Capítulo tercero
En el prado
Un fuerte silbido despertó a Heidi por la mañana temprano y, cuando abrió los ojos, percibió un fulgor dorado que entraba por el agujero y caía sobre su lecho y sobre el heno que había al lado, así que por todas partes había un brillo dorado. Heidi miró asombrada a su alrededor sin saber dónde estaba. Pero entonces oyó fuera la profunda voz del abuelo y lo recordó todo, de dónde había venido y que ahora estaba en los Alpes en casa del abuelo, y no con la vieja Ursel, que ya casi no oía y que se pasaba la mayor parte del tiempo helada de frío, de manera que siempre se sentaba junto al fuego del hogar o, si no pegada a ella, al menos muy cerca de la estufa del cuarto en el que Heidi no tenía más remedio que quedarse para que la anciana pudiera ver dónde estaba, porque apenas podía oírla. A Heidi, de vez en cuando, todo aquello le resultaba un poco agobiante, y habría preferido salir corriendo. Así que se sintió muy feliz al despertarse en su nueva casa y recordar todas las cosas nuevas que había visto el día anterior y pensar en todo lo que podría ver ese mismo día, sobre todo a Blanquita y a Pardita. Heidi se apresuró a levantarse de la cama y, a los pocos minutos, ya había vuelto a ponerse lo mismo que llevaba el día anterior, que era muy poco. Luego bajó por la escalera y salió de la cabaña. Allí estaba ya Pedro el cabrero con su rebaño y, justo en ese momento, el abuelo estaba sacando del establo a Blanquita y a Pardita, que se unieron al grupo. Heidi fue corriendo hasta allí para darles los buenos días a las cabras.
—¿Quieres ir a los pastos altos? —preguntó el abuelo. A Heidi le pareció muy bien y empezó a dar brincos loca de contento.
—Pero primero hay que lavarse y asearse, de lo contrario el sol se reirá de ti cuando él brille tan precioso allá en lo alto y vea que tú estás toda negra; mira, eso es para ti.
El abuelo señaló en dirección a una tina llena de agua que estaba al sol, delante de la puerta. Heidi se metió en ella de un salto y se frotó y se restregó hasta que estuvo bien reluciente. Entretanto, el abuelo entró en la cabaña y le dijo a Pedro:
—¡Ven aquí, general cabrero, y tráete el zurrón!
Asombrado, Pedro obedeció la llamada y le tendió el saquito, en el que llevaba su frugal almuerzo.
—¡Ábrelo! —le ordenó el abuelo, que metió en él un gran pedazo de pan y un pedazo de queso de igual tamaño. Asombrado, Pedro puso unos ojos como platos, porque los dos pedazos eran el doble de grandes que los que él llevaba para su propio almuerzo.
—Bueno, y ahora también el cuenquecito —continuó diciendo el abuelo—, porque la niña no puede beber como tú, directamente de las cabras, ella no sabe hacerlo. Así que a mediodía le ordeñas dos cuenquecitos llenos, porque la niña se irá y se quedará contigo hasta que vuelvas a bajar; cuídate de que no se despeñe por las rocas, ¿me oyes?
En ese momento Heidi llegó corriendo.
—¿Ahora el sol ya no se reirá de mí, abuelo? —preguntó muy diligente.
Con el miedo que le había entrado por lo del sol se había frotado tanto la cara, el cuello y los brazos con un paño muy basto que el abuelo había colgado junto a la tina del agua, de manera que se plantó ante él roja como un tomate.
—No, ahora no tendrá nada de lo que reírse —afirmó el abuelo—. Pero ¿sabes? Por la noche, cuando vuelvas a casa, métete entera en la tina, como un pez; porque cuando anda uno como las cabras se le ponen los pies negros. Ahora podéis marcharos.
Así que empezaron a subir a los pastos muy contentos. Por la noche, el viento se había llevado hasta la última nubecita; todo el cielo tenía un color azul oscuro y en medio el sol lucía y brillaba sobre los verdes prados, y todas las florecitas azules y amarillas abrían sus cálices y, alegres, dirigían su mirada hacia él. Heidi corría de un lado para otro y gritaba loca de contento, porque había montoncitos enteros de primaveras, uno al lado del otro, y más allá todo tenía el tono azul de las lindas gencianas, y por doquier las doradas jaras de tiernas hojas sonreían y le hacían reverencias. Encantada con todas aquellas radiantes flores que le hacían señas, Heidi se olvidó de las cabras e incluso de Pedro. Avanzaba trechos enteros y luego se hacía a un lado, porque por aquí todo brillaba de rojo y por allí todo de amarillo, y en todas partes había algo que la atraía. Y por todas partes Heidi iba cortando un manojito de flores y se las metía en el delantal, porque quería llevárselas todas a casa y meterlas entre el heno en su cuarto para que en él todo pareciera como allí arriba. Así que ese día Pedro tuvo que andar mirando en todas direcciones, y sus ojos, redondos como bolas, que no se movían demasiado rápido, tuvieron más trabajo del que Pedro era capaz de dominar, porque las cabras hacían lo mismo que Heidi, también corrían de un lado para otro, y él tenía que silbar y que llamarlas chasqueando la vara para volver a reunir a las que se habían dispersado.
—Pero ¿dónde te has metido otra vez, Heidi? —gritó en ese momento con voz un tanto furiosa.
—Aquí —respondieron desde algún lugar.
Pedro no podía ver a nadie, porque Heidi estaba en el suelo detrás de una pequeña colina plagada de fragantes ciruelas pasas; todo el aire a su alrededor estaba inundado de un aroma tan delicioso como Heidi no lo había olido jamás. Se sentó entre las flores para respirar hasta el fondo aquel aroma.
—Sígueme —volvió a gritarle Pedro—. No puedes despeñarte por las rocas, el abuelo lo ha prohibido.
—¿Dónde están las rocas? —preguntó Heidi a modo de respuesta, pero sin moverse del sitio, porque a la niña aquel dulce aroma le resultaba más agradable con cada ráfaga de viento.
—Allí arriba, muy arriba, aún nos queda mucho, así que ¡ven ahora mismo! Y arriba del todo está esa vieja rapaz, y ya está graznando.
Las palabras surtieron efecto. Heidi se levantó de inmediato y echó a correr hacia Pedro con el delantal lleno de flores.
—Ya tienes bastantes —dijo éste cuando volvían ya a subir los dos juntos—, si coges más, irás parándote siempre y si las coges todas, mañana ya no tendrás más.
Heidi entendió este último razonamiento y, además, tenía ya el delantal tan lleno que no habrían cabido muchas más y, al día siguiente, seguirían allí. Así que continuó andando con Pedro y las cabras también iban ahora más ordenadas, porque ya de lejos olfateaban las buenas hierbas de los altos pastos y hacia ellas se dirigían sin pararse. El prado, en el que Pedro solía detenerse con las cabras y plantar su cuartel para pasar el día, estaba al pie de las altas montañas que, cubiertas primero de matorrales y abetos, acababan elevándose hacia el cielo absolutamente peladas y yermas. Por un lado de los pastos había unos precipicios muy altos, y el abuelo tenía razón al advertirle. Una vez llegados a ese punto, Pedro se quitó el zurrón y lo dejó con cuidado en un pequeño hoyo que había en el suelo, porque a veces las ráfagas de viento eran muy fuertes, y Pedro lo sabía y no quería ver sus preciadas posesiones rodando montaña abajo; luego se tumbó todo lo largo que era sobre el soleado suelo del prado, porque tenía que recobrarse del esfuerzo de la subida.
Entretanto Heidi se había quitado el delantalito y lo había enrollado bien con las flores dentro y, como si fuera un saco de provisiones, lo había dejado en el hoyo; luego se sentó al lado de Pedro y miró a su alrededor. El valle estaba a sus pies, muy lejos, en medio del resplandor de la mañana; ante sí, Heidi veía alzarse hacia el cielo azul oscuro un campo de nieve, grande y extenso, a su izquierda había un enorme macizo de rocas, y a cada lado se alzaba hacia el azul del cielo un inmenso torreón rocoso, pelado y recortado, y los dos, desde allá en lo alto, miraban muy serios a Heidi. La niña estaba allí quietecita, mirando con atención; por todas partes había un silencio enorme y profundo, sólo el viento rozaba muy suave y quedo los delgados tallos de las azules campanillas y de las brillantes y doradas jaras que había por doquier y que, contentas, los movían sin parar de un lado a otro. Pedro se había quedado dormido de tanto esfuerzo y las cabras trepaban por entre los arbustos. Heidi estaba tan feliz como no lo había estado jamás en su vida. Se llenaba de la dorada luz del sol, del aire fresco, del tierno aroma de las flores y no deseaba otra cosa que quedarse allí para siempre. Así pasó un buen rato, y contempló con tanta atención los altos macizos que tenía enfrente que le parecía como si todos tuvieran rostros y la estuvieran mirando a ella cual viejos conocidos.
Entonces Heidi oyó por encima de su cabeza unos gritos y unos graznidos muy fuertes y agudos y, al levantar la vista, vio volando un pájaro enorme, como no lo había visto jamás en su vida, con las alas bien extendidas en el aire, que regresaba una y otra vez haciendo amplios círculos y graznando bien alto y bien fuerte sobre la cabeza de Heidi.
—¡Pedro! ¡Pedro! ¡Despierta! —gritó Heidi—. Mira, ¡la rapaz está aquí! ¡Mira! ¡Mira!
Al oír la llamada, Pedro se levantó y, al igual que Heidi, siguió con la vista al pájaro que ahora se elevaba más y más en el azul del cielo y que, al final, acabó desapareciendo por encima de las rocas grises.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Heidi, que había seguido al pájaro con mucha atención.
—A casa, al nido —fue la respuesta de Pedro.
—¿Es que vive allí arriba? ¡Qué bonito allí, tan arriba! ¿Y por qué grita tanto? —siguió preguntando Heidi.
—Porque tiene que hacerlo —le dijo Pedro.
—Subamos hasta allí para ver dónde vive —propuso Heidi.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —saltó Pedro, pronunciando cada exclamación con mayor desagrado—. ¡Si hasta allí no llegan ni las cabras, y el abuelo ha dicho que no puedes despeñarte por las rocas!
Entonces, de repente, Pedro empezó a dar unos silbidos y unos gritos tan fuertes que Heidi no sabía qué era lo que iba a pasar, pero las cabras debían de entender los sonidos, porque fueron bajando una tras otra y al momento todo el rebaño estuvo reunido en la verde ladera, unas triscando las sabrosas pajas, otras brincando de un lado para otro, y otras golpeándose un poco con los cuernos para pasar el rato. Heidi se había puesto de pie y corría dando vueltas por entre las cabras, porque para ella era algo nuevo, indescriptiblemente placentero, ver cómo los animales saltaban unos con otros para divertirse, y ella iba saltando de una a otra para conocerlas personalmente, porque para ella cada una era diferente, con sus propias maneras. Entretanto Pedro había cogido el zurrón y había colocado en el suelo los cuatro pedazos de queso que había en él, los grandes en el lado de Heidi y los pequeños en el suyo, pues sabía muy bien cómo habían llegado hasta allí. Luego cogió el cuenquecito y ordeñó en él la buena leche fresca de Blanquita y lo colocó en medio del cuadrado. Después llamó a Heidi para que se acercara, pero tuvo que llamarla más que a las cabras, porque la niña estaba tan entretenida y tan feliz con los brincos y los divertimentos tan variopintos de sus nuevas compañeras de juego que no veía ni oía otra cosa que a éstas. Pero Pedro supo hacerse entender y no paró de llamarla hasta que el sonido retumbó en las rocas; y entonces apareció Heidi, y la mesa puesta tenía un aspecto tan apetecible que empezó a dar saltos a su alrededor de pura satisfacción.
—Deja ya de brincar, es hora de comer —dijo Pedro—, siéntate y empieza.
Heidi se sentó.
—¿Es mía esta leche? —preguntó mientras contemplaba otra vez toda contenta el hermoso cuadrado con un punto en el centro.
—Sí —contestó Pedro—, y los dos pedazos grandes de comida también son tuyos, y cuando te lo hayas bebido todo, te daré además otro cuenquecito de Blanquita y luego me tocará a mí.
—¿Y cuál te da a ti la leche? —quiso saber Heidi.
—Mi cabra, la Caracola. Empieza a comer —volvió a decirle Pedro.
Heidi empezó por la leche y, tan pronto como dejó el cuenquecito vacío, Pedro se levantó y le trajo otro. Para tomársela Heidi partió un pedazo del pan, y el resto, que seguía siendo aún mayor que el de Pedro, que ya había acabado prácticamente con sus provisiones, se lo dio a éste junto con todo el trozo de queso y le dijo:
—Toma, yo ya tengo bastante.
Pedro miró a Heidi mudo de asombro, porque jamás en su vida habría podido decir algo así, y tampoco dar nada a nadie. Dudó un poco, porque no podía creerse que Heidi estuviera hablando en serio; pero ésta le tendió el pedazo y, como Pedro no lo cogía, se lo puso en las rodillas. Entonces vio que hablaba en serio, cogió el regalo, le hizo un gesto de agradecimiento y de complacencia y se pegó entonces un almuerzo tan abundante como no lo había tenido jamás en todos sus años de cabrero. Entretanto, Heidi miraba a las cabras.
—¿Cómo se llaman todas, Pedro? —preguntó.
Aquello era algo que él sabía perfectamente y podía retenerlo muy bien en la cabeza, sobre todo porque además de eso era muy poco lo que tenía que retener. Así que empezó a nombrarlas a todas, una tras otra, sin detenerse, señalando siempre con el dedo a la que nombraba. Heidi escuchó muy atenta aquella lección, y no necesitó mucho tiempo hasta poder distinguirlas y conocerlas a todas por su nombre, porque todas tenían algo diferente que se le quedaba a uno rápidamente en la cabeza, sólo había que mirarlas con detenimiento, y eso fue lo que hizo Heidi. Allí estaba el Gran Turco con sus fuertes cuernos, con los que siempre embestía a todos los demás, y la mayoría salía corriendo cuando él se acercaba porque no querían saber nada de aquel camarada tan bruto. El único que no se apartaba era el arrojado Jilguero, un cabritillo delgado y ágil, que salía corriendo hacia él, a veces hasta tres y cuatro veces seguidas, con tal rapidez y audacia que, a menudo, el Gran Turco se quedaba perplejo y no le atacaba, porque el Jilguero se plantaba ante él con ganas de pelea y tenía los cuernos muy afilados. Luego estaba Copito de Nieve, pequeña y blanca, que siempre gemía de un modo tan penetrante y vehemente que Heidi ya había ido varias veces a consolarla acariciándole la cabeza. Justo en ese momento la niña volvió a ir con ella, porque la voz juvenil y lastimera acababa de sonar pidiendo ayuda. Heidi pasó el brazo por el cuello de la cabrita y le preguntó muy compasiva:
—¿Qué te pasa, Copito de Nieve? ¿Por qué pides ayuda?
La cabrita se pegó a Heidi toda confiada y se quedó muy tranquila. Desde su asiento, Pedro le dijo, con algunas interrupciones, porque aún estaba masticando y tragando:
—Hace esto porque la Vieja ya no viene, la vendieron anteayer en Mayenfeld y ya no viene a los pastos.
—¿Quién es la Vieja? —preguntó Heidi.
—Buah, su madre —fue la respuesta.
—¿Dónde está la abuela? —volvió a preguntar Heidi.
—No tiene.
—¿Y el abuelo?
—No tiene.
—Pobrecita Copito de Nieve —dijo Heidi y estrechó al animalito con ternura hacia sí—. Pero ahora no te lamentes más, mira, yo vendré contigo todos los días, así no estarás tan sola y, si necesitas algo, sólo tienes que venir a buscarme.
Copito de Nieve restregó la cabeza toda complacida en el hombro de Heidi y dejó de quejarse y lamentarse. Entretanto Pedro había dado fin a su almuerzo y regresaba ahora con el rebaño y con Heidi, que no había parado de observarlo todo.
Las dos cabras más hermosas y limpias de todo el rebaño eran, con mucho, Blanquita y Pardita, las cuales, además, se comportaban con cierta elegancia, la mayoría de las veces seguían su propio camino y hacían frente al molesto Gran Turco sin hacerle caso y con gran desprecio. Los animales habían vuelto otra vez a trepar hacia donde estaban los arbustos y cada cual tenía su propia forma de hacerlo, unos a paso ligero, brincando por encima de todo, otros pensativos, buscando por el camino las mejores hierbas, el Gran Turco probando por aquí y por allá sus embestidas. Blanquita y Pardita trepaban gráciles y ligeras y pronto encontraron los arbustos más hermosos, se colocaron junto a ellos muy hábilmente y empezaron a mordisquearlos con gran delicadeza. Heidi estaba con las manos a la espalda, mirándolo todo con la mayor atención.
—Pedro —le dijo al chico, que había vuelto a tumbarse en el suelo—, las más bonitas de todas son Blanquita y Pardita.
—Ya lo sé —fue la respuesta—. El Tío de los Alpes las limpia y las lava y les da sal, y tienen el establo más bonito.
Pero, de repente, Pedro se levantó de un salto y, a grandes zancadas, se dirigió hacia las cabras, y Heidi fue corriendo detrás, porque tenía que haber sucedido algo, no podía quedarse allí. Pedro atravesó el montón de cabras en dirección a los pastos, donde las rocas empezaban a descender peladas y yermas, donde cualquier cabra insensata, si llegaba hasta allí, podía caerse fácilmente y romperse las patas. Él había visto cómo el arrojado Jilguero había ido brincando hacia ese lado, y llegó justo en el momento en que el cabritillo estaba saltando al borde del precipicio. Pedro iba a cogerlo, pero se tropezó y cayó al suelo, y no pudo más que agarrar al animal por una pata mientras caía y sujetarlo de ella. Jilguero empezó a quejarse, todo airado y sorprendido porque lo hubieran agarrado de una pata y le hubieran impedido aquella agradable correría, y tiraba testarudo hacia delante. Pedro llamó a Heidi para que lo ayudara, porque no podía levantarse y le iba a romper la pata a Jilguero. Heidi estaba allí y se dio cuenta al instante de la situación tan mala en la que estaban ambos. Rápidamente cogió del suelo algunas hierbas aromáticas y se las puso a Jilguero debajo de la nariz, al tiempo que le decía en tono apaciguador:
—¡Ven, ven, Jilguero, tienes que ser sensato! Mira, puedes caerte y romperte una pata, y eso duele muchísimo.
El cabritillo se dio la vuelta rápidamente y, muy complacido, empezó a comer las hierbas de su mano. Entretanto Pedro se había puesto en pie y había cogido a Jilguero por la cuerda en la que llevaba la campanilla al cuello, Heidi lo agarró por el otro lado y entre los dos llevaron al desertor con el rebaño, que pastaba tranquilo. Pero en cuanto Pedro lo tuvo a buen recaudo levantó la vara dispuesto a castigarle con unos buenos palos, y Jilguero retrocedió asustado, porque se dio cuenta de lo que le iba a ocurrir. Pero Heidi gritó bien alto:
—No, Pedro, no, no le pegues, mira cuánto miedo tiene.
—Se lo merece —gruñó Pedro dispuesto a zurrarle.
Pero Heidi se echó a sus brazos y exclamó muy decepcionada:
—No lo hagas, le dolerá, déjalo.
Pedro miraba atónito a la suplicante Heidi, cuyos ojos negros le lanzaban tales chispas que, sin querer, bajó la vara:
—Bueno, que se vaya si mañana me vuelves a dar de tu queso —dijo entonces Pedro cediendo, porque quería una recompensa por el susto.
—Te puedes quedar con todo, con todo el pedazo, mañana y todos los días, yo no lo necesito —dijo Heidi dándole la razón—, y también te daré mucho pan, igual que hoy, pero tú no podrás pegar nunca a Jilguero, y tampoco a Copito de Nieve, ni a ninguna cabra.
—Me da igual —dijo Pedro, y eso valía para él lo mismo que un sí. Así que soltó al culpable y el alegre Jilguero se fue hasta el rebaño dando unos buenos brincos.
Entre estas y otras cosas el día había pasado sin que se dieran cuenta, y el sol estaba ya a punto de ponerse tras las montañas. Heidi volvía a estar sentada en el suelo, mirando en silencio las soldanelas azules y las jaras que relucían al dorado sol del atardecer, toda la hierba parecía tener un halo dorado; los macizos de enfrente empezaron a centellear y a echar chispas y, de repente, Heidi se levantó y gritó:
—¡Pedro! ¡Pedro! ¡Fuego! ¡Fuego! Todas las montañas están ardiendo, y el gran nevado está ardiendo y el cielo. ¡Oh, mira! ¡Mira! ¡La gran montaña está ardiendo! ¡Oh, la nieve, tan bonita y ardiendo! Pedro, ¡mira allí arriba, mira, el fuego llega también a casa de la rapaz! ¡Mira las rocas! ¡Mira los abetos! ¡Todo, todo está ardiendo!
—Siempre es así —dijo Pedro muy tranquilo y siguió pelando su vara—, pero no es fuego.
—¿Y entonces qué es? —dijo Heidi mientras se movía de un lado para otro para mirar por todas partes porque no se cansaba de ver lo bonito que estaba todo—. ¿Qué es, Pedro, qué es? —volvió a preguntar Heidi.
—Pasa eso y ya está —dijo Pedro.
—Oh, mira, mira —gritó Heidi toda excitada—, ¡de repente se ponen de color rosa! ¡Mira allí, donde está la nieve y donde los altos picos de las cumbres! ¿Cómo se llaman, Pedro?
—Las montañas no tienen nombre —respondió Pedro.
—¡Oh, qué bonito, mira la nieve de color rosa! ¡Oh, y las cumbres, hay muchas muchas rosas! ¡Vaya, ahora se vuelven grises! ¡Oh! ¡Oh! ¡Ahora se ha apagado todo! ¡Ahora se ha apagado todo, Pedro!
Y Heidi se sentó en el suelo con tal aspecto de turbación como si de verdad todo se acabara.
—Mañana volverá a pasar lo mismo —dijo Pedro—. Levanta, tenemos que volver a casa.
Llamó a las cabras con su silbido y empezaron el regreso a casa.
—¿Todos los días…, todos los días pasará eso cuando estemos en los pastos altos? —preguntó Heidi ansiando escuchar una respuesta afirmativa, mientras bajaba por la colina al lado de Pedro.
—La mayoría de las veces —respondió éste.
—Pero ¿mañana seguro que sí? —quiso saber.
—¡Sí, sí, mañana sí! —le aseguró Pedro.
Ahora Heidi volvía a estar muy contenta; se había quedado con tantas impresiones y se le pasaban tantas cosas por la cabeza que se quedó muy callada, hasta que llegó a la cabaña y vio al abuelo bajo los abetos, donde también había puesto un banco para esperar allí a sus cabras que bajaban siempre por ese lado. Heidi echó a correr hacia él y Blanquita y Pardita tras ella, porque conocían a su amo y su establo. Pedro le dijo a Heidi:
—¡Vuelve mañana! ¡Buenas noches! —porque le importaba mucho que Heidi volviera.
Entonces Heidi corrió hasta él y le dio la mano, asegurándole que volvería; luego se metió en medio del rebaño que ya se marchaba, cogió una vez más por el cuello a Copito de Nieve y le dijo con mucha confianza:
—Duerme bien, Copito de Nieve, y piensa que volveré mañana y que ya no tendrás que quejarte tanto.
Copito de Nieve miró a Heidi muy amable y agradecida, y luego se marchó toda contenta tras el rebaño.
Heidi regresó a los abetos.
—¡Oh, abuelo, qué bonito ha sido! —exclamó antes aún de llegar adonde estaba él—. El fuego y las rosas de las rocas, y las flores blancas y amarillas… ¡y mira lo que te traigo!
Y diciendo esto vació todo el tesoro de flores que llevaba envuelto en el delantal delante del abuelo. Pero ¡qué aspecto tenían las flores! Heidi no las reconocía. Todo parecía heno y ni un solo caliz estaba abierto.
—¡Ay, abuelo, ¿qué les pasa?! —exclamó Heidi toda asustada—. No eran así, ¿por qué tienen este aspecto?
—Porque quieren estar fuera, al sol, y no en tu delantalito —dijo el abuelo.
—Entonces no cogeré más. Pero, abuelo, ¿por qué graznaba así la rapaz? —preguntó Heidi muy solícita.
—Ahora tú te vas a meter en el agua y yo en el establo para ordeñar la leche, y luego entraremos en la cabaña para cenar y después ya te diré.
Así se hizo, y más tarde, una vez que Heidi ya estaba sentada en su alta silla delante de su cuenquecito de leche, y el abuelo a su lado, la niña volvió a preguntar lo mismo:
—¿Por qué grazna así la rapaz y nos grita tanto, abuelo?
—Se ríe de la gente de aquí abajo, porque están todos juntos en los pueblos, haciéndose cosas malas unos a otros. Y les dice burlándose: «¡Si os separarais y cada uno por su camino subiera a una montaña, igual que yo, os iría mucho mejor!».
El abuelo dijo estas palabras en un tono tan rudo que el recuerdo del graznido de la rapaz la impresionó aún más.
—¿Por qué las montañas no tienen nombre, abuelo? —preguntó Heidi de nuevo.
—Sí tienen nombre —respondió éste—, y si puedes describirme alguna que yo conozca, te diré cómo se llama.
Entonces Heidi le describió la montaña de los dos altos torreones tal como la había visto, y el abuelo le dijo complacido:
—Así es, la conozco, se llama Falknis. ¿Has visto alguna otra?
Entonces Heidi le describió la montaña del gran nevado, en la que la nieve ardía en el fuego y luego se había vuelto rosa, y después, de repente, se había quedado muy pálida y apagada.
—Ésa la conozco también —dijo el abuelo—, se llama Scesaplana. ¿Así que te ha gustado subir a los pastos altos?
Entonces Heidi le contó todo lo que había pasado a lo largo del día, lo hermoso que había sido y, especialmente, lo del fuego al atardecer; entonces el abuelo tuvo que contarle también por qué pasaba eso, porque Pedro no lo sabía.
—Mira —le dijo el abuelo—, eso lo hace el sol cuando le da las buenas noches a las montañas; entonces les lanza los rayos más hermosos para que no se olviden de él hasta que regrese por la mañana.
Esto agradó mucho a Heidi, y apenas podía esperar a que volviera a hacerse de día para subir a los pastos altos y volver a ver cómo el sol le daba las buenas noches a las montañas. Pero primero tuvo que irse a dormir, y durmió toda la noche muy cómoda en su lecho de heno, y soñó con un sinfín de luminosas montañas llenas de rosas rojas, y en medio de todo Copito de Nieve dando alegres brincos.