Todos eran muy conscientes de lo que aquello representaba.
La sangre se aceleró en las venas de Lucius simplemente al pensar que marcharían al combate una vez más. La inactividad forzosa que había sufrido desde que partieron del sistema Isstvan lo había irritado sobremanera en su fuero interno. Ansiaba, no, necesitaba sentir un chorro de sangre caliente que saliera con fuerza de una arteria seccionada, la emoción visceral de encontrarse con un espadachín que quizá demostrara tener la misma habilidad que él.
Se esforzó por recordar los nombres de todos los espadachines de renombre que pertenecían a las filas de las legiones que todavía eran fieles al Emperador, pero no le pareció que ninguno fuera un rival serio para él. Sigismund, de los Puños, era un luchador competente, aunque blandía la espada con una ingenuidad propia de una mente simple, y Nero, de la XIII, era capaz de matar con algo parecido a la elegancia, pero en cada uno de sus mandobles se notaba la rutina de movimientos aprendida en los entrenamientos. Por la mente de Lucius pasaron unos cuantos nombres más, pero a pesar de la tremenda habilidad que poseían, ninguno de ellos había logrado alcanzar el sublime pináculo de maestría con la espada que él había conseguido.
—Quizá se trata de Marte por fin —se atrevió a conjeturar—. Hemos viajado bastante. Quizá nos estamos preparando para unirnos a las flotas que avanzan hacia el planeta rojo, tal y como ordenó Horus.
—El señor de la guerra —dijo Eidolon, y la piel tensa de su rostro se llenó de arrugas al sonreír en un gesto de adulación infantil—. Me conoce, y me ha alabado en varias ocasiones.
Lucius sabía la verdad, pero antes de que tuviera tiempo de contradecir la fantasía proclamada por Eidolon, una descarga resonante de sonido surgió aullante de las unidades altoparlantes colocadas en los huecos que se abrían entre las pilastras. Un grito magnífico de nacimiento y muerte bramó en una serie de cadencias armónicas contrapuestas, con un sonido semejante al que emitirían un millón de orquestas que tocaran a la vez con todos y cada uno de sus instrumentos desafinados. El sonido fue exultante, clamoroso, una mezcla inconcebible de música estrambótica y de voces aullantes que se alzaban en una muestra de adoración horrenda.
Una cascada de luz cayó sobre ellos procedente de la cúpula, una lluvia resplandeciente que relucía con un brillo tan intenso que le recordó al instante una explosión atómica. Los Hijos del Emperador comenzaron a aullar cuando los aparatos sensoriales implantados mediante mutilaciones por el apotecario Fabius inundaron sus sistemas nerviosos con una serie de potentes descargas bioeléctricas, con respuestas de placer e impulsos de dolor. Los guerreros sufrieron convulsiones bajo aquella cacofonía de luz y de sonido, y se agitaron como bailarines enloquecidos o víctimas de unos tremendos ataques de epilepsia. Algunos se desgarraron la piel, otros comenzaron a golpear a aquellos que tenían más cerca, y algunos incluso se machacaron las manos hasta dejarlas ensangrentadas a base de propinar puñetazos al suelo mientras aullaban maldiciones a medio balbucir.
Lucius logró mantener inmóvil todo el cuerpo, rígido. Luchó contra aquellas sensaciones, y eso multiplicó por diez el placer, ya que la resistencia deliberada que desplegó ante aquella sobrecarga de sensaciones hizo que fueran más placenteras todavía. De las comisuras de los labios le salieron regueros de sangre y de saliva, y notó que los huesos y los músculos le reverberaban en una armonía perfecta con la locura estentórea y chillona de aquel espectáculo.
La legión aulló con el placer delirante de aquella sobrecarga sensorial, pero eso no fue más que el preludio.
Una luz se movió en mitad de aquella luz. Un ángel del exterminio, un dios encarnado en un cuerpo, el ejemplo de todo lo que era perfecto en una expresión de desenfreno absoluto.
Fulgrim atravesó la luz igual que si fuera el cometa más brillante de todo el firmamento, un meteorito compuesto por una armadura de combate tyriana del color de una puesta de sol mortecina. Se estrelló contra el suelo de terrazo, y la capa ondulante compuesta por relucientes escamas doradas se extendió a ambos lados de sus hombros como si fueran un par de alas angelicales. De su frente de aspecto noble caía una melena que se asemejaba a una cascada de nieve. Sus enjutos y aquilinos rasgos faciales eran firmes y delicados, pero poseían una fuerza altiva que ninguno de los apocados huérfanos de Asuryan podría igualar jamás.
Fulgrim había preferido no utilizar en esta ocasión las pinturas faciales llamativas y los ungüentos aromáticos habituales en él, por lo que su rostro mostraba un aspecto pálido, etéreo, igual que si un espectro cadavérico hubiese tomado forma y le hubieran puesto una armadura de combate que relucía con el resplandor del espejo más pulido del universo. Sus ojos eran unos pozos de los que no podía escapar luz alguna, y la línea de su boca formaba una sonrisa que indicaba la posesión de un nivel de conocimientos que abrasaría la mente de cualquiera que no fuera un primarca aunque sólo llegara a conocer una mínima fracción de esa sabiduría. Lucius se unió con un grito al coro orgiástico de bienvenida que aullaron sus camaradas, un himno al exceso, un coro demencial de alabanza al señor de la legión. El simple hecho de estar cerca del Fénix incendiaba la sangre. Fulgrim se irguió y abrió los brazos de par en par para aceptar la muestra de devoción de sus guerreros. Luego echó la cabeza hacia atrás al mismo tiempo que abría la boca en una enorme sonrisa ante aquel éxtasis de adoración.
La sinfonía discordante que surgía de los altavoces disminuyó de volumen, y Fulgrim por fin se dignó a pasear la mirada entre sus guerreros. La capa dorada que llevaba colgando de los hombros y el brillo de la cota de malla que se adivinaba bajo la placa pectoral de maravillosa manufactura relucieron del mismo modo que lo haría un diluvio de estrellas. Una vaina de ébano, madreperla y marfil ahumado colgaba de un cinto de cuero negro abrochado con una hebilla ámbar y negra.
El anatam.
Lucius conocía muy bien esa arma, y aunque en esos momentos pertenecía al guerrero más sublime imaginable, no pudo resistirse a la idea de calcular lo que sería enfrentarse a un arma semejante. Al sentir aquella mirada, Fulgrim volvió sus ojos de obsidiana hacia Lucius y le sonrió, como si admitiera que existía cierto vínculo secreto entre ellos, uno que sólo ellos conocían.
Lucius notó el poder que albergaba esa mirada y se esforzó por no mostrar en el rostro las sospechas que albergaba sobre el primarca. Le devolvió la sonrisa a Fulgrim y se pasó los filos de las dos espadas por la frente. La sangre de los cortes corrió más allá de los ojos, y disfrutó del sabor amargo y rancio mientras el fluido recorría los centenares de hendiduras que se había abierto a sí mismo en la piel del rostro hasta llegarle a la lengua, que lo esperaba ansioso.
—Hijos míos, os traigo la dicha —declaró Fulgrim cuando aquella gloriosa locura se desvaneció por fin.
3
Fulgrim se regocijó de la adoración de sus guerreros durante un momento más antes de alzar los brazos para ordenar silencio. Su mirada era beatífica, abrumadora, embriagadora y cruel, todo al mismo tiempo. Ni uno solo de sus guerreros logró mantenerse impasible y no sentirse intimidado ante aquella temible mirada negra. Caminó alrededor del enorme pedestal sobre el que reposaba su trono, con la mirada levantada hacia el esplendor majestuoso del conjunto y el aspecto de sentirse levemente avergonzado de que algo así estuviese dedicado a su persona.
—Habéis mostrado mucha paciencia conmigo, hijos míos —declaró Fulgrim por fin tras detenerse al lado del pedestal—. Y os he desatendido por completo.
Centenares de voces gritaron para mostrarse en desacuerdo, pero Fulgrim las silenció, alzando las manos al mismo tiempo que les sonreía con una expresión de desaprobación hacía sí mismo.
—No, no. Es cierto. No he permitido que se filtrara pista alguna sobre el destino hacia el que viajamos, no he permitido que ninguno de mis amados hijos lo supiera, y os he dejado abandonados en la oscuridad. ¿Podréis perdonarme?
Una vez más, la Heliópolis se llenó de un coro de aullidos salvajes, de un conjunto de chillidos que ninguna garganta mortal podría producir en su estado original. Muchos de los guerreros se derrumbaron de rodillas. Otros se golpearon el pecho con los puños, y muchos más se limitaron a gritar en un coro de alabanza sin palabras.
Fulgrim aceptó la adulación antes de volver a llamar.
—Me honráis enormemente.
Lucius observó con atención al primarca mientras daba vueltas alrededor del pedestal, y estudió con detenimiento todos y cada uno de sus gestos y movimientos en busca de algún indicio de que aquel magnífico individuo era alguien o algo distinto a lo que proclamaba ser.
Equipado con su imponente armadura de combate, la presencia del primarca era abrumadora. No era vulgar ni llamativa, era simplemente perfecta. Daba la impresión de que al ascender al pináculo de la excelsitud se hubiera despojado de cualquier clase de demostración evidente de la devoción que sentía hacia el credo del Príncipe Oscuro. Una mirada a sus ojos negros era más que suficiente para darse cuenta de la infinita capacidad que poseía para llevar a cabo cualquier clase de exceso en todas sus formas posibles. Fulgrim había bebido hasta el hartazgo de un pozo de sensaciones, y sin ese flujo continuo, la vida estaba vacía, carente de color, de alegría y de sentido.
—Os traigo el vino de la victoria y la suave caricia de la guerra para que los devoréis hasta la saciedad —les dijo Fulgrim—. Os traigo la sinfonía de la guerra, la bendición del éxtasis y el embeleso de la muerte llena de dolor que infligiremos a nuestros enemigos. Hemos viajado hasta muy lejos desde el festín de fuego que celebramos en Isstvan, y he decidido que ha llegado el momento de empapar nuestras armas con la sangre de esos enemigos.
Otro coro de agudos aullidos de aprobación fue la respuesta a las palabras de Fulgrim, y él aceptó aquella demostración de fervor como si se tratara de un regalo inesperado y no lo que había planeado desde el principio. El primarca movió sus dedos delgados, casi delicados, en un gesto dirigido hacia el centro de la cámara, donde se encendió una holoimagen centellante, una representación resplandeciente de varios planetas que participaban en una danza gravitatoria alrededor de una estrella que ardía con un fuerte resplandor.
—Contemplad el sistema estelar al que he denominado el Racimo Prismático —les informó Fulgrim mientras la holoimagen disminuía de escala y se centraba en el quinto planeta del sistema recién bautizado.
Una neblina de luces multicolores rodeaba el planeta igual que una aurora polar que lo cubriera por completo, y cuando la imagen aumentó de tamaño de nuevo, Lucius vio un mundo de franjas de color negro intenso y de brillos diamantinos que se superponían las unas sobre las otras.
Una serie de plataformas orbitales seguía el eje rotacional del planeta. Se trataba de gigantescos almacenes de tránsito y de plantas de procesamiento con atracaderos espaciales para naves de carga. Las manchas de hierro y de acero indicaban la presencia de un número elevado de ese tipo de naves, y estaba claro que los puntitos luminosos titilantes que se encontraban esparcidos entre ellas eran plataformas de defensa.
—Será aquí donde os daré la oportunidad de demostrarme el amor que me profesáis como guerreros de los Hijos del Emperador —les anunció Fulgrim mientras atravesaba la proyección parpadeante y el mundo holográfico cubría sus rasgos sin defecto alguno con el reflejo de la luz estelar—. Los lacayos del sacerdocio de Marte se afanan en este mundo con sus aburridas máquinas de construcción, y excavan como salvajes en el suelo en busca de unos cristales que luego transportan a Marte.
Una serie interminable de datos estimados sobre el tonelaje de extracción, de producción y de envío aparecieron formando una franja que no cesaba de descender a lo largo de la extensión brillante de la imagen. Lucius se concentró un instante en estudiarlos, y luego se aburrió, por lo que se centró en la superficie reflectante y reluciente del propio planeta. Aparte de un cierto atractivo estético, no parecía poseer ninguna importancia ni valor estratégico. No vio nada que sugiriese que aquel planeta fuese lo bastante valioso como para atraer la atención del primarca.
¿Qué era lo que estaba pasando por alto? ¿Qué era lo que veía Fulgrim y que él era incapaz de ver?
Quizá aquellos cristales eran la materia prima de alguna clase de proceso de producción de carácter vital. Lucius desechó aquella idea casi de inmediato por ser irrelevante. Que el sacerdocio de Marte los considerara valiosos era razón más que suficiente como para destruir aquella base de operaciones imperial, pero a pesar de ello, le parecía un mundo demasiado apartado y miserable como para que la legión perdiera ni uno solo de sus efectivos.
Fulgrim continuó observando el orbe que representaba a Prismático V, como si se hubiese quedado prendado de la belleza sencilla de aquella superficie reluciente. Movió los labios sin emitir sonido alguno, y sonrió por algún tipo de broma oculta o un comentario especialmente ingenioso que le hubiera contado a un oyente invisible en el momento adecuado.
A Lucius se le ocurrió una idea mezquina, pero se cuidó mucho de expresarla en voz alta, ya que sabía que no sería nada sensato hacerlo. Le resultó evidente que a Eidolon se le había ocurrido la misma idea, pero el comandante no tuvo el sentido común necesario para mantener la boca cerrada.
—Mi señor, no lo entiendo —le dijo Eidolon—. ¿Para qué servirá esto?
Fulgrim se volvió hacia el comandante, y la expresión de serenidad de sus rasgos pálidos se vio desbancada por un gesto de rabia malvada. Caminó a grandes zancadas en dirección a Eidolon con una mueca asesina en la boca, y Lucius se apartó con rapidez para evitar verse atrapado en el huracán de la furia del primarca. Fulgrim le lanzó un golpe a Eidolon, quien salió despedido hacia atrás como un insecto que hubiera recibido un manotazo. Se estrelló contra los escombros que habían quedado tras la demolición de las gradas, con la placa pectoral abierta y destrozada y la piel cubierta de sangre.
—¿Te atreves a cuestionar mis decisiones? —bramó el primarca mientras se alzaba sobre el guerrero derribado.
—No, mi señor, simplemente…
—¡Gusano! —le gritó Fulgrim—. ¡Es lo que deseo! ¿Y te atreves a poner en duda lo que deseo?
—Mi…
—¡Silencio! —rugió Fulgrim, al mismo tiempo que levantaba en el aire al aterrorizado Eidolon agarrándolo por la garganta.
Lucius notó una sensación de alegría al ver el modo en el que Eidolon era humillado. Ya había visto cómo Fulgrim aplastaba con una mano el cuello de metal ardiente de un dios alienígena, y sabía perfectamente que el cuello del comandante no supondría dificultad alguna para el primarca si decidía partírselo.
El miedo en el rostro del comandante era absoluto, y Lucius se relamió al pensar en la sensación tan sublime que sería el hecho de notar una emoción tan extraña para un guerrero del Adeptus Astartes.
—Soy tu amo y señor, ¿y me insultas de este modo? —le espetó Fulgrim, cuyo gesto de rabia se convirtió en una expresión de la tristeza más absoluta—. Os traigo una guerra ¿y así es como me lo pagas? ¿Cuestionando mis decisiones, expresando dudas? ¿Es que esta campaña no está a la altura de tu valía? ¿Es que vales demasiado como para librar una guerra bajo mis órdenes? ¿Es eso?
—¡No! —gritó Eidolon—. Yo… simplemente deseaba saber…
—¿Saber qué? —lo interrupió Fulgrim. La angustia desapareció y volvió toda la furia—. ¡Habla, gusano! ¡Suéltalo de una vez!
Eidolon se retorció bajo la presa de la mano del primarca, y la piel de su rostro adquirió un tono amoratado que hacía juego con la armadura de Fulgrim. Jadeó en un intento de conseguir aire, pero su constitución modificada genéticamente no era rival para la fuerza de un primarca. El comandante logró contestar entre dos jadeos.
—¿No nos ordenaron dirigirnos a Marte? Esta operación, ¿no retrasará nuestro encuentro con la flota del señor de la guerra?
—Horus es mi hermano, no mi señor, y yo no estoy a sus órdenes —le gruñó Fulgrim, como si Eidolon hubiera pronunciado el insulto más repugnante posible al mencionar a Horus Lupercal—. ¿Qué te hace pensar que me puede dar órdenes? ¡Soy Fulgrim! ¡Soy el Fénix, y no el perrito faldero de nadie! Si Horus piensa que lo único que tiene que hacer es simplemente lanzarse a la carga de cabeza contra Terra, como si no fuera más que un guerrero fanático y enloquecido, entonces es que no es más que un estúpido. Nadie ataca de ese modo el planeta más defendido de toda la galaxia. Un objetivo semejante se debe tomar con sutileza y refinamiento. ¿Lo entiendes?
—Sí, mi señor —asintió Eidolon con un siseo, pero la rabia de Fulgrim no disminuyó.
—Te conozco bien, Eidolon, no te creas que no te conozco —le advirtió el primarca. Dejó caer al comandante medio asfixiado y le dio la espalda a la imagen del planeta centelleante—. Siempre dispuesto a soltar el comentario cargado de crítica, siempre dispuesto a susurrar un reproche en las sombras para minar mi autoridad. Eres el gusano escondido en el corazón de la manzana, y no permitiré que alguien que duda de mí se quede a mis espaldas esperando el momento para clavarme un cuchillo.
Eidolon captó la terrible amenaza que implicaban aquellas palabras de Fulgrim, y se dejó caer de rodillas.
—¡Mi señor, os lo suplico! —gritó—. ¡Os soy fiel! ¡Jamás os traicionaría!
—¿Traicionarme? —exclamó Fulgrim, al mismo tiempo que giraba sobre sí mismo y desenvainaba la reluciente hoja de color gris del anatam—. ¿Te atreves a hablar de traición aquí, delante de esta asamblea compuesta por mis súbditos más leales? Eres todavía más estúpido de lo que creía.
—¡No! —chilló Eidolon, pero Lucius tuvo la certeza de que desperdiciaba el aliento en ese grito.
Tuvo que reconocer que también Eidolon se dio cuenta de lo que iba a ocurrir y empuñó la espada cuando Fulgrim se le echó encima para lanzarle un tajo mortífero. Las guías de la empuñadura de la espada de Eidolon apenas se habían separado del borde de la vaina cuando el anatam le atravesó el cuello y envió por los aires la cabeza. Ésta aterrizó con un golpeteo sordo y carnoso contra el suelo de terrazo y rodó hasta que se detuvo al quedar apoyada en uno de los barriles llenos con el vino de la victoria.
Los ojos del comandante parpadearon una última vez, y los labios se le quedaron abiertos, lo que dejó a la vista sus dientes rotos y desiguales en una expresión de horror que le provocó ganas de reírse a Lucius. Fulgrim le dio la espalda al cadáver de Eidolon mientras todavía se estaba desplomando en el suelo y se acercó a la cabeza decapitada del cuerpo del comandante. Del cuello cortado todavía salía un chorro viscoso de sangre, y Fulgrim recorrió en semicírculo la cámara procurando que las gotas a medio coagular cayeran dentro de los barriles abiertos de vino.
—Bebed, hijos míos —les dijo, como si lo que acababa de ocurrir no tuviera prácticamente ninguna importancia—. Llenad vuestros cálices y bebed por la gran victoria que os ofrezco. Llevaremos la guerra al Racimo Prismático, ¡y le enseñaremos al señor de la guerra cómo debería librarse esta campaña contra el Imperio!
Los Hijos del Emperador se apresuraron a llenar sus copas, ansiosos por ser el primero en beber el regalo que el primarca les había hecho. Fulgrim no soltó la cabeza de Eidolon y subió por el pedestal para llegar a su trono. Antes de sentarse extendió el borde dorado de la capa que llevaba a la espalda. Luego bajó la mirada hacia sus guerreros, y la expresión de su rostro volvió a ser benevolente y un tanto condescendiente.
Lucius repasó mentalmente el modo en que Fulgrim se había movido mientras desenvainaba el arma para luego cortarle la cabeza a Eidolon. Analizó todos y cada uno de los movimientos que había realizado el cuerpo del primarca con la mirada propia de un maestro de esgrima, desde el adelantamiento de la pierna para lanzar el tajo como el giro del hombro y la rotación de las caderas al golpear.
Los movimientos los había llevado a cabo de un modo fluido, uno tras otro sin pausa alguna, como si no hubiera podido ser posible hacerlos de otro modo. El cuerpo perfecto del primarca no había perdido el equilibrio en ningún momento, pero Lucius captó algo que nadie más que el mejor espadachín entre todos los mortales habría sido capaz de ver, y ese detalle le proporcionó una sensación deliciosa de emoción y de desengaño.
Era una idea imposible, una idea cargada de traición, pero Lucius no fue capaz de evitar pensar en ella hasta llegar a su conclusión lógica.
«Podría derrotarte —pensó Lucius—. Si tú y yo nos enfrentáramos ahora mismo, te mataría.»
4
Los guerreros del Mechanicum eran unos enemigos poderosos, modificados y potenciados más allá de las normas habituales entre los seres humanos normales, pero Lucius se preguntó si alguien se había molestado siquiera en enseñarles a aquellos guerreros el arte del combate cuerpo a cuerpo. Atravesó con la agilidad propia de un baile la vorágine del combate y movió las dos espadas en una serie de arcos vertiginosos que abrieron yugulares, amputaron miembros y cortaron la parte superior de varios cráneos.
Aquellos individuos no eran más que unas simples bestias, modificadas de un modo primitivo para que poseyeran mayor tamaño y fuerza que la mayoría de los humanos normales, pero apenas había sutileza alguna en el poder que poseían. Cualquiera podía llenar a un individuo de compuestos químicos para el crecimiento y acoplarle en el cuerpo sobredimensionado una serie de implantes de combate, pero ¿para qué servía eso si no los entrenaban en el uso de ese armamento?
Lo atacó una de aquellas criaturas, un servidor armado protegido con una armadura de combate de color azur y que mostraba pocas partes orgánicas. El cañón que llevaba acoplado al hombro disparó un chorro de proyectiles que levantaron un torbellino de fragmentos de piedra volcánica vítrea, pero Lucius ya se había apartado del punto de impacto. Rodó sobre sí mismo para pasar por debajo de la ráfaga de proyectiles, cortó con agilidad los rugientes cañones rotatorios del arma mientras se apartaba y clavó su espada terrana a través del estrecho hueco existente entre dos de las placas abdominales de la armadura.
Una espesa sangre negra y aceitosa salió a presión de la herida, igual que si se tratase de fluido hidráulico, y Lucius dio un giro para colocarse fuera del alcance del brazo que le quedaba a su oponente. La garra de transporte recubierta de energía intentó atraparlo, pero con demasiada lentitud, y Lucius la utilizó como trampolín. Se subió de un salto al saliente de una de las placas de la armadura que se encontraba a la altura de la cadera y de allí saltó de nuevo para encaramarse sobre sus anchos hombros. La afilada hoja de la plateada espada laer bajó con rapidez y atravesó el cráneo blindado del artefacto humanoide. Lucius notó que algo húmedo y vivo reventaba en su interior. Se bajó de un salto del cuerpo moribundo del servidor, satisfecho de ver una mancha rojiza en la hoja de la espada.
La biomáquina se tambaleó, pero no llegó a desplomarse, aunque era evidente que estaba muerta.
Lucius se detuvo en mitad de la matanza que estaba provocando para enjugar la sangre de las espadas con un rápido movimiento circular, y en ese mismo instante, el humo de una explosión retumbante comenzó a elevarse hacia el cielo acompañado de una fuerte onda expansiva. El hedor a productos petroquímicos llenó el aire cuando el promethio sin refinar empezó a arder y se mezcló con la atmósfera cargada de fluorocarbonos para formar una combinación que le provocó a Lucius una momentánea sensación de mareo que le resultó muy agradable.
Los guerreros de los Hijos del Emperador lo rodeaban por todos lados y no dejaban de disparar de un modo desenfrenado contra la masa de oponentes. Lo que había comenzado siendo un acto de asesinato masivo cuidadosamente preparado se había convertido en una batalla campal aullante. Cientos de guerreros modificados defendían las refinerías y las plantas de procesamiento principales, pero no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir. Sobre los defensores del planeta habían caído tres compañías completas de los Hijos del Emperador, y no habría supervivientes.
Aunque había tenido mucho cuidado de no mostrar cualquier pista sobre lo que realmente pensaba, Lucius se vio obligado a mostrarse de acuerdo con lo que había dicho el comandante Eidolon sobre aquel ataque. La flota, encabezada por el Andronius y el Orgullo del Emperador, sólo había necesitado diez horas para abrirse paso a cañonazos a través de la línea de protección formada por las naves de defensa hasta que por fin aniquilaron la última plataforma orbital artillada. Habían capturado tres inmensas naves pesadas de transporte. Eran unos mastodontes monumentales de varios kilómetros de largo cargados con miles de millones de toneladas de cristales reflectantes.
Una vez asegurado el espacio orbital del planeta, los escuadrones de ataque de Stormbirds descendieron hacia las manufactorías principales situadas en la región septentrional de un enorme bosque de gigantescas torres de cristal, y fue entonces cuando comenzó la matanza. Las instalaciones del Mechanicum estaban envueltas en llamas. Ardían de un extremo a otro mientras los guerreros de los Hijos del Emperador recorrían destrozando con salvajismo los enormes silos de almacenamiento y las estructuras de refino del tamaño de hangares. Unas grandes máquinas de excavación se alzaban por encima de las figuras envueltas en los combates, con sus enormes taladros y brazos serrados perforadores alzados hacia el cielo como si fueran las extremidades de una mantis.
Marius Vairosean dirigía a su compañía de aullantes guerreros de los Kakophoni contra el flanco occidental de las instalaciones y arrasaba de un modo sistemático todos los puestos defensivos con una ortodoxia metódica y cruel. Los sonidos armónicos aullantes de vibraciones disonantes resonaban en los desfiladeros de hierro que se extendían entre las enormes estructuras cada vez que las monstruosas armas sónicas destrozaban las uniones entre los átomos con una serie de frecuencias estrepitosas que retumbaban entre diferentes planos de la realidad.
Los edificios se desmoronaban como si los hubiesen construido con papel, y las oleadas sonoras abrasadoras abrieron enormes brechas en la roca basáltica del planeta. Los chillidos de los moribundos se entremezclaban con el crescendo musical de las ondas sonoras que chocaban entre sí, lo que formaba una sinfonía aullante de destrucción que recordaba a la locura eufórica de la Maraviglia.
Lucius había procurado mantenerse bien alejado de Marius Vairosean, ya que los Kakophoni estaban prácticamente sordos y no captaban más que los sonidos más fuertes y penetrantes, capaces de reventar los tímpanos. Un buen espadachín necesitaba un sentido del oído perfecto y que su oído interno no tuviera defecto alguno. Las descargas capaces de desgarrar nervios de aquellos intensísimos sonidos que además provocaban unas tremendas sensaciones dolorosas eran un placer al que tendría que renunciar.
El propio Fulgrim en persona encabezaba el ataque principal del asalto dirigido al corazón de la resistencia de los defensores del Mechanicum. Avanzaba rodeado por las moles de los exterminadores de la Guardia del Fénix. Julius Kaesoron combatía a su lado abriéndose un sangriento camino a través de las cohortes de servidores armados y las falanges de skitarii que resistían en los lugares de paso más estrechos con una serie de plataformas de armas automatizadas.
No tenían posibilidad alguna frente a la fuerza bruta del Fénix y de los guerreros de Kaesoron. El propio primarca era una fuerza destructiva imparable, y las armaduras de exterminador hacían que su escolta fuese casi invencible. Además, los pocos guerreros que sufrían una herida sentían que lo único que provocaba el dolor era que alcanzaran un grado todavía mayor de éxtasis.
El aspecto de Fulgrim era deslumbrante, un avatar enorme de belleza y de muerte. Llevaba la capa dorada extendida a la espalda, y la prenda reflejaba la disgregada luz solar creando una serie de arcos multicolores de un brillo cegador. Su armadura relucía igual que una baliza luminosa, y allá a donde iba, su espada gris cortaba hierro y carne híbrida sin detenerse en ningún momento. Cantaba mientras mataba, un lamento doloroso de la perdida Chemos en el que se hablaba del fin de la belleza y de un amor perdido que ya no se podría recuperar jamás.
Era algo mucho más hermoso que cualquier otra composición que hubiese cantado Coraline Aseneca, y a Lucius le pareció algo perverso que los hombres mecánicos que morían a su alrededor fueran incapaces de apreciar la belleza que los rodeaba y la gloria que representaba aquel que se agachaba para matarlos. Morían sin saber el honor que recibían, y Lucius los odió por ello.
Del interior de una de las refinerías envueltas en llamas surgieron varias bocanadas de humo, y Lucius aulló de frustración cuando su visión de Fulgrim inmerso en el combate quedó oculta por una capa de negrura y de nubes de color violeta. Le dio la espalda a todos los demás combates que se estaban librando a su alrededor y volvió a su propia lucha mortífera.
Fulgrim le había encomendado el mando del flanco oriental, y había dirigido a sus guerreros en una serie de fintas atrevidas que habían hecho salir a sus enemigos de las posiciones defensivas en las que se encontraban de un modo prosaicamente predecible. Uno por uno, todos aquellos contraataques se habían visto aislados y repelidos hasta que la línea defensiva se había quedado sin efectivos y los guerreros de Lucius habían podido avanzar sin encontrar ninguna clase de verdadera resistencia. Trazó una senda plateada y carmesí a través de las defensas, rodeando cada bolsa de resistencia para luego eliminar al guerrero más amenazador con una estocada elegante paradigma de una habilidad y de un desprecio sobrecogedores.
Se subió de un salto a los restos de una máquina de batalla derribada. Era un bípedo de diez metros de alto que tenía una gran fisura en el compartimento que albergaba al princeps. Del interior de la cabina fluía lentamente un gel amniótico de color rosado. Lucius había visto salir a la máquina dando grandes zancadas del interior de un hangar blindado que se encontraba en el borde de la línea defensiva, y durante un momento consideró la idea de enfrentarse a ella. Su enorme vanidad había hecho acto de presencia, y tras desecharla, se echó a reír ante una idea tan descabellada. Sólo un estúpido se atrevería a enfrentarse en un combate singular a aquella máquina, y el artefacto había caído víctima del fuego cruzado de varios cañones sónicos antes de acabar de dar una docena de pasos.
Lucius alzó la espada hacia el cielo reluciente, adoptando así una postura heroica apropiada para que lo contemplaran sus guerreros.
—¡Adelante! ¡Directos a esos fuegos para demostrar a esos hombres mecanizados lo que de verdad significa el dolor!
Nada más gritar aquello, la nube de humo se dispersó y el retumbar de unas tremendas pisadas hizo que el suelo se estremeciera. Una cabeza bestial y rugiente se alzó muy por encima de Lucius tras surgir de la capa de humo. La cabina de la máquina de guerra estaba fundida en bronce con la forma de un mastín de caza, y de ella colgaban unos cuantos estandartes que se agitaban sacudidos por las vaharadas de aire caliente. En el caparazón marrón y gris que formaba el torso de la máquina se veía el emblema de un águila dorada y un par de espadas cruzadas.
La enorme máquina de guerra surgió de las ruinas de la fábrica, y Lucius sintió un maravilloso e inesperado sobresalto de terror cuando vio que se dirigía hacia él, hacia los restos de su hermano derribado.
—Ahhh, sí. Cazan en pareja —comentó.
Los brazos de la máquina de guerra se elevaron para disparar. Se oyó un tableteo mecánico cuando los cargadores automáticos metieron los proyectiles de gran calibre en la recámara de aquellos cañones de tamaño monstruoso. Lucius se mantuvo en actitud desafiante sobre el caparazón roto del hermano caído del titán, y saltó en el último momento, cuando su enemigo abrió fuego con todas sus armas y provocó un estruendo ensordecedor semejante al de un millar de martillos que golpearan el yunque de un dios de la guerra. Rodó al chocar contra el suelo, y quedó cegado de forma momentánea por el huracán de fragmentos de piedra, de polvo y de gases propelentes.
La pira rugiente en la que quedaron convertidos los restos del titán brilló con intensidad a su espalda. Lucius se puso en pie de un salto al distinguir la silueta ennegrecida de la máquina de batalla recortada contra las llamas. Llevaba la cabeza inclinada hacia adelante, como si estuviera siguiendo su olor, en actitud de caza, y Lucius empuñó con más fuerza sus espadas.
Los cañones rugieron de nuevo, y numerosos guerreros de los Hijos del Emperador desaparecieron al instante arrasados por aquella tormenta de fuego que convirtió el suelo en gravilla. Las armaduras quedaron despedazadas bajo el poder de aquellos proyectiles, los cuerpos se vaporizaron, y los gritos de los moribundos, llenos de dolor, eran musicales y breves.
El fuego de respuesta de los Hijos del Emperador acribilló al titán, y los escudos que lo protegían brillaron y centellearon con unas cegadoras descargas de energía. Los impactos más potentes abrieron grietas en los escudos igual que piedras arrojadas a un estanque de agua fluorescente. Un misil cruzó rugiente al aire en dirección al titán, y la cabeza explosiva estalló convertida en una bola roja de plasma hipercalentado. Una descarga de sonido aullante recorrió el aire, pero los escudos lograron mantenerse. Sin embargo, Lucius sabía que debían de estar a punto de ceder.
—¡Ven aquí, cabrón! —le gritó mientras disfrutaba de la mezcla de emociones salvajes que le recorrían el cuerpo.
Las modificaciones que el apotecario Fabius le había efectuado en el sistema nervioso respondieron a los intensos estímulos que la rodeaban y le proporcionaron toda una serie de activadores del placer y de la producción de hormonas. Un instante después, Lucius fue más veloz, más fuerte, e hipersensible a todo su entorno.
La cabeza de mastín se volvió para mirarlo, y la sirena de combate lanzó un aullido desgarrador lleno de rabia y de pena. Lucius respondió a aquel bramido furioso con un rugido de desafío. Todos sus sentidos, agudizados de forma extrema de aquel modo tan repentino, captaron una miríada de detalles insignificantes en un solo instante: la textura pulida de la superficie de la cubierta metálica, las agresivas vaharadas de humo hirviente que surgían de las armas al disparar, el destello de las luces de colores de los paneles de control de la cabina de mando, el goteo de los gases de refrigeración de los mecanismos ocultos bajo el caparazón, y el sabor amargo, a hierro, de la conciencia que albergaba su núcleo.
Todo esto, y un millar de sensaciones más, recorrieron y atravesaron a Lucius en una fracción de segundo. La intensidad del conjunto lo hizo tambalearse, y tuvo que parpadear para librarse de la multitud de puntitos luminosos que se le aparecieron a la vista. La sirena de combate bramó una vez más cuando el titán apuntó con sus armas hacia Lucius. La máquina de guerra iba a desperdiciar toda una andanada en un solo guerrero, pero lo había visto subido al titán caído que había sido su hermano, y eso había hecho que el guerrero quedara marcado para la muerte.
Lucius sabía que no podía enfrentarse a un enemigo tan poderoso como aquél, por lo que se dio la vuelta para huir corriendo. Sin embargo, antes de que hubiera dado un solo paso, la silueta angélica de un guerrero con alas doradas descendió entre el humo. En una mano empuñaba una hoja del color del pedernal, y en la otra una pistola de cañón largo decorada con placas de plata y de ónice. Sus cabellos de color blanco puro se agitaron alrededor de sus rasgos perfectos cuando el chorro de calor procedente del reactor del titán lo alcanzó.
—Creo que éste me toca a mí, Lucius —le dijo el primarca al mismo tiempo que apuntaba con la pistola a la máquina de guerra.
Fulgrim disparó contra el titán con la misma calma de un duelista envuelto por la niebla matutina. Una lanza incandescente de luz casi cegadora cargada con el calor de una estrella recién nacida surgió del arma e impactó en el mismo centro de los escudos del titán. El destello aullante de una sobrecarga resonó con el mismo ruido que una multitud de espejos al romperse, y la poderosa esfera de energía palpitó igual que una tormenta solar.
Lucius salió despedido de espaldas por el aire y se estrelló con fuerza contra uno de los pináculos de cristal que se alzaban en el límite de las instalaciones. Una tremenda oleada de dolor le recorrió todo el cuerpo, y sonrió al notar el sabor de la sangre en la boca.
A pesar de la neblina formada por el humo y por el dolor, vio con total claridad lo que ocurrió a continuación.
Fulgrim estaba de pie, solo, delante de la máquina de guerra. Había dejado caer la pistola, y aunque todavía empuñaba la espada, lo hacía en dirección al suelo. Los cargadores automáticos del titán llevaron las ristras de proyectiles desde los contenedores dorsales hasta los cañones, y las recámaras emitieron un chasquido al recibirlos. Fulgrim alzó la mano que tenía libre en dirección a la máquina de guerra, en un gesto que parecía exigirle que se detuviera.
Lucius se echó a reír ante lo absurdo del gesto.
Pero Fulgrim no lo había hecho como un simple desafío.
Alrededor del Fénix apareció una aureola brillante de luz nebulosa, con la superficie cubierta de unos relámpagos apenas visibles. Sus dedos extendidos se cerraron para formar un puño, y luego giró la mano igual que si tirara de unas cuerdas invisibles.
La máquina de guerra detuvo por completo su avance, y la cabina se alzó hacia el cielo mientras los brazos se agitaban igual que si hubiera sufrido un horrible ataque de espasmos. Fulgrim siguió girando y moviendo la mano en el aire, y la sirena de combate del titán aulló de puro horror. Los paneles de la cabina de mando estallaron y lanzaron una lluvia de cristales a su alrededor al mismo tiempo que la máquina se desplomaba sobre sus patas sibilantes.
Lucius contempló con fascinación horrorizada cómo salían a presión de la cabina de mando una serie de masas de carne, cómo se hinchaban y palpitaban con una vitalidad grotesca. La masa creciente de carne gelatinosa cubrió toda la cabeza de mastín y bajó por el caparazón blindado del titán, formando tentáculos de color rosa intenso, como si fuera un cuerpo mutante en carne viva.
Lucius se puso en pie, asombrado y maravillosamente horrorizado ante la clase de muerte que estaba sufriendo el titán. El fluido amniótico cayó formando una leve llovizna desde el cuerpo reventado de la máquina de guerra. Todos y cada uno de los orificios y de los conductos de ventilación estaban completamente obstruidos por las monstruosas excrecencias de carne en desenfrenado crecimiento que procedían de la tripulación humana. El hedor era terrible, y Lucius inspiró profundamente para saborear la pestilencia a carne quemada, una carne que ya comenzaba a pudrirse.
Se acercó al primarca mientras éste se agachaba para recuperar su pistola.
—¿Qué es lo que habéis hecho? —le preguntó.
Fulgrim fijó en él la mirada muerta de sus ojos negros.
—Un pequeño truco de los poderes que me otorgan sus energías. Una tontería, nada importante.
Lucius levantó una mano y dejó que uno de los goterones de carne reluciente le cayera en la palma. Estaba húmeda y cubierta de manchas negras de necrosis. La textura esponjosa era levemente resbaladiza, y se descompuso ante la mirada del espadachín.
—¿Podría aprender a hacer algo parecido?
Fulgrim se echó a reír y se inclinó sobre Lucius para ponerle una de sus delicadas manos sobre una hombrera. El aliento del primarca era dulzón y empalagoso. Le recordó al incienso de un templo y a la glucosa. El calor que desprendía su piel era semejante al de un arma de plasma peligrosamente cercana al sobrecalentamiento. Fulgrim lo miró intensamente a los ojos, como si buscara algo que ya sospechara que existía allí dentro. Lucius notó el poder de la mirada de su señor, y supo que lo que le devolvía la mirada era mucho más antiguo y malvado de lo que él jamás llegaría a ser.
—Quizá podrías llegar a lograrlo —le respondió Fulgrim con un gesto de asentimiento lleno de diversión—. Creo que tienes el potencial para llegar algún día a ser como yo.
Fulgrim apartó la mirada, lo que fue un alivio para Lucius, cuando el sonido de los combates comenzó a disminuir de volumen.
—Ah, vaya. La batalla se acaba —comentó el primarca—. Bien. Ya empezaba a aburrirme.
Y sin decir una sola palabra más, Fulgrim se encaminó hacia el bosque de columnas de cristal reflectante y dejó a Lucius a solas con la máquina de batalla muerta.
5
Allí había belleza, una auténtica belleza, y tuvo ganas de llorar ante semejante espectáculo.
Sus guerreros sólo eran capaces de ver las propiedades físicas del bosque de cristal, pero Fulgrim vio la verdad que albergaba aquel lugar, una verdad que nadie más que él podía llegar a contemplar.
Las torres de cristal centelleantes, con una superficie que recordaba al diamante, surgían como columnas del suelo negro. Constituían un enorme monumento a las infinitas maravillas geológicas que existían en la galaxia. Ninguna de aquellas torres medía menos de cien metros, e incluso la más delgada tenía más de diez metros de diámetro. Cientos de miles de aquellas columnas se extendían hasta el horizonte, y cubrían toda aquella vasta extensión de terreno con su majestuosidad reluciente.
Surgían del suelo en formaciones espesas, donde crecían igual que los bosques orgánicos, creando sendas serpenteantes entre ellas. Fulgrim cambió de dirección al azar continuamente mientras se adentraba cada vez más y más en el centelleante bosque de cristal sin importarle hacia dónde iba. No resultaría difícil perderse en aquella selva cambiante de espejos. El primarca recordó una narración apócrifa sobre un guerrero perdido que quedó atrapado en un laberinto invisible que se alzaba en la meseta de Érice de Venus.
El muy estúpido había muerto prácticamente al lado de una salida, pero Fulgrim no temía que le ocurriera algo parecido. Él sería capaz de volver sobre sus propios pasos en mitad de aquel territorio desconocido sin ni siquiera tener que abrir los ojos.
Alargó una mano y paseó los dedos sobre los pulidos lados de las torres, y disfrutó de las diminutas imperfecciones de su superficie de silicato. Algunas tenían un aspecto lechoso y translúcido, mientras que otras eran completamente opacas, pero la mayoría mostraban un acabado semejante al de un espejo, y parecían un millón de lanzas que pertenecieran a un ejército de gigantes que había decidido dejarlas clavadas en la arena negra.
Fulgrim había leído sobre la existencia de un ejército enterrado en la antigua Terra. Se trataba de un ejército de soldados de arcilla dispuesto a proteger a un emperador muerto que temía la venganza de las incontables almas que había enviado al otro mundo en sus guerras de conquista. Aquello no era nada parecido, pero le divirtió imaginarse que caminaba entre las tumbas de un enorme ejército de colosos, y trazó un saludo imaginario e informal a los guerreros muertos sobre cuyas tumbas paseaba.
La batalla que habían librado para apoderarse de las instalaciones del Mechanicum lo había divertido un poco, pero había sido algo demasiado breve. Luchar contra un enemigo que no sentía desesperación alguna ante su destrucción total o que no suplicaba misericordia era una tarea aburrida y sin emoción alguna, y Fulgrim se sintió decepcionado por la incapacidad del Mechanicum de experimentar el éxtasis que tanto él como sus guerreros les habían concedido. Por supuesto, ya sabía que algo así ocurriría, pero le irritaba que sus oponentes le hubieran negado de un modo tan egoísta la emoción de oír sus gritos y de sentir el gozo de sus muertes.
Se le ensombreció el ánimo al pensar en el comportamiento tan zafio que había mostrado su enemigo, y alargó la mano de forma instintiva hacia la espada laer antes de recordar que se la había regalado a Lucius. Fulgrim se echó a reír ante la idea de que Lucius pudiera convertirse en alguien como él. Sin duda, el espadachín estaba tocado por los dioses, pero ningún mortal podría lograr lo que él había logrado, convertirse en lo que se había convertido.
Fulgrim se detuvo en mitad del paseo y se volvió con lentitud mientras contemplaba y valoraba la verdadera belleza que lo rodeaba. No se trataba del poder para esculpir que tenían los planetas. Eso no era más que un simple accidente geológico. Tampoco se trataba del cielo resplandeciente que se extendía sobre él. Aquello no era más que un efecto pintoresco producido por la contaminación y los elementos químicos de la atmósfera. No. La verdadera belleza de aquel lugar no era algo accidental, no era un hecho casual. Al contrario, se trataba de una maravilla única de concepto, de voluntad y de perfección.
Sus múltiples reflejos lo rodeaban, la perfección más increíble condensada en una forma viviente.
Fulgrim contempló cómo su imagen aumentaba o se alejaba con cada vuelta al azar que daba. Estaba embelesado con sus rasgos exquisitos, su rostro noble, su porte regio. ¿Quién podría rivalizar con él en perfección? ¿Horus? Difícilmente. ¿Guilliman? Ni por asomo.
Sólo Sanguinius se le acercaba algo en el plano estético, pero incluso su maravilloso aspecto era defectuoso. ¿Qué clase de ser perfecto podría verse maldecido con una mutación que lo marcaba convirtiéndolo en un recordatorio de unos mitos y unas creencias antiquísimas?
Y Ferrus Manus… ¿qué hay de él?
—¡Está muerto! —rugió Fulgrim.
Su voz resonó con un eco extraño a través de las densas capas del bosque de cristal.
MUERTO, MUERTo, MUERto, MUErto, MUerto, muerto…
Fulgrim giró sobre sí mismo a medida que los gritos distorsionados volvían a él como acusaciones. Se enfureció y desenvainó la espada. Empezó a propinarle tajos a la columna más cercana, lo que provocó una lluvia de fragmentos de cristal afilados como cuchillas que cayeron por doquier. Lanzó una serie de mandobles contra su propio reflejo, como si lo desafiara a que le respondiera. Atravesó la estructura cristalina con unos golpes terribles de un poder tremendo.
La hoja tallada en pedernal cortó igual que el hacha de un leñador, pero no perdió filo en absoluto a pesar de un manejo tan descuidado. Una conciencia muy superior a la humana la había creado, y dentro de su aspecto primitivo albergaba el poder de matar dioses.
—¡Todos mis hermanos son crueles y magníficos a su manera! —aulló Fulgrim, subrayando cada palabra con un fuerte tajo—. Pero todos y cada uno de ellos son una creación defectuosa, estropeada para siempre por una maldición que algún día será el fin para ellos. Sólo yo soy perfecto. ¡Sólo yo he sido templado en la forja de la pérdida y de la traición!
Por fin, su rabia intempestiva y caprichosa se disipó y retrocedió apartándose de la columna destrozada. Cegado por la furia, había cortado hasta la mitad de la base, y la torre de cristal empezó a tambalearse al perder la estabilidad estructural. El cristal crujió con un sonido semejante al de los disparos cuando la columna se partió a la altura de los cortes efectuados por Fulgrim. Luego se desplomó igual que un árbol derribado a hachazos y se estrelló contra el suelo, donde se convirtió en una tormenta de fragmentos cristalinos. Con su caída provocó el desplome de otra docena de columnas, y una amplia sección del bosque cayó contra el suelo con un estruendo retumbante y sonoro de cristales rotos.
El trueno de las torres derribadas resonó alrededor de Fulgrim, convertido en un crescendo interminable de destrucción musical. El dolor provocado por un sonido tan agudo y quebradizo le atravesó el cerebro, y fue un inmenso placer. Sus guerreros sin duda oirían aquel ruido, pero si acudían a ese lugar, no sería por temor a que le hubiese ocurrido algo a su primarca, sino para disfrutar del sonido sublime producido por una devastación tan caprichosa. Se preguntó cuánto tiempo habrían tardado aquellas columnas en alcanzar esa altura titánica. Miles de años. Quizá más.
—Tardaron milenios en crecer, y sólo ha hecho falta un instante para destruirlas —dijo con un tono de voz bastante desdeñoso—. Eso es toda una lección.
El eco del derrumbe de la columna se apagó y Fulgrim permaneció a la escucha de cualquier otra voz que sonara en el bosque. ¿Había oído a alguien pronunciar el nombre de su hermano, o había sido algo producto de su imaginación? Sostuvo la espada por delante de él y se quedó contemplando el reflejo pulido de su superficie pétrea mientras un recuerdo persistente pero que no lograba concretar le aguijoneaba la consciencia.
Ya había oído con anterioridad una voz sin cuerpo, ¿verdad?
Le había contado cosas terribles y secretas. Cosas insoportables.
Fulgrim cerró los ojos y se llevó una mano a la cara para taparse las sienes con los dedos mientras intentaba recordar.
Estoy aquí, hermano. Siempre estaré aquí.
Fulgrim alzó la vista sorprendido, y una emoción que había dejado a un lado mucho tiempo atrás durante su ascenso a la gloria le atravesó el pecho como la punta de una lanza empuñada por el propio Khan en persona.
En la profundidad del bosque de columnas de espejo vio la figura de un guerrero poderoso equipado con una gastada armadura de combate del color del ónice pulido. Un rostro tallado en granito le devolvió la mirada a Fulgrim, y el primarca de los Hijos del Emperador gritó al ver la expresión de dolorosa pena infinita que se veía en las gruesas pepitas de color plateado que eran sus ojos.
—¡No! No puede ser… —susurró Fulgrim.
El primarca avanzó a través de los grandes colmillos de cristal que sobresalían del suelo. Se abrió heridas en las manos y arañó las placas impolutas de su armadura en su prisa por avanzar. Se tambaleó igual que si estuviera borracho, sin dejar de golpear a izquierda y derecha para romper o apartar los fragmentos de cristal todavía en pie o los trozos caídos que se mantenían en vertical y que antaño se habían elevado hacia los cielos.
—¿Tú qué eres? —chilló.
El eco de su grito rebotó a su alrededor de tal manera que dio la impresión de que una hueste de voces enfurecidas le exigía una respuesta. Perdió de vista al guerrero de negro mientras corría y se adentraba todavía más en aquel laberinto de espejos sin importarle otra cosa que desenmascarar la identidad de aquel invasor de su soledad.
Lo único que veía cada vez que levantaba la mirada era su propio reflejo con gesto de desesperación, con el rostro de rasgos aquilinos retorcido hasta mostrar un aspecto desagradable a causa de los ángulos desiguales y enloquecidos de las columnas. Ver su maravilloso rostro deformado por un capricho de la geometría reflectante lo enfureció, y se detuvo en un claro desigual que se abría entre aquellas torres.
Giró sobre sí mismo y desafió a sus reflejos a que mostraran algo que no fuera su verdadera belleza.
Más de un centenar de Fulgrims le devolvieron la mirada con la misma expresión de rabia, aunque sólo en ese instante, quieto y enfurecido, fue capaz de captar el dolor y el pánico en aquellos ojos tan negros.
—¿Dónde estás? —exigió saber.
Aquí estoy, le respondió uno de los reflejos.
Estoy donde me abandonaste para que me pudriera, le contestó otro.
La ira de Fulgrim se desvaneció igual que una gota de agua que hubiera caído sobre la cubierta ardiente de una máquina. Aquello era nuevo, aquello era inesperado, y por lo tanto, había que disfrutarlo. Recorrió todo el claro en una lenta circunferencia fijando la mirada en cada uno de los reflejos, pero procurando no perder de vista a los demás. Aquellos reflejos, ¿eran de él, o tenían vida propia y simplemente estaban imitando todos sus movimientos? No sabía cómo podría ser posible algo así, pero se trataba de una diversión fascinante.
—¿Quién eres? —preguntó en voz alta.
Ya sabes quién soy. Me robaste lo que era mío por derecho.
—No. Siempre fue mío —lo contradijo Fulgrim.
No es así. Tú sólo tomaste prestada la carne en la que caminas. Siempre ha sido mía y siempre lo será.
Fulgrim sonrió al reconocer la consciencia que se ocultaba tras la miríada de voces y de reflejos en los cristales rotos. Ya se había esperado algo así, y saber con quién estaba conversando le proporcionó una sensación de fraternidad muy agradable. Fulgrim envainó el anatam, seguro ya de que él no era el origen de las voces.
—Me preguntaba cuándo lograrías comunicarte con el exterior de la jaula dorada que tienes por prisión. Has tardado más de lo que me esperaba.
Su reflejo le sonrió.
Estar confinado es toda una experiencia nueva para mí. Me ha llevado cierto tiempo acostumbrarme. Una libertad como la que yo poseía es difícil de olvidar.
Fulgrim se echó a reír ante la petulancia que sonaba en la voz del reflejo.
—¿Y por qué me has mostrado a Ferrus Manus? —le preguntó al millar de reflejos.
¿Qué mejor espejo existe que el rostro de un viejo amigo? Sólo aquellos a los que amamos tienen el poder de mostrarnos nuestro verdadero yo.
—¿Se trata de la culpabilidad? ¿Crees que puedes lograr que te devuelva este cuerpo haciendo que sienta vergüenza? —inquirió el primarca.
¿Vergüenza? No, tú y yo hace mucho tiempo que dejamos la vergüenza atrás.
—Entonces, ¿a qué viene mostrarme al Gorgón? —insistió Fulgrim—. Este cuerpo es mío, y ningún poder del universo podrá obligarme a abandonarlo.
Pero sería mucho lo que podríamos conseguir si yo lo controlara de nuevo.
—Yo conseguiré mucho más —le prometió Fulgrim.
Tú síguete diciéndote eso para convencerte —le respondió su reflejo, riéndose—. No puedes saber las cosas que yo sé.
—Sé todo lo que tú sabías —le replicó Fulgrim, al mismo tiempo que levantaba los brazos y curvaba los dedos como si fuera un virtuoso del piano preparándose para tocar—. Deberías ver lo que soy capaz de hacer ahora.
Trucos de salón se burló el reflejo, y apartó la mirada hacia otro de los espejos.
—Eres muy mal mentiroso —se rió Fulgrim—. Pero no debería esperar menos. Antaño engañaste a aquellos de mente débil con promesas de poder, pero lo que realmente les ofrecías era la esclavitud.
Todos los seres vivos están esclavizados a algo, ya sean las ansias de riquezas y poder o el deseo de posesiones materiales y de nuevas experiencias. O el deseo de formar parte de algo más grande que uno mismo…
—No soy el esclavo de nadie —declaró Fulgrim, y todos sus reflejos se echaron a reír. Aquel centenar de esos burlones lo atravesaron más profundamente de lo que podría lograrlo ninguna espada.
Ahora eres más esclavo que nunca —le contestó con voz sibilante su reflejo—. Existes atrapado en un cuerpo de carne y hueso, encerrado en una máquina rota que te machacará hasta convertirte en ceniza. No puedes saber lo que es la verdadera libertad hasta que hayas conseguido un poder más allá de lo imaginable. Es decir, conocer el poder de un dios. Libérame y te mostraré cómo podemos ascender juntos para lograrlo.
Fulgrim meneó la cabeza en un gesto negativo.
—Sería mejor todavía someter ese poder y obligarlo a cumplir tu voluntad.
Juntos podremos experimentar maravillas increíbles, le ofreció el reflejo que tenía a su izquierda.
Un universo de sensaciones, dijo otro.
Está ahí para que lo poseamos, añadió un tercero.
—Di lo que quieras. No tienes nada que ofrecerme —le replicó Fulgrim.
¿Eso crees? Entonces es que no comprendes nada de ese cuerpo que reclamas como tuyo.
—Ya me he cansado de tus juegos —dijo Fulgrim, al mismo tiempo que se daba media vuelta, pero se encontró cara a cara con más reflejos—. Te quedarás donde estás y no volveremos a hablar.
Por favor —le suplicó uno de los reflejos, que de repente mostró una expresión de arrepentimiento—. No puedo seguir existiendo de este modo. Aquí hace frío y está oscuro. La oscuridad me asfixia por todos lados, y tengo miedo de desaparecer pronto.
Fulgrim se inclinó para acercarse a la superficie reflectante de una de las columnas de cristal y le sonrió.
—No temas a ese respecto, hermano —lo tranquilizó—. Pienso mantenerte mucho, mucho tiempo, tenlo por seguro.
6
La flota permaneció en órbita alrededor del planeta durante seis días. Dedicaron ese tiempo a sacar los bosques de cristal que el Mechanicum tenía almacenados en sus silos y llenaron con aquel material centelleante las bodegas de carga de las cinco naves de transporte pesado que habían capturado. Fulgrim exigió que se llevaran cada trozo, cada fragmento pulverizado y cada columna que pudieran sacar del planeta, aunque no dio explicación alguna sobre el uso que pensaba darle a todo aquel botín de mineral.
Los Hijos del Emperador se divirtieron a lo largo de esos seis días con los pocos prisioneros que habían hecho. Los utilizaron de un modo demasiado terrible como para describirlo antes de pasárselos a la siguiente compañía de guerreros. Lucius libró una serie duelos solitarios en los últimos restos de las torres de cristal, enfrentado a sus propios reflejos y contrarrestando cada estocada, cada tajo y cada bloqueo con otro movimiento brillante y veloz. Estaba a las puertas de ser todo lo buen espadachín que podía llegar a ser un mortal. Poseía el equilibrio ideal entre las estocadas de ataque y de defensa, una habilidad impecable con los movimientos de los pies y una necesidad patológica de sentir dolor.
Ésa era la debilidad de la mayoría de sus oponentes: temían sentir dolor.
Lucius no albergaba ese temor, y sólo los guerreros poseídos por la furia de combate más enloquecida eran capaces de tener alguna oportunidad al enfrentarse a él. A un guerrero preso de ese estado no le importaba en absoluto su propia vida, por lo que sólo dejaba de luchar cuando estaba muerto. Lucius recordó a un capitán de los Devoradores de Mundo que vio combatir en Isstvan III. Todavía tenía grabado en la mente cómo atravesó las líneas de sus propios guerreros como si fuera un poseso enloquecido.
Enfrentarse a un guerrero como ése sería la verdadera prueba de la habilidad de Lucius, y por mucho que a éste le gustara creer que era invencible, sabía que no era así. No existía un solo guerrero que fuera invencible. Siempre habría alguien más veloz, o más fuerte, o más afortunado. Sin embargo, en vez de temer a un oponente así, Lucius ansiaba enfrentarse a él.
Su reflejo avanzó y retrocedió a la par que él, igualando todos y cada uno de sus movimientos. No importaba lo veloces que fueran sus ataques, lo vertiginosas que fuesen sus estocadas de respuesta, no era capaz de romper la defensa de su reflejo. Movió las espadas con más rapidez, y los ataques se sucedieron de forma imparable, cada uno más veloz que el anterior. Lucius se movía ya más rápidamente que ningún otro espadachín vivo, y sus armas formaron una esfera plateada y reluciente a su alrededor, un intrincado baile de espadas que habría sido una insensatez interrumpir.
—Demasiado concentrado en ti mismo, espadachín —dijo Julius Kaesoron, al mismo tiempo que salía de la parte posterior de un gran trozo de cristal roto—. ¿Es que quieres que te dejen aquí abandonado?
Lucius trastabilló, y las dos espadas chocaron entre sí con un chasquido resonante de filos mortíferos. La espada de Terra se quejó chirriando cuando la espada laer la embotó con un rechinar alegre de metal contra metal. Lucius convirtió el tropezón en un giro completo y las dos espadas silbaron al cortar el aire para posarse en la garganta del primer capitán.
—Eso no ha sido muy inteligente —le dijo.
Kaesoron apartó las hojas afiladas con un simple manotazo y se echó a reír con un gorgoteo de fluidos y espumarajos. Le dio la espalda a Lucius y señaló con un gesto las instalaciones destruidas del Mechanicum, donde las últimas naves de transporte atmosférico despegaban para llevar su pesada carga lejos de la roca destrozada en la que se había convertido aquella zona del planeta.
No quedaba casi nada de los bosques de cristal. El horizonte estaba ahora desprovisto de su presencia y los silos habían sido destrozados mientras sacaban los cristales de su interior. Las escuadras aullantes de Marius Vairosean reventaron lo poco que quedaba en pie hasta convertirlo en átomos dispersos mediante descargas sónicas entrecruzadas de ruidos completamente inarmónicos. No pasaría mucho tiempo antes de que pareciera que aquel lugar no había existido nunca.
Lucius siguió al trote al primer capitán.
—¿Crees que no te mataría, Kaesoron? —le preguntó enfurecido por el desprecio displicente que el guerrero había mostrado frente a su amenaza.
—Lucius, no eres más que una víbora, pero ni siquiera tú eres tan estúpido.
El espadachín deseó replicarle, pero sabía que no tendría sentido enfrentarse a aquel individuo. El primer capitán lo dejaría abandonado allí sin pensárselo dos veces, y sin apenas sentir emoción alguna al respecto.
—El primarca ha sido muy concienzudo —comentó Lucius mientras envainaba las espadas y contemplaba cómo ascendía la última nave de transporte impulsada por el chorro de los motores, activados al máximo para vencer la gravedad—. ¿Para qué los querrá?
—¿Los cristales?
—Por supuesto. Los cristales.
Kaesoron se encogió de hombros. El asunto no le interesaba lo más mínimo.
—El primarca los quería, así que nos los llevamos. Lo que quiera hacer con ellos no me importa en absoluto.
—¿De verdad? Y tú eres el que dices que estoy demasiado concentrado en mi mismo —comentó Lucius.
—¿Es que acaso a ti te importa? —le replicó Kaesoron—. No lo creo. Para ti, el mundo empieza y acaba contigo, Lucius, lo mismo que el mío se centra en aquello que me permite disfrutar de los mayores excesos y del éxtasis más oscuro. Existimos para saciar todos nuestros deseos hasta los límites más extremos de cada sensación, pero lo hacemos al servicio de un poder más grande que cualquiera de nosotros, más grande incluso que cualquier primarca.
—¿Más grande que el Fénix, o incluso que el propio señor de la guerra?
—Ellos son seres luminosos, pero no son más que los recipientes de un poder más antiguo de lo que tú o yo podríamos imaginarnos nunca.
—¿Cómo sabes todo eso? —lo interrogó Lucius.
—Espadachín, se puede encontrar la sabiduría en el sufrimiento. Isstvan V me lo demostró. La bendición del dolor y el éxtasis de la agonía es el modo en el que mostramos y ofrecemos nuestra devoción. Tú todavía no has conocido el verdadero sufrimiento porque eres débil. Sigues aferrado a la idea de lo que fuimos, no de aquello en lo que nos hemos convertido.
Lucius se irritó enormemente ante el modo despreocupado con el que Kaesoron había despreciado su propio sufrimiento y su habilidad, pero no respondió nada, ya que estaba ansioso de enterarse de más cosas como las que le estaba contando el primer capitán.
—Lord Fulgrim ha conocido el mayor dolor posible en esta galaxia, y sabe cuál es la verdad en el fondo de su corazón —siguió diciendo Kaesoron, y Lucius captó un cambio en el tono de voz rasposo, notó el temblor de la duda—. Desde… Isstvan me ha mostrado visiones que yo jamás habría soñado tener, dolor y asombro, arrobamiento y desesperación.
¿Sería posible?
¿Acaso Kaesoron sospechaba lo mismo que él?
Lucius se arriesgó a mirar de reojo al primer capitán, pero el cráneo del guerrero había quedado tan destrozado y sufrido tal reconstrucción que resultaba imposible adivinar su estado de ánimo por sus rasgos. El estruendo resonante del metal al ser atomizado los asaltó cuando el último silo se desplomó, y sus destructores aullaron cuando el sonido ensordecedor les provocó punzadas de placer por todo el cerebro.
Marius Vairosean se dirigió hacia ellos dos mientras el último Stormbird descendía a través de la mancha del cielo decorado por un arco iris. Lucius se esforzó para que el cielo le pareciera hermoso, para sentirse conmovido por sus intensos colores y las extrañas mezcolanzas de tono que jamás había visto antes.
Se sentía vacío, lo único que quería era marcharse de aquel planeta. Ya no había nada que le interesara, y notó que la ira lo invadía al verse desprovisto de todo estímulo.
—Un magnífico final —les comentó Marius. Las palabras salieron a borbotones debido a sus mandíbulas deformadas. Lucius tuvo ganas de clavarle las dos espadas en el pecho a Vairosean, aunque sólo fuera por sentir algo, pero se resistió con dificultad al impulso.
—Desprecio este lugar —le respondió Lucius, que estaba impaciente por salir ya de aquella roca vulgar a la que llamaban planeta.
—Yo ya lo he olvidado —afirmó Kaesoron.
7
El sueño seguía aferrado a los bordes desiguales de su consciencia. El miedo todavía persistente y las sospechas asfixiantes le colgaban del ánimo igual que si llevara un albatros al cuello. Los pasillos del Orgullo del Emperador nunca estaban completamente en silencio. El eco de los gritos resonaba de un extremo a otro de la nave formando un coro constante de placeres libertinos sin desenfreno. La mayoría de los gritos eran de dolor, pero muchos indicaban placer.
Cada día gris que pasaba era más difícil notar la diferencia entre ambos tipos de gritos.
Sin embargo, esa zona de la nave estaba abandonada y olvidada igual que un secreto inmundo, con la esperanza de que se desvanecería si no se le hacía caso el tiempo suficiente. En aquel amplio corredor no se veía luz alguna, ni resonaban la música o los gritos. No había danzas descoordinadas llenas de dolor, ni tributos de carne a unas torturas magistralmente dolorosas. Daba la impresión de que aquel lugar no existía, como si no perteneciera al resto de la nave y no estuviera unida a ella.
Lucius dobló una esquina y se encontró delante de las puertas de la enorme arcada que daba a La Fenice. Allí fue donde se desvaneció la impresión de que la zona estaba abandonada. Delante de las puertas vio desplegados a seis guerreros equipados con armaduras pintadas de azul, de rosa y de púrpura. Llevaban puestas unas capas doradas andrajosas que caían igual que cascadas asimétricas de los pinchos incorporados a sus hombreras. En las placas pectorales se veían unas aves rapaces carmesíes que surgían de unas tremendas llamaradas de color rubí.
Los seis estaban armados con alabardas de hojas doradas. El filo de las armas centelleaba levemente con una luz mortífera. Un guerrero con una máscara de piel humana sobre el rostro se le acercó a la vez que giraba la hoja de la alabarda para apuntarlo con ella. Lucius estudió los movimientos del guerrero: eran tranquilos, llenos de confianza y fluidez. Estaba claro que no temía al espadachín, lo que indicaba que era especialmente estúpido.
—La Guardia del Fénix —comentó Lucius con una sonrisa de satisfacción.
—Entrar en La Fenice equivale a una sentencia de muerte —le advirtió el guerrero con la voz apagada por la máscara de piel.
—Sí, eso he oído decir —le contestó Lucius con un tono de voz amistoso—. ¿Tú por qué crees que es así?
El guerrero de la Guardia del Fénix hizo caso omiso de la pregunta.
—Date la vuelta, espadachín. No pases de ahí y seguirás con vida.
Lucius se echó reír, divertido ante la seriedad de la respuesta y por la falta de realidad de aquella amenaza.
—¿De verdad? —dijo, al mismo tiempo que posaba las manos en las empuñaduras de las espadas—. ¿De verdad que tus amigos y tú seréis capaces de impedir que entre ahí?
El resto de los guerreros se desplegaron a su alrededor formando una circunferencia de acero letal.
—Márchate ahora mismo y vivirás —le insistió el guerrero que tenía delante.
—Sí, eso ya me lo has dicho, pero hay un problema. Quiero entrar ahí, y vosotros no me vais a detener. Haz caso de lo que te digo: me producirá un enorme placer mataros a los seis, pero creo que al fin y al cabo se trata de un enfrentamiento demasiado desigualado.
Lucius vio el ataque inminente en la mirada del guerrero de la Guardia del Fénix.
El acero cargado de energía partió el aire, pero Lucius ya se había apartado.
Lucius se agachó por debajo del tajo lanzado por el guerrero y desenvainó la espada terrana en un instante. Clavó la punta del arma en la ingle del guerrero de la máscara y luego la retorció de un modo salvaje para cortarle el fémur y la cadera hasta que le amputó la pierna. La sangre salió a chorros y el guerrero se desplomó con un grito en el que se mezclaron el dolor y la sorpresa. Lucius se echó con rapidez a un lado y la espada laer atravesó el costado del guerrero que tenía a la derecha. La armadura se rajó ante el metal alienígena y las entrañas de su oponente surgieron en tromba, como si quisieran verse libres de la cárcel de su cuerpo.
Sus órganos modificados agudizaban todas y cada una de sus sensaciones, y Lucius se rió ante lo vívido de su entorno. La oscuridad adquirió multitud de tonos. El olor de la sangre fue un cóctel embriagador de productos químicos antinaturales y de agentes biológicos. El relucir de las armas le recordó a la fanfarria explosiva que señaló el final de la ceremonia del Gran Triunfo. Oía su propia respiración como un rugido, y la circulación de la sangre en las venas le sonaba igual que los rápidos de un río. Tenía la impresión de que sus oponentes lo atacaban con una lentitud deliberada.
Una alabarda lo golpeó de refilón en la hombrera, y Lucius rodó siguiendo la dirección del arco del golpe. Se puso en pie de un salto, detuvo el siguiente ataque de la alabarda y luego giró la mano alrededor del astil del arma para clavar la hoja de la espada en el casco de su enemigo. El guerrero de la Guardia del Fénix se desplomó sin emitir ningún sonido, y Lucius se apartó para esquivar un golpe de alabarda dirigido a partirlo de arriba abajo, desde el cráneo hasta la pelvis.
Lucius contraatacó con una velocidad fulgurante. El primer tajo le arrebató la alabarda, a su oponente y el segundo le rebanó la garganta. El tercer mandoble lo decapitó, y Lucius tuvo que tirarse de inmediato al suelo para esquivar la punta de otra alabarda, dirigida al centro de su espalda. Se puso de rodillas con rapidez girando sobre sí mismo y cruzó las dos espadas por delante para detener la hoja de la alabarda mientras descendía hacia él. La fuerza que impulsaba el golpe era tremenda, muy superior a su propia resistencia, pero lo que hizo fue inclinar ambas espadas para lograr que la hoja cargada de energía se clavara en el suelo del pasillo. Lucius le propinó un tremendo puñetazo en el casco al guerrero de la Guardia del Fénix, lo que le partió el visor y provocó un gruñido de dolor que resonó en el interior del casco. Al guerrero se le escapó la alabarda de las manos, y alzó el antebrazo para detener un centelleante tajo dirigido a su garganta.
La afilada hoja amputó el brazo a la altura del codo, y Lucius giró sobre sí mismo para pegarse a su oponente y clavarle la espada laer hasta la empuñadura en mitad del pecho. Su víctima se derrumbó con un grito gorgoteante, pero lo agarró por la muñeca y lo arrastró al suelo con él. Lucius no pudo zafarse, pero se dejó llevar por la fuerza de su enemigo para esquivar el tajo de la alabarda del último guerrero de la Guardia del Fénix. Dio una voltereta en el aire y aterrizó sobre los dedos de los pies, aunque había dejado atrapada la espada laer en el pecho de su última víctima.
Lucius, armado sólo con la espada terrana, adoptó una posición de ataque un tanto teatral, con la espada en alto y moviendo la punta de la hoja en pequeños círculos. Era un truco muy viejo, pero su oponente no era un guerrero precisamente sutil, y Lucius vio que seguía con los ojos el movimiento de la hoja de la espada. Un instante después, saltó hacia adelante y realizó una finta a la derecha cuando su oponente se dio cuenta de su error. El guerrero de la Guardia del Fénix blandió la alabarda en un torpe arco para detener el ataque, pero Lucius ya había cambiado el ángulo de la estocada. Los clanes terravatios de los Urales habían forjado la espada en una época previa a la Unificación, y su filo jamás le había fallado.
Hasta ese momento.
La punta de la espada se enganchó en el borde roto del ala del ave que decoraba la placa pectoral, y el impacto provocó un tremendo retemblar por toda la hoja, que se partió inesperadamente. La punta salió despedida hacia atrás, hacia Lucius, convertida en un proyectil de acero afilado. Ni siquiera los reflejos y movimientos veloces hasta lo sobrenatural del espadachín fueron suficientes para salvarlo. El fragmento le abrió una profunda herida desde la sien izquierda hasta la mandíbula inferior.
El dolor fue tan repentino, tan exquisito y tan maravillosamente inesperado que eso casi lo mató al tomarse un momento para disfrutarlo.
Al ver que se había librado de la muerte, el guerrero de la Guardia del Fénix atacó a Lucius con la punta de la alabarda. El extremo aguzado del arma rozó el metal de la placa pectoral del espadachín, pero ya no pudo acercarse más a su piel. Lucius partió el astil del arma con la espada rota y movió el índice de la otra mano en un gesto negativo de reprimenda.
—Eso ha sido todo un descuido por mi parte —dijo, y dejó escapar un suspiro levemente avergonzado—. Imagínate que me mata un patán como tú. Jamás lo superaría.
Antes de que el guerrero tuviera tiempo de contestarle o de lamentar la pérdida de su arma, Lucius se le echó encima y lanzó un tajo ejecutado de un modo exquisito que decapitó a su oponente, cuya cabeza salió volando por la cámara.
Lucius se agachó para recuperar la espada laer. Tuvo que mover a un lado y a otro la empuñadura para lograr sacarla del cuerpo. La hoja salió por fin, y se acercó a arrancarle la máscara de piel humana al primer guerrero, al que se había creído capaz de detenerlo. Sentía curiosidad por ver qué aspecto tenía la cara de aquel que había pensado que tenía posibilidades de derrotarlo.
Era un rostro normal y corriente, y en los rasgos sencillos de esa cara vio la sonrisa burlona de Loken. El buen humor de Lucius desapareció de inmediato, y se puso en pie con el gesto torcido en una mueca de disgusto. Luego pisoteó la cara del guerrero. Al primer pisotón se rompieron los huesos, al segundo se partió el cráneo, y al tercero la cabeza reventó y a su alrededor se formó un charco de materia gris aplastada y trozos de hueso.
Lucius, enfurecido, limpió la hoja de la espada en el trozo reseco de piel de la máscara. Su humor cambió de nuevo de repente, igual que el viento, y sostuvo el rostro despellejado ante él, como si fuera un actor en un escenario.
—Hazme caso, estarás mejor separada de él —le dijo a la máscara al tiempo que señalaba el cráneo roto del guerrero al que se la había arrancado—. Era un cabrón muy feo, en serio.
Arrojó a un lado la máscara y se dirigió hacia la arcada que daba acceso a La Fenice.
Antaño las puertas habían estado decoradas con pan de oro y plata, pero ahora se mostraban desprovistas casi por entero de esos adornos. Las bandas de locos frenéticos, desesperados por revivir los hermosos horrores de la Maraviglia, habían arañado las puertas hasta dejar los huesos de los dedos al aire en sus esfuerzos por entrar. Lucius vio trozos de uñas clavados en la madera y extrajo unos cuantos. Disfrutó al pensar lo que se debía sentir cuando te las arrancaban de la carne.
—¿Qué es lo que esperas conseguir? —se preguntó a sí mismo.
No tenía respuesta para esa pregunta, pero a lo largo de los días que habían transcurrido desde que la legión partió del Racimo Prismático había aumentado su deseo, no, su necesidad, de saber qué había detrás de las puertas selladas de aquel teatro abandonado. Aquello era una desobediencia gravísima, y la propia transgresión que suponía aquel acto era razón suficiente para llevarlo a cabo.
La muerte de todos aquellos guerreros de la Guardia del Fénix hacía que fuera una estupidez pensar en cualquier posibilidad de dar marcha atrás.
Lucius abrió las puertas de par en par y entró en el teatro abandonado.
8
Inspiró una profunda bocanada de aire estancado cuando la oscuridad lo envolvió como un amante a medianoche. Tenía un regusto a metal y a carne, a polvo y a paso del tiempo. La Fenice fue antaño un lugar lleno de magia, pero sin el aliento de la vida para sostenerlo, el teatro era poco más que una cáscara vacía, carente de toda posibilidad de alegría. Lucius se esforzó por recordar la maravillosa anarquía que en aquel momento del pasado había llenado el lugar, la violencia sin sentido y las cópulas enloquecidas que llenaron el escenario y los palcos con una celebración de todo lo que era pasional y visceral.
Los recuerdos que conservaba de lo ocurrido eran vagos y confusos, algo parecido a un eco apagado más que al glorioso momento de despertar que él quería recordar. El escenario estaba astillado y cubierto de sangre, con las paredes llenas de manchas de fluidos apestosos de donde colgaban manojos de vísceras podridas que no deberían encontrarse fuera de un cuerpo humano. Los pájaros cantores que emocionaban con sus trinos desde sus jaulas doradas habían desaparecido, las luces también doradas estaban apagadas, pero los cuerpos medio descompuestos que se había esperado encontrar no se veían por ningún lado.
¿Quién se los habría llevado, y para qué?
Se le ocurrieron unas cuantas respuestas: por placer, para una disección, como trofeos. Sin embargo, ninguna de ellas le parecía probable. Lucius no vio señales de que hubieran arrastrado los cuerpos, tan sólo las manchas de los lugares donde habían caído los cuerpos. Daba la impresión de que algo que se encontrara en esa cámara les hubiera absorbido toda la sustancia, algo que fuera capaz de sacar fuerzas de la presencia de tanta muerte.
Lucius avanzó a lo largo de la vastedad resonante del teatro desierto. Sus pasos lo llevaron de un modo inevitable hacia el centro del escenario. Más arriba se encontraba el Nido del Fénix, y lanzó una mirada cautelosa por encima del hombro cuando notó que se le erizaba la piel de la nuca ante la posible presencia del peligro. Tuvo la sensación de que unos ojos malignos lo estaban mirando, pero todos sus sentidos le decían que estaba a solas.
Su mirada se vio atraída hacia el único punto de luz de La Fenice, y Lucius no se sintió sorprendido al ver que el retrato de lord Fulgrim no se parecía en absoluto a la magnífica obra de arte que había presidido el renacimiento de la legión. Tal y como aparecía en sus sueños, el retrato era una obra de una insipidez insulsa. Para los sentidos prosaicos y vulgares de cualquier mortal habría sido una obra maestra, pero para un guerrero de los Hijos del Emperador era una pieza sin vestigios de alma.
Al menos eso era lo que creía Lucius hasta que se fijó en los ojos del Fulgrim que tenía frente a él.
Fue igual que mirar en las profundidades de un abismo que te devolvía la mirada. Lucius vio allí una angustia terrible, un pozo insondable de agonía y de tormento que lo dejó sin aliento. La boca se le quedó abierta en un gesto de mudo asombro y se llenó de alegría al sentir un dolor tan exquisito. ¿Qué clase de ser era capaz de sentir semejante desesperación? Ningún mortal y ningún guerrero del Adeptus Astartes podría lanzarse a una profundidad de desdicha tan inconmensurable.
Tan sólo un ser podría conocer semejante horror.
Lucius fijó la mirada en los ojos del retrato y reconoció en un instante la naturaleza del ser atrapado en aquella prisión dorada.
—Fulgrim. Mi señor… —musitó.
Los ojos lo miraban suplicantes, y se le estremeció todo el cuerpo al darse cuenta del conocimiento que sólo él poseía. El corazón principal le latió con fuerza en el pecho, y una mareante sensación de vértigo lo hizo tambalearse mientras se esforzaba por comprender la enormidad del engaño en el que habían caído los Hijos del Emperador.
Aturdido por la emoción, Lucius se dirigió hacia las puertas de La Fenice en un estado de fuga mental, apenas consciente de todo lo que lo rodeaba. La inmensa importancia de lo que acababa de descubrir lo llenaba igual que la luz de una supernova, y la fuerza de esa luminosidad hacía que los labios le temblaran igual que si una descarga eléctrica le recorriera todas las venas y arterias.
Atravesó las puertas del teatro tambaleándose igual que un borracho, y se desplomó de rodillas cuando comenzó recuperar parte del control de su cuerpo. Lucius parpadeó para despejar la vista de la masa de luces y de colores que se la enturbiaba, y el mundo que lo rodeaba se volvió más real, más sólido, y más lleno de posibilidades emocionantes.
Había algo que sólo él, en toda la galaxia, conocía.
Pero hasta Lucius sabía que no podría hacerlo sólo.
Por mucho que lo irritara admitirlo, necesitaría ayuda.
—La orden silenciosa —susurró—. Convocaré a la Hermandad del Fénix.
9
Se reunieron en la parte superior del Orgullo del Emperador, en una cubierta de observación que dejaba a la vista el inmenso paisaje estelar a aquellos mortales que se atrevían a cruzar sus distancias abismales e inimaginables. La Hermandad del Fénix no se había reunido desde Isstvan, ya que sus miembros habían estado demasiado ocupados en satisfacer sus propios apetitos como para ocuparse de los asuntos de los demás.
Eso no quería decir que la cubierta de observación no se utilizara nunca. Aquellos que consumían las pócimas alucinógenas y embriagadoras que elaboraba el apotecario Fabius encontraban iluminación interior en el paisaje infinito que mostraba, y muchos satisfacían sus ansias carnales recién descubiertas con festines llenos de deleite, de cuerpos y de hojas afiladas. Los cuerpos desechados y las montañas de cristales rotos yacían por doquier en el interior de la cubierta de observación, y de vez en cuando se oía un gemido ocasional procedente de las pilas de ropa y arneses de cuero.
La cubierta fue antaño un lugar de recogimiento y de reflexión, donde cualquier guerrero podía meditar sobre el modo en el que podría acercarse un poco más a la perfección. Sin embargo, se había convertido en un espacio para las depravaciones, para los horrores sin fin y la satisfacción de unos deseos que iban más allá de cualquier limitación que pudiera establecer la moral. Allí nadie acudía para ser mejor, y los grandes ideales y debates que en el pasado se habían discutido no eran ya más que ecos del pasado, que nadie recordaba y que muchos despreciaban de un modo absoluto. Si existía un lugar a bordo del Orgullo del Emperador que representara la completa decadencia de los Hijos del Emperador, era aquél.
Llegaran de uno en uno o de dos en dos, todos se sentían lo suficientemente intrigados por la llamada de Lucius como para acudir con la esperanza de que se produjera alguna diversión con el interés suficiente como para entretenerlos durante un rato. Que fuera el propio espadachín, quien nunca se había mostrado interesado en cualquier idea de hermandad, la persona que había efectuado la convocatoria era razón más que suficiente para aparecer, y para cuando decidió que había llegado el momento de empezar a hablar, Lucius contó un total de veinte guerreros.
Eran más de lo que había esperado.
El primer capitán Kaesoron estaba allí, lo mismo que Marius Vairosean, y, lo que era más importante si se confirmaban las sospechas de Lucius, también estaba el apotecario Fabius. Otros que habían acudido eran Kalimos, Daimon y Krysander, junto a Ruen del Vigésimo Primero. La curiosidad también había hecho que aparecieran Heliton y Abranxe. El resto eran capitanes cuyos nombres Lucius no se había preocupado en aprender. Todos lo miraban con cierto gesto de diversión, ya que la orden siempre le había mostrado un leve desprecio. Lucius se esforzó por mantenerse tranquilo y no encolerizarse.
—¿Para qué nos has hecho venir? —exigió saber Kalimos, cuyo rostro ceñudo estaba cubierto de anillos y de ganchos clavados en la piel—. Esta hermandad ya no tiene mucho sentido para nosotros.
—Necesito que escuchéis algo con mucha atención —le respondió Lucius, aunque sin apartar la mirada del primer capitán Kaesoron.
—¿Escuchar qué? —aulló Vairosean, que estaba demasiado sordo como para darse cuenta de lo alto que hablaba.
—Fulgrim no es quien él dice ser —declaró Lucius, que sabía que debía provocar el interés de los presentes cuanto antes—. Es un impostor.
Krysander se echó a reír, y la piel del rostro se le agrietó por la fuerza de las carcajadas. Otros se unieron a las risas, pero la rabia de Lucius se vio mitigada cuando vio que tanto Kaesoron como Fabius entrecerraban los ojos en un gesto de interés.
—Debería matarte por decir eso —lo amenazó Daimon con un gruñido, al mismo tiempo que sacaba de un arnés que llevaba a la espalda una gigantesca maza con la cabeza cubierta de pinchos. Era un arma monstruosa, y un simple golpe sería más que suficiente para aplastar a cualquier enemigo que tuviera la desgracia de recibir el impacto.
Ruen caminó lentamente hasta colocarse detrás de Lucius, y éste oyó el susurro de una daga de asesino al ser desenvainada. Captó el olor amargo de las toxinas que albergaba la hoja del arma, y se pasó la lengua por los labios.
—Suena ridículo, lo sé —le contestó Lucius.
Su vida pendía de un hilo en esos momentos. Una cosa era derrotar a un puñado de guerreros de la Guardia del Fénix, y otra muy distinta enfrentarse a veinte capitanes de la legión. Sonrió al pensar en un combate como aquél, aunque sabía que no sobreviviría.
—Dejadlo hablar —intervino Fabius con voz sibilante—. Me gustaría oír lo que tiene que decir el espadachín.
—Sí, deja que el muchacho hable —lo secundó Kaesoron mientras se colocaba al lado de Daimon.
Marius Vairosean empuñó su cañón sónico. La capacidad destructiva del arma llenó la cubierta de observación con una nota baja que hacía estremecer los huesos cada vez que pasaba sus dedos cubiertos de cicatrices por las espirales armónicas.
El resto de los miembros de la hermandad se desplegaron alrededor de Lucius, y aunque éste era consciente del peligro de muerte en el que se encontraba, se sentía maravillosamente vivo. Krysander se lamió los labios con su lengua ganchuda y lo miró con unos ojos negros muy parecidos a los del primarca. Luego sacó una daga de hoja roja del corte que se había hecho en la carne desnuda del muslo y que le servía de vaina.
—Voy a despellejarte, Lucius —declaró el guerrero, y lamió la sangre seca de la hoja.
Kalimos descolgó un látigo que llevaba enrollado alrededor de un gancho de su cinto cubierto de joyas. El arma tenía engastados en toda su longitud unos brillantes dientes de carnodonte, y un amplificador de dolor consciente acoplado. Se retorció como una serpiente y palpitó con un movimiento intestinal mientras se enroscaba alrededor de la pierna de su dueño. Abranxe desenvainó dos espadas que llevaba en sendas fundas a la espalda, y su hermano de sangre, Heliton, se colocó unos guanteletes de combate rematados con pinchos.
Caminaron a su alrededor formando círculos cada vez más estrechos sin dejar de expresarle todo el daño y las torturas que le infligirían por hacerles perder el tiempo. Cada capitán se esforzó en superar a los demás en la descripción de los horrores que le harían sufrir, y Lucius se obligó a sí mismo a hacer caso omiso de las provocaciones.
—Habla ya, Lucius. Convéncenos de que nos han mentido a todos —lo instó Kaesoron.
Lucius clavó los ojos en los del primer capitán, y a pesar de la mirada muerta de Kaesoron, esperó tener un aliado en él.
—No tengo que hacerlo. ¿Verdad que no? —le respondió Lucius.
—Eres un estúpido si crees que no te mataré, espadachín —le replicó Kaesoron.
—Sé que puedes matarme, primer capitán, pero no me refería a eso.
—Entonces, ¿a qué te referías? —gruñó Kalimos, y chasqueó el látigo para abrir un surco sangriento en las planchas del suelo.
Lucius contempló los rostros que lo rodeaban. Algunos de ellos se mantenían tal y como eran antes de Isstvan, perfectos y de un aspecto patricio, mientras que otros los llevaban cubiertos por grotescas máscaras de piel o de porcelana con rostros andróginos de arlequín. Muchos estaban simplemente desfigurados con profundas cicatrices, con marcas de quemaduras, de productos corrosivos o por múltiples perforaciones con elementos decorativos metálicos.
—Porque ya lo sabes, ¿verdad, primer capitán? —insistió Lucius.
Kaesoron sonrió, lo que era una hazaña para un individuo al que le quedaba poco rostro que pudiera llamar realmente suyo. La mirada de locura gozosa que vio en sus ojos le confirmó a Lucius lo que había comenzado a sospechar en el Racimo Prismático.
Kaesoron ya sabía que Fulgrim no era quien decía ser, pero un solo aliado entre todos aquellos guerreros no sería suficiente para salvar a Lucius si no era capaz de convencer a los demás.
—Seguro que vosotros también os habéis dado cuenta —continuó Lucius mientras Daimon hacía girar en el aire su maza muy cerca de su cuerpo—. El Fénix habla, pero no es su voz. Charla con nosotros sobre las batallas más gloriosas como si jamás hubiera estado allí en realidad. Apenas recuerda la guerra contra los laer, y las victorias de las que nos habla suenan igual que si las estuviera leyendo en un libro de historia.
—Son guerras ya antiguas —se burló Ruen. Luego pasó la lengua por la hoja envenenada—. Fueron guerras libradas en nombre de otro. ¿A mí qué me importa cómo se las recuerda?
—Quién era yo ya está olvidado —añadió Heliton—. Sólo importa lo que soy ahora.
—Todo eso que pasó no es más que un mal sueño del que me he despertado —remató Abranxe—. Si el primarca también ha conseguido olvidarlo, mejor que mejor.
Lucius desenvainó la espada cuando el círculo de guerreros se estrechó a su alrededor. Heliton le propinó un puñetazo en el hombro con el guantelete cubierto de pinchos. Lo hizo con la fuerza suficiente para causarle dolor, pero no tanto como para provocar una respuesta. Lucius contuvo el instinto natural de su cuerpo, que era decapitar al malnacido. El látigo de Kalimos chasqueó, y Lucius torció el gesto cuando el arma le abrió una fisura roja en hombro, e incluso dejó un diente blanco clavado en la placa de blindaje.
Ruen deslizó la daga a lo largo del corte abierto por el látigo de Kalimos, y Lucius notó los nervios del hombro sufrir espasmos cuando la toxina vírica provocó una sensación ardiente. Se tambaleó al mismo tiempo que la vista se le llenaba de brillantes motas de colores intensos.
—Vi el retrato que hay en La Fenice —dijo con los dientes apretados—. Es él. Es él antes de la matanza.
Notó que los capitanes abandonaban de forma momentánea sus intenciones de matarlo y comenzó a hablar sin parar, con un torrente de palabras rabiosas.
—Todos vosotros lo visteis. Una representación de su gloria. Era Fulgrim como siempre debió ser, un avatar resplandeciente de la perfección. Una celebración de su belleza trascendente. Era todo lo que aspiramos a ser, una visión que nos obligaba a adorarlo. Era todo lo que considerábamos hermoso, lo que era una verdadera satisfacción y una dicha. Yo lo he visto, y esa visión ha desaparecido. Parece que se hayan intercambiado, que dos almas gemelas se hayan movido de un modo antinatural.
—Entonces, si no es al Fénix a quien seguimos, ¿quién está al mando de la legión desde que libramos la batalla en las arenas negras? —quiso saber Kalimos.
—No lo sé, al menos con certeza —le explicó Lucius—. No lo entiendo del todo, pero el poder que vimos en la Maraviglia… Lo vi apropiarse de la carne de esa cantante mortal y transformarla igual que la cera blanda delante de una llama. Todos visteis lo mismo. El poder que Fulgrim nos mostró convierte la carne en simple arcilla blanda, ¿y quién sabe qué límites tiene en realidad? Fue otra cosa la que salió de Isstvan, algo con el poder suficiente como para vencer a la mente de un primarca.
—Lord Fulgrim llamó «demonios» a esas cosas —apuntó Marius Vairosean—. Es una palabra antigua, pero apropiada. Aúllan en las noches que viajamos entre las estrellas y arañan el casco de la nave con pesadillas y promesas siniestras. Tocan una música maravillosa dentro de mi cráneo.
Lucius hizo un gesto de asentimiento.
—Sí. Un demonio, eso es. Todos vosotros visteis en La Fenice lo que son capaces de hacer. Los poderes que tienen. Lord Fulgrim tiene ahora esos poderes. Lo vi lanzar una maldición contra una máquina de guerra del Mechanicum en el planeta de los cristales. Había perdido los escudos, y sin ni siquiera tocarla provocó que los cuerpos de todos los seres vivos que había en su interior crecieran y mutaran hasta convertirlos en una tormenta de carne que reventó a la máquina de guerra desde el interior. Lord Fulgrim era poderoso, pero ni siquiera él era tan poderoso. Sólo el Rey Carmesí tenía esos poderes.
—¡Lord Fulgrim no es un hechicero! —gritó Abranxe, y se lanzó contra Lucius, blandiendo las dos espadas.
Lucius desvió sin problemas el torpe ataque, y la estocada de respuesta le abrió una herida a Abranxe en plena mejilla por la molestia causada.
—Yo no he dicho que lo sea —le replicó Lucius, adoptando una postura defensiva—. Escuchadme, sabemos que el señor de la guerra tenía tratos con este tipo de criaturas, pero esto ya ha ido demasiado lejos.
Kaesoron apartó a los demás capitanes con unos cuantos empujones y agarró a Lucius por los bordes de la placa pectoral.
—¿Crees que Horus Lupercal está detrás de esto? —le preguntó.
—No lo sé. Quizá. O quizá Fulgrim fue más allá de lo que ninguno de nosotros pensó que sería capaz de ir —respondió Lucius.
Kaesoron miró a Fabius, quien se había mantenido impasible a lo largo de toda aquella escena. El primer capitán desenvainó un cuchillo destripador de hoja curvada y colocó la punta de la hoja sobre la arteria palpitante del cuello de Lucius. Al percibir la posibilidad de un derramamiento de sangre, Daimon deslizó las manos hacia la parte baja del mango de su maza preparándose para un golpe que aplastara al espadachín.
—¿Tú qué dices, Fabius? —quiso saber Kaesoron—. ¿Hay algo de verdad en las palabras de Lucius, o debería matarlo ahora mismo?
Fabius se pasó una mano por los escasos cabellos blancos. Su rostro enjuto no hacía sospechar la fuerza de sus extremidades. Llevaba un artefacto implantado a la espalda que no dejaba de emitir siseos y chasquidos. El aparato, que parecía un parásito, extendió uno de los brazos por encima del hombro de Fabius y acarició una de las mejillas de Lucius con una delgada hoja afilada. El espadachín notó el leve contacto, semejante al de una pluma. La hoja estaba tan afilada que no se dio cuenta de que lo había cortado hasta que la sangre le llegó a los labios.
Los ojos oscuros del apotecario relucieron con una mirada cargada de diversión, y luego asintió con gesto pensativo, como si estuviera decidiendo el resultado final de un juicio por combate en el que los dos luchadores estuvieran igualados.
—Yo también he visto detalles que me han dado motivo para meditar sobre aquello en lo que se está convirtiendo nuestro amado primarca —respondió Fabius, y su voz reseca como el desierto sonó igual que el siseo de una serpiente al arrastrarse sobre la arena.
—¿Qué clase de detalles? —le preguntó Kaesoron.
—Un cambio en la composición de la sangre y de los tejidos —le informó Fabius—. Da la impresión de que en su estructura molecular comienzan a disolverse las uniones que enlazan sus distintos componentes hasta formar un todo coherente.
—¿Qué podría provocar algo así?
Fabius se encogió de hombros.
—Nada de este mundo —le contestó con una sonrisa de una voracidad horrible—. Tenéis que entender que se trata de algo realmente fascinante. Da la impresión de que su forma se está preparando para alguna clase de gran transmutación, una liberación maravillosa de ese cuerpo superfluo en el que su carne se convertirá en algo extraordinario.
—¿Y no se te ocurrió en ningún momento mencionarlo? —inquirió Lucius, muy consciente del cuchillo que tenía junto a la garganta. El simple hecho de hablar hizo que la punta monomolecular le atravesara levemente la piel.
—Era muy pronto para hablar sobre ello —le replicó Fabius—. Yo no me detengo en mitad de mis investigaciones, lo mismo que tú no te paras en mitad de un duelo.
—Entonces, ¿lo crees? —inquirió Marius Vairosean.
A pesar de tener la piel de la cara tensada al máximo, su rostro no fue capaz de esconder la repugnancia que lo invadió ante la idea de que alguien se hubiera apoderado del cuerpo de su primarca. Marius siempre había sido el perro más fiel de Fulgrim, y había cumplido todas sus órdenes al pie de la letra, sin dudar jamás de la palabra de su primarca.
—Así es, Vairosean —le confirmó Fabius—. No he acabado con mis investigaciones, pero creo que es otra la entidad que habita en el interior del Fénix, y que se prepara para transformarlo en una nueva imagen.
Lucius sintió una satisfacción morbosa al ver que le daban la razón y notar como el primer capitán le quitaba el cuchillo del cuello. Los capitanes que lo rodeaban dejaron de moverse de un modo amenazante, aunque sorprendidos y aturdidos al ver que la idea estúpida que proclamaba el espadachín era defendida por alguien de la importancia de Fabius.
Kaesoron lo bajó hasta el suelo y luego lo soltó.
A Lucius le pareció una ironía divertida pero amarga que fuera precisamente su lealtad a Fulgrim la que los hubiera empujado a unirse al bando de los traidores en aquella rebelión. La devoción ciega y la fe absoluta en un ser luminoso había sido el origen de su condenación a los ojos del Imperio. A ninguno de ellos se le escapó esa ironía.
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que se produzca esa transformación? —quiso saber Kaesoron.
Fabius hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Es imposible saberlo con certeza, pero no creo que esta etapa de desarrollo en estado de pupa dure mucho. De hecho, es posible que el cambio de estado físico ya haya comenzado. Puede que ya sea demasiado tarde como para detenerlo.
—Pero puede que todavía estemos a tiempo, ¿no? —quiso saber Lucius.
—No lo sabemos con certeza —admitió Fabius.
—Entonces tenemos que intentarlo —declaró el primer capitán—. Si Fulgrim no está al mando de su propio cuerpo, debemos hacer que vuelva. Somos sus hijos, y sea lo que sea lo que se haya apoderado de su carne, debemos capturarlo y expulsarlo de su cuerpo. Lord Fulgrim es nuestro padre genético, y no pienso obedecer órdenes de nadie que no sea él. Una oleada de emoción febril recorrió a todos los capitanes allí reunidos, y Lucius dejó escapar un suspiro estremecido. Había logrado convencer a los demás para que compartieran las sospechas que albergaba sobre el primarca y había conservado la sangre en las venas y la cabeza sobre los hombros.
—Bueno, tengo que hacer una pregunta de lo más persistente… —comentó Lucius—. ¿Cómo se hace para capturar a un primarca?
10
La Galería de las Espadas era el lugar donde a los exhibicionistas de los Hijos del Emperador les gustaba mostrar las últimas obras maestras que habían realizado con carne humana. Los devotos del apotecario Fabius, que se afanaban por llamar su atención, colgaban sus últimas creaciones de ese macabro arte viviente de las estatuas con cabeza de toro que se alineaban a lo largo de la avenida procesional del Andronicus.
A los gigantescos héroes de la legión tallados en granito, unos guerreros que fueron los protagonistas de los primeros relatos de la intervención de los Hijos del Emperador en la historia de la galaxia, ya no se los podía reconocer como humanos. Sus rostros esculpidos con tanto amor habían sido tallados de nuevo hasta quedar corrompidos y recibir rasgos nuevos que estaban más de acorde con la estética morbosa de la legión. Unos rostros grotescos y burlones observaban a aquellos que pasaban bajo ellos, y todos los que levantaban la vista hacia las estatuas sentían el horror fascinante de sus expresiones libertinas.
El apotecario Fabius se había construido su propia guarida bajo la Galería de las Espadas. Se trataba de un antiguo complejo médico que había pasado de ser un lugar de sanación, de investigación y de cuidados a un laberinto sombrío lleno de dolores agónicos, de gritos y de experimentos inhumanos.
Fulgrim entró en la Galería de las Espadas acompañado de Julius Kaesoron, que caminaba a su lado. El primarca tenía un aspecto majestuoso con la larga túnica de tejido de color crema que llevaba puesta. El cuello y los puños estaban bordados con hilo de plata. El cinturón del que colgaba su arma era una serie de discos semejantes a espejos que le rodeaban la cintura, y el pomo dorado del anatam no estaba nunca muy lejos de su mano.
El primarca llevaba el cabello blanco recogido con hilos de madreperla en una larga trenza que le pegaba el pelo al cráneo, todo ello rematado por una delgada corona de laureles dorados. La túnica dejaba al aire su pecho de músculos perfectamente perfilados, y sobre la piel pálida se veían numerosos surcos de tejido cicatrizado procedentes de los últimos tratamientos e implantes que había efectuado Fabius en su cuerpo.
Aunque Kaesoron llevaba puesta su enorme armadura de exterminador cubierta de pinchos y de pieles humanas, su cabeza estaba a la altura de los hombros de Fulgrim. A pesar de no llevar más que una túnica, Fulgrim seguía siendo un guerrero más que temible.
El primarca se detuvo al lado de una estatua que había sufrido especialmente a manos de los artesanos de la legión. Sonrió al levantar la mirada hacia la imagen de una cabeza de toro reptiliana. En la armadura de piedra del guerrero habían tallado símbolos sagrados, y un trío de pellejos procedentes de cuerpos desollados colgaba de varios ganchos. Uno de ellos lo hacía de los dos brazos, y otro a la altura del cuello.
—Ay, Illios, ni tú mismo te reconocerías ahora —comentó Fulgrim con una cierta nostalgia melancólica—. Recuerdo el día que desenvainaste la espada a mi lado por primera vez, cuando forjamos la alianza de las dieciocho tribus. Entonces éramos jóvenes, unos guerreros que no sabían nada del ancho mundo.
—¿Desearíais que estuviera aquí con nosotros? —le preguntó Kaesoron. Fulgrim se echó a reír y negó con la cabeza.
—No, porque me temo que entonces tendría que matarlo. Siempre fue muy intransigente, Julius. Era un hombre con un código de honor inquebrantable procedente de tiempos antiguos. No creo que hubiera sido capaz de apreciar la iluminación espiritual que hemos recibido.
El primarca lanzó otra mirada nostálgica a la estatua de su antiguo hermano de la espada y una extraña expresión cruzó por su rostro de alabastro. Los ojos de Kaesoron ya no eran capaces de percibir el mundo del mismo modo que en el pasado, pero hasta él fue capaz de captar el destello de un recuerdo sombrío en la mirada del primarca.
—Cuán ingenuos éramos, amigo mío —musitó—. Qué ciegos…
—¿Mi señor?
—Nada, Julius —respondió Fulgrim, y retomó el camino que llevaba al extremo de la galería.
—¿Cómo murió el comandante Illios? —inquirió Kaesoron.
—Conoces muy bien la respuesta a esa pregunta, Julius. Tus meditaciones sobre la perfección hacían necesario que memorizaras todas nuestras victorias del pasado.
—Conozco la respuesta, pero oír el relato de vuestros labios siempre es una experiencia sublime.
—Muy bien —asintió Fulgrim con una sonrisa—. Al apotecario Fabius no le importará que lleguemos un poco tarde.
Kaesoron negó con la cabeza.
—Estoy seguro de que no le importará.
—Bien. Ay, Illios, fue tu carácter el que provocó tu muerte —empezó diciendo Fulgrim. Su tono de voz sonó más afectuoso al recordarlo—. Eras un hombre de rabias gozosas y de grandes penas. Eso nunca es una buena combinación para un guerrero, pero tú casi fuiste lo bastante grande como para sobrevivir a tus propias debilidades. Era un luchador poderoso, Julius, alto y orgulloso, y estaba armado con el alfanje ejecutor de triple hoja y la armadura de Chemos. Era imparable. Un guerrero como él sólo podía ser superado por una persona, pero jamás tuvo resentimiento alguno por el hecho de que yo fuera superior a él.
—Se encontraba en el techo de la ciudad-leviatán del caudillo guerrero Barchettan cuando murió, ¿verdad?
—Si sabes tan bien lo que pasó, ¿para qué me has pedido que te lo cuente? —le espetó Fulgrim con la mirada encendida por la rabia.
—Os pido disculpas, mi señor —se apresuró a decir Kaesoron con la cabeza agachada—. Se trata de un relato emocionante, y me vi arrastrado por vuestras palabras.
—Pues entonces deberías haber mantenido cerrada la boca, Julius —le replicó Fulgrim—. No me interrumpas cuando hablo. ¿Es que no aprendiste nada de la muerte de Eidolon?
—Fue muy instructiva —le aseguró Kaesoron.
—Cuando hablo, soy la estrella alrededor de la cual orbitas —declaró Fulgrim, al mismo tiempo que se inclinaba sobre Kaesoron para fijar una mirada furibunda en el primer capitán.
Los ojos negros del primarca eran unos pozos de aceite, listos para incendiarse con una rabia indescriptible. Kaesoron supo que había cometido un error terrible al hablar, y que en esos momentos su vida pendía de un hilo.
—Pero ¿quién si no vos, mi señor, podría hablar con tanta pasión como para hacer que hable cuando no debo?
—Nadie más, desde luego —admitió Fulgrim—. Es muy normal que te vieras atrapado por mis palabras.
La rabia de Fulgrim se desvaneció en un instante, y el primarca le propinó una tremenda palmada en la hombrera, lo que hizo que el primer capitán se tambalease.
—Vaya par estamos hechos, Julius, ¿no te parece? —reflexionó el primarca—. Nos dedicamos a recordar glorias pasadas cuando tenemos nuevos enemigos contra los que combatir y nuevas sensaciones que conseguir con cada aliento.
—Entonces, démonos prisa en acudir al apotecario Fabius —manifestó Kaesoron a la vez que señalaba con un gesto el claustro en penumbra que se encontraba al final de la Galería de las Espadas.
—Sí, es lo que debemos hacer —respondió Fulgrim con la voz cargada de impaciente emoción—. Me pregunto qué nuevos placeres me tendrá preparados esta vez.
—Creo que en esta ocasión promete maravillas —apuntó Julius Kaesoron.
11
Lucius vio a Fulgrim y a Julius Kaesoron dirigirse hacia el extremo de la galería. Respiraba de un modo jadeante, y tuvo que esforzarse para que el nerviosismo no le hiciera perder su actitud cautelosa. Por muy emocionante que fuera aquella traición, quería seguir con vida al día siguiente. Quizá atacar a un primarca no era el mejor modo de asegurarse de ello, pero sus sentidos amplificados y agudizados estaban ardiendo con la oleada de sensaciones que lo invadían.
La piedra que tenía bajo la palma de la mano era un festín de texturas rugosas y suaves, llena de hendiduras e imperfecta en su tallado. El granito de color blanco lunar había sido pulido hasta un nivel microscópico, y luego golpeado ferozmente con cinceles entre gritos de regocijo. Ya no era capaz de decir detrás de qué héroes de la legión se encontraba escondido.
Lucius reprimió aquella obsesión recién nacida e inspiró profundamente mientras se obligaba a sí mismo a centrarse en la tarea que tenía entre manos. Experimentar cada sensación hasta el límite de lo soportable era sublime, pero eso provocaba la desagradable costumbre de hacer que un guerrero se olvidara de sus verdaderos objetivos. Ya era bastante malo que un guerrero quedara tan absorbido por algo, pero ¡ay de aquel planeta que se convirtiera en el centro de la obsesión de toda una legión!
Tuvo que esforzarse para bajar la mirada a lo largo de la Galería de las Espadas, donde vio como Kaesoron conducía a Fulgrim hacia el fondo de la trampa. Los guerreros de Vairosean se encontraban escondidos en las sombras de aquellas imponentes estatuas, cada uno de ellos envueltos en un campo de camuflaje, y se mantenían en silencio obligados por los aulladores neuronales que les habían implantado y que bombardeaban sus cortex cerebrales con oleadas de chillidos discordantes. Cuando se diera la orden, esos aulladores se desconectarían, lo que privaría de aquellos chillidos gozosos a los guerreros que los tuvieran implantados y los obligaría a buscar nuevos estímulos. Vairosean había desarrollado aquellos implantes durante el trayecto que habían recorrido desde que partieron del Racimo Prismático, y por mucho que a Lucius le disgustara aceptar el mérito de cualquier idea que tuviera un patán como Vairosean, tuvo que admitir que los aulladores transformaban a los guerreros de los Kakophoni en unos asesinos fanáticos y obsesivos en mitad del campo de batalla.
Tendrían que serlo para enfrentarse al poder de un primarca.
Le parecía inconcebible que Fulgrim no fuera consciente de su presencia, pero al igual que Lucius y los demás guerreros de la legión se habían centrado demasiado en sus obsesiones, el primarca se había ofuscado con sus propios asuntos. La nube de obsesiones que cegaban a Lucius eran espesas y casi impenetrables, por lo que el propio espadachín apenas podía imaginarse el grado de narcisismo que un ser luminoso como Fulgrim sería capaz de alcanzar.
Lucius echó un rápido vistazo a su derecha, donde se encontraba la abertura sombría que llevaba a la guarida inhumana del apotecario Fabius. Recordó el día que descendió por aquel laberinto en penumbra, tras desertar en Isstvan III de aquel puñado de estúpidos. Todos y cada uno de sus nervios estaba al límite de la emoción y de temerosa impaciencia. Había bajado de nuevo hasta allí tan sólo en un puñado de ocasiones, ya que su habilidad en combate era tal que muy rara vez necesitaba atención médica. Lo recordaba como un lugar estéril con un ambiente frío y antiséptico, pero se había convertido en una galería de creaciones grotescas, con las paredes cubiertas de manchas de sangre seca de las que colgaban toda clase de trofeos biológicos, curiosidades mutantes y tanques burbujeantes llenos de fluidos tóxicos.
El hedor con el que se había encontrado fue increíble, pero después de que Fabius lo abriera y lo rehiciera a imagen y semejanza del primarca, para él se había convertido en un lugar lleno de maravillas. Sin embargo, por mucho que disfrutara de los gloriosos mundos que Fabius había puesto a su alcance, jamás lograría que el apotecario le cayera bien. Supuso que nada de eso importaba ya.
Oyó que Fulgrim hacía una pregunta, pero no entendió lo que decía. Soltó una maldición en silencio al darse cuenta de que se había distraído una vez más. Lucius recuperó el control de sí mismo y forzó su concentración hasta convertirla en una espada de hoja fina y afilada. Fulgrim casi había llegado a su altura, y puesto que era él quien había diseñado aquel plan, le correspondía hacer el primer movimiento.
Salió de entre las sombras, y el escaso espacio que separaba la vida de la muerte disminuyó todavía más. Los sentidos se le dispararon por la intensidad del momento, por la emoción de lo que estaba haciendo, la increíble locura del acto y la naturaleza irreversible de lo que estaba a punto de ocurrir.
—¿Lucius? —lo saludó el primarca con una sonrisa de diversión—. ¿Qué haces aquí?
—He venido a hablar contigo.
—¿Me tuteas, Lucius? ¿Nada de «mi señor»? ¿Es que te has olvidado de a quién le hablas?
—No sé a quién le hablo, ahora mismo —le contestó Lucius sin apartar la mirada de aquellos orbes duros y opacos que eran los ojos de Fulgrim.
Allí no vio piedad, ni humanidad, ni nada que le indicara que estaba delante del amo y señor al que había adorado y servido con toda su alma. Se preguntó si aquello sería cierto o si no estaría simplemente recordando un pasado que en realidad no existía, un relato de ficción que se había inventado para justificar este momento.
—Soy Fulgrim, señor de los Hijos del Emperador —declaró el primarca, quien miró a su alrededor como si comenzara a extender todos sus sentidos y poco a poco se diera cuenta del nudo en el que acababa de meter el cuello—. Y me obedeceréis.
Lucius negó con la cabeza y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. No se sorprendió al darse cuenta de que tenía la palma cubierta de sudor.
—No sé lo que eres, pero no eres Fulgrim —le contestó Lucius, y el primarca se echó a reír.
Fue una risa alegre, contagiosa y cargada de una gran diversión. Fue la risa de alguien que sabe que el chiste que acaba de oír debería ser apreciado en un nivel superior al que todos los que lo rodean son capaces de comprender.
Fulgrim siguió sonriendo, con los ojos oscuros iluminados por el placer perverso que sentía ante aquella situación.
—¿Crees que puedes vencerme, espadachín? ¿De verdad? —le preguntó Fulgrim—. Veo el modo en que me miras, el estudio obsesivo de mis movimientos y el impulso irrefrenable de demostrar que eres mejor que nadie. ¿Crees que no he visto las ansias que te invaden de cruzar tu espada con la mía?
Lucius contuvo un gesto de sorpresa. Había supuesto que Fulgrim se encontraba demasiado concentrado en sí mismo como para darse cuenta del escrutinio calculador al que lo había sometido, pero debería haberse percatado de que la verdadera obsesión con uno mismo sólo se puede alimentar con la atención que te prestan los demás. Fulgrim sin duda habría disfrutado del escrutinio de Lucius, ¿y quién sabía qué más habría hecho? ¿Habrían sido todos y cada uno de sus movimientos una pantomima para provocar en Lucius una sensación de falsa superioridad, o ese último comentario no había sido más que una baladronada perfectamente calculada?
—Te he observado desde Isstvan V, y no eres el mismo guerrero al que seguí en combate contra los habitantes de Laeran. El Fulgrim que yo seguí a la superficie de aquel otro planeta eldar no es el mismo que me mira ahora mismo y me desafía a que lo ataque. Eres un farsante con el rostro de mi señor y no pienso obedecer las órdenes de un usurpador.
Fulgrim se echó a reír de nuevo y se puso en cuclillas por la hilaridad que le provocaron las palabras pronunciadas por Lucius. Éste torció el gesto en una muestra de irritación petulante. ¿Qué había dicho que fuera tan divertido? Miró un momento a Kaesoron, pero era imposible determinar cuál era la expresión de la cara del primer capitán.
—¡Ay, Lucius, eres un tesoro valioso y escaso! —bramó Fulgrim—. ¿Es que no lo ves? Todos, absolutamente todos, obedecemos las órdenes de un usurpador. Horus Lupercal todavía no se ha ganado el título de emperador. Hasta entonces, ¿qué es el señor de la guerra, sino un usurpador?
—Eso no es lo mismo —le replicó Lucius, aunque notó que se erosionaba la superioridad moral con la que había comenzado aquel enfrentamiento—. Horus Lupercal es realmente el señor de la guerra, pero tú no eres Fulgrim. Veo su rostro, pero lo que acecha detrás es otra cosa, algo engendrado por los mismos poderes que nos concedieron la capacidad de sentir por completo las maravillas que esta galaxia tiene para ofrecernos.
Fulgrim se irguió del todo antes de contestar.
—Si ése fuera el caso, espadachín, ¿no deberías entonces postrarte ante mí y suplicarme que te abriera los ojos a nuevas maravillas? Si soy un avatar del Príncipe Oscuro de la disformidad vestido con el cuerpo de vuestro amado primarca, ¿no lo estoy haciendo mejor que él a la hora de mostraros el mejor modo de saciar vuestros apetitos y vuestros deseos?
Unas cuantas siluetas se movieron en las sombras que se extendían entre los huecos que separaban las estatuas, y Lucius vio a Heliton y a Abranxe salir cada uno de un lado de la estatua de mármol del comandante Pelleon. Marius Vairosean empezó a recorrer la larga galería con el cañón sónico de tubo largo apoyado en un costado. Las bobinas de disonancia del arma ya zumbaban cargadas de poder destructivo. Sus guerreros del Kakophoni surgieron de los escondites en los que se hallaban ocultos. Caminaban con los ojos abiertos de par en par y llenos de locura, absorbidos por la necesidad de verse inmersos en un éxtasis sónico.
El apotecario Fabius salió de la arcada de entrada a su reino subterráneo flanqueado por Kalimos, Daimon, Ruen y Krysander.
Fulgrim giró sobre sí mismo con lentitud y pareció evaluar a los guerreros que se enfrentaban a él.
Lucius contó un total aproximado de cincuenta guerreros, y deseó disponer de otros cincuenta. Luego deseó tener un centenar más aparte de ésos.
Los capitanes de la legión rodearon a Fulgrim, todos con las armas empuñadas y con ganas de matar en sus corazones. Lucius desenvainó su espada y movió los hombros para soltarse los músculos. No estaban allí para matar a Fulgrim, si acaso algo semejante era posible para unos mortales, pero las circunstancias se desarrollaban con demasiada rapidez y tenían todas las características de ser una situación que comenzaba a escaparse de cualquier control.
—Ah, me veo traicionado por aquellos a los que más quiero —dijo Fulgrim, al mismo tiempo que se llevaba ambas manos al pecho, como si se le hubiera partido el corazón—. ¿Todos os creéis esas mentiras? ¿De verdad podéis creer que no soy vuestro amado señor genético, que os salvó cuando estabais al borde de la extinción y que os condujo hasta unas verdades que nuestro antiguo padre nos había ocultado siempre?
El rostro de Fulgrim se descompuso, y Lucius se sintió un poco turbado al ver cómo una solitaria lágrima se deslizaba por la blancura impoluta de la cara del primarca.
Fulgrim se volvió hacia Julius Kaesoron con una expresión dolida en la mirada.
—¿Hasta tú, Julius? —exclamó el Fénix—. ¡Cae pues entonces, Fulgrim!
—¡A por él! —aulló Julius Kaesoron.
Los capitanes de la legión se apartaron de Fulgrim un momento antes de que Marius Vairosean descargara una andanada de reverberaciones chirriantes con el cañón sónico. Las estatuas se partieron bajo las ondas sónicas de aquel ataque, y Lucius sintió como un escalofrío delicioso le recorría todo el cuerpo cuando la descarga lo lanzó contra las losas del suelo de la galería.
Fulgrim se tambaleó bajo el impacto, y la túnica le quedó hecha jirones por el poder desgarrador de la onda de choque. Cayó sobre una rodilla y la corona de laureles dorados se partió en mil pedazos. El primarca estaba desnudo debajo de la túnica, a excepción de un taparrabos de color carmesí, y Lucius se sintió maravillado por la fluidez casi serpentina de su cuerpo. Daimon se abalanzó contra el primarca arrodillado blandiendo su grotesca maza igual que si fuera el hacha de un verdugo.
El primarca se echó a un lado para esquivar el golpe y dejó que la cabeza llena de pinchos se enterrara en el suelo de piedra. El impacto provocó una explosión que lanzó una lluvia de esquirlas por doquier, pero antes de que Daimon fuera capaz de retirar la maza, Fulgrim se le echó encima y le propinó un golpe en plena cara con el canto de la mano. Daimon ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que su rostro se hundiera. Mientras el guerrero todavía estaba cayendo, Fulgrim empuñó la maza con la mano derecha mientras Ruen también se lanzaba contra él y le clavaba en el costado su hoja envenenada hasta la empuñadura.
El primarca estrelló la empuñadura de la maza contra el codo de Ruen y le destrozó los huesos del brazo y del antebrazo. El aullido del capitán sonó como música a los oídos de Lucius. Fulgrim se arrancó la hoja, de un tamaño pequeño hasta lo absurdo, y apartó a Ruen de una patada. El capitán salió volando por los aires y su cuerpo cruzó la galería hasta estrellarse contra una estatua, donde se detuvo con un crujido de huesos rotos y de armadura partida.
Lucius dio vueltas alrededor de Fulgrim, pero sin ganas de enfrentarse a él. La hoja le tintineaba en la mano, impaciente por probar aquella sangre tan especial y ansiosa por comenzar el baile de espadas.
—Todavía no, preciosa mía —susurró Lucius—. No cuando hay otros que todavía pueden sufrir lo peor de la ira y de la fuerza del primarca.
A Lucius no le pareció que las toxinas de Ruen le estuviesen causando ningún efecto a Fulgrim, y por lo que se veía, el capitán del Vigésimo Primero se había precipitado al vanagloriarse de que sus venenos podrían hacer caer a cualquier ser vivo.
Los guerreros del Kakophoni lanzaron una serie de descargas rugientes con sus armas sónicas, y llenaron la Galería de las Espadas con ecos resonantes y armonías reverberantes que provocaron una hemorragia en los oídos de todos aquellos que lo oyeron. Fulgrim chilló de placer cuando el sonido le hizo vibrar todo el cuerpo con una ferocidad que debería haberlo matado por lo menos tres veces seguidas.
Heliton se unió al combate y le propinó al primarca un puñetazo en los riñones con el guantelete cubierto de pinchos. Un golpe semejante habría sido capaz de partirle la espina dorsal incluso a un astartes con armadura. Fulgrim encajó el puñetazo y giró sobre sí mismo. Un codazo derribó a Heliton de espaldas y le dejó la mandíbula inferior colgando de un amasijo de tendones y de hueso roto. Abranxe gritó al ver a su camarada derribado y blandió sus dos espadas contra el cuello del primarca. Fulgrim desvió una de ellas con la cabeza de la maza de Daimon, pero Abranxe logró acercarse lo suficiente como para propinarle un tajo en la garganta al primarca con la hoja de la segunda espada.
Del cuello del primarca surgió un chorro de sangre, y Fulgrim abrió los ojos en un gesto de auténtica sorpresa. Lucius notó una momentánea sensación de contrariedad amarga y de celos furibundos ante la idea de que un simple espadachín como Abranxe hubiera conseguido dar una estocada como aquélla. Sin embargo, la sangre dejó de manar casi de inmediato y Fulgrim agarró a Abranxe del cuello y lo lanzó lejos.
—Buen movimiento, Abranxe —se burló Fulgrim con un jadeo de satisfacción—. Lo recordaré.
Kalimos hizo chasquear el látigo y los dientes que tenía incorporados se clavaron alrededor del brazo izquierdo de Fulgrim. Los colmillos de carnodonte se incrustaron en la carne, y de las heridas salieron chorros de sangre. Kalimos tiró del látigo y Julius Kaesoron se lanzó contra el primarca para propinarle un tremendo gancho de izquierda con el puño de combate. El arma tenía la potencia suficiente como para partir por la mitad un tanque de batalla, y logró que el primarca cayera de rodillas. Sin embargo, antes de que pudiera golpear de nuevo, Kalimos tiró del látigo al mismo tiempo que Krysander le clavaba la daga entre los omóplatos al primarca.
Fulgrim cerró un puño alrededor del látigo y dio lo que pareció ser sólo un leve tirón. Kalimos salió volando y empezó a dar vueltas alrededor del primarca hasta que chocó contra Krysander. Los dos capitanes se estrellaron contra uno de los extremos de la galería. Kaesoron se lanzó de nuevo sobre él, pero Fulgrim ya estaba preparado para su ataque y lo bloqueó con la maza de Daimon. Luego le propinó un tremendo puñetazo en la cara al primer capitán, quien cayó con un gruñido, pero Fulgrim no hizo gesto alguno de acercarse para rematarlo.
—¡Ahora, Lucius! ¡Ataca! —gritó Fabius.
El espadachín maldijo al apotecario mientras Fulgrim se volvía hacia él. El primarca soltó la maza y desenvainó la espada de brillo apagado que Horus Lupercal le había entregado como regalo a bordo del Espíritu Vengativo.
—Ha llegado el momento, espadachín —le dijo Fulgrim con una sonrisa, aunque tambaleante.
Lucius se fijó en que el pálido rostro del primarca mostraba un tono ceniciento y escupió al suelo.
—No es un duelo que merezca la pena —le contestó—. El veneno de Ruen y tus heridas le quitan todo valor al asunto.
Fulgrim abrió los brazos de par en par y se fijó en la sangre que le caía goteante del cuerpo.
—¿Esto? Esto no es nada —le aseguró a Lucius—. Ven a por mí con esa espada que te di yo mismo y zanjemos de una vez por todas esta cuestión. ¿Te parece?
Lucius inclinó la cabeza hacia un lado y se fijó en la mirada enloquecida del primarca, donde vislumbró una verdad que supo tan inquebrantable como inevitable.
Incluso en aquel estado, incluso herido, Fulgrim lo mataría.
Y Lucius no estaba preparado a morir, al menos no por aquello.
Antes de que tuviera tiempo de pensar un poco más en el asunto, Julius Kaesoron apareció detrás de Fulgrim y le propinó un golpe en el cráneo con el puño de combate. Un impacto como aquél habría convertido en pulpa sanguinolenta la cabeza de la víctima, pero sólo consiguió derribar al primarca. El Fénix sacudió la cabeza, y la sonrisa ensangrentada que les mostró le recordó a Lucius toda la iconografía mortífera que había visto tallada en las ruinas de Isstvan V.
Fulgrim intentó ponerse en pie, y en ese momento Marius se le colocó al lado y le puso el extremo del cañón sónico pegado al cuello. Apretó el gatillo y disparó una andanada de chillidos aullantes que llenaron la galería de un sonido capaz de reventar tímpanos. Lucius gritó de placer, y Fulgrim puso los ojos en blanco al mismo tiempo que soltaba un gemido que sonó muy parecido a una oleada de delirante gozo.
Al primarca se le escapó la espada de la mano y se desplomó sobre las losas partidas con un fuerte retumbar. Lucius levantó la mirada y parpadeó varias veces para librarse de los puntitos luminosos que le enturbiaban la vista, pero sin dejar de oír lo que parecía un millar de campanas repicando al mismo tiempo. Él estaba a unos cuantos metros de Vairosean, por lo que ni siquiera intentó imaginarse el efecto que la descarga habría tenido en el propio Fulgrim.
Los capitanes supervivientes se levantaron del suelo y formaron un círculo de guerreros aturdidos alrededor de aquel dios caído. Había sido un combate sin igual: los guerreros de una legión enfrentados a su propio primarca. A ninguno se le pasó por alto la enormidad de lo que acababan de hacer.
Lucius no supo qué sentir. Le habían arrebatado la posibilidad de enfrentarse en duelo con el primarca, aunque en su fuero interno supiera que era un duelo que habría perdido. Sin embargo, un instinto oculto le dijo que todavía tendría ocasión de poner a prueba su espada con el arma alienígena de Fulgrim, y que viviría para poder contarlo.
Lucius paseó la mirada entre sus camaradas capitanes. Ninguno se la devolvió, porque eran incapaces de apartar la vista del primarca derribado. Kalimos tenía numerosas grietas en la armadura y por todas ellas salía sangre. La placa pectoral de Krysander estaba tan hundida que, sin duda alguna, el escudo óseo de su pecho tenía que estar hecho pedazos. Abranxe estaba arrodillado junto a Heliton, y sostenía en las manos los trozos colgantes de la mandíbula de su hermano. La boca aullante de Vairosean estaba todavía más abierta en un gesto sonriente y sibilante de triunfo, y Julius Kaesoron se miraba fijamente el puño como si fuera incapaz de creerse que hubiera golpeado con tanta ira al primarca.
Nadie habló. Nadie supo qué decir.
Se habían alzado en armas contra su primarca, y habían disfrutado con ello.
El apotecario Fabius rompió el silencio que los mantenía inmovilizados.
—¡Estúpidos! —siseó la voz sin vida del apotecario—. ¿Os vais a quedar con la boca abierta como peces fuera del agua hasta que se recupere?
Fabius dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada arqueada que conducía a la necrópolis de cirugías extravagantes y horribles.
—Traédmelo abajo —les ordenó—. Tenemos mucha tarea por delante.
—¿Qué es exactamente lo que le vas a hacer, apotecario? —quiso saber Kaesoron.
—Voy a exorcizar a la criatura que se ha apoderado del cuerpo del primarca.
—¿Cómo? —inquirió Lucius.
—Por todos los medios que sean necesarios —le contestó Fabius con una sonrisa odiosa.
12
Fue lo más terrible que jamás hubiera visto.
Fue lo más increíble que jamás hubiera visto.
Fulgrim, el Fénix, el padre de los Hijos del Emperador, el señor de la III Legión, estaba inmovilizado con las argollas más gruesas y sometido mediante toda clase de relajantes químicos. Se encontraba desnudo sobre una fría camilla metálica, igual que un cadáver listo para la disección. Tenía los brazos estirados por encima de la cabeza y las piernas abiertas como aquel antiguo hombre de Vitrubio.
Lucius recorrió con la mirada el cuerpo pálido del primarca, aquella firmeza de color alabastro cubierta de cicatrices que se entrecruzaban, producto de operaciones quirúrgicas y de otro tipo de incisiones. Eran prominencias de tejido rugoso que indicaban procedimientos inconcebibles y experimentos indescriptibles realizados sobre el interior desconocido de aquel cuerpo.
El sentimiento que provocaba la deliciosa traición que representaba aquel momento era algo que debía atesorarse con cuidado, una sensación maravillosa de la traición más terrible. Sin embargo, a pesar de que se le podía llamar traición, ¿no era un acto de lealtad expulsar a la criatura que se había apoderado del alma de su amo y señor?
Fabius caminó en círculos alrededor del primarca tumbado sin dejar de clavar unas agujas tan gruesas como el meñique de Lucius en los brazos y en el pecho del primarca. Los aparatos de bombeo introdujeron en el cuerpo unos potentes sedantes y relajantes musculares que habrían dejado fuera de combate incluso al pielverde de mayor tamaño. Los relucientes cables plateados acoplados a las sienes y a las ingles del primarca estaban conectados a unos generadores que no dejaban de zumbar, lo mismo que los demás cables unidos a todos los puntos de su cuerpo donde se pudiera aumentar la sensación de dolor.
Las luces brillaban a baja potencia, como correspondía a un acto de violación semejante. El único sonido que se oía era el murmullo de los desdichados anuladores psíquicos cubiertos con capuchas que se encontraban en cada esquina envuelta en sombras de la estancia y el siseo ahogado de los artefactos que Fabius había desplegado alrededor de su…
Lucius pensaba decir «paciente», pero la palabra que le vino a la cabeza fue «víctima».
Julius Kaesoron se encontraba de pie y en silencio en el extremo inferior de la camilla, mientras que Marius Vairosean paseaba arriba y abajo como un depredador enjaulado. Lucius sonrió al ver su inquietud. Vairosean siempre había sido el lacayo y el esclavo que obedecía ciegamente. Atrapado en el dilema de cumplir las órdenes de algo que quizá no era Fulgrim y la posibilidad de traicionar a su señor, la mente de Vairosean debía de encontrarse agitada por los miedos y las ideas contradictorias.
Lucius casi lo envidió.
Los esclavos de Fabius se habían llevado las siluetas gemebundas de Heliton y de Ruen a las profundidades del laberinto. Las cubas de tejido y las suturas xenosalivales ya estaban preparadas para sus tratamientos. Daimon ya estaba más allá de toda posibilidad de ayuda, puesto que su cráneo había quedado convertido en un destrozo cóncavo por el puñetazo del primarca, pero el resto del grupo de traidores sobreviviría. Aquella idea provocó una punzada de intranquilidad que le atravesó el cerebro a Lucius, y se volvió hacia Kaesoron.
—¿Creíste alguna vez que podríamos conseguirlo? —le preguntó.
—¿Conseguir qué?
—Esto —le aclaró Lucius a la vez que señalaba con la mano al primarca tendido—. Capturar a Fulgrim. Yo no estaba seguro de poder hacerlo.
—Tú no lo has conseguido —le espetó Kaesoron.
—¿A qué te refieres?
—Mírate bien —le gruñó—. No tienes una sola señal en el cuerpo, espadachín. Nos traes este asunto a la hermandad y luego te apartas para dejar que nosotros luchemos por ti.
Lucius sonrió al sentirse revitalizado por la rabia de Kaesoron.
—Lo que pasó arriba fue más que una reyerta. Yo lucho con una elegancia exquisita, una concentración absoluta y una perfección fluida. Ese combate no era de los que requerían esas cualidades.
—Más bien fue que comprendiste que no serías capaz de derrotarlo.
—Eso también —le confirmó Lucius—. Pero no hay vergüenza alguna en admitirlo.
—Eso es cierto —admitió Kaesoron, y su rabia desapareció con la misma rapidez con la que había llegado.
Marius Vairosean no dejaba de moverse alrededor del otro extremo de la camilla. Su rostro de piel tensada hacía imposible determinar su expresión facial. El capitán del Tercero llevaba colgado del hombro el cañón sónico, y de las bobinas cargadas de energía todavía surgían leves ondas de sonidos agudos.
—Daimon ha muerto —comentó Vairosean—. Y Heliton murió mientras todavía lo estaban bajando aquí.
—Si queréis saber mi opinión, la legión no pierde nada con sus muertes —declaró Lucius.
—Ruen tiene el brazo destrozado más allá de cualquier posible curación —siguió diciendo Vairosean, haciendo caso omiso del comentario de Lucius—. Krysander y Kalimos sobrevivirán, pero no tomarán parte en… esto.
—Un precio muy pequeño por someter a todo un primarca —comentó Kaesoron mientras Fabius se les acercaba.
El apotecario llevaba el cabello blanco recogido en una larga trenza apretada, lo que hacía que sus rasgos ya enjutos de por sí adquirieran un aspecto más esquelético y descarnado. Tenía los ojos negros, y Lucius no logró recordar si siempre los había tenido así o si los había cambiado para que coincidieran con los del primarca. Llevaba puesto un abrigo de pellejo humano que llegaba hasta el suelo. Había obtenido la piel de los cuerpos de los muertos caídos en Isstvan V. En algunos puntos era posible reconocer los rasgos de un rostro, una boca abierta de par en par que formaba un grito agónico interminable o unos ojos vacíos que miraban horrorizados el cuchillo del desollador. Algunas de las caras le resultaron familiares, pero Lucius sabía muy bien que sin la estructura ósea todos los rostros tendían a una cierta familiaridad.
Fabius prefirió no utilizar el artefacto quirúrgico que llevaba acoplado a la espalda y se valió de un cinto de tendones entrecruzados con aros de metal en el centro. De ellos colgaban las herramientas propias del arte de la tortura: ganchos, cuchillas, pinchos, tenazas y púas serradas. Todos aquellos objetos relucían bajo la media luz, y Lucius se preguntó si unos instrumentos tan vulgares serían capaces de provocar un grito de dolor en un ser tan poderoso como Fulgrim.
—Estamos listos para empezar —los avisó Fabius mientras se ponía unos guanteletes de acero plateado que no dejaban de tintinear.
—Pues acabemos de una vez con esto —dijo Kaesoron—. Si Lucius tiene razón y es otra cosa lo que yace tras el rostro de lord Fulgrim, cuanto antes acabemos, mejor.
Se desplegaron alrededor de Fulgrim. Cada uno de ellos sopesó en su interior la enormidad de lo que estaban haciendo frente a la posibilidad de nuevas sensaciones maravillosas. Que hubieran logrado someter a un primarca ya era algo increíble, pero que consiguieran expulsar a una criatura de la disformidad…
¿Sería posible algo así?
Lucius los miró a todos uno por uno, y comprendió que ninguno de los que rodeaban en ese momento a Fulgrim podría contestar a esa pregunta. Los Hijos del Emperador habían sido una de las legiones reticentes a utilizar bibliotecarios. La característica genética que permitía a un psíquico utilizar el poder de la disformidad era el resultado de una mutación, de un defecto, y nada que se pudiera considerar un defecto se admitía en las filas de los guerreros de la legión de Fulgrim.
—¿Qué es lo que vamos a hacer? —preguntó Kaesoron.
—Lo primero que haremos será despertarlo —le respondió Fabius, acariciando el pecho del primarca con unos dedos rematados por agujas.
—Y suponiendo que no se libere y nos mate a todos, ¿qué haremos después? —quiso saber Lucius.
—Expulsaremos a la criatura mediante la razón, las amenazas y el dolor.
—¿El dolor? —gruñó Vairosean—. ¿Qué clase de dolor eres capaz de provocar para que un primarca lo sienta?
Fabius sonrió con su habitual gesto reptiliano, un gesto que prometía una horda de sensaciones dolorosas que sólo él sería capaz de administrar y que estaría encantado de mostrarles.
—Conozco este cuerpo mejor nadie —respondió Fabius sin dejar de pasar los dedos modificados quirúrgicamente por la piel del primarca con la familiaridad de un amante—. Lo sé todo sobre el modo en que se montó, los poderes secretos unidos en aleación en sus músculos y huesos, los órganos únicos y específicos forjados para la creación de un ser luminoso como Fulgrim. Lo que creó el Emperador yo lo he separado en sus partes constituyentes para luego formar con ello un conjunto mejor.
La arrogancia demostrada por Fabius era asombrosa, pero Lucius descubrió que estaba de acuerdo con la actitud del apotecario. Abrir el cuerpo de un primarca y contemplar las maravillas que albergaba era un honor del que pocos habrían disfrutado, si alguien lo había hecho aparte de Fabius, por lo que pensó que quizá se trataba de una arrogancia fruto del conocimiento.
—Pues entonces, hazlo —le ordenó Kaesoron.
Fabius asintió, aunque en realidad había más diversión que verdadera aceptación en aquel gesto. Lucius se preguntó cuánto tardaría la arrogancia de Fabius en separarlo por completo de la cadena de mando. Los Hijos del Emperador fueron antaño una legión de comportamiento rígido e inflexible, y en esos momentos se mantenían fieles a la antigua estructura a falta de algo mejor. Sin embargo, incluso eso estaba desapareciendo a medida que los guerreros daban prioridad a sus propios deseos y caprichos más que a los objetivos de la legión.
«¿Cuánto tiempo pasará antes de que nos convirtamos en poco más que unas bandas de guerreros rivales que sólo luchan por obtener la propia satisfacción?»
Lucius no tenía respuesta para esa pregunta, pero tampoco le preocupaba mucho aquel asunto. Sentía una suprema indiferencia ante la cuestión de si algo de la antigua legión sobrevivía a su renacimiento.
Fabius clavó un tubo de goteo en el brazo de Fulgrim, y un fluido de color carmesí brillante lo recorrió. En cuanto entró en el cuerpo del primarca, Fulgrim abrió los ojos negros y parpadeó con rapidez, igual que alguien dormido que se hubiera despertado de repente de un sueño muy vívido.
—Ah, hijos míos… —dijo Fulgrim—. ¿De qué se trata esta nueva diversión que me tenéis preparada?
Fabius se inclinó para hablarle al oído.
—No eres Fulgrim, ¿verdad?
El primarca volvió los ojos hacia el apotecario, y Lucius captó un matiz de complicidad en la mirada. Se inclinó hacia adelante y apartó la mano de Fabius del pecho del primarca.
—Lucius —musitó Fulgrim con su aliento perfumado—. Es una verdadera pena que nos negaran la posibilidad de la caricia del acero, ¿verdad?
—Creo que has intentado atraerme para librar ese combate desde hace cierto tiempo —le contestó Lucius.
Fulgrim se echó a reír.
—¿Tan poco discreto fui? Lucius, habría sido una experiencia sublime. ¿Cómo se puede decir que estás realmente vivo si no has probado antes la muerte? Alzarse de nuevo desde las cenizas de una vida y renacer en otra. Probar el olvido y después regresar. Ah… Eso sí que es una experiencia que no se debe desdeñar tan a la ligera.
—Creo que a la muerte se le amargarían todos sus encantos antes de que pasara mucho tiempo —le contestó Lucius—. Me parece que prefiero disfrutar de los placeres que tiene la vida para ofrecerme.
Fulgrim torció la boca en un gesto de decepción.
—Eso es ser muy corto de miras, hijo mío. No importa, ya reconsiderarás tu decisión con el paso del tiempo, o eso creo. Ahora hablaré con el resto de vosotros. ¿De verdad pensáis que no soy quien digo ser cuando afirmo que soy vuestro señor?
—Sabemos con certeza que no eres Fulgrim —le respondió Kaesoron.
—Entonces, ¿quién creéis que soy?
—Una criatura del immaterium —le contestó Vairosean—. Un engendro demoníaco.
—¿Un demonio? —Fulgrim se echó a reír una vez más—. ¿Y cómo si no describiríais a un primarca? ¿Es que acaso sois tan ingenuos como para creer que todas aquellas cosas a las que se llama «demonios» son seres malvados? Ya sea uno un demonio o un primarca ambas criaturas están creadas a partir de energías del immaterium. Son híbridos de carne y espíritu que llegan a este mundo mediante métodos antinaturales. Si supierais algo sobre mi proceso de creación no utilizaríais esas palabras de un modo tan despreocupado.
—Así pues, ¿admites que eres un demonio? —le preguntó Kaesoron con voz sibilante.
—Julius, mi querido hijo, ¿es que te gusta ya tanto enfrentarte que te ciegas de una manera consciente a la realidad? Ya he dicho que si utilizamos la pobre definición de Marius…, ¡sí, soy un demonio! Un demonio creado por un ser que busca lograr la inmortalidad en un asalto al reino de los dioses, al que subirá utilizando nuestros cadáveres como escalera.
—Habla usando mentiras que pretende hacer pasar por verdades —les advirtió Fabius—. Lo mismo que el caballo de la antigua Truva, contará todas las falsedades adornadas con aquello que suene agradable a vuestros oídos.
—Entonces deberíamos cortarle la lengua —opinó Lucius.
El espadachín captó la mirada de inquietud que apareció en los ojos negros de Fulgrim. Vio rabia, diversión y decepción en esa breve mirada, pero fue incapaz de decidir cuál de ellas era la verdadera emoción.
—Marius, de todos mis hijos, tú eras el que menos esperaba ver aquí.
Las palabras estaban cargadas de angustia, pero Marius Vairosean no se mostró afectado por ellas. Desde que Marius le había fallado a Fulgrim en Laeran, se había comportado como el servidor más fiel, siempre ansioso por complacer al primarca y decidido a obedecer cualquier orden sin dudarlo ni un instante. Si Fulgrim tenía la esperanza de lograr recurrir a ese aspecto de Vairosean, se vio tremendamente decepcionado.
—Mi amor por el primarca no conoce límites —le contestó Marius, al mismo tiempo que se inclinaba hacia adelante, como si estuviera a punto de escupir contra el rostro inmovilizado de Fulgrim—. Pero tú no eres mi primarca, y haré todo lo que sea necesario para sacarte de su cuerpo. No me importará sufrir cualquier dolor, ningún sufrimiento será lo suficientemente grande con tal de lograrlo. ¿Me has entendido, engendro demoníaco?
Fulgrim sonrió de oreja a oreja.
—Muy bien entonces, cachorros. ¡Ya basta de cháchara! ¡Empecemos juntos este viaje hacia la locura! —gritó el primarca.
13
Fabius comenzó con el método de interrogatorio más antiguo: la explicación de los numerosos instrumentos de tortura y para qué servían cada uno de ellos. La gama de artefactos incluía los más corrientes, como los que utilizaría cualquier artesano del metal o de la madera: martillos, tenazas con pinzas de punta, clavos, sopletes, sierras y taladros, pero Fabius también tenía a su disposición instrumentos de tortura mucho más exóticos: ensambladores de nervios, licuadores de órganos, inflamadores de chakra, taladradores de médula y aceleradores de conexiones neuronales.
—Este último artefacto será el que me dará más placer utilizar —les explicó Fabius, mientras clavaba una serie de afiladas lengüetas de metal a lo largo de la espina dorsal de Fulgrim.
Fabius había hecho girar alrededor de su eje longitudinal la camilla sobre la que se encontraba el primarca, lo que dejó a la vista unos hombros flagelados y una espalda que era un paisaje agreste de tejido cicatrizado y de moratones provocados por los procesos de curación. Lo que Lucius vio en la espalda de su primarca fue una devoción admirable, el propósito decidido e inquebrantable de encontrar la agonía perfecta que sólo el auténtico creyente en el dolor podría ser capaz de conseguir.
—¿Qué es y qué hace? —le preguntó Kaesoron.
Fabius sonrió, contento de poder recrearse en la explicación del funcionamiento de su herramienta de sufrimiento.
—Se trata de un parásito neural que he creado a partir de fluidos cerebrales alienígenas combinados y de nanotecnología recuperada de los capitanes híbridos de la Diasporex.
—Eso no responde a la pregunta —le replicó Marius.
El apotecario hizo un gesto de asentimiento y paseó un dedo de larga uña por toda la parte posterior del cráneo de Fulgrim. Lucius frunció el ceño al ver aquel gesto, ya que las implicaciones de esa actitud de indiferencia eran demasiado evidentes. Para Fabius, Fulgrim no era más que otro trozo de carne sobre el que podría realizar sus maravillosos trucos biológicos. El resultado final de aquella traición decidiría cuál sería el futuro de la legión, pero para el apotecario no era más que el modo de descubrir alguna otra rareza biológica y probar un nuevo invento. Los sentimientos de Lucius hacia Fabius pasaron de la antipatía al odio.
Fabius tomó en las manos un artefacto que se parecía a la parte posterior de un casco de combate y le dio la vuelta. En la superficie interior se veían unas agujas diminutas, y cada una de ellas estaba conectada a una serie de depósitos inyectores llenos de un fluido plateado y brillante de textura semejante a la del mercurio en reposo.
—Una vez se ha colocado sobre el sujeto, el nanofluido se introduce en el cuerpo, donde se conecta al tronco del encéfalo y sigue las ramificaciones neurales que llevan hasta el cerebro. Las diversas especies alienígenas que utilicé en la creación del suero poseían cierto potencial psíquico, y la invasión de la química cerebral le permite a aquel que manipule el artefacto acceder a cualquier zona del cerebro y estimularla como desee.
—¿Para qué? —inquirió Lucius, aunque ya se hacía una idea.
—Todas las criaturas mortales no son más que máquinas —declaró Fabius—. Son animales mecánicos de carne y hueso, y lo que los hace actuar son esencialmente unos imperativos maquinales. Lo que por error consideramos personalidad o carácter no son en realidad más que diferentes expresiones de respuesta a los estímulos. Si dispusiéramos de un algoritmo que poseyera la complejidad suficiente, sería posible replicar con exactitud una persona mecánica funcional que sería imposible diferenciar de una criatura viva. Gracias a este conocimiento, somos capaces de estimular ciertas zonas del cerebro incrementando aquellos aspectos que elijamos al mismo tiempo que inhibimos otros. Podría reventarle la cabeza a un recién nacido contra una pared delante de su madre, y este artefacto la haría entrar en un delirio de éxtasis si así yo lo quisiera. También podría tocarle levemente el pecho a un hombre y hacerle sentir que le estoy arrancando el corazón con mis propias manos.
—Entonces, ¿para qué hacen falta todos esos otros cacharros? —quiso saber Kaesoron.
—Por mucho que este artefacto puede hacerle creer a una persona que tiene el cuerpo envuelto en llamas sin que ni siquiera haya una chispa cerca de él, existe cierto placer en un… enfoque más simple del dolor —admitió Fabius.
—Al menos en eso estamos de acuerdo —aceptó el primer capitán.
—Bueno, entonces, ¿a qué estamos esperando? —los apremió Vairosean—. Empecemos ya y acabemos de una vez.
Fabius asintió con lentitud e hizo girar la camilla de nuevo. Fulgrim tenía el rostro enrojecido, y Lucius se dio cuenta de que el primarca estaba disfrutando ante el inminente intento de rescate del alma cuyo cuerpo había poseído.
—Recuerdo ese aparato —comentó Fulgrim—. ¿De verdad crees que funcionará en un ser como yo? Mi conciencia es de una magnitud muy superior a la vuestra. Actúa en unos planos que se encuentran más allá de vuestra capacidad de comprensión. Sus límites superiores son tan elevados que no se pueden contener en un simple cascarón de hueso, y están obligados a existir en unos planos a los que sólo los dioses tienen acceso.
—Eso ya lo veremos —le replicó Fabius, quien se sintió insultado al ver que se ponía en duda su genio.
—Empieza con ése —le ordenó Kaesoron—. Si lo conseguimos, Fulgrim debe tener un cuerpo perfecto al que poder regresar.
—Hijos míos, os habéis visto conducidos a esto igual que ovejas al matadero —les dijo Fulgrim—. Lucius os trae una idea que genera una chispa de interés en vuestras aburridas vidas y os aferráis a ella como si fuera un maravilloso cable de salvamento con el que conseguiréis sentir algo de verdad. ¿Es que no habéis aprendido nada desde nuestra ascensión? No mostrar conformidad de pensamiento y de acción es la única cosa fundamental en la vida. Las hermandades son para aquellos que poseen mentalidades de oveja, ¡y la herejía es algo propio de los dioses!
—Ya basta de cháchara —exclamó Lucius, al mismo tiempo que tomaba unas tenazas afiladas y atrapaba con ellas el dedo anular de la mano derecha de Fulgrim.
El espadachín cerró las tenazas de un modo rápido y firme y le amputó el dedo a la altura de los nudillos. Un chorro de sangre salió de la herida antes de convertirse en un simple goteo.
Fulgrim lanzó un aullido, pero Lucius fue incapaz de determinar si se trataba de un grito de dolor o de placer.
Fabius le arrebató las tenazas a Lucius con un gesto furibundo.
—La tortura es un arte preciso y meticuloso, una pirámide escalonada de dolor —le avisó—. Cortar y rajar de forma aleatoria es algo propio de aficionados. No pienso participar en semejante carnicería.
—Pues entonces deja de hablar y ponte manos a la obra —le replicó Lucius—. Porque a mí me da la impresión de que quieres retrasarlo.
—El espadachín lleva razón —afirmó Kaesoron, acercándose al apotecario.
El primer capitán llevaba puesta su armadura de exterminador, por lo que le sacaba una cabeza a Fabius. El apotecario asintió.
—Como ordenéis, primer capitán —le dijo Fabius, y se volvió hacia su instrumental—. Comenzaremos con el dolor del fuego.
Lucius notó que se le aceleraba el corazón al ver que Fabius empuñaba un soplete cortador. Tuvo que pulsar el mecanismo de activación tres veces para conseguir que se encendiera la llama. Aquel tipo de soplete se utilizaba para cortar paneles de acero, y la llama se estrechó hasta formar un cono de luz blanco azulado cuando Fabius ajustó el flujo del gas.
Julius Kaesoron se inclinó hacia Fulgrim.
—Es tu última oportunidad, engendro demoníaco. Sal del cuerpo de mi primarca y no tendrás por qué sufrir.
—Me encanta el sufrimiento —le respondió Fulgrim con una sonrisa de oreja a oreja.
Kaesoron hizo un gesto de asentimiento, y Fabius llevó la llama a la planta del pie de Fulgrim.
La carne se deshizo y fluyó igual que caucho derretido bajo el tremendo calor. Fulgrim arqueó la espalda y abrió la boca de par en par con un grito mudo a la vez que las venas y las arterías del cuello se le marcaban en la piel igual que cordilleras tectónicas.
Lucius vio aparecer el blanco del hueso a medida que la carne desaparecía. La materia ósea relució durante un momento antes de volverse negra. La médula se quemó con un sonido apetitoso y grasiento, y el olor a carne achicharrada le dejó una textura sabrosa en el fondo de la garganta. Lucius ya había olido y probado la carne humana en otras ocasiones, pero comparado con aquella pobre comida, aquello era un festín delicioso e increíble.
Vio que el olor provocaba un efecto similar en los demás.
Los rasgos duros de Kaesoron se suavizaron levemente, y Vairosean se mantuvo en pie por pura fuerza de voluntad. Sólo Fabius pareció no verse afectado por todo ello, y Lucius supuso que el apotecario ya había disfrutado de numerosas visiones y olores procedentes del cuerpo del primarca a lo largo de las exploraciones que había realizado en la biología cuasi divina de Fulgrim. Fabius pasó la llama del soplete por el pie de Fulgrim hasta que lo único que quedó por debajo del tobillo fue una masa ennegrecida de hueso fundido y médula hervida que caía goteante sobre el suelo de baldosas del apotecarion.
Julius Kaesoron agarró el extremo del hueso quemado.
—Todo este sufrimiento puede acabar —le dio al primarca tras recuperar la compostura con una rapidez sorprendente.
Lucius se pasó la lengua por los labios, ya que todavía estaba disfrutando del extraordinario aroma de la carne quemada de Fulgrim.
El primarca alzó la mirada hacia Kaesoron con los labios apretados en una sonrisa.
—¿Sufrimiento? ¿Y tú qué sabes lo que es el sufrimiento? No eres más que un guerrero que lucha donde yo le digo que debe combatir, una herramienta con la que satisfago mis deseos, sólo eso. Tú no sufres, y no deberías hablar del sufrimiento a aquellos que lo conocen de verdad.
—Yo elijo no sufrir —le contestó Kaesoron—. Una persona puede tener la fuerza suficiente para controlar sus sentimientos hasta el punto de que resulte imposible hacerla sufrir. Sufrir el dolor y la indignidad es una pérdida de control. Es admitir una debilidad humana. Yo tengo la fuerza suficiente como para negarme a sufrir.
—Julius, entonces me temo que eres más tonto de lo que pensaba —le dijo Fulgrim—. ¿De dónde crees que procede la fuerza si no es del sufrimiento? La pérdida y las privaciones son lo que te proporciona la fuerza. Aquellos que nunca han conocido el verdadero sufrimiento no pueden poseer la misma fuerza que las personas que sí lo han hecho. Una persona debe ser débil para sufrir, y a través de ese sufrimiento obtendrá la fuerza.
—En ese caso, serás muy poderoso para cuando hayamos acabado contigo —le prometió Vairosean.
Fulgrim lanzó una nueva serie de carcajadas.
—El dolor es la verdad. El sufrimiento es el extremo agudo de un látigo, la falta de sufrimiento es el extremo del látigo que empuña el amo. Cada acto de sufrimiento es una prueba de amor, y os lo demostraré soportando todo el dolor que podáis infligirme, por que os amo a todos.
—Eso no es propio de Fulgrim —lo interrumpió Kaesoron—. No son más que mentiras endulzadas para debilitar nuestra fuerza de voluntad.
—Eso no es cierto. Todas las verdades que he aprendido desde que le quité la vida a mi hermano han demostrado ser indiscutibles. Todas las cosas están conectadas en este enorme universo mediante conexiones invisibles, incluso aquellos elementos que parecen ser opuestos entre sí.
—¿Cómo puedes saber eso? —le preguntó Lucius—. Lord Fulgrim era un amante de la belleza y de las cosas maravillosas, pero no era ciertamente un filósofo.
—Para ser un amante de la belleza y de las cosas maravillosas hay que ser también un filósofo —le explicó Fulgrim, al mismo tiempo que movía la cabeza en un gesto de decepción—. He contemplado el corazón oculto de la disformidad y sé que toda existencia es una lucha entre los polos opuestos: la luz y la oscuridad, el calor y el frío y, por supuesto, el placer y el dolor. Pensad en el placer más extático y en el dolor más inimaginable. Están unidos, pero no son lo mismo. El dolor puede existir sin el sufrimiento, y es posible sufrir sin sentir dolor.
—Estoy completamente de acuerdo, pero ¿adónde quieres llegar con ese argumento? —quiso saber Kaesoron.
—Lo que se puede aprender del dolor, que el fuego quema y que es peligroso, es una lección que sólo aprende el individuo, pero lo que yo he aprendido del sufrimiento es que es lo que nos une en el camino de los excesos y nos concede la entrada al palacio de la sabiduría. El dolor sin sufrimiento es igual que una victoria sin combate, uno no tiene sentido sin el otro. Sin embargo, en el análisis definitivo, se descubre que el verdadero sufrimiento sólo se puede medir por aquello que nos arrebatan.
—En ese caso, nosotros también estamos sufriendo ahora, porque hemos perdido a nuestro amado primarca —le replicó Vairosean.
Lucius hizo caso omiso del sentimentalismo empalagoso de Vairosean y frunció el ceño al observar el pie destrozado de Fulgrim. La carne había desaparecido completamente quemada, pero tuvo la impresión de que comenzaba a formarse una fina capa translúcida sobre el hueso, que empezaba a perder el aspecto vitrificado que había adquirido debido a las llamas. Al igual que una serpiente que hubiera mudado recientemente la piel, la delgada textura que comenzaba a cubrir el pie tenía una apariencia oleosa y nueva, imperfecta, pero lista para tomar su forma definitiva.
—Mirad —los avisó Lucius—. Se está curando. Hay que mantener la presión.
Fabius dejó de mirar a la cara al primarca y estudió el pie en proceso de curación con un interés académico mientras Vairosean y Kaesoron tomaban cada uno de ellos un instrumento de tortura. Los capitanes de combate se colocaron a los lados del primarca y aplicaron las herramientas en el cuerpo de Fulgrim. Kaesoron se dedicó a aplastar nudillos con unas tenazas, mientras que Vairosean utilizó un bisturí sobre el pecho de Fulgrim y le cortó largas tiras de piel con mucho cuidado.
—Aaahhh… —sonrió Fulgrim—. Verdaderamente, la carga de la felicidad sólo se puede evitar con el bálsamo del sufrimiento.
Lucius olió la sangre de Fulgrim y deseó empuñar un martillo o un punzón, pero la expresión de los ojos del primarca lo detuvo. Las torturas que Kaesoron y Vairosean le estaban infligiendo habrían reducido a cualquier mortal a un estado de locura en la que echaría espumarajos por la boca, pero Fulgrim parecía estar disfrutando de verdad de aquella experiencia.
El primarca lo miró a su vez a los ojos.
—Vamos, Lucius, coge uno de los instrumentos de Fabius. ¡Haz que mi carne aúlle!
Lucius negó con la cabeza y se cruzó de brazos por temor a hacer lo que Fulgrim deseaba.
—¿Estás seguro? —insistió el primarca con una sonrisa—. Sabes mucho mejor que estos necios que las tentaciones a las que no sucumbes son precisamente de las que más tarde te arrepientes.
—Muy cierto, pero creo que cualquier criatura lo suficientemente poderosa como para apoderarse del cuerpo de Fulgrim es lo bastante fuerte como para soportar cualquier nivel de dolor y de sufrimiento sin apenas esforzarse.
—Qué perspicaz por tu parte, hijo mío —admitió Fulgrim—. Esto es… un tanto entretenido, lo admito, pero para mí el dolor es poco más que algo irritante. Bueno, el dolor que vosotros me podéis infligir.
Kaesoron dejó de torturarlo y miró a Fabius.
—¿Eso que dice es verdad?
Fabius dio una vuelta alrededor de la camilla de Fulgrim y leyó los indicadores de los biorritmos del primarca con un asombro cada vez mayor. Lucius no era apotecario, pero hasta él fue capaz de ver que las lecturas confirmaban que si hubieran recitado poesía, habría tenido el mismo efecto en el primarca que aquella tortura.
Vairosean arrojó a un lado el bisturí y un gran cilindro de cristal montado en un nicho acabó destrozado. El fluido tóxico que contenía se desparramó por el suelo del apotecarion, donde se extendió humeando igual que un ácido. El líquido también contenía una masa inidentificable de órganos palpitantes injertados a un huésped de aspecto vagamente humanoide. Fuera lo que fuese, las convulsiones que sufrió duraron tan sólo unos instantes antes de que su miserable existencia acabase.
Fabius se arrodilló al lado de aquellos restos relucientes y le lanzó una mirada furibunda a Vairosean.
Marius hizo caso omiso de la rabia del apotecario y agarró a Fulgrim de la cabeza. Luego se inclinó como si fuera a besarlo, pero en vez de eso golpeó la cabeza del primarca contra la superficie de la camilla y profirió un aullido de rabia que lanzó por los aires a Lucius y a Kaesoron.
El sonido reverberó por toda la cámara igual que el estampido sónico provocado por un Stormbird que volara a baja altitud. El ruido reventó todos los objetos de cristal de la estancia. Los fragmentos rotos repiquetearon contra las losas con un millar de chasquidos agudos.
—¡Eres una criatura maligna! —chilló Vairosean—. Márchate ya o le arranco la cabeza a este cuerpo. ¡Prefiero ver muerto a Fulgrim antes que consentir que lo poseas durante un momento más!
Lucius se levantó del suelo con todos los sentidos todavía aturdidos por el asalto sónico. Mientras tanto, Fabius cargó contra Vairosean y lo apartó del primarca por la fuerza.
—¡Estúpido! —lo insultó Fabius—. Tu rabia ha destrozado una investigación que me ha llevado meses.
Vairosean se deshizo del apotecario enfurecido y cerró un puño, dispuesto a machacar a Fabius hasta convertirlo en una pulpa sanguinolenta.
—¡Marius! ¡Detente! —le gritó Fulgrim.
Los decenios de lealtad imbuida en su ser inmovilizaron a Marius Vairosean, y Lucius recordó la tremenda autoridad de hierro que era innata a todos los primarcas. Incluso él, que no respetaba la autoridad, se sintió intimidado por las palabras de Fulgrim.
—¿Me llamas malvado pero tú decides qué es bueno y qué es malo? ¿Acaso esas ideas no son simplemente términos arbitrarios que la humanidad se ha inventado para justificar sus actos? —le dijo Fulgrim—. Piensa acerca del modo en el que medimos el bien y el mal y verás que lo que soy, que aquello en lo que me estoy convirtiendo es algo de belleza perfecta. Una criatura del bien.
Lucius se acercó a la camilla de acero y bajó la mirada hacia el primarca. Se dio cuenta de que las palabras de Fulgrim eran profundas hasta un nivel que no era capaz de comprender todavía, pero de las que quizá dependía su futuro. Empuñó un punzón con una larga punta con forma de gancho y lo clavó en el pecho de Fulgrim atravesando una zona de tejido de cicatrización que todavía no se había curado por completo. El primarca hizo una mueca cuando el metal le atravesó la piel, pero Lucius no tuvo claro qué clase de emoción había detrás de aquel gesto.
—¿En qué te estás convirtiendo? —le preguntó.
—Ésa es la pregunta equivocada —le respondió Fulgrim, mientras Lucius le clavaba el punzón centímetro a centímetro.
—¿Y cuál es la respuesta correcta?
Marius y Julius se inclinaron hacia ellos mientras Fabius seguían lanzando maldiciones por los largos meses de trabajo perdidos que burbujeaban y se desparramaban a sus pies.
—La pregunta correcta es hacia dónde se mueve el universo. Y la respuesta a esa pregunta sólo se puede saber si se comprende de dónde venimos.
Marius siguió el ejemplo de Lucius y escogió un instrumento de tortura de la colección de artefactos que había desplegado Fabius. Le dio unas cuantas vueltas en las manos al aparato y luego hizo girar la manivela de un engranaje metálico que abría poco a poco las piezas en forma de pétalo que integraban el extremo en forma de pera. Satisfecho por el funcionamiento, lo volvió a cerrar y caminó a lo largo de la camilla hasta llegar a la cintura del primarca, y le colocó el artefacto entre las piernas.
—Venimos de Terra. ¿Te refieres a eso? —le preguntó Marius.
Fulgrim le sonrió con paciencia.
—No, Marius, me refiero a mucho antes de eso. Todo lo antes a lo que se puede llegar.
Marius se encogió de hombros y colocó el artefacto que empuñaba con una serie de gruñidos mientras Julius tomaba unas cuantas varillas plateadas de diferentes tamaños, unas más cortas que otras, pero todas rematadas por una punta afilada. Kaesoron clavó siete de aquellas varillas plateadas, una por una, en el cuerpo de Fulgrim formando una línea desde la nuca hasta la ingle. Era evidente que Kaesoron conocía aquellos objetos, ya que los utilizó con la concentración de un artista. Lucius se preguntó si habría elegido mal su método de tortura al compararlo con el de sus camaradas capitanes, pero luego decidió que le gustaba la sencillez del punzón, y siguió empujando para que se clavara más todavía en los desconocidos órganos y en la biología inhumana del primarca.
Fulgrim observó a Kaesoron con la atención propia de un maestro orgulloso al ver a su pupilo echar a volar por primera vez sin recibir ninguna clase de instrucción. El primarca negó con la cabeza cuando Kaesoron terminó y se incorporó.
—Julius, la colocación de la aguja del chakra Swadhisthana está ligeramente fuera de posición. Quizá se deba a la intrusión del artefacto de Marius. Un poco más arriba estaría mejor.
Kaesoron se agachó para comprobarlo y recolocó la aguja al darse cuenta de que Fulgrim tenía razón. Sin decir ni una palabra al respecto, conectó una serie de cables de cobre al extremo de las agujas. Los cables estaban a su vez conectados a un conjunto de generadores que ya estaban activados. Luego pulsó un interruptor y un profundo zumbido grave llenó la cámara. Pequeños chispazos de alto voltaje recorrieron los cables.
Fulgrim apretó la mandíbula y la energía enjaulada en su cuerpo centelleó en los negros vórtices de sus ojos. La piel del primarca se ennegreció y a Lucius le llegó el regusto eléctrico de un cuerpo quemándose por dentro.
Fulgrim volvió a hablar mientras sufría un dolor capaz de poner fin a la vida de varios seres humanos:
—Este universo comenzó con la simplicidad, con un acontecimiento de una expansión tan veloz que jamás podrá ser medida. En esos primeros instantes fraccionales de existencia, el universo era un lugar de una sencillez tan asombrosa que nunca seremos capaces de comprenderlo. Pero con el paso del tiempo, esos elementos simples comenzaron a unirse para crear formas cada vez más complejas. Las partículas se convirtieron en átomos, los átomos pasaron a ser moléculas hasta que su complejidad aumentó y formaron las primeras estrellas. Esas estrellas recién nacidas vivieron y murieron a lo largo de millones de años, y sus muertes explosivas impulsaron el nacimiento de más estrellas y planetas. Tú y yo somos seres de luz creados a partir de los núcleos de las estrellas.
—Muy poético, pero sigo sin saber qué tiene eso que ver con el bien y el mal —le replicó Kaesoron mientras seguía manipulando la corriente que recorría las agujas plateadas, pero lo cierto era que no pudo evitar sentirse intrigado.
Lucius se quedó sorprendido, ya que siempre había creído que el primer capitán no sentía apenas interés alguno por nada que no fuera la satisfacción de sus propios deseos o el modo con el que podría provocarle más dolor al enemigo.
—Pronto llegaremos a eso —le prometió Fulgrim.
El espadachín tuvo que recordarse a sí mismo que estaban enfrascados en la tortura del primarca y que no se encontraban allí para recibir una lección sobre la sustancia que formaba el universo. Quiso decirlo en voz alta, pero las siguientes palabras pronunciadas por el primarca hicieron que se mantuviera callado.
—Nada de lo que está ocurriendo ahora mismo se ha producido al azar —siguió diciendo Fulgrim—. Todo esto forma parte de la propia naturaleza del universo, de su tendencia a la complejidad. ¡Ah, sí! Es algo tremendamente exquisito. ¡Marius, dale otra vuelta al engranaje! Como iba diciendo, todas las cosas forman parte de de este ciclo de crecimiento y de formación, desde el organismo más diminuto hasta la conciencia inteligente más elevada. Si se dan las circunstancias adecuadas, todo tiene tendencia a convertirse en algo más hermoso, más perfecto y más complejo. Ha sido así desde el comienzo de la vida del universo, y esa naturaleza es inevitable e inexorable.
Lucius asintió mientras giraba la punta del punzón en un círculo más amplio en el interior del cuerpo de Fulgrim.
—¿Y hacia dónde nos conduce eso? ¿Qué existe al final de este viaje desde la simplicidad a la complejidad?
Fulgrim se encogió de hombros, aunque era imposible saber si se trató de un gesto consciente o provocado por las corrientes de energía que le recorrían el cuerpo.
—¿Quién lo sabe? Algunos lo llaman divinidad, otros, nirvana. A falta de un término mejor, se le puede llamar complejidad perfecta. Es el objetivo final de todas las cosas, ya sean conscientes o no de su función en el universo. Ahora, respecto a la cuestión del bien y del mal… Ambos están unidos de un modo inextricable al viaje en dirección a la complejidad perfecta. Y la respuesta es simple.
Fulgrim dejó de hablar cuando arqueó la espalda al mismo tiempo que le salía un hilo de sangre por la comisura de la boca. Lucius quiso creer que había sido su punzón el que le había provocado el espasmo de dolor al pincharle la espina dorsal, pero debido a que los tres estaban enfrascados en el uso de los instrumentos de tortura era imposible saberlo con certeza. Fabius caminó alrededor de la camilla comprobando los signos vitales de Fulgrim, y lo hizo con una preocupación que iba en aumento.
—Lo estáis matando. Uno de vosotros debe parar de inmediato —dijo con voz temerosa.
—No —se negó Marius—. El dolor expulsará al demonio. Abandonará su dominio sobre Fulgrim antes de permitir que lo matemos.
—¡Estúpido ignorante! —lo insultó Fabius—. ¿Acaso crees que a unas criaturas como los demonios les importa que muera su huésped humano? Lo único que ocurrirá será que su esencia se cohesionará de nuevo en la disformidad cuando su recipiente físico quede destruido.
—Entonces, ¿para qué estamos haciendo esto? —quiso saber Lucius.
El espadachín soltó la empuñadura del punzón y agarró a Fabius por la garganta al notar de nuevo un cierto elemento conspirativo en la preocupación que el apotecario mostraba por Fulgrim. Apretó con más fuerza la tráquea y ejerció la presión suficiente como para que los ojos de Fabius comenzaran a salirse de las órbitas.
—No se puede hacer daño a este demonio —le explicó Fabius entre jadeos—. Pero si se le causa el dolor suficiente, quizá sería posible que abandonara el cuerpo.
—¿Quizá? ¿Posible? No nos das certeza alguna con esas palabras.
Lucius notó una presión punzante en la ingle, y al mirar hacia abajo vio un armazón serpenteante de metal oxidado y cartílago reluciente que salía de debajo del abrigo de piel humana de Fabius. Una gran aguja hipodérmica llena de un fluido rosáceo había atravesado la juntura flexible de la armadura a la altura del muslo y se había clavado unos dos centímetros en el músculo de la pierna.
Fabius sonrió igual que lo haría una serpiente.
—Ponme la mano encima otra vez y el inyector te llenará de suficiente Vitae Noctus como para matar a toda una compañía de guerreros.
Lucius soltó al apotecario a regañadientes y notó como el frío metal de la aguja salía de su cuerpo. Por mucho que deseara lanzarse a por Fabius y partirle el cuello, no pudo evitar que en su rostro se mantuviera la sonrisa de haber estado a las puertas de la muerte.
Fabius se fijó en ella.
—Siempre es emocionante hasta que el elixir entra en el sistema sanguíneo. Entonces se convierte en algo sublime durante seis latidos de corazón. Luego mueres, y se acaban todas las sensaciones. Recuérdalo la próxima vez que sientas la necesidad de desahogar conmigo la rabia que te invade.
Kaesoron los separó con sendos empujones.
—Ya basta. Tenemos una tarea entre manos. Apotecario, ¿podemos hacer salir a este demonio con el dolor? Quiero una respuesta clara y directa.
Fabius contestó sin apartar la mirada de Lucius, y éste respondió a la hostilidad de la mirada con un tranquilo gesto de despreocupación que sin duda irritaría más al apotecario.
—No puedo darla —le respondió Fabius—. Cualquier cuerpo mortal quedaría destruido mucho antes de que tuviéramos tiempo de llegar al punto en el que un demonio perdería su poder sobre ese cuerpo. Sin embargo, el cuerpo de un primarca debería sobrevivir lo suficiente como para que llegáramos al punto en el que el dolor tendría la intensidad necesaria como para expulsarlo.
—Quizá ha llegado entonces el momento de utilizar ese parásito neural —apuntó Marius—. Ese trasto que creaste a partir de los capitanes híbridos de la Diasporex.
Fabius hizo un gesto de asentimiento para mostrar que estaba de acuerdo, y Lucius se dio cuenta de que el apotecario había estado esperando esa oportunidad. Se agachó y colocó el medio casco sobre el cráneo de Fulgrim. Luego conectó una serie de tubos de plástico transparente al metal plateado. Los tubos recorrían serpenteando el suelo hasta llegar a una maquinaria que zumbaba y que parecía haber sido diseñada por unas criaturas que no tenían nada que ver con la humanidad. Palpitaba con una compleja serie de luces y de sonidos en unos planos que se encontraban más allá de las percepciones sensoriales de los mortales. Lucius observó como el líquido iridiscente parecido al mercurio también palpitaba ansioso a lo largo de los tubos transparentes en su camino hacia el primarca.
—Será mejor que esto funcione —le advirtió Kaesoron a Fabius a la vez que le apoyaba el índice en el pecho—. Si nos has mentido, ninguno de tus fétidos elixires me impedirá matarte.
El líquido centelleante entró en el cuerpo de Fulgrim, y de sus hermosos labios surgió el jadeo de exclamación de un sensualista que por fin ha descubierto unas sensaciones que ni siquiera se había imaginado. El primarca abrió los ojos de par en par y miró a su alrededor igual que lo haría alguien que se hubiera despertado mientras soñaba con la evocación dorada de amistades y amantes hasta entonces apenas recordadas.
—Ah, hijos míos —les dijo. Habló como si el dolor que le infligían sus torturadores fuese poco más que la suave caricia del ala de una mariposa—. ¿Por dónde iba?
La sangre le cubría la piel igual que una túnica de color carmesí, y de cada uno de sus poros salía el acre olor a carne quemada. Las agujas de plata que tenía clavadas en el cuerpo irradiaban calor, y tenía la pelvis doblada hacia arriba en un ángulo antinatural por la expansión del macabro artefacto utilizado por Marius.
—Hablabas del bien y del mal —le recordó Lucius, mientras agarraba la empuñadura de madera del punzón para clavarlo con más fuerza.
—Ah, Lucius, empuñas ese punzón como un auténtico maestro —le dijo Fulgrim—. Eres tan hábil con un arma pequeña como con una grande.
—Es la práctica —le respondió Lucius.
—Lo sé.
—¿Está funcionando? —le preguntó Kaesoron a Fabius mientras éste manipulaba diales holográficos e indicadores de líquido con los controladores táctiles alienígenas que tenía implantados bajo la piel.
—Así es —le confirmó el apotecario—. Puedo alterarle la bioquímica del cerebro para hacerle ver lo que yo quiero que vea, que sienta lo que yo quiero que sienta. No tardaré mucho en conseguir que su mente esté bajo nuestro control.
Fulgrim se echó a reír, y luego estalló en lágrimas. Su cuerpo se convulsionó inmerso en la agonía antes de estremecerse sumido en el mayor de los placeres. Gritó ante unos terrores invisibles, y se lamió los labios cuando unos sabores inimaginables le inundaron el sentido del gusto.
—¿Qué le está pasando? —quiso saber Marius.
—Estoy tomando el control —le explicó Fabius, quien era evidente que estaba disfrutando de aquella oportunidad de manipular a un espécimen de perfección física tan magnífico producto de una ingeniería genética suprema—. Su mente es más compleja de lo que te podrías imaginar. Son un millón de laberintos entrecruzados entre sí. No es un asunto sencillo descifrar todas sus conexiones.
—Pues date prisa en aprenderlas —le ordenó Kaesoron.
Fabius hizo caso omiso de la amenaza implícita en la voz del primer capitán y realizó una miríada de cambios en la composición del fluido y en el sistema del artefacto. Todo aquello era demasiado complejo como para entenderlo. Lucius no tenía ni idea de lo que estaba cambiando el apotecario o de cómo esos cambios afectarían al primarca. En la piel de Fulgrim se vio sobresalir, como cuerdas tensas, cada vena y arteria del cuerpo, lo que dejó claro que el primarca no iba a permitir que Fabius tomara el control sin plantarle cara.
Un millar de emociones y sensaciones cruzaron el rostro de Fulgrim, y Lucius lo envidió por estar conectado a la máquina de Fabius. ¿Cómo sería permitir que otro guiara la mente de uno mismo a través de un universo de sensaciones? Sin embargo, tan pronto como se imaginó ese viaje, supo que estaba demasiado centrado en sí mismo como para permitir que nadie tomara el control de su cuerpo.
Por fin, Fulgrim se relajó y se desplomó de nuevo sobre la camilla con un suspiro contenido de alivio. Las extremidades permanecieron en reposo sobre el frío metal y Fabius sonrió de oreja a oreja con una expresión triunfal. El gesto dejó a la vista los dientes amarillentos y la lengua reluciente y serpentina.
—Ya lo tengo. ¿Qué queréis que haga, primer capitán?
—¿Puedes obligarlo a hablar y que diga la verdad?
—Por supuesto; es una manipulación muy sencilla —le aseguró Fabius.
Lucius frunció el ceño ante la certeza que mostraba el apotecario, y se extrañó de la facilidad con la que Fabius parecía haber dominado lo que él mismo había definido como una tarea casi imposible. Sacó el punzón del cuerpo de Fulgrim y rodeó la camilla para colocarse al lado de Fabius. No le importó el Vitae Noctus: si descubría que el apotecario les estaba mintiendo, lo mataría.
Las caras del largo abrigo de Fabius se movieron arriba y abajo como si estuvieran sometidas a una marea gélida, y sus aullidos mudos le suplicaron a Lucius que acabara con su sufrimiento. El espadachín no hizo caso de aquello y calculó cuál sería el mejor punto donde clavar el punzón si tenía que matar a Fabius.
El apotecario no pareció darse cuenta de la presencia de Lucius, y paseó los dedos por encima del artefacto igual que un maestro sobre el teclado del órgano de un templo. Fulgrim se estremeció tendido en la camilla, y luego su rostro se retorció en una sonrisa delirante cuando notó lo que le estaban haciendo.
—Ah, hijos míos… —susurró el primarca—. ¿Queréis la verdad? Qué tosco por vuestra parte. ¿No os dais cuenta de que la verdad es lo más peligroso que existe?
—Tu tiempo aquí se te acaba, demonio —le gruñó Marius—. No tienes lugar en esta legión. Eres una criatura del mal.
Fulgrim se rió una vez más.
—Ay, Marius, insistes en llamarme una criatura del mal, pero esa palabra no tiene significado a menos que comprendas la verdad sobre lo que representan el bien y el mal. Muy bien, ¿queréis la verdad? Os la daré. Si aceptáis que el universo se mueve constantemente hacia su estado final de complejidad perfecta, y que se trata de su destino inevitable, entonces cualquier cosa que dificulte ese proceso se debe considerar algo maligno. Si seguimos esa misma lógica, cualquier cosa que impulse ese viaje es sin duda algo bueno. Yo me muevo en dirección a esa complejidad perfecta, y al dificultar mi ascensión vosotros actuáis de un modo malvado. De todo lo que hay en esta cámara, ¡yo soy lo único que es bueno!
—Lo que quieres es ofuscarnos la mente con toda esa cháchara sobre la naturaleza del universo y el bien y el mal —le respondió sibilante Marius—. Sé lo que es el mal, lo tengo delante de los ojos ahora mismo. —Te estás mirando a ti mismo, Marius Vairosean —le contestó Fulgrim—. ¿Acaso no has visto todavía la verdad?
—¿La verdad de qué?
—¡La verdad de mí!
Lucius se apartó de la camilla cuando los bíceps de Fulgrim se hincharon de repente con un tremendo poder y el brazo derecho del primarca se liberó de las ataduras que lo mantenían inmovilizado contra la camilla. Un instante después, liberó el brazo izquierdo y el primarca se incorporó de golpe, lo que arrancó todas las agujas que le habían clavado y soltó los sensores de monitorización que Fabius le había colocado antes de comenzar las torturas.
Fulgrim apartó a Marius de una patada y se sacó el artefacto con el que el tercer capitán lo había estado torturando. El aparato cayó al suelo del apotecarion con un repiqueteo húmedo y rodó igual que una flor viscosa de hierro manchado de rojo.
—Una pena —comentó Fulgrim—. Empezaba a gustarme.
El primarca sacó las piernas de la camilla partiendo las ataduras de los tobillos y de los muslos con el mismo esfuerzo que necesitaría un niño para apartar las sábanas tras despertarse. Julius Kaesoron se lanzó sobre Fulgrim para tumbarlo de nuevo, pero salió despedido de espaldas por un simple golpe con el dorso de la mano. Fabius retrocedió, pero Lucius se quedó donde estaba. Sabía que no tenía sentido alguno echar a correr.
Se dio cuenta de lo ciego que había estado, de lo ingenuo que había sido. ¿Cómo podían haber creído que serían capaces de someter a todo un primarca? Lo habían conseguido sólo porque Fulgrim lo había permitido, porque quería llegar a ese punto. El Fénix había captado las dudas de sus guerreros y los había conducido hasta ese lugar, hasta ese momento, para revelarles su verdadera naturaleza.
Fulgrim se volvió hacia él y le sonrió. En ese preciso instante, Lucius vio la verdad que albergaba todo lo que Fulgrim había dicho y hecho desde Isstvan. Vio el reconocimiento de ese hecho en los ojos de Fulgrim, y cayó de rodillas.
—¿Vas a suplicarme, Lucius? Esperaba más de ti —le dijo Fulgrim.
—No os suplico nada, mi señor —le contestó Lucius con la cabeza inclinada hacia el suelo—. Sólo quiero honraros.
Julius Kaesoron tuvo que esforzarse para ponerse en pie. Su puño de combate se activó con una diminuta tormenta de rayos de color púrpura. Marius Vairosean empuñó el cañón sónico y abrió la boca de par en par, preparado para lanzar una devastadora descarga de sonido y energía capaz de matar a todo el mundo en la cámara.
—¿Ahora lo sabes ya? —le preguntó Fulgrim.
—Ahora lo sé —asintió Lucius—. Debería haber sabido desde el principio que jamás entregaríais vuestra voluntad a otro. Si yo no lo haría, ¿cómo podríais hacerlo vos?
—¿De qué estás hablando, espadachín? —exigió saber Kaesoron—. ¿Nos has traicionado aliándote con esa criatura demoníaca?
Lucius negó con la cabeza y soltó una breve risa por la ceguera de Kaesoron ante una verdad que sin duda ya era más que evidente por sí misma.
—No, no lo he hecho, porque estaba equivocado —le aclaró Lucius.
—¿Sobre qué? —preguntó Kaesoron con el puño alzado, listo para atacar.
—Sobre mí —contestó Fulgrim por Lucius.
—Es lord Fulgrim. Nuestro verdadero lord Fulgrim —declaró Lucius.
14
Al igual que el último actor de una tragedia que se prepara para recitar el soliloquio final antes de que caiga el telón, Fulgrim paseó arriba y abajo por el escenario de La Fenice con el placer propio de un intérprete. Lucius lo observó con ojo experto estudiando la fluidez de sus movimientos perfectos, y se preguntó cómo era posible que no hubiera logrado ver la verdad durante tanto tiempo. El Fénix, que se había puesto de nuevo la armadura de color rosa y púrpura, era una visión capaz de incendiar cualquier mente, un dios guerrero de unas proporciones y una luminosidad perfectas.
No se veía rastro alguno de las indignidades que había sufrido en el apotecarion, y Lucius se maravilló por el increíble poder que habían forjado en el cuerpo del primarca que le permitía sufrir semejante tortura sin padecer efectos permanentes. Sin duda, Fulgrim era un dios que merecía ser adorado.
El primer capitán Julius Kaesoron se encontraba al lado de Lucius, hombro con hombro, pero Marius Vairosean se mantenía apartado, ya que la vergüenza lo hacía distanciarse de ellos incluso en la culpa que compartían. Culpa que sentía sólo él, pues Lucius no se arrepentía en absoluto de sus actos. Lo habían hecho para salvar al primarca, aunque tuvo que admitir que también para satisfacer la necesidad de llevar sus sensaciones a otro nivel. No se podía sentir culpa por aquello, no si todas las maravillas que les habían mostrado desde Isstvan III tenían algún valor verdadero.
Kalimos y Abranxe se habían reunido con ellos, asombrados por lo que les habían contado sobre lo ocurrido en el apotecarion, ya que se trataba de una revelación a la que sólo ellos en toda la galaxia habían tenido acceso. Krysander se mantenía en pie con dificultad, y Ruen se mantenía a su lado, con el hombro envuelto en carne cultivada artificialemente mientras sus huesos implantados se acoplaban a su cuerpo herido.
Lucius vio cómo Fulgrim se detenía debajo del insulso retrato que se encontraba en la pared opuesta al Nido del Fénix, y observó la sonrisa secreta que implicaba el significado de toda una vida en la leve curva de sus labios.
—Teníais razón al sospechar que no era yo mismo —les dijo Fulgrim cuando por fin se dignó a mirarlos—. El asesinato del Gorgón fue el acto que me desligó por completo de mi antigua vida, de un pasado que ahora ya no significa nada para mí, y ningún acto de semejante calibre deja de producir consecuencias.
Fulgrim se puso en cuclillas en el escenario, como si estuviera reviviendo el momento de la muerte de Ferrus Manus. Cerró los puños mientras miraba hacia la lejanía, y Lucius vio en sus ojos el desfile sangriento de lo ocurrido en Isstvan V.
—Era vulnerable —siguió diciendo el primarca mientras se ponía en pie para reemprender su paseo por el escenario—. Un servidor del Príncipe Oscuro se apropió de mi cuerpo para su propia diversión. Era una criatura antigua, un ser caprichoso y necesitado que disfrutó de su botín robado, y durante cierto tiempo le permití que mantuviera el control sobre mi cuerpo mientras aprendía de él y de sus poderes. Creo que tenía la esperanza de que yo estuviera profundamente hundido por la muerte de mi hermano…
Fulgrim sonrió y se miró las manos, como si todavía estuvieran ensangrentadas por el asesinato del primarca de los Manos de Hierro.
—Esa criatura debería haber sabido que no era así. Después de todo, fue ella la que me inició en la senda de la autosatisfacción y de una vida libre de inhibiciones y de cualquier sentimiento de culpa. ¿Qué me importaba cometer otra traición? Manus ya era un recuerdo vago, un fantasma que se difumina con cada momento que pasa. Además, todo lo que aprendí de la criatura me hizo más fuerte. Con el paso del tiempo, fue fácil reclamar mi cuerpo y arrojarlo a la prisión que ella misma había preparado para mí.
Lucius apartó la mirada del magnífico primarca y elevó los ojos hacia el retrato. Los trazos de la pintura seguían igual de insulsos y sus colores igual de apagados, pero al saber la verdad que ocultaba, lo que Lucius vio fue el sufrimiento eterno de un ser inmortal y primitivo que se encontraba atrapado para siempre en un encierro interminable. Para una criatura de infinitas posibilidades no podría existir mayor tormento, y la admiración que sentía por la brillantez de su primarca se elevó a nuevas cotas.
—Ahora ya sabéis la verdad, hijos míos —les dijo Fulgrim al mismo tiempo que bajaba del escenario para reunirse con ellos. Extendió las manos y los tocó mientras pasaba a su lado—. No es tarea fácil servir a un señor que nos exige tanto y que a la vez nos concede tanto. Debemos llegar más lejos que nadie en nuestros deseos, experimentarlo todo, incluso esas sensaciones que nos resultan desagradables. Ningún acto de sacrificio, ningún acto de degradación, ningún acto de éxtasis se encontrará más allá de nuestro alcance. Hijos míos, tengo tales visiones que mostraros… Tengo secretos y poderes más allá de cualquier comprensión, tengo verdades enterradas desde el principio de los tiempos, ¡y un camino hacia la consecución de la divinidad que hará que brille con más intensidad que un millar de soles!
Fulgrim dio una vuelta sobre sí mismo mientras sus guerreros prorrumpían en vítores para celebrar sus palabras. Disfrutó de su adoración, y la devoción que le mostraron lo hizo brillar como si fuera la estrella que les permitía vivir. Luego bajó por fin la cabeza y paseó la mirada por todos ellos con una expresión benevolente y paternal, severa e inquebrantable.
—Tengo mucho por hacer antes de dignarme a reunirme con Horus Lupercal en el suelo embarrado de Terra —declaró el Fénix—. Mi primera tarea será reunirme con mi hermano de Olympia y utilizar a sus constructores y fortificadores para mis propósitos.
—¿Cuáles son esos propósitos? —inquirió Kaesoron, quien se arriesgó a despertar la ira del primarca al haberse atrevido a preguntarle.
Fulgrim se pasó las manos por el cabello de color blanco impoluto y le sonrió, aunque Lucius se dio cuenta de que se trataba de un breve acto de tolerancia. El primarca no permitiría más preguntas. No en ese momento de gloria.
—Tenemos que construir una ciudad —les explicó—. Una gloriosa ciudad de espejos. Una ciudad de espejismos, sólida y líquida al mismo tiempo, aire y piedra a la vez.
Lucius notó que se le aceleraba el pulso al pensar en una ciudad semejante, una metrópolis en la que cada estructura, cada torre y cada palacio le devolvería su propia imagen multiplicada mil veces. Por fin se dio cuenta de cuál había sido el motivo del ataque al Racimo Prismático: reunir la materia prima para construir aquella asombrosa arquitectura de reflejos.
—Una ciudad de espejos —susurró—. Será algo maravilloso.
Fulgrim dio un paso hacia él y lo tomó de la barbilla con una mano como si fuera su amante.
—Será más que maravillosa —le aseguró Fulgrim, y luego se inclinó para darle un beso en cada mejilla cubierta de cicatrices—. Será así porque en el corazón de su millón de reflejos encontraré la mirada del Angel Exterminatus, ¡y la galaxia llorará al contemplar su terrible belleza!