Prólogo
“No todas las palabras,
Te dicen la verdad.”
“Pájaro Metálico” - Pappo’s Blues (1973)
“Fue como un hijo para mí.” B.B. King me dijo exactamente esas palabras la noche del 25 de marzo de 2010, cuando me senté a su lado en el camarín del Luna Park; yo era el último de una larga fila que pasaba por allí para sacarse una foto, darle un abrazo, pedirle una firma o manifestar alguna de esas extrañas formas del afecto que genera la fama. Había tenido la fortuna de haberlo entrevistado dos veces, pero esa noche sólo quería ver si podía sacarle algunas declaraciones para este momento que ahora el lector transita conmigo. Cuando llegué ante él, lo saludé, y me preguntó, cortés como siempre, cómo estaba. B.B. King es un hombre con un inmenso don de gentes; recibe a sus fans, les da un poco de su tiempo, su atención y su simpatía sin par. Tiene ochenta y cuatro años, ha tocado casi dos horas y debe estar muy cansado. No pretendía abusar de su tiempo. Pero quería, necesitaba, me era imperioso contarle que estaba escribiendo un libro sobre Pappo. Cuando se lo dije, le cambió completamente la expresión del rostro; me enfocó con esa mirada de sabueso y con infinita tristeza me lo dijo: “He was like a son to me”. Eran los ojos, la voz y el rostro del blues en su esencia más pura. Estoy seguro que al duro de Pappo, allá en el cielo, se le debe haber piantado un lagrimón ante el reconocimiento del más grande de la música que él amaba, el blues. Lo había conseguido en vida, y ahora el venerable blusero me lo ratificaba a poco más de cinco años de su muerte.
De manera que le hice a B.B. King la única pregunta que verdaderamente era importante. Sabía que no tenía tiempo y que era una sola, aunque tratándose de Pappo, me dijo, podían ser dos. ¿Por qué Pappo era especial para él? ¿Era su modo de tocar la guitarra, su pasión por el blues? “No”, me contestó, “es un regalo de Dios, es algo que viene del corazón. Pappo era bueno. También era bueno tocando. Pero lo que me llegó fue la persona; él era muy respetuoso conmigo. El me quería y yo también lo quise. Era especial”.
Todo aquel que haya conocido a Norberto Aníbal Napolitano sabe que B.B. King tenía razón: era especial. Y también sabe que Pappo simboliza un personaje y que Norberto constituye la persona, y que ambos, en sagrada trinidad con el Carpo, otra de sus encarnaciones, conformaban un todo bastante complejo. Resulta paradójico; un hombre que en esencia era muy simple tenía un montón de personalidades que, como capas, recubrían al verdadero yo. No es que tuviera varios rostros, sino distintas configuraciones para un único ser. La misión de este libro es, justamente, intentar conocer a esa pequeña multitud que Pappo representaba para las diferentes personas que vivieron su vida con él, y para aquellos que lo frecuentaron, lo que también incluye al público.
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La primera vez que lo vi, Pappo era un gigante. Un tipo enorme que parecía escapado de alguna película de ciencia ficción; debía medir como tres metros y su guitarra era de una dimensión descomunal. Mucha gente me conoce por haber sido el biógrafo de Charly García, pero no todos saben que, dentro del rock nacional, mi primer ídolo fue Pappo. Él era el que me servía como distintivo escolar. En 1977 era de los pocos que escuchaba rock a los catorce años en el secundario José Ingenieros de Flores, y mis compañeros me veían como un bicho raro (los íntimos directamente me decían “chobi”). Ante requisitorias sobre mis gustos, respondía con gruñidos de diferentes tonalidades e intensidades; la mención de Pappo hacía que alcanzara el grado máximo. Cuando cumplí quince, se anunció un show de Pappo’s Blues. “Pibe, ¿qué hacés acá tan temprano?”, me preguntó el boletero del teatro Estrellas, medio desconcertado por mi presencia. “Vengo a sacar entradas para ver a Pappo”, respondí con un orgullo puro e inocente.
Compré dos entradas porque en esa época, ir a ver a Pappo no era una experiencia para que un chico de mi edad recorriera solo. En esos años, la plata no alcanzaba en casa, entonces mi mamá tuvo que alquilar mi habitación en el departamento de tres ambientes que habitábamos. Después de algunas experiencias no felices, dimos con una inquilina adorable, una chica muy joven llamada Carmen. No tardé en hacerme amigo de su novio Ariel, con quien jugamos incontables partidas de RISK y Estanciero. Durante alguna de ellas debió haberme contado que conocía a Pappo a través de un amigo en común. Con él, entonces, fui a ver al gigante. O por lo menos al gigante que era desde la primera fila al medio del teatro Estrellas. Mi idea de haber ido a comprar las entradas apenas se pusieron a la venta, me permitió esa ubicación privilegiada.
Recuerdo que ese show de Pappo’s Blues, con Fanta Beaudoux al bajo y Darío Fernández en la batería, fue uno de los pocos que se realizó en 1978, año en el que el rock argentino tocó su piso histórico de actividad. Yo quedé shockeado de tanto mirar para arriba al gigante y a su guitarra. Jamás olvidaré esa imagen, y tampoco recordaré la música que tocó, así como tardé mucho tiempo en entender que Pappo no medía tres metros y que el alto era su bajista, que alcanzaba casi dos. Ariel, mi acompañante, tenía la edad de Pappo y la cancha suficiente como para subirse al escenario cuando terminó el show. Yo lo esperé abajo. Y al rato emergió con un regalo para mí: ¡un autógrafo de Pappo! “Para Sergio el rockero: Pappo’s Blues.” Ocupó un lugar estelar bajo el vidrio de mi escritorio de estudiante, desplazando a las firmas de Nito Mestre y León Gieco a un lugar de menor cartel. No sólo mi gusto por él había sido un diferencial para mí en el colegio, su autógrafo era directamente el carnet de entrada al club de los rockeros. Pappo me había nombrado rockero. Y por escrito. Yeah.
Al año siguiente, creo, fui a verlo al Club Portugués de la calle Pedro Goyena. Eran los estertores finales de Pappo’s Blues, pero no tenía modo de saberlo, y es altamente probable que Pappo tampoco lo hubiese sabido en esa noche. El lugar estaba semivacío: habría unas setenta personas. Después vendría Riff, y una de mis primeras misiones periodísticas profesionales, en 1983, fue cubrir sus conciertos para la revista Tren de Carga, que dirigíamos, escribíamos, tipeábamos, diagramábamos y editábamos con Eduardo de la Puente, utilizando la imprenta que mi viejo administraba. Fue para esa revista que con Eduardo lo entrevistamos por primera vez en 1984. Todo un acontecimiento que pusimos en la tapa final de la existencia de la publicación. A lo largo de los años, seguí viendo a Pappo sobre el escenario y también en situaciones periodísticas o sociales. No era fácil llevarse bien con él, pero yo nunca tuve problemas. Es más, él me ha sacado de alguno.
Recuerdo una noche en Prix D’Ami, y una charla con un tipo que estaba un poco ebrio y con ganas de pegarme. No recuerdo ni al sujeto ni cuál era su enojo, pero era producto del alcohol, y buscaba evitar la pelea, entre varias cosas, porque el otro era más grandote que yo. Cuando las piñas parecían inevitables, siento algo parecido a una garra sobre mi hombro y una voz gutural en mi oreja que le dice al agresor: “Está todo bien con el pibe, ¿no?”. El que me quería pelear dice que sí y se pierde en la multitud como si hubiera visto al demonio. Me doy vuelta y descubro a Pappo. “No te va a joder más, cualquier cosa estoy acá”, me dijo, palmeándome como para bajarme las pulsaciones, y se fue a tiburonear alguna presa.
No fue esa la única deferencia que Pappo tuvo para conmigo. Una tarde de mucho calor lo fui a entrevistar a su mítica casa de la calle Artigas. Me abrió Angelita, la no menos legendaria mamá de Pappo. “Norbertito se está despertando, me dijo que lo esperes”, me comunicó mientras me ofrecía cafés, y todo lo que tuviera en la cocina que no era poco; si le hubiera dicho que tenía hambre, seguro que habría corrido a prepararme un sándwich. Angelita era una madre de las de antes, que buscaba agasajar a todo aquel que pise su hogar. Al rato, me informa que “Norbertito” me aguarda en su leonera, una habitación en la que reinaba una penumbra de cuento, en el que hay una tormenta amenazante de rayos y centellas que rodea un risco que se erige en el centro de la escena. La montaña me habló: “Hola, loco. ¿Me esperás un cachito que me despierte?”. Semi-dormido, Pappo tenía una voz aún más gutural que su registro normal, que por lo menos podría calificarse de cavernoso. Regresé al living, me senté en un sillón y, un largo rato después, Pappo salió de su cubil apenas vestido con un slip fucsia con algún agujerito. Además del calor, lo suyo era una señal de confianza y también su modo de ser, representado en ese caminar de compadrito, producto a lo mejor de una baja estatura. La cabellera alborotada le cubría los hombros dándole un aspecto leonino. Y un apetito propio de la especie: Angelita le trajo un desayuno que más bien parecía un almuerzo.
Por la configuración de los objetos en el espacio, yo quedé en un sillón individual mientras el Carpo se recostaba en otro de tres cuerpos y enfrente mío, como si yo fuera su psicoanalista. En el medio, el grabador registraba la charla, y cuando llevábamos como una media hora hablando, un sordo ruido saturó el micrófono. Algo como “¡Prrrrtttttt!”. Sí, señor: un sonoro pedo de Pappo. A mí me entró risa, a Pappo un poco de vergüenza. No demasiada.
–Uy, loco. Disculpame –me dijo casi como arrepentido.
–Todo bien, Carpo, no pasa nada –le dije casi riéndome. Él se dio cuenta, y se lanzó.
–¡Te cagué la nota! –exclamó como un chico. Yo no contuve la carcajada.
–¡Literalmente! –Nos reímos los dos un largo rato.
–¡Qué cagada! –dictaminó Pappo.
–¡Una mierda! –dije yo. Y ya no pudimos parar: nos caían lágrimas de los ojos. Éramos dos chiquilines. Tardamos un rato en recuperar cierta compostura que nos permitiera volver a la entrevista. Intentamos volver a hablar, pero no pudimos. En un momento, Pappo no aguanta más y pregunta:
–¿Habrá grabado? –me dice casi sin disimular la intensa curiosidad que le provocó el hecho.
–Supongo que sí –le contesté, sabiendo lo que venía.
–¿Podemos escuchar? –Se entusiasmó.
Habremos escuchado ese pedo unas cuatro o cinco veces, llorando de la risa. No sé cómo pudimos seguir el reportaje después de eso. La risotada de Pappo era algo especial, una risa a lo Patán, que comenzaba con un ¡ajá! muy sonoro, se ponía afónica y terminaba en una suerte de cornetazo: ¡Honk! Pasándola en limpio: “Aj, já, jjjjjjjjjjjjjjjjjjjj... ¡honk!”. Esa era la risa genuina de Pappo. Años después, su técnico de grabación, Álvaro Villagra, me la haría escuchar en su estudio. Pappo hizo un arte de eso: de la risa y de los pedos.
Tiene que quedar claro que Pappo era un humorista, aunque no del tipo que en un cumpleaños te cuenta el chiste de los cinco tipos que entran a un bar. Pappo era un humorista en el sentido que lograba cambiar el estado de ánimo de los que lo rodeaban. Estaba todo el tiempo buscando la manera de hacer reír a la gente, como un payaso infatigable. Pero sobre el escenario, tu humor estaba a merced de su guitarra, la que podía hacerte llorar con un blues o reir con uno de esos punteos alegres con que ocupaba el espacio de un buen rock and roll. No cualquiera puede tocar la guitarra, y menos tocarla bien. Pero aun dentro del universo de los que tocan muy bien la guitarra, es muy difícil poder encontrar uno con las cualidades de Pappo, con ese humorismo que transmitía su tocar. Quedará claro en el libro por qué. Y ojalá que también quede claro que Pappo era un gran compositor y un buen cantante.
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Este es un libro que pedía a gritos ser escrito. Lo pensé en firme durante 1998, cuando tuve que ponerme a elegir cuál sería mi segundo libro después de haber hecho el de Charly García. Le tiré la onda al Carpo, y me dijo que estaba haciendo el suyo con otra persona, que en realidad había sido su mánager y que se dedicaba a la fotografía. No se volvió a tocar el tema hasta 2003, cuando Pappo visitó “Rock Boulevard”, el programa que estaba haciendo en Radio Continental. No hacía mucho que se había editado Buscando un amor, y esa era la excusa para la charla. La última que tuvimos.
Durante una pausa, le regalé un ejemplar del libro de Charly que le estaba debiendo. Le dije que esperaba que no lo tomase como una ofensa, medio en serio, medio en broma. “Nooo, con Charly está todo bien”, me dijo riéndose. Le pregunté cómo iba el libro suyo, y me respondió que ni siquiera comenzaron a escribirlo. Le sugerí que si tenía interés que contara conmigo. “Ya está –me dijo–, lo escribís vos.” Digamos que no le tomé la palabra pero sí que me entusiasmé con la idea. Pero conociendo a Pappo sabía que un día decía una cosa y al otro podía decir otra. Más valía ir con precaución.
En 2005 trabajé en el programa de Beto Casella, “Bien levantado”, que se transmitía por Mega, al que inevitablemente llegaba “mal dormido”. La luz roja del contestador titilando a las seis de la mañana no constituía un buen presagio. Para mi sorpresa, escucho la voz de Juan Alberto Badía que me avisa: “Sergio, no vayas a la radio desinformado. Se acaba de matar Pappo, poné la tele”. No tardé dos segundos en hacerlo, y la imagen me confirmó lo que me decía Juan: unos reflectores alumbrando lo que parecía haber sido un accidente. Miré sus piernas y supe que, efectivamente, bajo esa sábana se encontraba Pappo. Muerto, para el horror de todos. Me fui a lavar la cara y a tratar de sacudirme el estupor, y recuerdo claramente haber pensado que la muerte de Pappo era también el final del proyecto de este libro. Lo que no entendía era que el largo proceso que termina en un montón de páginas impresas que cuentan una historia acababa de empezar.
Mi idea era hacer lo mismo que había hecho con Charly: pasar tiempo con Pappo. Seguirlo, observarlo, compartir experiencias, dialogar y, en el mejor de los casos, construir una relación. Eso es lo que hizo que el libro de Charly fuera divertido: las cosas que nos pasaron y que pudimos contar. Uno así se convierte en testigo, aunque en el caso de Charly las cosas se salieron de control de inmediato, y me llevó a involucrarme en el libro también como actor, involuntario o no. Con Pappo muerto, ese plan me estaba vedado. Ya no había gracia. Thrill is gone. El libro también.
Dos años después, unos amigos vienen a comer a casa y uno de ellos me cuenta que en el entretiempo de un partido en la cancha de Vélez Sarsfield, por la pantalla de led del estadio, pasaron el video de Riff, “Sube a mi voiture”. El clip arranca con el público gritando: “Y dale Pappo, dale, dale Pappo”, un viejo canto de guerra que se viene escuchando desde tiempos inmemoriales, y que no tardó en ser seguido por la hinchada de los dos equipos, que casi como en una coreografía se sacó camperas y remeras para revolearlas al aire durante todo el tiempo que duró la canción, que terminó con un aplauso, como si Riff la hubiera tocado en vivo. Pappo logró que dos grupos de tipos que probablemente se agarrasen a piñas cuando se encontraran en la calle, depusieran sus rivalidades coincidiendo en reconocerlo como lo que es: un auténtico ídolo popular. Javier Malosetti me dijo algo en esta tonalidad: “Los dos únicos tipos en el país capaces de meterse con el auto en una villa, charlar con alguien, y salir sin un rasguño, son Maradona y Pappo”. Pappo fue popular no por su fama, sino por su carácter de pueblo; si bien laburó para forjar su propia leyenda, su personaje era absolutamente auténtico. Nunca pudo, ni quiso, disimular su origen barrial. Y como todos los que verdaderamente portan algo que les pertenece, nunca tuvo que explicar ni fundamentar de dónde venía.
Esa historia me quedó dando vueltas por la cabeza durante todo ese verano. Había esperado en ese tiempo que alguien más escribiese ese libro, pero nadie había hecho el menor movimiento en esos dos años. Una mañana de domingo me desperté sobresaltado. Pappo, Pappo, Pappo: la cabeza me sonaba como un Marshall. ¿Qué era eso? Cuando abro el diario veo la fecha: 25 de febrero de 2007. Se cumplían dos años de su muerte. No creo en lo sobrenatural, no creo en mensajes del más allá, pero siempre atiendo esas señales como para cubrir todas las bases, no vaya a ser cosa... Agarré el auto y me fui al Cementerio de la Chacarita, busqué el lugar donde descansaba el Carpo pero un cuidador me dijo que ya no estaba allí, que había sido cremado para llevar sus cenizas a la plaza de Juan B. Justo y Boyacá. Me fui hasta allá pero todavía no estaba listo el monumento en donde hoy Pappo descansa junto a los restos de sus padres, como él había querido.
No pude encontrarle un sentido a esto; tan sólo la conclusión de que sería bueno que me pusiese a escribir este libro por una razón muy sencilla: Pappo hubiera querido tener su biografía. Y de algún modo, en eso habíamos quedado. No era lo ideal, tan sólo lo posible; debía cambiar mi rol de testigo por el de un arqueólogo que busca fragmentos de un mundo perdido, aunque el universo de Pappo continúa vivo, en órbita y rockeando a través de una vasta obra que este libro procurará consignar. Lentamente, me puse en marcha y primero tomé contacto con Liliana, su hermana, y con Luciano, su hijo: ellos dos debían saber lo que iba a hacer. Si bien no requería su autorización, y sí su colaboración, la que ambos brindaron sin restricciones, me parecía justo y necesario que supieran, antes que nadie, que iba a escribir este libro.
Fueron casi cuatro años los que me pasé entrevistando a una importante cantidad de gente que tuvo un papel en la vida de Pappo. Sé que muchos quedaron fuera, algunos por imposibilidad de contactarlos, otros porque aceptaron, pero después no devolvieron ni mails ni llamados, y los menos, porque declinaron participar. Con cada charla, un pequeño cuadrado en la vida de Norberto se completaba, y a la vez se abrían nuevos interrogantes. De a poco comenzó a quedarme claro que pese a su simplicidad, Pappo era un tipo al que nunca nadie terminaba de conocer del todo, ni siquiera los más íntimos. Existía un núcleo al que era muy difícil acceder y solamente Norberto conocía la clave de ingreso. A veces, la olvidaba y las cosas no iban muy bien. Le expliqué de mis dificultades a Mónica Delfino, quien supo ser su jefa de prensa y amiga, y me respondió sintética a uno de mis mails: “¡Cuántos misterios! A Norberto le hubiera encantado”.
En toda esta reconstrucción hubo una ayuda que viajó a través de los mundos y de los tiempos enviada por Angelita, su mamá. Cuando Norberto comenzó a salir en las revistas, ella se abocó a la tarea de juntar todos los recortes que pudiese y los fue guardando en una valija. Después de su muerte, Pappo le pasó la valija a su novia Florencia Depetris, y le dijo que su trabajo era ordenar todos esos recortes. Pacientemente le fue dando forma a un verdadero archivo de prensa que ocupó tres voluminosas carpetas. Pocos días después de haber sido entrevistada para este libro, Florencia me prestó ese alucinante archivo, que ayudó muchísimo en la reconstrucción de la historia. Además, me mostró aquel libro de Charly con mi firma, que le regalé a Pappo en 2003 y que de alguna manera fue el puntapié inicial de todo esto. Las cosas parecían ir encontrando su cauce.
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¿Qué es lo que hacía que Pappo fuera especial para tanta gente? En estas pampas, los guitarristas eléctricos abundan, y hay muchos muy buenos. Se podría encontrar sin mucha dificultad algunos virtuosos de características superlativas, muchos de ellos reconocidos por el público, e incluso muy superiores técnicamente a Pappo. Pero la Historia lo señaló a él, a Norberto Napolitano, como el elegido a la hora de designar al mejor guitarrista eléctrico de estas latitudes. ¿Fue suerte? ¿Estar en el lugar correcto en el momento adecuado? Cualquiera que lo haya escuchado con un poco de detenimiento y conocimiento, en vivo o grabado, sabe que no; Pappo tenía un sonido especial que provenía de sus dedos, pero también de su corazón. En una noche normal, Pappo era un muy buen guitarrista; si estaba inspirado, era increíble: no había con qué darle. Era algo único, comparable en su fluir a un Eric Clapton o a un Jeff Beck. La guitarra hablaba en su nombre, y relataba todas esas historias que su mente alcanzaba a imaginar pero que sus palabras no lograban contar, aunque algunas de sus mejores letras son mucho más profundas e imaginativas de lo que se piensa.
Álvaro Villagra, su técnico de grabación de los últimos quince años, además ha registrado una gran cantidad de álbumes con los mejores músicos del país y ha tenido la oportunidad de trabajar con instrumentistas excepcionales. “Podría mencionar uno o dos guitarristas que tocaban lo que tocaba Pappo y más –explicó una tarde en su estudio–. Pero ninguno de ellos puede inventar lo que Pappo inventaba en la guitarra.” Y es verdad: la gente suele olvidar que además de guitarrista, Pappo era un creador. Un mérito que le negaban era la inteligencia, olvidando que su modo de tocar la guitarra no sólo tiene que ver con una habilidad innata e instintiva, sino que proviene también de su intelecto; era como una extensión mejorada de su lenguaje verbal. Pero Pappo no era demasiado hábil con la palabra ni tampoco alguien que hablase demasiado, y eso se reflejó también en sus letras plagadas de extraños modismos verbales y curiosas construcciones gramaticales. Y eso que constituye un error para la redacción o la oratoria, devino en acierto en cuanto a letra de rock, porque Pappo sabía perfectamente cómo debía sonar una letra para que encontrase su encastre en determinada melodía de rock. Si eso violaba la gramática, no era problema suyo: él era músico. Pappo necesitaba que sonara a rock. O a blues.
Su voz profunda, potenciada por esos resonadores de pecho que le otorgaban el tono del motor de un camión, llamaba al engaño y por eso mucha gente decía que Pappo no era un gran cantante, o algo peor: que no podía cantar. Pero eso suele ser fruto de la ignorancia o de la sordera; era casi imposible que Pappo desafinara, salvo en vivo y por no escucharse bien, o por desgano, pero no porque no supiese dónde estaba la nota correcta, ni por incapacidad en alcanzarla. Al igual que Charly García, su oído era absoluto. Sus discos no mienten, no fueron grabados con esos filtros que hacen que alguien con fallas de afinación se acerque a la perfección. Es más: al cantar, a veces, realizaba delicadas inflexiones vocales, decisivas a la hora de expresar emoción en una voz que daba la impresión de no tener matices. Pero los tenía; lo que pasa es que Pappo fue un cantante tímido que compró esa idea de que no podía cantar (el público mismo le discutió ese punto... y se lo ganó), y también por la construcción de ese personaje duro e inexpugnable que parecía no tener sentimientos, pero que sí poseía y en mayor grado que los matices en el canto.
Pappo, el personaje, era propenso a la monstruosidad. Claudio Gabis, que fue su amigo y colega cuando ambos eran adolescentes, explica que “Pappo se inventó un personaje que era auténtico, pero después está Norberto Napolitano que es otro tipo, muy tierno, muy alejado de la bestia”. No se trata de algo bidimensional como “Dr. Jeckyll y Mr. Hyde”, sino de algo más sofisticado que ni él sabía bien cómo manejar. El monstruo podía cobrar vida propia y hacer cosas tremendas, cosas por las que después Norberto tendría que poner la cara. Y eso lo mortificaba. A veces, la culpa era del alcohol. A veces, no había explicación. Pappo no fue el inventor del blues en la Argentina –esa patente está a nombre de Manal–, aunque haya sido uno de los sus mejores difusores e intérpretes, pero sí fue el pionero absoluto del rock pesado en el país. Quizá cierto esfuerzo por mantener esa condición de “el más pesado”, mezclado con esa vocación por la pelea que traía desde pibe, lo haya llevado a cometer grandes desatinos. De los cuales, ya calmado, se arrepentía. Porque en el fondo, Norberto Napolitano era tan sólo un pibe de barrio, respetuoso de sus padres y de su hermana mayor, a los que adoraba y en los que encontraba su verdadera dimensión amorosa. Esa que sólo en muy pocas ocasiones encontró en la figura de una mujer que pudiera ser su par. Su naturaleza libertaria se daba de codazos con las convenciones de una pareja normal, pero no por eso dejó de creer en el amor ideal ni de sentirse terriblemente herido ante un desengaño sentimental. Pappo tuvo cientos de mujeres en su vida y algunas de ellas muy conocidas por haber generado algunos de los ratones más grandes en la cabeza de varias generaciones de argentinos. Muy pocas le llegaron al fondo del corazón y fueron mayormente anónimas.
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Pappo no necesitaba morirse para convertirse en leyenda. Ese lugar tan poco común lo fue construyendo con el personaje, y en verdad ya estaba instalado desde que ingresó a Los Gatos, o desde que volvió de su primer viaje a Europa a pedido de un público que lo reclamaba. Pero más que leyenda, la palabra que mayormente lo abarca es “músico”. “Vos a Pappo le dabas un palo de escoba y sonaba bien igual: él era el sonido”, lo definió Luis Alberto Spinetta para este libro. “Pappo tocaba una viola, cualquiera fuera, desenchufada, y la viola quedaba mejor.” “Era un músico de la Música”, lo alabó Sarcófago de los Ratones Paranoicos. La lista de elogios por parte de colegas podría extenderse hasta el infinito.
Su vida fue extrovertida como el rock y misteriosa como el blues. Con cada conversación, sentía que entendía un poco más a Pappo, pero también que sabía un poco menos de Norberto Napolitano. Pero al mismo tiempo comprendía que no había nada diferente entre ellos. Con su música pasaba algo parecido, las canciones parecían revelarse apenas escuchadas y, sin embargo, décadas más tarde, y a la luz de algunas cosas que fui aprendiendo durante la confección de este libro, cobran un sentido muy distinto del que originalmente le asigné. Había una segunda lectura posible, sin embargo, no era tampoco apropiado ponerse a buscar sub-textos e intenciones secundarias allí donde no las había.
La historia del rock argentino no puede explicarse sin Pappo. Ha sido una de sus figuras más trascendentes y definitorias. Si bien su talento era excepcional, Norberto Napolitano fue como tantos otros, hijo de su tiempo, fruto de su tierra, y producto de circunstancias históricas que ya no existen. Y si perduró como artista y también como símbolo durante casi cuarenta años de carrera, hoy, que ya no está, su significancia se revela como ausencia. Pappo perteneció a una generación de rockeros que tenía todo por hacer, y que además lo hizo. En épocas especialmente adversas, luchó denonadamente por establecer el rock y el blues en la Argentina, cometido que logró con creces. Y al igual que la mayoría de sus pares, tampoco logró el reconocimiento moral y material que otros músicos, tan innovadores como él, alcanzaron en países más desarrollados. Su historia es, un poco, como la historia de este país: tiene algo de drama épico, de comedia italiana, de enrosque escandinavo –Pappo aseguraba haber sido vikingo en una vida anterior–, y un final inesperado, de esos que en una película hacen que la audiencia abandone el cine sin entender muy bien qué pasó; con la sensación de que las cosas no deberían haber terminado así.
“Murió en su ley”, declaró mucha gente sin mala intención, apenas con el respaldo de cosas evidentes como que a Pappo le gustaba el vértigo, la velocidad y los autos. Sin embargo, me atrevería a afirmar que su ley era la de la música, y que bajo ella debería ser juzgado, y no con los cánones de una de sus aficiones. Pappo fue mucho más que un buen guitarrista de blues o de rock, fue más que un músico exitoso, fue más que un personaje pintoresco, fue más que un muchacho de barrio devoto de su familia paterna que nunca pudo formar la propia, fue más que una estrella de rock. Pappo fue todo eso y alguna otra cosa que es imposible definir como algo que no sea un estado del ser. Un ser rockero y auténticamente argentino. Era ese grito proferido desde el fondo de la popu de Obras, cuando sobre el escenario las cosas se ponían aburridas: “¡Viva Pappo!”. Eso bastaba para que todos reaccionáramos, abajo y arriba. Una invocación infalible.
Su leyenda no es producto de la distorsión que produce la muerte y la ausencia: se trató de algo real. Pappo existió y difícilmente las palabras aquí escritas lleguen a hacerle justicia. Este libro solamente intenta contar la historia de un músico fundamental y, si se puede, la de una persona que transitó por este planeta con virtudes y defectos como todos. El mito los envuelve a ambos. En cambio, la obra, la enorme cantidad de música creada e interpretada por Pappo es inmortal. Las notas gatilladas por esa guitarra de máxima precisión y sensibilidad extrema son eternas, como las carcajadas que provocan algunas de sus mejores aventuras. Estoy seguro de que él hubiera querido que el lector se riera con las locuras que aquí se cuentan. Y yo no podría estar más de acuerdo.
Sergio Marchi