Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible catástrofe de nuestra marina.
Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se dicen descendientes del mismo emperador de Trapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y, fuera de mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece indiscutible. Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto solo nos parezcamos.
Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de La Viña que no es hoy, ni menos era entonces, academia de buenas costumbres. La memoria no me da luz alguna sobre mi persona y mis acciones en la niñez, sino desde la edad de seis años; y si recuerdo esta fecha es porque la asocio a un suceso naval de que oí hablar entonces: el combate del cabo de San Vicente, acaecido en 1797.
Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad, poco más o menos. Aquello era para mí la vida entera; más aún, la vida normal de nuestra privilegiada especie;1 y los que no vivían como yo me parecían seres excepcionales del humano linaje; pues en mi infantil inocencia y desconocimiento del mundo, yo tenía la creencia de que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la Providencia como supremo ejercicio de su cuerpo la natación y como constante empleo de su espíritu el buscar y coger cangrejos, ya para arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia satisfacción y regalo, mezclando así lo agradable con lo útil.
La sociedad en que yo me crié era, pues, de lo más rudo, insipiente y soez que puede imaginarse, hasta tal punto que los chicos de la Caleta éramos considerados como más canallas que los que ejercían igual industria y desafiaban con igual brío los elementos en Puntales, merced a cuya diferencia uno y otro bando nos considerábamos como rivales, y a veces medíamos nuestras fuerzas en la Puerta de Tierra con grandes y ruidosas pedreas, que manchaban el suelo de heroica sangre.
Cuando tuve edad para meterme de cabeza en los negocios por cuenta propia, con objeto de ganar honradamente algunos cuartos, recuerdo que lucí mi travesura en el muelle, sirviendo de introductor de embajadores a los muchos ingleses que entonces como ahora nos visitaban. El muelle era una escuela ateniense para despabilarse en pocos años y yo no fui de los alumnos menos aprovechados en aquel vasto ramo del saber humano, así como tampoco dejé de sobresalir en el merodeo de la fruta, para lo cual ofrecía ancho campo a nuestra iniciativa y altas especulaciones la plaza de San Juan de Dios. Pero quiero poner punto en esta parte de mi historia, pues hoy recuerdo con vergüenza tan grande envilecimiento y doy gracias a Dios de que me librara pronto de él, llevándome por más noble camino.
Entre las impresiones que conservo, está muy fijo en mi memoria el placer entusiasta que me causaba la vista de los barcos de guerra, cuando se fondeaban frente a Cádiz o en San Fernando. Como nunca pude satisfacer mi curiosidad viendo de cerca aquellas formidables máquinas, yo me las representaba de un modo fantástico y absurdo, suponiéndolas llenas de misterios.
Afanosos por imitar las grandes cosas de los hombres, los chicos hacíamos también nuestras escuadras, con pequeñas naves, rudamente talladas, a que poníamos velas de papel o trapo, marinándolas con mucha decisión y seriedad en cualquier charco de Puntales o la Caleta. Para que todo fuera completo, cuando venía algún cuarto a nuestras manos, por cualquiera de las vías industriales que nos eran propias, comprábamos pólvora en casa de la tía Coscoja de la calle del Horno de Santa María y con este ingrediente hacíamos una completa fiesta naval. Nuestras flotas se lanzaban a tomar viento en océanos de tres varas de ancho, disparaban sus piezas de caña, se chocaban remedando sangrientos abordajes, en que se batía con gloria su imaginaria tripulación, cubríalas el humo dejando ver las banderas, hechas con el primer trapo de color encontrado en los basureros y en tanto nosotros bailábamos de regocijo en la costa, al estruendo de la artillería, figurándonos ser las naciones a que correspondían aquellos barcos, y creyendo que en el mundo de los hombres y de las cosas grandes, las naciones bailarían lo mismo, presenciando la victoria de sus queridas escuadras. Los chicos ven todo de un modo singular.
Aquella era época de grandes combates navales, pues había uno cada año y alguna escaramuza cada mes. Yo me figuraba que las escuadras se batían unas con otras pura y simplemente porque les daba la gana o con objeto de probar su valor, como dos guapos que se citan fuera de puertas para darse de navajazos. Me río recordando mis extravagantes ideas respecto a las cosas de aquel tiempo. Oía hablar mucho de Napoleón, ¿y cómo creen ustedes que yo me lo figuraba? Pues nada menos que igual en todo a los contrabandistas que procedentes del campo de Gibraltar se veían en el barrio de La Viña con harta frecuencia; me lo figuraba caballero en un potro jerezano, con su manta, polainas, sombrero de fieltro, y el correspondiente trabuco. Según mis ideas, con este pergeño y seguido de otros aventureros del mismo empaque, aquel hombre que todos pintaban como extraordinario, conquistaba la Europa, es decir, una gran isla, dentro de la cual estaban otras islas, que eran las naciones, a saber: Inglaterra, Génova, Londres, Francia, Malta, la tierra del Moro, América, Gibraltar, Mahón, Rusia, Tolón, etc. Yo había formado esta geografía a mi antojo, según las procedencias más frecuentes de los barcos con cuyos pasajeros hacía algún trato, y no necesito decir que, entre todas estas naciones o islas, España era la mejorcita, por lo cual los ingleses, unos a modo de salteadores de caminos, querían cogérsela para sí. Hablando de esto y otros asuntos diplomáticos, yo y mis colegas de la Caleta decíamos mil frases inspiradas en el más ardiente patriotismo.
Pero no quiero cansar al lector con pormenores que sólo se refieren a mis particulares impresiones y voy a concluir de hablar de mí. El único ser que compensaba la miseria de mi existencia con un desinteresado afecto era mi madre. Sólo recuerdo de ella que era muy hermosa o, al menos, a mí me lo parecía. Desde que quedó viuda se mantenía y me mantenía lavando y componiendo la ropa de algunos marineros. Su amor por mí debía de ser muy grande. Caí gravemente enfermo de la fiebre amarilla que entonces asolaba a Andalucía y, cuando me puse bueno, me llevó como en procesión a oír misa a la catedral vieja, por cuyo pavimento me hizo andar de rodillas más de una hora,2 y en el mismo retablo en que la oímos puso, en calidad de exvoto, un niño de cera que yo creí mi perfecto retrato.
Mi madre tenía un hermano y, si aquella era buena, este era malo y muy cruel por añadidura. No puedo recordar a mi tío sin espanto y, por algunos incidentes sueltos que conservo en la memoria, colijo que aquel hombre debió de haber cometido un crimen en la época a que me refiero. Era marinero y, cuando estaba en Cádiz y en tierra, venía a casa borracho como una cuba y nos trataba fieramente, a su hermana de palabra, diciéndole los más horrendos vocablos, y a mí de obra, castigándome sin motivo.
Mi madre debió de padecer mucho con las atrocidades de su hermano y esto, unido al trabajo tan penoso como mezquinamente retribuido, aceleró su fin, el cual dejó indeleble impresión en mi espíritu, aunque mi memoria puede hoy apreciarlo sólo de un modo vago.
En aquella edad de miseria y vagancia yo no me ocupaba más que en jugar junto a la mar o en correr por las calles. Mis únicas contrariedades eran las que pudieran ocasionarme un bofetón de mi tío, un regaño de mi madre o cualquier contratiempo en la organización de mis escuadras. Mi espíritu no había conocido aún ninguna emoción fuerte y verdaderamente honda, hasta que la pérdida de mi madre me presentó la vida humana bajo un aspecto muy distinto del que hasta entonces había tenido para mí. Por eso la impresión sentida no se ha borrado nunca de mi alma. Transcurridos tantos años, recuerdo aún, como se recuerdan las medrosas imágenes de un mal sueño, que mi madre yacía postrada con no sé qué padecimiento; recuerdo haber visto entrar en casa unas mujeres, cuyos nombres y condición no puedo decir; recuerdo oír lamentos de dolor, y sentirme yo mismo en los brazos de mi madre; recuerdo también, refiriéndolo a todo mi cuerpo, el contacto de unas manos muy frías, pero muy frías; creo que después me sacaron de allí; y con estas indecisas memorias se asocia la vista de unas velas amarillas que daban pavorosa claridad en medio del día, el rumor de unos rezos, el cuchicheo de unas viejas charlatanas,3 las carcajadas de unos marineros ebrios y, después de esto, la triste noción de la orfandad, la idea de hallarme solo y abandonado en el mundo, idea que embargó mi pobre espíritu por algún tiempo.
No tengo presente lo que hizo mi tío en aquellos días. Sólo sé que sus crueldades conmigo se redoblaron hasta tal punto que, cansándome de sus malos tratos, me evadí de la casa, deseoso de buscar fortuna. Me fui a San Fernando, de allí a Puerto Real. Junteme con la gente más perdida de aquellas playas, fecundas en héroes de encrucijada, y no sé cómo ni por qué motivo fui a parar con ellos a Medinasidonia, donde, hallándonos cierto día en una taberna, se presentaron algunos soldados de marina que hacían la leva y nos desbandamos, refugiándose cada cual donde pudo. Mi buena estrella me llevó a cierta casa, cuyos dueños se apiadaron de mí, mostrándome gran interés, sin duda por el relato que de rodillas, bañado en lágrimas y con ademán suplicante hice de mi triste estado, de mi vida, y sobre todo4 de mis desgracias.
Aquellos señores me tomaron bajo su protección, librándome de la leva, y desde entonces quedé a su servicio. Con ellos me trasladé a Vejer de la Frontera, lugar de su residencia, pues sólo estaban de paso en Medinasidonia.
Mis ángeles tutelares fueron don Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad. Enseñáronme muchas cosas que no sabía y, como me tomaran cariño al poco tiempo, adquirí la plaza de paje del señor don Alonso, al cual acompañaba en su paseo diario, pues el buen inválido no movía el brazo derecho y con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé qué hallaron en mí para despertar su interés: sin duda, mis pocos años, mi orfandad y también la docilidad con que les obedecía fueron parte a merecer una benevolencia a que he vivido siempre profundamente agradecido. Hay que añadir a las causas de aquel cariño, aunque me esté mal el decirlo, que yo, no obstante haber vivido hasta entonces en contacto con la más desarrapada canalla, tenía cierta cultura o delicadeza ingénita que en poco tiempo me hizo cambiar de modales, hasta el punto de que algunos años después, a pesar de la falta de todo estudio, estaba en disposición de poder pasar por persona bien nacida.
Cuatro años hacía que estaba en la casa, cuando ocurrió lo que voy a referir. No me exija el lector una exactitud que no es posible, tratándose de sucesos ocurridos en la primera edad y narrados en el ocaso de la existencia, cuando cercano a mi fin, después de una larga y muy trabajosa vida, siento que el hielo de la senectud entorpece mi mano al manejar la pluma, mientras el entendimiento aterido intenta engañarse, buscando en el regalo de dulces o ardientes memorias un pasajero rejuvenecimiento. Como aquellos viejos verdes que creen despertar su voluptuosidad dormida, engañando los sentidos con la contemplación de hermosuras pintadas, así intentaré dar interés y lozanía a los mustios pensamientos de mi ancianidad, recalentándolos con la representación artificiosa de antiguas grandezas.5
Y el efecto es inmediato.6 ¡Maravillosa superchería de la imaginación! Como quien repasa hojas hace tiempo dobladas de un libro que se leyó, así miro con curiosidad y asombro los años que fueron y, mientras dura el embeleso de esta contemplación, parece que un genio amigo viene y me quita de encima la pesadumbre de los años, aligerando la carga de mi ancianidad, que tanto agobia el cuerpo como el alma. Esta sangre, tibio y perezoso humor que hoy apenas presta escasa animación a mi caduco organismo, se enardece, se agita, circula, bulle, corre y palpita en mis venas con acelerada pulsación. Parece que en mi cerebro entra de improviso una gran luz que ilumina y da forma a mil ignorados prodigios, como la antorcha del viajero que, esclareciendo la oscura cueva, da a conocer las maravillas de la geología tan de repente que parece que las crea. Y al mismo tiempo mi corazón, muerto para las grandes sensaciones, se levanta, Lázaro llamado por voz divina, y se me sacude en el pecho, causándome a la vez dolor y alegría.
Soy joven, el tiempo no ha pasado; tengo frente a mí los principales hechos de mi mocedad; estrecho la mano de antiguos amigos; en mi ánimo se reproducen las emociones dulces o terribles de la juventud, el ardor del triunfo, el pesar de la derrota, las grandes alegrías así como las grandes penas, asociadas en los recuerdos como lo están en la vida. Sobre todos mis sentimientos domina uno, el que dirigió siempre mis acciones durante aquel azaroso período comprendido entre 1805 y 1834. Cercano al sepulcro y considerándome el más inútil de los hombres, ¡aún haces brotar lágrimas de mis ojos, amor santo de la patria! En cambio yo aún puedo consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin escéptico que te niega y al filósofo corrompido que te confunde con los intereses de un día.
A este sentimiento consagré mi edad viril y a él consagro esta faena de mis últimos años, poniéndole por genio tutelar o ángel custodio de mi existencia escrita, ya que lo fue de mi existencia real. Muchas cosas voy a contar:7 ¡Trafalgar, Bailén, Madrid, Zaragoza, Gerona, Arapiles...!8 De todo esto diré alguna cosa, si no os falta la paciencia. Mi relato no será tan bello como debiera; pero haré todo lo posible para que sea verdadero.
En uno de los primeros días de octubre de aquel año funesto (1805) mi noble amo me llamó a su cuarto, y mirándome con su habitual severidad (cualidad tan sólo aparente, pues su carácter era sumamente blando), me dijo:
—Gabriel, ¿eres tú hombre de valor?
No supe al principio qué contestar, porque, a decir verdad, en mis catorce años de vida no se me había presentado aún ocasión de asombrar al mundo con ningún hecho heroico; pero el oírme llamar «hombre» me llenó de orgullo, y pareciéndome al mismo tiempo indecoroso negar mi valor ante persona que lo tenía en tan alto grado, contesté con pueril arrogancia:
—Sí, mi amo, soy hombre de valor.
Entonces aquel insigne varón, que había derramado su sangre en cien combates gloriosos, sin que por esto se desdeñara de tratar confiadamente a su leal criado, sonrió ante mí, hízome seña de que me sentara y ya iba a poner en mi conocimiento alguna importante resolución, cuando su esposa y mi ama doña Francisca entró de súbito en el despacho para dar mayor interés a la conferencia, y comenzó a hablar destempladamente en estos términos:
—No, no irás... te aseguro que no irás a la escuadra. Pues no faltaba más... ¡A tus años y cuando te has retirado del servicio por viejo! ¡Ay Alonsito, has llegado a los setenta y ya no estás para fiestas!
Me parece que aún estoy viendo a aquella respetable cuanto iracunda señora con su gran papalina, su saya de organdí, sus rizos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro detalles heterogéneos porque sin ellos no puede representársela mi memoria. Era una mujer hermosa en la vejez, como la santa Ana de Murillo, y su belleza respetable habría sido perfecta y la comparación con la madre de la Virgen exacta,9 si mi ama hubiera sido muda como una pintura.
Don Alonso, algo acobardado, como de costumbre, siempre que la oía, le contestó:
—Necesito ir, Paquita. Según la carta que acabo de recibir de ese buen Churruca, la escuadra combinada debe o salir de Cádiz provocando el combate con los ingleses o esperarles en la bahía, si se atreven a entrar. De todos modos, la cosa va a ser sonada.
—Bueno, me alegro —repuso doña Francisca—. Ahí están Gravina, Valdés, Cisneros, Churruca, Alcalá Galiano y Álava. Que machaquen duro sobre esos perros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo que no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavía no puedes mover el brazo izquierdo, que te dislocaron en el cabo de San Vicente.
Mi amo movió el brazo izquierdo con un gesto académico y militar para probar que lo tenía expedito. Pero doña Francisca, no convencida con tan endeble argumento, continuó chillando en estos términos:
—No, no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como tú. Si tuvieras cuarenta años como cuando fuiste a la tierra del Fuego y me trajiste aquellos collares verdes de los indios... Pero ahora... Ya sé yo que ese calzonazos de Marcial te ha calentado los cascos anoche y esta mañana, hablándote de batallas. Me parece que el señor Marcial y yo tenemos que reñir... Vuélvase él a los barcos si quiere, para que le quiten la pierna que le queda... ¡Oh san José bendito! ¡Si en mis quince hubiera sabido yo lo que era la gente de mar! ¡Qué tormento! ¡Ni un día de reposo! Se casa una para vivir con su marido, y a lo mejor viene un despacho de Madrid que en dos palotadas me lo manda qué sé yo adónde, a la Patagonia, al Japón, o al mismo infierno. Está una diez o doce meses sin verlo, y al fin, si no se lo comen los señores salvajes, vuelve hecho una miseria, tan enfermo y amarillo que no sabe una qué hacer para volverlo a su color natural... Pero pájaro viejo no entra en jaula, y de repente viene otro despachito de Madrid... Vaya usted a Tolón, a Brest, a Nápoles, acá o acullá, donde le dé la gana al bribonazo del primer cónsul... ¡Ah! Si todos hicieran lo que yo digo, qué pronto las pagaría todas juntas ese caballerito, que trae tan revuelto al mundo.
Mi amo miró sonriendo una mala estampa clavada en la pared y que, torpemente iluminada por ignoto artista, representaba al emperador Napoleón, caballero en un corcel verde, con el célebre redingote embadurnado de bermellón.10 Sin duda la impresión que dejó en mí aquella obra de arte, que contemplé durante cuatro años, fue causa de que modificara mis ideas respecto al traje de contrabandista del grande hombre, y en lo sucesivo me lo representé vestido de cardenal y montado en un caballo verde.
—Esto no es vivir —continuó doña Francisca agitando los brazos—. Dios me perdone; pero aborrezco el mar, aunque dicen que es una de sus mejores obras. ¡No sé para qué sirve la Santa Inquisición, si no convierte en cenizas esos endiablados barcos de guerra! Pero vengan acá y díganme: ¿para qué es eso de estarse arrojando balas y más balas, sin más ni más, puestos sobre cuatro tablas, que si se quiebran, arrojan al mar centenares de infelices? ¿No es esto tentar a Dios? ¡Y estos hombres se vuelven locos, cuando oyen un cañonazo! ¡Bonita gracia! A mí se me estremecen las carnes cuando los oigo, y si todos pensaran como yo, no habría más guerras en el mar... y todos los cañones se convertirían en campanas.11 Mira Alonso —añadió deteniéndose ante su marido— me parece que ya os han derrotado bastantes veces. ¿Queréis otra? Tú y esos otros tan locos como tú, ¿no estáis satisfechos después de la del 14?*
Don Alonso apretó los puños al oír aquel triste recuerdo, y no profirió un juramento de marino por respeto a su mujer, a quien consideraba mucho.
—La culpa de tu obstinación en ir a la escuadra —añadió la dama, cada vez más furiosa— la tiene el picarón de Marcial, ese endiablado marinero, que debía haberse ahogado cien veces, y cien veces se ha salvado para tormento mío. Si él quiere volver a embarcarse con su pierna de palo, su brazo roto, su ojo de menos y sus cincuenta heridas, que vaya en buena hora, y Dios quiera que no vuelva a aparecer por aquí...; pero tú no irás, Alonso, tú no irás porque estás enfermo y porque has servido bastante al Rey, quien, por cierto, te ha recompensado muy mal, y yo que tú le tiraría a la cara al señor generalísimo de mar y tierra los galones de capitán de navío que tienes desde hace diez años..., a fe que debían haberte hecho almirante cuando menos, que harto lo merecías cuando fuiste a la expedición de África y me trajiste aquellas cuentas azules que, con los collares de los indios, me sirvieron para adornar la urna de la virgen del Carmen.
—Sea o no almirante, yo debo ir a la escuadra, Paquita —dijo mi amo—. Yo no puedo faltar a ese combate. Tengo que cobrar a los ingleses cierta cuenta atrasada.
—Bueno estás tú para cobrar estas cuentas —contestó mi ama—, un hombre enfermo y medio baldado...
—Gabriel irá conmigo —añadió don Alonso mirándome de un modo que infundía valor.
Yo hice un gesto que indicaba mi conformidad con tan heroico proyecto; pero cuidé de que no me viera doña Francisca, la cual me habría hecho notar el irresistible peso de su mano, si observara mis disposiciones belicosas.
Esta, al ver que su esposo parecía resuelto, se enfureció más, juró que si volviera a nacer, no se casaría con ningún marino, dijo mil pestes del Emperador, de nuestro amado Rey, del Príncipe de la Paz, de todos los signatarios del tratado de subsidios, y terminó asegurando al valiente marino que Dios le castigaría por su insensata temeridad.
Durante el diálogo que he referido, sin responder de su exactitud, pues sólo me fundo en vagos recuerdos, una tos recia y perruna, resonando en la habitación inmediata anunciaba que Marcial, el viejo marinero, oía desde muy cerca la ardiente declaración de mi ama, que le había citado bastantes veces, con comentarios poco benévolos. Deseoso de tomar parte en la conversación, para lo cual le autorizaba la confianza que tenía en la casa, abrió la puerta y se presentó en el cuarto de mi amo.
Antes de pasar adelante quiero dar de este algunas noticias, así como de su hidalga consorte, para mejor conocimiento de lo que va a pasar.
Don Alonso Gutiérrez de Cisniega pertenecía a una antigua familia del mismo Vejer. Consagráronle a la carrera naval y desde su juventud, siendo guardiamarina, se distinguió honrosamente en el ataque que los ingleses dirigieron contra La Habana en 1748. Formó parte de la expedición que salió de Cartagena contra Argel en 1775, y también se halló en el ataque de Gibraltar por el duque de Crillon en 1782. Embarcose más tarde para la expedición al estrecho de Magallanes, en la corbeta Santa María de la Cabeza, que mandaba don Antonio de Córdova; también se halló en los gloriosos combates que sostuvo la escuadra anglo-española contra la francesa delante de Tolon en 1793, y por último, terminó su gloriosa carrera en el desastroso encuentro del cabo de San Vicente, mandando el navío Mejicano, uno de los que tuvieron que rendirse.
Desde entonces, mi amo, que no había ascendido conforme a su trabajosa y dilatada carrera, se retiró del servicio. De resultas de las heridas recibidas en aquella triste jornada, cayó enfermo del cuerpo, y más gravemente del alma, a consecuencia del pesar de la derrota. Curábale su esposa con amor, aunque no sin gritos, pues el maldecir a la marina y a los navegantes era en su boca tan habitual como los dulces nombres de Jesús y María en boca de un devoto.
Era doña Francisca una señora excelente, ejemplar, de noble origen, devota y temerosa de Dios, como todas las hembras de aquel tiempo, caritativa y discreta, pero con el más arisco y endemoniado genio que he conocido en mi vida. Francamente, yo no considero como ingénito aquel iracundo temperamento, sino antes bien creado por los disgustos que le ocasionó la desabrida profesión de su esposo; y es preciso confesar que no se quejaba sin razón, pues aquel matrimonio, que durante cincuenta años habría podido dar veinte hijos al mundo y a Dios, tuvo que contentarse con uno sólo, la encantadora y sin par Rosita, de quien hablaré después. Por estas y otras razones, doña Francisca pedía al cielo en sus diarias oraciones el aniquilamiento de todas las escuadras europeas.
En tanto el héroe se consumía tristemente en Vejer, viendo sus laureles apolillados y roídos de ratones, y meditaba y discurría a todas horas sobre un tema importante, es decir: que si Córdova, comandante de nuestra escuadra, hubiera mandado orzar a babor, en vez de ordenar la maniobra a estribor, los navíos Mejicano, San José, San Nicolás y San Isidro no habrían caído en poder de los ingleses, y el almirante inglés Jerwis habría sido derrotado. Su mujer, Marcial, hasta yo mismo, extralimitándome en mis atribuciones, le decíamos que la cosa no tenía duda, a ver si dándonos por convencidos, se templaba el vivo ardor de su manía; pero ni por esas: su manía le acompañó al sepulcro.
Pasaron ocho años después de aquel desastre, y la noticia de que la escuadra combinada iba a tener un encuentro decisivo con los ingleses produjo en él cierta excitación que parecía rejuvenecerle. Dio, pues, en la flor de que había de ir a la escuadra para presenciar la indudable derrota de sus mortales enemigos; y, aunque su esposa trataba de disuadirle, como he dicho, era imposible desviarle de tan estrafalario propósito. Para dar a comprender cuán fuerte y vehemente era su deseo basta decir que se atrevía a contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme voluntad de doña Francisca; y debo advertir para que se tenga idea de la obstinación de mi amo, que este no tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni a los argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Magallanes, ni al mar irritado, ni a los monstruos acuáticos, ni a la ruidosa tempestad, ni al cielo, ni a la tierra; no tenía miedo a cosa alguna creada por Dios, más que a su bendita mujer.
Réstame hablar ahora del marinero Marcial, objeto del odio más vivo por parte de doña Francisca, pero cariñosa y fraternalmente amado por mi amo don Alonso, con quien había servido.
Marcial (nunca supe su apellido), llamado entre los marineros Medio-hombre, había sido contramaestre en los barcos de guerra durante cuarenta años. En la época de mi narración la facha de este héroe de los mares era de lo más singular que puede imaginarse. Figúrense ustedes, señores míos, un hombre viejo, más bien alto que bajo, con una pierna de palo, el brazo izquierdo cortado a cercén más abajo del codo, un ojo menos, la cara garabateada por multitud de chirlos en todas direcciones y con desorden trazados por armas enemigas de diferentes clases, con la tez morena y curtida como la de todos los marinos viejos, con una voz ronca, hueca y perezosa, que no se parecía a la de ningún habitante racional de tierra firme, y podrán formarse idea de este personaje, cuyo recuerdo me hace deplorar la sequedad de mi paleta, pues a fe que merece ser pintado por el más diestro retratista. No puedo decir si su aspecto hacía reír o imponía respeto: creo que ambas cosas a la vez, y según como se le mirase.
Puede decirse que su vida era la historia de la de la marina española en la última parte del siglo pasado y principios del presente, historia en cuyas páginas las gloriosas acciones alternan con lamentables desdichas. Marcial había navegado en el Conde de Regla, en el San Joaquín, en el Real Carlos, en el Trinidad, y otros heroicos y desgraciados barcos que, al perecer derrotados con honra o destruidos por la alevosía, sumergieron con sus viejas tablas el poderío naval de España. Además de las campañas en que tomó parte con mi amo, Medio-hombre había asistido a otras muchas, tales como la expedición a la Martinica, la acción de Finisterre y antes al terrible episodio del Estrecho en la noche del 12 de julio de 1801, y al combate del cabo de Santa María el 5 de octubre de 1804.
A la edad de sesenta y seis años se retiró del servicio, mas no por falta de bríos, sino porque ya se hallaba completamente desarbolado y fuera de combate. Él y mi amo eran en tierra dos buenos amigos, y como la hija única del contramaestre se hallase casada con un antiguo criado de la casa, resultando de esta unión un nieto, Medio-hombre se decidió a echar para siempre el ancla como un viejo pontón inútil para la guerra, y hasta llegó a hacerse la ilusión de que le gustaba la paz. Bastaba verle para comprender que el empleo más difícil que podía darse a aquel resto glorioso de un héroe era el de cuidar chiquillos; y en efecto, Marcial no hacía otra cosa que cargar, distraer y dormir a su nieto, para cuya faena le bastaban sus canciones marineras sazonadas con algún juramento, propio del oficio.
Mas al saber que la escuadra combinada se apercibía para un gran combate, sintió renacer en su pecho el amortiguado entusiasmo, y soñó que se hallaba mandando la marinería en el alcázar de proa del Santísima Trinidad: como notase en don Alonso iguales síntomas de recrudecimiento, se franqueó con él, y desde entonces pasaban gran parte del día y de la noche comunicándose, así las noticias recibidas como las propias sensaciones, refiriendo hechos pasados, haciendo conjeturas sobre los venideros y soñando despiertos como dos grumetes que en íntima confidencia calculan el modo de llegar a almirantes.
En estas encerronas que traían a doña Francisca muy alarmada, nació el proyecto de embarcarse en la escuadra para presenciar el próximo combate. Ya saben ustedes la opinión de mi ama y las mil picardías que dijo del marinero embaucador; ya saben que don Alonso insistía en poner en ejecución tan atrevido pensamiento, acompañado de su paje, y ahora me resta referir lo que todos dijeron cuando Marcial se presentó a defender la guerra contra el vergonzoso statu quo de doña Francisca.
—Señor Marcial —dijo esta con redoblado furor—, si quiere usted ir a la escuadra a que le den la última mano, puede ir cuando quiera; pero lo que es este no irá.
—Bueno —contestó el marinero, que se había sentado en el borde de una silla, ocupando sólo el espacio necesario para sostenerse—, iré yo solo. El demonio me lleve si me quedo sin echar el catalejo a la fiesta.
Después añadió con expresión de júbilo:
—Tenemos quince navíos, y los francesitos veinticinco barcos. Si todos fueran nuestros, no era preciso tanto... ¡Cuarenta buques y mucho corazón embarcado!
Como se comunica el fuego de una mecha a otra que está cercana, así el entusiasmo que irradió del ojo de Marcial encendió los dos, ya por la edad amortiguados, de mi buen amo.
—Pero el Señorito —continuó Medio-hombre— traerá muchos también. Así me gustan a mí las funciones: mucha madera donde mandar balas y mucho jumo de pólvora que caliente el aire cuando hace frío.
Se me había olvidado decir que Marcial, como casi todos los marinos, usaba un vocabulario formado por los más peregrinos terminachos, pues es costumbre en la gente de mar de todos los países desfigurar la lengua patria hasta convertirla en caricatura. Observando la mayor parte de las12 voces usadas por los navegantes, se ve que son simplemente corruptelas de las palabras más comunes, adaptadas a su temperamento arrebatado y enérgico, siempre propenso a abreviar todas las funciones de la vida y especialmente el lenguaje. Oyéndoles hablar me ha parecido a veces que la lengua es un órgano que les estorba.
Marcial, como digo, convertía los nombres en verbos, y estos en nombres, sin consultar con la Academia. Asimismo aplicaba el vocabulario de la navegación a todos los actos de la vida, tendiendo siempre a asimilar el navío con el hombre, en virtud de una forzada analogía entre las partes de aquel y los miembros de este. Por ejemplo, hablando de la pérdida de su ojo, decía que había cerrado el portalón de estribor, y para expresar la rotura del brazo, decía que se había quedado sin la serviola de babor. Para él, el corazón, residencia del valor y del heroísmo, era el pañol de la pólvora, así como el estómago, el pañol del biscocho. Al menos estas frases las entendían los marineros; pero había otras, hijas de su propia inventiva filológica, que eran de él sólo conocidas y en todo su valor apreciadas. ¿Quién podría comprender lo que significaban patigurbiar, chingurria y otros feroces nombres del mismo jaez? Yo creo, aunque no lo aseguro, que con el primero significaba ‘dudar’, y con el segundo, ‘tristeza’. La acción de embriagarse la denominaba de mil maneras distintas, y entre estas la más común era ponerse la casaca, idiotismo cuyo sentido no hallarán mis lectores, si no les explico que, habiéndole merecido los marinos ingleses el dictado de casacones, sin duda a causa de su uniforme, al decir ponerse la casaca por emborracharse, quería significar Marcial una acción común y corriente entre sus enemigos. A los almirantes extranjeros les llamaba con estrafalarios nombres, ya creados por él, ya traducidos a su manera, fijándose en semejanzas de sonido. A Nelson le llamaba el Señorito, voz que indicaba cierta consideración o respeto;13 a Collingwood el tío Calambre, frase que a él le parecía exacta traducción del inglés; a Jerwis le nombraba como los mismos ingleses, esto es, viejo zorro; a Calder el tío Perol, porque encontraba mucha relación entre las dos voces; y siguiendo un sistema lingüístico enteramente opuesto, designaba a Villeneuve, jefe de la escuadra combinada, con el apodo de Monsieur Corneta, nombre tomado de un sainete a cuya representación asistió Marcial en Cádiz. En fin, tales eran los disparates que salían de su boca, que me veré obligado, para evitar explicaciones enojosas, a sustituir sus frases con las usuales, cuando refiera las conversaciones que de él recuerdo.
Sigamos ahora. Doña Francisca, haciéndose cruces, dijo así:
—¡Cuarenta navíos! Eso es tentar a la divina Providencia. ¡Jesús!, y lo menos tendrán cuarenta mil cañones, para que estos enemigos se maten unos a otros.
—Lo que es como monsieur Corneta tenga bien provistos los pañoles de la pólvora —contestó Marcial señalando el corazón—, ya se van a reír esos señores casacones. No será esta como la del cabo de San Vicente.
—Hay que tener en cuenta —dijo mi amo con placer, viendo mencionado su tema favorito— que si el almirante Córdova hubiera mandado virar a babor los navíos San José y Mejicano,14 el señor de Jerwis no se habría llamado lord conde de San Vicente. De eso estoy bien seguro, y tengo datos para asegurar que con la maniobra a babor, hubiéramos salido victoriosos.
—¡Victoriosos! —exclamó con desdén doña Francisca—. Si pueden ellos más... Estos bravucones parece que se quieren comer el mundo, y en cuanto salen al mar parece que no tienen bastantes costillas para recibir los porrazos de los ingleses.
—¡No! —dijo Medio-hombre enérgicamente y cerrando el puño con gesto amenazador—. ¡Si no fuera por sus muchas astucias y picardías!... Nosotros vamos siempre contra ellos con el alma a un largo, pues, con nobleza, bandera izada y manos limpias. El inglés no se larguea, y siempre ataca por sorpresa, buscando las aguas malas y las horas de cerrazón. Así fue la del Estrecho, que nos tienen que pagar. Nosotros navegábamos confiados,15 porque ni de perros herejes moros se teme la traición, cuantimás de un inglés que es civil y al modo de cristiano. Pero no; el que ataca a traición no es cristiano, sino un salteador de caminos. Figúrese usted, señora —añadió dirigiéndose a doña Francisca para obtener su benevolencia—, que salimos de Cádiz para auxiliar a la escuadra francesa que se había refugiado en Algeciras, perseguida por los ingleses. Hace de esto cuatro años, y entavía tengo tal coraje que la sangre se me emborbota cuando lo recuerdo. Yo iba en el Real Carlos, de ciento doce cañones, que mandaba Ezguerra, y además llevábamos el San Hermenegildo de ciento doce también, el San Fernando, el Argonauta, el San Agustín y la fragata Sabina. Unidos con la escuadra francesa, que tenía cuatro navíos, tres fragatas y un bergantín, salimos de Algeciras para Cádiz a las doce del día, y como el tiempo era flojo, nos anocheció más acá de punta Carnero. La noche estaba más negra que un barril de chapapote; pero como el tiempo era bueno, no nos importaba navegar a oscuras. Casi toda la tripulación dormía; me acuerdo que estaba yo en el castillo de proa hablando con mi primo Pepe Débora, que me contaba las perradas de su suegra, y desde allí vi las luces del San Hermenegildo, que navegaba a estribor como a tiro de cañón. Los demás barcos iban delante. Pusque lo que menos creíamos era que los casacones habían salido de Gibraltar tras de nosotros y nos daban caza. ¿Ni cómo los habíamos de ver, si tenían apagadas las luces y se nos acercaban sin que nos percatáramos de ello? De repente, y anque la noche estaba muy oscura, me pareció ver... yo siempre he tenido un farol como un lince... me pareció que un barco pasaba entre nosotros y el San Hermenegildo.
—José Débora —dije a mi compañero—, o yo estoy viendo pantasmas o tenemos un barco inglés por estribor.
José Débora miró y me dijo:
—Que el palo mayor se caiga por la fogonadura y me parta si hay por estribor más barco que el San Hermenegildo.
—Pues por sí o por no —dije— voy a avisarle al oficial que está de cuarto.
No había acabado de decirlo, cuando, ¡pataplús!... sentimos el musiqueo de toda una andanada que nos soplaron por el costado. En un minuto la tripulación se levantó... cada uno a su puesto... ¡Qué batahola, señora doña Francisca! Me alegraría de que usted lo hubiera visto para que supiera cómo son estas cosas. Todos jurábamos como demonios y pedíamos a Dios que nos pusiera un cañón en cada dedo para contestar al ataque. Ezguerra subió al alcázar y mandó disparar la andanada de estribor... ¡Zapataplús! La andanada de estribor disparó en seguida, y al poco rato nos contestaron... Pero en aquella trapisonda no vimos que con el primer disparo nos habían soplado a bordo unas endiabladas materias comestibles (combustibles quería decir), que cayeron sobre el buque como si estuviera lloviendo fuego. Al ver que ardía nuestro navío, se nos redobló la rabia y cargamos de nuevo la andanada, y otra, y otra, ¡ah, señora doña Francisca! ¡Bonito se puso aquello...! Nuestro comandante mandó meter sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo. Aquí te quiero ver... Yo estaba en mis glorias... En un guiñar del ojo preparamos las hachas y picas para el abordaje...; el barco enemigo se nos venía encima, lo cual me encabrilló (me alegró) el alma, porque así nos enredaríamos más pronto... Mete, mete a estribor...; ¡qué julepe! Principiaba a amanecer; ya los penoles se besaban; ya estaban dispuestos los grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo del buque enemigo. Entonces nos quedamos todos tiesos de espanto, porque vimos que el barco con que nos batíamos era el mismo San Hermenegildo.
—Eso sí que estuvo bueno —dijo doña Francisca, mostrando algún interés en la narración—. ¿Y cómo fueron tan burros que uno y otro...?
—Diré a usted: no tuvimos tiempo de andar con palabreo. El fuego del Real Carlos se pasó al San Hermenegildo, y entonces... ¡virgen del Carmen, la que se armó! «¡A las lanchas!», gritaron muchos. El fuego estaba ya ras con ras con la santabárbara, y esta señora no se anda con bromas... Nosotros jurábamos, gritábamos insultando a Dios, a la Virgen, y a todos los santos, porque así parece que se desahoga uno cuando está lleno de coraje hasta la escotilla.
—¡Jesús, María y José! ¡Qué horror! —exclamó mi ama—. ¿Y se salvaron?
—Nos salvamos cuarenta en la falúa y seis o siete en el chinchorro; estos recogieron al segundo del San Hermenegildo. José Débora se aferró a un pedazo de palo y arribó más muerto que vivo a las playas de Marruecos.
—¿Y los demás?
—Los demás..., la mar es grande y en ella cabe mucha gente. Dos mil hombres apagaron fuegos (murieron) aquel día, entre ellos nuestro comandante Ezguerra y Emparán, el del otro barco.
—¡Válgame Dios! —dijo doña Francisca—. Aunque bien empleado les está por andarse en esos juegos. Si se estuvieran quietecitos en sus casas como Dios manda...
—Pues la causa de este desastre —dijo don Alonso, que gustaba de interesar a su mujer en tan dramáticos sucesos— fue la siguiente: los ingleses, validos de la oscuridad de la noche, dispusieron que el navío Soberbio, el más ligero de los que traían, apagara sus luces y se colocara entre nuestros dos hermosos barcos. Así lo hizo: disparó sus dos andanadas, y viró en redondo con mucha presteza para librarse de la contestación. El Real Carlos y el San Hermenegildo, viéndose atacados inesperadamente, hicieron fuego; pero se estuvieron batiendo el uno contra el otro, hasta que cerca del amanecer y estando a punto de abordarse, se reconocieron y ocurrió lo que tan detalladamente te ha contado Marcial.
—¡Oh, y qué bien os la jugaron! —dijo la dama—. Estuvo bueno, aunque eso no es de gente noble.
—¡Qué ha de ser! —añadió Medio-hombre—. Entonces yo no los quería bien; pero dende esa noche... Si están ellos en el cielo, no quiero ir al cielo, manque me condene para toda la enternidad.
—Pues ¿y la captura de las cuatro fragatas que venían de Río de la Plata? —dijo don Alonso animando a Marcial para que continuara sus narraciones.
—También en esa me encontré —contestó el marino—, y allí me dejaron sin pierna. También entonces nos cogieron desprevenidos, y como estábamos en tiempo de paz, nosotros navegábamos muy tranquilos, contando ya las horas que nos faltaban para llegar, cuando de repente... Le diré a usted cómo fue, señora doña Francisca, para que vea las mañas de esa gente. Después de lo del Estrecho me embarqué en la Fama para Montevideo, y ya hacía mucho tiempo que estábamos allí, cuando el jefe de la escuadra recibió orden de traer a España los caudales de Lima y Buenos Aires. El viaje fue muy bueno, y no tuvimos más percance que unas calenturillas, que no mataron ni tanto así de hombre... Traíamos mucho dinero del Rey y de particulares, y también lo que llamamos la caja de soldadas, que son los ahorrillos de la tropa que sirve en las Américas. Por junto, si no me engaño, eran cosa de cinco millones de pesos, como quien no dice nada, y además traíamos pieles de lobo, lana de vicuña, cascarilla, barras de estaño y cobre y maderas finas... Pues, señor, después de cincuenta días de navegación, el 5 de octubre vimos tierra, y ya contábamos entrar en Cádiz al día siguiente, cuando cátate que hacia el Nordeste se nos presentan cuatro señoras fragatas. Anque estábamos en tiempo de paz, y nuestro capitán, don Miguel de Zapiaín, parecía no tener maldito el recelo, yo, que soy perro viejo en la mar, llamé a Débora y le dije que el tiempo me olía a pólvora... Bueno, cuando las fragatas inglesas estuvieron cerca, el general mandó hacer zafarrancho; la Fama iba delante, y al poco rato nos encontramos a tiro de pistola de una de las inglesas por barlovento.
Entonces el capitán inglés nos habló con su bocina y nos dijo, ¡pues mire usted que me gustó la franqueza!..., nos dijo que nos pusiéramos en facha, porque nos iba a atacar. Hizo mil preguntas; pero le dijimos que no nos daba la gana de contestar. A todo esto, las otras tres fragatas enemigas se habían acercado a las nuestras de tal manera que cada una de las inglesas tenía otra española por el costado de sotavento.
—Su posición no podía ser mejor —dijo mi amo.
—Eso digo yo —continuó Marcial—. El jefe de nuestra escuadra, don José Bustamante, anduvo poco listo, que si hubiera sido yo... Pues, señor, el comodón (quería decir el comodoro) inglés envió a bordo de la Medea un oficialillo de estos de cola de abadejo, el cual, sin andarse en chiquitas, dijo que anque no estaba declarada la guerra, el comodón tenía orden de apresarnos. Esto sí que se llama ser inglés. El combate empezó al poco rato; nuestra fragata recibió la primera andanada por babor; se le contestó al saludo, y cañonazo va, cañonazo viene...; lo cierto del caso es que no metimos en un puño a aquellos herejes por mor de que el demonio fue y pegó fuego a la santabárbara de la Mercedes, que se voló en un suspiro, y todos, con este suceso, nos afligimos tanto, sintiéndonos tan apocados..., no por falta de valor, sino por aquello que dicen... en la moral..., pues... denque el mismo momento nos vimos perdidos. Nuestra fragata tenía las velas con más agujeros que capa vieja, los cabos rotos, cinco pies de agua en bodega, el palo de mesana tendido, tres balazos a flor de agua y bastantes muertos y heridos. A pesar de esto, seguíamos la cuchipanda con el inglés; pero cuando vimos que la Medea y la Clara, no pudiendo resistir la chamusquina, arriaban bandera, forzamos la vela y nos retiramos defendiéndonos como podíamos. La maldita fragata inglesa nos daba caza, y como era más velera que la nuestra, no pudimos zafarnos y tuvimos también que arriar el trapo a las tres de la tarde, cuando ya nos habían matado mucha gente, y yo estaba medio muerto sobre el sollao, porque a una bala le dio la gana de quitarme mi pierna. Aquellos condenados nos llevaron a Inglaterra, no como presos, sino como detenidos; pero carta va, carta viene entre Londres y Madrid, lo cierto es que se quedaron con el dinero, y me parece que cuando a mí me nazca otra pierna, entonces el Rey de España les verá la punta del pelo a los cinco millones de pesos.
—¡Pobre hombre!... ¿Y entonces perdiste la pierna? —le dijo compasivamente doña Francisca.
—Sí, señora; los ingleses, sabiendo que yo no era bailarín, creyeron que tenía bastante con una. En la travesía me curaron bien; en un pueblo que llaman Plinmuf (Plymouth) estuve seis meses en el pontón, con el petate liado y la patente para el otro mundo en el bolsillo... Pero16 Dios quiso que no me fuera a pique tan pronto; un físico inglés me puso esta pierna de palo, que es mejor que la otra, porque aquella me dolía de la condenada reuma, y esta, a Dios gracias, no duele aunque le echen una descarga de metralla. En cuanto a dureza, creo que la tiene, anque entavía no se me ha puesto delante la popa de ningún inglés para probarla.
—Muy bravo estás —dijo mi ama—; quiera Dios no pierdas también la otra. El que busca el peligro...
Concluida la relación de Marcial, se trabó de nuevo la disputa sobre si mi amo iría o no a la escuadra. Persistía doña Francisca en la negativa, y don Alonso, que en presencia de su digna esposa era manso como un cordero, buscaba pretextos y alegaba toda clase de razones para convencerla.
—Pero iremos sólo a ver, mujer, nada más que a ver —decía el héroe con mirada suplicante.
—Dejémonos de fiestas —le contestaba su mujer—. Buen par de esperpentos estáis los dos.
—La escuadra combinada —dijo Marcial— se quedará en Cádiz, y ellos tratarán de forzar la entrada.
—Pues entonces —añadió mi ama— pueden ver la función desde la muralla de Cádiz; pero lo que es en los barquitos... Digo que no y que no, Alonso. En cuarenta años de casados no me has visto enojada (la veía todos los días); pero ahora te juro que si vas a la escuadra... haz cuenta de que Paquita no existe para ti.
—¡Mujer! —exclamó con aflicción mi amo—. ¡Y he de morirme sin tener ese gusto!
—¡Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo se matan esos locos! Si el Rey de las Españas me hiciera caso, mandaría a paseo a los ingleses y les diría: «Mis vasallos queridos no están aquí para que ustedes se diviertan con ellos. Métanse ustedes en faena unos con otros si quieren juego». ¿Qué creen ustedes? Yo, aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que el primer cónsul, emperador, sultán o lo que sea, quiere acometer a los ingleses, y como no tiene hombres de alma para el caso, ha embaucado a nuestro buen Rey para que le preste los suyos, y la verdad es que nos está fastidiando con sus guerras marítimas. Díganme ustedes: a España, ¿qué le va ni le viene en esto? ¿Por qué ha de estar todos los días a cañonazo y más cañonazo por una simpleza? Antes de esas picardías que Marcial ha contado, ¿qué daño nos habían hecho los ingleses? ¡Ah, si hicieran caso de lo que yo digo, el señor de Bonaparte armaría la guerra solo, o si no que no la armara!
—Es verdad —dijo mi amo— que la alianza con Francia nos está haciendo mucho daño, pues si algún provecho resulta es para nuestra aliada, mientras todos los desastres son para nosotros.
—Entonces, tontos rematados, ¿para qué se os calientan las pajarillas con esta guerra?
—El honor de nuestra nación está empeñado —contestó don Alonso—, y una vez metidos en la danza, sería una mengua volver atrás. Cuando estuve el mes pasado en Cádiz en el bautizo de la hija de mi primo, me decía Churruca: «Esta alianza con Francia y el maldito tratado de San Ildefonso, que por la astucia de Bonaparte y la debilidad de Godoy se ha convertido en tratado de subsidios, serán nuestra ruina, serán la ruina de nuestra escuadra, si Dios no lo remedia, y, por tanto, la ruina de nuestras colonias y del comercio español en América. Pero, a pesar de todo, es preciso seguir adelante».
—Bien digo yo —añadió doña Francisca— que ese Príncipe de la Paz se está metiendo en cosas que no entiende. Ya se ve, ¡un hombre sin estudios! Mi hermano el arcediano, que es partidario del príncipe Fernando, dice que ese señor Godoy es un alma de cántaro, y que no ha estudiado latín ni teología, pues todo su saber se reduce a tocar la guitarra y a conocer los veintidós modos de bailar la gavota. Parece que por su linda cara le han hecho primer ministro. Así andan las cosas de España; luego hambre y más hambre..., todo tan caro..., la fiebre amarilla asolando a Andalucía... Está esto bonito, sí señor... Y de ello tienen ustedes la culpa —continuó engrosando la voz y poniéndose muy encarnada—, sí señor, ustedes que ofenden a Dios matando tanta gente; ustedes, que si en vez de meterse en esos endiablados barcos se fueran a la iglesia a rezar el rosario, no andaría Patillas tan suelto por España haciendo diabluras.
—Tú irás a Cádiz también —dijo don Alonso, ansioso de despertar el entusiasmo en el pecho de su mujer—; irás a casa de Flora, y desde el mirador podrás ver cómodamente el combate, el humo, los fogonazos, las banderas... Esto es muy bonito.
—¡Gracias, gracias! Me caería muerta de miedo. Aquí nos estaremos quietos, que el que busca el peligro en él perece.
Así terminó aquel diálogo, cuyos pormenores he conservado en mi memoria, a pesar del tiempo transcurrido. Mas acontece con frecuencia que los hechos muy remotos, y correspondientes a nuestra infancia permanecen grabados en la imaginación con mayor fijeza que los presenciados en edad madura y cuando predomina sobre todas las facultades la razón.
Aquella noche don Alonso y Marcial siguieron conferenciando en los pocos ratos que la recelosa doña Francisca les dejaba solos. Cuando esta fue a la parroquia para asistir a la novena, según su piadosa costumbre, los dos marinos respiraron con libertad como escolares bulliciosos que pierden de vista al maestro. Encerráronse en el despacho, sacaron unos mapas y los estuvieron examinando con gran atención; luego leyeron ciertos papeles en que había apuntados los nombres de muchos barcos ingleses con la cifra de sus cañones y tripulantes, y durante su calurosa conferencia, en que alternaba la lectura con los más enérgicos comentarios, noté que ideaban el plan de un combate naval.
Marcial imitaba con los gestos de su brazo y medio la marcha de las escuadras, la explosión de las andanadas; con su cabeza, el balanceo de los barcos combatientes; con su cuerpo, la caída de costado del buque que se va a pique; con su mano, el subir y bajar de las banderas de señal; con un ligero silbido, el mando del contramaestre; con los porrazos de su pie de palo contra el suelo, el estruendo del cañón; con su lengua estropajosa, los juramentos y singulares voces del combate; y como mi amo le secundase en esta tarea con la mayor gravedad, quise yo también echar mi cuarto a espadas, alentado por el ejemplo y dando natural desahogo a esa necesidad devoradora de meter ruido que domina el temperamento de los chicos con absoluto imperio. Sin poderme contener, viendo el entusiasmo de los dos marinos, comencé a dar vueltas por la habitación, pues la confianza con que por mi amo era tratado me autorizaba a ello; remedé con la cabeza y los brazos la disposición de una nave que ciñe el viento, y al mismo tiempo profería, ahuecando la voz, los retumbantes monosílabos que más se parecen al ruido de un cañonazo, tales como ¡bum, bum, bum!... Mi respetable amo, el mutilado marinero, tan niños como yo en aquella ocasión, no pararon mientes en lo que yo hacía, pues harto les preocupaban sus propios pensamientos. ¡Cuánto me he reído después recordando aquella escena, y cuán cierto es, por lo que respecta a mis compañeros en aquel juego, que el entusiasmo de la ancianidad convierte a los viejos en niños, renovando las travesuras de la cuna al borde mismo del sepulcro!
Muy enfrascados estaban ellos en su conferencia, cuando sintieron los pasos de doña Francisca que volvía de la novena.
—¡Que viene! —exclamó Marcial con terror.
Y al punto guardaron los planos, disimulando su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía aplacarse fácilmente, bien porque no observé a tiempo la entrada de mi ama..., seguí en medio del cuarto demostrando mi enajenación con frases como estas, pronunciadas con el mayor desparpajo: «¡la mura a estribor!... ¡orza!... ¡la andanada de sotavento!... ¡fuego!... ¡bum, bum!...». Ella se llegó a mí furiosa, y sin previo aviso me descargó en la popa la andanada de su mano derecha con tan buena puntería, que me hizo ver las estrellas.
—¡También tú! —exclamó vapuleándome sin compasión—. Ya ves —añadió mirando a su marido con centelleantes ojos—: tú le enseñas a que pierda el respeto... ¿Te has creído que estás todavía en la Caleta, pedazo de zascandil?
La zurra continuó en la forma siguiente: yo caminando a la cocina, lloroso y avergonzado, después de arriada la bandera de mi dignidad, y sin pensar en defenderme contra tan superior enemigo; doña Francisca detrás dándome caza y poniendo a prueba mi pescuezo con los repetidos golpes de su mano. En la cocina eché el ancla, y me puse a llorar, considerando cuán mal había concluido mi combate naval.
Para oponerse a la insensata determinación de su marido, doña Francisca no se fundaba sólo en las razones anteriormente expuestas; tenía, además de aquellas, otra poderosísima, que no indicó en el diálogo anterior, quizás por demasiado sabida.
Pero el lector no la sabe y voy a decírsela. Creo haber escrito que mis amos tenían un hija. Pues bien: esta hija se llamaba Rosita, de edad poco mayor que la mía, pues apenas pasaba de los quince años, y ya estaba concertado su matrimonio con un joven oficial de artillería llamado Malespina, de una familia de Medinasidonia, lejanamente emparentada con la de mi ama. Habíase fijado la boda para fin de octubre, y ya se comprende que la ausencia del padre de la novia habría sido inconveniente en tan solemnes días.
Voy a decir algo de mi señorita, de su novio, de sus amores, de su proyectado enlace y..., ¡ay!, aquí mis recuerdos toman un tinte melancólico, evocando en mi fantasía imágenes importunas y exóticas como si vinieran de otro mundo, despertando en mi cansado pecho sensaciones que, a decir verdad, ignoro si traen a mi espíritu alegría o tristeza. Estas ardientes memorias, que parecen agostarse hoy en mi cerebro, como flores tropicales trasplantadas al norte helado, me hacen a veces reír y a veces me hacen pensar... Pero contemos, que el lector se cansa de reflexiones enojosas sobre lo que a un solo mortal interesa.
Rosita era lindísima. Recuerdo perfectamente su hermosura, aunque me sería muy difícil describir sus facciones. Parece que la veo sonreír delante de mí. La singular expresión de su rostro, a la de ningún otro parecida, es para mí, por la claridad con que se ofrece a mi entendimiento, como una de esas nociones primitivas, que parece hemos traído de otro mundo, o nos han sido infundidas por misterioso poder desde la cuna. Y, sin embargo, no respondo de poderlo pintar, porque lo que fue real ha quedado como una idea indeterminada en mi cabeza y nada nos fascina tanto, así como nada se escapa tan sutilmente a toda apreciación descriptiva, como un ideal querido.
Al entrar en la casa, creí que Rosita pertenecía a un orden de criaturas superior. Explicaré mis pensamientos para que se admiren ustedes de mi simpleza. Cuando somos niños, y un nuevo ser viene al mundo en nuestra casa, las personas mayores nos dicen que le han traído de Francia, de París o de Inglaterra. Engañado yo como todos acerca de tan singular modo de perpetuar la especie, creía que los niños venían por encargo, empaquetados en un cajoncito, como un fardo de quincalla. Pues bien, contemplando por primera vez a la hija de mis amos, discurrí que tan bella persona no podía haber venido de la fábrica de donde venimos todos, es decir, de París o de Inglaterra, y me persuadí de la existencia de alguna región encantadora, donde artífices divinos sabían labrar tan hermosos ejemplares de la persona humana.
Como niños ambos, aunque de distinta condición, pronto nos tratamos con la confianza propia de la edad, y mi mayor dicha consistía en jugar con ella, sufriendo todas sus impertinencias, que eran muchas, pues en nuestros juegos nunca se confundían las clases: ella era siempre señorita y yo siempre criado; así es que yo llevaba la peor parte, y si había golpes, no es preciso indicar aquí quién los recibía.
Ir a buscarla al salir de la escuela para acompañarla a casa era mi sueño de oro; y cuando por alguna ocupación imprevista se encargaba a otra persona tan dulce comisión, mi pena era tan profunda, que yo la equiparaba a las mayores penas que pueden pasarse en la vida siendo hombre, y decía «es imposible que cuando yo sea grande experimente desgracia mayor». Subir por orden suya al naranjo del patio para coger los azahares de las más altas ramas era para mí la mayor de las delicias, posición o preeminencia superior a la del mejor rey de la tierra subido en su trono de oro; y no recuerdo alborozo comparable al que me causaba obligándome a correr tras ella en ese divino e inmortal juego que llaman escondite. Si ella corría como una gacela, yo volaba como un pájaro para cogerla más pronto, asiéndola por la parte de su cuerpo que encontraba más a mano. Cuando se trocaban los papeles, cuando ella era la perseguidora y a mí me correspondía el ser cogido, se duplicaban las inocentes y puras delicias de aquel juego sublime, y el paraje más oscuro y feo, donde yo, encogido y palpitante, esperaba la impresión de sus brazos ansiosos de estrecharme, era para mí un verdadero paraíso. Añadiré que jamás, durante aquellas escenas, tuve un pensamiento, una sensación que no emanara del más refinado idealismo.
¿Y qué diré de su canto? Desde muy niña acostumbraba a cantar el olé y las cañas con la maestría de los ruiseñores, que lo saben todo en materia de música sin haber aprendido nada. Todos le alababan aquella habilidad y formaban corro para oírla; pero a mí me ofendían los aplausos de sus admiradores y hubiera deseado que enmudeciera para los demás. Era aquel canto un gorjeo melancólico, aún modulado por su voz infantil. La nota, que repercutía sobre sí misma, enredándose y desenredándose como un hilo sonoro, se perdía subiendo y se desvanecía alejándose para volver descendiendo con timbre grave. Parecía emitida por un avecilla que se remontara primero al cielo y que después volviera a cantar en nuestro propio oído. El alma, si se me permite emplear un símil vulgar, parecía que se alargaba siguiendo el sonido y se contraía después retrocediendo ante él, pero siempre pendiente de la melodía y asociando la música a la hermosa cantora. Tan singular era el efecto, que para mí el oírla cantar, sobre todo en presencia de otras personas, era casi una mortificación.
Teníamos la misma edad, poco más o menos, como he dicho, pues sólo excedía la suya a la mía en unos ocho o nueve meses. Pero yo era pequeñuelo y raquítico, mientras ella se desarrollaba con mucha lozanía, y así, al cumplirse los tres años de mi residencia en la casa, ella parecía de mucha más edad que yo. Estos tres años se pasaron sin sospechar nosotros que íbamos creciendo, y nuestros juegos no se interrumpían, pues ella era más traviesa que yo, y su madre la reñía, procurando sujetarla y hacerla trabajar, lo que no siempre conseguía.
Al cabo de los tres años advertí que las formas de mi idolatrada señorita se ensanchaban y redondeaban, completando la hermosura de su cuerpo; su rostro se puso más encendido, más lleno, más tibio; sus grandes ojos, más vivos, si bien con la mirada menos errátil y voluble; su andar, más reposado; sus movimientos, no sé si más o menos ligeros, pero ciertamente distintos, aunque no podía entonces, ni puedo ahora, apreciar en qué consistía la diferencia. Pero ninguno de estos accidentes me confundió tanto como la transformación de su voz, que adquirió cierta sonora gravedad, bien distinta de aquel travieso y alegre chillido con que me llamaba antes, trastornándome el juicio y obligándome a olvidar mis quehaceres para acudir al juego. El capullo se convertía en rosa, y la crisálida en mariposa.
Un día, mil veces funesto, mil veces lúgubre, mi amita se presentó ante mí con traje bajo. Aquella transfiguración produjo en mí tal impresión, que en todo el día no hablé una palabra. Estaba serio como un hombre que ha sido vilmente engañado, y mi enojo contra ella era tan grande, que en mis soliloquios probaba con fuertes razones que el rápido crecimiento de mi amita era una felonía. Se despertó en mí una secreta fiebre de raciocinio, y sobre aquel tema controvertía apasionadamente conmigo mismo en el silencio de mis insomnios.17 Lo que más me aturdía era ver que con unas cuantas varas de tela había variado por completo su carácter. Aquel día, mil veces desgraciado, me habló en tono ceremonioso, ordenándome con gravedad, y hasta con displicencia, las cosas que menos me gustaba hacer; y ella, que tantas veces fue cómplice y encubridora de mi holgazanería, me reprendía entonces por perezoso. ¡Y a todas estas, ni una sonrisa, ni un salto, ni una monada, ni una veloz carrera, ni un poco de olé, ni esconderse de mí para que la buscara, ni fingirse enfadada para reírse después, ni una disputilla, ni siquiera un pescozón con su blanda manecita! ¡Terribles crisis de la vida! ¡Ella se había convertido en mujer y yo continuaba siendo niño!
No necesito decir que se acabaron los retozos y los juegos; ya no volví a subir al naranjo, cuyos azahares crecieron tranquilos, libres de mi enamorada rapacidad, desarrollando con lozanía sus hojas y con todo lujo su provocativo perfume; ya no corrimos más por el patio, ni hice más viajes a la escuela para traerla a casa, tan orgulloso de mi comisión, que la hubiera defendido contra un ejército, si este hubiera intentado quitármela. Desde entonces Rosita andaba con la mayor circunspección y gravedad; varias veces noté que al subir una escalera delante de mí cuidaba de no mostrar ni una línea, ni una pulgada más arriba de su hermoso tobillo, y este sistema de fraudulenta ocultación era una ofensa a la dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más arriba. Ahora me río considerando cómo se me partía el corazón con aquellas cosas.
Pero aún habían de ocurrir más terribles desventuras. Al año de su transformación, la tía Martina, Rosario la cocinera, Marcial y otros personajes de la servidumbre, se ocupaban un día de cierto grave asunto. Apliqué mi diligente oído y luego me enteré de que corrían rumores alarmantes: la señorita se iba a casar. La cosa era inaudita, porque yo no le conocía ningún novio. Pero entonces lo arreglaban todo los padres, y lo raro es que a veces no salía del todo mal.
Pues un joven de gran familia pidió su mano, y mis amos se la concedieron. Este joven vino a casa acompañado de sus padres, que eran una especie de condes o marqueses con un título retumbante. El pretendiente traía su uniforme de marina, en cuyo honroso cuerpo servía; pero, a pesar de tan elegante jaez, tenía una facha muy poco agradable. Así debió parecerle a mi amita, pues desde un principio mostró repugnancia hacia aquella boda. Su madre trataba de convencerla, pero inútilmente, y le hacía la más acabada pintura de las buenas prendas del novio, de su alto linaje y grandes riquezas. La niña no se convencía y a estas razones oponía otras muy cuerdas.
Pero la pícara se callaba lo principal, y lo principal era que tenía otro novio, a quien de veras amaba. Este otro era un oficial de artillería, llamado don Rafael Malespina, de muy buena presencia y gentil figura. Mi amita le había conocido en la iglesia, y el pérfido amor se apoderó de ella mientras rezaba; pues siempre fue el templo lugar muy a propósito, por su poético y misterioso recinto, para abrir de par en par al amor las puertas del alma. Malespina rondaba la casa, lo cual observé yo varias veces; y tanto se habló en Vejer de estos amores, que el otro lo supo, y se desafiaron. Mis amos supieron todo cuando llegó a casa la noticia de que Malespina había herido mortalmente a su rival.
El escándalo fue grande. La religiosidad de mis amos se escandalizó tanto con aquel hecho, que no pudieron disimular su enojo, y Rosita fue la víctima principal. Pero pasaron meses y más meses; el herido curó, y como Malespina fuese también persona bien nacida y rica, se notó en la atmósfera política de la casa cierta tendencia o barrunto de que el joven don Rafael iba a entrar en ella. Renunciaron al enlace los padres del herido, y en cambio el del vencedor se presentó en casa a pedir para su hijo la mano de mi querida amita. Después de algunas dilaciones, se la concedieron.
Me acuerdo de cuando fue allí el viejo Malespina. Era un señor muy seco y estirado, con chupa de treinta colores, muchos colgajos en el reloj, gran coleto, y una nariz muy larga y afilada, con la cual parecía olfatear a las personas que le sostenían la conversación. Hablaba por los codos y no dejaba meter baza a los demás; él se lo decía todo, y no se podía elogiar cosa alguna, porque él salía diciendo que tenía otra mejor. Desde entonces le taché por hombre vanidoso y mentirosísimo, como tuve ocasión de ver claramente más tarde. Mis amos le recibieron con agasajo, lo mismo que a su hijo, que con él venía. Desde entonces el novio siguió yendo a casa todos los días, solo o en compañía de su padre.
Nueva transformación de mi amita. Su indiferencia hacia mí era tan marcada, que tocaba los límites del menosprecio. Entonces eché de ver claramente por primera vez, maldiciéndola, la humildad de mi condición; trataba de explicarme el derecho que tenían a la superioridad los que realmente eran superiores, y me preguntaba, lleno de angustia, si era justo que otros fueran nobles y ricos y sabios, mientras yo tenía por abolengo la Caleta, por única fortuna mi persona y apenas sabía leer. Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño, comprendí que a nada podía aspirar en el mundo, y sólo más tarde adquirí la firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizá todo aquello que no poseía.
En vista del despego con que ella me trataba, perdí la confianza; no me atrevía a desplegar los labios en su presencia, y me infundía mucho más respeto que sus padres. Entretanto, yo observaba con atención los indicios del amor que la dominaba. Cuando él tardaba, yo la veía impaciente y triste; al menor rumor que indicase la aproximación de alguno, se encendía su hermoso semblante y sus negros ojos brillaban con ansiedad y esperanza. Si él entraba al fin, le era imposible a ella disimular su alegría, y luego se estaban charlando horas y más horas, siempre en presencia de doña Francisca, pues a mi señorita no se le consentían coloquios a solas ni por las rejas.
También había correspondencia larga, y lo peor del caso es que yo era el correo de los dos amantes. ¡Aquello me daba una rabia...! Según la consigna, yo salía a la plaza, y allí encontraba, más puntual que un reloj, al señorito Malespina, el cual me daba una esquela para entregarla a mi señorita. Cumplía mi encargo, y ella me daba otra para llevarla a él. ¡Cuántas veces sentía tentaciones de quemar aquellas cartas, no llevándolas a su destino! Pero, por mi suerte, tuve serenidad para dominar tan feo propósito.
No necesito decir que yo odiaba a Malespina. Desde que le veía entrar sentía mi sangre enardecida, y siempre que me ordenaba algo, lo hacía con los peores modos posibles, deseoso de significarle mi alto enojo. Este despego, que a ellos les parecía mala crianza y a mí un arranque de entereza, propio de elevados corazones, me proporcionó algunas reprimendas, y, sobre todo, dio origen a una frase de mi señorita, que se me clavó en el corazón como una dolorosa espina. En cierta ocasión le oí decir:
—Este chico está tan echado a perder, que será preciso mandarle fuera de casa.
Al fin se fijó el día para la boda, y unos cuantos antes del señalado ocurrió lo que ya conté y el proyecto de mi amo. Por esto se comprenderá que doña Francisca tenía razones poderosas, además de la poca salud de su marido, para impedirle ir a la escuadra.
Recuerdo muy bien que al día siguiente de los pescozones que me aplicó doña Francisca, movida del espectáculo de mi irreverencia y de su profundo odio a la guerra marítima, salí acompañando a mi amo en su paseo de mediodía. Él me daba el brazo, y a su lado iba Marcial: los tres caminábamos lentamente, conforme al flojo andar de don Alonso y a la poca destreza de la pierna postiza del marinero. Parecía aquello una de esas procesiones en que marcha, sobre vacilante palanquín, un grupo de santos viejos y apolillados, que amenazan venirse al suelo en cuanto se acelere un poco el paso de los que les llevan. Los dos viejos no tenían expedito y vividor más que el corazón, que funcionaba como una máquina recién salida del taller. Era una aguja imantada, que a pesar de su fuerte potencia y exacto movimiento, no podía hacer navegar bien el casco viejo y averiado en que iba embarcada.18
Durante el paseo, mi amo, después de haber asegurado con su habitual aplomo que si el almirante Córdova, en vez de mandar virar a estribor hubiera mandado virar a babor, la batalla del 14 no se habría perdido, entabló la conversación sobre el proyecto famoso, y aunque no dijeron claramente su propósito, sin duda por estar yo delante, comprendí por algunas palabras sueltas que trataban de ponerlo en ejecución a cencerros tapados, marchándose de la casa lindamente una mañana, sin que mi ama lo advirtiese.
Regresamos a la casa y allí se habló de cosas muy distintas. Mi amo, que siempre era complaciente con su mujer, lo fue aquel día más que nunca. No decía doña Francisca cosa alguna, aunque fuera insignificante, sin que él lo celebrara con risas inoportunas. Hasta me parece que le regaló algunas fruslerías, demostrando en todos sus actos el deseo de tenerla contenta; sin duda por esta misma complacencia oficiosa mi ama estaba díscola y regañona cual nunca la había yo visto. No era posible transacción honrosa. Por no sé qué fútil motivo, riñó con Marcial, intimándole la inmediata salida de la casa; también dijo terribles cosas a su marido, y durante la comida, aunque este celebraba todos los platos con desusado calor, la implacable dama no cesaba de gruñir.
Llegada la hora de rezar el rosario, acto solemne que se verificaba en el comedor con asistencia de todos los de la casa, mi amo, que otras veces solía dormirse murmurando perezosamente los Paternoster, lo cual le valía algunas reprimendas, estuvo aquella noche muy despabilado y rezó con verdadero empeño, haciendo que su voz se oyera entre todas las demás.
Otra cosa pasó que se me ha quedado muy presente. Las paredes de la casa estaban adornadas con dos clases de objetos: estampas de santos y mapas; la corte celestial por un lado, y todos los derroteros de Europa y América por otro. Después de comer, mi amo estaba en la galería contemplando una carta de navegación, y recorría con su vacilante dedo las líneas, cuando doña Francisca, que algo sospechaba del proyecto de escapatoria, y además ponía el grito en el cielo siempre que sorprendía a su marido en flagrante delito de entusiasmo náutico, llegó por detrás, y abriendo los brazos, exclamó:
—¡Hombre de Dios! Cuando digo que tú me andas buscando... Pues te juro que si me buscas, me encontrarás.
—Pero, mujer —repuso temblando mi amo—, estaba aquí mirando el derrotero de Alcalá Galiano y de Valdés en las goletas Sutil y Mejicana, cuando fueron a reconocer el estrecho de Fuca. Es un viaje muy bonito; me parece que te lo he contado.
—Cuando digo que voy a quemar todos esos papelotes —añadió doña Francisca—. ¡Mal hayan los viajes y el perro judío que los inventó! Mejor pensaras en las cosas de Dios, que al fin y al cabo no eres ningún niño. ¡Qué hombre, santo Dios, qué hombre!
No pasó de esto. Yo andaba también por allí cerca; pero no recuerdo bien si mi ama desahogó su furor en mi humilde persona, demostrándome una vez más la elasticidad de mis orejas y la ligereza de sus manos. Ello es que estas caricias menudeaban tanto, que no hago memoria de si recibí alguna en aquella ocasión; lo que sí recuerdo es que mi señor, a pesar de haber redoblado sus amabilidades, no consiguió ablandar a su consorte.
No he dicho nada de mi amita. Pues sépase que estaba muy triste, porque el señor de Malespina no había aparecido aquel día, ni escrito carta alguna, siendo inútiles todas mis pesquisas para hallarle en la plaza. Llegó la noche, y con ella la tristeza al alma de Rosita, pues ya no había esperanza de verle hasta el día siguiente. Mas de pronto, y cuando se había dado orden para la cena, sonaron fuertes aldabonazos en la puerta; fui a abrir corriendo, y era él. Antes de abrirle, mi odio me había hecho conocerle.
Aún me parece que le estoy viendo cuando se presentó delante de mí, sacudiendo su capa, mojada por la lluvia. Siempre que traigo a la memoria a tal hombre se me representa como le vi en aquella ocasión. Hablando con imparcialidad, diré que era un joven realmente hermoso, de presencia noble, modales airosos, mirada afable, algo frío y reservado en apariencia, poco risueño y sumamente cortés, con aquella cortesía grave y un poco finchada de los nobles de antaño. Traía aquella noche la chaqueta afaldonada, el calzón corto con botas, el sombrero portugués y riquísima capa de grana con forros de seda, que era la prenda más elegante entre los señoritos de la época.
Desde que entró, conocí que algo grave ocurría. Pasó al comedor, y todos se maravillaron de verle a aquella hora, pues jamás había venido de noche. Mi amita no tuvo de alegría más que el tiempo necesario para comprender que visita tan inesperada tal vez sería hija de motivos poco agradables.
—Vengo a despedirme de ustedes —dijo Malespina.
Todos se quedaron como lelos, y Rosita más blanca que el papel en que escribo; después, encendida como la grana, y luego pálida otra vez como una muerta.
—¿Pues qué pasa? ¿Adónde va usted, señor don Rafael? —le preguntó mi ama.
Debo haber dicho que Malespina era oficial de artillería, aunque no que estaba de guarnición en Cádiz y con licencia en Vejer.
—Como la escuadra carece de personal —añadió—, han dado orden para que nos embarquemos con objeto de hacer allí el servicio. Se cree que el combate es inevitable, y la mayor parte de los navíos tienen falta de artilleros.
—¡Jesús, María y José! —exclamó doña Francisca más muerta que viva—. ¿También a usted se le llevan? Pues me gusta. Pero usted es de tierra, amiguito. Dígales usted que se entiendan ellos; que si no tienen gente, que la busquen. Pues a fe que es bonita la broma.
—Pero, mujer —dijo tímidamente don Alonso—, ¿no ves que es preciso...?
No pudo seguir, porque doña Francisca, que sentía desbordarse el vaso de su enojo, apostrofó a todas las potencias terrestres, añadiendo:
—A ti todo te parece bien con tal que sea para los dichosos barcos de guerra. ¿Pero quién, pero quién es el demonio del infierno que ha mandado vayan a bordo los oficiales de tierra? A mí que no me digan, eso es cosa del señor de Bonaparte. Ninguno de acá puede haber inventado tal diablura. Pero vaya usted y diga que se va a casar. A ver —añadió dirigiéndose a su marido—, escribe a Gravina diciéndole que este joven no puede ir a la escuadra.
Y como viera que su marido se encogía de hombros indicando que la cosa era sumamente grave, exclamó:
—No sirves para nada. ¡Jesús! Si yo gastara calzones, me plantaba en Cádiz y le sacaba a usted del apuro.
Rosita no decía palabra. Yo, que la observaba atentamente, conocí la gran turbación de su espíritu. No quitaba los ojos de su novio, y a no impedírselo la etiqueta y el buen parecer, habría llorado ruidosamente, desahogando la pena de su corazón oprimido.
—Los militares —dijo don Alonso— son esclavos de su deber, y la patria exige a este joven que se embarque para defenderla. En el próximo combate alcanzará usted mucha gloria e ilustrará su nombre con alguna hazaña que quede en la historia para ejemplo de las generaciones futuras.
—Sí, eso, eso —dijo doña Francisca remedando el tono grandilocuente con que mi amo había pronunciado las anteriores palabras—. Sí, ¿y todo por qué? Porque se les antoja a esos zánganos de Madrid. Que vengan ellos a disparar los cañones y a hacer la guerra... ¿Y cuándo marcha usted?
—Mañana mismo. Me han retirado la licencia, ordenándome que me presente al instante en Cádiz.
Imposible me es pintar con palabras ni por escrito lo que vi en el semblante de mi señorita cuando oyó aquellas frases. Los dos novios se miraron y un largo y triste silencio siguió al anuncio de la próxima partida.
—Esto no se puede sufrir —dijo doña Francisca—. Por último, llevarán a los paisanos, y si se les antoja, también a las mujeres... Señor —prosiguió mirando al cielo con ademán de pitonisa—, no creo ofenderte si digo que maldito sea el que inventó los barcos, maldito el mar en que navegan, y más maldito el que hizo el primer cañón para dar esos estampidos que la vuelven a una loca, y para matar a tantos pobrecitos que no han hecho ningún daño.
Don Alonso miró a Malespina, buscando en su semblante una expresión de protesta contra los insultos dirigidos a la noble artillería. Después dijo:
—Lo malo será que los navíos carezcan también de buen material; y sería lamentable...
Marcial, que oía la conversación desde la puerta, no pudo contenerse y entró diciendo:
—¿Qué ha de faltar? El Trinidad tiene ciento cuarenta cañones: treinta y dos de a treinta y seis, treinta y cuatro de a veinticuatro, treinta y seis de a doce, dieciocho de a ocho, y diez obuses de a veinticuatro. El Príncipe de Asturias, ciento dieciocho; el Santa Ana, ciento veinte; el Rayo, cien; el Nepomuceno, el San...
—¿Quién le mete a usted aquí, señor Marcial —exclamó doña Francisca—, ni qué nos importa si tienen cincuenta u ochenta?
Marcial continuó, a pesar de esto, su patriótica enumeración, pero en voz baja, y dirigiéndose sólo a mi amo, el cual no se atrevía a expresar su aprobación.
Ella siguió hablando así:
—Pero, don Rafael, no vaya usted, por Dios. Diga usted que es de tierra, que se va a casar. Si Napoleón quiere guerra, que la haga él solo; que venga y diga: «Aquí estoy yo: mátenme ustedes, señores ingleses, o déjense matar por mí». ¿Por qué ha de estar España sujeta a los antojos de ese caballero?
—Verdaderamente —dijo Malespina—, nuestra unión con Francia ha sido hasta ahora desastrosa.
—¿Pues para qué la han hecho? Bien dicen que ese Godoy es hombre sin estudios. ¡Si creerá él que se gobierna una nación tocando la guitarra!
—Después de la paz de Basilea —continuó el joven— nos vimos obligados a enemistarnos con los ingleses, que batieron nuestra escuadra en el cabo de San Vicente.
—¡Alto allá! —exclamó don Alonso, dando un fuerte puñetazo en la mesa—. Si el almirante Córdova hubiera mandado orzar sobre babor a los navíos de la vanguardia, según lo que pedían las más vulgares leyes de la estrategia, la victoria hubiera sido nuestra. Eso lo tengo probado hasta la saciedad, y en el momento del combate hice constar mi opinión. Quede, pues, cada cual en su lugar.
—Lo cierto es que se perdió la batalla —prosiguió Malespina—. Este desastre no habría sido de grandes consecuencias, si después la corte de España no hubiera celebrado con la República francesa el tratado de San Ildefonso, que nos puso a merced del primer cónsul, obligándonos a prestarle ayuda en guerras que a él solo y a su grande ambición interesaban. La paz de Amiens no fue más que una tregua. Inglaterra y Francia volvieron a declararse la guerra, y entonces Napoleón exigió nuestra ayuda. Quisimos ser neutrales, pues aquel tratado no obligaba a nada en la segunda guerra; pero él con tanta energía solicitó nuestra cooperación, que, para aplacarle, tuvo el Rey que convenir en dar a Francia un subsidio de cien millones de reales, lo que equivalía a comprar a peso de oro la neutralidad. Pero ni aun así la compramos. A pesar de tan gran sacrificio, fuimos arrastrados a la guerra. Inglaterra nos obligó a ello, apresando inoportunamente cuatro fragatas que venían de América cargadas de caudales. Después de aquel acto de piratería, la corte de Madrid no tuvo más remedio que echarse en brazos de Napoleón, el cual no deseaba otra cosa. Nuestra marina quedó al arbitrio del primer cónsul, ya Emperador, quien, aspirando a vencer por el engaño a los ingleses, dispuso que la escuadra combinada partiese a la Martinica, con objeto de alejar de Europa a los marinos de la Gran Bretaña. Con esta estratagema pensaba realizar su anhelado desembarco en esta isla; mas tan hábil plan no sirvió sino para demostrar la impericia y cobardía del almirante francés, el cual, de regreso a Europa, no quiso compartir con nuestros navíos la gloria del combate de Finisterre. Ahora, según las órdenes del Emperador, la escuadra combinada debía hallarse en Brest. Dícese que Napoleón está furioso con su almirante, y que piensa relevarle inmediatamente.
—Pero, según dicen —indicó Marcial, volviendo a meter su cucharada—, monsieur Corneta quiere pintarla y busca una acción de guerra que haga olvidar sus faltas. Yo me alegro, pues de ese modo se verá quién puede y quién no puede.
—Lo indudable —prosiguió Malespina— es que la escuadra inglesa anda cerca y con intento de bloquear a Cádiz. Los marinos españoles opinan que nuestra escuadra no debe salir de la bahía, donde hay probabilidades de que venza. Mas el francés parece que se obstina en salir.
—Veremos —dijo mi amo—. De todos modos, el combate será glorioso.
—Glorioso, sí —contestó Malespina—. Pero ¿quién asegura que sea afortunado? Ustedes los marinos se hacen muchas ilusiones, y, quizás por estar demasiado cerca, no conocen la inferioridad de nuestro armamento con respecto al de los ingleses. Ellos, además de una soberbia artillería, tienen todo lo necesario para reponer prontamente sus averías. No digamos nada en cuanto al personal: el de nuestros enemigos es inmejorable, compuesto todo de viejos y muy expertos marinos, mientras que muchos de los navíos españoles están tripulados en gran parte por gente de leva, siempre holgazana y que apenas sabe el oficio; el cuerpo de infantería tampoco es un modelo, pues las plazas vacantes se han llenado con tropa de tierra, muy valerosa, sin duda, pero que se marea.
—En fin —dijo mi amo—, dentro de algunos días sabremos lo que ha de resultar de esto.
—Lo que ha de resultar ya lo sé yo —observó doña Francisca—. Que esos caballeros, sin dejar de decir que han alcanzado mucha gloria, volverán a casa con la cabeza rota.
—Mujer, ¿tú qué entiendes de eso? —dijo don Alonso, sin poder contener cierto arrebato de enojo, que sólo duró un instante.
—¡Más que tú! —contestó vivamente ella—. Pero Dios querrá preservarle a usted, señor don Rafael, para que vuelva sano y salvo.
Esta conversación ocurría durante la cena, la cual fue muy triste; y después de lo referido, los cuatro personajes no dijeron una palabra. Concluida aquella, se verificó la despedida, que fue tiernísima, y por un favor especial propio de aquella ocasión solemne, los bondadosos padres dejaron solos a los novios, permitiéndoles despedirse a sus anchas y sin testigos para que el disimulo no les obligara a omitir algún accidente que sirviera de desahogo a su profunda pena. Por más que hice no pude asistir al acto, y me es, por tanto, desconocido lo que en él pasó; pero es fácil presumir que habría todas las ternezas imaginables por una y otra parte.
Cuando Malespina salió del cuarto, estaba más pálido que un difunto. Despidiose a toda prisa de mis amos, que le abrazaron con el mayor cariño, y se fue. Cuando acudimos donde estaba mi amita, la encontramos hecha un mar de lágrimas: tan grande era su dolor, que los cariñosos padres no pudieron calmar su espíritu con las más ingeniosas razones, ni atemperar su cuerpo con los cordiales que traje a toda prisa de la botica. Confieso que, profundamente apenado, yo también, al ver la desgracia de los pobres amantes, se amortiguó en mi pecho el rencorcillo que me inspiraba Malespina. El corazón de un niño perdona fácilmente, y el mío no era el menos dispuesto a los sentimientos dulces y expansivos.
A la mañana siguiente se me preparaba una gran sorpresa, y a mi ama el más fuerte berrinche que creo tuvo en su vida. Cuando me levanté vi que don Alonso estaba amabilísimo y su esposa más irritada que de costumbre. Cuando esta se fue a misa con Rosita, advertí que mi amo se daba gran prisa por meter en una maleta algunas camisas y otras prendas de vestir, entre las cuales iba su uniforme. Yo le ayudé y aquello me olió a escapatoria, aunque me sorprendía no ver a Marcial por ninguna parte. No tardé, sin embargo, en explicarme su ausencia, pues don Alonso, una vez arreglado su breve equipaje, se mostró muy impaciente, hasta que al fin apareció el marinero diciendo:
—Ahí está el coche. Vámonos antes que ella venga.
Cargué la maleta, y en un santiamén don Alonso, Marcial y yo salimos por la puerta del corral para no ser vistos por nadie; nos subimos a la calesa, y esta partió tan a escape como lo permitía la escualidez del rocín que la arrastraba y la procelosa configuración del camino. Este, que para caballerías era malo, para coches era perverso; pero a pesar de los fuertes tumbos y arcadas, apretamos el paso, y hasta que no perdimos de vista el pueblo, no se alivió algún tanto el duro martirio de nuestros cuerpos.
Aquel viaje me gustaba extraordinariamente, porque a los chicos toda novedad les trastorna el juicio. Marcial no cabía en sí de gozo, y mi amo, que al principio manifestó su alborozo casi con menos gravedad que yo, se entristeció bastante cuando dejó de ver el pueblo. De vez en cuando decía:
—¡Y ella tan ajena a esto! ¡Qué dirá cuando llegue a casa y no nos encuentre!
A mí se me ensanchaba el pecho con la vista del paisaje, con la alegría y frescura de la mañana y, sobre todo, con la idea de ver pronto a Cádiz y su incomparable bahía poblada de naves; sus bulliciosas y alegres calles; su Caleta, que simbolizaba para mí en un tiempo lo más hermoso de la vida, la libertad; su plaza, su muelle y demás sitios por mí muy amados. No habíamos andado tres leguas cuando alcanzamos a ver dos caballeros montados en soberbios alazanes, que viniendo tras nosotros se nos juntaron en poco tiempo. Al punto reconocimos a Malespina y a su padre, aquel señor alto, estirado y muy charlatán, de quien antes hablé. Ambos se asombraron de ver a don Alonso, y mucho más cuando este les dijo que iba a Cádiz para embarcarse. Recibió la noticia con pesadumbre el hijo; mas el padre, que, según entonces comprendí, era un rematado fanfarrón, felicitó a mi amo muy campanudamente, llamándole flor de los navegantes, espejo de los marinos y honra de la patria.
Nos detuvimos para comer en el parador de Conil. A los señores les dieron lo que había, y a Marcial y a mí lo que sobraba, que no era mucho. Como yo servía la mesa pude oír la conversación, y entonces conocí mejor el carácter del viejo Malespina, quien si primero pasó a mis ojos como un embustero lleno de vanidad, después me pareció el más gracioso charlatán que he oído en mi vida.
El futuro suegro de mi amita, don José María Malespina, que no tenía parentesco con el célebre marino del mismo apellido,19 era coronel de artillería retirado, y cifraba todo su orgullo en conocer a fondo aquella terrible arma y manejarla como nadie. Tratando de este asunto era como más lucía su imaginación y gran desparpajo para mentir.
—Los artilleros —decía, sin suspender por un momento la acción de engullir— hacen mucha falta a bordo. ¿Qué es de un barco sin artillería? Pero donde hay que ver los efectos de esta invención admirable de la humana inteligencia es en tierra, señor don Alonso. Cuando la guerra del Rosellón..., ya sabe usted que tomé parte en aquella campaña y que todos los triunfos se debieron a mi acierto en el manejo de la artillería... La batalla de Masdeu, ¿por qué cree usted que se ganó? El general Ricardos me situó en una colina con cuatro piezas, mandándome que no hiciera fuego sino cuando él me lo ordenara. Pero yo, que veía las cosas de otra manera, me estuve callandito hasta que una columna francesa vino a colocarse delante de mí en tal disposición, que mis disparos podían enfilarla de un extremo a otro. Los franceses forman la línea con gran perfección. Tomé bien la puntería con una de las piezas, dirigiendo la mira a la cabeza del primer soldado... ¿Comprende usted?... Como la línea era tan perfecta, disparé, y ¡zas!, la bala se llevó ciento cuarenta y dos cabezas, y no cayeron más porque el extremo de la línea se movió un poco. Aquello produjo gran consternación en los enemigos; pero como estos no comprendían mi estrategia ni podían verme en el sitio donde estaba, enviaron otra columna a atacar las tropas que estaban a mi derecha, y aquella columna tuvo la misma suerte, y otra, y otra, hasta que se ganó la batalla.
—Hombre, eso es maravilloso —dijo mi amo, quien, conociendo la magnitud de la bola, no quiso, sin embargo, desmentir a su amigo.
—Pues en la segunda campaña, al mando del conde de la Unión, también escarmenté de lo lindo a los republicanos. La defensa de Boulou no nos salió bien, porque se nos acabaron las municiones; yo, con todo, hice un gran destrozo cargando una pieza con las llaves de la iglesia; pero estas no eran muchas, y al fin, como un recurso de desesperación, metí en el ánima del cañón mis llaves, mi reloj, mi dinero, cuantas baratijas encontré en los bolsillos, y, por último, hasta mis cruces. Lo particular es que una de estas fue a estamparse en el pecho de un general francés, donde se le quedó como pegada y sin hacerle daño. Él la conservó, y cuando fue a París, la Convención le condenó no sé si a muerte o a destierro por haber admitido condecoraciones de un gobierno enemigo.
—¡Qué diablura! —dijo mi amo, recreándose con tan chuscas invenciones.
—Cuando estuve en Inglaterra... —continuó el viejo Malespina—, ya sabe usted que el gobierno inglés me mandó llamar para perfeccionar la artillería de aquel país...; todos los días comía con Pitt, con Burke, con lord North, con el general Cornwallis y otros personajes importantes, que me llamaban el chistoso español. Recuerdo que una vez, estando en palacio, me suplicaron que les mostrase cómo era una corrida de toros, y tuve que capear, picar y matar una silla, lo cual divirtió mucho a toda la corte, especialmente al rey Jorge III, quien era muy amigote mío, y siempre me decía que le mandase a buscar a mi tierra aceitunas buenas. ¡Oh!, tenía mucha confianza conmigo. Todo su empeño era que le enseñase palabras de español y, sobre todo, algunas de esta nuestra graciosa Andalucía; pero nunca pudo aprender más que otro toro y vengan esos cinco, frase con que me saludaba todos los días cuando iba a almorzar con él pescadillas y unas cañitas de manzanilla.
—¿Eso almorzaba?
—Eso es lo que más le gustaba. Yo hacía llevar de Cádiz embotellada la pescadilla; conservábase muy bien con un específico que inventé, cuya receta tengo en casa.
—Es maravilloso. ¿Y reformó usted la artillería inglesa? —preguntó mi amo, alentándole a seguir, porque le divertía mucho.
—Completamente. Allí inventé un cañón que no llegó a dispararse, porque todo Londres, incluso la corte y los ministros, vinieron a suplicarme que no hiciera la prueba por temor a que del estremecimiento cayeran al suelo muchas casas.
—¿De modo que tan gran pieza ha quedado relegada al olvido?
—Quiso comprarla el emperador de Rusia; pero no fue posible moverla del sitio en que estaba.
—Pues bien podía usted sacarnos del apuro inventando un cañón que destruyera de un disparo la escuadra inglesa.
—¡Oh! —contestó Malespina—. En eso estoy pensando, y creo que podré realizar mi pensamiento. Ya le mostraré a usted los cálculos que tengo hechos, no sólo para aumentar hasta un extremo fabuloso el calibre de las piezas de artillería, sino para construir placas de resistencia que defiendan los barcos y los castillos. Es el pensamiento de toda mi vida.
A todas estas habían concluido de comer. Nos zampamos en un santiamén Marcial y yo las sobras, y seguimos el viaje, ellos a caballo, marchando al estribo, y nosotros como antes, en nuestra derrengada calesa. La comida y los frecuentes tragos con que la roció excitaron más aún la vena inventora del viejo Malespina, quien por todo el camino siguió espetándonos sus grandes paparruchas. La conversación volvió al tema por donde había empezado: a la guerra del Rosellón; y como don José se apresurara a referir nuevas proezas, mi amo, cansado ya de tanto mentir, quiso desviarle de aquella materia, y dijo:
—Guerra desastrosa e impolítica. ¡Más nos hubiera valido no haberla emprendido!
—¡Oh! —exclamó Malespina—. El conde de Aranda, como usted sabe, condenó desde el principio esta funesta guerra con la República. ¡Cuánto hemos hablado de esta cuestión!..., porque somos amigos desde la infancia. Cuando yo estuve en Aragón, pasamos siete meses juntos cazando en el Moncayo. Precisamente hice construir para él una escopeta singular.
—Sí, Aranda se opuso siempre —dijo mi amo, atajándole en el peligroso camino de la balística.
—En efecto —continuó el mentiroso—; y si aquel hombre eminente defendió con tanto calor la paz con los republicanos, fue porque yo se lo aconsejé, convenciéndole antes de la inoportunidad de la guerra. Mas Godoy, que ya entonces era valido, se obstinó en proseguirla, sólo por llevarme la contraria, según he entendido después. Lo más gracioso es que el mismo Godoy se vio obligado a concluir la guerra en el verano del 95, cuando comprendió lo que era, y entonces se adjudicó a sí mismo el retumbante título de Príncipe de la Paz.
—¡Qué faltos estamos, amigo don José María —dijo mi amo—, de un buen hombre de Estado a la altura de las circunstancias, un hombre que no nos entrometa en guerras inútiles y mantenga incólume la dignidad de la Corona!
—Pues cuando yo estuve en Madrid el año último —prosiguió el embustero— me hicieron proposiciones para desempeñar la Secretaría de Estado. La Reina tenía gran empeño en ello, y el Rey no dijo nada... Todos los días le acompañaba al Pardo para tirar un par de tiros... Hasta el mismo Godoy se hubiera conformado, conociendo mi superioridad; y si no, no me habría faltado un castillito donde encerrarle para que no me diera que hacer. Pero yo rehusé, prefiriendo vivir tranquilo en mi pueblo, y dejé los negocios públicos en manos de Godoy.20 Ahí tiene usted un hombre cuyo padre fue mozo de mulas en la dehesa que mi suegro tenía en Extremadura.
—No sabía... —dijo don Alonso—. Aunque hombre oscuro, yo creí que el Príncipe de la Paz pertenecía a una familia de hidalgos, de escasa fortuna, pero de buenos principios.
Así continuó el diálogo: el señor Malespina soltando unas bolas como templos, y mi amo oyéndolas con santa calma, pareciendo unas veces enfadado y otras complacido de escuchar tanto disparate. Si mal no recuerdo, también dijo don José María que había aconsejado a Napoleón el atrevido hecho del 18 brumario.
Con estas y otras cosas nos anocheció en Chiclana, y mi amo, que estaba sumamente quebrantado y molido a causa del movimiento del fementido calesín, se quedó en dicho pueblo, mientras los demás siguieron, deseosos de llegar a Cádiz en la misma noche. Mientras cenaron endilgó Malespina nuevas mentiras, y entonces observé que su hijo las oía con pena, como abochornado de tener por padre al más grande embustero que crió la tierra. Despidiéronse ellos, y nosotros descansamos hasta el día siguiente por la madrugada, hora en que proseguimos nuestro camino; y como este era mucho más cómodo y expedito desde Chiclana a Cádiz que en el tramo recorrido, llegamos al término de nuestro viaje a eso de las once del día, sin novedad en la salud y con el alma alegre.
No puedo describir el entusiasmo que despertó en mi alma la vuelta a Cádiz. En cuanto pude disponer de un rato de libertad, después que mi amo quedó instalado en casa de su prima, salí a las calles y corrí por ellas sin dirección fija, embriagado con la atmósfera de mi ciudad querida.
Después de ausencia tan larga, lo que había visto tantas veces me llamaba la atención como cosa nueva y extremadamente hermosa. En cuantas personas encontraba al paso veía un rostro amigo, y todo era para mí simpático y risueño: los hombres, las mujeres, los viejos, los niños, los perros, hasta las casas, pues mi imaginación juvenil observaba en ello no sé qué de personal y animado, se me representaban como seres sensibles y me parecía que participaban del general contento por mi llegada, remedando en sus balcones y ventanas las facciones de un semblante alborozado. Mi espíritu veía reflejar en todo lo exterior su propia alegría.
Corría por las calles con gran ansiedad, como si en un minuto quisiera verlas todas. En la plaza de San Juan de Dios compré algunas golosinas, más que por el gusto de comerlas, por la satisfacción de presentarme regenerado ante las vendedoras, a quienes me dirigí como antiguo amigo, reconociendo a algunas como favorecedoras en mi anterior miseria y a otras como víctimas, aún no aplacadas, de mi inocente afición al merodeo. Las más no se acordaban de mí; pero algunas me recibieron con injurias, recordando las proezas de mi niñez y haciendo comentarios tan chistosos sobre mi nuevo empaque y la gravedad de mi persona, que tuve que alejarme a toda prisa, no sin que lastimaran mi decoro algunas cáscaras de frutas lanzadas por experta mano contra mi traje nuevo. Como tenía la conciencia de mi formalidad, estas burlas más bien me causaron orgullo que pena.
Recorrí luego la muralla y conté todos los barcos fondeados a la vista. Hablé con cuantos marineros hallé al paso, diciéndoles que yo también iba a la escuadra, y preguntándoles con tono muy enfático si había recalado la escuadra de Nelson. Después les dije que monsieur Corneta era un cobarde y que la próxima función sería buena.
Llegué por fin a la Caleta, y allí mi alegría no tuvo límites. Bajé a la playa y, quitándome los zapatos, salté de peñasco en peñasco; busqué a mis antiguos amigos de ambos sexos, mas no encontré sino muy pocos: unos eran ya hombres y habían abrazado mejor carrera; otros habían sido embarcados por la leva, y los que quedaban apenas me reconocieron. La movible superficie del agua despertaba en mi pecho sensaciones voluptuosas. Sin poder resistir la tentación, y compelido por la misteriosa atracción del mar, cuyo elocuente rumor me ha parecido siempre, no sé por qué, una voz que solicita dulcemente en la bonanza, o llama con imperiosa cólera en la tempestad,21 me desnudé a toda prisa y me lancé en él como quien se arroja en los brazos de una persona querida.
Nadé más de una hora, experimentando un placer indecible, y vistiéndome luego, seguí mi paseo hacia el barrio de La Viña, en cuyas edificantes tabernas encontré algunos de los más célebres perdidos de mi glorioso tiempo. Hablando con ellos, yo me las echaba de hombre de pro, y como tal gasté en obsequiarles los pocos cuartos que tenía. Pregunteles por mi tío, mas no me dieron noticia alguna de su señoría; y luego que hubimos charlado un poco, me hicieron beber una copa de aguardiente, que al punto dio con mi pobre cuerpo en tierra.
Durante el período más fuerte de mi embriaguez, creo que aquellos tunantes se rieron de mí cuanto les dio la gana; pero una vez que me serené un poco, salí avergonzadísimo de la taberna. Aunque andaba muy difícilmente, quise pasar por mi antigua casa, y vi en la puerta a una mujer andrajosa que freía sangre y tripas. Conmovido en presencia de mi morada natal, no pude contener el llanto, lo cual, visto por aquella mujer sin entrañas, se le figuró burla o estratagema para robarle sus frituras. Tuve, por tanto, que librarme de sus manos con la ligereza de mis pies, dejando para mejor ocasión el desahogo de mis sentimientos.
Quise ver después la catedral vieja, a la cual se refería uno de los más tiernos recuerdos de mi niñez, y entré en ella: su recinto me pareció encantador, y jamás he recorrido las naves de templo alguno con más religiosa veneración. Creo que me dieron fuertes ganas de rezar, y que lo hice en efecto, arrodillándome en el altar donde mi madre había puesto un exvoto por mi salvación. El personaje de cera que yo creía mi perfecto retrato estaba allí colgado, y ocupaba su puesto con la gravedad de las cosas santas; pero se me parecía como un huevo a una castaña. Aquel mamarrachito, que simbolizaba la piedad y el amor materno, me infundía, sin embargo, el mayor respeto. Recé un rato de rodillas acordándome de los padecimientos y de la muerte de mi buena madre, que ya gozaba de Dios en el cielo; pero como mi cabeza no estaba buena, a causa de los vapores del maldito aguardiente, al levantarme me caí, y un sacristán empedernido me puso bonitamente en la calle. En pocas zancadas me trasladé a la del Fideo, donde residíamos, y mi amo, al verme entrar, me reprendió por mi larga ausencia. Si aquella falta hubiera sido cometida ante doña Francisca, no me habría librado de una fuerte paliza; pero mi amo era tolerante, y no me castigaba nunca, quizás porque tenía la conciencia de ser tan niño como yo.
Habíamos ido a residir en casa de la prima de mi amo, la cual era una señora, a quien el lector me permitirá describir con alguna prolijidad, por ser tipo que lo merece. Doña Flora de Cisniega era una vieja que se las echaba de joven: tenía más de cincuenta años; pero ponía en práctica todos los artificios imaginables para engañar al mundo, aparentando la mitad de aquella cifra aterradora. Decir cuánto inventaba la ciencia y el arte en armónico consorcio para conseguir tal objeto, no es empresa que corresponde a mis escasas fuerzas. Enumerar los rizos, moñas, lazos, trapos, adobos, bermellones, aguas y demás extraños cuerpos que concurrían a la grande obra de su monumental restauración, fatigaría la más diestra fantasía: quédese esto, pues, para las plumas de los novelistas, si es que la historia, buscadora de las grandes cosas, no se apropia tan hermoso asunto. Respecto a su físico, lo más presente que tengo es el conjunto de su rostro, en que parecían haber puesto su rosicler todos los pinceles de la Academia de San Fernando. También recuerdo que al hablar hacía con los labios un mohín, un repliegue, un mimo, cuyo objeto era o achicar con gracia la descomunal boca, o tapar el estrago de la dentadura, de cuyas filas desertaba todos los años un par de dientes; pero aquella supina estratagema de la presunción era tan poco afortunada, que antes la afeaba que la embellecía.
Vestía con lujo, y en su peinado se gastaban los polvos por almudes, y como no tenía malas carnes, a juzgar por lo que pregonaba el ancho escote y por lo que dejaban transparentar las gasas, todo su empeño consistía en lucir aquellas partes menos sensibles a la injuriosa acción del tiempo, para cuyo objeto tenía un arte verdaderamente maravilloso.
Era doña Flora persona muy prendada de las cosas antiguas; muy devota, aunque no con la santa piedad de mi doña Francisca y era en todo el reverso de la medalla de mi ama, pues así como esta aborrecía las glorias navales, aquella era entusiasta por todos los hombres de guerra en general y por los marinos en particular. Inflamada en amor nacional, ya que en la madurez de su existencia no podía aspirar al calorcillo de otro amor, y orgullosa en extremo, como mujer y como dama española, el sentimiento patrio se asociaba en su espíritu al estampido de los cañones, y creía que la grandeza de los pueblos se medía por libras de pólvora. Como no tenía hijos, ocupaban su vida los chismes de vecinos, traídos y llevados en pequeño círculo por dos o tres cotorrones como ella, y se distraía también con su sistemática afición a hablar de las cosas públicas. Entonces no había periódicos, y las ideas políticas, así como las noticias, circulaban de viva voz, desfigurándose entonces más que ahora, porque siempre fue la palabra más mentirosa que la imprenta.
En todas las ciudades grandes, y especialmente en Cádiz, que era entonces la más culta, había muchas personas desocupadas que eran depositarias de las noticias de Madrid y París, y las llevaban y traían diligentes vehículos, enorgulleciéndose con una misión que les daba gran importancia. Algunos de estos, a modo de vivientes periódicos, concurrían a casa de aquella señora por las tardes, y esto, además del buen chocolate y mejores bollos, atraía a otros, ansiosos de saber lo que pasaba. Doña Flora, ya que no podía inspirar una pasión formal ni quitarse de encima la gravosa pesadumbre de sus cincuenta años, no hubiera trocado aquel papel por otro alguno, pues el centro general de las noticias casi equivalía en aquel tiempo a la majestad de un trono.
Doña Flora no podía ver ni pintada a doña Francisca, ni esta a aquella, como comprenderá quien considere el exaltado militarismo de la una y el pacífico apocamiento de la otra. Por esto, hablando con su primo en el día de nuestra llegada, le decía la vieja:
—Si tú hubieras hecho caso siempre de tu mujer, todavía serías guardiamarina. ¡Qué carácter! Si yo fuera hombre y casado con mujer semejante, reventaría como una bomba. Has hecho bien en no seguir su consejo y en venir a la escuadra. Todavía eres joven, Alonsito; todavía puedes alcanzar el grado de brigadier, que tendrías ya de seguro si Paca no te hubiese echado una calza como a los pollos para que no salgan del corral.
Después, como mi amo, impulsado por su gran curiosidad, le preguntase noticias, ella le dijo:
—Lo principal es que todos los marinos de aquí están muy descontentos del almirante francés, que ha probado su ineptitud en el viaje a la Martinica y en el combate de Finisterre. Tal es su apocamiento y el miedo que tiene a los ingleses, que al entrar aquí la escuadra combinada en agosto último no se atrevió a apresar el crucero inglés mandado por Collingwood, y que sólo constaba de tres navíos. Toda nuestra oficialidad está muy a mal, por verse obligada a servir a las órdenes de semejante hombre. Fue Gravina a Madrid a decírselo a Godoy, previendo grandes desastres si no se ponía al frente de la escuadra un hombre más apto; pero el Ministro le contestó cualquier cosa, porque no se atreve a resolver nada; y como Bonaparte está en Alemania, metido con los austríacos, mientras él no decida... Dicen que este también está muy descontento de Villeneuve y que ha determinado destituirle; pero entretanto... ¡Ah! Si Napoleón confiara el mando de la escuadra a algún español: a ti, por ejemplo, Alonsito, dándote tres o cuatro grados de mogollón, que a fe bien merecidos los tienes...
—¡Oh, yo no soy para eso! —dijo mi amo con su habitual modestia.
—O a Gravina, o a Churruca, que dicen que es tan buen marino. Si no, me temo que esto va a acabar mal. Aquí no pueden ver a los franceses. Figúrate que cuando llegaron los barcos de Villeneuve carecían de víveres y municiones, y en el arsenal no se las quisieron dar. Acudieron en queja a Madrid; y como Godoy no hace más que lo que quiere el embajador francés, monsieur de Bernonville, dio orden para que se entregara a nuestros aliados cuanto necesitasen. Mas ni por esas. El intendente de marina y el comandante de artillería dicen que no darán nada mientras Villeneuve no lo pague en moneda contante y sonante. Eso es: me parece que está muy bien parlado. ¡Pues no falta más sino que esos señores, con sus manos lavadas, se fueran a llevar lo poco que tenemos! ¡Bonitos están los tiempos! Ahora cuesta todo un ojo de la cara; la fiebre amarilla, por un lado, y los malos tiempos, por otro, han puesto a Andalucía en tal estado, que toda ella no vale una aljofifa; y luego añada usted a esto los desastres de la guerra. Verdad es que el honor nacional es lo primero, y es preciso seguir adelante para vengar los agravios recibidos. No me quiero acordar de lo del cabo de Finisterre, donde, por la cobardía de nuestros aliados perdimos el Firme y el Rafael, dos navíos como dos soles; ni de la voladura del Real Carlos, que fue una traición tal, que ni entre moros berberiscos pasaría igual; ni del robo de las cuatro fragatas, ni del combate del cabo de...
—Lo que es eso... —dijo mi amo interrumpiéndola vivamente—. Es preciso que cada cual quede en su lugar. Si el almirante Córdova hubiera mandado virar por...
—Sí, sí, ya sé —dijo doña Flora, que había oído muchas veces lo mismo en boca de mi amo—. Es preciso darles la gran paliza, y se la daréis. Me parece que vas a cubrirte de gloria. Así haremos rabiar a Paca.
—Yo no sirvo para el combate —dijo mi amo con tristeza—. Vengo tan sólo a presenciarlo, por pura afición y por el entusiasmo que me inspiran nuestras queridas banderas.
Al día siguiente de nuestra llegada recibió mi amo la visita de un brigadier de marina, amigo antiguo, cuya fisonomía no olvidaré jamás, a pesar de no haberle visto más que en aquella ocasión. Era un hombre como de cuarenta y cinco años, de semblante hermoso y afable, con tal expresión de tristeza, que era imposible verle sin sentir irresistible inclinación a amarle. No usaba peluca, y sus abundantes cabellos rubios, no martirizados por las tenazas del peluquero para tomar la forma de ala de pichón, se recogían con cierto abandono en una gran coleta, y estaban inundados de polvos con menos arte del que la presunción propia de la época exigía. Eran grandes y azules sus ojos; su nariz, muy fina, de perfecta forma y un poco larga, sin que esto le afeara; antes bien, parecía ennoblecer su expresivo semblante. Su barba, afeitada con esmero, era algo puntiaguda, aumentando así el conjunto melancólico de su rostro oval, que indicaba más bien delicadeza que energía. Este noble continente era realzado por una urbanidad en los modales, por una grave cortesanía de que ustedes no pueden formar idea por la estirada fatuidad de los señores del día, ni por la movible elegancia de nuestra dorada juventud. Tenía el cuerpo pequeño, delgado y como enfermizo. Más que guerrero, aparentaba ser hombre de estudio, y su frente, que sin duda encerraba altos y delicados pensamientos, no parecía la más propia para arrostrar los horrores de una batalla. Su endeble constitución, que sin duda contenía un espíritu privilegiado, parecía destinada a sucumbir conmovida al primer choque. Y, sin embargo, según después supe, aquel hombre tenía tanto corazón como inteligencia. Era Churruca.
El uniforme del héroe demostraba, sin ser viejo ni raído, algunos años de honroso servicio. Después, cuando le oí decir, por cierto, sin tono de queja, que el gobierno le debía nueve pagas, me expliqué aquel deterioro. Mi amo le preguntó por su mujer, y de su contestación deduje que se había casado poco antes, por cuya razón le compadecí, pareciéndome muy atroz que se le mandara al combate en tan felices días. Habló luego de su barco, el San Juan Nepomuceno, al que mostró igual cariño que a su joven esposa, pues, según dijo, él lo había compuesto y arreglado a su gusto, por privilegio especial, haciendo de él uno de los primeros barcos de la armada española.
Hablaron luego del tema ordinario en aquellos días, de si salía o no salía la escuadra, y el marino se expresó largamente con estas palabras, cuya sustancia guardo en la memoria, y que después, con datos y noticias históricas, he podido restablecer con la posible exactitud.
—El almirante francés —dijo Churruca—, no sabiendo qué resolución tomar, y deseando hacer algo que ponga en olvido sus errores, se ha mostrado, desde que estamos aquí, partidario de salir en busca de los ingleses. El 8 de octubre escribió a Gravina, diciéndole que deseaba celebrar a bordo del Bucentauro un consejo de guerra para acordar lo que fuera más conveniente. En efecto: Gravina acudió al consejo, llevando al teniente general Álava, a los jefes de escuadra Escaño y Cisneros, al brigadier Galiano y a mí. De la escuadra francesa estaban los almirantes Dumanoir y Magon, y los capitanes de navío Cosmao, Maistral, Villiegris y Prigny.
»Habiendo mostrado Villeneuve el deseo de salir, nos opusimos todos los españoles. La discusión fue muy viva y acalorada, y Alcalá Galiano cruzó con el almirante Magon palabras bastante duras, que ocasionaran un lance de honor si antes no les ponemos en paz. Mucho disgustó a Villeneuve nuestra oposición, y también en el calor de la discusión dijo frases descompuestas, a que contestó Gravina del modo más enérgico... Es curioso el empeño de esos señores de hacerse a la mar en busca de un enemigo poderoso, cuando en el combate de Finisterre nos abandonaron, quitándonos la ocasión de vencer si nos auxiliaran a tiempo. Además, hay otras razones, que yo expuse en el consejo, y son que la estación avanza, que la posición más ventajosa para nosotros es permanecer en la bahía, obligándoles a un bloqueo que no podrán resistir, mayormente si bloquean también a Tolón y a Cartagena. Es preciso que confesemos con dolor la superioridad de la marina inglesa, por la perfección del armamento, por la excelente dotación de sus buques y, sobre todo, por la unidad con que operan sus escuadras. Nosotros, con gente en gran parte menos diestra, con armamento imperfecto y mandados por un jefe que descontenta a todos, podríamos sin embargo, hacer la guerra a la defensiva dentro de la bahía. Pero será preciso obedecer, conforme a la ciega sumisión de la corte de Madrid, y poner barcos y marinos a merced de los planes de Bonaparte, que no nos ha dado, en cambio de esta esclavitud, un jefe digno de tanto sacrificios. Saldremos, si se empeña Villeneuve; pero si los resultados son desastrosos, quedará consignada, para descargo nuestro, la oposición que hemos hecho al insensato proyecto del jefe de la escuadra combinada. Villeneuve se ha entregado a la desesperación; su amo le ha dicho cosas muy duras, y la noticia de que va a ser relevado le induce a cometer las mayores locuras, esperando reconquistar en un día su perdida reputación por la victoria o por la muerte.
Así se expresó el amigo de mi amo. Sus palabras hicieron en mí grande impresión, pues con ser niño, yo prestaba gran interés a aquellos sucesos, y después, leyendo en la historia lo mismo de que fui testigo, he auxiliado mi memoria con datos auténticos, y puedo narrar con bastante exactitud.
Cuando Churruca se marchó, doña Flora y mi amo hicieron de él grandes elogios, encomiando sobre todo su expedición a la América meridional, para hacer el mapa de aquellos mares. Según les oí decir, los méritos de Churruca como sabio y como marino eran tantos, que el mismo Napoleón le hizo un precioso regalo y le colmó de atenciones. Pero dejemos al marino y volvamos a doña Flora.22
A los dos días de estar allí noté un fenómeno que me disgustó sobremanera, y fue que la prima de mi amo comenzó a prendarse de mí, es decir, que me encontró pintiparado para ser su paje. No cesaba de hacerme toda clase de caricias, y al saber que yo también iba a la escuadra, se lamentó de ello, jurando que sería una lástima que perdiese un brazo, pierna o alguna otra parte no menos importante de mi persona, si no perdía la vida. Aquella antipatriótica compasión me indignó, y aun creo que dije algunas palabras para expresar que estaba inflamado en guerrero ardor. Mis baladronadas hicieron gracia a la vieja, y me dio mil golosinas para quitarme el mal humor.
Al día siguiente me obligó a limpiar la jaula de su loro; discreto animal que hablaba como un teólogo y nos despertaba a todos por la mañana, gritando: perro inglés, perro inglés. Luego me llevó consigo a misa, haciéndome cargar la banqueta y en la iglesia no cesaba de volver la cabeza para ver si estaba por allí. Después me hizo asistir a su tocador, ante cuya operación me quedé espantado, viendo el catafalco de rizos y moños que el peluquero armó en su cabeza. Advirtiendo el indiscreto estupor con que yo contemplaba la habilidad del maestro, verdadero arquitecto de las cabezas, doña Flora se rió mucho, y me dijo que, en vez de pensar en ir a la escuadra, debía quedarme con ella para ser su paje; añadió que debía aprender a peinarla, y que con el oficio de maestro peluquero podía ganarme la vida y ser un verdadero personaje. No me sedujeron tales proposiciones, y le dije con cierta rudeza que más quería ser soldado que peluquero. Esto le agradó, y como le daba el peine por las cosas patrióticas y militares, redobló su afecto hacia mí. A pesar de que allí se me trataba con mimo, confieso que me cargaba a más no poder la tal doña Flora, y que a sus almibaradas finezas prefería los rudos pescozones de mi iracunda doña Francisca.
Era natural: su intempestivo cariño, sus dengues, la insistencia con que solicitaba mi compañía, diciendo que le encantaba mi conversación y persona, me impedían seguir a mi amo en sus visitas a bordo. Le acompañaba en tan dulce ocupación un criado de su prima, y en tanto yo, sin libertad para correr por Cádiz como hubiera deseado, me aburría en la casa, en compañía del loro de doña Flora y de los señores que iban allá por las tardes a decir si saldría o no la escuadra y otras cosas menos manoseadas, si bien más frívolas.
Mi disgusto llegó a la desesperación cuando vi que Marcial venía a casa, y que con él iba mi amo a bordo, aunque no para embarcarse definitivamente; y cuando esto ocurría, y cuando mi alma atribulada acariciaba aún una débil esperanza de formar parte de aquella expedición, doña Flora se empeñó en llevarme a pasear a la alameda y también al Carmen a rezar vísperas.
Esto me era insoportable, tanto más cuanto que yo soñaba con poner en ejecución cierto atrevido proyectillo, que consistía en ir a visitar por cuenta propia uno de los navíos, llevado por algún marinero conocido, que esperaba encontrar en el muelle. Salí con la vieja, y al pasar por la muralla deteníame para ver los barcos; mas no me era posible entregarme a las delicias de aquel espectáculo, porque era preciso contestar a las mil preguntas de doña Flora, que ya me tenía mareado. Durante el paseo se le unieron algunos jóvenes y señores mayores. Parecían muy encopetados, y eran las personas a la moda en Cádiz, todos muy discretos y elegantes. Alguno de ellos era poeta, o, mejor dicho, todos hacían versos, aunque malos, y me parece que les oí hablar de cierta academia en que se reunían para tirotearse con sus estrofas, entretenimiento que no hacía daño a nadie.
Como yo observaba todo, me fijé en la extraña figura de aquellos hombres, en sus afeminados gestos y, sobre todo, en sus trajes, que me parecieron extravagantísimos. No eran muchas las personas que vestían de aquella manera en Cádiz, y pensando después en la diferencia que había entre aquellos arreos y los ordinarios de la gente que yo había visto siempre, comprendí que consistía en que estos vestían a la española, y los amigos de doña Flora conforme a la moda de Madrid y de París. Lo que primero atrajo mis miradas fue sus bastones, que eran unos garrotes retorcidos y con gruesísimos nudos. No se les veía la barba, porque la tapaba la corbata, especie de chal, que dando varias vueltas alrededor del cuello y prolongándose ante los labios, formaba una especie de cesta, una bandeja o más bien bacía en que descansaba la cara. El peinado consistía en un artificioso desorden, y más que con peine, parecía que se lo habían aderezado con una escoba; las puntas del sombrero les tocaban los hombros; las casacas, altísimas de talle, casi barrían el suelo con sus faldones; las botas terminaban en punta; de los bolsillos de su chaleco pendían multitud de dijes y sellos; sus calzones listados se atacaban a la rodilla con un enorme lazo, y para que tales figuras fueran completos mamarrachos, todos llevaban un lente, que durante la conversación acercaban repetidas veces al ojo derecho, cerrando el siniestro, aunque en entrambos tuvieran muy buena vista.
La conversación de aquellos personajes versó sobre la salida de la escuadra, alternando con este asunto la relación de no sé qué baile o fiesta que ponderaron mucho, siendo uno de ellos objeto de grandes alabanzas por lo bien que hacía trenzas con sus ligeras piernas, bailando la gavota.
Después de haber charlado mucho, entraron con doña Flora en la iglesia del Carmen, y allí, sacando cada cual su rosario, rezaron que se las pelaban un buen espacio de tiempo, y alguno de ellos me aplicó lindamente un coscorrón en la coronilla porque, en vez de orar tan devotamente como ellos, prestaba demasiada atención a dos moscas que revoloteaban alrededor del rizo culminante del peinado de doña Flora.23 Salimos, después de haber oído un enojoso sermón, que ellos celebraron como obra maestra; paseamos de nuevo; continuó la charla más vivamente, porque se nos unieron unas damas vestidas por el mismo estilo, y entre todos se armó tan ruidosa algazara de galanterías, frases y sutilezas, mezcladas con algún verso insulso, que no puedo recordarlas.
¡Y en tanto Marcial y mi querido amo trataban de fijar día y hora para trasladarse definitivamente a bordo! ¡Y yo estaba expuesto a quedarme en tierra, sujeto a los antojos de aquella vieja que me empalagaba con su insulso cariño! ¿Creerán ustedes que aquella noche insistió en que debía quedarme para siempre a su servicio? ¿Creerán ustedes que aseguró que me quería mucho y me dio como prueba algunos afectuosos abrazos y besos, ordenándome que no lo dijera a nadie? ¡Horribles contradicciones de la vida!, pensaba yo al considerar cuán feliz habría sido si mi amita me hubiera tratado de aquella manera. Yo, turbado hasta lo sumo, le dije que quería ir a la escuadra, y que cuando volviese me podría querer a su antojo; pero que si no me dejaba realizar mi deseo, la aborrecería tanto así, y extendí los brazos para expresar una cantidad muy grande de aborrecimiento.24
Luego, como entrase inesperadamente mi amo, yo, juzgando llegada la ocasión de lograr mi objeto por medio de un arranque oratorio, que había cuidado de preparar, me arrodillé delante de él, diciéndole en el tono más patético que, si no me llevaba a bordo, me arrojaría desesperado al mar.
Mi amo se rió de la ocurrencia; su prima, haciendo mimos con la boca, fingió cierta hilaridad que le afeaba el rostro amojamado, y consintió al fin. Diome mil golosinas para que comiese a bordo; me encargó que huyese de los sitios de peligro y no dijo una palabra más contraria a mi embarque, que se verificó a la mañana siguiente muy temprano.
Octubre era el mes, y 18 el día. De esta fecha no me queda duda, porque al día siguiente salió la escuadra. Nos levantamos muy temprano y fuimos al muelle, donde esperaba un bote que nos condujo a bordo.
Figúrense ustedes cuál seria mi estupor, ¡qué digo, estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando me vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco del mundo, aquel alcázar de madera, que, visto de lejos, se representaba en mi imaginación como una fábrica portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de la majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasaba junto a un navío, yo lo examinaba con cierto religioso asombro, admirado de ver tan grandes los cascos que me parecían tan pequeñitos desde la muralla; en otras ocasiones me parecían más chicos de lo que mi fantasía los había forjado. El inquieto entusiasmo de que estaba poseído me expuso a caer al agua, cuando contemplaba con arrobamiento un figurón de proa, objeto que más que otro alguno fascinaba mi atención.
Por fin llegamos al Trinidad. A medida que nos acercábamos, las formas de aquel coloso iban aumentando, y cuando la lancha se puso al costado, confundida en el espacio de mar donde se proyectaba, cual un negro y horrible cristal, la sombra del navío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil casco negro en el agua sombría que azotaba suavemente los costados; cuando alcé la vista y vi las tres filas de cañones asomando sus bocas amenazadoras por las troneras, mi entusiasmo se trocó en miedo, púseme pálido y quedé sin movimiento asido al brazo de mi amo.
Pero, en cuanto subimos y me hallé sobre cubierta, se me ensanchó el corazón. La airosa y altísima arboladura, la animación del alcázar, la vista del cielo y la bahía, el admirable orden de cuantos objetos ocupaban la cubierta, desde los coys puestos en fila sobre la obra muerta, hasta los cabrestantes, bombas, mangas, escotillas; la variedad de uniformes; todo en fin, me suspendió de tal modo, que por un buen rato estuve absorto en la contemplación de tan hermosa máquina, sin acordarme de nada más.
Ustedes no pueden hacerse cargo de aquellos magníficos barcos, ni menos del Santísima Trinidad, por las malas estampas en que los han visto representados. Tampoco se parecen nada a los buques guerreros de hoy, cubiertos con su pesado arnés de hierro, largos, monótonos, negros, y sin accidentes muy visibles en su vasta extensión, por lo cual me han parecido a veces inmensos ataúdes flotantes. Creados por una época positivista, y adecuados a la ciencia náutico-militar de estos tiempos, que mediante el vapor ha anulado las maniobras, fiando el éxito del combate al poder y empuje de los navíos, los barcos de hoy son simples máquinas de guerra, mientras los de aquel tiempo eran el guerrero mismo, armado de todas armas de ataque y defensa, pero confiando principalmente en su destreza y valor.
Yo, que observo cuanto veo, he tenido siempre la costumbre de asociar, hasta un extremo exagerado, ideas con imágenes, cosas con personas, aunque pertenezcan a las más inasociables categorías. Viendo más tarde las catedrales llamadas góticas de nuestra Castilla, y las de Flandes, y observando con qué imponente majestad se destaca su compleja y sutil fábrica entre las construcciones del gusto moderno, levantadas por la utilidad, tales como bancos, hospitales y cuarteles, no he podido menos de traer a la memoria las distintas clases de naves que he visto en mi larga vida, y he comparado las antiguas con las catedrales góticas. Sus formas, que se prolongan hacia arriba; el predominio de las líneas verticales sobre las horizontales; cierto inexplicable idealismo, algo de histórico y religioso a la vez, mezclado con la complicación de líneas y el juego de colores que combina a su capricho el sol, han determinado esta asociación extravagante, que yo me explico por la huella de romanticismo que dejan en el espíritu las impresiones de la niñez.
El Santísima Trinidad25 era un navío de cuatro puentes. Los mayores del mundo eran de tres. Aquel coloso, construido en La Habana, con las más ricas maderas de Cuba, en 1769, contaba treinta y seis años de honrosos servicios. Tenía doscientos veinte pies (sesenta y un metros) de eslora, es decir de popa a proa, cincuenta y ocho pies de manga (ancho) y veintiocho de puntal (altura desde la quilla a la cubierta), dimensiones extraordinarias que entonces no tenía ningún buque del mundo. Sus poderosas cuadernas, que eran un verdadero bosque, sustentaban cuatro pisos. En sus costados, que eran fortísimas murallas de madera, se habían abierto al construirlo ciento dieciséis troneras: cuando se le reformó, agrandándolo en 1796, se le abrieron ciento treinta, y artillado de nuevo en 1805, tenía sobre sus costados, cuando yo le vi, ciento cuarenta bocas de fuego, entre cañones y carronadas. El interior era maravilloso por la distribución de los diversos compartimientos, ya fuesen puentes para la artillería, sollados para la tripulación, pañoles para depósitos de víveres, cámaras para los jefes, cocinas, enfermería y demás servicios. Me quedé absorto recorriendo las galerías y demás escondrijos de aquel Escorial de los mares. Las cámaras situadas a popa eran un pequeño palacio por dentro, y por fuera una especie de fantástico alcázar; los balconajes, los pabellones de las esquinas de popa, semejantes a las linternas de un castillo ojival, eran como grandes jaulas abiertas al mar, y desde donde la vista podía recorrer las tres cuartas partes del horizonte.
Nada más grandioso que la arboladura, aquellos árboles gigantescos, lanzados hacia el cielo, como un reto a la tempestad. Parecía que el viento no había de tener fuerza para impulsar sus enormes gavias. La vista se mareaba y se perdía contemplando la inmensa madeja que formaban en la arboladura los obenques, estáis, brazas, cabos, drizas y cuerdas que servían para sostener y mover el velamen.
Yo estaba absorto en la contemplación de tanta maravilla, cuando sentí un fuerte golpe en la nuca. Creí que el palo mayor se me había caído encima. Volví la vista atontado y lancé una exclamación de horror al ver a un hombre que me tiraba de las orejas como si quisiera levantarme en el aire. Era mi tío.
—¿Qué buscas tú aquí, lombriz? —me dijo en el suave tono que le era habitual—. ¿Quieres aprender el oficio? Oye, Juan —añadió dirigiéndose a un marinero de feroz aspecto—, súbeme a este galápago a la verga mayor para que se pasee por ella.
Yo eludí como pude el compromiso de pasear por la verga, y le expliqué con la mayor cortesía que, hallándome al servicio de don Alonso Gutiérrez de Cisniega, había venido a bordo en su compañía. Tres o cuatro marineros, amigos de mi simpático tío, quisieron maltratarme, por lo que resolví alejarme de tan distinguida sociedad, y me marché a la cámara en busca de mi amo. Los oficiales hacían su tocado, no menos difícil a bordo que en tierra, y cuando yo veía a los pajes ocupados en empolvar las cabezas de los héroes a quienes servían, me pregunté si aquella operación no era la menos a propósito dentro de un buque, donde todos los instantes eran preciosos y donde estorbaba siempre todo lo que no fuera de inmediata necesidad para el servicio.
Pero la moda era entonces tan tirana como ahora, y aún en aquel tiempo imponía del modo más apremiante sus enfadosas ridiculeces. Hasta el soldado tenía que emplear un tiempo precioso en hacerse el coleto. ¡Pobres hombres! Yo les vi puestos en fila unos tras otros, arreglando cada cual el coleto del que tenía delante, medio ingenioso que remataba la operación en poco tiempo. Después se encasquetaban el sombrero de pieles, pesada mole, cuyo objeto nunca me pude explicar, y luego iban a sus puestos, si tenían que hacer guardia, o a pasearse por el combés, si estaban libres de servicio. Los marineros no usaban aquel ridículo apéndice capilar, y su sencillo traje me parece que no se ha modificado mucho desde aquella fecha.
En la cámara, mi amo hablaba acaloradamente con el comandante del buque, don Francisco Javier de Uriarte, y con el jefe de escuadra, don Baltasar Hidalgo de Cisneros. Según lo poco que oí, no me quedó duda de que el general francés había dado orden de salida para la mañana siguiente.
Esto alegró mucho a Marcial, que, junto con otros viejos marineros en el castillo de proa, disertaba ampulosamente sobre el próximo combate. Tal sociedad me agradaba más que la de mi interesante tío, porque los colegas de Medio-hombre no se permitían bromas pesadas con mi persona. Esta sola diferencia hacía comprender la diversa procedencia de los tripulantes, pues mientras unos eran marineros de pura raza, llevados allí por la matrícula o enganche voluntario, los otros eran gente de leva, casi siempre holgazana, díscola, de perversas costumbres y mal conocedora del oficio.
Con los primeros hacía yo mejores migas que con los segundos, y asistía a todas las conferencias de Marcial. Si no temiera cansar al lector, le referiría las explicaciones que este dio de las causas diplomáticas y políticas de la guerra, parafraseando del modo más cómico posible lo que había oído algunas noches antes de boca de Malespina en casa de mis amos. Por él supe que el novio de mi amita se había embarcado en el Nepomuceno.
Todas las conferencias terminaban en un solo punto: el próximo combate. La escuadra debía salir al día siguiente; ¡qué placer! Navegar en aquel gigantesco barco, el mayor del mundo; presenciar una batalla en medio de los mares; ver cómo era la batalla, cómo se disparaban los cañones, cómo se apresaban los buques enemigos... ¡Qué hermosa fiesta!, y luego volver a Cádiz cubiertos de gloria... Decir a cuantos quisieran oírme: «Yo estaba en la escuadra, lo vi todo...»; decírselo también a mi amita, contándole la grandiosa escena, y excitando su atención, su curiosidad, su interés...; decirle también: «Yo me hallé en los sitios de mayor peligro, y no temblaba por eso»; ver cómo se altera, cómo palidece y se asusta oyendo referir los horrores del combate, y luego mirar con desdén a todos los que digan: «¡Contad, Gabrielito, esa cosa tan tremenda!... ». ¡Oh!, esto era más de lo que necesitaba mi imaginación para enloquecer... Digo francamente que en aquel día no me hubiera cambiado por Nelson.26
Amaneció el 19, que fue para mí felicísimo, y no había aún amanecido cuando yo estaba en el alcázar de popa con mi amo, que quiso presenciar la maniobra. Después del baldeo comenzó la operación de levar el buque. Se izaron las grandes gavias, y el pesado molinete girando con su agudo chirrido, arrancaba la poderosa áncora del fondo de la bahía. Corrían los marineros por las vergas; manejaban otros las brazas, prontos a la voz del contramaestre, y todas las voces del navío, antes mudas, llenaban el aire con espantosa algarabía. Los pitos, la campana de proa, el discorde concierto de mil voces humanas, mezcladas con el rechinar de los motones; el crujido de los cabos, el trapeo de las velas azotando los palos antes de henchirse impelidas por el viento, todos estos variados sones acompañaron los primeros pasos del colosal navío.
Pequeñas olas acariciaban sus costados, y la mole majestuosa comenzó a deslizarse por la bahía sin dar la menor cabezada, sin ningún vaivén de costado, con marcha grave y solemne, que sólo podía apreciarse comparativamente observando la traslación imaginaria de los buques mercantes anclados y del paisaje.
Al mismo tiempo se dirigía la vista en derredor, y ¡qué espectáculo, Dios mío!: treinta y dos navíos, cinco fragatas y dos bergantines, entre españoles y franceses, colocados delante, detrás y a nuestro costado, se cubrían de velas y marchaban también impelidos por el escaso viento. No he visto mañana más hermosa. El sol inundaba de luz aquella magnífica bahía; un ligero matiz de púrpura teñía la superficie de las aguas hacia oriente, y la cadena de colinas y lejanos montes que limitan el horizonte hacia la parte del puerto permanecían aún encendidos por el fuego de la pasada aurora; el cielo limpio apenas tenía algunas nubes rojas y doradas por levante; el mar azul estaba tranquilo, y sobre este mar, y bajo aquel cielo, las cuarenta naves, con sus blancos velámenes, emprendían la marcha, formando el más vistoso escuadrón que puede presentarse ante humanos ojos.
No andaban todos con igual paso. Unos se adelantaban, otros tardaron mucho en moverse; pasaban algunos junto a nosotros, mientras los había que se quedaban detrás. La lentitud de su marcha; la altura de su aparejo, cubierto de lona; cierta misteriosa armonía que mis oídos de niño percibían como saliendo de aquellos gloriosos cascos, especie de himno que sin duda resonaba dentro de mí mismo; la claridad del día, la frescura del ambiente, la belleza del mar, que fuera de la bahía parecía agitarse con gentil alborozo a la aproximación de la flota, formaban el más imponente cuadro que puede imaginarse.
Cádiz, en tanto, como un panorama giratorio, se escorzaba a nuestra vista, presentándonos sucesivamente las distintas facetas de su vasto circuito. El sol, encendiendo los vidrios de sus mil miradores, la salpicaba con polvos de oro, y su blanca mole se destacaba tan limpia y pura sobre las aguas, que parecía haber sido creada en aquel momento o sacada del mar como la fantástica ciudad de San Jenaro. Vi el desarrollo de la muralla desde el muelle hasta el castillo de Santa Catalina; reconocí el baluarte del Bonete, el baluarte del Orejón, la Caleta, y me llené de orgullo considerando de dónde había salido y dónde estaba.
Al mismo tiempo llegaba a mis oídos como una música misteriosa el son de las campanas de la ciudad medio despierta, tocando a misa, con esa algazara charlatana de las campanas de un gran pueblo. Ya me parecían expresar alegría, como un saludo de buen viaje, y yo atendía a aquel rumor como si fuesen humanas voces que nos daban la despedida; ya me parecían sonar tristes y acongojadas anunciándonos una desgracia, y a medida que nos alejábamos, aquella música se iba apagando, hasta que se extinguió difundida en el inmenso espacio.
La escuadra salía lentamente: algunos barcos emplearon muchas horas para hallarse fuera. Marcial, durante la salida,27 iba haciendo comentarios sobre cada buque, observando su marcha, motejándoles si eran pesados, animándoles con paternales consejos si eran ligeros y zarpaban pronto.
—¡Qué pesado está don Federico! —decía observando el Príncipe de Asturias, mandado por Gravina—. Allá va Monsieur Corneta —exclamaba mirando el Bucentauro, navío general—. Bien haiga quien te puso Rayo —decía irónicamente mirando al navío de este nombre, que era el más pesado de toda la escuadra—. Bien por papá Ignacio —añadía dirigiéndose al Santa Ana, que montaba Álava—. ¡Echa toda la gavia, pedazo de tonina! —decía contemplando el navío de Dumanoir—; este gabacho tiene un peluquero para rizar la gavia y carga las velas con tenacillas.
El cielo se enturbió por la tarde, y al anochecer, hallándonos ya a gran distancia, vimos a Cádiz perderse poco a poco entre la bruma, hasta que se confundieron con las tintas de la noche sus últimos contornos. La escuadra tomó rumbo al sur.
Por la noche no me separé de él, una vez que dejé a mi amo muy bien arrellanado en su camarote. Rodeado de dos colegas y admiradores, les explicaba el plan de Villeneuve del modo siguiente:
—Monsieur Corneta ha dividido la escuadra en cuatro cuerpos. La vanguardia, que es mandada por Álava, tiene siete navíos; el centro, que lleva siete, y lo manda Monsieur Corneta en persona; la retaguardia, también de siete, que va mandada por Dumanoir, y el cuerpo de reserva, compuesto de doce navíos, que manda don Federico. No me parece que está esto mal pensado. Por supuesto que van los barcos españoles mezclados con los gabachos, para que no nos dejen en las astas del toro, como sucedió en Finisterre.
»Según me ha referido don Alonso, el francés ha dicho que si el enemigo se nos presenta a sotavento, formaremos la línea de batalla y caeremos sobre él... Esto está muy guapo, dicho en el camarote; pero ya... ¿El Señorito va a ser tan buey que se nos presente a sotavento?... Sí, porque tiene poco farol (inteligencia) su señoría para dejarse pescar así... veremos a ver si vemos lo que espera el francés... Si el enemigo se presenta a barlovento y nos ataca, debemos esperarle en línea de batalla; y como tendrá que dividirse para atacarnos, si no consigue romper nuestra línea, nos será muy fácil vencerle. A ese señor todo le parece fácil. (Rumores) Dice también que no hará señales, y que todo lo espera de cada capitán. Si iremos a ver lo que yo vengo predicando desde que se hicieron esos malditos tratados de sursillos, y es que..., más vale callar... quiera Dios... Ya les he dicho a ustedes que Monsieur Corneta no sabe lo que tiene entre manos, y que no le caben cincuenta barcos en la cabeza. ¡Cuidado con un almirante que llama a sus capitanes el día antes de una batalla y les dice que haga cada uno lo que le diere la gana!... Pos pa eso... (Grandes muestras de asentimiento) En fin, allá veremos... Pero vengan acá ustedes y díganme: si nosotros, los españoles, queremos desfondar a unos cuantos barcos ingleses, ¿no nos bastamos y nos sobramos para ello? Pues ¿a cuenta qué hemos de juntarnos con franceses que no nos dejan hacer lo que nos sale de dentro, sino que hemos de ir al remolque de sus señorías? Siempre di cuando fuimos con ellos, siempre di cuando salimos destaponados... En fin..., Dios y la virgen del Carmen vayan con nosotros y nos libren de amigos franceses por siempre28 jamás amén. (Grandes aplausos.)
Todos asintieron a su opinión. Su conferencia duró hasta hora avanzada, elevándose desde la profesión naval hasta la ciencia diplomática. La noche fue serena, y navegábamos con viento fresco. Se me permitirá que al hablar de la escuadra diga nosotros. Yo estaba tan orgulloso de encontrarme a bordo del Santísima Trinidad, que me llegué a figurar que iba a desempeñar algún papel importante en tan alta ocasión, y por eso no dejaba de gallardearme con los marineros, haciéndoles ver que yo estaba allí para alguna cosa útil.