Memorándum Almazán
Todavía pienso en Aranguren, después de todos estos meses. Hay momentos en que incluso pagaría por haber estado en su cabeza, desde que empezó el asunto hasta el colapso final. A eso de las cuatro de la tarde generalmente, en esta isla de silencio en que teléfonos, fax y télex, e incluso el rumor del aire acondicionado parecen conjurarse en una tregua sabática, una tregua que deja la embajada en pavorosa quietud, en momentos así miro por la ventana de mi oficina, veo afuera las ramas inmóviles de los robles y el cielo blanquecino de Santiago y pienso en Aranguren, y me doy cuenta de que jamás voy a entender del todo cuál fue la razón que hizo que un tipo como él, un trepador tan prolijo y calculador, dejase que un asunto como ése truncara su carrera hacia el parnaso diplomático.
Para todos, el verdadero misterio, la clave del misterio, era el chico. Para mí no. La locura (si es que el chico estaba loco) y la farsa (si era apenas un farsante excepcional) no se plantean como misterios; son, para mí, únicamente lo que parecen: mera locura y farsa. Pero en esos momentos en que todo se inmoviliza en Santiago, me pregunto cómo fue el proceso mental de Aranguren, en qué momento se inclinó la balanza y empezó a desmoronarse el modelo que se había impuesto hasta entonces para su vida diplomática. Y me gustaría saber si también él seguirá dándole infinitas vueltas al asunto, en el bungalow de mala muerte que le habrá dado la Takaoka Ship en Yakarta.
El invierno en Santiago termina con violencia. Una lluvia fuertísima extingue el frío y, de un día para el otro, la ciudad entera florece. Literalmente. El agua alimenta las plantas, los árboles, el pasto castigados por la helada y el frío seco chilenos y, acto seguido, el sol irrumpe y hace revivir casi milagrosamente el reino vegetal. Dura muy poco: unos días, con suerte dos semanas, y eso es la primavera, acá en Santiago. Pero créanme que es una época de gloria. Los colores lastiman casi, las flores parecen a punto de explotar y el cielo vira a un azul que a mí me hace pensar en Mar del Plata, o en lo que era Mar del Plata fuera de temporada, antes del agujero de ozono.
En algún momento de esas dos semanas apareció el chico por primera vez. Se plantó frente a los portones de hierro de la embajada y, cuando los guardias le preguntaron que quería ahí, se limitó a darles el primer papel garabateado:
SOY ARGENTINO
EX COMBATIENTE EN LAS ISLAS
QUIERO VER AL EMBAJADOR
NO ME VOY A MOVER DE ACÁ
HASTA QUE ME RECIBA
NO QUIERO ARMAR LÍO
SOLAMENTE OFRECERLE ALGO
PERO A ÉL EN PERSONA
Parecía ignorar el calor. Tenía el pelo muy largo, borceguíes y una campera azul, barata, cerrada hasta el cuello. Habrá llegado alrededor de las tres, y el papel tardó más de media hora en recorrer el circuito jerárquico hasta nuestras oficinas. Aranguren estaba más alto en el escalafón, pero entró cuando una de las secretarias acababa de leérselo a la otra. Las dos miraban disimuladamente por la ventana, Rita con el papel en la mano, y se preguntaban en voz alta que debían hacer, cuando oyeron la voz de Aranguren a sus espaldas.
Las secretarias del mundo parecen tener una característica en común, que los años de trabajo nunca borran del todo: la capacidad de ver vulnerables y conmovedores a todos los dementes que aparecen por esa oficina exigiendo entrevistas con sus jefes. Rita y Teresa son algo así como paradigmas de la raza secretarial, y cuando Aranguren les pidió el papelito con esa incurable sequedad tan suya, las dos se pusieron en el acto a favor del chico. Creyeron que estaba a punto de ocurrir una tremenda injusticia que ellas hubiesen podido, si no remediar, al menos atenuar con su maternal corazón de secretarias solteras.
Todos en la embajada le tenían pavor a Aranguren; especialmente los que estaban a sus órdenes. Es decir, casi todos: porque Aranguren era el ministro consejero. Incluso el embajador prefería, hasta donde le era posible, manejar sus asuntos conmigo y dejar el resto de la embajada a disposición absoluta de Aranguren, para que hiciera y deshiciera sin consultarlo (así son los políticos metidos a diplomáticos: les abruma la puntillosidad de los tipos de carrera).
A mí me sorprendía un poco ese temor generalizado. Creo que el propio Aranguren era hasta cierto punto inocente de eso; estaba demasiado ocupado en su ascenso sin pausa. En mi opinión, ese miedo atávico es precisamente lo que, por misteriosas razones, saca a la luz lo peor de uno, y lo que hacía que todos se vieran, delante de Aranguren, sólo como aquello que los avergonzaba de sí mismos. Es más, creo que Aranguren ignoraba que le tuviesen miedo; en todo caso creía que lo resentían un poco por su desinterés en relacionarse con ellos.
Esa tarde, después de leer el papelito, se encerró en su despacho sin decir una palabra y, cinco minutos después, dijo por el intercomunicador que hicieran entrar al chico. Rita preguntó quién tenía que recibirlo y Aranguren dijo que lo iba a recibir él en su despacho. Rita miró incrédula a Teresa, dijo en voz baja que le parecía que estaba por pasar algo que no debía pasar de ninguna manera y Teresa decidió venir a contarme. A todo esto, ya habían pasado más de cuarenta minutos, pero el chico seguía imperturbable a quince centímetros de la reja, ignorando el sol y el fastidio de los guardias. Sólo daba un paso al costado cuando entraba o salía algún auto, sin fijarse quién iba adentro.
Uno de los autos que salió llevaba al embajador a una audiencia. No sé si Aranguren estaba mirando por la ventana en ese momento, y si fue o no entonces que empezó el cambio subterráneo e incontrolable de su personalidad, pero yo sí estaba mirando. Teresa acababa de contarme todo y me había señalado al chico allá abajo, y les aseguro que fue un momento más bien desdichado. Los dos reconocimos el auto del embajador pero no dijimos nada. Yo pensé fugazmente en la naturaleza intrínseca de la injusticia, cosa que puede parecer absurda; pero basta detenerse a pensarlo para coincidir conmigo en que el signo principal que separa a los infelices del resto del mundo es su permanente desencuentro con el lugar adecuado y el momento adecuado. Y lo que los hace realmente infelices es lo cerca que le pasan siempre a ese momento y a ese lugar.
Rita apareció en mi despacho y dijo que acababa de avisarle a los guardias, mientras nosotros veíamos por la ventana cómo se abrían de nuevo los portones, esta vez para el chico, y cómo le señalaban por cuál puerta entrar en el edificio. Rita suspiró, me preguntó si iba a hacer algo y entendió enseguida lo único que yo podía contestarle sin desautorizar a Aranguren.
“Qué horror”, dijo y salió de mi despacho detrás de Teresa. Más que horror, a mí el asunto empezaba a inquietarme. Hay algo en la naturaleza de todo diplomático que nos hace temer las situaciones imprevistas. Nuestro trabajo, nuestra vida misma, se rigen por un férreo código protocolar que nos evita toda sorpresa incómoda. Y con sorpresa quiero abarcar todo aquello que nos involucra y compromete, de una manera no protocolar, en asuntos que nos llevan a actuar guiados por intuiciones de consecuencias incontrolables, que nos meterían por un instante en esa vida que late desordenada y espasmódica fuera del micromundo diplomático.
La misión de Aranguren (y la mía también) era evitar justamente que esas irrupciones impredecibles del mundo externo afectaran el ritmo de la embajada, la jornada anímica del embajador o, menos que menos, el nirvana de la Cancillería en Buenos Aires. Por eso mi inquietud: ese chico podía ser una amenaza más a nuestro delicado equilibrio cotidiano, por alguna razón que no estaba del todo clara ni importaba demasiado todavía, y yo empezaba a sospechar que había que mantenerse muy atento, antes de que todo derivase en un problema.
Esto fue lo que pasó, según me contó Teresa: el chico entró con su anotador y su lápiz en la mano, se frenó delante del escritorio de Rita, le sonrió sin la menor intensidad facial y escribió en la primera hoja de su bloc:
¿ME VA A RECIBIR EL EMBAJADOR?
OIGO PERFECTAMENTE
LO QUE NO PUEDO ES HABLAR
Rita leyó y, cuando levantó la cabeza, no supo adónde mirar sin ofender al chico. Al final se las arregló para decirle que el embajador no estaba y que iba a recibirlo el doctor Aranguren, ministro consejero.
Entonces empezaron los problemas. El chico no quería ver a ningún ministro, no tenía apuro y estaba dispuesto a esperar lo que fuese necesario. Pero tenía que hablar con el embajador en persona. Rita ya empezaba a ponerse nerviosa, o quizás estuviera nerviosa desde antes, así que Teresa decidió cortar por lo sano y entró en el despacho de Aranguren. En el momento en que reapareció con él, Rita estaba diciéndole al chico que Aranguren era una especie de vice embajador y que el embajador no se encargaba en persona de ningún asunto que no hubiese pasado antes por los consejeros, o sea que no tenía nada de malo que el chico le explicase al ministro las razones de su visita, salvo que prefiriese explicárselos a ella. Al ver a Aranguren se interrumpió en la mitad de una frase y siguió escribiendo a máquina. El chico también lo miró y, según Teresa, le cambió la cara.
Para que se entienda esto hay que describir a Aranguren. Como muchos en el servicio diplomático, como muchos arribistas en general, Aranguren tenía una estampa casi perfecta: alto, ancho de hombros, facciones mediterráneas y una sonrisa más bien infrecuente pero bastante irresistible cuando necesitaba apelar a ella. Digo tenía porque, después del escándalo, empezaron a aparecerle tics en la cara y en los hombros, que le deformaban la expresión y la caída de los trajes, detalles ínfimos pero decisivos en un tipo que usaba su apariencia como tarjeta de presentación. Sin embargo, cuando vio al chico por primera vez estaba en sus mejores días, en uno de esos días en que cualquiera hubiese pensado que era el embajador, si se pasaba por alto su notoria juventud. Aranguren le dio la mano y lo hizo pasar a su despacho. Lo insólito, según Teresa, fue el silencio. Como si la mudez del chico cohibiese a Aranguren; como si le costase encontrar, delante de Rita y Teresa, las palabras adecuadas para tratar con alguien que sólo podía asentir y negar con la cabeza o, más patéticamente todavía, contestar con papelitos.
Lo que pasó adentro de esas paredes lo supe meses después por Aranguren mismo, en el bar del Hotel Majestic de Lima, adonde yo tuve que ir en misión relámpago y donde él se había refugiado después de renunciar al servicio diplomático. Ya estaba preparando su viaje a Yakarta, y había empezado a beber. No mucho, lo suficiente nomás como para soltar la lengua y superar los bruscos ataques de parálisis mental que le daban en esos días. Él fue quien me localizó y él habló la mayor parte del tiempo. Tenía puesta una camisa arrugada y estridente, sin saco, y cuando notó mi perplejidad dijo que había regalado todos sus trajes después de renunciar al servicio. No se lo pregunté, por supuesto, pero por un instante tuve el imperativo de saber si se los había dado al chico. A veces siento que sería capaz de auténticas insensateces si me dejara llevar por esa clase de impulsos. Aranguren dijo que, desde que estaba por las suyas, podía ver las cosas desde otro ángulo y que yo era el único de la embajada con el cual tenía sentido hablar del asunto.
—Ahora entiendo lo terrible que debe ser para vos la vida diplomática —dijo—. Yo era uno de los que te prejuzgaban en nombre de la corrección.
No me levanté y me fui en ese momento por mi maldita curiosidad, y porque Aranguren tuvo el mínimo tino de volver al tema que me interesaba y dejar de decir estupideces ofensivas. Pero antes agregó que, a causa de todo el asunto, había descubierto la posibilidad de sacar cosas en claro de sus propias palabras al hablar, atributo de la conversación que nunca antes había ejercido realmente. Y que lo paradójico era que se lo debiese a la mudez de alguien, entre otras cosas.
El chico, parece, esperó a que Aranguren diese el primer paso. Aranguren sintió que recuperaba el habla después de unos cuantos minutos de silencio. El chico seguía sin escribir nada en su bloc y él empezaba a impacientarse. Le preguntó para qué quería hablar con el embajador, concretamente. El chico escribió:
NECESITO PROPONERLE ALGO
Aranguren quiso saber si la propuesta era al embajador como representante del Estado argentino, como autoridad diplomática, o como individuo. El chico dudó. Aranguren dijo que, si el chico le hacía saber la propuesta, él podría ayudarlo con la pregunta anterior. El chico seguía sin convencerse. Entonces Aranguren cometió su primer error: llevado por un impulso increíblemente no protocolar dijo que, como individuo, él podía ser para el chico tan útil como el embajador, sin duda más accesible y, en definitiva, más real.
Esa frase es algo así como un anatema diplomático. Ningún funcionario debe ser del todo real para quien pisa una embajada, incluso en la más trivial recepción. La naturaleza diplomática es inseparable de cierto aire de mascarada, de mise-en-scène, que hace de uno algo tan nítido como evanescente cuando se nos tiene delante. Cuanto más eficiencia desarrolla uno en esta faceta dual, más reduce la posibilidad de definiciones innecesarias y comprometedoras. Aranguren sostenía que nunca antes había tenido que tratar con un discapacitado, y que la mudez del chico (la mudez causada por Malvinas, me permito agregar) había carajeado el curso de la situación.
—Tenés que entenderlo tal como lo sentí yo en ese momento —me dijo aquella noche en Lima—: el chico había perdido el habla para ser un héroe de guerra. Ya sé que suena raro, pero parecía realmente una elección, no una trágica circunstancia. Y con sólo mirarlo sentías que él lo tenía muy claro.
Lo que vio Aranguren en la mirada opaca y sin fondo del chico, en sus diecinueve años y en esos papelitos lacónicos y contundentes, sin embargo, era algo mucho menos épico que empírico, al parecer: una vida decididamente más intensa que la diplomática. Y eso fue (o, al menos, es lo que yo supongo hasta el día de hoy que fue) lo que hizo corporizar a partir de aquella tarde a un Aranguren con el cual el propio Aranguren no estaba para nada familiarizado.
La propuesta del chico era un crédito muy poco ortodoxo: estaba buscando trabajo y tenía la seguridad de que lo contratarían en un estudio jurídico que había pedido un dactilógrafo con conocimiento de leyes en los clasificados de El Mercurio. El único obstáculo era su vestimenta. Sabía que no tenía la menor oportunidad con ese aspecto; necesitaba plata para un traje, camisa, corbata, zapatos y un corte de pelo.
NO ESTOY MENDIGANDO NADA
LO QUE ME PRESTEN LO VOY A DEVOLVER
Y DEJO ESTO COMO GARANTÍA
Eso escribió en su tercer papelito. Y apoyó sobre el escritorio un bruto puñal del Ejército Argentino, que sacó de adentro de su campera. Nadie lo había revisado, así de simple y estúpidamente extraordinario: bastaba que apareciese un vago que decía ser mudo y veterano de Malvinas para que todo el andamiaje de seguridad de la embajada se atascase en nombre de una compasión mal entendida. Lo increíble es que a Aranguren ni se le cruzara por la cabeza ese detalle tan obvio: si el chico hubiese sido un psicópata, a esa altura ya lo habría degollado a él y a todos nosotros, sin el menor inconveniente. Pero no. Lo único que pensó fue que ese puñal era sin lugar a dudas algo sumamente importante para el chico, una garantía más que válida de su identidad y de que devolvería el préstamo con tal de recuperarlo.
El chico garabateó que Aranguren sabría cuánta plata hacía falta y dónde podría comprar la ropa que necesitaba. Y aquí hay que reconocerle otro rasgo de brillantez en perfecto estado bruto: no sólo por la manera casual en que transfirió a Aranguren la decisión del monto del préstamo sino también, y fundamentalmente, porque así obtenía con idéntica facilidad la otra cosa que había venido a buscar en la embajada: un estilo, una manera determinada de vestirse que le garantizara estar a tono o quizá levemente por encima del nivel de corrección y elegancia del estudio jurídico. Aranguren tampoco reparó en eso. Más le interesó saber por qué ese trabajo justamente, y por qué estaba en Chile. El chico escribió:
MI MADRE ERA CHILENA
Y ACÁ NO PREGUNTAN EL AÑO
EN QUE HICE LA COLIMBA
En cuanto al motivo por el cual quería ser dactilógrafo, alegó que algo sabía de derecho y que tenía un cansancio de tal naturaleza que sólo un trabajo prolijamente rutinario le produciría alivio, si se me permite citarlo en forma no textual. No vale la pena analizar este argumento increíble, entre otras razones porque Aranguren había perdido toda capacidad de análisis. Leyó cansancio y pensó en la guerra, en barro y escarcha y neblina, en pesadillas tremendas y ya no me acuerdo cuántas cosas más. Así que aceptó el puñal sin más preguntas, lo guardó en su caja fuerte y decidió acompañar él mismo al chico a Brooks, en donde le pagó de su bolsillo un traje, dos corbatas, dos camisas, un par de zapatos. Y no volvió a la embajada hasta la mañana siguiente.
Dos días después el chico ya tenía trabajo. Él mismo se encargó de hacérnoslo saber personalmente. Nadie supo qué dijo en el estudio, y nadie se lo preguntó. Porque, cuando apareció por la embajada después de su primer día de trabajo, parecía realmente una especie de hermano menor de Aranguren. Me fastidia confesarlo, pero el traje le quedaba como una segunda piel, y sé que todos en la embajada pensaron lo mismo: que la versión anterior que habíamos visto de él, en borceguíes, campera de nylon y pelo largo, era nada más que un lapsus de nuestra memoria del cual él era absolutamente inocente, y que ese impecable traje cruzado, esa corbata Liberty contra un fondo de poplin blanco, esos mocasines italianos, componían su aspecto real, su aspecto verdadero. La democrática y furtiva sonrisa de muñeco que dedicaba a todo el mundo con su vestimenta anterior había desaparecido de su cara. Ahora tenía la misma expresión llena de carácter, por así decirlo, de Aranguren: esa distraída gravedad que disuade un saludo, un chiste o una consulta trivial.
Lo que hizo Aranguren ese día se convertiría en el error fatal. En su momento nadie pensó eso, por supuesto. Las opiniones iban más bien por el lado del estupor o la envidia más recalcitrantes. Porque Aranguren llevó al chico al despacho del embajador, que quedó tan encantado con él que hizo trasladar el puñal de la caja fuerte de Aranguren a la vitrina del Pabellón Sanmartiniano, en donde están las reliquias del encuentro entre nuestro ilustre y O’Higgins, y demás mementos más o menos gloriosos del último siglo y medio. El embajador dijo que para él era un honor tener en esa vitrina el arma de un héroe que había defendido el territorio nacional contra el imperio británico, y demás obviedades por el estilo. Pero también (y de ahí el estupor y la envidia) le concedió ingreso irrestricto a todos los actos y recepciones de la embajada e, incluso, a la pileta de la residencia. Lo que automáticamente convertía al chico en un VIP y auguraba a Aranguren una de esas recomendaciones personales de abrumador peso político, tan caprichosamente otorgadas por los diplomáticos que no son de carrera.
Gracias a Teresa, que me consiguió el nombre del chico la primera tarde, yo mandé un fax a Buenos Aires en averiguación de antecedentes. La respuesta llegó cuarenta y ocho horas después, en el momento en que Aranguren estaba encerrado con el chico y el embajador. El nombre, Matías Almazán, correspondía a un soldado mendocino del Batallón 11º de Infantería, que había combatido en Puerto Argentino y recibido la Medalla al Mérito por valor en combate. El informe decía que la mudez era un trastorno de origen psíquico, que su aparato auditivo no había sufrido mayores daños, que se le había recomendado tratamiento terapéutico pero se desconocía su paradero con posterioridad a aquella sugerencia. Tampoco se tenían noticias de que hubiera mantenido contacto con asociaciones de ex combatientes. En opinión de ellos, podía estar perfectamente en Chile, y para averiguarlo aconsejaban ponerse en contacto con Migraciones.
Después del traslado del puñal, Rita le tomó los datos al chico para incluirlo en las listas de ceremonial y él dio la dirección de su trabajo, verificada esa misma tarde por Teresa, según indicación mía. A partir de ese momento, su presencia entre nosotros se volvió tan frecuente y sobriamente conspicua como la de un objeto fetiche.
El chico siguió con el sistema de papelitos, pero a partir de la bendición del embajador no necesitó escribir tanto: lo único que tenía que hacer era sonreír y asentir con la cabeza para mantener un diálogo, porque ahora todos trataban de facilitarle la comunicación y terminaban hablándole sin parar. Aquellas personas capaces de ignorar a alguien con el más perfecto descaro en cuanto creían ver un signo para ellos imperdonable de vulgaridad, mal gusto o falta de tacto (una ese excesiva, un esmalte de uñas levemente chillón, un gesto de la mano mínimamente itálico), se abstenían de todos sus pruritos cuando estaban con él.
Aquella noche en Lima, Aranguren me confesó que nunca lo veía fuera de la embajada. De todas maneras, el chico estaba siempre cerca de él, tanto en la pileta de la residencia como en las recepciones, adonde llegaba invariablemente solo. Yo lo observé con disimulo en aquellas recepciones y me pareció que no se perdía ningún gesto de las personas presentes. Antes de hacer el menor movimiento parecía esperar hasta conocer todas las variantes posibles, y después las resumía en una acción perfectamente casual. Cuando tuvo la certeza de que ya no corría el menor riesgo de desentonar aunque se distrajera, de que ya conocía los suficientes vericuetos del código palaciego y además contaba con una licencia especial de parte de esos jueces implacables de las costumbres ajenas, empezó a salir con Rita.
Rita y Teresa tienen más o menos la misma edad. Las dos son chilenas, las dos solteras. Rita es bastante más linda que Teresa, y bastante menos efectiva como secretaria. Teresa es mi mano derecha en la embajada, y aunque los asuntos de personal están en manos de Aranguren ella a veces me comenta ciertos detalles de información interna que no viene mal que yo conozca. Así fue como me enteré del romance entre el chico y Rita.
Dos semanas después de su primera aparición en la embajada ya estaba viviendo con ella, en el departamento de ella. Y, en algún momento ahora difícil de precisar, Rita empezó a aparecer con él en las recepciones, con un aspecto delicadamente distinto del que estábamos acostumbrados a verle en horas de trabajo. Para decirlo mal y pronto, nadie hubiese dicho que era una de las secretarias. Que no se me malinterprete: quiero decir que no desentonaba, ni por modales ni por vestuario, y le ahorraba al chico el uso de papelitos. Si se destacaba era, en todo caso, por ese tipo físico que para algunos pasa por belleza casual, “de la época” según la expresión, totalmente estúpida para mí.
—No sé si ella le gustaba realmente. Lo seguro es que fue él quien le enseñó cómo explotar sus atractivos, entre otras cosas —me dijo Aranguren, esa noche en Lima—. Entre otras cosas no tan irreprochables desde cierto punto de vista, como llevarla de madrugada a bares de Bellavista.
¿Delincuencia, drogas?, pregunté yo. Pero Aranguren se encogió distraídamente de hombros y siguió con su monólogo. Yo miré el blíster metálico en el cenicero y pensé en las pastillitas rosadas que se había tomado con el primer whisky. “Estoy tenso todo el tiempo”, había dicho él a modo de explicación, y a mí me hubiese gustado preguntarle cuántas horas llevaba sin dormir y cuántos meses llevaba tratando de adaptarse a ese nuevo Aranguren en que se había convertido: alguien que ya no prejuzgaba a nadie en nombre de la corrección, según sus propias palabras, alguien que no consideraba particularmente reprochables los patibularios bares de Bellavista, ni las drogas, ni la delincuencia, para una chica como Rita.
El paso siguiente de la historia era previsible, o al menos a mí no me sorprendió: el embajador dijo a Aranguren que buscase el mejor fonoaudiólogo de Santiago para que examinara al chico. Yo no había comentado con nadie la información de Buenos Aires y tuve un momento de zozobra al pensar en la manera en que se gastarían fondos de la embajada para una consulta perfectamente inútil. Por otro lado, si Aranguren no había pedido esos informes (cosa que era de rigor y que por supuesto al embajador tampoco se le ocurrió), yo no podía aparecer dando saltitos en su despacho, con el fax en la mano, y sugerir que en todo caso se buscase un psiquiatra, detalle que personalmente me parecía tanto o más inútil, seguramente más caro y sin ninguna duda mucho menos serio. Así que Aranguren fue con el chico al fonoaudiólogo, volvió con las previsibles noticias y eso sirvió para que a todos les sobrecogiera más esa mudez que a mí ya empezaba a enervarme seriamente.
El chico, mientras tanto, había ampliado su vestuario y se portaba en las recepciones como si hubiese nacido con una copa de champagne en la mano. Todos los invitados que lo conocían quedaban encantados con su “equilibrio y readaptación”, miraban con el consabido arrobamiento (falso o genuino) el puñal en la vitrina y se conmovían educadamente ante la mención de aquella consulta con el fonoaudiólogo, que el embajador o su mujer les susurraban cuando el chico estaba a una distancia prudente.
Hasta que una mañana el embajador nos convocó a Aranguren y a mí a su despacho y nos preguntó cómo era posible que el chico siguiese con ese puestito de dactilógrafo siendo, como era, un verdadero héroe de guerra, y por si eso fuera poco un perfecto caballero. Aranguren no contestó. Yo sospeché lo que vendría a continuación y empecé a preocuparme mucho.
No, dijo Aranguren, no había vacantes en la embajada y además el chico parecía conforme con su trabajo. El embajador ignoró inesperadamente a Aranguren y dijo que nadie podía estar conforme con algo que estaba a todas luces por debajo de su categoría. Y quiso saber cuál era el procedimiento para inventar un cargo para el chico, aunque fuese temporario.
Era algo descabellado, y hasta Aranguren se daba cuenta. Trató de explicarle al carcamán que, en una de sus charlas con el chico, éste le había asegurado que lo único que necesitaba era un trabajo rutinario. Y además, agregó, aún no había devuelto el préstamo. El embajador dijo que eso no era asunto de la embajada sino del propio Aranguren, ya que se había emperrado en prestarle esa plata a título personal, y que le parecía vergonzoso que siquiera sospechase que el chico no pagaría puntillosamente su deuda. Aranguren dijo que no había ningún motivo que justificase la creación de un nuevo cargo en la nómina y que Cancillería no iba a aprobarlo, en su opinión. El embajador dijo que cuando le interesase conocer las opiniones de Aranguren se lo haría saber y nos despachó con la orden de que buscáramos una tarea digna e idónea para el chico cuanto antes.
Esa tarde Aranguren pasó por casa y me preguntó si podíamos conversar un rato. No dio muchas vueltas. Dijo que no era que se opusiera pero tampoco estaba del todo seguro de que la inclusión del chico en el personal fuese aconsejable, al nivel que habíamos llegado en ese momento. No podía, no sabía explicarme por qué, pero de lo que estaba seguro era de mi opinión acerca de todo el asunto, y en vista de eso me propuso aliarme con él para evitar que el chico entrase a trabajar en la embajada. Fue una charla brevísima. Aranguren no tocó el whisky que le serví y se fue en cuanto consiguió que le asegurase mi participación en esa alianza secreta. Aquella noche en Lima me explicó cuáles habían sido sus razones:
—Por un lado, el tema Malvinas. Un día le pregunté si alguna vez había hablado con alguien de lo que pasó allá. Según él, no había nada de qué hablar; pero después encontré un papel que me dejó sobre el escritorio al irse. Mirá.
Era la primera vez que yo veía algo escrito por el chico. Por más que lo tenía bajo constante observación, mantenía en todo momento una prudente distancia con él y me había cuidado de no hacerle jamás una pregunta que implicara una respuesta escrita. Las únicas veces en que le dirigí la palabra me las arreglé para que contestara con asentimientos de cabeza, todo en el terreno de las banalidades más estúpidas y para que nadie pensara que el chico me era hostil.
El papel estaba escrito con marcador negro, en letras de imprenta de una prolijidad que podría llegar a ser escalofriante para algunos. Parecía haber sido doblado y desdoblado innumerables veces. A un costado, en lápiz, alguien (Aranguren, obviamente) había anotado la fecha.
TENÍA TANTO FRÍO QUE LE METÍ
LAS MANOS EN LA HERIDA Y ME
EMBADURNÉ LA CARA DE SANGRE
¿ALCANZA CON ESO?
AHORA NADA ES IGUAL
LOS DÍAS A VECES SON INSOPORTABLES
SE EXTRAÑA HASTA LA MIERDA
QUE NOS HICIERON CAGAR
LOS PUTOS INGLESES
—Los tengo clasificados por día. Podría reconstruir todos mis diálogos con él, a partir de esos papeles. Y otra cosa: en esos días Rita me había contado que el chico habló dormido. Dos veces. La primera vez no estaba segura; se despertó y creyó que él había gritado. La segunda estaba desvelada, y lo oyó murmurar perfectamente. Quizá debí contárselo a alguien en su momento, no sé. Por alguna razón sentí que no podía juzgar al chico con mis parámetros. Preferí callarme y esperar.
A partir de entonces empezaron dos batallas secretas: la de Aranguren con el embajador, para impedir (con mi complicidad) que el chico entrase en la nómina de la embajada, y otra pugna que era menos visible pero quizá más intensa: la del Aranguren diplomático contra el nuevo Aranguren, encandilado y abrumado a la vez por el chico.
Mi única participación en el asunto fue demorar todo lo que pude cada pedido del viejo, redactar los memorándums a Buenos Aires de manera confusa y contestar más confusamente aun los pedidos de aclaración que llegaban desde allá. Los resultados empezaron a notarse enseguida, y la situación en cierto modo me favoreció: el fastidio creciente del embajador recayó en la burocracia de Cancillería y, de rebote, en la ineptitud del pobre Aranguren, a quien casi no recibía ya.
El personal de la embajada notó el imprevisto cambio de viento y desde ese momento se empezó a dar una metamorfosis sorprendente: por unos días Aranguren se volvió para todos un personaje casi simpático y compadecible en su desgracia. Pero esa simpatía y compasión empezaron inevitablemente a roer el halo de pavor y respeto que lo rodeaba antes (cosa que a él no le importó demasiado, o ni siquiera notó, así como tampoco había notado lo que suscitaba antes). Su transformación se hizo más y más evidente. Se quedaba durante horas encerrado en su despacho, tenía charlas brevísimas pero casi constantes con Rita, que también empezó a dar síntomas de nerviosismo y cansancio. (A la luz de los detalles que conocí después en Lima, quizás ella se cuestionara la naturaleza de su atracción hacia alguien tan obviamente trastornado, pero ése es un aspecto del asunto que Aranguren se negó a tocar aquella noche.)
Para sorpresa de todos, sin embargo, el embajador levantó de pronto la tácita condena que había impuesto a Aranguren y tuvo una reunión a puertas cerradas con él.
—Me preguntó si tenía algún problema personal, o de salud, y si no estaba a gusto en Santiago. Yo simplemente le dije que quizás adelantara mis vacaciones. Eso fue todo. No hablamos del chico. Yo no pensaba mencionarlo, salvo que él dijera algo al respecto; y él no dijo nada. Creyó, supongo, que esa charla tendría el milagroso efecto de volver todo a su cauce anterior.
La reunión con el embajador aplacó por unos días el proceso de deterioro de la imagen de Aranguren dentro de la embajada, pero no fue suficiente para revertirlo. Algo se había puesto en marcha, y todos sabían que eran necesarias acciones mucho más drásticas y elocuentes que ésa para demostrar que el proceso no seguía su curso inevitable. La intriga duró muy poco. Hasta el cumpleaños de Rita, unos días después.
Yo no fui; siempre he preferido mantenerme al margen de esos eventos y vivir mi vida privada sin inoportunos testigos laborales. Pero Teresa estuvo. Y Aranguren también.
El chico había decidido cocinar él mismo unos camarones saltados y los invitados (muy pocos, y casi todos de la embajada) se apiñaban en el living del departamento de Rita con sus vasos de pisco sour. Se suponía que el embajador pasaría en algún momento, supuestamente a saludar a Rita, en realidad porque el chico lo había invitado especialmente, así como al resto del personal jerárquico (yo fui el único en no ir; los demás no pudieron resistir la tentación de ver dónde y cómo vivía el protegido del carcamán).
Todo iba relativamente bien, quizás un poco tenso pero nada del otro mundo, hasta el incidente con el aceite. Teresa no estaba en la cocina, pero en cuanto oyó el grito se topó con los ojos de Aranguren y dice que nunca vio una mirada más ajena a una cara como en ese instante: el miedo, la angustia y un insano alivio, todo eso apareció brutal y simultáneamente en los ojos de Aranguren mientras el resto de la cara se mantenía pétreo, más pálido que de costumbre pero absolutamente pétreo. Los invitados entraron en la cocina y vieron a Rita con una olla goteante colgando de la mano y al chico en el piso, con las piernas enrojecidas y palpitantes (tenía puestos unas bermudas que, según Teresa, no le quedaban nada bien) por el aceite hirviendo que le había volcado ella sin querer. El chico seguía gritando, con un inconfundible acento chileno, y Rita se tapaba la boca con la mano libre y estaba a punto de derrumbarse.
Si ella no hubiese volcado el aceite, o si el chico al menos hubiese atinado a gritar solamente, sin pronunciar palabras que delataran su origen, habría podido seguir con la farsa. La pregunta es: ¿hasta dónde pensaba llegar? Pregunta que no tiene sentido hacer, a la luz de lo sucedido, y que seguramente ni el chico hubiese podido contestar. Pero en ese momento era un enigma que tenía a todos en vilo.
Se dijo que era un espía del servicio secreto de Pinochet, un loco que planeaba convertirse en la mano derecha del embajador y realizar una estafa colosal, y varias insensateces más de ese tipo. Al día siguiente, la embajada entera estaba pendiente del momento en que el carcamán mandase llamar a Aranguren. Alguien lo había enterado de la falsa identidad del chico, o por lo menos eso se pensó cuando Teresa recibió a primera hora un escueto memorándum en donde se ordenaba eliminar el nombre Almazán de la nómina y prohibirle la entrada al chico a la embajada y a la residencia. Nadie se preocupó por saber quién le había contado al embajador, y nadie supo que había sido yo. Todos creían que Rita fue la que se encargó de llevar al chico al hospital. Esa noche en Lima supe que había sido Aranguren. Y también supe que Teresa había vuelto a lo de Rita después de llamarme desde un teléfono público y contarme lo que había pasado.
—Todos los demás se fueron enseguida, con mayor o menor disimulo. Sabían que iban a quedar pegados al chico si no desaparecían, y decidieron que lo mejor era poner distancia cuanto antes respecto de todo el asunto. Teresa se quedó con Rita cuando yo llevé al chico al hospital. Él no paró de insultarla hasta que lo subí al auto, y la pobre Rita estaba destrozada.
Lo que yo no esperaba en absoluto era que el embajador me incluyese en aquella reunión al día siguiente. Aranguren y yo entramos en el despacho y esperamos en silencio el estallido del viejo. Pero no hubo estallido; por una vez, al menos, demostró más nervio del que le adjudicábamos. En cuanto a Cancillería, dijo, la versión oficial sería que el chico volvió a la Argentina después de pagar su deuda y retirar el arma en una emotiva e íntima ceremonia. No quería saber en dónde estaba el chico ni le interesaba en lo más mínimo su verdadera identidad. Aranguren podía quedarse con el puñal (y lo puso sobre el escritorio), si era tan amable.
Por supuesto, sería indispensable que Aranguren renunciase a su puesto cuanto antes. En opinión del embajador, ni una licencia ni un cambio de destino serían suficientes ni aconsejables, tal como habían terminado por suceder las cosas. Había demasiados testigos y el embajador no podía arriesgar las carreras de todos por un error que, sin duda, había correspondido en toda su enormidad exclusivamente a Aranguren. No haría falta otra explicación que las proverbiales “razones impostergables de salud” para justificar la renuncia. El embajador podía garantizar, en su nombre y en nombre del resto del personal, que el verdadero desenlace del asunto no se conocería jamás fuera de las paredes de la embajada. Y agregó con una sonrisa más bien amarga que, con la renuncia de Aranguren, todos comprenderían en el acto los beneficios del silencio y el riesgo de que rodaran más cabezas si se llegaba siquiera a mencionar al chico nuevamente, dentro o fuera de las oficinas.
Aranguren preguntó qué pasaría con Rita. Confieso que eso me sorprendió de verdad. Yo tenía el inquietante presentimiento de que se negaría a renunciar y amenazaría con destapar el verdadero involucramiento de cada uno si el embajador pretendía convertirlo a él en el chivo expiatorio. Pero aparentemente la batalla entre los dos Aranguren ya se había definido, y el vencedor era aquel que nosotros (y él mismo) apenas conocíamos. El embajador dijo que tomaba la pregunta como una preocupación de Aranguren a título personal y que en ese sentido aceptaba contestarla: estaba en condiciones de afirmar, dijo, que Rita entendería perfectamente la situación. Después supe que él mismo la había llamado por teléfono esa mañana a su departamento y, según le contó Rita a Teresa días más tarde, la indemnización ofrecida era excelente y de todas maneras ella pensaba irse de Santiago por un tiempo, a casa de sus padres en La Serena.
Aranguren aceptó con incréible estoicismo las palabras del embajador y dijo que, ya que todos entendían y aceptaban la situación, no había más que hablar. Dejaría su renuncia en el despacho del embajador esa misma tarde. El viejo se levantó y le tendió la mano. Aranguren la ignoró. Dijo que no lamentaba en absoluto abandonar el servicio diplomático, entre otras razones porque prefería no ver más farsantes desenmascarados (lo dijo mirándonos a los dos, pero me dio la impresión de que sus palabras no estaban dirigidas al embajador precisamente, y lo más notable es que carecían de todo sarcasmo y doble sentido).
El reemplazo de Aranguren llegó un mes y medio después. O mejor sería decir mi reemplazante, ya que para ese momento el ministro consejero de la embajada era yo. La nueva secretaria no se parecía en nada a Rita, especialmente en su eficiencia (detalle muy positivo, ya que obliga a Teresa a ser más eficaz todavía para conservar mi confianza en ella). A veces pienso que era más útil la inofensiva belleza de Rita que la teutona puntillosidad de Teresa y Leonor, particularmente en la imagen que se llevan de la embajada las personas que deben tratar sólo con ellas. Pero es mejor ceder en ese aspecto y mantener bajo el perfil de riesgos. Sé que el embajador valora esta manera de pensar.
Aquella tarde Aranguren no sólo llevó al chico al hospital sino que se quedó con él parte de la noche, después que le hicieron las curaciones y le calmaron un poco el dolor. Paradójicamente, el chico no tenía el menor resentimiento con él. No fue un diálogo fluido, a causa de la anestesia, pero se las arreglaron para contarse varias cosas.
—Era extrañísimo oírlo hablar. Y además tenía un acento terrible. Le pregunté cómo había hecho para evitar hasta el menor matiz chileno en los papelitos. Él se rió; dijo que los argentinos nos creemos mucho más diferentes del resto del mundo de lo que en realidad somos. Había vivido tres años en Mendoza; allá conoció al verdadero Almazán, que había estado efectivamente en Malvinas y quedó mudo un tiempo después de la guerra. Se hicieron amigos. Almazán estaba totalmente loco, según el chico. Iban bastante seguido de campamento a la cordillera. Una de las veces que estaban allá arriba, Almazán le anunció que no pensaba volver. Le regaló sus documentos y el puñal, y el chico nunca volvió a verlo. Todo lo que dijo sobre Malvinas lo inventó; Almazán jamás hablaba del tema. El chico estaba ilegal en Mendoza y creyó que, trucando esos documentos con su foto, le sería más fácil conseguir trabajo. No tuvo en cuenta que nadie toma así como así a un ex Malvinas. Entonces volvió a Chile.
Hasta ese momento yo seguía sin creer que Aranguren no viese nada particularmente censurable en la farsa que montó el chico en la embajada. O nada que fuese al menos tan censurable como la manera en que se pretendió manipularlo. Lo increíble era que no se sintiese personalmente traicionado por el asunto del héroe de guerra, que tanto lo impresionó desde el principio. Le pregunté qué hizo con el puñal.
—Todavía lo tengo; no sé qué me espera en Yakarta —dijo con una sonrisa muy forzada. Y yo entendí de golpe que todos aquellos dilemas habían quedado sepultados para siempre en el otro Aranguren.
Había un último detalle: si no lamentaba haber dejado el servicio diplomático, si no tenía nada que criticarle al chico, ¿por qué estaba con los nervios destrozados a seis meses del episodio? Era una pregunta muy delicada, y yo prefería no entrar en el terreno personal. Pero Aranguren pareció adivinar mi intriga. Como casi toda la noche, insertó él mismo la pregunta y la respuesta en su monocorde soliloquio.
—Todos tienen alguna manera de liberar las tensiones y olvidar, al menos por un instante cada tanto, qué son y quiénes son. El problema mío es que dejé de ser lo que era muy abruptamente. Y desde entonces tengo la sensación de que en cualquier momento voy a hacer algo terrible, algo verdaderamente terrible —agregó, mirándome a los ojos—, que me hará saber en quién me he convertido.
Eso fue todo. Después de estas palabras de Aranguren, sólo me preocupé por irme cuanto antes del bar sin que fuese demasiado evidente. Hablamos un minuto o dos sobre las diferencias entre el clima de Chile y el de Perú, y yo aproveché el silencio que se hizo después que Aranguren disuadió sin darse cuenta a dos prostitutas que se acercaron a nuestra mesa para despedirme de él. Fue un saludo que transparentaba el abismo entre su vida y la mía, y supongo que él también lo notó. Pero los dos sabíamos que no nos volveríamos a ver; no quedaba nada que decir y yo tenía que madrugar al día siguiente para terminar los asuntos oficiales que me habían llevado a Lima.
Hay veces, sin embargo, en el silencio seco y tibio de la media tarde en mi oficina de la embajada, cuando hasta Teresa y Leonor aplacan su ritmo de trabajo, en que pienso si Aranguren habrá encontrado finalmente lo que buscaba, y si necesitó el puñal para conseguirlo. Y, en realidad, no sé si me gustaría saber la respuesta.