Capítulo octavo

Sucede algo que nadie esperaba

A la mañana siguiente el Tío salió muy temprano de la cabaña y echó un vistazo a su alrededor para ver cómo se presentaba el día.

Sobre las altas cumbres de las montañas había un resplandor de oro rojizo; una fresca brisa empezaba a mecer las ramas de los abetos de un lado para otro, el sol estaba a punto de salir.

El viejo permaneció un rato observando pensativo cómo, después de las altas cumbres, las verdes colinas empezaban a lanzar reflejos dorados y luego, en silencio, se retiraban del valle las oscuras sombras al tiempo que caía sobre él una luz rosada y las cumbres y los valles resplandecían con el oro de la mañana: había salido el sol.

Entonces el viejo sacó la silla de ruedas del cobertizo ya lista para la excursión, la colocó delante de la cabaña y luego entró para decirles a las niñas lo hermosa que se había despertado la mañana y sacarlas fuera.

Justo en ese momento llegaba Pedro. Sus cabras no subían la montaña confiadas, como de costumbre, rodeándolo pegadas a él; muy tímidas corrían por todas partes, disparadas de un lado para otro, porque Pedro, a cada momento y sin motivo para ello, blandía la vara como cuando alguien está muy furioso, y allí donde acertaba, no sentaba nada bien. Pedro había llegado al colmo de la ira y la irritación. Hacía semanas que no había podido disfrutar de Heidi como acostumbraba a hacer. Cuando subía por la mañana siempre estaban sacando a la niña forastera en su silla y Heidi se ocupaba de ella. Cuando bajaba por la noche, la silla de ruedas y su propietaria estaban bajo los abetos y Heidi estaba ocupada con ella. En todo el verano no había subido una sola vez a los pastos altos y justo ese día quería ir, pero con la silla y la forastera en ella y su intención era estar todo el tiempo pendiente de ella. Era algo que Pedro se veía venir y esta idea lo había llevado hasta el colmo del resentimiento. En ese momento divisó la silla, que estaba allí toda orgullosa sobre sus ruedas y la miró como a un enemigo, que le había hecho ya mucho daño y que ese día iba a hacerle aún mucho más. Pedro miró a su alrededor: todo estaba en silencio, no había nadie a la vista. Como un salvaje se abalanzó entonces sobre la silla, la cogió y con una fuerza rabiosa la lanzó ladera abajo de tal manera que salió literalmente volando de allí y desapareció al instante.

Entonces Pedro echó a correr a toda velocidad ladera arriba, como si le hubieran salido alas, y no se detuvo una sola vez hasta que llegó a una gran mata de zarzamoras detrás de la que podía ocultarse, pues no quería que el Tío lo viera. Pero él sí quería ver lo que hacía la silla y la mata estaba muy bien situada en el saliente de la montaña. Medio escondido, Pedro podía divisar la pendiente y, si aparecía el Tío, esconderse rápidamente. Eso fue lo que hizo ¡y qué no vieron sus ojos! Su enemigo se precipitaba ya a toda velocidad ladera abajo, empujado por una fuerza cada vez mayor. Luego fue saltando diversos obstáculos, una y otra vez, después hizo una pirueta en el aire, luego volvió a caer a tierra y, rodando por el suelo, se precipitó hacia su fin.

Los pedazos salieron volando por todas partes: los pies, el respaldo, los cojines, todo saltó por los aires. Pedro sintió una alegría tan inmensa ante aquella visión que en el mismo momento dio un salto en el aire con ambos pies; se rio bien fuerte, dio patadas en el suelo de puro gozo, empezó a saltar en círculo, regresó al mismo sitio y volvió a mirar montaña abajo. Resonaron nuevas carcajadas, nuevos saltos al aire; Pedro estaba completamente fuera de sí de placer ante la derrota de su enemigo, porque se imaginaba un montón de cosas nuevas que sucederían a partir de entonces. Ahora la forastera tendría que marcharse, porque ya no tenía medio alguno para moverse. Heidi volvería a quedarse sola e iría con él al prado, y por la noche y por la mañana estaría allí para cuando él llegara y todo volvería a ser como antes. Pero Pedro no pensó en lo que pasa cuando alguien hace algo malo ni en sus repercusiones.

En ese momento Heidi salió de la cabaña y corrió hacia el cobertizo. Tras ella iba el abuelo con Klara en brazos. La puerta del cobertizo estaba bien abierta, las dos tablas estaban retiradas, la luz del día llegaba hasta el rincón más recóndito. Heidi miró por todas partes, dio la vuelta a la esquina y regresó, en su rostro se dibujaba un asombro enorme. Entonces se le acercó el abuelo.

—¿Qué significa esto? ¿Te has llevado la silla, Heidi? —preguntó.

—La estoy buscando por todas partes, abuelo, y tú has dicho que estaba junto a la puerta del cobertizo —dijo la niña, buscando aún con la mirada hacia todos lados.

Entretanto el viento soplaba más fuerte, ahora pegaba en la puerta del cobertizo y, de golpe, la lanzaba contra la pared haciéndola crujir.

—Abuelo, ha sido el viento —exclamó Heidi, y sus ojos brillaron al descubrirlo—. ¡Ay, si se hubiera llevado la silla hasta el pueblecito, sería demasiado tarde cuando volviéramos a tenerla, y ya no podríamos ir!

—Si ha bajado hasta allí no la recuperaremos nunca, porque estará hecha pedazos —dijo el abuelo, poniéndose en la esquina y mirando montaña abajo—. Pero es muy curioso —añadió, mirando el trecho que la silla tenía que haber recorrido primero por la esquina de la cabaña.

—¡Oh, qué pena! Ahora ya no podremos subir, y quizá no podamos nunca más —dijo Klara lamentándose—, seguro que ahora que no tengo silla, tendré que volver a casa. ¡Oh, qué pena! ¡Oh, qué pena!

Pero Heidi miró a su abuelo llena de confianza y dijo:

—Abuelo, ¿verdad que tú podrás inventar algo para que no pase lo que Klara dice y no tenga que volver a casa?

—Por ahora vayamos al prado tal como habíamos planeado, luego ya veremos qué hacer —dijo el abuelo.

Las niñas gritaron locas de alegría.

Volvió a entrar en la cabaña, sacó un buen montón de chales, los colocó en el soleado llano de delante de la cabaña y sentó a Klara en ellos. Luego fue a por la leche del desayuno para las niñas y sacó a Blanquita y a Pardita fuera del establo.

—¿Cómo es que éste tarda tanto en subir? —dijo el Tío para sus adentros, pues aún no había sonado el silbido matutino de Pedro.

Luego, el abuelo cogió a Klara con un brazo, los chales con el otro.

—¡Bueno, en marcha! —dijo, adelantándose—. Las cabras vienen con nosotros.

A Heidi le pareció bien. Con un brazo al cuello de Blanquita y otro al de Pardita, Heidi fue tras el abuelo y las cabras estaban tan contentas de volver a salir con Heidi que casi la estrujaban entre ellas de tanta ternura.

Cuando llegaron al llano del prado, vieron de pronto a las cabras en grupos pastando felices por las laderas, y en el medio a Pedro, tumbado en el suelo todo lo largo que era.

—La próxima vez te voy a enseñar yo a pasar de largo, pedazo de holgazán, ¿qué significa esto? —le gritó el Tío.

Pedro se levantó disparado al oír el sonido de la voz conocida.

—No había nadie levantado —respondió.

—¿Has visto la silla? —preguntó el Tío.

—¿Qué silla? —preguntó Pedro un tanto obstinado.

El Tío no dijo nada más. Extendió los chales en la soleada ladera, sentó en ellos a Klara y le preguntó si estaba cómoda.

—Tan cómoda como en la silla —dijo dándole las gracias— y estoy en el sitio más hermoso. ¡Es tan hermoso, Heidi, tan hermoso…! —exclamó mirando a su alrededor.

El abuelo se dispuso a regresar. Dijo que sólo tenían que pasarlo bien y que, cuando llegara la hora, Heidi tenía que coger el almuerzo que había metido en el zurrón que había dejado a la sombra. Luego Pedro debería darles leche, tanta como quisieran tomar, pero que Heidi tenía que cuidarse bien de que la cogiera de Blanquita. El abuelo volvería por la tarde; ahora quería ir a buscar la silla y ver qué había sido de ella.

El cielo tenía un color azul intenso y no se veía una sola nube a la redonda. Sobre el gran nevado parecía como si refulgieran miles de estrellas de oro y plata. Los grises picos de las rocas se erguían altos y firmes en su sitio, igual que antaño, contemplando el valle muy serios. La enorme rapaz se mecía en el azul del cielo, y el viento de la montaña soplaba en las cumbres y acariciaba con su frescor los soleados prados. Las niñas se sentían indescriptiblemente bien. De vez en cuando se acercaba alguna cabrita y se sentaba un rato con ellas; la que más iba era la delicada Copito de Nieve y ponía su cabecita junto a la de Heidi y no se habría marchado si alguna otra no la hubiera echado del rebaño. De este modo Klara llegó a conocer tan de cerca a todas las cabras que ya no las confundía entre sí, pues cada una tenía además un rostro bien peculiar y un estilo propio.

Ellas también se familiarizaron tanto con Klara que se acercaban mucho a ella y frotaban la cabeza contra sus hombros, ésa era siempre la señal de que la conocían y le tenían afecto.

Así pasaron algunas horas; entonces Heidi pensó que podía ir hasta el sitio donde había tantas flores y ver si ya estaban todas abiertas y eran tan bonitas como el año anterior. Luego, por la tarde, cuando volviera el abuelo, podían ir también con Klara, pero a lo mejor entonces las flores estaban ya volviendo a cerrar los ojos. El deseo fue haciéndose cada vez mayor, no podía resistirlo.

Con voz un poco vacilante, Heidi preguntó:

—Klara, ¿no te enfadas si te dejo un momento y tienes que quedarte sola? Me gustaría ver cómo están las flores; pero espera… —a Heidi se le había ocurrido una cosa

Se apartó un poco y arrancó unos manojos de verdes hierbas; luego cogió del cuello a Copito de Nieve, que había ido corriendo hasta ella, y la llevó con Klara.

—Bueno, ahora ya no tienes que estar sola —dijo Heidi, empujando a Copito de Nieve un poco en su sitio, al lado de Klara, cosa que la cabrita entendió al instante y se sentó. Luego Heidi echó sus hojas en el regazo de Klara, y ésta le dijo a Heidi toda contenta que se fuera a ver bien las flores, que a ella le encantaba quedarse sola con la cabrita, que era algo que nunca había hecho. Heidi echó a correr y Klara empezó entonces a darle a Copito de Nieve una hojita tras otra, y ésta se sintió tan confiada que se pegó a su nueva amiga y fue comiendo de sus manos, muy despacio, todas las hojitas. Podía verse muy bien lo estupendamente que se sentía por poder estar tan tranquila y en paz con tan buena protección, porque afuera, con el rebaño, siempre tenía que hacer frente a muchas persecuciones de las cabras grandes y fuertes. A Klara le parecía maravilloso estar sola en una montaña, sola con una cabrita tímida que parecía tan necesitada de protección; sintió un gran deseo de ser alguna vez dueña de sí misma y poder ayudar a otros y no tener que necesitar siempre ayuda de los demás. Y Klara pensó tantas cosas en las que jamás había pensado y la sobrecogió un deseo desconocido de seguir viviendo bajo la hermosa luz del sol y hacer algo con lo que poder hacer feliz a alguien, como ahora estaba haciendo feliz a Copito de Nieve. Una alegría completamente nueva inundó su corazón como si todo lo que sabía y conocía pudiera ser de golpe mucho más hermoso y diferente de lo que había visto hasta entonces, y se sintió tan bien que cogió a la cabrita por el cuello y exclamó:

—¡Oh, Copito de Nieve, qué bonito es todo aquí arriba! ¡Si pudiera quedarme siempre con vosotras…!

Entretanto Heidi había llegado a la explanada de las flores. Dio un grito de alegría. Toda la pendiente estaba cubierta de reluciente oro. Eran las resplandecientes jaras. Las espesas matas del color azul oscuro de las soldanelas se mecían al viento, y un fuerte y penetrante aroma corría por la soleada ladera, como si hubieran vaciado en lo alto las fuentes de bálsamo más exquisitas. Pero todo el aroma venía de las pequeñas campanillas que, tímidas, alzaban sus redondas cabecitas por entre los capullos dorados. Heidi se quedó allí mirando y aspiró profundamente aquel dulce aroma. De repente se volvió hacia Klara sin aliento, presa de la excitación.

—Oh, tienes que venir —exclamó ya desde lejos—, son tan bonitas y todo está tan bonito, y por la noche a lo mejor ya no está así. ¿No crees que yo puedo llevarte?

Klara miró asombrada a la excitada Heidi, pero dijo que no con la cabeza.

—No, no, ¿qué te crees, Heidi? Eres mucho más pequeña que yo. ¡Ay, si pudiera andar…!

Entonces Heidi lanzó a su alrededor una mirada escrutadora, debía de tener algo nuevo en mente. Allí arriba, donde Pedro antes estaba tumbado, se lo veía ahora sentado mirando a las niñas fijamente. Así llevaba horas, sin apartar la vista, como si no pudiera comprender lo que veía. Había destrozado la silla enemiga para que todo acabara y la forastera no pudiera moverse y, al cabo de un ratito, se plantaba allí arriba, y se sentaba en el suelo junto a Heidi, ante su vista. Aquello no podía ser, y sin embargo lo era, mirase adonde mirase.

Entonces Heidi levantó la vista hacia él.

—¡Baja, Pedro! —gritó con mucha determinación.

—No bajo —respondió.

—Sí, tienes que bajar, venga, yo sola no puedo, tienes que ayudarme, ¡baja rápido! —dijo Heidi con insistencia.

—No bajo —volvió a escucharse.

Entonces Heidi subió un trecho montaña arriba, en dirección al increpado.

Se plantó allí con los ojos llameantes y exclamó:

—¡Pedro, si no vienes ahora mismo, te haré una cosa que seguro que no te va a gustar, puedes creerme!

Estas palabras picaron a Pedro y lo sobrecogió una gran angustia. Había hecho algo malo que nadie debía saber. Hasta entonces se había alegrado de ello, pero ahora Heidi hablaba como si estuviera enterada de todo, y todo lo que ella sabía se lo contaba a su abuelo, y a éste Pedro lo temía como a nada en el mundo. ¡Si llegara a enterarse de lo que había pasado con la silla! El miedo lo atenazaba cada vez más. Se levantó y fue hacia Heidi, que seguía esperando.

—Voy, pero no me hagas nada —dijo, tan sumiso por el miedo que a Heidi le dio mucha pena.

—No, no, no te haré nada —le aseguró—, pero ahora ven conmigo, no es nada malo lo que tienes que hacer.

Ya junto a Klara, Heidi dispuso que, para levantarla, Pedro la cogiera de un lado y ella del otro, bien firme, por debajo del brazo. Eso salió bastante bien, pero ahora venía lo difícil. Klara no podía tenerse en pie, ¿cómo iban a sujetarla y a andar con ella? Heidi era demasiado pequeña para ofrecerle un apoyo con su brazo.

—Tienes que agarrarme del cuello, bien firme…, así. Y a Pedro tienes que agarrarlo del brazo y apretar bien fuerte para que podamos llevarte.

Pero Pedro nunca había llevado a nadie del brazo. Aunque Klara se agarró bien, Pedro mantenía el brazo bien rígido, pegado al cuerpo, como un bastón.

—Así no se hace, Pedro —dijo Heidi con mucha determinación—. Tienes que hacer un círculo con el brazo, y entonces Klara pasará el suyo por él y se agarrará bien firme, y no puedes soltarla por nada del mundo, así podremos avanzar.

Así lo hicieron. Pero no avanzaban. Klara no era tan ligera y el tiro demasiado desigual en altura; por un lado iba hacia abajo, por el otro hacia arriba, eso le daba bastante inseguridad en los puntos de apoyo.

De vez en cuando Klara probaba un poco con sus propios pies, pero siempre los retiraba corriendo, uno después del otro.

—Pisa bien —propuso Heidi—, luego seguro que te duele menos.

—¿Tú crees? —dijo Klara dudando.

Pero obedeció y se atrevió a pisar con firmeza en el suelo; luego hizo lo mismo con el otro pie, aunque gritó un poco al hacerlo. Después volvió a levantar uno y lo volvió a apoyar con algo más de suavidad.

—Oh, esto me ha dolido mucho menos —dijo llena de alegría.

—Hazlo otra vez —se apresuró a insistirle Heidi.

Klara lo hizo, y luego otra vez y otra, y, de repente, gritó:

—¡Ya puedo, Heidi! ¡Oh, ya puedo! ¡Mira! ¡Mira! Puedo dar pasos, uno tras otro.

Entonces Heidi empezó a gritar aún más contenta.

—¡Oh! ¡Oh! ¿Seguro que puedes dar pasos? ¿Puedes andar? ¿Seguro que puedes andar sola? ¡Oh, si viniera el abuelo…! ¡Ahora puedes andar tú sola, Klara! ¡Ahora puedes andar! —exclamaba una y otra vez con jubilosa alegría.

Klara seguía agarrándose bien firme a ambos lados; pero a cada paso se sentía un poco más segura, los tres podían sentirlo. Heidi estaba fuera de sí de contento.

—Oh, ahora podremos subir todos los días juntos al prado y andar por los pastos y por donde queramos —volvió a exclamar—, y podrás andar el resto de tu vida, igual que yo, y no tendrán que llevarte más en la silla y te pondrás buena. ¡Oh, es lo mejor que nos podía suceder!

Klara asintió de todo corazón. En efecto, ella no conocía mayor dicha en el mundo que ponerse buena de repente y poder andar como las demás personas, y no tener que pasar todo el día tristemente desterrada en una silla de enferma.

No quedaba mucho hasta la ladera de las flores. Se veía ya el brillo de las rositas amarillas al sol. Habían llegado ya a las matas de las soldanelas azules, con las cuales el suelo, bañado al sol, tenía un aspecto enormemente atractivo.

—¿No podemos sentarnos aquí? —preguntó Klara.

Eso era lo que deseaba Heidi, y las niñas se sentaron en medio de las flores, Klara primero, sobre el suelo cálido y seco de los Alpes; se sentía indescriptiblemente bien. Y alrededor de las ondulantes campanillas azules, las relucientes rositas amarillas y las centaureas rojas y todo alrededor el dulce aroma de los frutos pardos, las sabrosas ciruelas.

¡Todo era tan hermoso…! ¡Tan hermoso…!

Incluso Heidi, que estaba a su lado, pensaba que nunca había estado todo tan hermoso allí arriba, y no sabía por qué estaba tan contenta que se sentía constantemente impulsada a dar gritos de alegría. Pero de repente se acordó de que Klara estaba curada; aquello era, además de la belleza que había a su alrededor, la mayor de las alegrías. Klara guardaba silencio de pura dicha y encanto por todo lo que veía y por todas las perspectivas que se le habían abierto con lo que acababa de vivir. Su corazón no cabía ya en sí de tanto gozo, y el brillo del sol junto con el aroma de las flores la llenaban de un sentimiento de dicha que la hacían enmudecer por completo.

Pedro también estaba callado e inmóvil en medio del campo de flores, porque se había quedado profundamente dormido.

El viento soplaba suave y silencioso tras las protectoras rocas y susurraba en lo alto, entre los arbustos. De vez en cuando Heidi se levantaba y corría de acá para allá, porque siempre había un sitio más bonito, las flores eran aún más abundantes, el aroma más fuerte, pues el viento lo llevaba de un lado para otro, y por todas partes iba sentándose.

Así fueron transcurriendo las horas.

Hacía ya rato que el sol ya no estaba en el mediodía cuando una tropita de cabras bajó muy seria en dirección a la florida ladera.

Aquél no era su lugar de pasto, nunca las llevaban allí porque no les gustaba pastar entre las flores. Parecían una comitiva, Jilguero a la cabeza. Era evidente que las cabras habían salido a buscar a sus acompañantes, que hacía ya un buen rato que las habían abandonado y, fuera de lo normal, seguían sin regresar, pues las cabras conocían muy bien sus horarios. Cuando Jilguero descubrió a los tres desaparecidos en el campo de flores, lanzó un balido fortísimo, y, al punto, todo el coro asintió y, sin dejar de balar, llegaron todas trotando. Entonces se despertó Pedro. Tuvo que frotarse bien los ojos, porque había estado soñando que la silla de ruedas volvía a estar delante de la cabaña, toda tapizada de rojo y sana y salva y, al despertarse, había visto relucir al sol las tachuelas doradas que bordeaban el acolchado; pero ahora se daba cuenta de que había sido el brillo de las florecillas amarillas en el suelo. Entonces volvió a entrarle el miedo que había perdido por completo al ver la silla en perfecto estado. Porque, aunque Heidi le había prometido no hacerle nada, en lo más profundo de su ser se había avivado el temor de que la cosa pudiera llegar a saberse. Así que, muy obediente y voluntarioso, volvió a convertirse en su guía e hizo todo a la perfección, tal como Heidi quería.

Una vez llegados al prado, Heidi cogió rápidamente la bolsa de la comida y se dispuso a cumplir su promesa, pues sus amenazas se habían referido al contenido de la misma. Por la mañana se había dado buena cuenta de la cantidad de cosas buenas que el abuelo había metido en ella y, con mucha alegría, había previsto que un buen pedazo fuera para Pedro. Pero como se había puesto tan cabezota, ella había querido darle a entender que no iba a darle nada, cosa que Pedro había interpretado de otra manera. Entonces Heidi fue sacando de la bolsa pedazo tras pedazo e hizo tres montoncitos con ellos, y eran tan altos que exclamó muy satisfecha:

—Le daremos a él lo que a nosotras nos sobre.

Luego le dio su montoncito a cada uno y se sentó con el suyo al lado de Klara, y los niños comieron con mucho apetito después del tremendo esfuerzo.

Pero sucedió como Heidi había previsto: cuando las dos se hartaron de comer, aún sobraba mucho, de manera que pudieron pasarle a Pedro otro montoncito tan grande como el primero. Se lo comió todo en silencio y con perseverancia y luego también las migajas, pero no culminó su obra con la satisfacción habitual. Pedro tenía algo en el estómago que le roía y le asfixiaba y le oprimía la garganta a cada bocado.

Los niños habían ido a comer tan tarde que poco después vieron ya al abuelo que subía por la ladera para recogerlos. Heidi salió corriendo a su encuentro; tenía que ser la primera en decirle lo que había sucedido, pero estaba tan nerviosa con la alegre noticia que apenas encontró las palabras para contársela. Pero éste entendió enseguida lo que la niña le decía y su rostro se inundó de una luminosa dicha. Aceleró el paso y, al llegar al lado de Klara, dijo sonriendo muy contento:

—¿Así que nos hemos atrevido? ¡Pues ya lo tenemos!

Luego levantó a Klara del suelo, la rodeó con el brazo izquierdo y sostuvo el derecho a modo de firme apoyo para la mano de la niña y Klara caminó, con ese sólido muro a la espalda, aún con mayor seguridad y menos miedo de lo que lo había hecho antes.

Heidi brincaba y daba gritos de alegría a su lado, y el abuelo sonreía como si le hubiera acontecido una dicha enorme. Pero entonces, de repente, cogió a Klara en brazos y dijo:

—No vamos a exagerar, además ya es hora de volver a casa —y se puso de inmediato en camino porque sabía que los esfuerzos habían sido suficientes por aquel día y Klara necesitaba descansar.

Cuando más tarde Pedro regresó al pueblecito con sus cabras, había un montón de gente apelotonada y unos se empujaban a los otros para poder ver mejor lo que había en mitad del suelo. Pedro también sintió deseos de verlo; apretando y empujando a derecha e izquierda se hizo un hueco.

Allí, ahora lo veía.

Sobre la hierba estaba la parte central de la silla de ruedas, y de ella colgaba una parte del respaldo. El acolchado rojo y las tachuelas doradas daban aún testimonio de lo elegante que había sido la silla cuando estaba entera.

—Yo vi cuando la subieron —dijo el panadero que estaba al lado de Pedro—, valía por lo menos 500 francos, lo apuesto con cualquiera. Qué extraño, ¿cómo ha podido suceder?

—Puede que el viento la haya empujado por la pendiente, el Tío mismo lo ha dicho —apuntó Barbel, que no paraba de admirar aquel tejido rojo.

—Menos mal que no ha sido otro que el viento —volvió a decir el panadero—, ¡porque pobre de él! Cuando el señor de Frankfurt se entere, hará que investiguen cómo ha sucedido. Yo por mi parte me alegro de no haber estado en los pastos en los dos últimos años; las sospechas pueden recaer en cualquiera que haya estado allí a esa hora.

Aún dieron muchas más opiniones, pero Pedro ya había oído suficiente. Salió furtivamente de entre el gentío, muy dócil y con cuidado, y echó a correr con todas sus fuerzas montaña arriba, como si lo persiguiera alguien que estaba a punto de atraparlo. Las palabras del panadero le habían causado una angustia terrible. Ahora sabía que en cualquier momento podía venir un policía de Frankfurt para investigar el asunto, y entonces podría salir a la luz que lo había hecho él y luego lo cogerían y se lo llevarían a la cárcel de Frankfurt. Pedro lo vio con claridad y los pelos se le pusieron de punta del susto.

Llegó a casa completamente alterado. No respondió a nada, no quiso comerse las patatas; a toda prisa se metió en la cama entre gemidos.

—Pedrito ha vuelto a comer acederas, le debe de doler mucho el estómago —dijo Brigitte, la madre.

—Tienes que darle un poco más de pan, dale mañana un pedacito del mío —dijo la abuela compasiva.

Cuando ese día las niñas estaban contemplando el brillo de las estrellas desde sus camas, Heidi dijo:

—¿No se te ha ocurrido hoy en todo el día lo estupendo que es que el buen Dios no ceda cuando no dejamos de rogarle algo con mucha insistencia, pero él sabe que hay otra cosa mucho mejor?

—¿Por qué dices eso ahora de repente, Heidi? —preguntó Klara.

—Porque en Frankfurt yo le rogaba con mucha insistencia que pudiera volver a casa de inmediato, y como no podía, yo pensaba que el buen Dios no me escuchaba. Pero ¿sabes qué? Si yo me hubiera ido tan pronto, tú nunca habrías venido y no te habrías curado en los Alpes.

Klara se quedó muy pensativa.

—Pero, Heidi —empezó a decir—, entonces no tendríamos que rogarle nada, porque el buen Dios siempre sabe mucho mejor que nosotros lo que nos conviene y lo que vamos a rogarle.

—Vaya, Klara, ¿entonces crees que sólo es eso? —se apresuró a decir Heidi—. Todos los días hay que rezar al buen Dios y por todo por todo; porque Él tiene que oír que no le olvidamos para que nos lo dé todo. Y si olvidamos al buen Dios, Él también se olvida de nosotros, eso lo ha dicho la abuelita. Pero ¿sabes? Si no nos da lo que nos gustaría, no debemos pensar que el buen Dios no nos ha escuchado y dejar de rezar, sino que tenemos que rezar así: «Ahora sé, querido Dios, que tú estás pensando en algo que me conviene más, y yo me alegro de que quieras hacer las cosas tan bien».

—¿Cómo se te ha ocurrido todo esto, Heidi? —preguntó Klara.

—La abuelita me lo explicó primero, y luego ha sucedido así, y entonces me he dado cuenta. Pero yo creo, Klara —continuó diciendo Heidi mientras se incorporaba—, que hoy debemos darle muchas gracias al buen Dios, porque nos ha concedido la gran dicha de que ahora puedas andar.

—Sí, claro, Heidi, tienes razón, y me alegro de que me lo recuerdes, de pura alegría casi lo había olvidado.

Entonces las niñas se pusieron a rezar y le dieron las gracias al buen Dios, cada una a su manera, por el magnífico don que le había regalado a Klara después de tantos años enferma.

A la mañana siguiente el abuelo pensó que sería conveniente escribir a la señora abuela por si quería venir ahora a los pastos, que tenía algo nuevo que ver. Pero las niñas habían planeado otra cosa. Querían darle una gran sorpresa a la abuelita. Primero Klara tenía que aprender bien a andar, de manera que, apoyada sólo en Heidi, pudiera dar un pequeño paseo. La abuelita no debía saber nada de todo aquello. Entonces preguntaron al abuelo cuánto tiempo podía tardar hasta lograrlo, y él opinó que apenas ocho días, de manera que en la siguiente carta invitaron a la abuelita a ir sin demora a los pastos en ese momento, pero no la informaron de ninguna novedad.

Los días siguientes fueron los más hermosos que Klara pasó en los Alpes. Todas las mañanas se levantaba con una voz de alegría en su corazón que decía bien alto: «¡Estoy curada! ¡Estoy curada! ¡Ya no tengo que volver a sentarme en la silla de ruedas, puedo andar sola como las demás personas!».

Luego seguía un paseo, y todos los días lo hacía con más facilidad y mejor, y cada vez podía dar paseos más largos. El movimiento le despertaba a su vez un apetito tal que el abuelo iba aumentando día a día el tamaño de las gruesas rebanadas de mantequilla y veía con agrado cómo desaparecían. Además, ahora les llevaba siempre un gran puchero lleno de espumosa leche y les iba llenando un cuenquecito tras otro. Así llegó el fin de semana y con él el día que debía traer a la abuelita.