Capítulo 1

 

El doctor Sheppard a la hora del desayuno

 

 

 

Mrs. Ferrars murió la noche del 16 al 17 de septiembre, un jueves. Me llamaron a las ocho de la mañana del viernes 17. Mi presencia no sirvió de nada. Hacía horas que había muerto.

Regresé a mi casa unos minutos después de las nueve. Entré y me entretuve adrede en el vestíbulo, colgando mi sombrero y el abrigo ligero que me había puesto como precaución por el fresco de las primeras horas de aquel día otoñal.

En honor a la verdad, diré que estaba muy inquieto y preocupado. No voy a pretender que preví entonces los acontecimientos de las semanas siguientes, pero mi instinto me avisaba de que se acercaban tiempos llenos de sobresaltos y sinsabores.

Del comedor, situado a la izquierda, llegó a mis oídos un leve ruido de tazas y platos, acompañado de la tos seca de mi hermana Caroline.

—¿Eres tú, James? —preguntó.

Pregunta absurda, ¿quién iba a ser? Para ser sincero, mi hermana Caroline era precisamente la que provocaba mi demora. El lema de la familia mangosta, según Rudyard Kipling, es: «Ve y entérate». Si Caroline necesitase algún día un escudo nobiliario, le sugeriría la idea de representar en él una mangosta rampante. Además, podría suprimir la primera parte del lema. Caroline lo descubre todo quedándose tranquilamente sentada en casa. ¡No sé cómo se las apaña, pero así es! Sospecho que las criadas y los proveedores constituyen su propio servicio de información. Cuando sale, no es con el fin de ir en busca de noticias, sino de divulgarlas. En este terreno también se muestra asombrosamente experta.

Esta última característica suya era lo que me hacía vacilar. Fuera lo que fuese lo que yo le contara a Caroline sobre la muerte de Mrs. Ferrars, lo sabría todo el mundo en el pueblo al cabo de hora y media. Mi profesión exige discreción y, en consecuencia, acostumbro a esconderle a mi hermana todas las noticias que puedo. Generalmente, logra enterarse a pesar de mis esfuerzos, pero tengo la satisfacción moral de saber que estoy al abrigo de toda posible reconvención.

El esposo de Mrs. Ferrars murió hace un año, y Caroline no ha dejado de asegurar, sin tener la menor base en que fundarse, que su mujer le envenenó. Desprecia mi invariable afirmación de que Mr. Ferrars murió de gastritis aguda, a lo que ayudó su excesiva afición a las bebidas alcohólicas. Convengo en que los síntomas de gastritis y de envenenamiento por arsénico tienen ciertas similitudes, pero Caroline basa su acusación en motivos muy distintos.

«¡Basta con mirarla!», oí que decía una vez.

Aunque algo madura, Mrs. Ferrars era una mujer muy atractiva y sus sencillos vestidos le sentaban muy bien. Sin embargo, muchísimas mujeres compran sus prendas en París y no por eso han envenenado a sus maridos.

Mientras vacilaba en el vestíbulo, pensando vagamente en todas esas cosas, la voz de Caroline sonó de nuevo, algo más aguda:

—¿Qué demonios haces ahí, James? ¿Por qué no vienes a desayunar?

—¡Ya voy, querida! —contesté apresuradamente—. Estoy colgando el abrigo.

—¡Has tenido tiempo de colgar una docena!

Tenía razón, muchísima razón. Entré en el comedor, le di a Caroline el acostumbrado beso en la mejilla y me senté ante un plato de huevos fritos con beicon. El beicon estaba frío.

—Te han llamado muy temprano —observó Caroline.

—Sí. De King’s Paddock. Mrs. Ferrars.

—Lo sé.

—¿Cómo lo sabes?

—Annie me lo ha dicho.

Annie es la doncella; buena chica, pero una charlatana incorregible.

Hubo una pausa. Continué comiéndome los huevos con beicon. A mi hermana le temblaba la punta de la nariz, que es larga y delgada, como ocurre siempre que algo le interesa o excita.

—¿Y bien?

—Mal asunto. Nada que hacer. Debió de morir mientras dormía.

—Lo sé —repitió mi hermana.

Esta vez me sentí contrariado.

—No puedes saberlo. Ni yo lo sabía antes de llegar allí y todavía no se lo he contado a nadie. Si Annie está enterada, debe de ser clarividente.

—No me lo ha dicho Annie, sino el lechero. Se lo ha explicado la cocinera de los Ferrars.

Ya he dicho antes que no es preciso que Caroline salga a buscar información. Se queda sentada en casa y las noticias vienen hasta ella.

—¿De qué ha muerto? ¿De un ataque cardíaco?

—¿Acaso no te lo ha dicho el lechero? —repliqué con sarcasmo.

Los sarcasmos no hacían mella en Caroline. Se los tomaba en serio y contestaba como si tal cosa.

—No lo sabía.

Como tarde o temprano Caroline acabaría por enterarse, tanto daba que se lo dijera.

—Ha muerto por haber ingerido una cantidad excesiva de veronal. Lo tomaba últimamente para combatir el insomnio. Debió de pasarse con la dosis.

—¡Qué tontería! —dijo Caroline de inmediato—. Lo hizo adrede. ¡A mí no me engañas!

Cuando tienes una sospecha, resulta extraño admitir que no la quieres confesar. El hecho de que otra persona la exprese en voz alta te impulsa a negarla con toda vehemencia.

—¡Ya vuelves a las andadas! Dices cualquier cosa sin ton ni son. ¿Por qué había de suicidarse? Viuda, joven todavía, rica y con buena salud, no tenía otra cosa que hacer sino disfrutar de la vida. ¡Lo que dices es absurdo!

—Nada de eso. Tú también tuviste que fijarte en el cambio que había sufrido estos últimos meses. Parecía atormentada, y acabas de admitir que no podía conciliar el sueño.

—¿Cuál es tu diagnóstico? —pregunté fríamente—. ¿Un amor desgraciado?

—Remordimientos —afirmó sin dudar.

¿Remordimientos?

—Sí. Nunca quisiste creerme cuando te decía que había envenenado a su marido. Ahora estoy más convencida que nunca.

—Lo que dices no es lógico. Seguro que, cuando una mujer tiene la suficiente sangre fría como para cometer un asesinato, después no se deja dominar por el débil sentimentalismo que suponen los remordimientos.

Caroline meneó la cabeza.

—Probablemente hay mujeres como las que tú dices, pero Mrs. Ferrars no era una de ellas. Era un manojo de nervios. Un impulso imposible de dominar la llevó a desembarazarse de su marido, porque era de esas personas incapaces de soportar el más mínimo sufrimiento, y no cabe duda de que la esposa de un hombre como Ashley Ferrars debió de sufrir mucho.

Asentí.

—Desde entonces vivió acosada por el recuerdo de lo que hizo. Me compadezco de ella aunque no quiera.

Creo que Caroline no sintió nunca compasión por Mrs. Ferrars mientras vivía, pero, ahora que se había ido (quizá allí donde no se llevan vestidos de París), estaba dispuesta a permitirse las suaves emociones de la piedad y de la comprensión.

Le dije con firmeza que sus sospechas eran una solemne tontería. Me mostré muy firme, aunque, en mi fuero interno, estaba de acuerdo con buena parte de lo que ella había expresado. Pero no podía admitir que Caroline hubiera llegado hasta la verdad por el sencillo método de adivinarla. No iba a alentarla. Recorrería el pueblo divulgando sus opiniones y todos pensarían que lo hacía basándose en datos médicos que yo le había proporcionado. La vida es agotadora.

—¡Tonterías! —dijo Caroline en respuesta a mis críticas—. Ya verás. Apuesto diez contra uno a que ha dejado una carta confesándolo todo.

—No dejó ninguna carta —repliqué tajante, sin pensar en las consecuencias.

—¡Ah! —exclamó Caroline—. De modo que has preguntado si había una carta, ¿verdad? Creo, James, que en el fondo piensas como yo. Eres un hipócrita.

—Siempre hay que tener en cuenta la posibilidad del suicidio —señalé.

—¿Habrá investigación judicial?

—Tal vez. Todo depende de mi informe. Si estoy plenamente convencido de que tomó la sobredosis por accidente, quizá no la haya.

—¿Lo estás? —preguntó mi hermana con astucia.

No contesté y me levanté de la mesa.