El peligro radica en que nuestro poder para dañar o destruir el medio ambiente, o al prójimo, aumenta a mucha mayor velocidad que nuestra sabiduría en el uso de ese poder.
STEPHEN WILLIAM HAWKING
Durante centenares de miles de años, el hombre luchó para abrirse un lugar en la naturaleza. Por primera vez en la historia de nuestra especie, la situación se ha invertido y hoy es indispensable hacerle un lugar a la naturaleza en el mundo del hombre.
SANTIAGO KOVADLOFF
Se puede vivir dos meses sin comida y dos semanas sin agua, pero sólo se puede vivir unos minutos sin aire. La Tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos. El amor es la fuerza más grande del universo, y si en el planeta hay un caos medioambiental es también porque falta amor por él. Hay suficiente en el mundo para cubrir las necesidades de todos los hombres, pero no para satisfacer su codicia.
MAHATMA GANDHI
¡Qué triste! Somos la especie inteligente, la más evolucionada. Claro que evolución no siempre es sinónimo de observancia ética y moral por el entorno. Somos la especie que se ha erigido en superior con respecto a los otros seres vivos de la Tierra. Lo paradójico —de ahí lo de triste— es que no podemos preguntarles a esos compañeros de viaje a los que matamos, torturamos y utilizamos a conveniencia, si están conformes con ese «cargo» que autoostenta la humanidad, con el orgullo de la prepotencia y la soberbia del egoísmo.
Sí, triste. Triste porque si bien y por fortuna no todo el mundo es igual, a veces es doloroso pertenecer —no hay otro remedio, claro— a una especie que se llama Sapiens sapiens y que utiliza esa «sapiencia» en destruir, perjudicar, alterar...
Si pudiéramos introducir en la esfera de un reloj imaginario de 24 horas la historia de nuestro planeta, a los que sólo unos poco llamamos con respeto y cariño Madre Tierra, nos daríamos cuenta de que nuestra presencia aquí equivaldría tal vez a unos pocos segundos. No deja de ser irónico que siendo los últimos en aparecer en este mundo, seamos los primeros en destruirlo. Y con un agravante, sin respeto por los que estuvieron antes que nosotros y, con un segundo hecho no menos infausto, con muy poca consideración por los que vendrán después.
Tal vez, si nos parásemos a pensar que estamos bebiendo de la misma agua que sació la sed de nuestros antepasados, intentaríamos hacer lo posible para que quienes nos sucedan no se atraganten con ella. Quizá, si reflexionásemos en que seguimos labrando la misma tierra que quienes nos precedieron, seríamos capaces de asumir que aquello que hacemos hoy en la tierra, en los cultivos, en las granjas, en el planeta, también repercutirá en las generaciones siguientes.
A veces nos quedamos con el concepto sutil del pecado y obviamos al pecador, pasamos por alto la acción. Cometemos el error de enmarcar el pecado bajo el prisma de la intención negativa, del pensamiento malévolo de tal o cual persona, como si el pecado no fuera con nosotros, pero ¿acaso el pecado no es una falta?, ¿acaso no es pecado no pensar en los demás?, ¿acaso no es también pecado no honrar la memoria de quienes vinieron antes y fomentar el respeto por los que llegarán después? Sí, en efecto, ésas también son formas de pecar que estamos viendo exhibirse a diario con vergonzosa impunidad.
Al inicio de esta reflexión aludía a la tristeza, como manifestación emocional, al ver en qué estamos convirtiendo el mundo. Nosotros, la especie inteligente, la dominante, la evolucionada, está transformando el planeta en un lugar contaminado, sucio, maloliente, plagado de enfermedades, de alteraciones climáticas, de modificaciones irrespetuosas de la geografía y de devastaciones en los mares. ¡Valiente legado de un ser evolucionado!
Sí, es cierto, todavía quedan paraísos, pero ¿por qué tener que escoger entre uno acotado, cuando todo el mundo podría serlo? Hemos destrozado tanto el entorno, hemos perjudicado tan salvajemente los recursos naturales así como a las especies animales y vegetales, que ahora, en el siglo XXI, nos llenamos la boca con términos como «espacio protegido», «reserva animal», «reserva de la biosfera». Es decir, hemos destruido tanto que, al final, elevamos a los altares lo poco que nos queda. Bueno, tal vez sea un primer paso para enmendar el pecado ignominioso que supone la afrenta a la que hemos sometido a nuestra Tierra durante las últimas décadas, pero ¿no debería ser al revés?, ¿no sería más coherente que los espacios reducidos y protegidos de la humanidad lo fueran por ser una excepción de contaminación o peligrosidad y no por ser lo único que nos queda impoluto?
Hay otro aspecto grave en todo esto y es la ausencia de la honra, del respeto. Recordemos uno de los mandamientos de la Ley de Dios: «Honrarás a tu padre y a tu madre». ¿Acaso no es la Tierra la madre de la humanidad? ¿De verdad la estamos honrando? Sinceramente creo que no y por eso, uno de nuestros graves pecados actuales es la falta de respeto hacia el medio ambiente.
Es difícil que alguien se proponga cambiar el mundo en el que vive o incluso que asuma una responsabilidad para con el entorno si tiene la sensación de que no pasa nada. Por eso, ante la despreocupación, propongo atención y ocupación a partes iguales.
Atención para que, de una vez por todas, seamos conscientes de lo que pasa a nuestro alrededor. Atención para dejar de mirar hacia otro lado o hacer oídos sordos ante la gravedad. Y ocupación para preguntarnos qué podemos hacer y luego, ponernos manos a la obra para ejecutarlo. Considero que ya ha llegado el tiempo de pasar de ser el primate evolucionado que se habla al humano que se escucha a sí mismo y también a los demás, a los animales, a las plantas y al entorno con respeto y conciencia.
Durante siglos no hemos sido más que primates muy evolucionados con respecto a los otros parientes de la naturaleza, pero primates egoístas, a veces incluso más que los animales. Primates humanos que pensaban sólo en sí mismos y en obtener, al precio que fuera, los recursos para conseguir la felicidad. Las cosas deben cambiar. Tenemos una inteligencia y debemos usarla. Si no queremos dejar un mundo sucio, devastado y yermo, además de maloliente como herencia, debemos modificar el paradigma y saber que es loable ocuparnos de nuestra persona, de nuestros familiares y amigos, pero también del resto de los humanos y, junto a éstos, también de esos otros seres vivos con los que compartimos el mundo. Y para ello debemos imaginar nuestro mundo como una casa humana.
En nuestras viviendas compartimos espacio de forma respetuosa con el resto de las personas. Cada cual tiene su propio carácter e idiosincrasia y no por ello perturbamos a unos o a otros. Somos un equipo. Y un equipo es lo que deberíamos ser a la hora de cuidar a nuestra Madre Tierra y a lo que mora en su casa.
Pero teorizar no sirve de nada o es poco útil si no practicamos un deseo de enmienda. A veces decimos «Yo no puedo hacer nada», «No está en mi mano», «El mundo es un océano y yo soy una gota de agua en él». Es cierto, somos partículas de un gran todo, pero partículas al fin que conforman un global. Es verdad que tal vez una persona no puede parar la sobreexplotación de una tierra o la tala indiscriminada de los bosques amazónicos, pero sí podemos colaborar en pequeños gestos.
Por eso, en vez de generar pensamientos de excusa que sólo sirven para hacernos creer que el cambio no está en nuestras manos y que, al fin y al cabo, no somos responsables a escala mundial de lo que sucede, debemos cambiar el enfoque preguntándonos y reflexionando sobre nuestras acciones. Por eso deberíamos empezar por asumir quiénes somos y cuestionarnos asuntos como éstos:
• ¿Qué actitud tengo ante el cambio climático, la deforestación o la sobreexplotación del planeta?
• ¿Me preocupa de verdad la contaminación? ¿Y el reciclaje?
• ¿Utilizo siempre que puedo materiales sostenibles y biodegradables? ¿Puedo usar más?
• ¿Reciclo y separo mis desechos o puede más la comodidad y el «No tengo tiempo»?
• ¿Animo a los demás —sean amigos, familiares o compañeros de trabajo— a reciclar todo cuanto sea posible?
• ¿Cómo contribuyo a la contaminación del planeta? ¿Efectúo una conducción sostenible y adecuada?
• ¿Reduzco los consumos en casa, no sólo para ahorrar sino para menguar en lo posible el uso de recursos energéticos?
• ¿Intento, dentro de mis posibilidades, adquirir productos de comercio justo?
• ¿Me tomo la molestia de saber de dónde procede lo que como, las prendas que uso para vestir o los aparatos tecnológicos que hay en mi casa?
• ¿Intento decantarme por alimentos que sean de procedencia ecológica y natural?
• ¿Rechazo los productos en los que se ha sobreexplotado el campo, a sus trabajadores o a otros recursos?
Las anteriores no son sino una muestra de algunas de las preguntas —hay muchísimas más— que todos en algún momento deberíamos hacernos. A priori podemos pensar que es innecesario, que ya sabemos las respuestas. Creo que no, considero que al preguntarse uno se da cuenta de en qué está fallando y a un tiempo está comenzando a cambiar las cosas. Lo que venga después queda en la conciencia de cada uno.
Debemos asumirlo, nuestra tecnología no puede ni debe permitirse crear mundos de tres o cuatro velocidades. Debemos adaptar la globalización a un mundo de una única velocidad respetuosa con todos y con todo. Y en caso de que, al final, tras intentarlo por activa y por pasiva, lleguemos a la conclusión de que eso es imposible, debemos procurar que si hay dos velocidades, éstas sean lo más parejas posibles. Un ejemplo de ello: es un pecado desarrollar energías alternativas sólo con el fin de cubrir un expediente ecológico y no para vivir en un mundo ecológico. Y en este sentido, es un pecado no ser capaces de usarlas para alumbrar con ellas a las gentes de los desiertos o a las aldeas donde nunca habrá dinero para crear una central térmica.
Desde luego muchos cambios no son algo que se pueda lograr de un día para otro, puede que incluso sea un trabajo que dure generaciones, pero si nunca pensamos en ello, si nunca ponemos la primera piedra, jamás sucederá. Y recordemos la máxima: tan pecador es quien piensa y no actúa como quien al actuar lo hace de forma negativa.
Tenemos que comenzar a economizar y armonizar el uso de los recursos. No podemos cometer el pecado de edificar nuestra avanzada civilización del primer mundo a costa de destruir el tercero. Y debemos empezar los cambios comenzando por nosotros mismos.
Al cabo del día hacemos decenas de gestos y actividades que para nosotros son normales y que en otras latitudes son pura fantasía. Me refiero, por ejemplo, a algo tan sencillo y simple como abrir un grifo y servirnos un vaso de agua. ¿Cuántas veces hemos caído en la cuenta de que el agua está en casa y no en un lejano pozo? ¿Cuántas en que ese líquido tan vital sale limpio y más o menos puro y no lleno de bichitos, barro o contaminación? En Occidente nos quejamos de que el agua está fuerte, que tiene cal y a veces que sabe mal. Puede ser, pero ¿acaso no la podemos beber?, ¿acaso no la desperdiciamos?
La solidaridad pasa por respetar el medio ambiente, por controlar el gasto de recursos, es cierto, pero eso sólo lo hacemos cuando nuestro gobierno de turno nos dice que nos restringirá el agua porque hay sequía. En cambio, si el consumo hubiera sido efectivo y sostenible durante todos los días del año y por parte de todo el mundo, tal vez las restricciones serían mucho menores. Eso en lo tocante a nuestro mundo, pero ¿y el resto? ¿Pensamos en ellos? Sinceramente creo que no. Por eso y como una forma de comenzar a cambiar y a tomar conciencia de lo que hacemos, creo que durante un par de semanas —y nada más abrir el grifo por primera vez al día, ya sea para la higiene matinal, la ducha o para tomar el primer vaso de agua—, deberíamos pensar en cosas como éstas, cuya totalidad, como verá el lector, pueden servir para que nos enfrentemos a la realidad:
1. ¿Cuanta gente pasa sed en el mundo por no tener recursos hídricos?
2. ¿Cuántas veces he tirado un vaso de agua sin terminarlo?
3. ¿Cuántas personas recorren decenas de kilómetros para obtener agua?
4. ¿Cuántas veces he disfrutado del agua allí donde quería sin más preocupación que abrir un grifo o comprar un botella?
5. ¿Cuántas mujeres —porque ése suele ser su trabajo— del tercer mundo, después de caminar a pleno sol, regresan a sus casas deslomándose y cargando en sus espaldas agua sucia o semicontaminada para su familia?
6. ¿En algún momento de mi vida he pasado sed tras hacer un esfuerzo físico? ¿Durante cuánto rato?
7. ¿Cuántas personas tienen que hervir el agua antes de poder siquiera saciar su sed?
8. ¿Cuántas veces me he quejado de que el agua del grifo tenía mal sabor?
9. ¿Cuántas personas están obligadas a ingerir aguas de mala calidad, capaces de producir enfermedades y trastornos intestinales o erupciones en la piel?
10. ¿Cuántas veces me he podido permitir el lujo de beber agua con sabores o agua con gas?
11. ¿Cuántas personas no pueden acceder a una ducha diaria porque llevan a cabo su higiene en una charca o en un río de aguas negras?
12. ¿Cuántas veces me he dado el capricho de un baño de espuma o relajante llenando la bañera?
13. ¿Cuántas personas no pueden lavarse la ropa por carencia de agua?
14. ¿Cuántas lavadoras o lavavajillas en programa no ecológico he puesto últimamente?
No pretendo amargar a nadie con las preguntas anteriores. Sé que muchas personas responderán a algunas de esas cuestiones que ellos viven en el primer mundo y los otros en el tercero. Exacto, así es, pero eso no nos da derecho a abusar o a no tener conciencia de cuán ventajosa es nuestra vida en aspectos tan sencillos y en apariencia insignificantes como los citados. Insisto: tomar conciencia de lo que tenemos sirve para que lo valoremos, pero también para que sepamos lo mal que lo pasan otros. Hacernos esas preguntas durante dos semanas seguidas y pensar en las respuestas que les damos a ellas cambiará poco a poco nuestra vida y facilitará otra perspectiva de las cosas.
Por eso debemos modificar acciones y tomar conciencia. Iluminamos nuestra casa sin problemas con sólo pulsar un interruptor, nos relajamos en un mullido sofá y nos entretenemos viendo la tele o navegando por Internet. Salimos a comprar cuando tenemos hambre y nuestro supermercado o centro comercial nos regala opulencia en forma de miles y miles de productos procedentes de todos los lugares del mundo. No dependemos del clima, ni de las cosechas ni de si hemos podido cazar... Todo es fácil, relativamente fácil, pero no para todo el mundo.
En muchas escuelas del tercer mundo apenas hay una pizarra, y el bloc de notas suele ser el suelo sobre el que se dibuja o es una piedra. Los niños no siempre tienen lápices y mucho menos rotuladores o elementos con los que colorear sus dibujos. Y aquí, ¿qué tenemos aquí? No, no estoy diciendo que debamos hacer una regresión pero sí que compartamos, que pensemos y que antes de comprar tanto y de todos los modelos y las formas posibles, reflexionemos en quién no lo tiene y en los recursos que se han consumido para que nosotros podamos adquirir ese producto en un establecimiento. Recursos que quizá, casi seguro, muchas veces habrán perjudicado la vida de otros habitantes de este planeta al que llamamos Madre Tierra.
En el primer mundo disfrutamos de acogedores espacios decorados con pinturas que han surgido de complejos procesos químicos altamente contaminantes. Disponemos de muebles fabricados con derivados del petróleo, o con maderas de bosques que antes oxigenaban y permitían una biodiversidad ya desaparecida. Todo eso puede y debe cambiar. Si todos exigiéramos elementos decorativos no contaminantes y muebles fabricados de forma sostenible, en pocos años viviríamos en un mundo mejor. Pero hay más, mucho más en ese aspecto de pequeñas cosas que nos afectan a todos: el papel.
Me pregunto: ¿cómo es posible que viviendo en la era digital todavía sigamos recurriendo al consumo masivo de papel? Facturas, recibos, propaganda, catálogos, diarios... ¿Se puede cambiar eso? Por supuesto, es evidente que hay quien no puede pagarse una conexión a Internet o quien no dispone de un ordenador en casa. Pero quien lo tiene debería esforzarse por suprimir todas las facturas, recibos y documentos que recibe en formato de papel para solicitar a las entidades o personas que se los mandan que lo hagan en formato digital. Por fortuna, cada vez más empresas ya lo hacen. Aunque muchas, pese a que digan lo contrario, no ejecutan esas prácticas para cuidar el medio ambiente sino por el puro ahorro.
Paradójicamente, muchas de esas personas de nuestro mundo dicen que ese método de ahorro es sólo para los ricos o los acomodados, ya que son quienes pueden tener un ordenador y conexión a Internet. Digo que es paradójico porque muchas de esas personas sí pueden tomarse un café cada día en la cafetería que hay cerca de su casa. Es curioso, un mes tomando dicha bebida fuera de casa vale casi lo mismo que una conexión de Internet. Y todavía más: hay quien gasta a diario un promedio de 3 euros en tabaco, ¡90 euros al mes! Si dejara de fumar, ¡en cinco meses podría tener un ordenador! Pero ni unos dejan de fumar ni los otros de disfrutar de esa cervecita o café en el bar de la esquina o en el del trabajo. En definitiva, es un tema de actitud, de querer o no cambiar el mundo.
Y hablando de papel, el espacio del que dispongo para explicar, aunque sea de forma somera, las muchas formas que tenemos de pecar contra el mundo es limitado. Por eso quiero insistir en que los anteriores no son más que puntos de reflexión sobre esos pecados cotidianos que cometemos a diario contra la Madre Tierra y sus habitantes. Es evidente que hay pecados mucho mayores contra el planeta, como los que hacen las grandes multinacionales, como aquellas que, desde el primer mundo, testan los nuevos medicamentos en animales o extraen las bases de la química farmacológica de lugares sagrados y únicos como las selvas amazónicas, donde los médicos y los «medicamentos inteligentes» brillan por su ausencia, sencillamente porque las gentes de aquellos lares no pueden pagarlos.
Por eso, si de verdad queremos cambiar el mundo y contradecir a Albert Einstein cuando dijo «El mundo es un lugar peligroso. No por causa de los que hacen el mal, sino por aquellos que no hacen nada por evitarlo», debemos comenzar por lo que está más cerca: evitando contaminar, reduciendo el consumo en casa, reciclando nuestros desechos de forma adecuada, adquiriendo productos de consumo fabricados con procesos sostenibles, fomentando las buenas relaciones con el entorno natural, protegiendo a los animales, evitando comprar por capricho o por moda...
En conclusión, todos debemos hacernos una lista de aquello que podemos cambiar y que seguro repercutirá en el mundo del mañana. De lo contrario la máxima de Jacques Yves Cousteau, pronunciada durante su conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas, en 1992, «Las futuras generaciones no nos perdonarán por haber malgastado su última oportunidad y su última oportunidad es hoy», será una funesta realidad.