La procesión subía por la calle Santa Inés y un discreto murmullo acompañaba al cortejo. Los sevillanos acudían en tropel de todos los barrios, parroquias y suburbios, a ver en procesión las imágenes de las que eran devotos. La tarde se encontraba ya en su declive y empezaba a refrescar, pero el fervor que acompañaba el Paso no dejaba espacio para el frío. La solemnidad de las estaciones de penitencia de aquellas figuras talladas, impregnadas de evidente barroquismo, era el acontecimiento más esperado tras el invierno y en un plano más pagano que divino podría decirse que abría la temporada social en Sevilla.
La primavera comenzaba a flotar en el ambiente de la ciudad, despertándola poco a poco de un invierno gris y tempestuoso, lleno de borrascas tormentosas que invitaban a quedarse en casa al calor de la chimenea o de los braseros de cisco, que era lo más habitual en las casas sevillanas. Se había salido muy poco aquel año, solo para lo preciso. Las visitas o reuniones, tan frecuentes en las residencias de la nobleza y de la burguesía, se limitaron a las de mayor compromiso: pésames, alguna reunión navideña..., poco más.
El Guadalquivir se había desbordado por las copiosas lluvias. En la Alameda, sus malecones no pudieron recoger las sinuosas lenguas de agua de incontenible fuerza que anegaron toda la ciudad, desde los suburbios de La Vega hasta los barrios del centro. El ímpetu de aquellos canales que se abrían paso por toda Sevilla se cobraron numerosas víctimas: barrios como los Húmeros y arrabales de la Alameda vieja quedaron devastados, inmersos en lodo y fango por las crecidas de los torrentes que asolaban, con un espíritu indomable, todo lo que encontraban a su paso. Más parecía aquello un paisaje veneciano que el de la tórrida ciudad andaluza, así que aquel año los sevillanos estaban impacientes por recibir el buen tiempo.
A la Semana Santa la seguirían las veladas, el Corpus, ferias y pintorescas verbenas, y antes de todo esto y según sus posibilidades, las familias preparaban nuevos vestuarios o renovaban los que ya poseían con arreglos o complementos. Se hacían nuevos vestidos para niñas casaderas y numerosos remiendos: que si un sombrero, unas nuevas polainas, renovación de finos encajes, mantillas y peinas de carey..., todo eran preparativos. Se iniciaba en breve la temporada de visitas, paseos y los actos sociales más importantes del año, y todo aquel que se tenía por alguien –más aún en el caso de las damas– deseaba lucirse y sorprender a propios y extraños con una apariencia elegante y cuidada.
En muchos de los casos, el adquirir aquellos vestuarios y complementos iba en detrimento de la olla diaria, que quedaba escuálida, pero lo importante era que se reconocieran sus méritos y la materia prima de calidad que iban estrenando, para asombro de propios y extraños.
Ya en marzo el bullicio iba creciendo, y para esas fechas las casas del centro de la ciudad y de todos los arrabales, desde la muralla del poblado de la Macarena hasta las de pedanías cercanas, reparaban y encalaban sus fachadas, que, azotadas por las fuertes lluvias, mostraban regueros de moho y negra verdina. Era una costumbre anual arraigada el hacerlo antes de los actos de la Semana Santa y aquello marcaba el nacimiento de la primavera.
Aquel Jueves Santo, una multitud de arrepentidos y agradecidos sevillanos llenaba cada rincón de las calles empedradas, acompañaba a las imágenes entre recónditas callejuelas, y rogaba perdón por sus pecados con insistentes e infinitas plegarias, acogiéndose a la certeza de una divina esperanza.
El cortejo de la cofradía estaba a la altura del convento de Santa Inés, iluminado por faroles y velones que los penitentes llevaban en la mano o sobre pértigas, en una larga fila de a dos. El recorrido bajo las luces le imprimía un carácter sobrecogedor. Todos guardaban un respetuoso silencio, que solo quebraba el murmullo de las oraciones de algunos fieles: «Santa María... Madre de Dios... Llena eres de gracia...».
Un intenso olor a incienso invadía toda la calle, y unido al perfume de los azahares en flor de los naranjos alineados en el viario, creaba una fragancia mágica que en ningún otro lugar del mundo se podía respirar, sino en Sevilla y durante la Semana Santa. Allí, entre la multitud, paseaban en un rito no exento del antiguo paganismo vírgenes coronadas de estrellas, vestidas de oro y rodeadas de luz; cristos flagelados en maderos, agonizantes... Con lágrimas en los ojos, los asistentes contemplaban el deslumbrante paso de las cofradías, consuelo para afligidos y piadosos, absorbidos por aquella ceremonia ancestral y profundamente idólatra, y se postraban con adoración ante vírgenes y santos como antaño se hiciera ante la venus bética Salambó o la fenicia Astarté.
–Madre, fíjese... Las de Muñiz no me quitan ojo –susurró Josefina.
–Chitón. No hables, que está llegando el Simpecado... –Barrió la calle con la mirada, la posó un segundo en las de Muñiz, y tras dedicarles un leve saludo desde el otro lado de la vía, bajó la vista al suelo en gesto penitente. Al segundo, susurraba de nuevo–: Y no me extraña que te miren, hija, que eres la única que va con tocado. ¿Cómo se te ocurre? Las señoritas visten velo o mantilla.
–Parecen una bandada de cuervos.
–Por Dios santo, Josefina, no seas irreverente –le reprochó al tiempo que se santiguaba.
Habían acudido solas a la procesión. Pierre llevaba casi un mes encerrado y volcado en la dirección de sus talleres. Había abierto camino en la década de los treinta con una fábrica de guantería en los aledaños de la Alameda vieja, que, al igual que los talleres de tintorería que instaló a su regreso a la ciudad hispalense, estaba dotada de los más modernos mecanismos que se podían conseguir. Fue él quien importó desde Francia los procedimientos de tinturas, los clapots, calandras, mommers y clausins, artilugios absolutamente manuales que se empleaban en el taller para artículos de lencería y para las complejas e historiadas vestimentas decimonónicas. A aquello le había seguido un negocio relacionado con la moda, un comercio de complementos para damas y caballeros –abanicos, guantes, sombreros, mantillas y demás accesorios– importados de París, que eran lo más elegante y sofisticado en cuanto a diseño se refería.
En Sevilla no existía nada semejante antes de que el francés –mitad avezado hombre de negocios y mitad alma soñadora– echara a rodar su proyecto. Quizá fuese demasiado extravagante para esos años en que aún seguían las señoras prácticamente envueltas en mantillas y velos negros, y los caballeros embozados en sus socorridas capas, pero en todo caso aquel inicio de 1854 el señor Perrier estaba sobrecargado de trabajo. Sus dos hijos varones tenían poco o ningún interés por el negocio: Carlos, el mayor, apenas le ayudaba en la contabilidad y la gestión de las fábricas, y Pedro hacía en aquel entonces la carrera militar en Francia, de modo que casi todo el peso lo llevaba Pierre.
La entrada de la primavera había desbordado todas las expectativas: parecía que todo el mundo se había puesto de acuerdo para renovar su guardarropa y las fábricas de los Perrier no daban abasto; había tenido que repetir pedidos, y a punto estuvieron algunos de no llegar a tiempo al Domingo de Ramos, fecha muy señalada en la vida de la ciudad. Comercialmente era una noticia extraordinaria, pero no estaba preparado para tal avalancha y se sentía sobrepasado, al borde del colapso. Carmen y Josefina llevaban semanas sin verle a la hora de almorzar en casa, porque eran continuas las citas con tarjetas enviadas con anterioridad. Ni uno ni otras entendieron entonces qué ocurrió aquel principio de marzo de 1854, y seguían sin explicárselo aquel Jueves Santo de abril.
–Siempre estás dando la nota, hija.
–¿Yo?
Josefina adivinaba una sonrisa bajo aquel tono, así que le hizo un guiño a su madre a la vez que llevaba la mano al tocado y se decía que en París, en aquel momento, no habría mantillas negras y saetas, sino vestidos de vivos colores y valses.
Hacía rato que la estaba observando. Ella no podía verlo, protegido como estaba por las sombras de la noche, pero la miraba con insistencia apoyado en el naranjo que se encontraba al otro lado de la calle, y se preguntaba quién podía ser aquella joven. Al contraluz de las velas procesionales, podía distinguir sus facciones delicadas y unos ojos del color de la miel que le tenían atrapado. Veía la sonrisa apenas insinuada, atada a unos labios rosados y sensuales que dejaban entrever unos dientes blancos y bien alineados; la mirada despierta, viva, y al tiempo profunda y maravillosa; los gestos suaves y elegantes; su cabello, al reflejo de las velas, parecía rubio y fino bajo aquel pequeño tocado gris de terciopelo... Ni su aspecto ni su atavío eran corrientes entre las andaluzas. Tampoco su altura, un tanto superior a la media de la mujer española... ¿Quién era? Sin duda una belleza poco frecuente en el sur, pensaba con la vista clavada en ella.
Estaba ya bastante oscuro y debía aprovechar la iluminación de los penitentes, que pasaban con lucernarias, para admirar a la joven. «¡Una mujer preciosa!», repitió para sí. Le recordaba a las delicadas pinturas de Botticelli, pero infinitamente más hermosa que cualquiera de sus Venus. No podía dejar de mirarla y así permaneció, absorto, hasta que advirtió que la procesión había pasado y subía hacia la calle de la Inquisición Vieja.
La joven y la mujer que la acompañaba –dio por hecho que sería su madre– fueron tras el paso de la Virgen y él en el acto decidió seguirlas. Quería ver dónde vivía aquella desconocida que tanto lo había impresionado. Echó a andar envuelto en el intenso aroma del incienso y en una espesa niebla provocada por la cantidad de aceites aromáticos que quemaban a su fastuoso paso.
El palio giraba ya en la esquina de la calle, con las dos mujeres a unos metros. La mayor, prácticamente cubierta de pies a cabeza por la mantilla negra, iba rezando el rosario que sostenía entre las manos: pasaba poco a poco las cuentas y su imagen transmitía sobriedad y gran devoción. En contraste, la joven lucía una vestimenta conforme a los dictados de la moda parisina, que bien podría haber desfilado por el paseo del Bois de Boulogne. El hombre estaba decidido a seguirlas a donde fuera, pero cuál no sería su asombro cuando observó que la cofradía proseguía con todo su cortejo y las dos damas se separaban del resto y entraban resueltas en la antigua casa de los Moscosos.
Permaneció en pie, inmóvil no muy lejos de la puerta. Quien hubiese mirado en su dirección habría visto a un caballero que rondaba los treinta y tantos años, con un cuerpo proporcionado y atlético –lo que compensaba su falta de estatura–, y largas patillas cuidadosamente recortadas. De haber sido de día, no obstante, si ese observador casual hubiera tenido que resaltar un solo rasgo de aquel hombre, habría sido aquella profunda y melancólica mirada que a decir de las damas lo hacía sumamente atractivo.
En ese instante entrecerraba los ojos y fruncía el gesto para forzar el recuerdo, porque en el jardín de aquella misma mansión había sido testigo hacía más de una década de los juegos infantiles de tres chiquillos. Incluso creía recordar a una niña rubia con dos bonitas trenzas, empeñada en seguir el ritmo de juego que marcaban los dos mayores... ¿Sería posible que aquella bella mujer que lo había deslumbrado fuese la misma chiquilla que vio entonces? No lo sabía, pero ya pensaba en cómo volver a verla pronto.
Si fue el destino o el simple azar es algo que queda para otros. Sea lo que fuere, lo cierto es que cuando regresaron a casa aquella noche y se sentaron ante la mesa para cenar los cuatro –servidos por la criada, Gaspara–, la conversación de aquella noche llevó a ambos hermanos a recuerdos de la infancia y casi era posible oír las risas infantiles en el jardín centenario.
–¿Jugábamos al escondite? –trató de recordar Carlos mientras se recostaba hacia atrás en su asiento, vacío ya el plato.
–A ver quién tardaba menos en escalar la tapia –dijo Josefina.
–A ver quién tardaba menos en abrirse la cabeza.
–Tampoco pasó nunca, madre. –Para Carlos, no había recuerdos de Madeleine Gely. Para él no había sino una «madre»–. Y si hubo heridas, fueron de guerra.
–Contra Pedro el Cruel...
–... y con espada de madera.
Tiempos pasados en que los tres pequeños correteaban inquietos jugando entre hamacas y mecedoras de mimbres traídas de la lejana Cuba, distribuidas por las zonas sombreadas.
–Y vuestro hermano Pedro siempre protestando.
Josefina recordaba al mediano con ocho o nueve años, de pelo rubio y cachetes rojos como la sangre por el acaloramiento de las carreras, con la cabeza gacha y los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho en gesto obstinado, furioso porque Carlos no le dejaba ser el rey Pedro.
«No seas tonto, Pedro. Si el papel más importante es el del soldado que va a salvar a la dama.» «Y entonces ¿por qué tú has hecho de rey tres veces seguidas? ¡Ahora me toca a mí o no juego!», y daba pequeños puntapiés a la espada de juguete que había tirado al suelo de albero.
–¿Recibimos carta suya?
–Esta semana no, pero seguro que habrá noticias antes del verano.
–El rey Pedro se hará soldado –bromeó Carlos, y cruzó los brazos por detrás de la cabeza–. Ya solo falta que tú cumplas tu parte y te conviertas en una damisela –dijo mirando divertido a su hermana pequeña.
–Tampoco te veo a ti en la realeza.
–Touchè.
Carlos siempre había sido el más alto y fuerte de los tres y acostumbraba a dominar a sus hermanos menores llevando la voz cantante para salirse con la suya en cualquier empresa. Su pelo, de un tono castaño dorado, era más oscuro que el de Pedro y Josefina, aunque sí compartían un mismo color de ojos y un carácter arrojado.
–Aunque de todos modos –dijo tras una pausa–, ¿quién quiere ser noble hoy día?
–No querrás el título, pero sí vivir como si lo fueras –dijo Pierre tendiendo la mano hacia su copa. Mientras el francés se dejaba la vista en las fábricas, no era un secreto que su primogénito disfrutaba cortejando a las señoritas, y dedicaba cada rato que tenía libre al juego, a la caza y a un interés por la política y las nuevas ideas burguesas que tímidamente comenzaban a germinar en Andalucía. Carmen, que se veía venir la discusión, cambió de tercio y templó ánimos.
–Vimos a las de Muñiz en la procesión.
–Disfrazadas de ala de cuervo –repitió Josefina la broma mirando esta vez a su hermano, que rio con ella. Carmen puso un dedo en alto y pareció a punto de decirle algo, pero al fin no hizo comentario y fue Pierre quien tomó la palabra.
–¿Fuisteis con las de Roldán?
–No, las veremos el domingo.
–¿Y quién fue a lucirse?
Y así comenzó una charla que se extendió entre apellidos de unos y otros, críticas de beatería, repasos de vestuario y planes para el resto de la semana mientras, fuera, la noche terminaba de caer en Sevilla.
–¡Josefina! ¡Josefina!
La señora Perrier era una mujer menuda de profundos y bellos ojos negros, que destacaban sobre una piel blanca y fina. Su pelo, de un castaño oscuro, lo recogió toda su vida en un rodete bajo a la altura de la nuca. Había en su porte la austeridad y el empaque de las damas españolas: no usaba artificios, vestía siempre de oscuro y jamás cedió a ataviarse con ningún sombrero o tocado que no fuera la sobria mantilla negra... Y aunque su esposo todo aquello lo encontraba medieval, nunca logró convencerla para que cambiara sus gustos.
La mujer aguardaba a su hija asomada a la pequeña terraza que daba al jardín. Josefina tenía la molesta costumbre de ponerse a leer al fondo del recinto, con lo cual, cuando se necesitaba algo de ella, era preciso bajar a llamarla, y aquello la incomodaba sobremanera.
Allá hacia donde Carmen miraba en busca de su hija, los magnolios de Indias y los cipreses Lawson alzaban orgullosos sus copas, llenas de plenitud, a un luminoso cielo azul claro. Se balanceaban al son del viento del sur, que hacía que sus largos tallos se tocaran. Con la llegada de los Perrier a Sevilla, las pequeñas glorietas y laberintos de tullas delicadamente recortadas al más puro estilo francés habían variado la fisonomía de un jardín otrora agreste y desordenado. Plantas trepadoras escalaban los troncos desafiando las alturas, cubriendo sus ramas como verdes y serpenteantes guirnaldas.
De fondo, el ruido blanco del agua del estanque, como un susurro al caer por unos pequeños caños junto a los viejos tapiales medianeros rebosantes de rosales que separaban el jardín de las propiedades colindantes. Era un hermoso tapiz creado por la naturaleza.
–¡Josefina! ¡Josefina!... ¡Será posible!
«Ha heredado el carácter de su padre –pensaba Carmen–, lleno de excentricidades. Ni noción del tiempo tiene.» La señora Perrier consideraba que la joven era rebelde y demasiado fantasiosa; solo esperaba que los años templaran aquel carácter.
–Estaba aquí, madre, ¿no me oía? –Josefina acababa de entrar en la sala.
–Ya pensé que me harías bajar a buscarte. ¿A qué hora te recogen las de Roldán? Son casi las diez de la mañana.
–A las doce, cuando salgan de misa.
–¿Qué traje te piensas poner?
–No lo he pensado aún, pero si se queda más tranquila, puedo acercarme a Santa Inés y pedir prestado un hábito –le dijo irónicamente. Sabía bien qué pasaba por la mente de su madre, bastante le había costado aceptar que llevase tocado y no mantilla tres días atrás.
–Déjate de tonterías y ve a arreglarte, que el tiempo pasa volando.
Y así fue: aún tuvieron que esperarla cinco minutos las de Roldán cuando llamaron a la puerta de la Casa Moscoso dos horas más tarde. Doña Teresa, viuda de Roldán, llegaba con sus hijas en un landó tirado por dos caballos, con cochero y lacayo. Su difunto marido fue un rico comerciante de aceite que dejó a su oronda esposa y a sus dos hijas en una posición envidiable.
La viuda era una mujer que hablaba sin parar; con ella no era problema mantener cualquier conversación, puesto que como preguntaba y se contestaba a sí misma, sin dejar que nadie metiera baza entre dime y direte, uno no tenía que esforzarse por seguirle el ritmo y bastaba un «ahá» por aquí y un «¿de verdad?» por acullá para que la charla fluyera sin pausas. Nada de responder preguntas comprometidas o devanarse los sesos en busca de charla intrascendente, como ocurría con las madres de otras de sus amigas.
A sus dieciocho años, Josefina no había hecho prácticamente vida social en Sevilla, exceptuando reuniones organizadas en casa de sus padres, de tarde en tarde, donde asistían industriales, comerciantes, intelectuales liberales..., la nueva clase económica emergente. Nada que aguardar con el alma en vilo, más bien para ella un solemne aburrimiento: ellas, demasiado superficiales y con un halo absurdo de beatitud; ellos, petimetres sin interés, prepotentes y jactanciosos, incompatibles con su espíritu inquieto.
Si bien no disfrutaba de esas reuniones, sí disfrutaba aquellos paseos por los jardines de las Delicias en coche de caballos: veía y saludaba a mucha gente, y el recorrido le resultaba un espectáculo alegre y lleno de color, muy similar a como imaginaba sus futuros paseos por los Campos Elíseos. De sus amigas, las únicas que tenían una carretela propia eran las hermanas Roldán –Marita y Salud– y solían ir al paseo con ellas casi todos los domingos y festivos.
–¡Estás preciosa, niña! Qué traje tan fabuloso –alabó doña Teresa antes de plantarle un beso en cada mejilla–. Anda, Marita, haz sitio. No paro de decirles a las niñas que me encanta que nos acompañes al paseo, llevas siempre unos modelos únicos y maravillosos. Claro que con tu padre tienes la ventaja de poder comprarlos en Francia... Mi difunto marido solía decir... –Y se lanzó así a su habitual monólogo mientras las tres muchachas cruzaban miradas y sonrisas.
El traje que había entusiasmado a la viuda era sutil, una gasa rosa pálido con mangas hasta el codo. El fino tejido resbalaba por el brazo como una segunda piel, y cascadas de diminutos encajes color marfil se disponían en hileras hasta la cintura, donde terminaban en un ancho fajín que resaltaba la figura. Tocada con un delicado diseño en paja adornado con una gran rosa en el ala, la sombrilla de guipur marfil completaba un atuendo elegante y favorecedor. Siempre tuvo una gran intuición para la moda.
Aquel Domingo de Resurrección hacía bastante calor y Josefina agradeció la suave brisa cuando las ruedas del landó echaron a rodar.
Con el agradable traqueteo de fondo y doña Teresa centrada ahora en su hija Salud, Marita se dirigió entre murmullos a la joven Perrier.
–Estoy deseando llegar a las Delicias –le dijo. Marita y Josefina eran de la misma edad, pero mientras una pensaba en un horizonte más allá de Sevilla, la otra encontraba aquí todo su universo y no podía imaginar ningún sitio donde fuese a ser más feliz que inmersa en los corrillos sevillanos–. Luis Osorio me ha escrito una carta.
–Ya era hora –sonrió su amiga–. Cuánto me alegro. ¿Le contestarás?
–Claro, mujer, solo faltaba. Llevo un siglo esperando que se decida... Creo que va a estar en el paseo.
–Niñas, niñas... –Doña Teresa las llamaba al orden, no quería que dejaran de prestar atención a su incansable cháchara.
Ya llegaban a las inmediaciones de las Delicias y San Telmo. Coches de caballos, jinetes y paseantes a pie se dirigían a la zona del paseo de moda de la capital andaluza. El enjambre de carruajes –entre breaks, calesines y spiders– formaban atascos en los aledaños para acceder al paseo a la altura de la Puerta de Jerez. En aquellos barullos se podía observar con detalle a los ocupantes de los otros carruajes, charlar, saludar y advertir el estado de euforia de la juventud, expectante por si aparecía de repente quien ocupaba sus sueños.
Josefina vio de lejos al pretendiente de su amiga y le dio un suave codazo al tiempo que con la cabeza hacía un leve gesto en su dirección. Marita la cogió de la mano y con la barbilla le indicó el pescante del cochero. La Perrier lo cazó al vuelo.
–Doña Teresa, ¿podríamos detenernos un minuto? Por allí vienen los de Osorio con unos amigos.
La viuda le guiñó un ojo, pícara, e hizo un gesto al cochero para que aminorase la marcha del landó hasta casi frenarlo del todo.
–¿Y dónde están esos muchachos?
–Allí, aquel grupo de caballistas, ¿los ve, madre? –señaló Salud.
–Sí, parece que vienen hacia aquí, querrán saludar –dijo Marita nerviosa, presa de excitación, mientras rogaba por que su madre no rompiese a hablar y los entretuviese demasiado.
Como no podía ser de otra forma, de poco sirvieron las plegarias para contener la cháchara de doña Teresa, aunque fue para bien: mientras los amigos de Osorio –que resultaron ser militares– entretenían la atención de doña Teresa y Salud, Luis no le quitaba ojo de encima a Marita y hablaban ambos sin decirse nada, solo con miradas y gestos esbozados más llenos de contenido que el discurso desbordante de la viuda con sus cientos de miles de palabras. Josefina, mientras tanto, observaba a unos y otros y se preguntaba cuándo –cuándo– podría mudarse al fin a París para al fin ser ella la protagonista del romance.
En esas estaban cuando pasaron junto al landó de las Roldán dos elegantes jinetes a lomos de unos soberbios ejemplares ingleses. Luis Osorio se echó a un lado para dejar paso y observar a los animales. En la maniobra, uno de los hombres, agradecido por la atención del joven, se volvió al tiempo que se quitaba el sombrero.
–Gracias, caballero –dijo girando su montura hacia el landó.
–No hay de qué –contestó Luis Osorio. Pero el jinete no parecía oírle: se había quedado clavado en el sitio y con la vista fija en el carruaje. Tan absorto que a Osorio le molestó su actitud y tres segundos después le invitaba cortante a proseguir su camino–: Que usted lo pase bien, caballero.
El jinete advirtió la insinuación y siguió rumbo hacia el paseo, pero su partida no puso fin a aquel episodio: Josefina notó que un escalofrío la recorría de arriba abajo. Aquel hombre la había mirado como nunca nadie lo había hecho.
–¿Ese no era el duque? –rumoreaba doña Teresa–. Hacía ya que no pasaba por Dueñas, ¿verdad, hija? Recuerdo cuando venía por aquí más a menudo, pero ahora con las cosas de Madrid y las de Francia... Ay, si tuviera yo los palacios de los Alba, aunque como me decía tu abuela, que en paz descanse, donde haya salud, que...
A su lado, los amigos de Osorio asistían corteses al parloteo; Marita y Luis habían vuelto a embarcarse en ese silencio cómplice; y Josefina ya no escuchaba nada. Aún sentía sobre la piel la fuerza de aquella mirada.
Era ella, era ella... La joven de la procesión, la de la Casa Moscoso, estaba seguro, reconocería su rostro entre mil. Sabía que había cometido una falta de cortesía grave al quedarse así plantado ante el carruaje de las damas, mirando fijamente a uno de sus ocupantes; aquello no era de recibo... Pero volvería a hacerlo. Si a la luz de las velas aquel rostro le atrapó como ningún otro, con la claridad del día había hechizado su ánimo. Aquella no sería la última vez; si era preciso, él se encargaría de propiciar otras.
–Dime una cosa, Francisco –dijo dirigiéndose a su acompañante. Se trataba de su ayuda de cámara y no era muy aficionado a la monta, pero acudía si así el duque lo reclamaba–. ¿Recuerdas la antigua casa de los Moscosos?
–Por supuesto, señor.
–¿La familia que vivía allí era...?
–Los Perrier, señor. Allí llevan más de veinte años... No sé si el señor duque recuerda que se instaló un francés sobre el año treinta y tres y montó un gran taller de tintorería en una de las zonas bajas que dan a la barreduela, lleno de máquinas extrañas que nunca se habían visto por estas tierras. Pues ahí siguen con el negocio, y la familia vive arriba.
–¿Se dedica a la moda? –Un tanto recostado al frente, el duque acariciaba el cuello de su montura con la mano derecha, y llevaba sueltas con la izquierda las riendas. A su lado, el ayuda de cámara tenía puesta toda su atención en guiar al caballo y montaba muy rígido, con los ojos fijos al frente y las dos manos sujetas a las riendas. Pareció dudar un segundo, antes de responder la pregunta.
–Aparte de los tintes, hace unos años abrieron un comercio de modas por la calle de las Sierpes, creo recordar... –El hombre, perro viejo, vio la oportunidad de ganarse el favor y la confianza de su señor, que llevaba años sin pisar Dueñas: si era preciso, se adelantaría a sus deseos para recuperar el esplendor que la casa tuvo antaño–. Si el señor duque lo desea, puedo enviarle una nota al gabacho... Perdón –dijo al advertir la mirada del duque. Un patinazo inexcusable–. Quise decir al francés, señor.
–¿Una nota?
–Si el señor duque planea repartir su tiempo entre París, Madrid y Sevilla como me dijo hace unos días, y comienza a pasar aquí temporadas más largas, tal vez quiera ampliar el vestuario para sus estancias. Siendo él francés como es, quizá...
Con los ojos de Josefina ocupando sus pensamientos y una nueva idea gestándose en su cabeza, el duque siguió camino entre las sombreadas alamedas del parque. La montura iba al paso; su mente, al galope.