Sin aliento

Un cuento ni dentro ni fuera
del
Blackwood

 

 

 

 

 

 

El germen de esta historia, publicada en el Southern Literary Messenger en septiembre de 1835, se encuentra en un relato más breve aparecido tres años antes en el Saturday Courier de Filadelfia y titulado «A Decided Loss». En él se pretende parodiar y satirizar las extravagancias propias del Blackwood sin el acierto con el que tiempo después ridiculizaría los métodos de los autores de la revista en «Cómo escribir un artículo al estilo del Blackwood» (1838).

Indudablemente, una de las fuentes empleadas por el autor es La maravillosa historia de Peter Schlemihl (1814), de Adelbert von Chamisso, cuyo protagonista es mencionado en todas las versiones del cuento, mientras que algunos estudiosos incluyen también entre las obras que lo influyeron de forma directa el Cándido (1759), de Voltaire. Otros, en cambio, ven en «Sin aliento» una sátira de la obsesiva angustia que le producía a Poe la mera idea del entierro prematuro, y que fue rescatada a la sazón para otros proyectos.

 

 

 

 

 

 

Oh, no alientes, etc.

 

THOMAS MOORE, Melodías

 

 

El más notorio infortunio debe finalmente rendirse ante el incansable valor de la filosofía como la más irreductible plaza a la incesante vigilancia del enemigo. Salmanasar, como se puede leer en las Sagradas Escrituras, permaneció tres años ante Samaria: y esta cayó. Sardanápalo —véase Diodoro— aguantó siete frente a Nínive, pero sin ningún resultado. Troya expiró en las postrimerías del segundo lustro, y Azoth, como declara Aristeo por su honor de caballero, abrió al fin sus puertas a Psamético, después de haberlas mantenido atrancadas durante la quinta parte de un siglo entero.

 

 

—¡Tú, miserable, esperpento, arpía! —dije a mi esposa a la mañana siguiente de nuestra boda—. ¡Tú, bruja, tarasca, estafermo, vertedero de iniquidad, quintaesencia de todo lo abominable, tú, tú!

Aquí, me puse de puntillas y, teniéndola agarrada por la garganta y con mi boca junto a su oído, me disponía a lanzar un nuevo y más decidido epíteto de oprobio que, al pronunciarlo, la convencería por completo de su insignificancia, cuando, con asombro y horror extremos, descubrí que me había quedado sin aliento.

Las expresiones «me falta el aliento», «me he quedado sin aliento», etcétera, etcétera, se repiten con bastante frecuencia en las conversaciones del día a día, pero ¡nunca se me había ocurrido que el terrible accidente del que hablo pudiera suceder bona fide[23] y realmente! Imaginad, si os place, por supuesto, imaginad, repito, mi asombro, mi consternación, mi desesperación.

Sin embargo, existe un genio bueno que nunca me ha abandonado por completo. En mis más ingobernables accesos de mal humor aún conservo un sentido de la propiedad et le chemin des passions me conduit —como lord Edouard dice en Julie que le aconteció— à la philosophie véritable.[24]

Aunque al principio no podía precisar con exactitud hasta qué punto me había afectado el percance, decidí ocultar por todos los medios el asunto a mi esposa hasta que la experiencia posterior me ayudase a conocer el grado de mi inaudita calamidad. Por consiguiente, en un momento cambié mi semblante de su agitado y descompuesto aspecto a una expresión de pícara y coqueta benignidad, le di a mi esposa una palmadita en una mejilla y un beso en la otra y, sin decir una sola sílaba (¡maldición, si no era capaz de emitirla!), la dejé atónita ante mi bufonada, mientras yo salía de la estancia haciendo piruetas con un paso de zéphyr.

Contempladme luego a salvo, escondido en mi boudoir privado, como un pavoroso ejemplo de las nefastas consecuencias que acarrea la irascibilidad: vivo, con las limitaciones de un muerto; muerto, con las inclinaciones del vivo —una anomalía sobre la faz de la tierra—; muy tranquilo ya, pero sin aliento.

¡Sí, sin aliento! Hablo en serio al afirmar que mi respiración había cesado por completo. Con ella no hubiese podido agitar una pluma, ni tan siquiera, aunque mi vida hubiese estado en juego, empañar el brillo de un espejo. ¡Qué despiadado destino! Sin embargo, existía algún alivio de mi primer y abrumador paroxismo de tristeza. Comprobé, después de una prueba, que la facultad de hablar, que yo había creído totalmente destruida ante mi incapacidad para proseguir la conversación con mi esposa, se hallaba en realidad parcialmente paralizada, y descubrí que si en aquella interesante crisis hubiese bajado la voz a un tono lo bastante profundo y gutural, habría logrado continuar comunicándole mis sentimientos; pues aquel tono de voz (el gutural) dependía, según advertí, no del paso del aliento, sino de una cierta acción espasmódica de los músculos de la garganta.

Me dejé caer en una silla y permanecí un rato absorto en la meditación. Mis reflexiones, sin duda, no eran consoladoras. Mil vagas y lacrimosas fantasías se adueñaron de mi alma e incluso la idea del suicidio aleteó en mi cerebro. Pero es una característica de la perversidad de la naturaleza humana rechazar lo fácil e inmediato por lo distante y equívoco. Por eso me estremecí al considerar el asesinato de uno mismo como la mayor de las atrocidades, mientras el gato atigrado ronroneaba con fuerza sobre la alfombra y hasta el perro de aguas jadeaba constantemente debajo de la mesa, vanagloriándose ambos de la fuerza de sus pulmones y haciendo todo aquello evidentemente para burlarse de mi propia incapacidad pulmonar.

Oprimido por un tumulto de vagas esperanzas y temores, oí por fin los pasos de mi esposa, que bajaba por la escalera. Seguro ahora de su ausencia, volví con el corazón palpitante al escenario de mi desastre.

Cerré cuidadosamente la puerta por dentro y emprendí una enérgica búsqueda. Era posible, pensé, que, oculto en algún oscuro rincón o escondido en algún armario o cajón, hallase el objeto de mis pesquisas. Puede que tuviera una forma vaporosa, puede que la tuviera tangible. La mayoría de los filósofos no resultan, con respecto a muchos de los temas filosóficos, nada filosóficos. William Godwin, sin embargo, dice en su Mandeville que «las cosas invisibles son las únicas realidades» y el mío, reconózcanlo, era un buen ejemplo de esto. Quisiera que el lector juicioso se detuviera antes de culpar a semejantes afirmaciones de contener una exagerada cantidad de absurdos. Anaxágoras, como recordarán ustedes, sostenía que la nieve es negra y yo he descubierto hace tiempo que tenía razón.

Durante un largo rato continué minuciosamente mi exploración, pero mi laboriosidad y perseverancia no encontraron otra despreciable recompensa que el hallazgo de una dentadura postiza, dos pares de caderas postizas, un ojo y un fajo de billets-doux[25] dirigidos a mi esposa por parte del señor Airedesobra. Diré aquí de paso que esta preferencia de mi señora por el señor Airedesobra me causó poca inquietud. Que la señora Sinaliento admirase a cualquier persona tan distinta de mí era un mal natural y necesario. Soy, como es bien conocido, de aspecto robusto y corpulento y, al mismo tiempo, algo bajo de estatura. ¿Por qué extrañarse, pues, de que la delgadez como la de una tabla de mi amigo y su altura, que se ha hecho proverbial, encontrasen toda su debida estimación a los ojos de la señora Sinaliento? Pero volvamos al asunto.

Mis esfuerzos, como ya he dicho, resultaron infructuosos. Armario tras armario, cajón tras cajón, rincón tras rincón, fueron examinados sin ningún resultado. En una ocasión, sin embargo, creí seguro mi triunfo cuando, al revolver un estuche de tocador, hice añicos un frasco de Aceite de Arcángeles Grandjean, que me tomo aquí la libertad de recomendar como un perfume agradable.

Con un peso en el corazón regresé a mi boudoir para discurrir allí algún medio de eludir la suspicacia de mi esposa hasta que pudiera ultimar los preparativos para abandonar el país, lo que ya tenía decidido hacer. En un ambiente extranjero y siendo un completo desconocido podía intentar ocultar, con alguna probabilidad de éxito, mi desdichada calamidad, una calamidad adecuada, aun más que la miseria, para perder el afecto de la gente y atraer sobre mí la bien merecida indignación de los virtuosos y los dichosos. No vacilé mucho rato. Al ser diligente por naturaleza, me aprendí de memoria toda la tragedia de Metamora. Tuve la buena suerte de recordar que para declamar este drama, o al menos la parte que le corresponde al héroe, los tonos de voz que ahora me faltaban eran totalmente innecesarios, y que el tono profundo y gutural debe dominar de principio a fin.

Practiqué durante algún tiempo a las orillas de un pantano muy frecuentado sin intentar, no obstante, ningún procedimiento similar al de Demóstenes, sino con un plan y un sistema peculiares y conscientemente propios. De esta forma, preparado en todos los aspectos, decidí hacer creer a mi esposa que me había entrado de repente la pasión por las tablas. En esto, alcancé un éxito milagroso; ante cada una de sus preguntas o sugerencias me encontraba libre de responder en mi tono más sepulcral con algún pasaje de la tragedia; cualquier fragmento de esta, como advertí pronto con complacencia, cuadraba perfectamente con toda clase de asuntos. No debe suponerse, sin embargo, que mientras yo recitaba tales pasajes prescindiese en absoluto de mirar de soslayo, chirriar los dientes, arrastrar los pies o cualquiera de esas innombrables gracias que ahora se consideran precisamente como características de un actor popular. Desde luego, se habló de ponerme una camisa de fuerza..., pero, ¡buen Dios!, nadie sospechó que yo hubiese perdido el aliento.

Finalmente, tras haber puesto mis asuntos en orden, tomé de madrugada un asiento en el coche de posta con destino a..., y di a entender a mis conocidos que unos asuntos de la mayor importancia requerían mi inmediata presencia en aquella ciudad.

La diligencia iba repleta a más no poder, pero a la incierta luz del amanecer no podían distinguirse los rasgos de mis compañeros. No logré oponer una resistencia eficaz y hube de soportar que me colocaran entre dos caballeros de dimensiones colosales, mientras un tercero de mayor tamaño me pidió perdón por las libertades que iba a tomarse, se dejó caer cuan voluminoso era sobre mi cuerpo y se quedó dormido al instante, ahogando todas mis guturales exclamaciones de auxilio con un ronquido que hubiese avergonzado a los bramidos del toro de Falaris. Felizmente, el estado de mis facultades respiratorias hacía que la asfixia fuese un accidente totalmente descartado.

Sin embargo, cuando el día apuntó con más claridad en las cercanías de la ciudad, mi atormentador se levantó, se arregló el cuello de la camisa y me dio las gracias amablemente por mi cortesía. Al ver que yo permanecía inmóvil —todos mis miembros estaban dislocados y mi cabeza torcida hacia un lado— comenzó a sentir ciertas aprensiones, por lo que despertó al resto de los pasajeros y les comunicó de manera muy decidida su opinión de que, durante la noche, les habían endilgado un muerto en vez de un compañero de viaje vivo y responsable; y para demostrar la verdad de su sugerencia me dio un golpe en el ojo derecho.

Entonces, uno tras otro (había nueve en total), todos los pasajeros creyeron que su deber era tirarme de las orejas. Además, como un joven médico aún en prácticas me aplicó un espejo de bolsillo a la boca y no descubrió señal de aliento en mí, la afirmación de mi acusador fue declarada artículo de fe y todos los presentes expresaron su determinación de no soportar dócilmente semejantes imposiciones en el futuro ni de tolerar por más tiempo semejantes cadáveres en el presente.

Por consiguiente, fui lanzado contra el cartel del Cuervo —taberna frente a la cual acertaba a pasar en aquel momento la diligencia— sin sufrir más accidente que la rotura de ambos brazos bajo la rueda trasera izquierda del vehículo. Debo, además, ser justo con el conductor y manifestar que no se olvidó arrojar tras de mí el mayor de mis baúles, el cual, desgraciadamente, me cayó sobre la cabeza, y me fracturó el cráneo de una manera interesante y extraordinaria a la vez.

El propietario del Cuervo, que es un hombre hospitalario, al ver que mi baúl contenía lo suficiente para indemnizarle de cualquier pequeña molestia que pudiera sufrir por mi causa, mandó a buscar enseguida a un cirujano que era conocido suyo y me entregó a su cuidado con una factura y un recibo por valor de diez dólares.

El comprador me trasladó a su casa y comenzó inmediatamente sus operaciones. Sin embargo, tras haberme cortado las orejas, descubrió señales de vida. Entonces tocó el timbre y mandó a buscar a un boticario de la vecindad con quien consultar en aquella emergencia. Y por si acaso sus sospechas con respecto a mi existencia resultaban al fin fundadas, hizo, mientras tanto, una incisión en mi estómago y me extrajo varias vísceras para realizar una disección en privado.

El boticario albergaba la idea de que yo estaba bien muerto, idea que me esforcé en refutar pateando y revolviéndome con todas mis fuerzas y contorsionándome con furia, pues las operaciones del cirujano me habían devuelto en cierta medida la posesión de mis facultades. Todo ello, sin embargo, se atribuyó a los efectos de una nueva batería galvánica con la que el boticario, que era realmente un hombre informado, llevó a cabo varios curiosos experimentos sobre los cuales, desde el punto de vista de mi participación personal en ellos, me sentí profundamente interesado. No obstante, fue para mí un motivo de mortificación ver que, aunque hice varios intentos por iniciar una conversación, mi facultad de hablar estaba tan por completo en suspenso que ni siquiera podía abrir la boca y mucho menos, por lo tanto, replicar a algunas ingeniosas pero quiméricas teorías que, en otras circunstancias, mi minucioso conocimiento de la patología hipocrática me hubiese permitido refutar con facilidad.

Al no conseguir llegar a ninguna conclusión, los dos profesionales me encerraron hasta realizar un examen posterior. Me llevaron a un desván y después de que la señora del cirujano me hubo puesto unos calzoncillos y unos calcetines, el cirujano en persona me ató las manos y me sujetó las mandíbulas con un pañuelo de bolsillo. Luego echó por fuera el cerrojo a la puerta y se marchó a toda prisa a comer, dejándome solo y abandonado al silencio y la meditación.

Descubrí entonces con extremo deleite que hubiese podido hablar de no haber tenido la boca amordazada con el pañuelo de bolsillo. Me consolé con esta reflexión y estaba repitiendo mentalmente algunos pasajes de la Omnipresencia de la Deidad, como tengo por costumbre antes de entregarme al sueño, cuando dos gatos de aspecto voraz y repugnante penetraron en el desván por un agujero de la pared, saltaron con una pirueta à la Catalani,[26] se colocaron el uno frente al otro sobre mi cara y se entregaron a una indecorosa contienda por la fútil consideración de mi nariz.

Pero así como la pérdida de sus orejas resultó ser el medio de ascender al trono de Ciro el Mago o Mige-Gush de Persia, y así como la amputación de su nariz le dio a Zópiro la posesión de Babilonia, de esta manera la pérdida de unas pocas onzas de mi rostro resultó ser la salvación de mi cuerpo. Despertado por el dolor y ardiendo de indignación, hice saltar con un solo esfuerzo las ligaduras y el vendaje. Atravesé con arrogancia el cuarto, lancé una mirada de desprecio a los beligerantes, abrí hasta lo más alto la ventana de guillotina y, ante el extremo horror y la decepción de ambos, me precipité muy hábilmente por ella.

En aquel momento, el ladrón de correos W., con quien yo guardaba un singular parecido, era trasladado de la cárcel de la ciudad al cadalso erigido para su ejecución en los suburbios. Su extrema debilidad y persistente mala salud le habían valido el privilegio de ir sin esposas y, ataviado con sus ropas patibularias, muy semejantes a las mías, se hallaba tendido cuan largo era en el fondo de la carreta del verdugo —la cual acertó a pasar bajo la ventana del cirujano en el mismo momento que yo me precipitaba desde ella— sin otra vigilancia que el conductor, que iba dormido, y dos reclutas del sexto de infantería, que estaban borrachos.

La desgracia quiso que fuera a caer de pie dentro del vehículo. W., que era un tipo muy listo, vio al instante su oportunidad. Se levantó de inmediato, saltó como un rayo por la parte de atrás y, torciendo por una callejuela, desapareció de la vista en un abrir y cerrar de ojos. Los reclutas, despertados por el ruido, no alcanzaron a comprender exactamente la transacción que acababa de producirse. Tenían a la vista, sin embargo, a un hombre que era la viva imagen del bandido de pie en el carro y pensaron que el bellaco —se referían a W.— pretendía largarse —así se lo explicaron a sí mismos— y, tras comunicarse esta opinión el uno al otro, tomaron cada uno un trago de aguardiente y me derribaron con las culatas de sus mosquetes.

No tardamos mucho rato en llegar al lugar de destino. Por supuesto, nada podía decir en mi defensa. La horca era mi destino inevitable y a él me resigné con un sentimiento mitad de estupidez, mitad de sarcasmo. Como tengo poco de cínico, experimentaba todos los sentimientos de un perro. El verdugo, sin embargo, ajustó el lazo corredizo alrededor de mi cuello. La trampilla se abrió.

Me abstengo de describir mis sensaciones en el patíbulo, aunque aquí podría hablar atinadamente de este asunto sobre el que, por cierto, no se ha dicho nada sustancioso. En realidad, para escribir sobre un tema semejante es necesario haber sido ahorcado. Todos los autores deberían limitarse a escribir sobre aquello que hayan experimentado. Así es como Marco Antonio compuso un tratado sobre la embriaguez.

Sin embargo, puedo afirmar con toda justicia que no morí. Mi cuerpo estaba ahorcado, pero yo no tenía aliento para estarlo y, salvo por el nudo que tenía debajo de mi oreja izquierda —que era igual de áspero que un corbatín militar—, diría que había experimentado muy pocas molestias. En cuanto al tirón que recibió mi cuello al abrirse la trampilla resultó ser simplemente un correctivo al dislocamiento que me había producido el obeso caballero de la diligencia.

Por muy buenas razones, sin embargo, hice cuanto pude para recompensar a la muchedumbre todas sus molestias. Mis convulsiones, según dijeron, fueron extraordinarias. Mis espasmos, insuperables. El populacho pidió que lo repitieran. Varios caballeros se desmayaron y hubo que llevar a una multitud de damas a sus casas con ataques de histeria. Pinxit aprovechó la oportunidad para retocar, a partir de un boceto hecho allí mismo, su admirable pintura titulada Marsias desollado vivo.

Cuando hube ofrecido suficiente diversión, consideraron conveniente retirar mi cuerpo del patíbulo, sobre todo porque, mientras tanto, habían descubierto y apresado al verdadero reo, un hecho del cual, por desgracia, no me enteré.

Naturalmente, todas las simpatías se desplazaron hacia mí y, como nadie reclamó mi cuerpo, se ordenó que me sepultaran en una fosa común

Y allí fui depositado a su debido tiempo. El enterrador se marchó y me quedé solo. Un verso del Malcontent de Marston, «La muerte es un buen amigo y tiene la casa abierta», me vino a la mente en aquel momento como una mentira patente.

Sin embargo, hice saltar de golpe la tapa de mi ataúd y salí de él. El lugar era horriblemente lúgubre y húmedo y me sentí embargado de ennui.[27] Para entretenerme anduve a tientas entre los numerosos ataúdes colocados de pie en una ordenada fila. Los fui poniendo en el suelo, uno a uno, y, mientras abría las tapas, me sumí en especulaciones relativas a la naturaleza mortal de su interior.

—Este —monologué volcando un cadáver hinchado, abotagado y rotundo—, este ha sido sin duda un hombre infeliz en todos los sentidos de la palabra. Su terrible destino ha sido no el de andar, sino el de caminar como un pato, el de pasar por la vida no como un ser humano sino como un elefante, no como un hombre sino como un rinoceronte.

»Sus intentos de avanzar fueron meros abortos y sus vueltas, absolutos fracasos. Al dar un paso hacia delante su desgracia consistía en dar dos hacia la derecha y tres hacia la izquierda. Sus estudios quedaron limitados a la poesía de Crabbe. No ha podido entender la maravilla de una pirouette. Para él un pas de papillon ha sido un concepto abstracto. Nunca subió a la cumbre de una montaña. Nunca vio desde un campanario las glorias de una metrópoli. El calor ha sido su mortal enemigo. En los días de mayor bochorno su vida era terrible. Durante ellos soñó con llamas y asfixia, con montañas sobre montañas, con Pelión sobre Osa. Andaba corto de aliento, por resumirlo en una frase, andaba corto de aliento. Consideraba extravagante tocar instrumentos de viento. Era el inventor de los abanicos automáticos, de los tubos de ventilación, de los ventiladores. Patrocinó a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió miserablemente al intentar fumar un cigarro. El suyo fue un caso por el que siento un profundo interés, un destino con el cual simpatizo de forma sincera.

»Pero aquí —dije—, aquí —y, a rastras y con despecho, saqué de su receptáculo a una forma descarnada, alta y de apariencia peculiar, cuyo notable aspecto despertó en mí una sensación de desagradable familiaridad—, aquí hay un canalla que no merece ninguna conmiseración terrena.

Mientras yo continuaba hablando, y para ver con más claridad el objeto de mis palabras, apliqué el pulgar y el índice a su nariz, le obligué a quedarse sentado en el suelo y lo mantuve así, separado de mí por la distancia de mi brazo, mientras yo continuaba mi soliloquio.

—Que no merece —repetí— ninguna conmiseración terrena. ¿Quién cree que hay que compadecerse de una sombra? Además, ¿no ha tenido una participación plena en las bendiciones de la mortalidad? Fue el creador de los monumentos elevados, de las torres, de los pararrayos y de los álamos de Lombardía. Su tratado sobre Matices y sombras le ha hecho ganar la inmortalidad. Publicó con gran talento la última edición de Hacia el sur de los huesos. Ingresó pronto en la universidad y estudió neumática. Luego volvió a casa, y hablaba sin parar y tocaba la trompa. Apoyó las gaitas. El capitán Barclay, que luchaba contra el Tiempo, no quiso ir contra él. Ventolera y Todoaliento fueron sus escritores favoritos; su artista preferido, Puf. Murió gloriosamente inhalando gas: levique flatu corrupitur, como la fama pudicitiae de san Jerónimo.[28] Fue indudablemente...

—¿Cómo puede usted..., cómo puede usted? —interrumpió el objeto de mi animadversión jadeando y arrancándose con un esfuerzo desesperado el vendaje que tenía alrededor de sus mandíbulas—. ¿Cómo puede usted, señor Sinaliento, ser tan infernalmente cruel para apretarme de esa manera la nariz? ¿No vio usted cómo me habían amordazado? Debería usted conocer, si es que sabe algo, la gran cantidad de aliento de la que dispongo. Pero si no es así, siéntese y verá. En mi situación representa un gran alivio poder abrir la boca, poder desahogarme, poder comunicarme con una persona como usted, que no se cree llamado cada momento a interrumpir el hilo del discurso de un caballero. Las interrupciones son molestas e indudablemente deberían abolirse, ¿no le parece? No me replique, se lo ruego...; basta con que hable una sola persona... Yo acabaré pronto y entonces puede usted empezar a hacerlo... ¿Cómo diablos ha venido a parar a este lugar, señor? ¡Ni una palabra, se lo suplico! Yo llevo aquí ya algún tiempo, ¡qué terrible accidente!, habrá oído hablar de él, supongo. ¡Qué espantosa calamidad! Pasaba debajo de su ventana (no hará mucho) durante aquella época en que a usted le dio por el teatro, ¡qué horrible percance! Habrá oído la expresión «tomar aliento», ¿verdad? ¡Cállese, le digo! Pues ¡yo tomé el de alguna otra persona! Siempre me ha sobrado parte del mío. Me encontré con Chismoso a la vuelta de la esquina y no me dio ocasión de decir una palabra, ni siquiera pude meter una sílaba de canto. En consecuencia, sufrí un ataque de epilepsia. Chismoso se dio a la fuga. ¡Malditos imbéciles! Me dieron por muerto y me metieron en este lugar. ¡Vaya hatajo de idiotas!... He oído todo lo que ha dicho de mí. Cada palabra es una mentira... ¡Horrible, pasmosa, ultrajante, odiosa, incomprensible, etc., etc., etc.!

Resulta imposible concebir mi asombro ante un discurso tan inesperado o la alegría con la que fui convenciéndome gradualmente de que el aliento cogido tan afortunadamente por el caballero (a quien pronto reconocí como mi vecino Airedesobra) era, en realidad, la misma espiración que yo había extraviado durante la conversación con mi esposa. El tiempo, el lugar y la circunstancia no dejaban lugar a dudas. No obstante, no solté la probóscide del señor A., al menos no durante el largo rato en que el inventor de los álamos de Lombardía continuó concediéndome el favor de darme sus explicaciones.

A este respecto actué con esa prudencia habitual que ha sido siempre mi rasgo predominante. Consideré que en el camino de mi recuperación aún podría tropezar con muchas dificultades que solo un esfuerzo extremo por mi parte podría superar. Pensé que muchas personas son propensas a apreciar las cosas que poseen —por muy fútiles que les resulten o incluso molestas y penosas— en proporción directa a las ventajas que representarían para otras personas conseguirlas o a ellos mismos abandonarlas. ¿No podría ser ese el caso del señor Airedesobra? Si yo me mostraba ansioso por recuperar el aliento del que parecía tan dispuesto a desprenderse, ¿no podría exponerme yo a las exigencias de su avaricia? En este mundo hay granujas, recordé con un suspiro, que no tienen escrúpulos en aprovecharse incluso de su vecino de al lado y (esta observación es de Epicteto) es precisamente en los momentos en que los hombres se muestran más deseosos de descargarse del peso de sus propias calamidades, cuando se sienten menos dispuestos a aliviar las desgracias de otros.

Después de consideraciones como esta y reteniendo aún entre mis dedos la nariz del señor Airedesobra, pensé en dar una forma apropiada a mi réplica.

—¡Monstruo! —comencé en un tono de profunda indignación—. ¡Monstruo idiota de doble resuello! ¿Cómo es que , a quien por tus iniquidades se ha complacido el cielo en castigarte con una respiración doble, cómo te atreves a dirigirte a mí en el lenguaje familiar de un viejo conocido? ¡Que miento!, ¿eh?, y que me calle. ¿Acaso no es verdad? ¡Bonita conversación para mantener con un caballero de un solo aliento! Y todo ello, además, cuando resulta que está en mi mano aliviar la calamidad que está sufriendo tan merecidamente..., disminuir lo superfluo de tu desdichada respiración.

Al igual que Bruto, me detuve en espera de respuesta, con la cual me abrumó inmediatamente el señor Airedesobra como un tornado. Las protestas siguieron a las protestas, las disculpas a las disculpas. No hubo condiciones que él no estuviera dispuesto a cumplir y no hubo ninguna de la cual no sacara yo el mayor provecho.

Tras alcanzar un acuerdo con respecto a los preliminares, mi conocido me entregó la respiración y, a cambio de ella —tras haberla examinado cuidadosamente—, le entregué acto seguido un recibo.

Estoy seguro de que muchos me censurarán por hablar tan someramente de una transacción tan impalpable. Pensarán que yo debería haber entrado más minuciosamente en los detalles de un suceso en virtud del cual —y esto es muy cierto— podría iluminar considerablemente una rama sumamente interesante de la filosofía física.

Lamento no poder contestar a todo esto. Un leve indicio es la única respuesta que se me permite dar. Hay circunstancias..., pero me parece mucho más seguro, pensándolo bien, decir lo menos posible de un asunto delicado..., tan delicado, repito, y que a la vez afecta a los intereses de una tercera parte cuyo sulfuroso resentimiento no tengo el menor deseo de suscitar en estos momentos.

No nos llevó mucho tiempo, tras ese necesario acuerdo, llevar a cabo la huida de aquel calabozo que era el sepulcro. La fuerza combinada de nuestras resucitadas voces pronto fue lo bastante manifiesta. Tijeras, el director de un periódico whig,[29] reeditó un tratado sobre La naturaleza y origen de los ruidos subterráneos. A este le siguió una réplica, refutación y justificación en las columnas de una gaceta demócrata. No fue hasta la apertura del panteón para decidir la controversia cuando la aparición del señor Airedesobra y la mía probaron que ambas partes habían estado decididamente equivocadas.

No puedo concluir estos detalles de algunos singularísimos pasajes de una vida, que en todo momento ha sido bastante memorable, sin volver a llamar la atención del lector hacia los méritos de esa aleatoria filosofía que es un escudo seguro, capaz de protegernos contra esos dardos de calamidad que no pueden verse, sentirse ni comprenderse por completo. Dentro del espíritu de esa sabiduría, los antiguos hebreos creyeron que las puertas del Cielo se abrirían inevitablemente al pecador o al santo que, con buenos pulmones y plena confianza, vociferase la palabra «¡Amén!». Y con ese mismo espíritu, cuando una terrible peste hizo estragos en Atenas y se hubieron probado en vano todos los medios para alejarla, Epiménides, como relata Laercio en su segundo libro sobre ese filósofo, aconsejó la erección de un altar y un templo «al Dios apropiado».

 

LITTLETON BARRY

 

[Trad. de Carlos del Pozo]