Capítulo 1

I

En su asiento del vagón de primera clase para fumadores, el juez Wargrave, retirado hacía poco de los tribunales, mordisqueaba su cigarro mientras leía con interés la sección política de The Times.

Dejó el periódico y miró por la ventanilla. En ese momento el tren atravesaba el condado de Somerset. Consultó su reloj: todavía quedaban dos horas de viaje.

Recordó entonces los artículos publicados en la prensa sobre la isla del Soldado. Versaban sobre un millonario norteamericano, loco por los yates, que había comprado esa pequeña isla frente a la costa de Devon y construido en ella una lujosa y moderna residencia. Por desgracia, la flamante tercera esposa del rico norteamericano no tenía aficiones marineras y, por ello, la isla, con su mansión, se había puesto a la venta. Se publicaron varios anuncios en los periódicos, y un buen día se supo que un tal señor Owen había adquirido la isla. Enseguida los cronistas de sociedad comenzaron a difundir rumores. En realidad, la señorita Gabrielle Turl, la famosa estrella de Hollywood, había comprado la isla del Soldado para descansar algunos meses alejada del público. Busy Bee insinuó con delicadeza que iba a ser la morada de la familia real. El señor Merryweather sabía de buena fuente que la habían comprado para disfrutar de una luna de miel. ¡Por fin, el joven lord L... se había rendido ante Cupido! Jonas afirmaba que la isla del Soldado la había adquirido el Almirantazgo británico para dedicarla a experimentos altamente secretos.

En resumen, la isla del Soldado era noticia.

El juez se sacó del bolsillo una carta. La letra era prácticamente ilegible, aunque algunas palabras destacaban con inesperada claridad.

Mi querido Lawrence: después de tantos años sin tener noticias tuyas... Tienes que venir a la isla del Soldado, un sitio verdaderamente encantador... tantas cosas para contarnos... de tiempos pasados... en comunión con la naturaleza... tostarse al sol... a las 12.40 en Paddington... esperarte en Oakbridge... [y su corresponsal firmaba con mucha floritura:]

Siempre tuya,

Constance Culmington

El juez Wargrave intentó recordar la fecha exacta de su último encuentro con lady Constance Culmington, unos siete, no, ocho años atrás. La dama se marchaba a Italia para tostarse al sol, establecer contacto con la naturaleza y con los campesinos. Más tarde oyó contar que se había trasladado a Siria con la intención de tostarse bajo un sol aún más ardiente y establecer contacto con la naturaleza y con los beduinos.

«Constance Culmington es una mujer capaz de comprarse una isla y rodearse de misterio», se dijo el magistrado. Aprobó satisfecho la lógica de su argumentación y, tras reclinar la cabeza, se dejó mecer por el movimiento del tren... hasta quedarse dormido.

II

Vera Claythorne, sentada en un vagón de tercera en compañía de cinco pasajeros, cerró los ojos con la cabeza recostada hacia atrás. ¡Qué calor más sofocante hacía dentro de aquel compartimento! ¡Qué bien se estaría a orillas del mar! Había tenido mucha suerte al conseguir aquel trabajo. Si se buscaba una ocupación para los meses de vacaciones, lo más habitual era encontrar un empleo de niñera. En cambio, las plazas de secretaria, en época estival, se ofertaban muy de tarde en tarde. Ni siquiera en la agencia de colocación le habían dado la más mínima esperanza.

Pero entonces llegó la carta.

La agencia de empleo Skilled Women, tras alabar sus méritos, me ha propuesto su nombre. Aseguran conocerla personalmente. Estoy dispuesta a pagarle los honorarios que usted solicita y cuento con que podrá incorporarse al puesto el 8 de agosto. Tome el tren de las 12.40 en Paddington dirección Oakbridge, donde alguien la esperará en la estación. Le adjunto cinco billetes de una libra para sus gastos de viaje.

Sinceramente suya,

Una Nancy Owen

En el membrete se consignaba la dirección del remitente: «Isla del Soldado, Sticklehaven (Devon)».

¡La isla del Soldado! ¡En la prensa no se hablaba de otra cosa! Todo tipo de habladurías y rumores interesantes, aunque, sin duda, la mayoría eran falsos. De todas formas, un millonario norteamericano había construido la casa y, al parecer, era realmente lujosa.

Vera Claythorne estaba agotada tras el último trimestre de clases.

«Ser maestra de párvulos en una escuela de segunda no es gran cosa... Si por lo menos pudiera encontrar empleo en una escuela decente —se dijo—. Aunque tendría que sentirme satisfecha —pensó con el corazón encogido—, en general, a nadie le gusta la gente con antecedentes penales, si bien es verdad que el juez de instrucción me absolvió de todos los cargos.»

Incluso la había felicitado por su entereza y serenidad, recordó. La investigación le fue muy favorable. También la señora Hamilton le manifestó su gran afecto. Solo Hugo..., pero ella no tenía que pensar en Hugo. 

De repente, a pesar del calor sofocante del compartimento, se estremeció y deseó no tener que dirigirse hacia el mar. En su mente se dibujaba un cuadro con gran nitidez: veía la cabeza de Cyril subir y bajar de la superficie del agua y dirigirse hacia las rocas. Aparecía y se sumergía mientras ella, una experta nadadora, iba tras él, avanzando entre las olas, demasiado consciente de que no llegaría a tiempo...

El mar, con su cálido color azul oscuro, las mañanas que pasaron tendidos sobre la arena. Hugo... Hugo, que le había dicho que la amaba...

No debía pensar más en él.

Abrió los ojos y miró desabridamente al pasajero sentado frente a ella, un hombretón de rostro bronceado, ojos claros y boca de expresión arrogante, casi cruel.

«Apostaría a que este hombre ha recorrido el mundo y ha visto cosas interesantes», pensó.

III

Philip Lombard juzgó con un simple vistazo a la joven sentada frente a él.

«Muy atractiva —se dijo—. Quizá con demasiado aspecto de institutriz.»

Una chica lista, dedujo, y muy capaz de defenderse, tanto en el amor como en la guerra. No estaría mal cortejarla.

Frunció el ceño. No. Tenía que dejarse de tonterías. Los negocios ante todo. Era preciso que mantuviera la mente concentrada en el trabajo.

Pero ¿de qué tipo de trabajo se trataba? El pequeño judío se había mostrado demasiado misterioso.

—¿Lo toma o lo deja, capitán Lombard?

—Cien guineas, ¿eh? —había contestado él pensativo.

Le había respondido con indiferencia, como si cien guineas carecieran de valor para él. ¡Cien guineas, ahora que estaba sin blanca! Sin embargo, adivinó que el pequeño judío no era un iluso; el problema con los judíos era precisamente que no se los podía engañar en cuestiones económicas. Parecían leer los pensamientos.

—¿No puede facilitarme más información? —le había preguntado con la misma indiferencia.

El señor Isaac Morris había sacudido con energía su cabecilla calva.

—No, capitán Lombard, lo lamento. Mi cliente sabe que usted tiene fama de salir de cualquier situación comprometida. Estoy autorizado a entregarle cien guineas y, a cambio, deberá ir a Sticklehaven, en Devon. La estación más próxima es Oakbridge; desde allí lo llevarán en automóvil hasta Sticklehaven, donde una embarcación lo transportará a la isla del Soldado. Al llegar, se pondrá inmediatamente a disposición de mi cliente.

—¿Por mucho tiempo? —le preguntó con brusquedad.

—Como mucho, una semana.

—Queda bien entendido que no haré nada... ilegal —comentó el capitán Lombard mientras se atusaba el bigote.

Al pronunciar esas palabras, Lombard lanzó una rápida mirada a su interlocutor. Una leve sonrisa afloró en los labios del señor Morris cuando este respondió con voz grave:

—Si se le pidiera que hiciera algo ilegal, tendría plena libertad para negarse.

¡Al cuerno con ese judío meloso! ¡Había sonreído! Como si supiera que en el pasado de Lombard la legalidad no había sido siempre una condición esencial.

Los labios de Lombard se entreabrieron en una sonrisa.

¡Por Júpiter! ¡Era cierto que en una o dos ocasiones había rozado la frontera de la legalidad, pero nunca lo habían atrapado! En realidad no se detenía ante nada...

No, no tenía reparos. Presentía que en la isla del Soldado iba a pasarlo bien.

IV

En el vagón de no fumadores, la señorita Emily Brent permanecía sentada muy erguida, según su costumbre. Tenía sesenta y cinco años y no toleraba ningún descuido. Su padre, coronel de la antigua escuela, siempre había sido muy exigente en cuanto al porte.

La generación actual era desvergonzadamente negligente en cuanto a las normas de conducta y en todo lo demás.

En aquel vagón de tercera clase, abarrotado de viajeros, la señorita Brent, envuelta en una aureola de pundonor y principios irrenunciables, pugnaba contra la incomodidad y el calor. ¡En esos tiempos, la gente exageraba hasta lo indecible cualquier nimiedad! Todos querían que los anestesiaran antes de dejarse arrancar una muela; tomaban somníferos si no podían dormir; exigían tumbonas y almohadones; las jóvenes descuidaban la silueta y exhibían sus cuerpos medio desnudos en las playas en verano.

La señorita Brent apretó los labios. Habría querido dar un escarmiento a algunas personas para que les sirviera de ejemplo.

Recordó las pasadas vacaciones. Este año sería diferente. La isla del Soldado... Mentalmente, releyó la carta que tantas veces había leído.

Querida señorita Brent:

Espero que se acuerde de mí. Hace algunos años pasamos juntas el mes de agosto en la pensión Bellhaven. ¡Y parecía que teníamos tantos gustos afines...!

En breve inauguraré mi propia pensión en una isla próxima a la costa de Devon. Creo que un lugar que ofrezca comida casera, regentado por una persona agradable y chapada a la antigua, puede tener mucho éxito. ¡Nada de andar con poca ropa ni de música alta a medianoche! Estaría encantada si pudiera venir a pasar las vacaciones de verano en la isla del Soldado, gratis, en calidad de invitada. ¿Le iría bien a principios de agosto? ¿Qué tal el día 8?

Sinceramente suya,

U. N. O.

¿Qué nombre era aquel? Resultaba difícil descifrar aquella firma. Impaciente, Emily Brent pensó: «Mucha gente tiene una firma indescifrable».

Intentó recordar a los huéspedes de Bellhaven, donde había pasado dos veranos seguidos. Había una encantadora mujer de mediana edad que se llamaba..., ¿cómo se llamaba? Señorita... Veamos, era hija de un canónigo, y después también se hospedaba una tal señora Olton... Ormen... No. Decididamente se llamaba Oliver. Sí, Oliver.

¡La isla del Soldado! Su nombre había aparecido con frecuencia en la prensa, donde se hacía referencia a una actriz de cine, ¿o se trataba de un millonario norteamericano?

Claro que una isla no solía ser muy cara, ya que no a todo el mundo le gustaban las islas. La idea de adquirir una les parecía muy romántica, hasta que, una vez instalados en ella, se daban cuenta de sus múltiples desventajas y estaban ansiosos por venderla.

«Sea como fuere, este año mis vacaciones no me costarán nada», pensó Emily Brent.

Como sus ingresos empezaban a escasear y debía bastantes dividendos, aquella invitación no podía rechazarse de buenas a primeras. Si al menos fuera capaz de recordar a la señora Oliver..., ¿o era la señorita Oliver?

V

El general Macarthur se asomó a la ventanilla de su compartimento. Estaban llegando a Exeter, donde haría transbordo. ¡Maldita sea! ¡Qué lentos eran esos trenes de líneas secundarias! ¡Y pensar que la isla del Soldado estaba tan cerca!

No tenía muy claro quién podría ser el tal Owen. Al parecer, era amigo de Spoof Leggard y de Johnny Dyer.

—Vendrán uno o dos de sus antiguos camarada, que estarán encantados de charlar con usted de los viejos tiempos.

Por supuesto que le gustaría charlar del pasado. Últimamente tenía la impresión de que sus amigos lo eludían. ¡Y todo a causa de ese condenado rumor! ¡Dios, resultaba tan duro! ¡Habían pasado más de treinta años! Armitage debía de haber hablado. ¡Maldito jovenzuelo! ¿Qué sabía aquel charlatán? ¡Oh, bueno!, y ¿por qué preocuparse ahora por todo aquello? Tenía demasiada imaginación; incluso había llegado a creer que los demás lo miraban de reojo.

Ardía en deseos de visitar aquella isla del Soldado que tanto espacio había ocupado en la prensa. Hasta puede que fuera cierto el rumor de que el Almirantazgo, la Oficina de Guerra o la fuerza aérea se habían adueñado del islote.

El joven Elmer Robson, el millonario norteamericano, había edificado en la isla. Y, a buen seguro, se habría gastado unos cuantos miles de libras esterlinas. Podía permitirse cualquier tipo de lujo.

¡Exeter! ¡Una hora de parada! Ya estaba harto de esperar. Lo único que deseaba era continuar.

VI

El doctor Armstrong conducía su Morris a través de la llanura de Salisbury. Estaba exhausto. Sin duda alguna, el éxito tiene un precio. Hubo un tiempo en que se pasaba el día sentado en su consultorio de la afamada Harley Street, correctamente ataviado, rodeado de los aparatos más modernos y los muebles más lujosos, mientras aguardaba en esos largos días de ocio absoluto el éxito o el fracaso de todos sus esfuerzos.

¡Pero ya había triunfado! ¡La suerte le había sonreído! La suerte, secundada por su saber, obviamente. Conocía su oficio a la perfección..., aunque eso no siempre bastara para triunfar. Había que contar también con la suerte. ¡Y la tuvo! Un diagnóstico acertado a dos damas de la alta sociedad, y la noticia corrió de boca en boca.

—Debéis probar con el doctor Armstrong, es bastante joven, pero muy inteligente. Pam había visitado durante años a toda clase de médicos, ¡y él descubrió su problema a la primera!

Así fue cómo empezó a rodar la bola de nieve.

En la actualidad, el doctor Armstrong estaba en la cumbre. Tenía todos los días ocupados. No disponía de un minuto para sí. Por ese motivo, esa mañana de agosto disfrutaba al dejar Londres para pasar algunos días en una isla situada frente a la costa de Devon.

No se trataba exactamente de unas vacaciones. La carta que había recibido estaba redactada en términos muy vagos, pero el cheque que la acompañaba no tenía nada de vago. ¡Unos honorarios fabulosos! Los Owen debían de nadar en la abundancia. Al parecer, al marido le preocupaba la salud de su esposa y quería que le hiciera un reconocimiento sin alarmarla. Ella se negaba en redondo a que la visitara un médico. Los nervios...

¡Los nervios! El médico arqueó las cejas. ¡Las mujeres y los nervios! Pero, al fin y al cabo, eso era bueno para su negocio. La mitad de las mujeres que lo consultaban no sufrían más enfermedad que el aburrimiento. Pero no le agradecerían que fuera sincero con ellas. Y siempre se podría achacar a otras causas.

«Un ligero trastorno debido a... (aquí una palabra científica larga y complicada). Nada importante, pero es preciso ponerle remedio. Un tratamiento muy sencillo.»

Por lo general, en medicina la fe tenía poderes curativos. Y él se daba buena maña; inspiraba confianza en sus pacientes.

Por fortuna, consiguió salir adelante después de aquel asunto de hacía diez, no, quince años. ¡Se había salvado por los pelos! Estaba autodestruyéndose. La desgracia lo hizo reaccionar. Dejó de beber. Por Júpiter, que estuvo en un tris de...

Con un estridente toque de claxon, un Super Sports Dalmain lo adelantó a una velocidad de ciento treinta kilómetros por hora. El doctor Armstrong estuvo a punto de acabar en la cuneta. Sin duda, se trataba de uno de esos jóvenes chiflados que se creían dueños de la carretera. No los soportaba. Había estado a punto de provocar un accidente. Maldito idiota...

VII

Anthony Marston pasó como una exhalación por el pueblecito de Mere.

«Es espantoso el número de coches que congestionan las carreteras. Siempre hay alguno que te bloquea el paso. ¡Y circulan por el centro de la calzada! Es desesperante conducir en Inglaterra. No como en Francia, donde sí que se puede correr», se dijo.

¿Sería mejor detenerse y tomarse una copa, o proseguir el viaje? Iba bien de tiempo y solo le faltaba otro centenar de kilómetros para llegar a su destino. Pediría una ginebra y una cerveza de jengibre. ¡Qué calor tan sofocante!

Si persistía el buen tiempo, sin duda se divertiría en aquella isla. Se preguntaba quiénes eran los Owen. Quizá, unos nuevos ricos. Badger tenía un olfato especial para relacionarse con gente de esa calaña. Claro que el pobre no tenía más alternativa, porque no tenía un duro...

¡Con tal de que tuvieran una bodega bien surtida! Nunca se sabía con esos ricos de reciente adquisición, que no habían nacido con dinero. Lástima que la historia de que Gabrielle Turl había comprado la isla no fuera cierta. ¡Le habría gustado codearse con los amigos de la actriz!

Aunque quizá hubiera algunas jóvenes en la isla del Soldado.

Salió del hotel, estiró las piernas y los brazos, bostezó, contempló el cielo azul y subió de nuevo a su Dalmain.

Algunas chicas repararon en él. Su metro ochenta de estatura, sus cabellos rizados, su tez bronceada y sus ojos de un azul intenso suscitaban admiración.

Soltó el embrague y, con un rugido del motor, el auto trepó de un brinco por la estrecha calleja. Unos cuantos ancianos y chicos de los recados se apartaron a su paso por precaución. Estos últimos contemplaron el vehículo fascinados.

Anthony Marston prosiguió su marcha triunfal.

VIII

El señor Blore viajaba en el lento tren procedente de Plymouth. En su compartimento solo se encontraba otra persona: un viejo marino de ojos vidriosos que en aquellos momentos se hallaba completamente dormido.

El señor Blore se dedicaba a escribir con esmero en una libreta pequeña.

—La lista está completa —murmuró en voz baja—: Emily Brent, Vera Claythorne, el doctor Armstrong, Anthony Marston, el juez Wargrave, Philip Lombard, el general Macarthur (Miembro de la Orden de San Miguel y San Jorge) y los criados: el señor Rogers y su esposa.

Cerró el cuaderno, lo guardó en el bolsillo y echó una mirada a su compañero de viaje.

«Se ha tomado una copa de más», diagnosticó con acierto.

Repasó mentalmente y con sumo detenimiento cada uno de los puntos.

«El trabajo carece de complicaciones —pensó—. No veo en qué puedo equivocarme. Confío en que mi aspecto no defraude.»

Se levantó, se acercó al espejo del compartimento y se observó con cierto nerviosismo. El rostro poco expresivo tenía un aire militar. Llevaba bigote y tenía los ojos grises demasiado juntos.

«Podría pasar por un comandante —observó el señor Blore—. ¡Ah, no! ¡Me olvidaba del viejo general! No tardaría en desenmascararme. ¡Sudáfrica...! —siguió con su monólogo interior—. ¡Esa es mi coartada! Ninguna de esas personas ha estado en Sudáfrica y, como acabo de leer estos folletos de viaje, podré hablar del país con conocimiento de causa.»

Afortunadamente, en las colonias podían hallarse todo tipo de personas. Si se presentaba como un hombre acaudalado de Sudáfrica, el señor Blore presentía que sería aceptado en la alta sociedad de cualquier país.

La isla del Soldado. Recordaba haber estado allí en su infancia. Un peñasco nauseabundo, frecuentado por las gaviotas, a una milla de la costa.

¡Curiosa idea la de construir allí una mansión! Cuando hacía mal tiempo era un lugar horrible. ¡Pero los millonarios eran tan caprichosos!

Su compañero de viaje se despertó.

—En el mar no puede preverse nada —dijo el viejo.

—Exacto. Nunca se sabe qué nos espera —replicó el señor Blore conciliador.

—Se acerca una tormenta —prosiguió el anciano con una voz lastimera interrumpida por el hipo.

—No, no, amigo —respondió el señor Blore—. Hace un tiempo espléndido.

—Le digo que se avecina tormenta. —El viejo se enfadó—. La huelo.

—Quizá tenga razón —dijo el señor Blore con un ademán apaciguador.

El tren se detuvo en la estación y el anciano se levantó tambaleándose.

—Yo me bajo aquí.

Sacudió la manija de la puerta del compartimento. El señor Blore acudió en su ayuda.

El hombre se demoró en el estribo. Alzó una mano con gesto solemne y entornó sus ojos legañosos.

—¡Velad y orad! —exclamó—. ¡Velad y orad! ¡El día del Juicio Final se acerca!

Tropezó y se cayó en el andén. Desde el suelo, miró al señor Blore.

—Le hablo a usted, joven —le dijo muy digno—. El día del Juicio Final se acerca.

Hundido en su asiento, el señor Blore pensó: «Ese está más cerca que yo del día del Juicio Final».

No obstante, la apreciación del señor Blore era del todo incorrecta.