1. Lady Eva: Una larga jornada hacia la esperanza

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Lady Eva: Una larga jornada hacia la esperanza

I

Oh, qué día tan largo y agotador. Y nadie en el gran reino de Bellavalten había recibido noticias de la reina Eleonor ni del príncipe heredero en un año. Como señora de los desnudos esclavos de placer en ausencia de la reina, había dedicado muchas horas a pasar revista a todos los miembros de la corte y luego me había desplazado al Pueblo de la Reina para asegurarme de que los desdichados allí exiliados estuvieran siendo disciplinados severamente y sometidos a los acostumbrados trabajos duros. Mis obligaciones me encantaban, me fascinaban el adiestramiento y el cuidado de tantos hermosos y abyectos criados de ambos sexos, pertenecientes a la realeza, albergados en el reino con la estricta finalidad de entretener a sus amos y amas, aunque yo estaba tan desalentada como el que más por la prolongada ausencia de la reina y su silencio. Y ahora solo anhelaba la paz y la tranquilidad de mis propios aposentos.

No obstante, antes de regresar a la corte tuve que detenerme en la casa solariega del príncipe Tristán. Agradecí un momento de reposo y también algo que comer, y por descontado, tenía tantas ganas como siempre de verlo a él.

El príncipe Tristán llevaba más de veinte años viviendo en el reino.

Era el más guapo de los hombres, alto, fuerte, con el pelo rubio rizado y ojos azul claro, siempre apropiada y suntuosamente ataviado, la viva imagen del orgulloso y mimado cortesano de la reina Eleonor. Tuvo la gentileza de recibirme en su salón privado, donde un alegre fuego combatía la inevitable humedad de las paredes de piedra; vi vino y rosquillas dispuestos sobre la mesa de madera pulida.

—Ay, Eva, nuestra querida Eva —dijo el príncipe—. ¿Cómo nos las arreglaríamos sin vos? ¿Se sabe algo de su majestad?

—Nada, Tristán —contesté—, y francamente, aunque hago todo lo que puedo, y lord Gregory y el capitán de la guardia también, el reino se resiente.

—Lo sé —dijo Tristán, invitándome a sentarme frente a él con un ademán—. Somos la envidia del mundo por nuestro sistema de esclavitud para el placer, pero, sin la reina, los esclavos están inquietos y temen tanto como nosotros que pueda ocurrir algo que perturbe la paz del reino.

Estábamos a solas y el propio Tristán me llenó la copa. Saboreé el aroma del vino tinto antes de beberlo. Delicioso. El vino de la bodega de Tristán era el mejor del reino.

—Lleváis toda la razón —contesté—. En el pueblo, el capitán Gordon y lady Julia lo tienen todo bajo control. Ella es tan buena alcaldesa como cualquier hombre que la haya precedido en el cargo. Y el capitán Gordon es incansable. Pero algo va mal, algo falla. Lo percibo en la corte, por más entretenimientos que ofrezca. Todos acusan la ausencia de la reina.

—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó Tristán. Me alcanzó la fuente de rosquillas.

—Bueno, de momento, este refrigerio es espléndido —dije—. Hoy he recorrido todo el reino y necesitaba un receso para recobrarme.

Podría haber añadido que contemplar a Tristán siempre constituía un gratificante placer.

Durante años Tristán había vivido en su casa solariega con mi tío Nicholas, el cronista de la reina, y lady Julia, mi tía, hermana de Nicholas. Pero lady Julia se había mudado dos años antes para convertirse en alcaldesa del Pueblo de la Reina. Y mi tío Nicholas se había marchado a correr mundo un año antes de que la reina y el príncipe heredero se embarcaran en su interminable viaje por mar.

Tristán había lamentado sobremanera perder a Nicholas, pero las cartas de mi tío llegaban con regularidad y, aunque nunca prometía regresar, manteníamos la esperanza de que con el tiempo terminaría por hacerlo.

Unos meses antes yo había regalado a Tristán una magnífica esclava desnuda, la princesa Blanche, una de las antiguas favoritas del castillo de la reina. Había confiado en que la princesa Blanche hiciera las delicias de Tristán dado que su interés por las demás era poco duradero. Tristán me había enviado más de una nota para decir que mi regalo le resultaba de lo más gratificante.

—¿Y dónde está mi exquisita Blanche? —pregunté de pronto—. ¿La tenéis muy atareada?

A modo de respuesta chascó los dedos y Blanche apareció a gatas, avanzando cautelosa y en silencio desde las sombras.

—Venid aquí —dijo Tristán en voz baja y firme—, y poneos de pie para que lady Eva os vea.

Las mejillas de Tristán se sonrojaron levemente al mirarla. Cuánto la deseaba.

Blanche era una princesa alta, de pechos turgentes y con un culo bien redondo que resultaba irresistible. Tenía las piernas hermosamente torneadas. Aunque era de piel clara, no se le marcaba con facilidad, y podía ser disciplinada con dureza sin mayores consecuencias. Le había azotado las nalgas más de una vez, asombrado ante lo deprisa que se desvanecía la rojez.

—La hago trabajar sin tregua —dijo Tristán mientras ella se acercaba—. Primero besad las chinelas de lady Eva, después podréis besar las mías. Tendríais que haberlo hecho sin que yo os lo ordenara —agregó con severidad.

Le dio unas palmaditas en la cabeza mientras obedecía.

—Ahora levantaos, chiquilla —dije—, poned las manos detrás de la nuca y dejad que os eche un vistazo.

«Chiquilla» era mi expresión de cariño predilecta para las esclavas, así como «mozuelo» lo era para los esclavos, y a menudo había reparado en que este apodo producía resultados singularmente buenos.

Cuando Blanche se puso de pie me di cuenta de que estaba colorada y temblorosa. Las inspecciones son más llevaderas para unos esclavos que para otros. Blanche siempre había sido de natural tímida, mostraba una dulce sumisión que derretía corazones aun cuando invitaba al castigo.

—La encuentro elegante y refinada —dijo Tristán—. Siempre que está en mi presencia tengo una pala o una correa a mano. Me cuesta imaginar que alguna vez pueda llegar a cansarme de ella.

—Acercaos más, princesa —dije, y pellizqué su terso muslo al atraerla hacia mí. Blanche era princesa de verdad en su patria pero la habían vendido enseguida, por petición propia, a su majestad, hacía ya varios años. Había sido una de las muchas elegidas para servir en la alcoba de la reina. Y durante los últimos años había padecido la indiferencia de la reina Eleonor.

—Duerme a los pies de mi cama —dijo Tristán—, y se arrodilla bajo la mesa mientras como. Hago que un palafrenero la castigue regularmente cuando estoy demasiado atareado en otros menesteres. La adoro.

Blanche permanecía muy quieta, con los ojos bajos, pestañeando, las manos detrás de la nuca como era debido y su exquisita cabellera plateada suelta sobre la espalda.

Me gustaban sus hombros firmes, sus brazos proporcionados. Le pellizqué los pezones para que se sonrojara y luego le dije que se arrodillara. Inspeccioné sus bonitos dientes blancos y luego la obligué a levantarse de nuevo, esta vez con las piernas bien separadas, para una breve y delicada inspección digital de sus partes pudendas que le hizo saltar lágrimas de vergüenza y felicidad. Su pequeño santuario secreto bajo su humeante vello estaba tan prieto y caliente como siempre.

Tristán la contemplaba arrobado. No podía evitarlo. Pero así es como era Tristán; amaba, y amaba profundamente. Sus grandes ojos azules eran distantes y soñadores, y de nuevo apareció aquel rubor tan suyo en sus mejillas mientras observaba a Blanche. Incómodo, cambió de postura en el asiento.

—¿Amáis a vuestro señor, Blanche? —inquirí.

—Sí, lady Eva —confesó Blanche. Tenía una voz grave y suave, una voz cautivadora. De repente, con el pecho palpitante, dijo—: Por favor, por favor, no me separéis de él.

—¡Callad! —respondí. Le golpeé ambos pechos—. Seréis azotada por haber hecho semejante petición. —Miré a Tristán, que asintió en silencio—. Pero os aseguro, Blanche, que Tristán podrá quedarse con vos mientras os encuentre interesante.

Rompió a llorar. Había sido incapaz de refrenar su arrebato, y sabía de sobra que había faltado a los modales. Pero Blanche era así, con pequeñas imperfecciones que las más de las veces a nadie ofendían, aunque, por supuesto, debían corregirse sin demora.

Tristán chascó los dedos otra vez y acudió presto el palafrenero, un muchacho rubio a quien no conocía bien, llamado Galen. Como todos los palafreneros y pajes del reino, había sido elegido por su belleza, su gracia y su devoción a la reina.

—Llevadla a la alcoba, Galen —dijo Tristán en voz baja—. Azotadla fuerte por encima de las rodillas por su impertinencia y reprendedla mientras lo hacéis.

—Sí, milord.

—Después la encadenáis a la pata de la cama. Que solo tome pan y agua para cenar. Ya la seguiré castigando yo mismo esta noche.

Sin más dilación, el palafrenero agarró a Blanche de la mano y la sacó de la cámara. Lloraba a moco tendido.

Tristán y yo debimos de conversar por espacio de una hora sobre el estado del pequeño reino, que era nuestro hogar compartido. Tristán había trabado amistad conmigo desde mi llegada aquí; la sobrina de Nicholas el Cronista, atraída por el reino, por las costumbres de la reina y la disciplina de la esclavitud hedonista. Fue Tristán quien me presentó ante la corte, instando a la atareada y desatenta reina a poner los asuntos de la esclavitud erótica en mis manos.

Tomamos un ágape frugal, y antes de irme pedí estar a solas un momento con Blanche. Como soberana del reino, ejercía mi derecho y mi deber de comprobar el estado mental de Blanche por mí misma. Tristán no puso objeción alguna.

Entré sola en la alcoba y la encontré hecha un mar de lágrimas. La habían apaleado con dureza y la pala se había cebado en sus muslos y pantorrillas. Su elástica piel estaba sorprendentemente roja. Besó mis chinelas una y otra vez.

—Poneos de rodillas y habladme —dije—. Os doy licencia.

Saqué un pañuelo de encaje y le limpié el rostro. Tenía las mejillas muy pálidas, y sus grises ojos soñolientos brillaban ardientes a través de sus pobladas pestañas. Ignoraba por qué tenía el pelo plateado, salvo que en este mundo hay personas que tienen ese tipo de cabello, blanco o plateado desde temprana edad, y con frecuencia son excepcionalmente bellas.

—Y ahora decidme, ¿amáis a vuestro señor? —pregunté—. Quiero que me descubráis los secretos de vuestra alma.

—Oh, sí, lady Eva —contestó entrecortadamente—. Nunca conocí semejante felicidad en la corte.

Y entonces lo soltó todo otra vez.

—Por favor, debéis permitir que me quede aquí. No me importa que la reina no me pida que vuelva al castillo. Por favor, debéis permitir que me quede aquí. No quiero que la reina regrese.

Mecí su cabeza inclinada entre mis manos.

—¿Qué se supone que tengo que hacer, azotaros yo misma aquí y ahora? Jamás os habría dado licencia para hablar si hubiese sabido que sois tan insensata, tan desobediente. ¡Sabéis lo que está permitido y lo que no! —dije—. La reina decide dónde viven los esclavos y a quién sirven. ¡Podríais abrir vuestra alma eligiendo las palabras con más prudencia, lo sabéis de sobra! —Le levanté la barbilla. Se mordió el labio con desesperación al mirarme. Le guiñé el ojo—. Haré todo lo que pueda —susurré— a fin de que permanezcáis con Tristán.

Me rodeó con sus brazos y le permití que pegara sus labios contra mi sexo, que sentí vivamente pese al grueso tejido de mi vestido. Le indiqué que se levantara y la estreché entre mis brazos, besándola con avidez. No todos los esclavos saben besar. Algunos de los más serviles y mejor entrenados simplemente no llegan a coger el tranquillo de los besos. Pero Blanche, sí.

Noté que los pezones se me endurecían debajo del vestido y que mi sexo se humedecía. Pero no podía apartarme de ella. Le comí los ojos a besos, lamiendo sus lágrimas saladas.

—Decidme, lady Eva, ¿por qué lleva tanto tiempo fuera la reina? —me susurró al oído—. Corren habladurías. Los esclavos tienen miedo.

—Contadme lo que dicen —le ordené con voz persuasiva. Le alisé los cabellos, apartándoselos de la frente.

—Ayer el capitán Gordon trajo del pueblo a un pequeño grupo de esclavos castigados para que trabajaran en el jardín de mi señor. Tres mujeres y dos hombres. No recuerdo cómo se llamaban. A la hora de comer, susurraban con temor que se echaba muchísimo de menos a la reina, que ni siquiera el capitán Gordon y lady Julia conseguían mantener el orden en el pueblo en su ausencia. Dicen que la reina ya no ama su reino. Dicen que ha renunciado a nuestra servidumbre.

—Eso no es más que cháchara ociosa. —Suspiré—. No me sorprende, sin embargo, que digan tales cosas. Añoran a la reina pese a que rara vez hayan llegado a verla. Bueno, he pasado el día en el pueblo. He ordenado que dieran una buena tunda a no menos de treinta esclavos en la Plataforma Giratoria. Y he recorrido las caballerizas para inspeccionar los ponis por mí misma. Todo está en orden. Me figuro que esos esclavos quejicas dormirán bien esta noche... al menos por ahora. Aunque seguramente todo irá mejor cuando regrese la reina.

—Sí, sobre todo si permite que permanezca con el príncipe Tristán —osó decir mientras me besaba la mejilla—. Hermosa lady Eva —agregó.

—Vigilad esos modales, niña —dije. Le puse un dedo en los labios—. Os prometo que, cuando la reina regrese, haré cuanto esté en mi mano para asegurarme de que permanezcáis al lado de Tristán. No se lo digáis a nadie, ni siquiera a vuestro señor, y cuando esta noche os castigue, si os da permiso para hablar arrepentíos de vuestros arrebatos.

Asintió agradecida y abrió la boca para que la volviera a besar, cosa que hice.

—Y ahora dejadme marchar, arpía —dije—. Sois un cielo, pero estoy demasiado cansada y debo regresar al castillo.

Le estrujé con fuerza el cálido trasero y noté cómo suspiraba arrimada a mí. Qué caliente tenía la carne, cuán deliciosamente caliente.

—Sí, lady Eva —dijo. Y me permití un último y prolongado beso.

II

El trayecto a caballo hasta el castillo era corto, por un sinuoso camino estrecho que rodeaba el Pueblo de la Reina. La luna llena facilitaba en gran manera el viaje de regreso a casa. Y aun cansada como estaba, me alegraba de haber visto a Tristán.

A Tristán lo habían traído al reino décadas atrás como joven esclavo real, y todo el mundo conocía su historia. La reina exigía tales tributos a todos sus aliados, y era frecuente que muchos otros reinos enviaran a los jóvenes consentidos y revoltosos de su realeza para que sirvieran a la reina, agradeciendo la mejora en la conducta de sus rebeldes jóvenes mediante su estricto adiestramiento en el placer, así como la bolsa de oro que siempre acompañaba el regreso de tales esclavos a su patria. Algunas familias nobles hacían lo mismo, pero, por lo general, los esclavos eran príncipes y princesas. Ay, lo que daría por haber visto a Tristán entonces, al apuesto Tristán, desnudo y dispuesto a servir.

Pero yo ni siquiera había nacido cuando Tristán fue esclavizado por primera vez. Ahora yo tenía veinte años y me costaba hacerme a la idea de que él, con su sonrisa juvenil y sus inocentes ojos azules, tuviera realmente cuarenta años. Conocía bien su historia.

Había sido muy rebelde con su joven amo, lord Stefan, el primo de la reina —un antiguo amante incapaz de dominarlo— y lo habían mandado al Pueblo de la Reina para que fuese severamente castigado por su desobediencia. Allí lo había comprado y entrenado mi tío Nicholas, el cronista de la reina, para que fuese poni. El tío Nicholas había amado a Tristán. Y todo habría ido bien a partir de entonces, dada la inclinación de Nicholas para domar a quienes amaba, si los soldados del sultán no hubiesen saqueado el reino, raptando a algunos de los mejores esclavos para el sultanato.

Tristán había sido uno de los que se habían llevado, junto con las famosas princesas Bella, Rosalynd y Elena, y los príncipes Laurent y Dmitri.

Ahora bien, el sultán, desaparecido de este mundo hacía tiempo, había sido un gran aliado de la reina Eleonor. Sus antepasados respectivos habían iniciado la costumbre de la esclavitud de placer más de un siglo atrás. Pero en el reino de Eleonor tal costumbre había entrado en decadencia, y cuando ascendió al trono vinieron emisarios del sultán para ayudar a la reina a restablecerla, de modo que Bellavalten volviera a estar en boca del mundo entero.

Los raptos esporádicos de esclavos formaban parte de un pasatiempo del que la reina y el sultán participaban de vez en cuando. Y cualquier esclavo de Bellavalten aprendía mucho bajo las costumbres de los jardines del placer del sultán. De modo que nadie hubiese dado mayor importancia a esta última incursión de no haber implicado a la legendaria Bella Durmiente. Sus padres exigieron que la reina rescatara a su hija y que se la devolviera de inmediato. La servidumbre a la reina y su hijo, el príncipe de la Corona, lo podían aprobar, pero no así la pérdida de la princesa Bella a manos de un noble extranjero.

Por consiguiente, el capitán Gordon fue enviado con unos pocos soldados cuidadosamente escogidos para reclamar a Bella y a los demás esclavos que pudieran rescatarla fácilmente. Por desgracia, sobrevino el escándalo. Bella y sus compañeros, Tristán y Laurent, no habían querido regresar; es más, los tres se habían rebelado y armado gran alboroto, gritando y dando puntapiés a diestro y siniestro mientras los rescataban.

El bello e irresistible Laurent, uno de los más rebeldes, tuvo el descaro de raptar a uno de los criados más devotos del sultán, Lexius, e insistió en que el capitán Gordon se lo llevara de vuelta como trofeo para que sirviera a la reina Eleonor.

La reina Eleonor se enfureció con sus recalcitrantes mocosos. A Bella no pudo castigarla más puesto que fue liberada de inmediato para que regresara al reino de sus padres. Pero la reina condenó a Laurent y a Tristán a pasar un año en las caballerizas del pueblo, sometidos al trabajo más duro que un esclavo puede conocer: servir a perpetuidad como poni. En cuanto al misterioso y seductor Lexius, a la reina le indignaba que cualquier esclavo se atreviera a ofrecerse a ella tal como Lexius osó hacerlo. Sin embargo había transigido, llegando a convertirlo en un favorito tan preciado para ella como su querido príncipe Alexi, de quien era bien sabido con cuánta dureza lo había subyugado.

Antes del final de aquel año, Laurent fue liberado debido a la muerte de su padre. Había regresado a su hogar para convertirse en rey de su reino, y en cuanto asumió la corona le faltó tiempo para salir al galope en busca de la princesa Bella, que había servido desnuda a la reina Eleonor junto a él, para convertirla en su reina.

Ay, se armó otro escándalo mayúsculo en Bellavalten cuando corrió el rumor de que dos antiguos esclavos se habían casado y gobernaban la casa real más poderosa de Europa. La reina Eleonor lo consideró desvergonzado e ignominioso, pero ¿qué podía hacer al respecto? El rey Laurent era un aliado orgulloso y avezado; y la reina Eleonor devino la joya de su corte.

—No toleraré que se hable de ellos —declaró la reina, acuñando una célebre máxima—, y sus nombres jamás deberán pronunciarse en mi presencia.

Los esclavos reales, cuando eran liberados, debían regresar con la cabeza gacha a sus respectivos reinos y nunca hablar de su servidumbre a la reina, apremiándose en asumir las exigencias de la realeza. Pero había una pareja de incorregibles legendarios que se habían casado y presidían un glamuroso reino.

Mi tío Nicholas me dijo que la historia del rey Laurent y la reina Bella no fue fácil de ocultar. Antes bien, corrió como la pólvora entre los esclavos del castillo y del pueblo, a quienes se oía comentar que le estaba bien empleado al hijo de la reina, el príncipe de la Corona, por haber traído aquí a la Bella Durmiente y no haberla convertido en su prometida.

Maldita por una maga para que durmiera durante cien años con toda su familia y su corte, la princesa Bella había despertado cuando la besó el príncipe de la Corona, que la había llevado desnuda y sumisa a los pies de su madre.

Le reina tuvo la osadía de desestimar la leyenda y el sorprendente logro de su hijo, tratando a Bella como a cualquier otro abyecto juguete erótico de la corte, y exiliándola al pueblo tras su primer acto de desobediencia.

Pero una vez que el rey Laurent tomó a Bella como su futura esposa, la reina bailó a un son distinto.

—Si alguien debe ser el marido de esa moza —dijo entonces—, ese es mi hijo, no el insolente e indisciplinado Laurent. ¡Cómo es posible que haya ocurrido algo semejante con ese par de esclavos tan rebeldes y desobedientes! Os aseguro que estoy muy confundida.

—Laurent era un príncipe muy guapo —me contó el tío Nicholas—. No te lo puedes imaginar. Laurent tenía el pelo y los ojos castaños, era asombrosamente alto y fuerte, de rasgos cincelados por los dioses, quizás uno de los esclavos más impresionantes que alguna vez haya servido en el castillo. Lady Elvera era su ama y señora. Cada día lo azotaba. Cada día le hacía poseer a dos o tres princesas delante de ella para su deleite. Era un hombre incansable. Tenía un falo enorme. Y cuando huyó para terminar siendo condenado a vivir en el pueblo, lo hizo por puro aburrimiento. Eso es lo que hacen los esclavos, ¿sabes?, y la reina nunca cayó en la cuenta. Eligen lo que harán y dónde; y la reina simplemente no lo entiende. No entiende el atractivo que tienen castigos diversos para esclavos distintos, como tampoco que los amos y amas posean atractivos diferentes, y menos aún que los esclavos siempre hayan sabido cómo derrotarla para su propia diversión.

Esto era verdad. La reina Eleonor se imaginaba que siempre lo tenía todo bajo control. Me di cuenta al poco de llegar aquí. El viejo lord Gregory, el venerable ministro de esclavos de la reina, cayó exactamente en el mismo error. Igual que algunos de los escuderos y pajes más estrictos e inflexibles, y muchos cortesanos. En cualquier caso, el príncipe de la Corona no se había casado. Se decía que odiaba a su madre por no haberle permitido contraer matrimonio con la Bella Durmiente. Pero eso parecía un tanto injusto. La había desnudado y traído descalza y temblorosa al reino. ¿Qué esperaba que pensara o hiciera su madre?

Por su parte, el rey Laurent y la reina Bella pasaron de las garras de la reina a los anales de la historia. Y no hubo nada que hacer al respecto.

El rey Laurent y la reina Bella habían seguido gobernando durante veinte años de prosperidad sin parangón hasta hacía un año y medio cuando, tras poner la corona en la cabeza de su amado hijo Alcuin, se habían retirado a una finca del sur donde vivían recluidos.

La reina Eleonor recibió la noticia mientras ella y su hijo se estaban preparando para emprender un viaje por mar. Me acababa de elegir para que fuera ama y señora de todos los esclavos durante su ausencia.

—Me pregunto por qué se habrá retirado tan célebre pareja —dijo la reina—. Y si tardarán mucho en venir de visita. Ahora que el joven rey Alcuin gobierna en su tierra natal, ¿qué harán Laurent y Bella, estando en la flor de la vida? —La reina me miró con sus penetrantes y crueles ojos negros—. ¿Creéis que alguna vez hablan del tiempo que pasaron juntos aquí?

Al día siguiente hizo la siguiente declaración.

—Sabéis bien, Eva, que abrigaba la esperanza... bueno, la esperanza de que algún día esos dos, Laurent y Bella, vinieran a vivir en la corte, inaugurando así una nueva era.

El príncipe de la Corona se indignó.

—¡Qué hay de malo con las cosas tal como están! —había protestado.

—Nada —respondió la reina Eleonor—, excepto que me tienen harta, y a ti también. Pienso en lo agradabilísimo que sería ceder el reino entero a esos dos y terminar con todo de una vez. Aquí he alcanzado un gran logro con la esclavitud hedonista, sí, tal como hicieran mis antepasados antes que yo, y tal como el sultán lo hizo en su tierra antes de su desventurada ruina... pero estoy cansada de dirigirlo todo.

El príncipe de la Corona rezongó. Dijo a lord Gregory, el anciano ministro de esclavos, que fuese todavía más estricto, me encargó que hiciera lo mismo y luego se fue a comprobar que sus baúles se estuvieran empacando como era debido.

Y después enfilaron hacia la costa.

Mas no sin que antes la reina me hubiese entregado una carta sellada.

—Si nos sobreviene algún infortunio, Eva, tendréis que abrir esto —dijo. Y tras besarme con frialdad salió del castillo para dirigirse al carruaje que la aguardaba.

Para mí fue un placer aceptar las responsabilidades que se me habían encomendado. Tenía buena mano para dominar a los esclavos, fuesen hombres o mujeres, y la había usado bien desde mi llegada. A ratos perdidos leía las Crónicas del reino de mi tío Nicholas, conocía la historia de muchos esclavos y sabía cómo habían sido domeñados y adiestrados y cómo habían amado y llorado cuando los obligaron a regresar al «mundo exterior», según lo llamaba mi tío.

Entendía a los esclavos. Me encantaba estudiarlos, disciplinarlos y lograr en cada uno de ellos una perfección que el propio esclavo había creído imposible. Poseía un don para ello. Encontraba fascinantes sus reacciones más sutiles y estaba entusiasmada con la infinita variedad y la lozanía que me rodeaban cuando deambulaba por los pasillos y jardines del castillo.

Por la noche, sobre mi almohada, a veces soñaba con el rey Laurent y la reina Bella; ¿cómo habían sido realmente en sus tiempos de servidumbre desnuda? El rey, tan fuerte y brioso, y Bella con su fabulosa cabellera rubísima y sus ojos azules, una esclava exquisita que a todos admiraba. Y también soñaba con Tristán, que había pasado la mayor parte de su vida aquí.

Por supuesto, hubo un tiempo en el que Tristán salió al mundo exterior. Había servido su correspondiente año como poni en el pueblo a modo de castigo por su desobediencia cuando lo rescataron del palacio del sultán.

Pero su familia lo había hecho regresar a su patria poco después de que le sucediera lo mismo a Laurent. El hermano mayor de Tristán era su rey, y había muerto combatiendo en el extranjero. Tristán debía asumir la corona. Así eran las cosas. No había protestado.

Sin embargo, tres años después, cuando el hermano de Tristán regresó para gran asombro y felicidad de la familia, Tristán viajó de vuelta, día y noche, a Bellavalten.

Por descontado, al poco de llegar tendría que ser de nuevo un esclavo sexual. La reina Eleonor no quiso ni oír hablar de ello. Y Tristán tampoco lo solicitó. Pero sí podría restaurar y abastecer la casa solariega que había comprado y alojarse allí con mi tío Nicholas y mi tía Julia. Y podría disponer de tantos esclavos desnudos como deseara. La reina Eleonor lo recibió como a un adalid de la corte. Y los primos de la reina, lord Stefan y lord William, así como su tío, el gran duque André, se alegraron de incorporar a Tristán a su círculo más íntimo.

Al fin y al cabo, era cosa común que los esclavos devinieran cortesanos con el paso de los años. Las princesas Rosalynd, Lucinda y Lynette habían sido esclavas durante muchos años, antes de convertirse en orgullosas y bellas integrantes del aburrido contingente de damas de compañía que se congregaban con sus labores de bordado en torno a un trono vacío en el gran salón del castillo. Con la lectura de las páginas de mi tío me enteré de sus historias y de las de muchos otros, demasiado numerosos para nombrarlos.

El príncipe Alexi, favorito de la reina años atrás, había regresado hacía poco, y la reina lo había recibido con los brazos abiertos.

Tan solo seis meses antes de emprender su viaje. Se había alegrado de reincorporarse a la corte y reencontrarse con sus primos de la realeza.

—¿Tan sorprendente es que regresen? —había murmurado mi tía Julia—. Aquí fueron felices cuando eran juguetes sexuales. Y quienes han sido adiestrados suelen convertirse en los mejores adiestradores. —Mi tía, a la sazón, gobernaba el Pueblo de la Reina con tanta habilidad como cualquiera de los alcaldes varones anteriores—. Ya sabía yo —dijo— que la reina perdonaría al príncipe Alexi cualquier antigua ofensa y le permitiría quedarse.

Ahí había una historia secreta que no me confió.

Pero al caer la tarde, ella y el príncipe Alexi a menudo salían juntos a pasear, aparentemente para conversar sobre los viejos tiempos. El príncipe Alexi tenía el pelo de color caoba, delicadas facciones y la piel morena; qué guapo estaba ahora, tanto o más guapo que siempre, dijo mi tía, que lo recordaba muy bien de cuando era el favorito de la reina.

—¡Cómo lo castigaba día y noche! Si bien es cierto que corrían rumores... y chismes... pero, naturalmente, no podemos hablar de esas cosas.

Algo había que nadie contaría sobre la amistad del príncipe Alexi y el misterioso Lexius, el criado del sultán que el rey Laurent había traído como esclavo, algo relativo a Lexius y Alexi que contrariaba a la reina, pero por más que lo intenté, nunca logré que me refirieran esa historia.

Y ahora mi tío se había marchado a correr mundo, la reina y el príncipe de la Corona estaban fuera de mi alcance y no me atrevía a pedir a Tristán que me dejara ver las Crónicas del reino que Nicholas me había mostrado cuando yo era niña.

El príncipe Alexi conservaba una belleza juvenil con su tersa piel morena y sus vivaces ojos negros, siempre pronto a reír, pero a mí me seguía resultando extrañamente provocativo. Nunca me sonreía sin hacerme pensar que deseaba que fuese su ama, que quizá quería que lo despojara de sus terciopelos y entorchados y que le diera una buena azotaina con mi cinturón. Tenía una manera de bajar los párpados y levantar la vista hacia mí aun siendo más alto que yo, propia de muchos antiguos esclavos. Y cuando por azar nuestras manos se tocaban, sentía una conmoción tremenda en toda mi piel, como si su cuerpo estuviera esculpido en crepitante fuego.

Una nunca acababa de saber qué tramaban los antiguos esclavos que regresaban a la corte.

¿Acaso Tristán había sido el esclavo secreto de mi tío Nicholas a puerta cerrada en la casa solariega? ¿Y qué decir de lord Stefan, el primo de la reina, el indeciso que había fracasado en su intento de dominar a Tristán tantos años atrás, dando lugar a que este huyera? Lord Stefan siempre había estado aquí, pero parecía tener miedo de Becca, su taciturna esclava rubia, como si ella estuviera al tanto de un secreto y detentara un poder inmenso sobre él. Los había entrevisto una tarde en la Arboleda de la Diosa, aquel viejo jardín abandonado del lado izquierdo del castillo al que la reina no prestaba la menor atención.

Era última hora de la tarde y el silencio era tal que solo se oía el canto de los pájaros. Y me tropecé con ellos en la hierba alta, Becca desnuda con sus largos mechones rubísimos, sentada a horcajadas sobre su señor completamente vestido, que yacía tendido de espaldas, empujando y retorciéndose; el rostro ovalado de la esclava vuelto hacia arriba y sus gélidos ojos clavados en el cielo, susurrando mientras montaba en su verga: «Os correréis cuando os diga que podéis correros, ¡no antes! ¿Osaréis desobedecerme?»

Me marché a toda prisa. La vieja y descuidada Arboleda de la Diosa siempre me había parecido un lugar embrujado, con sus estatuas de mármol y sus arcos rotos cubiertos de hiedra. Y a partir de entonces lo evité. Una verdadera lástima, pues podría haber sido un lugar muy bonito.

Pero nunca como entonces percibí el tormento de aquellas damas y caballeros tan elegantemente vestidos que ansiaban servir con el abandono de los esclavos pero que no estaban autorizados a hacerlo. En cuando a Becca, a menudo azotaba a otros esclavos para mayor entretenimiento y diversión de lord Stefan. Y al parecer era Becca quien escogía a las esclavas que lord Stefan perseguía con la pala por el Sendero de la Brida. ¿Alguna vez había derramado Becca una lágrima? No, como tampoco nunca parecía infeliz. Y me daba la impresión de que incluso el añoso lord Gregory, conocido por su férrea disciplina con los esclavos, la evitaba. Había estado tentada de pedir prestada a Becca para una noche de diversión, pero ¿por qué perturbar lo que más vale dejar en paz?

Además, ahora, en ausencia de la reina, todos anhelaban cierto equilibrio cotidiano.

III

Era noche cerrada cuando divisé el castillo, y esperaba llegar a mis aposentos sin más tropiezos. Pero encontré al príncipe Alexi ante mi puerta.

Su rostro juvenil estaba transido de dolor, e incluso a la pálida luz de la lámpara que llevaba en la mano alcancé a ver que había llorado.

—¿Qué sucede? —pregunté. Abrí la puerta y, rodeándolo con un brazo, le hice pasar a mi sala de estar.

Mi devoto esclavo Severin había encendido el fuego y las velas de la mesa. Tomé la lámpara de la mano de Alexi y la dejé en el aparador. Me pareció que estaba totalmente perdido.

—Venid a sentaros y contadme —dije.

—Eva, esto es incalificable... —dijo, negando con la cabeza. Sacó una carta de rígido pergamino de su jubón de terciopelo—. La reina... —Y se le quebró la voz, incapaz de proseguir.

Sin más dilación, abrí la carta y la leí.

Había sido enviada desde una lejana ciudad de los mares del sur e iba dirigida al gran duque André, el tío de la reina Eleonor. El escrito era claro y oficial.

—Es nuestro deber informaros de que vuestra soberana, la reina Eleonor, y su hijo, el príncipe de la Corona, han fallecido, y que se ha suspendido la búsqueda de los restos del naufragio dado que sus cadáveres han llegado a nuestras costas, junto con varios otros del desdichado buque, por lo que se ha perdido toda esperanza...

La carta continuaba, abundando en detalles relativos a la identificación de los cuerpos, y contenía una breve descripción de la tempestad que había hecho zozobrar el barco. Dos supervivientes del desastre, la princesa Lynette y el príncipe Jeremy, que viajaban con la reina, ya habían emprendido el regreso al reino.

Alexi se había tapado la cara con las manos y lloraba en silencio, su pelo color caoba le colgaba sobre los ojos.

Reflexioné sobre lo que sabía acerca de él, sobre cómo había sido el esclavo favorito de la reina y cómo al final había acabado por contrariarla. No era buen momento para preguntar a propósito de aquella historia.

—¿Quién más está al corriente de esto? —pregunté.

—Lo saben todos: André, William y Stefan. Me han hecho venir a veros. Ninguno de ellos es la persona adecuada para tomar las riendas del reino. ¡Y ninguno de los tres está dispuesto a hacerlo! En cuanto los esclavos se enteren cundirá el pánico. No sabéis cuántos aguardan con pavor el día en que los enviarán libertos de regreso con sus familias.

—Sí que lo sé —respondí en voz baja.

Levanté la vista. El gran duque André estaba en el umbral de la puerta abierta. No era un hombre mayor, aun siendo tío de la reina, seguía teniendo el pelo negro azabache y su rostro rectangular no había perdido un ápice de atractivo.

—Lady Eva, ¿qué vamos a hacer? —preguntó, con voz entrecortada por la emoción.

Me levanté y con un ademán lo invité a tomar asiento entre Alexi y yo. Sin decir palabra fui a mi escritorio, junto a la ventana.

Allí había una vela encendida puesto que tenía la costumbre de leer o escribir hasta altas horas de la noche, y Severin había dispuesto el tintero, pergamino y mis plumas.

Abrí un pequeño cofre que descansaba sobre el escritorio y saqué la carta sellada que la reina Eleonor me había entregado aquel último día, antes de su partida.

Regresé a la mesa y me senté sin pedir permiso al afligido duque. No le importó. Estaba consolando al príncipe Alexi.

—Esto es el fin de nuestro mundo —dijo el duque en voz baja, volviéndose hacia mí. No se parecía a la reina pero tenía los mismos ojos negros, que a menudo eran tan fríos como los de ella, aunque no en aquel momento. Las lágrimas le habían humedecido el rostro surcado de profundas arrugas.

—Me temo que lleváis razón —contestó el príncipe Alexi; tomó la mano derecha del duque con la suya y la estrechó—. Bellavalten no puede sobrevivir sin nuestra benévola Eleonor.

Bajé la vista hacia la carta que tenía en la mano. Iba dirigida a mí con una anotación en hermosa caligrafía que rezaba: «En caso que fallezca.»

Se la mostré a ambos caballeros. El gran duque no sabía leer ni escribir, pero el príncipe Alexi había recibido una buena educación. Cuando me prestaron atención, rompí el sello y abrí la carta.

Mi querida Eva:

Habéis sido un gran consuelo para mí desde vuestra llegada gracias a que sentís una pasión por el reino que yo misma he perdido. Soy muy consciente de que nuestra costumbre de la esclavitud hedonista se ha convertido en la piedra angular del reino. Los visitantes cuyo oro llena nuestras arcas a diario vienen a ver y vivir entre nuestros hermosos y bien adiestrados esclavos. De hecho, muchos de nuestros mejores ciudadanos, estudiosos, escribas, artesanos y tejedores nos abandonarían si se vieran privados de sus esclavos desnudos. Nuestros soldados también desertarían, e incluso los estamentos más bajos de la gente corriente podrían cruzar las fronteras si se abandonaran las viejas costumbres que distinguen a nuestro reino de todos los demás. Ni siquiera mi inmensa riqueza bastaría para preservar el reino en semejante declive. Por consiguiente, recemos para que regrese de este viaje con determinación y consideración renovadas por quienes dependen de mí.

Mas si no regresara, si nos ocurriera algún accidente a mí y a mi hijo durante nuestro viaje, es mi deseo que presentéis esta carta, escrita con detenimiento de mi puño y letra, a mis amados tío y primos.

Es mi deseo que nuestras costumbres no perezcan, y que antes de ceder Bellavalten a sus voraces aliados y vecinos, ofrezcan al rey Laurent y a la reina Bella la corona y el cetro. Si el rey Laurent y la reina Bella tienen a honra respetar la costumbre de la esclavitud tal como yo la he establecido, si van a preservar mi reino con arreglo a los preceptos y costumbres que lo han hecho famoso en el mundo entero e incluso en las costas de tierras ignotas, a ellos lego todas mis riquezas, mis propiedades, mi castillo y mis casas solariegas, mis tierras y mi reino entero.

Eva, os encomiendo solemnemente que vos misma os dirijáis al rey Laurent y a la reina Bella, y que les imploréis que tomen las riendas de Bellavalten. Y con la misma solemnidad encomiendo a toda mi familia y mi corte que los inciten a asumir plena autoridad y que les den la bienvenida.

Solo un monarca que haya conocido las artes y el placer que ofrece la servidumbre erótica en Bellavalten será capaz de valorar las leyes de nuestro reino. En Laurent y Bella tenemos a dos reyes así. Y es mi esperanza que se hagan cargo del reino en beneficio de todos los que viven en él, así como que tengan nuevas ideas para asegurar su continua prosperidad. Estoy convencida de que no aceptarán esta herencia si carecen de tal visión. Son demasiado honorables para eso, y demasiado ricos para que los tiente la mera riqueza. En cambio, creo que Laurent y Bella juntos tienen la fuerza necesaria para establecer el rumbo futuro de Bellavalten.

Si no se cumple mi voluntad, dejo a criterio de mis herederos el reparto de las tierras y riquezas de Bellavalten en su propio beneficio. Se deberá liberar de inmediato a todos los esclavos y despedirlos con recompensas apropiadas. Y Bellavalten tal vez desaparezca tan misteriosamente como tiempo atrás entrara en los anales de la historia.

Dejé la carta encima de la mesa.

Había una segunda página con una larga lista de legados claramente menores que deberían adjudicarse en caso de que la reina falleciera, pero todo eso podía leerse más tarde.

Y figuraban sus inconfundibles firma y sello.

Miré al príncipe Alexi a los ojos y después al gran duque.

—Tenéis que ir a verlos —dijo Alexi—. Es nuestra única esperanza. ¡Eva, debéis ir, y yo os acompañaré! Recuerdo bien a Laurent. ¡Recuerdo a Bella!

—¿Creéis que se dejarán convencer? —preguntó el gran duque—. El rey Laurent es famoso por sus conquistas por tierra y por mar. Es un soldado incansable. Medio mundo le tiene miedo y la otra mitad lo adora. Francamente, me hacía temblar incluso cuando era un esclavo... desnudo.

—¡Sí!, pero ahora el gran rey ha renunciado a la corona —dije—, cansado de la guerra, como es bien sabido, y ha abdicado en su hijo.

—Es verdad... —El gran duque suspiró—. Aún hay esperanza.

—Además, he visto al rey Laurent un par de veces en los últimos diez años —dijo Alexi con entusiasmo—. Admito que fueron encuentros breves y relacionados con tediosos asuntos de la corte en tal o cual lugar. Solo hablamos un momento. Pero me consta que tanto él como su reina guardan un buen recuerdo del tiempo que sirvieron aquí. Como mínimo sé cómo lo recuerda él. Hubo algo tácito entre nosotros. Apuesto a que nunca se han engañado a sí mismos acerca de cómo fue esa época de su vida.

Cada vez estaba más esperanzado.

—Avisad a lady Elvera —dijo el gran duque—. Ella también tiene que ir. Fue el ama de Laurent. La escuchará. Y el capitán Gordon también debe acompañaros.

Lady Elvera. Una mujer fría, muy severa, que castigaba a sus esclavos con desapego y calculada indiferencia. Laurent la había servido dos años enteros antes de rebelarse y hacer que lo exiliaran al pueblo.

—¿Y si el rey Laurent recuerda a lady Elvera con rencor? —pregunté.

Alexi tuvo que contenerse para no echarse a reír a carcajadas.

—La adoraba —dijo—. Solo que al final se aburría, eso es todo. Confiad en mí. —Se inclinó hacia delante como quien va a hacer una confidencia—. Desde entonces la ha invitado varias veces a beber vino y a cenar en su corte. Se rieron del pasado. Eso fue hace unos diez años. Pero Eva, me sorprendéis. Vos deberíais conocer mejor que nadie el duradero vínculo que se establece entre una verdadera ama y un verdadero esclavo.

Levanté la mano para que se callara.

—Muy bien. Os pido que ambos vayáis a hablar con lady Elvera, que mandéis aviso a Tristán y que convoquéis al capitán de la guardia. Pero todos vosotros debéis mantener esta información en secreto. Nadie más debe enterarse de esta calamidad hasta que el rey Laurent y la reina Bella nos hayan comunicado su decisión.

—De acuerdo —dijo el gran duque—. Hay que impedir que corra la voz entre los esclavos, así como en el pueblo.

—Y aquí, en la corte, es imperativo que nadie lo sepa —agregué—. Excelencia, tened la bondad de despertar a vuestros secretarios. Necesitaremos cartas y salvoconductos para que el viaje sea seguro.

—Ah, ni se me había ocurrido pensarlo —respondió el duque—. Eva, realmente estáis en todo.

Ya lo sé, pensé para mis adentros, pero no contesté.

En cuanto me dejaron sola entré en la alcoba y descubrí que Severin, mi esclavo, obviamente había estado escuchando tras la puerta. Le propiné un bofetón por su impertinencia. Pero había estado llorando y apenas le importó.

—Lady Eva —dijo, arrodillándose ante mí con los brazos en torno a mis faldas—, no podéis enviarme a casa. No lo soportaré. Preferiría morir.

—Oh, callaros de una vez —dije—. Ahora no tengo tiempo de fustigaros. Haced mi equipaje de inmediato, y id a ver al furriel del ropero general y pedidle ropa para vos para el viaje. No podéis viajar en condiciones, desnudo. ¡Daros prisa!

—¿Ropa? —se inquietó—. ¿Tengo que ponerme ropa?

Era un chico muy guapo, con rizos dorados y dulces ojos grises. Pero hasta ahí podíamos llegar. Lo llevé a rastras hasta la silla más cercana, me senté, lo tumbé sobre mi regazo y lo estuve azotando hasta que me cansé.

—Y esto solo es un anticipo —dije—. Cuando hayáis terminado de hacer el equipaje y estemos listos para partir, os voy a dar tales azotes que estaréis dolorido todo el viaje, y en cada posada donde nos detengamos, volveré a azotaros y seguramente invitaré a cada posadero que encontremos por el camino a compartir conmigo semejante placer. Y en cuanto a vuestra verga, la mataré de hambre hasta que lleguemos a destino. ¡Ahora, largo!