3

EL SÓTANO

Calcula cuál es la manera más rápida de entrar en casa: si abrir la puerta con llave o tocar el timbre. Podría llamar, probablemente su padre esté aún despierto. Pero piensa enseguida que en tal caso estará dibujando en el sótano y no oirá el timbre. Así que decide buscar la llave. Huelga decir que, a estas alturas, la tiene siempre preparada (como un revólver apuntando hacia el hueco de la cerradura), eso es lo habitual. Pero hoy el incidente de la tarjeta le ha trastocado ligeramente los hábitos y no le importa perder más segundos de la cuenta (al fin y al cabo ha llegado antes de lo que pensaba, porque la acumulación de pequeños gestos para ahorrar tiempo da sus frutos). Así pues, busca la llave en el interior del bolso, donde reina una insólita acumulación de objetos diversos, y abre la puerta. La casa está a oscuras, de lo que deduce que su padre duerme o está en el sótano, o quizá ambas cosas a la vez. La segunda opción es la correcta (lo sabe por el haz de luz que se escapa por la rendija de la puerta que da acceso a la escalera del sótano). Apenas sale de ahí últimamente: sólo cuando ella le visita «sube» a comer algo a la cocina. Pero abajo tiene una cafetera, un jamón, en fin, algunas provisiones para alimentarse e incluso para quedarse a vivir en el sótano, si eso es lo que quiere.

Llega a sus oídos una sílaba (su nombre), pronunciada con dureza:

—¿Nes? —Él se ha acercado al pie de la escalera para llamarla.

—¡Sí! —responde ella con un gruñido también monosilábico que combina a la perfección con el tono marcial que su padre acaba de utilizar. Es probable que se sienta irritado por la sorpresa: en alguna ocasión le ha reprochado que no llame al timbre. Y ella se acuerda siempre, antes de entrar, de que él prefiere que llame. Pero al final acaba por utilizar la llave.

¿No llama al timbre porque no sabe si su padre duerme y no desea despertarlo? No, si durmiera, no la oiría (está ligeramente sordo). ¿O quizá no llama porque no desea que, en caso de que esté en el sótano, suba corriendo, tropiece o resbale y se despeñe por la escalera? No, sabe que él no correría por la escalera. Es veloz, pero no es de los que corren; es impaciente e irritable con algunos tipos de lentitud, pero pertenece a una generación de hombres que no se dignaban a rebajarse corriendo. Además, no podría hacerlo (cojea ligeramente). No, la respuesta correcta no es ni la una ni la otra. La respuesta correcta es que ella es de todo punto incapaz de esperar a que su padre le abra la puerta. La respuesta correcta es que Agnès Bach es dolorosamente incapaz de esperar. No está hecha para conjugar ese verbo.

Por eso ha abierto con la llave, y ahora baja por la escalera mientras al mismo tiempo aprovecha para hacer inventario de las cosas que no ha podido comprarle a su padre porque no ha tenido tiempo, como, por ejemplo, un pijama nuevo. Pero él aparece en este instante, interrumpiendo su inventario mental. Con el pijama manchado de pintura y sin afeitar, lo encuentra muy desmejorado. Como cada vez que le visita.

—Tienes mala cara —le dice.

—Si lo que me reprochas es que aún no me haya afeitado, te recuerdo que es la una de la madrugada, lo haré sobre las siete.

—Tienes razón. —Nes intenta aparentar una actitud amable a la que no logra ni siquiera acercarse.

—No obstante, si lo que me reprochas es que no me cuido, en ese caso estás muy equivocada, ahora mismo me dirigía a la cama tras una dura jornada de dibujillos.

Siempre ha dibujado bien, o al menos con gran corrección, pero a él le gusta rebajar esta actividad para la cual está dotado sin desearlo, porque opina que sus dibujos no valen nada desde el punto de vista artístico, algo que Nes no ha tenido tiempo de detenerse a considerar.

—¿Por qué siempre que hablo crees que te estoy reprochando algo? —pregunta ella.

—Porque tus frases nunca dicen lo que dicen, sino algo distinto.

—Eso sólo me pasa contigo.

—Pues será así. Pero es.

Ella entra en el comedor, deja la bolsa y dice:

—Acabo de recordar que no te he comprado el pijama que quería comprarte, no he tenido un momento, pero la semana que viene te lo traigo seguro.

—¿Me reprochas que ande todo el día en pijama?

—He intentado que mi frase sonara lo más neutra posible, como una mera información que es... Te lo aseguro.

—Sí, pero lo que estás diciendo es que te gustaría que, por ejemplo, me vistiera por la mañana, que no pasara el día en el sótano dibujando, que saliera con lo que tú llamas «mis amigos», como si ignorases que mis amigos o están muertos o viven lejos... Me reprochas que no me pase de vez en cuando por uno de esos clubes de jubilados, que no haga amigos nuevos, siempre que se trate de amigos, claro está, no vaya a ser que se me ocurra liarme con una pájara como el abuelo. Me reprochas que no me apunte a excursiones de jubilados con mis supuestos nuevos amigos o que no salga por las tardes a jugar al dominó, como esos viejos que se tiran tres horas alrededor de la mesa de un bar, sin fumar ni beber, calentando la silla bajo la mirada asesina del propietario. Me reprochas que no me siente en un banco del parque ese de enfrente (porque si voy más lejos, te preocupas), a hablar con otros abuelos de nuestros respectivos achaques. Me reprochas que no me dedique a alguna actividad asociativa tras haberme puesto una camisita bien planchada por una asistenta que debería aguantar todo el día trasteando por casa y metiendo las narices en mis asuntos. Todo eso me reprochas, sí. Queda dicho.

Hace mucho que su padre no le lanzaba una filípica parecida, de modo que agradece el esfuerzo realizado respondiendo con la verdad:

—Sabes de sobra que no me disgustaría nada que hicieras alguna de las actividades que has mencionado.

—De pronto te has vuelto muy convencional.

—Se trata de tu... comodidad.

—Y de tu tranquilidad.

—Sí, claro, ¿acaso no valoras mi tranquilidad? Soy tu hija. —Lo dice y de inmediato se da cuenta de que está mintiendo, de que no se lo cree, y por un momento siente que él va a decirle: «No, no lo eres.» Tiene la impresión de que por fin confesará que lo sabe, que lo sabe todo. Pero no dice nada. Tras una pausa, vuelve a hablar.

—La valoro más de lo que crees. —La mira fijamente con sus ojos azules y acerados y dice—: Más de lo que crees.

—Bien, si tú lo dices, así debe de ser. —Nes hace un gesto con la mano como dando el asunto por zanjado. Pero él añade:

—Si no fuera porque respeto tu tranquilidad, otro gallo me cantaría.

—¿Es una amenaza?

Hoy está especialmente locuaz, de modo que ella aprovecha para sacar un tema que él nunca quiere tocar, y añade:

—Sabes perfectamente que desde lo del ictus...

—No me apetece hablar del ictus —la corta él—. Era un ictus fantasma. Un falso ictus. Y si lo que pretendes es encasquetarme a una mujer que me cuide o me acompañe, ya te lo dejé claro la última vez que lo hablamos: no quiero a nadie rondando por casa. Es mi última palabra sobre el tema.

—Lo entiendo: no quieres testigos de tus fechorías. Eso no ocurriría si llevaras una vida normal para tu edad, en ese caso no te daría ningún reparo tener a alguien en casa.

—¿Normal para mi edad? ¡Anda ya, no fastidies! Me voy a la cama.

Ella no responde. Está cansada. Ambos están cansados. Pese al cansancio, le gustaría tanto entrar de nuevo por esa puerta... Entrar de nuevo. Él no la llamaría («¿Nes?») en ese tono marcial y malhumorado y, aunque lo hiciera, ella no diría de inmediato: «Tienes mala cara» (lo diría más tarde). En su lugar, diría tan sólo: «Acabo de recordar que no te he podido comprar el pijama, no he tenido un momento libre.» Claro que quizá debería escoger otra frase donde no apareciera la palabra «pijama». ¿Se le ocurre alguna frase que no suene a reproche, para comenzar bien mañana? La verdad es que no. Todas las que le vienen a la mente suenan a reproche. Y, además, es cierto lo que él acaba de decir: tienen desacuerdos fundamentales, a ella no le gusta que salga sin compañía, a él no le gusta salir acompañado. A ella no le gusta que se aísle tanto, pero él, como de costumbre, nunca encuentra a nadie lo bastante «interesante» como para entablar ni una mínima conversación. Y, por fin, en efecto, a ella no le gustaría en absoluto que se liara con una «pájara», las cosas como son.

Se lo imagina en la recta final y no es ése el tramo adecuado para andar por ahí tonteando. Además, le preocupa el destino de la casa. Una boda a la edad de su padre sería inadmisible: lamenta pensar así, siempre ha creído que nunca pensaría de ese modo, pero esto es lo que hay.

Justamente en esto está pensando (ya se encuentra en la habitación) mientras deposita sus bolsas sobre la mesa de roble, en cuya superficie puede ver los familiares arañazos y huellas que, por asociación de ideas, siempre le recuerdan el regalo de la abuela Bach a su padre. Éste fue depositado en aquella misma superficie. No dejó huella alguna, pero Nes la ve de todas formas. Y ante esa misma mesa se juró a sí misma hace treinta años: «Nunca pensaré de ese modo», y hace veinte años renovó su juramento: «Nunca pensaré de ese modo.» Y hace diez. Pero ahora, en cambio, ha roto su promesa. Ahora piensa de ese modo, y lo hace con gran convicción: no quiere a una pájara en la vida de su padre. E inevitablemente, como siempre que piensa en ello, acaricia la superficie de la mesa, que nunca ha sido pintada ni barnizada y conserva la huella invisible de la historia que explicaba la abuela Bach, la madre de su padre, sobre la difícil relación con su propio padre, es decir, con el abuelo de Artur.

No sólo recuerda bien a Nora Bach, su abuela, cuando contaba la anécdota en cuestión, sino que siente sus efectos como un vapor que se desprende de las paredes de esta sala, y también cuando está lejos de aquí la anécdota la persigue. Sin embargo, era aún pequeña cuando murió la abuela. Pero da igual. La abuela tenía carácter, y las personas con carácter (bueno o malo, ése es otro cantar) sobreviven a través de los tiempos. O les sobrevive el carácter. O las historias que han contado. O las que se cuentan sobre ellos. Ahora, el carácter de la abuela pervive personificado en su padre, aunque ambos sean dos personas muy distintas. Pero procedamos a contar la historia que un día dejó una huella invisible sobre la mesa de roble.

El bisabuelo Bach, padre de Nora y pionero de la saga de médicos Bach, había abandonado a su mujer para irse con una pájara. La personalidad, bondad o estatus de la amante importaban poco (Nes sólo sabe que era la farmacéutica de la ciudad, que entonces no era más que un pueblo, y que el rasgo que destacaba en ella, según contaban quienes la conocían, era una especial elegancia al caminar), cualquier característica quedaba subsumida bajo el ornitológico apelativo; aunque en sí no dijera nada especialmente negativo acerca de la aludida, el estatus de «pájara» era el único que la familia le reconocía. Como la madre de la abuela Nora tenía fortuna propia, se llevó a los hijos, quizá por despecho, a vivir con ella y dejó al abuelo en esta casa. Al cabo de un tiempo, el padre de Nora pensó que era absurdo seguir viviendo solo en una casa tan grande y se llevó consigo a la Pájara. La ruptura con la mujer y las hijas, entre las cuales estaba Nora Bach (capitana de una colección de cuatro hermanas más pequeñas), fue radical. Pero un día de diciembre, la hermana mayor, presa de un arrebato navideño, decidió visitar a su padre con un regalo. Sus hermanas y ella llevaban tres años sin verle. Nora Bach, que tendría por entonces unos diez años, compró una caja gigante de caramelos de la Viuda Solano (su padre era fanático de esas pastillas de café con leche desde que había hecho la mili en Logroño), y convenció a sus hermanas pequeñas para que rompieran las huchas (aunque vivían en una gran casa y tenían patrimonio, el dinero en efectivo escaseaba y romper huchas era un acto traumático). Compraron un marco de plata y Nora introdujo en él una foto de ella con sus tres hermanas, una en la que estaban pulcramente colocadas por orden de estatura.

Llegaron a Can Bach con la foto en un marco y la caja de caramelos. El padre las recibió bien, «correcto, sin más», contaba la abuela Nora, y entonces la más pequeña de las hermanas hizo entrega de los regalos. Él abrió solamente el paquete donde se hallaba la fotografía, la miró y dio las gracias con cierta frialdad; en la mesa del jardín dejó sin abrir el otro paquete. Poco después salió la Pájara y recogió los regalos. «Un detalle feo», contaba Nora, porque ni siquiera desenvolvió la caja de caramelos. Sin embargo, sí las invitaron a una merienda opípara, «un detalle igualmente feo», contaba Nora, porque en comparación con la caja de caramelos la merienda fue excesiva y los dulces que la acompañaban dejaron el regalo en un nivel inferior. Entonces Nora quiso ir al baño, y aprovechó para inspeccionar la casa antes de irse. Se percató enseguida de que la Pájara no había colocado el retrato de las hijas enmarcadas en plata en la repisa de la chimenea, lugar privilegiado donde figuraban las fotografías «importantes» del abuelo. Dio una vuelta por la casa en busca de la foto, y finalmente la descubrió en la habitación de invitados, que más tarde sería la habitación de Nes y lo sigue siendo. Ahí estaba la fotografía junto a los caramelos, aún envueltos. Nora no esperó (¿esperar? ¡Era una Bach Rápida!) a saber si la ubicación de la foto era provisional, no pensó que acaso la Pájara la había dejado allí a la espera de buscarle un lugar más apropiado y más vistoso. De inmediato decidió llevársela. Pero oyó que la llamaban y bajó.

La merienda estaba dispuesta en el jardín, lo que tampoco gustó a Nora, pues aunque era un día muy soleado y una tarde excepcionalmente cálida, corría el mes de diciembre y la abuela habría preferido mil veces que encendieran la chimenea y las acogieran en el interior de la casa. Así que merendaron más bien de prisa y con el abrigo, y cuando ya se iban, Nora pidió de nuevo permiso para ir al baño y subió con el único fin de llevarse la fotografía. De paso, se llevó también los caramelos. Ocupados con el rito de la despedida, nadie se percató de que Nora llevaba la bolsa tan abultada como cuando había llegado. «Supongo que más tarde lo echarían de menos —contaba Nora a su nieta Nes—. ¡Pero nosotras ya nos estábamos zampando los caramelos a puñados!» Lo contaba siempre en un tono la mar de divertido, la anécdota le parecía tronchante. Y eso que nunca volvió a ver a su padre, ni ella ni sus hermanas, y, de hecho, nunca le visitaron de nuevo. En cambio, Nes visualiza con aflicción la imagen de las niñas Bach abriendo la caja de caramelos y masticándolos uno a uno hasta engullirlos todos. Y cuanto más aprende sobre el género humano a través de su trabajo (es psiquiatra), más terrorífica le parece la imagen. ¿Las hermanas pequeñas se habrían alegrado, pese a todo, de la recuperación de los caramelos? La abuela justificaba el robo alegando que, precisamente, lo había cometido por ellas. Que ella habría asumido el desprecio de su padre, pero lo que no pudo soportar es que se comportara así con sus hermanas pequeñas, que habían roto las huchas con tanta ilusión, con tanto candor... (Pero las hermanitas nunca habrían sabido dónde había sido depositada la fotografía si Nora no se lo hubiera contado.) Nora también decía: «¡Y fueron tan felices cuando al llegar a casa pudieron abrir la caja y zamparse todas las pastillas de café con leche...!»

Nes nunca tuvo claro el alcance del posible trauma que la imagen para ella de una tristeza infinita de las niñas comiendo caramelos había podido infligir en la vida adulta de las afectadas. Imposible saberlo: ni conoció a ninguna de las hermanas de la abuela, ni su padre ha contado nunca ni una sola anécdota de sus tías, ni se ha hablado apenas de ellas en la familia. (¿Tal vez eran Lentas? ¿Quizá fueron exterminadas? Nes lo ignora.)

Pero lo que sí sabe es que la Pájara, cuando murió el abuelo, quiso quedarse a vivir en la casa. Era moderna, ni siquiera tenía inconveniente en vivir, si se terciaba, con la ex mujer y las hijas. Pero la madre de Nora no era propensa a experimentos de ese tipo. «Seguro que de no haber sido por mamá, que se mantuvo firme, la Pájara se habría quedado con la casa», decía la abuela.

Probablemente a Nes la historia le sería indiferente (de joven siempre estaba a favor de la Pájara), de no ser porque en un momento dado de la historia entraba en juego la casa. Quizá por eso la Pájara, y por extensión cualquier tipo de ave femenina que pudiera entrar en esa casa de la mano de su dueño, ha quedado aureolada de un perfil espinoso: el riesgo de perder la casa, un riesgo que para ella resulta cada día más difícil de sobrellevar. En su imaginario, y aunque no alberga la menor intención de vivir en ella en el futuro, la casa es inviolable. Y esa inviolabilidad no se puede negociar, es incapaz de hacer con ella concesión alguna; si su padre se volviera loco de pronto y deseara venderla, Nes la compraría, se endeudaría hasta el tuétano, pero nunca se permitirá perderla, ni permitirá que se hagan cambios en ella, aunque a decir verdad no tiene ni idea de qué va a hacer con la propiedad en el futuro. Ningún móvil económico la impulsa: no es ambiciosa, y además la casa es una fuente inagotable de gastos; si un día es suya, como ha quedado siempre tácitamente establecido en la familia, sólo le reportará problemas, disgustos y dispendios. Además, Nes no tiene hijos, de modo que la idea de un posible egoísmo de cara a preservar el patrimonio para sus descendientes queda descartada. Se trata solamente de que la casa lo es todo, y cada día es más, o mejor dicho, cada día más lo es todo. La ciudad ha cambiado. Mucho. Apenas hay un solo cruce de calles que no haya sido transformado en rotonda, ni mercería que no haya sido reconvertida en franquicia de moda, ni bar que preserve las antiguas esencias. Nada. Pero por fortuna, cada cual en su casa hace lo que le da la gana mientras se lo pueda permitir, y eso es justamente lo que se ha hecho en Can Bach: nada. La casa se ha preservado en la medida de lo posible. No se sustituyeron los fregaderos de mármol de la cocina en el momento en que los de acero inoxidable resultaban tan tentadores y prácticos, cuando aún no se sospechaba que un fregadero de mármol llegaría a ser un tesoro preciado. No se ha reemplazado la mesa del jardín, de mosaicos perlados blancos, azules y grises, sino que se han sustituido, y no con mucho afán, los baldosines que se iban agrietando o desprendiendo. No se han tocado los árboles que se pudieron salvar cuando varios castaños del jardín fueron arrasados por una tormenta (aunque los de la parte delantera fueron sustituidos por liquidámbares, un árbol que a ella le gusta mucho y que ahora no cambiaría por ningún otro).

En conjunto, la casa es el territorio mágico que la une a su pasado, el único país que cohesiona las etapas de su vida. Nos queda bien claro, pues, que Nes no quiere pájara alguna en la vida de su padre. Es consciente de que ese deseo forma parte del ámbito de lo irracional, pero no le importa. Además, está convencida de que él ya ha disfrutado de sobra del apartado «mujeres». «No sólo estuvo casado durante siglos con la boba de mi madre, sino que, encima, se montaba tremendas juergas en los congresos», cuenta a menudo Nes a su hermana pequeña y a su amiga Anna. Está convencida de que con la pinta que su padre tenía de joven y con el ansia de «vivencias interesantes» que lo dominaba, sus escarceos fueron más que frecuentes. ¡Si es que además se lo han insinuado cientos de veces algunas colegas de profesión que tienen padres de la edad del suyo y que habían compartido viajes y congresos con él! De pronto se siente cansada y pone punto final a estos pensamientos; embargada por una ola de letargo se hunde en un sueño profundo, mecida por los aromas y los sonidos de una casa que un día fue alegre.

Por su parte, Artur, interrumpido por la llegada de su hija, se ha visto de pronto privado de inspiración y ha decidido acostarse cumpliendo sus amenazas. Antes, sin embargo, ha escondido la botella de whisky (que el día anterior había medio apurado mientras escuchaba a Wagner) porque no quiere tener bronca con su hija. Ignora si ella la ha detectado al llegar (estaba sobre el mármol de la cocina). Lo sabrá mañana por alguna de sus frases ambiguas que siempre pretenden decir lo que no dicen. Al día siguiente, baja de nuevo al sótano. A comienzos de la mañana es cuando se siente más inspirado. Una vez abajo, echa de menos la tenue luz que a esas horas entra por el ventanuco del sótano y, al observarlo, percibe que algo obstruye el paso de la luz. Sospecha que es un trozo de cornisa: últimamente, a causa de las asquerosas palomas, que todo lo ensucian y destrozan, se desprenden de vez en cuando fragmentos de cornisa. No hace ni quince días le pasó rozando un pedazo de escombro recién desprendido, y aunque no era muy grande, a continuación cayó otro de notables dimensiones. El hecho de que su hija esté en casa le impulsa a salir de inmediato a comprobar qué sucede. Si ella no estuviera aquí, no saldría, porque, francamente, recibir el impacto de un cascote en la cabeza no es algo que a estas alturas le preocupe en exceso, y si con algo de suerte lo fulmina, no puede imaginar un destino más afortunado.

Ahora bien, la idea de que su hija pueda salir al jardín y sufrir un accidente es harina de otro costal. Por otra parte, tampoco desea que ella lo encuentre tendido en el suelo por culpa de un cascote cuando justamente ha ido a vigilarlo y a cuidar de él, de modo que a mitad de la escalera se le ocurre (por la simple razón de que queda a su alcance en ese mismo momento), coger el primer casco que sobresale de la repisa y ponérselo. De esta guisa sale al exterior y comprueba que las dimensiones del cascote son importantes, una parte está entera y la otra se ha desmigajado, así que enfila la avenida de liquidámbares situada frente a la casa y se dirige hacia la puerta de entrada, junto a la cual está la caseta de las herramientas: entra en ella, agarra una escoba y regresa de nuevo hacia la casa. Una vez barridos los escombros, lanza una mirada atenta a la cornisa mientras considera la posibilidad de llamar al albañil un día de éstos. Devuelve la escoba a la caseta y enfila de nuevo la avenida para regresar a la casa, escuchando el crujido de las hojas secas de los liquidámbares bajo sus pies y pensando en que debería recordarle a su hija que se ande con cuidado bajo la cornisa.

Nes se ha despertado hace un rato. No sabe qué la ha despertado, algún ruido brusco en todo caso, y se dirige como un autómata hacia el baño, donde lo primero que hace es abrir el grifo de la bañera. Nunca tiene tiempo para bañarse, así que hoy es el día ideal para hacerlo. Calcula que, una vez que se haya cepillado los dientes, verificado las llamadas perdidas en el móvil, comprobado si tiene ropa interior preparada y un par de cosas más, la bañera ya estará llena. Pero realiza esas cuatro cosillas más de prisa de lo que había calculado, y la bañera aún no se ha llenado cuando, en su habitación, abre el armario para coger una toalla. Como las ve desordenadas, las vuelve a doblar una por una, algo que hace en un santiamén. Y una vez hecho esto, al cerrar la puerta del armario, se obliga a mirar por la ventana sólo por mirar: tiene ante ella la mejor perspectiva de la casa sobre la pequeña avenida de liquidámbares. Por el sonido del chorro de agua, sabe que la bañera ya está llena y corre hacia el baño. En la bañera, huelga decirlo, no se limita a bañarse: se quita el esmalte de las uñas, endereza un cuadrito con el dedo gordo del pie —el cuadrito estaba torcido y seco, ahora está mojado y recto— y finalmente, envía tres mensajes de móvil, uno de ellos a Eloy. Sale de la bañera con la piel intensamente enrojecida: el agua hervía pero no ha esperado a que se enfriara. De todos modos, hervirse en la bañera no constituye para ella ni una heroicidad ni una excepción: está acostumbrada a resistir temperaturas extremas porque nunca jamás ha sido capaz de esperar a que el agua se enfríe cuando sale hirviendo o a que se caliente si está demasiado fría. Lo mismo le sucede cuando le sirven una sopa ardiente o un helado duro como el hielo: parte de su notable resistencia a las condiciones adversas ha sido adquirida no de forma voluntaria, sino a causa de sus permanentes prisas.

Se dirige al armario para coger un jersey, y cuando cierra la puerta, de nuevo tiene ante ella la hermosa perspectiva de los liquidámbares entre los que ve caminar a su padre (¿de dónde viene?). Lleva el pijama puesto y un casco de rugby en la cabeza.

Está tentada de abrir la ventana y preguntarle qué está haciendo, adónde ha ido, de dónde viene. Pero abandona la idea. Se lo preguntará más tarde. Cuando baja a desayunar, él se encuentra en el sótano. Ella abre el frigorífico y constata que está casi vacío. Asoma la cabeza por la puerta que da a la escalera del sótano y exclama: «¡Voy a comprar algo de comer!» Un gruñido responde a su frase, parecido al que ella profirió ayer cuando replicó: «Soy yo.» Sale de casa con el firme propósito de acabar en paz el fin de semana. Sin tensiones. Suavemente.

A su regreso de la compra encuentra a su padre en la cocina. Mientras le va llenando la nevera, él opina:

—Has comprado demasiada comida.

—Lo que no entiendo es cómo puedes sobrevivir con la nevera cada vez más vacía.

—Últimamente como más bien poco. Ya sabes que es bueno para esto —dice señalándose vagamente el lóbulo temporal, cosa que desmiente lo que dijo ayer sobre el ictus fantasma. Nes sospecha que lo que va a preguntar a su padre a continuación quedará de inmediato asociado al gesto con que se ha señalado la cabeza, pero le lanza igualmente la pregunta; de todos modos, se la habría hecho antes si él no hubiera comentado «Has comprado demasiada comida».

—Oye... —dice—. ¿De dónde venías esta mañana?

—¿De dónde venía? No he salido de casa, no sé de qué me hablas.

—Ya —dice ella en un tono de desconfianza que él decide ignorar. Pero pregunta:

—¿Controlas mis idas y venidas?

—Hombre, pues ya que estoy aquí... —responde ella, y ahora no puede evitar un tono irritado.

—Pues has de saber que no me muevo de casa precisamente para que no te preocupes en exceso.

—Ya, pero si no es eso... Si precisamente te convendría salir a dar algún paseo... Acompañado, claro.

—¿Ya estamos con el dichoso tema otra vez?

Y se dirige al sótano murmurando sarcásticamente que pasear es lo único que le faltaba, y que qué demonios es eso de pasear, él que jamás ha paseado, él que jamás ha caminado sin objetivo preciso. ¡Pasear!, por favor, qué ridículo verbo. Y añade aún una pequeña puñalada final:

—Desde el día de La Caixa no me dejas en paz, ¿eh?

El día de La Caixa es el día del ictus fantasma, el día que sufrió el mareo (un amigo de Nes que trabaja en una agencia le ha dicho que las cajas de ahorros son uno de los lugares donde los abuelos pierden más a menudo el conocimiento). Al salir a la calle se dio cuenta de que no oía nada: había sufrido un ictus. La sordera le duró sólo unos minutos. Enseguida recobró el oído. Posteriormente, Nes se ha percatado de que tiene lagunas de memoria, pero él dice no darse cuenta de ello; lo que sí le ha llamado la atención poderosamente es que le han sucedido cosas extrañas relacionadas con el oído. Desde ese acontecimiento han pasado unos meses, a lo largo de los cuales se ha podido dar cuenta de que ya no tiene oído absoluto.

Nes percibe que su padre no sólo ha asumido este cambio con una cierta alegría, sino que hasta parece haber aumentado su entusiasmo por bajar al sótano a dibujar. Ahora resulta que se pasa ahí la vida. Siempre dice lo mismo: «Si un día me llamas y no me encuentras, no te preocupes: paso muchas horas en el sótano.»