LA LUCHA

POR LA VIDA

Nada es más fácil que asumir de palabra la verdad de la lucha universal por la vida, ni más difícil —al menos así lo he visto yo— que tener siempre en mente esta conclusión. Pero a menos que ésta se halle profundamente arraigada en nuestra mente, estoy convencido de que la economía entera de la Naturaleza, con todos los hechos relativos a la distribución, escasez, abundancia, extinción y variación, se verán de forma borrosa o bastante equivocada. Contemplamos la imagen radiante de la Naturaleza y, a menudo, vemos abundancia de alimento. No vemos, u olvidamos, que los pájaros que cantan ociosos a nuestro alrededor se alimentan en su mayoría de insectos y semillas, y que de esta forma destruyen vida continuamente. Olvidamos que buena parte de estos cantores, o sus huevos y nidos, son destruidos por aves de presa y otros depredadores. No siempre consideramos que, aunque en un momento dado haya abundancia de alimento, no ocurre así en todas las épocas de cada año que pasa.

Adelanto que empleo el término lucha por la vida en un sentido amplio y metafórico, incluyendo la dependencia de unas criatura con otras y (lo que es más importante) no sólo la vida del individuo, sino el éxito a la hora de dejar descendencia. Puede afirmarse que dos canes luchan entre sí en época de escasez para conseguir alimento y sobrevivir. Pero se dice que una planta en la frontera de un desierto lucha por la vida contra la sequía, aunque más propiamente debería decirse que depende de la humedad. Es más ajustado decir que una planta que produce un millar de semillas, de las que, como promedio, sólo una logra desarrollarse, lucha contra las plantas de la misma y otras clases que ya cubrían el suelo. El muérdago depende del manzano y de otros pocos árboles, pero sería descabellado decir que lucha contra estos árboles, porque si demasiados de estos parásitos crecen en el mismo árbol, éste se marchita y muere. Sin embargo, se puede decir que varios plantones que crecen juntos en la misma rama luchan entre sí. Puesto que el muérdago es diseminado por los pájaros, su existencia depende de éstos, y puede decirse metafóricamente que lucha contra otras plantas fructíferas con el fin de tentar a los pájaros para que devoren y así diseminen sus semillas y no las de otras plantas. En estos sentidos diferentes, que interfieren, empleo por conveniencia el término general de lucha por la vida.

La lucha por la vida se deriva inevitablemente de la alta tasa a la que todos los seres vivos tienden a reproducirse. Todas las criaturas, que durante su vida producen varios huevos o semillas, deben sufrir destrucción en algún periodo de su vida y en alguna época o año ocasional, o, en virtud del principio del incremento geométrico, su número pronto se volvería tan desmesurado que ninguna región podría sustentarlo. Así pues, como se producen más individuos de los que pueden sobrevivir, debe haber en todos los casos una lucha por la vida, ya sea de un individuo contra otro de la misma especie, contra individuos de especies diferentes, o contra las condiciones físicas de la vida. Es la doctrina de Malthus aplicada con fuerza diversa al conjunto de los reinos animal y vegetal, puesto que en este caso no se puede incrementar artificialmente la cantidad de alimento ni se pueden restringir prudentemente los apareamientos. Aunque algunas especies pueden crecer en número más o menos rápidamente, no todas pueden hacerlo, porque el mundo no podría contenerlas.

No existe excepción a la regla de que todos los seres vivos se reproducen por naturaleza a tal ritmo que, de no sufrir destrucción, la tierra pronto se hallaría cubierta por la descendencia de una sola pareja. Hasta el poco fecundo hombre ha doblado su número en veinticinco años, y a este ritmo no habría literalmente espacio para sus descendientes. Linneo había calculado que si una planta anual produjera sólo dos semillas —y no hay una planta tan infecunda como ésa— y sus vástagos produjeran dos al año siguiente, y así sucesivamente, al cabo de veinte años habría un millón de plantas. Se cree que el elefante es, de todos los animales conocidos, el que se reproduce más lentamente, y me ha costado calcular su probable tasa mínima de incremento natural. Nos quedaríamos cortos suponiendo que procrea a los treinta años y que sigue haciéndolo hasta los noventa, engendrando tres pares de crías en ese intervalo. De ser así, al cabo de cinco siglos habría quince millones de elefantes vivos, descendientes del primer par.

Pero tenemos una prueba mejor sobre este asunto que los meros cálculos teóricos, a saber, los numerosos casos registrados del incremento asombrosamente rápido de varios animales en estado salvaje cuando las circunstancias les han sido favorables durante dos o tres estaciones consecutivas. Aún más llamativa es la prueba de nuestros animales domésticos de diverso tipo que han vuelto al estado salvaje en varias partes del mundo: si las afirmaciones sobre la tasa de incremento de las reses y caballos de reproducción lenta en Sudamérica, y recientemente en Australia, no hubieran sido rigurosamente comprobadas, habrían resultado bastante increíbles. Lo mismo ocurre con las plantas: podrían citarse casos de plantas aclimatadas que se han vuelto comunes en islas enteras en un periodo inferior a diez años. Algunas de las plantas más numerosas actualmente en las vastas pampas de La Plata, que cubren kilómetros cuadrados de superficie hasta casi excluir a todas las demás, fueron introducidas desde Europa. Y hay plantas que se extienden hoy en día por la India, como cuenta Falconer, del cabo Comorin al Himalaya, que fueron importadas de América tras el descubrimiento. En esos casos, y podrían citarse incontables ejemplos, nadie supone que la fertilidad de esos animales o plantas ha aumentado repentina y temporalmente de modo notable. La explicación obvia es que las condiciones vitales han sido muy favorables y, por lo tanto, ha habido menos destrucción de los ejemplares viejos y jóvenes, y que casi todos los jóvenes han podido procrear. En esos casos, la tasa de incremento geométrico, cuyo resultado nunca deja de ser sorprendente, simplemente explica el aumento increíblemente rápido y la amplia difusión de especies aclimatadas en sus nuevos hábitats.

En estado salvaje, casi todas las plantas producen semillas, y entre los animales hay muy pocos que no se apareen anualmente. Por lo tanto, podemos afirmar que todas las plantas y animales tienden a reproducirseen proporción geométrica, que cubrirían rápidamente todas las regiones en las que pudieran vivir de algún modo, y que la tendencia a aumentar geométricamente debe ser controlada por la destrucción en algún periodo de su vida. Nuestra familiaridad con los animales domésticos más grandes tiende, creo, a confundirnos: no vemos que sufran una gran destrucción, y olvidamos que millares son sacrificados cada año para servir de alimento y que en un estado salvaje el mismo número habría sido eliminado.

La única diferencia entre los organismos que producen anualmente huevos o semillas a millares y los que producen muy pocos es que los de reproducción lenta necesitarían unos cuantos años más para poblar, en circunstancias favorables, una comarca entera, sin importar su tamaño. El cóndor pone un par de huevos y el avestruz, veinte, a pesar de lo cual en la misma región el cóndor puede ser el más numeroso de los dos. El petrel fulmar solo pone un huevo, pero se cree que es el ave más numerosa del mundo. Una mosca deposita cientos de huevos y otra, como la Hippobosca, solo uno, pero esta diferencia no determina el modo en que muchos individuos de las dos especies pueden mantenerse en una región. Un gran número de huevos es algo de cierta importancia para esas especies, que dependen de una cantidad de alimento que fluctúa rápidamente, porque les permite crecer en número rápidamente. Pero la importancia real de un gran número de huevos o semillas consiste en compensar mucha destrucción en algún periodo de la vida, que en la gran mayoría de los casos resulta ser un periodo inicial. Si un animal puede proteger de algún modo sus huevos o crías, tal vez engendre un número pequeño, pero la población media se mantendrá íntegra. Sin embargo, si se destruyen muchos huevos o crías, se han de engendrar en gran cantidad o las especies se extinguirán. Para mantener el número completo de un árbol que viviera un promedio de mil años, bastaría con engendrar una sola semilla en mil años, suponiendo que no se destruyera y pudiera germinar de forma segura en el lugar adecuado. Así que, en todos los casos, el número medio de cualquier animal o planta depende sólo indirectamente del número de huevos o semillas que produzca.

Al observar la Naturaleza, es necesario tener siempre presentes las siguientes consideraciones: no olvidar nunca que todos los seres vivos que nos rodean luchan al máximo por aumentar su número; que todos viven por haber luchado en algún periodo de su vida; que una fuerte destrucción afecta inevitablemente a las crías o a los viejos durante cada generación o a intervalos recurrentes. Suavícese el control o mitíguese la destrucción aunque sea un poco, y el número de especies se incrementará casi instantáneamente de forma indefinida. La faz de la Naturaleza puede compararse con una superficie elástica, compuesta de diez mil cuñas afiladas y prietas, que son empujadas hacia dentro por golpes incesantes. Una veces se golpea una cuña y luego otra con más fuerza.

Lo que controla la tendencia natural de toda especie a crecer en número es muy incierto. Observemos las especies más vigorosas; cuanto más abunden en ejemplares, más aumentará su tendencia a proliferar. No sabemos con exactitud cuáles son los controles ni en un solo caso. Esto no sorprenderá a quien reflexione sobre lo ignorantes que somos en este punto, incluso con respecto al ser humano, incomparablemente mejor conocido que cualquier otro animal. Esta cuestión ha sido tratada con solvencia por varios autores, y en otra obra examinaré algunos de estos controles con cierto detenimiento, sobre todo en relación con los animales salvajes de Sudamérica. Aquí me limitaré a hacer unos comentarios, únicamente para recordar al lector algunos de los puntos esenciales. Los huevos y las crías suelen considerarse los que más sufren, pero no siempre es así. En el caso de las plantas se destruyen muchas semillas, pero, por observaciones que he realizado, creo que son las plántulas las que sufren más al germinar en un terreno ya repleto de otras plantas. Además, las plántulas son destruidas en gran número por diversos enemigos. Por ejemplo, en un trozo de tierra de un metro de largo por medio metro de ancho, removido y raso, donde no podía haber estrangulamiento por otras plantas, marqué todos los vástagos de nuestras malas hierbas autóctonas cuando brotaron, y al menos 295 de las 357 fueron destruidos, sobre todo por las babosas e insectos. Si se dejara crecer la hierba que se ha cortado desde hace tiempo, y ocurre lo mismo con aquélla donde pastan los cuadrúpedos, las plantas más fuertes matarían poco a poco a las menos fuertes, aunque sean adultas. Así, de las 20 especies que crecían en una pequeña parcela de hierba (de un metro por metro y medio), 9 murieron porque se dejó a las otras especies crecer libremente.

Naturalmente, la cantidad de alimento para cada especie marca el límite hasta el que cada una puede crecer en número, pero muy a menudo no es la obtención de alimento, sino el servir de presa a otros animales, lo que determina el número medio de una especie. Así, parece haber pocas dudas de que la cantidad de perdices, urogallos y liebres en una finca depende principalmente de la destrucción de parásitos. Si no se cazara un solo animal durante los próximos veinte años en Inglaterra, y al mismo tiempo no se destruyera ningún parásito, habría con toda probabilidad menos presas que ahora, aunque actualmente se cazan cada año cientos de miles de animales. Por otra parte, se dan casos, como el del elefante y el rinoceronte, en que ningún animal es eliminado por los depredadores. Ni siquiera el tigre de la India se atreve, salvo en muy raras ocasiones, a atacar a una cría de elefante si está protegida por su madre.

El clima desempeña un papel importante a la hora de determinar el número medio de una especie, y creo que los periodos de frío o de sequía extremos son los controles más efectivos. Calculé que el invierno de 1854-1855 acabó con cuatro de cada cinco pájaros en mi parcela, y eso supone una destrucción tremenda si recordamos que una mortandad del 10 por ciento es extraordinariamente severa cuando hablamos de epidemias que afectan al hombre. La acción del clima parece a primera vista bastante independiente de la lucha por la vida, pero en la medida en que el clima actúa principalmente reduciendo la cantidad de alimento, causa la más intensa lucha entre los individuos, ya sean de la misma o de diferentes especies, que se alimentan de lo mismo. Incluso cuando el clima, por ejemplo un frío extremo, actúa directamente, serán los menos fuertes, o aquellos que han obtenido menos alimento conforme avanza el invierno, los que sufrirán más. Cuando viajamos del sur al norte, o de una región húmeda a una seca, vemos indefectiblemente que algunas especies empiezan a escasear y terminan desapareciendo. Y al ser evidente el cambio de clima, tenemos la tentación de atribuir ese efecto íntegramente a su acción directa. Pero es una visión muy equivocada: olvidamos que cada especie, incluso allí donde más abunda, sufre constantemente una enorme destrucción en algún periodo de la vida a cargo de sus enemigos o competidores por el mismo lugar o alimento; y si esos enemigos o competidores resultaran favorecidos siquiera mínimamente por cualquier cambio en el clima, aumentarían en número y, puesto que cada área ya está repleta de habitantes, las otras especies disminuirían. Cuando viajamos al sur y vemos las especies decrecer en número, podemos estar seguros de que la causa reside tanto en el hecho de que otras especies son favorecidas como en que esta resulta perjudicada. Lo mismo ocurre cuando viajamos al norte, pero en un grado algo menor, porque el número de especies de todo tipo, y por ende de competidores, mengua a medida que avanzamos. De ahí que al avanzar hacia el norte, o al subir una montaña, encontramos con mucha más frecuencia formas atrofiadas, debido a la acción directamente nociva del clima, que cuando nos dirigimos al sur o bajamos una montaña. Cuando alcanzamos las regiones árticas, cumbres nevadas o desiertos absolutos, la lucha por la vida se da casi exclusivamente contra los elementos.

Que el clima actúa principalmente de forma indirecta favoreciendo a otras especies, se puede ver claramente en el prodigioso número de plantas de nuestro jardín capaces de soportar perfectamente nuestro clima, pero que nunca se volverán salvajes, porque no pueden competir con las plantas ni resistir la destrucción de los animales autóctonos.

El incremento desmesurado de una especie en una franja pequeña debido a circunstancias altamente favorables, a menudo, desemboca en epidemias (al menos eso parece ocurrir generalmente con nuestros animales de caza) y aquí tenemos un factor restrictivo independiente de la lucha por la vida. Pero incluso algunas de esas supuestas epidemias parecen causadas por parásitos intestinales que por algún motivo, posiblemente en parte por la fácil propagación entre los animales hacinados, han sido favorecidos de forma desproporcionada y ahí se da una especie de lucha entre el parásito y su presa.

Por otra parte, en muchos casos, una gran cantidad de individuos de la misma especie con relación al número de sus enemigos es absolutamente necesaria para su preservación. Así, podemos cultivar fácilmente abundante maíz y colza en nuestros campos porque hay un gran excedente de semillas en comparación con el número de pájaros que se alimentan de ellas y, además, éstos no pueden, aunque tengan alimento de sobra en esa época, aumentar en proporción a la provisión de semillas, porque su número se restringe durante el invierno. No obstante, cualquiera que lo haya intentado sabe lo que cuesta obtener semillas de un poco de trigo o de otras plantas en un jardín. En este caso concreto, yo he perdido hasta la última semilla. Esta idea de la necesidad de una gran reserva de la misma especie para su preservación explica, creo, algunos hechos singulares en la Naturaleza, como que plantas muy raras sean a veces extremadamente abundantes en los pocos lugares donde se dan, o que algunas plantas sean sociales, esto es, que abunden en el número de ejemplares, aun en los confines de sus dominios. Porque en esos casos podemos pensar que una planta puede existir únicamente allí donde las condiciones de su vida son tan favorables como para que muchas puedan coexistir y así salvarse unas a otras de la destrucción total. Debería añadir que los efectos positivos del mestizaje frecuente y los negativos de la endogamia probablemente intervengan en algunos de estos casos, pero no me extenderé aquí sobre este intrincado asunto.

Hay registrados muchos casos que muestran lo complejos y sorprendentes que son los controles y relaciones entre seres vivos que tienen que luchar entre sí en la misma región. Daré un solo ejemplo que, aunque simple, me ha interesado. En Staffordshire, en la finca de un pariente donde yo tenía abundantes medios de investigación, había un brezal grande y extremadamente yermo que nunca había sido tocado por la mano del hombre, pero varios cientos de hectáreas de exactamente la misma tierra había sido cercada veinticinco años antes y plantada con pinos escoceses. El cambio en la vegetación autóctona de la parte plantada del brezal fue notable, más de lo que se observa generalmente al pasar de un terreno bastante diferente a otro: no sólo el número proporcional de brezos había cambiado completamente, sino que doce especies de plantas (sin contar las hierbas y cañaveras) florecían en las plantaciones, que no se veían en el brezal. El efecto en los insectos debe de haber sido aún mayor, porque en las plantaciones eran muy comunes seis pájaros insectívoros que no se veían en el brezal, que era frecuentado por dos o tres pájaros insectívoros diferentes. Aquí se observa el poderoso efecto que ha tenido la introducción de un único árbol, sin haber hecho otra cosa que cercar el terreno para que no pudiera entrar el ganado. Pero cerca de Farnham, en Surrey, vi claramente lo importante que es el cercado. Allí hay extensos brezales, con unas pocas arboledas de viejos pinos escoceses en lo alto de las lejanas colinas. En los últimos diez años se han cercado grandes espacios de terreno, y hoy en día brotan espontáneamente multitud de pinos, tan apretados que no todos pueden sobrevivir. Cuando comprobé que estos árboles jóvenes no habían sido sembrados ni plantados, me sorprendió tanto su número que me dirigí a varios puntos de observación desde donde podía examinar cientos de hectáreas de campo sin cercar, y literalmente no vi un solo pino escocés, salvo las viejas arboledas plantadas. Sin embargo, al mirar atentamente entre los tallos del brezal, descubrí una multitud de plantones y pequeños árboles que habían sido continuamente mordisqueados por el ganado. En un metro cuadrado, en un punto situado a unos cientos de metros de una de las viejas arboledas, conté treinta y dos árboles pequeños, y uno de ellos, a juzgar por los anillos del tronco, había intentado elevar la copa por encima de los tallos del brezal durante veintiséis años sin conseguirlo. No es de extrañar que, tan pronto como se cercó el terreno, se empezó a tupir de pinos jóvenes que crecían vigorosamente. Sin embargo, el brezal era tan yermo y vasto que nadie habría imaginado que el ganado lo hubiera rastreado de forma tan minuciosa y efectiva en busca de alimento.

Aquí vemos que el ganado determina absolutamente la existencia del pino escocés, pero en varias partes del mundo los insectos determinan la existencia del ganado. Tal vez Paraguay ofrece el ejemplo más curioso de esto, porque allí ni el ganado ni los caballos ni los perros se han asilvestrado, aunque abundan en el sur y el norte en estado salvaje. Azara y Rengger han demostrado que esto se debe al número, mucho mayor en Paraguay, de cierta mosca que pone los huevos en el ombligo de esos animales cuando nacen. El incremento de estas moscas, al ser tan numerosas, debe ser restringido habitualmente de algún modo, probablemente por los pájaros. Por eso, si ciertos pájaros insectívoros (cuyo número está probablemente regulado por los halcones u otros depredadores) aumentaran en Paraguay, el de moscas menguaría. Entonces el ganado y los caballos se volverían salvajes; esto, sin duda, alteraría considerablemente la vegetación (como de hecho he observado en algunas partes de Sudamérica), lo que a su vez afectaría seriamente a los insectos, y esto, como acabamos de ver en Staffordshire, a los pájaros insectívoros, y así sucesivamente en círculos cada vez más complejos. Empezamos esta serie con los pájaros insectívoros y hemos terminado con ellos. Pero en la Naturaleza las relaciones no son siempre así de sencillas. Constantemente debe librarse una batalla dentro de otra con resultados diversos, pero a la larga las fuerzas están tan bien equilibradas que la apariencia de la Naturaleza permanece uniforme durante largos periodos de tiempo, aunque seguramente cualquier nimiedad dará a menudo la victoria a un ser vivo sobre otro. No obstante, tan profunda es nuestra ignorancia y tan grande nuestra presunción que nos maravillamos cuando nos enteramos de la extinción de un ser vivo y, como no vemos la causa, invocamos cataclismos que devastan el mundo o inventamos leyes sobre la duración de las formas biológicas.

Me gustaría dar otro ejemplo que muestra que algunas plantas y animales, muy alejados en la escala natural, están unidos por una red de relaciones complejas. Más adelante tendré ocasión de demostrar que la exótica Lobelia fulgens nunca es visitada por insectos en esta parte de Inglaterra y, consecuentemente, debido a su peculiar estructura, no produce una sola semilla. Muchas de nuestras plantas de orquídeas requieren las visitas de polillas que se llevan sus masas de polen y de esa forma las fertilizan. Asimismo, tengo razones para creer que los abejorros son indispensables para la fertilización de la Viola tricolor, porque otras abejas no visitan esta flor. Después de realizar algunos experimentos, he descubierto que las visitas de las abejas, si no indispensables, son cuando menos muy beneficiosas para la fertilización de nuestros tréboles. Pero sólo los abejorros visitan el trébol rojo común (Trifolium pratense), puesto que las otras abejas no pueden llegar al néctar. Por ello, tengo pocas dudas de que, si el género entero de los abejorros se extinguiera o se volviera muy escaso en Inglaterra, la Viola tricolor y el trébol rojo escasearían grandemente o desaparecerían por completo. El número de abejorros en cualquier región depende en gran medida del número de ratones de campo, que destruyen sus panales y nidos. H. Newman, que lleva mucho tiempo estudiando los hábitos de los abejorros, cree que «más de dos terceras partes son exterminadas de este modo en Inglaterra». Pues bien, el número de ratones depende en buena parte, como todo el mundo sabe, del número de gatos, y Newman afirma: «He descubierto que hay más nidos de abejorros cerca de pueblos y ciudades pequeñas que en cualquier otro lugar, lo que atribuyo al número de gatos que cazan ratones». Por lo tanto, resulta bastante creíble que la presencia abundante de un felino en una región pueda determinar, por la intervención primero de los ratones y luego de las abejas, la frecuencia de ciertas flores en la zona.

En el caso de cada especie, intervienen probablemente muchas restricciones diferentes, que actúan en diferentes periodos de la vida y durante diferentes épocas o años. Una o unas pocas de ellas son generalmente las más potentes, pero todas concurren en determinar el promedio de ejemplares o la existencia misma de la especie. En algunos casos se puede ver que restricciones muy distintas afectan a la misma especie en regiones diferentes. Cuando observamos la maraña de plantas y arbustos que cubren una orilla, tendemos a atribuir su proporción y variedades a lo que llamamos azar. Pero ¡qué falsa es esta idea! Todo el mundo ha oído que, cuando se tala un bosque americano, brota una vegetación muy diferente, pero se ha observado que los árboles que crecen actualmente en los antiguos túmulos indios en el sur de Estados Unidos muestran la misma hermosa diversidad y proporción entre los tipos que en los bosques vírgenes de los alrededores.

¡Qué lucha debe de haberse librado entre las diversas clases de árboles durante muchos siglos, cada uno de ellos esparciendo anualmente sus semillas a millares! ¡Qué guerra de insectos —entre los insectos, caracoles, y otros animales contra los pájaros y depredadores—, todos ellos luchando por multiplicarse y alimentándose unos de otros, o de los árboles o sus semillas o retoños, o de otras plantas que primero cubrían el suelo y así limitaban el crecimiento de los árboles! Tirad al aire un puñado de plumas y todas caerán al suelo según unas leyes precisas, pero ¡qué simple es este problema comparado con la acción y reacción de las incontables plantas y animales que han determinado en el curso de los siglos el número proporcional y las clases de árboles que crecen actualmente en las viejas ruinas indias!

La dependencia de un ser vivo respecto a otro, como la de un parásito respecto a su presa, subyace generalmente entre los seres alejados en la escala natural. Éste es el caso frecuente de aquéllos de los que puede decirse estrictamente que luchan entre sí para sobrevivir, como en el caso de las langostas y los cuadrúpedos que se alimentan de pasto. Pero, casi invariablemente, la lucha será más encarnizada entre individuos de la misma especie, porque frecuentan los mismos territorios, requieren el mismo alimento y están expuestos a los mismos peligros. En el caso de variedades de la misma especie, la lucha será por lo general casi igual de intensa, y a veces vemos la competición decidirse rápidamente: por ejemplo, si se siembran juntas diversas variedades de trigo y se vuelve a sembrar la semilla mezclada, algunas de las variedades que mejor se adapten al suelo o al clima o que sean por naturaleza las más fértiles vencerán a las otras, producirán más semillas, y por consiguiente al cabo de pocos años suplantarán a las otras variedades. Para mantener una mezcla de variedades tan extraordinariamente afines como las arvejillas de diversos colores, se deben cosechar cada año por separado y luego mezclar la semilla en su justa proporción, o las clases más débiles irán escaseando cada vez más y terminarán desapareciendo. Lo mismo ocurre con las variedades de ovejas: se ha afirmado que ciertas variedades de montaña matan de hambre a otras, de manera que no se las puede tener juntas. Se ha obtenido el mismo resultado al criar juntas diferentes variedades de sanguijuelas. Puede incluso dudarse que las variedades de cualquiera de nuestras plantas o animales domésticos tengan tan exactamente la misma fuerza, hábitos y constitución como para que las proporciones originales de un grupo mixto pudieran mantenerse durante seis generaciones si se las dejara luchar entre sí, como criaturas en estado salvaje, y si la semilla o las crías no se separaran cada año.

Dado que las especies del mismo género tienen por lo general, aunque en modo alguno invariablemente, alguna semejanza de hábitos o constitución, y siempre de estructura, la lucha normalmente será más intensa entre especies del mismo género, cuando entran en competencia unas con otras, que entre especies de géneros distintos. Vemos esto en la reciente propagación en algunas partes de Estados Unidos de una especie de golondrina que ha causado la mengua de otras especies. El reciente incremento del tordo en algunas partes de Escocia ha causado la disminución del zorzal. ¡Cuán a menudo descubrimos que una especie de rata ha ocupado el lugar de otra en los climas más diversos! En Rusia, la pequeña cucaracha asiática ha desplazado en todas partes a su congénere de mayor tamaño. Una especie de mostaza silvestre suplantará a otra, y así en otros casos. Podemos entrever por qué la competencia debe ser más intensa entre formas afines que ocupan casi el mismo lugar en la economía de la Naturaleza, pero probablemente en ningún caso podamos precisar por qué una especie ha salido victoriosa sobre otra en la gran batalla de la vida.

Un corolario de la máxima importancia puede deducirse de las observaciones anteriores, a saber, que la estructura de todo ser vivo está relacionada del modo más esencial, aunque a menudo oculto, con la del resto de seres vivos, con los que compite por alimento o cobijo, o de los que debe escapar o que le sirven de presas. Esto resulta obvio en la estructura de los dientes y los talones del tigre, y en las patas y garras del parásito que se pega al pelo del tigre. Pero en la semilla bellamente plumada del amargón, y en las patas aplastadas y festoneadas del escarabajo de agua, la relación parece en principio reducida a los elementos de aire y agua. Sin embargo, la ventaja de las semillas plumadas está, sin duda, estrechamente relacionada con el hecho de que la tierra se halle densamente cubierta de otras plantas, de manera que las semillas puedan distribuirse ampliamente y caer en terreno desocupado. En el caso del escarabajo de agua, la estructura de sus patas, tan bien adaptadas para sumergirse, le permite competir con otros insectos acuáticos, cazar sus presas y evitar ser cazado por otros animales.

La reserva de nutrientes almacenados en las semillas de muchas plantas a primera vista no parece tener ninguna relación con otras plantas. Pero, por el fuerte crecimiento de plantas jóvenes producido por esas semillas (como las de los guisantes y judías) cuando se siembran entre la hierba alta, sospecho que la principal utilidad del nutriente de la semilla es favorecer el crecimiento de los retoños mientras luchan contra otras plantas que crecen vigorosamente a su alrededor.

Observemos una planta en mitad de sus dominios. ¿Por qué no dobla o cuadriplica su número? Sabemos que puede resistir perfectamente un poco más de calor o de frío, de humedad o sequedad, porque en otras partes crece en zonas ligeramente más calurosas, frías, húmedas o secas. En este caso podemos ver claramente que si, en nuestra imaginación, quisiéramos dar a esa planta el poder de aumentar en número, tendríamos que otorgarle alguna ventaja sobre sus competidores o sobre los animales que se alimentan de ella. En los confines de su área geográfica, un cambio de constitución en función del clima sería claramente una ventaja para nuestra planta, pero tenemos razones para creer que pocas plantas o animales se extienden tan lejos que son destruidos por la dureza del clima únicamente. Hasta que alcanzamos los últimos confines de la vida, en las regiones árticas o en los límites de un desierto absoluto, no cesa la competencia. La tierra puede ser extremadamente fría o seca, que habrá competencia entre unas pocas especies o entre individuos de la misma especie por los sitios más calientes o húmedos.

Así vemos también que cuando introducimos una planta o un animal en una región nueva entre nuevos competidores, aunque el clima sea exactamente el mismo que en el hábitat anterior, sus condiciones de vida cambian generalmente de forma esencial. Si queremos incrementar su número en el nuevo hábitat, deberíamos modificarlo de modo distinto a como lo haríamos en su región de origen, porque tendríamos que otorgarle alguna ventaja sobre un conjunto diferente de competidores o enemigos.

Por lo tanto, es bueno tratar de plantearnos cómo podríamos dar alguna ventaja a una especie sobre otra. Probablemente en ningún caso sabríamos qué hacer para conseguirlo. Eso nos convencerá de nuestra ignorancia sobre las relaciones entre los seres vivos, una convicción tan necesaria como aparentemente difícil de adquirir. Todo lo que podemos hacer es tener bien presente que todos los seres vivos luchan por aumentar su número en proporción geométrica; que todos, en algún periodo de su vida, en alguna época del año, en cada generación o a intervalos, deben luchar por su vida y sufrir una gran destrucción. Cuando reflexionamos sobre esta lucha, podemos consolarnos con la convicción de que la guerra en la Naturaleza no es incesante, que no se siente ningún miedo, que la muerte suele ser rápida y que los fuertes, sanos y felices sobreviven y se multiplican.